He pasado parte del fin de semana ordenando la biblioteca, que no tiene otro orden más que el alfabético por autor, en dos subdivisiones: lo que es literatura y lo que no. Aunque dentro de mi definición de literatura entran muchos ensayos y libros que un bibliotecario jamás encuadraría en ese epígrafe del tesaurus. Llevaba casi un año sin colocar las nuevas adquisiciones en su sitio, y ya no me quedaba un sitio en la casa sin colonizar con un montoncito de libros. A mí no me importa el desorden (desorden es mi cuarto apellido o asín) y me encanta ese aire de chifladura que da encontrarse libracos por todas partes, desde el baño hasta el dormitorio pasando por todas las mesas y superficies lisas de la casa, vitrocerámica incluida (a veces leo mientras cocino, ¿no es sexy?). Pero llega un momento en que incluso un cerdo como yo necesita un poco de orden, aunque sólo sea porque ya era incapaz de encontrar los libros que necesitaba.
Ordenar no tiene nada bueno: la espalda me da tirones, me lleno las manos de polvo y me desespero porque ya no tengo un estante libre en toda la casa y no sé qué hacer con los libros que se han quedado fuera. Me da mucha pena verlos en el pasillo, formando montones, como huérfanos a los que ni la inclusa quiere. Pero también tiene sus satisfacciones. En cierta forma, conocer la biblioteca de alguien es conocer una parte sustancial de ese alguien, y conocer mi biblioteca me dice cosas de mí mismo que nunca hubiera sospechado. Es agradable manosear viejísimas lecturas y recordar el placer que te dieron, tropezarte con dedicatorias olvidadas de amigos y dedicatorias de amigos olvidados. Para un lector, su biblioteca es una manifestación de su biografía: mi vida entera está contenida en mis libros, y ordenarla es poner en orden mi vida.
No, ojalá fuera tan sencillo: ordenarla es darte cuenta de lo muy desordenada que la tienes.
Prefiero no ahondar en esto y centrarme en una de las varias sorpresas que me he encontrado. Una de ellas, claramente sebaldiana.
En la S de Sender he tropezado con una extraña edición de Réquiem por un campesino español que no recordaba tener. Estaba la canónica, la de Destino, pero esta no tenía conciencia de haberla comprado. Es una edición mexicana, de Editores Mexicanos Unidos, S. A., en rústica, de 1971. Es decir, que se publicó en vida del autor y, por tanto, se supone que fue autorizada y revisada por este. Pero debió de revisarla a la mecagüendiez. Iría liado o estaría distraido Sender ese día, porque no se dio cuenta de que le habían cambiado el título de la novela. En esta edición, su obra se titula Réquiem para un campesino español.
El error sólo se da en la cubierta, porque en la portada interior con el pie de imprenta aparece el título correcto.
Para, por… ¿Qué más dará, carajo? Si es un libro de un pinche cabrón… Un poco más y ponen Réquiem para un gachupín huevón.
Esta rareza ya convierte el libro en interesante de por sí (es una lástima: creo que se tiraron muchos ejemplares de esta edición y el libro está devaluado en el mercado de viejo. Si hubieran hecho una tirada corta, un ejemplar con ese error sería una joya bibliográfica. Así, sólo es una curiosidad que no me va a sacar de pobre). Pero hay más.
Al manosearlo, se desprenden dos impresos que estaban metidos entre sus páginas. Uno es un calendario de 1995 de Caja Postal con publicidad de Libreta Argentaria La Millonaria. “Infórmese en cualquier oficina de Caja Postal”, dice el eslogan. Argentaria La Millonaria. Ya no se ven ripios como los de antes.
El otro cartoncito que descubro es un billete de tren. Un cercanías que sirvió para cubrir el trayecto Ariza-Guadalajara, fechado el 8 de febrero de 1990.
Y gracias a él tengo la pista que me indica, más allá de la duda, el origen de este libro. No lo compré, no lo robé, no me lo regalaron, no me lo prestaron y luego olvidé devolverlo.
Este libro perteneció a mi abuelo. Y probablemente nadie lo ha leído desde aquel día de 1995 en que su dueño original lo releyó por última vez y utilizó un calendario de Caja Postal como marcapáginas. La vez anterior fue en un tren que iba de Ariza a Guadalajara el 8 de febrero de 1990, y aprovechó el mismo billete como marcador. Ambas improvisadas señales (que hablan de un lector descuidado, práctico y poco fetichista, que valora la letra por lo que dice y no por sus virtudes tipográficas) se quedaron allí hasta que hoy, casi 21 años después de ese viaje entre Ariza y Guadalajara, se me han caído de las manos.
Sé que ese billete perteneció a mi abuelo porque su modus operandi viajero era muy peculiar. Aunque vivió casi toda su vida en Madrid y todos sus hijos nacieron y crecieron en Madrid, sus hermanos y buena parte de su familia estaban en Zaragoza, y él mantuvo unos fuertes lazos con Aragón toda su vida. Tanto es así, que invirtió sus ahorros de jubilado en una casa en Bubierca, su pueblo natal, en la comarca de Calatayud.
Mi abuelo nunca tuvo coche ni aprendió a conducir, y se movía siempre en tren. Cuando se jubiló, vivió a caballo entre Bubierca y Madrid, y el trayecto entre ambos puntos lo salvaba en trenes de cercanías con interminables trasbordos. Con una sabia combinación de descuentos a la tercera edad, días azules y trenes de tercera muy lentos que paraban en todas las estaciones, conseguía que los viajes le salieran prácticamente gratis. Eso sí: cubrir los 200 kilómetros escasos que separan el pueblo de Madrid le podía costar un día entero. No le importaba: tiempo era lo que le sobraba. Así podía leer ediciones mexicanas de libros de Sender. Por otro lado, su plan no era tan económico como él pregonaba, pues acababa gastándose mucho más dinero en restaurantes y cafés de los pueblos del camino. Mi abuelo era todo un experto en ellos: sabía dónde se comía mejor en cada uno de los cruces ferroviarios que hay entre Madrid y Zaragoza. Y nunca fallaba.
Creo que he heredado los vicios lectores de mi abuelo. Yo no soy tacaño como él, no me importa gastarme el dinero para viajar cómodo. Pero, a diferencia de mucha gente, llevo muy bien los imprevistos y nunca me ha agobiado la perspectiva de un viaje largo. Mientras tenga una edición mexicana de Sender en la mochila para pasar las horas, nada se me hará eterno. Tiempo será lo que me sobrará, como a mi abuelo.