Archivo mensual: enero 2011

FE DE ERRORES

He pasado parte del fin de semana ordenando la biblioteca, que no tiene otro orden más que el alfabético por autor, en dos subdivisiones: lo que es literatura y lo que no. Aunque dentro de mi definición de literatura entran muchos ensayos y libros que un bibliotecario jamás encuadraría en ese epígrafe del tesaurus.  Llevaba casi un año sin colocar las nuevas adquisiciones en su sitio, y ya no me quedaba un sitio en la casa sin colonizar con un montoncito de libros. A mí no me importa el desorden (desorden es mi cuarto apellido o asín) y me encanta ese aire de chifladura que da encontrarse libracos por todas partes, desde el baño hasta el dormitorio pasando por todas las mesas y superficies lisas de la casa, vitrocerámica incluida (a veces leo mientras cocino, ¿no es sexy?). Pero llega un momento en que incluso un cerdo como yo necesita un poco de orden, aunque sólo sea porque ya era incapaz de encontrar los libros que necesitaba.

Ordenar no tiene nada bueno: la espalda me da tirones, me lleno las manos de polvo y me desespero porque ya no tengo un estante libre en toda la casa y no sé qué hacer con los libros que se han quedado fuera. Me da mucha pena verlos en el pasillo, formando montones, como huérfanos a los que ni la inclusa quiere. Pero también tiene sus satisfacciones. En cierta forma, conocer la biblioteca de alguien es conocer una parte sustancial de ese alguien, y conocer mi biblioteca me dice cosas de mí mismo que nunca hubiera sospechado. Es agradable manosear viejísimas lecturas y recordar el placer que te dieron, tropezarte con dedicatorias olvidadas de amigos y dedicatorias de amigos olvidados. Para un lector, su biblioteca es una manifestación de su biografía: mi vida entera está contenida en mis libros, y ordenarla es poner en orden mi vida.

No, ojalá fuera tan sencillo: ordenarla es darte cuenta de lo muy desordenada que la tienes.

Prefiero no ahondar en esto y centrarme en una de las varias sorpresas que me he encontrado. Una de ellas, claramente sebaldiana.

En la S de Sender he tropezado con una extraña edición de Réquiem por un campesino español que no recordaba tener. Estaba la canónica, la de Destino, pero esta no tenía conciencia de haberla comprado. Es una edición mexicana, de Editores Mexicanos Unidos, S. A., en rústica, de 1971. Es decir, que se publicó en vida del autor y, por tanto, se supone que fue autorizada y revisada por este. Pero debió de revisarla a la mecagüendiez. Iría liado o estaría distraido Sender ese día, porque no se dio cuenta de que le habían cambiado el título de la novela. En esta edición, su obra se titula Réquiem para un campesino español.

El error sólo se da en la cubierta, porque en la portada interior con el pie de imprenta aparece el título correcto.

Para, por… ¿Qué más dará, carajo? Si es un libro de un pinche cabrón… Un poco más y ponen Réquiem para un gachupín huevón.

Esta rareza ya convierte el libro en interesante de por sí (es una lástima: creo que se tiraron muchos ejemplares de esta edición y el libro está devaluado en el mercado de viejo. Si hubieran hecho una tirada corta, un ejemplar con ese error sería una joya bibliográfica. Así, sólo es una curiosidad que no me va a sacar de pobre). Pero hay más.

Al manosearlo, se desprenden dos impresos que estaban metidos entre sus páginas. Uno es un calendario de 1995 de Caja Postal con publicidad de Libreta Argentaria La Millonaria. “Infórmese en cualquier oficina de Caja Postal”, dice el eslogan. Argentaria La Millonaria. Ya no se ven ripios como los de antes.

El otro cartoncito que descubro es un billete de tren. Un cercanías que sirvió para cubrir el trayecto Ariza-Guadalajara, fechado el 8 de febrero de 1990.

Y gracias a él tengo la pista que me indica, más allá de la duda, el origen de este libro. No lo compré, no lo robé, no me lo regalaron, no me lo prestaron y luego olvidé devolverlo.

Este libro perteneció a mi abuelo. Y probablemente nadie lo ha leído desde aquel día de 1995 en que su dueño original lo releyó por última vez y utilizó un calendario de Caja Postal como marcapáginas. La vez anterior fue en un tren que iba de Ariza a Guadalajara el 8 de febrero de 1990, y aprovechó el mismo billete como marcador. Ambas improvisadas señales (que hablan de un lector descuidado, práctico y poco fetichista, que valora la letra por lo que dice y no por sus virtudes tipográficas) se quedaron allí hasta que hoy, casi 21 años después de ese viaje entre Ariza y Guadalajara, se me han caído de las manos.

Sé que ese billete perteneció a mi abuelo porque su modus operandi viajero era muy peculiar. Aunque vivió casi toda su vida en Madrid y todos sus hijos nacieron y crecieron en Madrid, sus hermanos y buena parte de su familia estaban en Zaragoza, y él mantuvo unos fuertes lazos con Aragón toda su vida. Tanto es así, que invirtió sus ahorros de jubilado en una casa en Bubierca, su pueblo natal, en la comarca de Calatayud.

Mi abuelo nunca tuvo coche ni aprendió a conducir, y se movía siempre en tren. Cuando se jubiló, vivió a caballo entre Bubierca y Madrid, y el trayecto entre ambos puntos lo salvaba en trenes de cercanías con interminables trasbordos. Con una sabia combinación de descuentos a la tercera edad, días azules y trenes de tercera muy lentos que paraban en todas las estaciones, conseguía que los viajes le salieran prácticamente gratis. Eso sí: cubrir los 200 kilómetros escasos que separan el pueblo de Madrid le podía costar un día entero. No le importaba: tiempo era lo que le sobraba. Así podía leer ediciones mexicanas de libros de Sender. Por otro lado, su plan no era tan económico como él pregonaba, pues acababa gastándose mucho más dinero en restaurantes y cafés de los pueblos del camino. Mi abuelo era todo un experto en ellos: sabía dónde se comía mejor en cada uno de los cruces ferroviarios que hay entre Madrid y Zaragoza. Y nunca fallaba.

Creo que he heredado los vicios lectores de mi abuelo. Yo no soy tacaño como él, no me importa gastarme el dinero para viajar cómodo. Pero, a diferencia de mucha gente, llevo muy bien los imprevistos y nunca me ha agobiado la perspectiva de un viaje largo. Mientras tenga una edición mexicana de Sender en la mochila para pasar las horas, nada se me hará eterno. Tiempo será lo que me sobrará, como a mi abuelo.

RARA AVIS

Por lo visto, esta es la versión corregida y aumentada de Níquel, un libro de 2005 que me pasó completamente desapercibido y del que tengo noticia ahora. Nunca es tarde.

Francisco Ferrer Lerín, aspirante a escritor maldito, compilado por Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía, es una rara avis. Y, desde que el Fat Man usó esa expresión latina en El halcón maltés, nunca se había utilizado con tanta propiedad. Ferrer Lerín es un pájaro extraño, un poeta metido a ornitólogo, un barcelonés metido a provinciano pirenaico, un divino metido a mortal.

Brevísimo contexto para quienes no hayan leído mi artículo heraldiano de hoy: Francisco Ferrer Lerín nace en Barcelona en 1942, en familia güena, de las que cortan el bacalao, pero venida a menos. En los años 60, que coinciden con sus dulces y universitarios 20, empieza a despuntar como poeta exquisito, junto a Pere Gimferrer y Félix de Azúa. De hecho, Castellet está a punto de incluirle en su antología Nueve novísimos poetas, pero al final se cae de ella porque deja de escribir, se convierte en un no-poeta. Y no sólo deja de escribir, sino que, ya en los 70, deja Barcelona, se instala en Jaca y se convierte en un reputado ornitólogo especialista en rapaces, participando en los incipientes programas de recuperación del buitre.

Esto —desaparecer de la divina Barcelona en pleno estado de gracia, cambiar los gintonic en Bocaccio por unas papas bravas en la calle Mayor de Jaca y la gloria mundana de la literatura por los cadáveres putrefactos de los muladares— le convirtió en un ser de leyenda, en una especie de Salinger a lo ibérico.

Pero llegó Vila-Matas, le nombró en una novela y redespertó el interés por él. En 2005 volvió a publicar, y desde entonces ha sacado unos cuantos volúmenes, manifestando una incontinencia impresa cercana a la de César Vidal. El último de estos libros, recién salido del horno, es Familias como la mía (en la exquisita Tusquets: una editorial que es a la gauche divine lo que la guillotina a la Revolución Francesa), que acabo de terminar ahora mismo entre grandes risotadas.

Familias como la mía es un cachondeo culterano. Leerlo es como irte de cañas con un amigo que te haga reír mucho y muy bien. Está cargado con un humor socarrón y fluido, expresado en un lenguaje antinovísimo, directo, casi de informe de espías.

Porque eso es Familias como la mía: el informe de un espía infiltrado en la sociedad y dispuesto a averiguar en qué puntos hay que colocar las cargas explosivas para dinamitarla. Es de lo más políticamente incorrecto (y ya odio mucho la expresión políticamente incorrecto, pero no se me ocurre otra) que he leído en meses. Por sus espejos deformantes —mucho más dañinos y menos retóricos que los del callejón del Gato— asoman los nacionalistas, los ecologistas y algunos letraheridos. Es muy guarrete, y el sexo es depravado, detallista e inverosímil, y finamente inteligente. Y a lo mejor esto último —la inteligencia, no la guarrería— es uno de sus lastres: si el libro tiene algún fallo es que acaba empachando por reiteración y acumulación. Hasta de las mejores comidas se harta uno.

Familias como la mía tiene dos partes. La ya aludida Níquel y Nora Peb. La primera, mucho más lograda que la segunda. De hecho, la segunda parece un premio para los lectores de la primera, ya que no aporta nada nuevo a la trama, pero sí que amplía algunos pasajes y narra la historia de personajes secundarios sólo insinuados en la primera. Níquel es el diario de Pablo Amatller Moragas, trasunto de Ferrer Lerín, en el que se cuenta cómo se apasionó por la ornitología y cómo cayó en las redes del servicio secreto para convertirse en su agente y cómo combinó ambas facetas. Resumiendo: los planes de recuperación del buitre acaban sirviendo para deshacerse de cadáveres molestos en un sistema casi industrial.

Entre medias, se cuelan muchos juicios absolutamente inaceptables para la mojigatería ambiente. Por ejemplo: el autor dice que detesta eso en lo que se ha convertido Barcelona, y se ridiculiza sin recurrir a la caricatura la obsesión ecologista de nuestros tiempos, que tiene más de hipocresía y de utilitarismo que otra cosa.

Copio un pasaje reflexivo sobre Barcelona que aparece en las primeras páginas. Un pasaje contrario a la historia oficial de la ciudad y de este país. Un pasaje que, se comparta o no, da que pensar —y en eso consiste la provocación bien hecha—:

Nadie entonces hablaba en catalán, me refiero a nadie que yo tratara. Se conocía la existencia, eso sí, de una bolsa de menestralía en el barrio de Gracia, pululaban tambén algunos miembros de una secta denominada La Seva y entre las personas mayores era corriente oír la ingrata fonética. Mis padres se expresaban de esa manera pero, todos, incluso los totalmente inmersos, reconocían el carácter rústico y provinciano del idioma. Recuerdo la aseveración rotunda, muchos años después, hecha desde el púlpito, del cura párroco de Vallgorguina, mosén Vespino: “¡Sí, es nuestra lengua, pero es una lengua de misa y fútbol!”; mi pade, oriundo de La Cerdaña, que cuando hablaba en castellano todos creían que hablaba en catalán, nunca abrigó dudas acerca de la imposibilidad de conseguir nada importante utilizando esa herramienta. En mis primeros años de bachillerato, en los jesuitas de Sarriá, se estigmatizaba, con el regocijo de los mentores, a los pocos alumnos que, desde luego involuntariamente, proferían en lemosín alguna frase o siquiera palabra: se les llamaba payesas, enfatizando con el cambio de género el tono denigrante del calificativo. Pero las cosas cambiaron. Un programa de Radio Barcelona llamado La comarca nos visita fue la premonición de lo que se nos venía encima. Gentes del interior de Cataluña, hasta ahora inexistentes en nuestras vidas barcelonesas, empezaron a abandonar sus campamentos agrícolas y arropados con títulos, incluso universitarios, desembarcaron en los foros ciudadanos, cada vez con menor recato: ante la dificultad para expresarse —para competir— en castellano optaron por hacer del catalán su modo único de comunicación, encontrando, frente a todas las previsiones, el apoyo de los emigrantes de segunda generación, especialmente aragoneses, que así creían subir un peldaño en la escala social y dejaban de ser unos parias: los llamados cariñosamente charnegos.

MINUSVALÍAS HOLOCÁUSTICAS

Carecer del sentido de la vista o del oído se considera una discapacidad, pero carecer de sentido del humor, no. Y debería ser urgente que se reconociese como minusvalía, para que sus numerosísimos afectados puedan recibir ayudas y tratamientos urgentes.

El escritor Kiko Amat escribió hace un par de semanas en el Cultura/s de La Vanguardia un artículo sobre el humor en la literatura, y lo arrancaba con una anécdota personal. Decía que se encontraba a menudo con una vecina en el ascensor con la que sólo podía hablar de cosas de bebés, que si recomendaciones pediátricas, que si marcas de potitos, que si otros coñazos que le aburrían soberanamente. Un día, la mujer se quejó de lo difícil que era encontrar una buena guardería, que todas exigían unos requisitos imposibles de cumplir, y Kiko Amat le soltó: “La que queremos nosotros es pública y sólo admite a niños celíacos, discapacitados, inmigrantes o con algún síndrome, así que hemos decidido mutilar al nuestro para que pueda entrar”. La señora se quedó lívida y empezó a responder: “Hombre, mutilar, no…”. Horrorizado, Kiko Amat se vio obligado a enunciar la aclaración que ningún bromista quiere hacer, pues manifiesta el fracaso de su humor: “Es broma, mujer”.

Contaba Amat que se percató entonces de que el sentido del humor era algo muy poco extendido, que lo que abunda es la gente discapacitada, agria, que no sólo no pilla un chiste, sino que tiende a escandalizarse con ellos.

Yo tuve una vez una amiga a la que tenía que aclararle constantemente que lo que decía era broma. Consecuentemente, su coletilla era: “Ahora, en serio” (lo que quería decir que ella siempre hablaba en serio, no sólo ahora). Para alguien dado al cachondeo, la comunicación con este tipo de personas pronto deviene fatigosa y acaba siendo imposible, como si habláramos lenguas distintas.

En Twitter acabamos de presenciar —muchos, atónitos— otro ejemplo disparatado de la dictadura de los malhumorados. alcanzó ayer los 50.000 seguidores, y para anunciarlo colgó un tweet que decía:

“Ahora que tengo más de cincuenta mil followers y me he tomado cuatro vinos podré decir mi mensaje: ¡El holocausto fue un montaje!”.

La reacción ha sido brutal y agresiva. Durante las últimas 24 horas, Vigalondo no ha dejado de ser insultado y denostado como negacionista del Holocausto. #Holocausto se ha convertido en trending topic en España. Gente como Sergi Pàmies le ha escrito: “no juegues con según que situaciones. No ha tenido gracia. De hecho nada mas leerlo he pensado que eres un gilipollas”. Había otros más paternales: “seguramente lo hayas dicho por ir borracho y hacerte el gracioso pero mañana al levantarte te daras cuenta de la cagada.. xD”.

La respuesta de Vigalondo fue aprovechar el filón. Se pasó toda la noche tuiteando burradas, forzando el umbral de ofensa de los ofendidos, como: “El niño del pijama de rayas se va de marcha”.

Que alguien sea incapaz de pillar la ironía de una gracieta intrascendente es triste, pero más triste es que los tristes quieran homogeneizar el mundo con su tristura.

Aquí va un chiste de judíos: versión de una peli porno judía según Family Guy:

ZONA DE OBRAS NÚMERO 62

Acabo de recibir el número 62 de la revista hispanoargentina Zona de Obras. Y si lo reseño, además de para maldecir las zarpas del cartero que me ha arrugado el ejemplar al incrustarlo en el buzón, es para anunciaros que en la página 32 y ss. aparece una entrevista al escritor, periodista e inclasificable Hernán Casciari firmada por un servidor. Zona de Obras se vende en tiendas Fnac, librerías y prostíbulos de extrarradio.

RECORTES Y RECORTES

PRISA se carga el 18% de su plantilla.

El otro día, a propósito de la pregunta que yo me hacía sobre por qué la gente no compra periódicos, Severiano anotaba lo siguiente en un comentario:

Como soy funcionario y hoy es lunes, he aprovechado para dar un repaso a fondo al periódico, en concreto a El País. Hoy tiene 55 páginas, lo mismo que en verano.
Me ha costado encontrar los anuncios clasificados, que antes ocupaban un buen número de páginas. Hoy ocupan un faldón de la página 45. Hay 19 anuncios: 13 de prostitución, 4 de usureros y 2 repetidos de algo que parece un mensaje en clave. Nada de Inmobiliaria, nada de Motor, nada de Empleo.
Anuncios a toda página hay 8, que se reparten así: 1 del coche Lexus, 1 del Banco Sabadell, 1 de Halcón Viajes y 5 de autopromociones del Grupo Prisa (El País, Cadena Ser, Digital +).
Anuncios de media página hay 6, todos ellos de empresas ajenas al Grupo Prisa.
Con el resto de módulos (excluida la autopromoción) se podrían llenar 5 páginas.

Es decir, que calcula que no solamente hay muy poca publicidad, sino que aproximadamente un tercio de la misma es falsa, autopromociones que no generan ingresos. Probablemente sea mayor, porque es una práctica muy común cambiar publicidad por favores. Es decir, que puede que varios de esos anuncios de empresas ajenas a PRISA no hayan pasado por caja. Ejemplo: una agencia de viajes financia varios billetes de avión a periodistas a cambio de un anuncio, o una empresa alimentaria monta un catering para un sarao del periódico a cambio de media página.

Vamos, que la cosa está chunga y a estas alturas pocos pueden estar sorprendidos de que empiecen a menguar a lo bestia unas redacciones que llevan varios años menguando con prejubilaciones y contratos temporales no renovados. Han agotado ya todas las triquiñuelas laborales posibles para adelgazar las plantillas y ahora sólo pueden recurrir al ERE.

Esta situación se juzga terrible. Y lo es, qué duda cabe, pero creo que está muy sobrevalorada.

Enric González, corresponsal de El País en Jerusalén y firme candidato a salir por la puerta con este recorte de plantilla, ha dicho y escrito muchas veces que se habla demasiado de los problemas laborales de los periodistas. Y tiene razón. Estadísticamente somos un colectivo pequeño, prácticamente irrelevante entre la masa de trabajadores. Y es cierto que ha sido un colectivo azotado por la precariedad y el esclavismo laboral, pero no lo es menos que una parte considerable de ese colectivo hemos disfrutado de unas condiciones y de unos salarios privilegiados en comparación con el común de los currantes. Incluso con los que pueden equipararse a nosotros. Año tras año, esas condiciones se deterioraban más y más, pero, hasta hace poco, con un poco de suerte y en determinados medios, se podía vivir muy bien del periodismo.

No entro ni siquiera a considerar que los principales culpables de esta situación hemos sido los propios periodistas, incapaces de generar alternativas ni respuestas a las nuevas y complejas situaciones que se han ido creando, y viviendo a merced de unos cuadros directivos que han demostrado estar más allá de la mediocridad, pero ante los que no hemos sabido plantarnos y ante cuyos desmanes hemos ido quedando progresivamente desnudos. No valoraré la parte de culpa que ha tenido en esta situación las décadas y décadas de palmoteo lumbar con los políticos, la confección de productos instrumentales, chapuceros y carentes de interés, el desprecio constante al público y el preocupante analfabetismo funcional que transpiran muchos contenidos.

Prefiero verlo en términos globales. Y en esos términos, es muy preocupante que una noticia gravísima como el recorte de más de un 8% del presupuesto sanitario en Cataluña ocupe solo una columna en algunos periódicos, mientras que cualquier tontada que afecta a los periodistas (como que le partan la cara a uno de ellos en Marruecos o en un bar de la Castellana) ocupe páginas y páginas. Que las pequeñas miserias de un grupo de privilegiados —pues eso es lo que somos— pesen más que otros temas gravísimos que afectan directamente al conjunto de la población sólo puede ser indicativo de una decadencia previa al desplome.

Aborrezco el gremialismo y los grupos de presión que pretenden focalizar todo el discurso público hacia sus intereses particulares, que en general son muy específicos, muy egoístas y muy minoritarios. Me cansa mucho el victimismo de discográficas, editores, directores de cine y periodistas. Cuando hay tanta gente tan puteada que sufre su putada en el más servil de los silencios, el griterío de estos colectivos de pijos entre los que yo mismo me encuentro suena triplemente insultante. No puede ser que la situación laboral de Iñaki Gabilondo —un profesional de 68 años que ocupa un puesto en el consejo de administración de uno de los consorcios empresariales más poderosos de España y de América Latina— merezca más lamentos que las de los cuatro millones y pico de verdaderos parados que comen todos los días arroz de oferta del Dia.

A mí también me gustaría que hubiera muchos Gabilondos. A mí también me gustaría que hubiera muchos periódicos buenísimos, y escribir en alguno de ellos si mi talento me lo permitiera. Yo también echo de menos una tele molona, culta, con profesionales a prueba de bomba. Yo también lamento que los periodistas a los que admiro se hayan convertido en outsiders, arrumbados en las últimas páginas de los diarios o en los peores horarios de las radios y las teles u obligados a holgar en su casa con prejubilaciones forzosas. Pero, francamente, puedo vivir sin ello. Incluso puedo vivir sin mí. Yo tampoco considero que mi trabajo sea imprescindible, no creo que la Tierra vaya a dejar de girar porque yo publique más o publique menos o tenga más o menos lectores.

Sin embargo, sí que me preocupa, y mucho, ese recorte sanitario en Cataluña. Me preocupa, y mucho, la privatización de las cajas de ahorro. Una sociedad puede vivir sin Gabilondo y sin Almodóvar y sin mí —sin que esto suponga equiparación alguna por mi parte con Gabilondo o Almodóvar—, pero será muy difícil que lo hagamos sin médicos, sin financiación de proyectos públicos, sin ingenieros y sin la gente que sabe hacer o arreglar cosas. Y de ellos, apenas se habla.

JODER CON ELS JOGLARS

Me encuentro en HERALDO con una carta al director de lo más extraña. La firma el actor Ramon Fontseré (Ubú president, Buen viaje, excelencia…), de Els Joglars. Como, debido a mis circunstancias, no frecuento ya teatros, intuyo por ella que Els Joglars han representado hace poco en Zaragoza una obra titulada Omena-G y que el crítico Joaquín Melguizo ha escrito una reseña poco favorable a la misma. No he visto ni la obra ni la reseña, pero sí la carta de Fontseré, que paso a copiar:

Ante el desparrame de decepción del crítico Joaquín Melguizo al tener la suerte de ver Omena-G (HERALDO, 22 de enero), unas consideraciones. Dice que el espectáculo es rancio y conservador, poco transgresor y lúcido. Que no encuentra los diálogos brillantes ni el eje vertebrador. Pues mire, rancio abolengo, en todo caso, por nuestra trayectoria artística y conservador, al estilo de la Sra. Merkel, que ha levado a Alemania a ser el rodillo de la crisis y dueña de Europa. En cuanto al sarcasmo y el discurso lúcido transgresor, ¡hombre!, unos viejos artistas que se aplican la eutanasia públicamente encima de un escenario con el patrocinio de entidades bancarias, no deja de tener cierta dolorosa y digna lucidez transgresora. En cuanto a los diálogos, ya consultaremos con Platón y lo del eje vertebrador, ya sabe lo de Ortega y Gasset y su España invertebrada, de la que todos adolecemos ya desde la pérdida de de (sic) nuestras colonias.

La empanada mental y la sintaxis de Ramon Fontseré son textuales, ni quito ni pongo comas.

La verdad por delante: el crítico Joaquín Melguizo es un grandísimo amigo mío desde hace muchos años. Y no lo digo esto para quitar fuerza a mi plausible defensa de su trabajo, sino para dársela, ya que esta amistad me permite conocer de una forma privilegiada y profunda su capacidad, su honestidad, su sensibilidad y su rigor. Juzgo con más justicia a quien mejor conozco.

De esta extraña y agramatical carta deduzco que a Fontseré le ha irritado mucho el área genital la crítica de Joaquín, y no puede reprimirse echárselo en cara. Ignoro las circunstancias en las que se ha gestado esta carta, pero llevo demasiado tiempo en esta profesión como para no ser capaz de imaginarme dos o tres escenarios posibles, todos ellos humillantes y ridículos.

Sin haber leído la crítica de Joaquín, puedo poner la mano en el fuego —puedo poner las dos manos incluso, con brazos incluidos, y hasta los genitales que a Fontseré le han tocado— por que no fue hiriente ni desconsiderado ni ácido. No es su estilo ni su forma de trabajar. Joaquín es profundamente analítico y mesurado en sus juicios. Se podrá o no estar de acuerdo con ellos, pero nadie podrá reprocharle el tono ni la forma de la enunciación. Es más, puede que sus escrúpulos técnicos sean el punto débil de sus críticas, ya que le da más importancia a la argumentación que al estilo, por lo que sus artículos pueden resultar poco atractivos para quien busque gresca. Son textos pensados para el espectador de teatro, y en ellos, la opinión siempre está fundamentada. Y si el espectáculo de Els Joglars ha salido malparado, estoy convencido de que no ha escatimado razonamientos en su apreciación.

Lo que me lleva a pensar que si alguien tan pulcro y discreto como Joaquín ha despertado las iras de Ramon Fontseré, no sé qué habría pasado si la crítica la hubiera escrito uno de esos críticos mordaces que disparan sarcasmos e ironías a ritmo de metralleta. Si la crítica de Joaquín le produce ciertos síntomas de afasia (como se ve en la redacción de la carta, que no se entiende), el día que se enfrente a una valoración de Carlos Boyero le va a dar un ictus cerebral.

De lo cual concluyo que Ramon Fontseré no está nada acostumbrado a que le digan que lo suyo no mola. Si lo estuviera, no habría sentido la necesidad de escupir a un pobre reseñista. Y es raro y triste que alguien con su trayectoria y posición no sepa encajar una mala crítica. Y preocupante. No dice nada bueno de eso que se da en llamar la cultura española.

Está en su derecho, claro está. Pero dado que no corrige ninguna imprecisión ni ninguna afirmación, y simplemente patalea explicando su chiste y echando la culpa a Joaquín de no haberlo entendido (viene a decir: no es que mi chiste no sea gracioso, es que no lo ha pillado o no ha querido pillarlo de mala fe), yo, que no soy ni la milésima parte de pulcro y comedido que Joaquín, puedo concluir que esta carta es, como poco, una grosería, y como mucho, la reacción propia de un imbécil incapaz de soportar una opinión que no venga envuelta en la retórica del cortesano.

Hala, que sí, Joglars, que sois geniales y supermodernos y supertransgresores que te cagas. Whatever you want. Sólo una cosita, señor Fontseré: cuando dice que su espectáculo “no deja de tener cierta dolorosa y digna lucidez transgresora”, ¿no se da cuenta de que, en caso de tenerla, la está anulando al ponerla de manifiesto? Aunque yo sea muy relisto, si tengo que dejar claro que lo soy, quizá esa ansia por manifestarlo invalide la proposición de mi inteligencia y lleve a inferir a los demás que quizá no sea tan listo y simplemente sea un vanidoso sobrevalorado. En ese caso, ¿qué autoridad tendría yo para desdecir a quien me dijera que soy un tipo bastante tonto por creerme listo? ¿No quedaría como doblemente imbécil al intentar rebatírselo?

Joder con la gente del teatro, cómo las gastan.

AMIGA DEL ALMA.- Tío, hazte de Twitter.

YO.- Paso, qué pereza.

AMIGO NO TAN DEL ALMA.- Deberías hacerte de Twitter.

YO.- Debería, pero soy tan vago…

AMIGO A SECAS.- Eres gracioso, deberías contar esos chistes en Twitter.

YO.- Yo no cuento chistes, siempre hablo en serio. Debería revisar tu estatus de amigo y pasarte simplemente a conocido.

AMIGO A SECAS.- Jajaja, cómo eres, qué cachondo. Ahora mismo lo cuelgo en mi Twitter.

GURÚ DE LA INTERNÉ (aka Enrique Dans).- Los blogs son el pasado, Twitter es el futuro (enviado desde mi iPhone).

YO.- A mí es que el pasado me ha tirado siempre mucho, con sus cruzadas y sus neandertales copulando todo el día y su derecho de pernada y sus guillotinas funcionando a todo trapo (glups, ya me he pasado de 140 caracteres: ¿ves como no sirvo para Twitter?).

CHICA QUE LIMPIA MI ESCALERA.- Hazte de Twitter, pesao.

YO.- Esta escalera cada día está más guarra.

AMIGA DEL ALMA, DE NUEVO.- Hazte de Twitter, toda la gente graciosa está en Twitter, es un descojono.

YO.- Si es que me viene muy mal, acabo de salir de una mala relación, necesito darme un tiempo antes de meterme en algo tan serio.

MI PELUQUERO.- ¿No leíste el otro día mi tweet donde comentaba lo que comentó la puta de lujo que viene a hacerse las mechas sobre el cliente ese que tiene tan importante que resulta que no es cliente sino clienta?

¡Bueno, basta ya!

Ya está bien, cojones. Lo habéis conseguido.

Ahora ya no soy Sergio del Molino, ahora soy . Como Darth Vader cuando se convirtió en Darth Vader.

Lo sé, ahora que me decido, resultará que Twitter ya está demodé. Siempre me pasa igual, llego tarde a todo. Me compré un casette de doble pletina cuando inventaron el grabador de CD y dejé de llevar mi chupa de cuero cuando volvieron a ponerse de moda, o viceversa, ya no me acuerdo.

Pero qué importa. Supongo que alguien habrá por ahí. Si aguantan mis rollos en este blog, con más razón aguantarán mis eructillos de 140 caracteres en Twitter.

Así que ya lo saben. A partir de ahora, soy twittero. Estaré en mi web de Twitter:  y mis tweets y sus respuestas y sus retweets —si las hubiera o hubiese— se podrán ver en la barra lateral derecha de este blog de forma automática y sin censuras ni manos negras, oiga.

De momento no sigo a nadie ni tengo ningún seguidor. Dénme tiempo, que acabo de arrancar. Pronto empezaré a seguir a mis amiguitos y espero que mis amiguitos y todos ustedes vosotros me sigan. Con tener cinco followers de estos consideraré que la operación ha sido un exitazo. Si supero esa cifra, me consideraré consagrado. Como mi telefonico nuevo tiene una aplicación de Twitter, podré escribir y recibir tweets en todo momento, así que, si me mola, la cosa promete ser ágil.

Este rincón no se cierra. Digamos que ambos se complementan.

Próximamente activaré mi página de Facebook, que la tengo muerta matá. Pero eso, más adelante. De momento, probemos con esto del Twitter.

EL SUEÑO DEL CELTA ME DUERME

Página 111. Tres palitos. Aquí me quedo, no leo más. Hasta luego, Roger Casement, me aburro soberanamente contigo y con tus rollos.

Nadie podrá acusarme de antivargasllosismo. Fan suyo soy y seguiré siendo, pero hasta los dioses tienen tardes malas con aerofagia en las que sólo dicen tontadas y duermen a las ovejas. O a los celtas.

Ahora está de moda meterse con Vargas Llosa. Como ha ganado el Nobel, lo cool es decir que es una mierda, que apesta a viejuno, que es material para centros de día de la tercera edad o, en el mejor de los casos, inhibidor de estrógenos para señoras que quieren sacarse el acceso a la universidad para mayores de 25 años. No lo diré yo. Yo paso de las modas gafapastiles, hace mucho que renuncié a ser moderno. Para mí, leer es un proceso biológico, una caza de depredador: leo buscando trampas, leo ya casi sin placer, obsesionado por aprender trucos maestros y descubrir estafas y tropezones. Leo como un puto escritor de mierda, y mis prejuicios, que los tengo, son todos textuales: me importa poco el pedigrí del autor, yo voy al detalle, a la letra minúscula, y me da igual que el nombre de la portada sea el de un Nobel o el de mi vecino del 3º A. Una vez que abro un libro, todos los leo con la misma actitud.

Y si me duermo, me duermo, y ya no me da vergüenza confesarlo.

Amiguetes: El sueño del celta es un tostón.

¿Me quedo ahí o argumento un poco más?

Venga, argumento un poco más, que aún queda un rato para la hora de comer y no tengo nada que hacer.

Para empezar, la historia está contada en dos planos temporales alternos: un capítulo en el supuesto presente (1916, Londres, Roger Casement a punto de ser apiolado, con toda la carga reflexiva que supuestamente tenemos cuando nos van a matar —no me lo creo: intuyo que cuando nos van a matar segregamos demasiada adrenalina como para ponernos malencónicos, que decían los caballeros del amor cortés—) y un capítulo en el pasado, en las expediciones de Roger Casement por África descubriendo el horror del imperialismo belga.

Mal. Ese recurso barato de best seller (un capítulo presente, un capítulo pasado, un pasito adelante, otro pasito atrás) suena a coreografía de hotel del Imserso en Benidorm. Venga, señoras, no pierdan el paso, que es fácil entender la historia. Ahora estamos aquí, y ahora, allá. ¿Ven como todo bien masticadito es más fácil de seguir?

Mal, pero podría pasar. Me resulta más difícil de tragar el tono hagiográfico. Vargas Llosa, grandioso constructor de personajes, explorador osadísimo de las miserias más misérrimas de la condición humana, lleva 111 páginas —lo que he leído, no sé si luego cambiará— presentándome a un tipo plano, insustancial, con menos recovecos que una plancha de aluminio. Sinopsiando brevemente: Roger Casement siente fascinación por África y quiere llevar la civilización a la selva, como los grandes exploradores de su infancia. Pero, una vez allí, descubre —vaya por dios, quién lo iba a imaginar— que lo de civilizar a los negritos no es lo que él pensaba. Y como que se le revuelve el estomaguito al ver cómo les apalean, les matan y esclavizan, y entonces se le cae la venda de los ojos y quiere ayudar a esos pobres negritos.

Lo dicho: una vida de santo. Mismo esquema, misma ñoñería.

Pero incluso esto sería soportable si el libro no incurriera en una tercera falla. Desde mi sensibilidad literaria, la más grave de todas. El sueño del celta se supone que habla del horror del imperialismo, de la dominación del blanco sobre el negro, de la barbarie y la violencia, y de cómo ese horror, esa dominación y esa barbarie transforman la personalidad de uno de sus espectadores privilegiados.

Bien, acepto el planteamiento, pero, para que pueda creérmelo, necesito ver con los ojos de Casement ese horror, esa dominación y esa barbarie. Y hasta la página 111 aún no he presenciado ni una sola escena de violencia. Hay descripciones vagas y hay negros mutilados y heridos. Pero no presenciamos el momento en el que son mutilados y heridos. Ahí está la clave: se mencionan de pasada los efectos de la violencia, pero no se narra la violencia misma. Y esto es fundamental si queremos entender a Roger Casement.

Llevo 111 páginas y todavía no he sentido el horror como lo sentí al leer a Joseph Conrad. Todavía no me ha llegado el hedor, no he oído el chicote sobre la espalda de ningún negro, no he escuchado a ningún congolés gritar de dolor mientras un oficial belga le corta la mano. En cambio, en esas 111 páginas he asistido a un montón de conversaciones galantes. No se me describen las heridas ni las mutilaciones (sólo se mencionan), pero sí que se dedican largos párrafos a describir el uniforme de un oficial de la Force Publique, los servicios públicos de una ciudad fundada por los belgas o el sudor y la levita de un funcionario colonial en su oficina de Leopoldville.

Los blancos tienen presencia individualizada, pero los negros sólo son fondo. Ni siquiera se escuchan sus aullidos de dolor. ¿Dónde está el horror que tanto espanta a Roger Casement y que nos tiene que poner a nosotros la carne de gallina? Yo, en 111 páginas, no lo he visto.

Podría esperarme, por si aparece más tarde, pero me he cansado. Creo que 111 páginas es suficiente margen para un autor que ya me ha demostrado lo explícito y buen narrador que puede llegar a ser. Vargas Llosa no se arredra ante lo escatológico ni ante la violencia. Hay buena muestra en su obra, especialmente en los primeros años. Por eso entiendo menos este libro, no sé qué me quiere contar, pero sí sé que no me interesa nada.

POR QUÉ LOS CABALLOS NO COMPRAN PERIÓDICOS (Y LOS HUMANOS TAMPOCO)

Podría elegir cualquier periódico para este ejemplo, pero elegiré El País porque:

a) no es el periódico en el que colaboro y en el que trabajaba hasta hace unos meses, luego puedo rajar de él con entera libertad.

b) es el periódico que leo y compro habitualmente. Es mi periódico, vaya, mi periódico como lector.

c) es el que ejemplifica de una forma más rotunda las cosas que quiero decir a continuación, aunque todas ellas puedan ser extrapolables al resto de diarios.

El País de hoy viernes tiene 64 páginas, y el de ayer tenía 56. Ambos costaban 1,20 euros. Hace cinco años, un El País de un viernes no tendría menos de 88 o 96 páginas, llevaría un suplemento de tendencias a color de no menos de 24 páginas y costaría 1 o 1,10 euros.

56 o 64 páginas es un periódico rácano, formato tranchete. Es prácticamente lo mínimo que se puede imprimir en una rotativa moderna sin que el producto se desmadeje y tenga un poco de consistencia. Es el tamaño habitual de un periódico en agosto, cuando no hay noticias ni periodistas para escribirlas.

Pero no estamos en agosto. Estamos en pleno mogollón. ¿Cómo es posible que el periódico lleve tan pocas páginas?

Como es sabido, la paginación de un diario no depende de la información ni de los contenidos, sino de la publicidad. A más anuncios, más páginas y más pasta para los dueños del periódico. A menos anuncios, menos páginas. Como también es sabido, desde hace unos tres años, la inversión publicitaria ha caído brutalmente. En algunos casos, por encima del 40% (en los clasificados, mucho más). Esto ha llevado a los periódicos a recortar páginas y a abaratar sus tarifas de publicidad.

Sí, señores, las tarifas de publicidad están por los suelos. Anunciarse en prensa es muy barato. Si les sobran unos euros y quieren darse el capricho, es el momento, prácticamente regalan los módulos (no tanto como en algunas teles autonómicas, pero casi) y están dispuestos a publicar lo que sea, por ofensivo, ridículo o contrario a su línea editorial que suene.

Es lógico que las tarifas bajen: ha descendido la difusión y el interés por aparecer en prensa. Ley de la oferta y la demanda. Microeconomía elemental.

Sin embargo, ese abaratamiento de precios no se ha trasladado al PVP. Al contrario: éste no ha dejado de crecer. En 2000, un ejemplar de El País (un rollizo ejemplar de El País, con sus casi 100 páginas, sus muchos suplementos hoy cerrados o reducidos a una expresión ridícula y una calidad de redacción muy por encima de la que estamos acostumbrados ahora) costaba 125 pesetas. Diez años después cuesta 1,20 euros. Es decir, 200 pesetas al cambio. Es decir, que el precio ha aumentado un 62,5%. Sin embargo, la cantidad (y la calidad) del producto ha descendido sensiblemente. La cantidad, entre un 45% y un 58%. La calidad no es mensurable, pero creo que su descenso es incluso superior.

Es decir, que El País está vendiendo un producto la mitad de sustancioso y bueno que hace diez años a un precio un 62,5% más caro.

¿Hace falta explicar por qué cada vez se venden menos periódicos?

Este argumento bastaría para explicarlo, pero hay un agravante. O varios agravantes.

En estos diez años han surgido un montón de alternativas que, básicamente, ofrecen lo mismo que los periódicos, pero más rápido, mejor y sin sospechas de propaganda institucional ni acartonamiento retórico. Frente a esas alternativas, la respuesta de los periódicos ha sido hacer cada vez peores productos, menos interesantes, peor escritos y más contaminados por el politiquerío y por la publicidad encubierta (cada vez más burda).

De nuevo: ¿hace falta explicar por qué cada vez se venden menos periódicos?

Ítem más: estas cosas no se pueden plantear en muchas redacciones. Los que cortan el bacalao no quieren ni oír hablar de estas cuestiones. Nada de autocrítica, toda la culpa es de la interné esa y del público, que es imbécil.

Recuerdo la lejana serie Periodistas. Yo me la vi entera con la esperanza de que me sirviera para convalidar un curso de Periodismo. Incluso lo puse en mis primeros currículos. La recuerdo, además de por su excelente elenco de actores y actrices, por el verismo de sus situaciones y por el pecho peludo de José Coronado (que luego se convirtió en cagón oficial comeyogures), por una secuencia de los primeros capítulos.

Escenario: bar de la esquina.

Personajes: una rubia agresiva de rictus amargado y José Coronado, de rictus relajado porque su yogur para cagones le acaba de hacer efecto.

Situación: la rubia agresiva lee el periódico de la serie y José Coronado hace la del lector gorrón e intenta mirar los titulares por encima del hombro de la rubia. La rubia se cosca, se vuelve con su rictus agresivo de no comedora de yogures y le dice: “Qué vergüenza, si todos hiciéramos como usted, la prensa se hundiría”.

Para mí, esta situación resume a la perfección la actitud de la prensa en esta última década (actitud idéntica o muy emparentada a la de otros sectores de la industria cultural): consuma por caridad. Ya que no le podemos ofrecer nada interesante, ni atractivo, ni que merezca el abono de 1,20 euros diarios (2,50 los domingos), le reclamamos que nos compre por pena, para que no nos extingamos como los linces, para que podamos seguir ligando con nuestro carnet de prensa. Apadrine un periodista, sólo le costará 1,10 euros al día.

Compre periódicos, vea cine español, consuma jamón de Teruel. Pero no lo haga porque le interesen los periódicos, el cine español o el jamón de Teruel. Hágalo para salvar los puestos de trabajo, para que se mantenga una industria amenazada o para sentirse patriotas, cojones.

Es el paso previo a la violación. El chico feo desesperado que recurre a la pena para ligarse a una chica, si la chica sigue pasando de él, puede plantearse violarla. ¿Llegarán a esos extremos los periódicos? ¿Aprobará el gobierno un decreto que nos obligue a comprar un par de diarios al menos una semana al mes? ¿Nos forzarán en una esquina?

Yo creo que hasta los chicos feos pueden follar sin recurrir a la pena ni a la extorsión. Hay chicos feos muy graciosos o muy listos que saben hacerse valer. Los periódicos, por desgracia, cada vez se parecen más a unos chicos feos que no tienen nada que ofrecer al mundo más que pena y rabia. Los típicos chicos feos que acaban convirtiéndose en serial killers.

*El título de este post está sacado de un libro que publicó la Asociación de la Prensa de Aragón hace unos años titulado Los caballos no compran periódicos, que recogía anécdotas de periodistas. Ahora que soy libre puedo decir que las anécdotas de periodistas (y las de basureros, y las de embalsamadores de cadáveres, y las de cualquier profesión) me parecen un coñazo insufrible, una muestra de endogamia y de autosatisfacción completamente injustificada. ¿Por qué la anécdota de un periodista ha de ser más interesante que la de un paseador de perros? Porque ser periodista es guay, dicen. Pos bueno, pos fale, pos malegro. Este año voy a cumplir diez en activo en esta profesión y todavía no le he encontrado el lado guay.

LO FLIPO

Lo flipo mucho con los turistas españoles en Túnez. Yo me habría considerado afortunado de poder ver en primera persona una revuelta a la antigua, de las que ya hace mucho que no se llevan. Y ellos, no sólo no lo sienten así, sino que vuelven cabreados.

Les plantan la alcachofa en cuanto aterrizan en Barajas y los tíos dicen cosas como esta: “Muy mala organización, nadie se ha preocupado por nosotros, nadie nos ha ofrecido soluciones”.

Muy mala organización. Hay tiros en las calles y los tíos lamentan una “mala organización”.

¿Y qué esperaban, membrillos? ¿Que iban a parar un ratito la revolución para que ustedes se tomaran el daikiri en paz? Es una revuelta social, hay combates en las calles, un dictador se ha ido con el rabo entre las piernas. ¿En serio creen que va a haber alguien al otro lado del teléfono para atender sus necesidades de mierda (perdón por expresarme así: quería decir sus putas necesidades de puta mierda) cuando todo un país se está hundiendo? ¿Quién se ha creído que es usted, señor turista? Dé las gracias por que no le hayan pasado a cuchillo, idiota. Dé las gracias de poder volver a Madrid con su iPod y cien fotos borrosas tomadas con su iPhone y no insulte a la gente que se pelea y lo pasa mal.

Ya no sé si sólo somos egoístas o simplemente imbéciles. Puede que ambas cosas.

HIJOS DE

Alberto Olmos ha escrito un post muy interesante titulado

Es muy interesante porque dice cosas que muchos pensamos pero rara vez nos atrevemos a enunciar: porque te llaman envidioso, mediocre, insidioso, acomplejado y alguna otra cosa terminada en oso y en ado. Dice Alberto Olmos que, en el mundillo cultureta, no todos partimos del mismo sitio, que no es lo mismo ser hijo de (aunque eso suponga también un lastre que a muchos les obligue a cambiar el orden de sus apellidos y a inventarse seudónimos) que hijo de nadie. De nadie que pinte o haya pintado algo en panorama cultural alguno. Por ello, opone dos tipos de conocimiento: el activo y el pasivo. Los hijos de están llenitos de conocimientos pasivos. El hijo de un reputado filósofo no ha tenido que aprender quién es Jacques Derrida ni el hijo de un reputado escritor ha tenido que esforzarse por saber quién coño fue Thomas Mann. Son cosas que le vienen de serie, claras ventajas competitivas frente a quienes hemos tenido que descubrirlo por nuestros propios medios o con un conocimiento activo.

Yo, creo que ya lo he contado alguna vez, no fui consciente de esto hasta que entré en la universidad, y los años posteriores han sido una constatación ininterrumpida de esta convicción.

Pongo ejemplos de los amigos que tengo y he tenido, que es lo mejor para entenderlo todo.

Una amiga creció en una alegre casa forrada de libros, algunos de ellos, escritos por sus padres, y otros simplemente prologados. En su juventud, habían editado una colección de clásicos populares que estaba en la casa de mis abuelos, y yo podía entonces comer en pie de igualdad con ellos, con los que para mí sólo eran los nombres que leía al pie de los prólogos de unos volúmenes en los que leí por primera vez a Dickens o a Gógol. En esas comidas lo mismo hablábamos de la poesía de Hölderlin o del teatro de Meyerhold. Yo me tenía que esforzar, me daba la sensación de estar sometido a examen constantemente, y me costaba entender que ese era el líquido amniótico de mi amiga, que para ella Hölderlin y Meyerhold eran tan familiares como para mí la sintonía de Estudio Estadio.

Otra amiga era hija de un prestigioso realizador de TVE que estaba detrás de algunas de las mejores producciones documentales de los 80. Tenían una terraza espléndida desde la que se veía medio Madrid y yo iba mucho a fumar porros, beber mojitos y ver alguna de las miles de pelis que tenían en su filmoteca privada. En esa casa se hablaba con soltura de los planos-secuencia de Hitchcock y del significado último del Dreyer tardío. De nuevo —y, esta vez, con los porros y los mojitos, me costaba más estar a la altura—, me sentía con aquella gente como en un examen.

El padre de uno de mis mejores amigos fue uno de los refundadores del PSOE y por su casa pasaban de niño futuros y pasados ministros y en las sobremesas se contaban anécdotas de Alfonso Guerra y compañía. Pera él, esas cosas también formaban parte de su bagaje, de la normalidad cotidiana.

Lo he vuelto a ver al leer Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, donde narra la relación con su padre, reputado pintor. Hay algunas páginas en las que padre e hijo hablan de pintura, y Giralt Torrente demuestra en ellas una sensibilidad y unos conocimientos que no son aprendidos, que se los ha inoculado su padre con su vida y su trabajo.

Casi como ciencia infusa.

Pero algunos tuvimos que echarnos al mundo desnudos, desde el barrio. Podemos decir que todo lo que sabemos sobre literatura, periodismo y esas cosas a las que nos hemos dedicado lo hemos aprendido por nuestra cuenta porque no lo podíamos sacar de nuestras casas. No traíamos maletas. Nuestros padres nos lo decían: estudia, hijo, estudia, porque no te podemos legar nada más que la capacidad de aprender. Y muchos hemos llegado al mismo punto que esos hijos de e, incluso, les hemos superado. Por muy modesta y precaria que sea mi posición, estoy situado en un lugar mucho más avanzado del mundillo cultureta que los tres amigos a los que he aludido, a pesar de que ellos tenían el viento a favor y yo en contra.

A veces, me da la sensación de que ellos no entienden el esfuerzo que hemos hecho, las horas que hemos gastado, las dioptrías que hemos perdido. Si no se tuerce mucho la cosa, mi hijo tendrá la ventaja competitiva que yo envidiaba en esos amigos: mi hijo crecerá en una casa tapizada de libros, unos pocos de ellos, escritos por su padre, y se familiarizará desde muy pequeño con nombres y términos que otros tendrán que aprender por su cuenta. Espero que sepa apreciarlo y no lo tome como una prerrogativa o un privilegio de sangre o qué sé yo.

Porque, así como he visto a algunos especímenes hijos de brillar con un talento muchas veces superior al de sus padres, he visto a otros muchos agostarse, marchitados en su propia complacencia, creyendo que ya lo tenían todo y que sólo les quedaba esperar a que cayera la fruta del árbol (de hecho, recuerdo al hijo de un conocido filósofo tirado en un sofá a sus veinte años largos puesto de porros de la mañana a la noche y sin intención alguna de abrir un libro si no era para hacer una boquilla con las guardas).

Al final, efectivamente, cuenta lo que demuestras. Pero la ventaja competitiva es tan poderosa que muchas veces te impide incluso demostrarlo. Hay demasiados sitios que siguen midiendo el pedigrí de los aspirantes.

Es difícil entender lo que digo, por eso se recurren a categorías como la envidia o el resentimiento social. Puede ser. Pero también sé que hay muchos que saben de lo que hablo. Lo sabe, por ejemplo, mi compi de instituto que nació en Francia en medio de la vendimia a la que acudían sus padres como emigrantes, que ahora es doctor y físico teórico en una universidad alemana. Lo sabe un chaval de las callejas del sur de Madrid que ahora gestiona una revistaza. Lo sabe la respetada y muy seria periodista que comparte vida conmigo.

Lo sabemos quienes no terminamos de sentirnos partícipes de ningún mundo: somos intrusos mugrientos en las casas forradas de libros donde se habla de Hölderlin y somos pijos altivos en las calles de los barrios donde crecimos. No es un trauma, pero es una incomodidad que nos lleva a pensar que el único lugar verdaderamente nuestro es nuestra propia casa.

LOS NUEVOS BABILONIOS

Hoy he publicado una Ciudad Pixelada en HERALDO sobre una historia de actualidad. La copio y luego comento otras cositas a propósito:

Hay algo terriblemente emponzoñado en el debate sobre la mal llamada ‘ley Sinde’ -que, en realidad, solo es una parte de otra ley que modifica partes de otras leyes-. Hay tanta demagogia y tantos intereses cruzados que resulta muy difícil hilvanar una opinión que no suene hueca o maniquea. Nada extraño, habida cuenta de los euros y los votos que se juegan unos y otros. Pero lo que sí que me suena extraño -o no tanto, pero me hago el extrañado para poder escribir este artículo- es el tono moral del debate. Y cuando digo moral, digo casi religioso, casi bíblico.

Me explico.

Hace unos años tuve ocasión de ver en Berlín una exposición que me dejó muy impresionado. Se titulaba ‘Babylon: Mithos’, y era una superproducción conjunta del Museo de Pérgamo, el British Museum y el Louvre de París. Tenía dos partes: en la primera, se repasaba la historia de Babilonia según lo que los expertos y los restos arqueológicos nos permiten saber hoy de ella. Una reconstrucción rigurosa y científica de esa civilización. En la segunda parte, en cambio, se mostraban todos los mitos asociados a Babilonia como encarnación del mal y del fariseísmo, centrados en Nabucodonosor y en la Torre de Babel. Todos los mitos coincidían: Dios había castigado a los babilonios por decadentes, chulos, depravados, prepotentes y un montón de cosas más que terminan en -ente.

El mito de la Babilonia castigada por Dios es uno de los más persistentes en la historia de la humanidad, como se demostraba en esa exposición, y se vuelve a repetir en el debate de la ‘ley Sinde’. Leyendo a muchos de sus detractores, tanto a derecha como a izquierda, ya sean estos internautas de ratón flojo o senadores del Partido Popular por la provincia de Zamora, se escucha el mismo mar de fondo: esto les pasa a los ‘creadores’ (sea lo que sea esta etiqueta) por babilonios, por creerse que todo el monte es orégano, por cobrar esos cachés tan gordos y por gastárselo todo en drogas y en fuegos fatuos.

Frente a los ‘creadores’, retratados como la expresión última del babilonio corrupto o como cortesanos de los Borgia, se alza la masa oprimida de los trabajadores que apenas pueden pagar el precio de una entrada de cine. Una masa oprimida que, gracias a Internet, ha tenido la ocasión de derribar los templos y las torres donde se refocilaban los déspotas ‘creadores’. La opinión de los detractores de la ley muchas veces se expresa en términos bíblicos: se lo tenían merecido, han provocado la cólera de Dios y están sufriendo su justo castigo. El pueblo solo puede asistir con regocijo a la caída de los falsos ídolos.

Lo que no dice el mito es que, tras el derrumbe de los ídolos llegan los sacerdotes con su policía. Si la historia se repite una vez como tragedia y otra como farsa, esta farsa promete altos grados de absurdo y mucho  aburrimiento puritano. Yo, qué quieren que les diga, siempre me he identificado más con la mujer de Lot que con el Dios vengativo que destroza ciudades a su antojo -ya sé que ese es otro mito, pero para el caso, sirve-.
Como ella, querría verme convertido en sal antes que acabar en manos de cierta gente o antes que verme obligado a vagar por un páramo sin pecado ni risa.

Cuando un debate se expresa en forma de mito bíblico, conviene tomar distancia. No sea que luego vengan los arqueólogos y nos confirmen que los babilonios, a quienes creíamos corruptos y achulados, no eran más que unos currantes que daban los buenos días a todo el mundo y ayudaban a cruzar la calle a las ancianas.

Hasta aquí, los caracteres que caben en mi homilía dominical.

Ahora, los que a mí me den la gana.

Lo primero: no tengo una opinión, ni clara ni turbia, al respecto. Sólo alcanzo a tener intuiciones. Me sorprende y congratula la gente que es capaz de expresar argumentos contundentes en un tema tan complicado y espinoso.

Lo segundo: me sorprende —aún más que los términos religiosos y la proliferación de asertos de barra de bar o de taxista de voz ronca— la indigencia intelectual de muchas de las cosas que se dicen y se escriben. Quizá no debiera sorprenderme de que Alejandro Sanz, Javier Bardem o Luis Almodóvar exhiban una competencia escrita propia de un niño de seis años, con argumentarios más cercanos al balbuceo o a las etapas protolingüísticas de la maduración cognitiva que a los de una persona adulta que ha terminado la EGB (qué antiguo soy: la EGB, ni más ni menos). Pero sí que me sorprende que muchos de sus detractores (so called internautas, como si eso fuera una categoría social aglutinante más poderosa que la de aficionados a las corbatas moteadas o la de compradores de zapatos de Springfield) sean igualmente incapaces de hilvanar tres frases con sentido. El conjunto da la sensación de un barullo oligofrénico, como de leones marinos disputándose a una jembra rolliza.

Por eso se agradecen las muy escasas aportaciones inteligentes, que suelen expresarse con la boca abierta y la cara alelada.

Yo sólo puedo aportar algunas intuiciones muy vagas que quiero compartir con ustedes y que pueden ser el comienzo de un debate:

  • Que una mayor difusión —incluso una difusión incontrolada— de una obra no puede ser perjudicial para su autor o autores, aunque sí puede serlo para sus editores y distribuidores. Pero la desaparición o ruina de esos editores y distribuidores no implica necesariamente la desaparición de los autores o de las obras, puesto que se ha demostrado sobradamente que sigue habiendo mucho interés por estos. Sería la primera vez en la historia que algo se extingue cuando más demanda hay de ello.
  • Que no se presta suficiente atención a los síntomas de agotamiento que da la propia industria cultural, al margen de los “ataques” que reciba desde fuera. No se presta suficiente atención a la espita que abrieron Los Simpson ni al metadiscurso de Padre de Familia, basado en una parodia de los usos, modos, estilos y costumbres de la industria cultural en su manifestación de cultura pop. O incluso el cine de los Coen. Cuando la parodia deja de ser marginal o de acompañamiento y ocupa el centro de la escena, es que esa escena es ya incapaz de producir nada original y sólo sabe pervivir deglutiéndose y vomitándose a sí misma. La parodia es una reacción al hastío, pero no supone renovación alguna. Habrá que buscar dónde se ha refugiado la creatividad que albergaba antaño la industria. Quizá sea allá donde debiéramos irnos todos.
  • Que lo que es malo para el grupo Planeta o para Prisa no es necesariamente malo para ese editor exquisito que fabrica unos libros espléndidos. Ídem para la Fnac o El Corte Inglés y la pequeña librería que no deja que Stieg Larsson colonice todo su espacio expositor.
  • Que quizá las que se han terminado son las masas. Quizá se ha acabado la cultura de estadio y volvemos a la cultura de tasca. Y, si no hay masas a las que saquear, las grandes corporaciones no tienen sentido, pero los pequeños negocios selectos, atomizados y con pocos trabajadores pueden tener mucho que hacer y que decir. Quizá, en la era de la hipertecnología, se impone una vuelta al artesanado y a la ética gremial.
  • Que, pese a todo lo dicho, hay productos de la industria cultural que son inimaginables sin esa industria. Una novela o un disco de folk pueden producirse, distribuirse y encontrar su público sin la mediación de agentes ni corporaciones, pero una sinfonía, un videojuego o una peli de Scorsese lo tienen mucho más complicado. Quizá sea en esta cuestión donde podrían intervenir las políticas públicas. Como cuando se construye una carretera o se ilumina una ciudad, puede que el esfuerzo colectivo supla el ánimo de lucro de unos pocos. Quién sabe.

Esta semana he leído Orsai. Soy uno de los 10.080 tipos que se han gastado una pasta en un número de algo cuyo contenido desconocía. Además, he entrevistado a su responsable, Hernán Casciari, en un artículo que aparecerá en el próximo número de la revista Zona de Obras. Y no sé si hoy o mañana publico también una columna de opinión en HERALDO al respecto.

Aquí está Orsai, en la cama del hospital:

Mientras Pablo lee unos cuentos que le ha regalado Eva, de Portadores de Sueños, yo leo Orsai.

Orsai no es la panacea, no es un antes ni un después, no inaugura nada. Pero, a su manera, manifiesta una vocación de cambio e insinúa por dónde pueden ir las cosas a partir de ahora. Mi temor es que este panorama empieza a mostrar una brecha enorme e insalvable entre una minoría activa, inquieta y atenta a la novedad, y un gran silencio de borregos adormecidos por los rebuznos de Belén Esteban.

Existe el riesgo de que nos convirtamos en outsiders incapaces de comunicarnos con quienes no han dado el salto a nuestro lado del mundo. Para mí, un espectador de Telecinco o un fan de Bisbal son alienígenas con los que no comparto absolutamente nada, con los que el entendimiento es imposible incluso en sus escalas más básicas. Casi no sabría cómo darles ni los buenos días. Ni yo puedo empatizar con ellos ni ellos alcanzan a comprender de qué voy ni qué me mueve en la vida. Y eso no mola. Todas las barreras a la mezcla y al barullo son malas per se.

Sin industria cultural perdemos uniformidad pero ganamos afinidades electivas. Puedo encontrar almas gemelas en Kyoto a través de Facebook, pero me va a resultar imposible sentirme próximo de mi peluquero. Y eso me jode, porque mi peluquero me cae muy bien y es un grandísimo profesional.

LA BANDA VASCA

Es cierto, la banda vasca está muy debilitada. Muchos creen que acabada. Otros piensan que este comunicado marca su fin, pero tiene mucha razón el gobierno. Hay que desconfiar de la banda vasca, pues ya en otras ocasiones ha dado muestras de agotamiento y siempre ha resurgido para hacer mucho daño.

La banda vasca ha sobrevivido incluso a la deserción de su lideresa y, aunque apocada y acorralada, sigue perpetrando sus maldades.

La banda vasca sigue sacando discos y rimando en consonante. La banda vasca, amigos demócratas, no se rinde.

No se fíen: el único comunicado que esperamos de La Oreja de Van Gogh es el de su completa e incondicional disolución. Ya nos dejamos engañar en su día con las treguas-trampa de Duncan Dhu y Alex Ubago. Ya no vamos a caer en su dialéctica adolescente y llena de metáforas manidas. Ya no somos esas jovencitas que empapaban sus salvaslips cuando nos hablaban de una calle de París y nos decían abre la puerta, ven y siéntate cerca. Ahora gritamos: “¡Vascos sí, Amaia no!”. Ahora tenemos la suficiente experiencia como para saber que en las calles de Donosti puede estar reorganizándose una nueva banda pija. Cuentan con arsenales enteros de ripios y todo un ejército de estilistas dispuestos a mantener alta su moral con masajes capilares y perfectos pelos Pantene.

Desde aquí pedimos a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado que no cejen en su empeño, y que, en cuanto vean a un donostiarra enfundarse una camisa Tommy Hilfiger y marcar un re menor en el traste de una guitarra de las de misa, disparen a matar antes de que entone un solo verso. Son peligrosos y están dispuestos a colocarnos un hit-bomba a la que nos descuidemos.

No decaigan, no se dejen confundir por su aparente debilidad. Miren lo que pasó con la tuna, que todo el mundo creía muerta, y ahí sigue, diseminando clavelitos con sus comandos suicidas llenos de cintas de colores. No permitamos que pase esto con la banda vasca, por favor. Eliminémosla de raíz.

ADIÓS, PIRINEOS; SALUT, PYRÉNÉES

Pues nada, está decidido. Conmigo que no cuenten. Si puedo, no vuelvo a pisar el Pirineo aragonés. Para ver autovías y ristras de adosados me voy a las afueras de mi ciudad. O a Leganés. O al barrio ese que sale en Callejeros.

Supongo que cuando todo este infierno de mierda en el que vivo se acabe tendré que cumplir mi obligación paterna de llevar a mi chico a que conozca el verde. No hablo de iniciarle en las artes meretrices, como los padres de antaño, sino de enseñarle cómo era el mundo antes de las ciudades: que vea vacas, que se manche en el barro, que sienta el agua fresca de un río, que se caiga intentando trepar a un árbol… Esas cosas que hacen los padres con sus hijos, vaya.

Para cuando llegara ese momento tenía pensado llevarle al Pirineo, que queda cerca de casa. Y, efectivamente, eso haré, pero iremos al Pirineo francés, donde, además, podremos comer unos croissants excelsos.

Si los planes de demolición siguen como hasta ahora, cuando a Pablo le llegue la edad de trotar por el campo, a este lado del Pirineo sólo van a quedar chalets pareados, estaciones de esquí y autopistas que vayan de los chalets pareados a las estaciones de esquí. Los propietarios de los terrenos y los bonachones y orondos montañeses estarán felicísimos con su desarrollo y sus infraestructuras. Mirarán sus valles alicatados y se frotarán las manos de gusto. No digo yo que no. Pero conmigo que no cuenten.

También les auguro una grata conducción por autopistas de montaña rectas, con túneles y viaductos que salven las enojosas montañas. Que lo disfruten con salud, pero sin mí y sin mi familia. Que les aproveche y que les saquen mucho dinerito a las manadas de esquiadores que les llegan cada fin de semana y que les hagan muchos parkings muy amplios para aparcar sus amplios coches donde sientan sus amplios culos. Que lo gocen, de verdad, y que vivan muchos años de abundancia y que se compren muchas Play Stations y que den trabajo a muchos ciudadanos rumanos y que nos saquen a todos de la crisis económica y que les abran una reluciente sucursal del Santander en cada esquina.

Que les vaya bonito, porque, por unos pocos minutos más de viaje, mi hijo podrá conocer un entorno rural cuyos habitantes no están obsesionados por alicatar los valles. Cuyos habitantes —energúmenos gabachos, labriegos atrasados que no entienden el imperativo del progreso— incluso se oponen a que se horaden sus montes con nuevos túneles, que protestan contra la construcción de nuevas carreteras, que no quieren que los trenes de alta velocidad pasen junto a sus casas.

Habitantes que han conservado su modo de vida tradicional sin convertir sus pueblos en tenderetes para turistas. Gentes que siguen criando vacas y produciendo algunos de los más excelsos quesos de Francia (sí, queridos amigos aragoneses: los pueblos del otro lado de la raya producen catorce variedades de queso de vaca y de oveja, incluidos los de la prestigiosa appelation d’origine contrôllée Ossau Iraty, una de los más apreciadas de toda Francia. ¿Alguien puede citarme un queso pirenaico aragonés equivalente? Uno solo, por favor). Quesos que se venden luego en mercados populares que sostienen una economía de fuerte base ganadera. Gentes que saben que para conservar su modo de vida deben mantener ese presunto progreso a raya. Gentes que promueven un turismo tranquilo vinculado a los muchos kilómetros cuadrados de parque nacional y de espacios protegidos que tienen.

Porque Francia no ha despoblado sus pueblos. Francia no ha fomentado un éxodo rural, no ha desplazado poblaciones enteras por el hambre o los pantanos, no ha tenido gobiernos que estrangulasen la economía rural y obligasen a todos los campesinos a proletarizarse. Y eso se manifiesta en una cultura orgullosa —quizá ridículamente orgullosa de su rusticidad—, viva, que no está dispuesta a cambiar su dignidad por un puñado de euros ni por un par de miles de esquiadores.

Es fácil verlo. Crucen la frontera y echen un vistazo a cómo tienen los franceses su Pirineo y cómo lo tienen los aragoneses. Un paseo basta para apreciar las muchas más que siete diferencias.

Al cruzar el Somport hay quien murmura: qué barbaridad, la carretera de tres carriles se convierte en una carreterita de montaña. Qué cabrones estos gabachos.

Y hay quien murmura: qué maravilla, la carretera de tres carriles se convierte en una carreterita de montaña. Qué sabios estos franceses.

Mi hijo no irá a los Pirineos, irá a les Pyrénées.

Venga, y ahora se abre la veda para que me digan que si soy un urbanita que está en contra de que las gentes de los pueblos se busquen las habichuelas y blablablá. Si la única alternativa para seguir viviendo en un lugar es destruirlo —extremo que me resisto a creer y que está lejos de ser un axioma—, ¿no sería preferible abandonarlo?

UNA TESIS SOBRE ALBERTO OLMOS

¿Quién dijo que no se puede leer un libro al día? Sólo hace falta tedio hospitalario, ausencia absoluta de vida social y muchas ganas de gastarse los ojos. En cuatro días me he ventilado los cuatro libros de Alberto Olmos que me quedaban por leer, y ya he cumplido mi propósito obsesivo-compulsivo de leerme todo lo de este buen hombre. Me falta un librico que publicó una caja de ahorros. En otra vida será.

Y para que esta proeza lectora no quede en saco roto, voy a redactar una tesis doctoral sobre la obra literaria de Alberto Olmos. Así, en este ratejo nocturno, en lo que tardo en beberme los tres generosos dedazos de Jim Beam que me he servido a la salud de ustedes. Me doy un sobresaliente cum laude por adelantado, porque hoy me siento espléndido. Al loro, académicos del mundo, que aquí va un doctorando en plan metralla.

De su opera prima, A bordo del naufragio, ya hablé en otra ocasión. Les remito a lo ya escrito. Pero si faltaron a clase ese día les apunto que se trata de una novelita breve cuya acción transcurre en un solo día en Madrid —como el Ullyses, pero con menos páginas y sin irlandeses—, en un Madrid muy cercano al mío, pues tiene como centro la facultad en la que el autor y yo estudiamos unos años de nuestras vidas. Es técnicamente audaz, pues está narrado en segunda persona, alternando dos planos temporales: el día de la acción propiamente dicho y la infancia del autor, narrada en cursiva. Va de la soledad, de la putada de ser joven y triste, de las ganas de suicidarse. Mola. Me moló bastante. Transmite mucha verdad.

Venga, siguiente, que no hay tiempo.

Con Trenes hacia Tokio (2006), Alberto Olmos vuelve a la escena literaria después de estar muchos años ausente de ella —no es fácil ser un niño prodigio y quedar finalista del Herralde con 23 añitos—. Vuelve maduro. Ha estado viviendo en Japón, ha perdido pelo —se ve la evolución capilar en las fotos de solapa de sus libros— y ha ganado otro premio. De menos glamour que el Herralde, pero más efectivo, porque le abrió las puertas de Lengua de Trapo, la editorial que ha apostado firme por él este último lustro.

Trenes hacia Tokio es también muy breve, compuesta de muchos capitulitos breves, como una comida japonesa, y cuenta lo que le pareció a Olmos el país en el que vivió tres años. A ratos da la impresión de ser un diario o unas notas de viaje argamasadas con una fina trama novelesca. Todo muy normal: Japón no es como Murakami lo pinta, viene a decirnos. Japón —quién lo iba a pensar— es un país urbano y moderno lleno de gente urbana y moderna. Por haber, hay hasta imbéciles. Incluso hay algunas japonesas que no se agarran a la primera polla occidental que se les planta en la cara. Acabáramos, qué pagódica desilusión.

A mí Murakami me parece un plasta insufrible y vacuo, así que todo lo que sea denigrar su literatura, me parece bien.

Me gustó. Menos que A bordo del naufragio, pero mucho también. Estilo puntilloso —en su acepción pictórica—, narración en primera persona, narratividad pura, sin basura reflexiva ni moralina. Sólo hechos, sólo personas haciendo cosas. Mola.

Creo que El talento de los demás (2007) se escribió antes que Trenes hacia Tokio, aunque se publicara después —hay una alusión en Trenes a que el prota-narrador está escribiendo una novela sobre el talento; más pistas no se pueden dar—. El título es el mejor que se le ha ocurrido. Es un título cojonudo, de los que justifican una novela. Siempre digo que, si tienes un buen título, estás obligado a escribir un libro para ponérselo, aunque luego el libro sea una mierda.

¿Es El talento de los demás una mierda —nótese mi sutil juego de palabras, qué francés me ha quedado—? No, pero creo que es una novela fallida en más de un sentido. Desde luego, es menos interesante que las dos anteriores y también es mucho más ambiciosa, y cuando algo muy ambicioso queda por debajo de algo sencillo y breve, desluce mucho más.

Esta es una novela obsesiva que a ratos se hace un pelín pesada: que si el talento nace o se hace, que si se puede sobrevivir al propio talento, que si hay talentos muy destalentados, que si la felicidad está en la simpleza y que si la búsqueda de lo sublime es una memez. Mucho ensayo camuflado de novela. Pero, entre idea obsesiva e idea obsesiva, se cuela mucha literatura buena, mucho retrato generacional, mucha verdad.

Tiene tres partes El talento de los demás. La primera cuenta la triste historia de Mario Sut, violinista superdotado que pierde su don en plena cumbre. La segunda es una amalgama de voces en primera persona que descubre a un grupito de amigos que se creen muy talentosos, pero que son penosos y, lo que es peor: llegan a ser conscientes de su penosidad. La tercera —en la que rescata su querido recurso a narrar en segunda persona— cuenta el final de Mario Sut, ya convertido en teleoperador de telemarketing, que participa en un extraño concurso rollo Gran Hermano.

La tercera parte me gustó mucho. Encuentro en ella al Olmos que más me atrae, desatado, sin mesura, atento solo al ritmo de sus palabras. La primera, interesante, y la segunda, quizá demasiado larga, tiene demasiados subrayados —o demasiados personajes, qué sé yo—: demasiadas páginas para decirnos que esos tipos son unos imbéciles.

Creo que Olmos quiso hacer algo más grande y significativo de lo que finalmente le salió. Pero la novela se deja leer con gusto y, a ratos, hasta con pasión. Aunque sigo prefiriendo al Olmos de la distancia corta.

Y en Tatami (2008) volvemos a la distancia corta. Brevedad (123 páginas de letra gorda y apta para ancianos con presbicia), acotamiento de tiempo y lugar (la acción transcurre en un vuelo Madrid-Tokio) y concreción. Los editores tienen muchos prejuicios contra los libros finitos. Está comprobado que se venden peor que los tochos gordos, por aquello de que el comprador —que no el lector— valora los volúmenes al peso: si por el mismo precio me puedo llevar un Follet de 1.000 páginas que me dura todo el verano, ¿por qué coño voy a comprar esta cosita que se lee en media tarde?

Sin embargo, los doctorandos amateur que nos empeñamos en leer un libro al día agradecemos estas piezas que se devoran en hora y media y nos dejan tiempo para mirar porno en internet. Yo siempre le estoy muy agradecido a los autores de obritas breves, siendo como soy un rollero de los malos (el Negro Fontanarrosa llegaba a decir que los libros gordos le parecían casi una agresión, una falta de respeto al lector, como si no tuviera éste otra cosa que hacer que leer nuestras chorradas).

Tatami pretende explorar en la sexualidad como provocación. Eso está bien. Todo lo que sea glorificar guarradas nos parece estupendo (¿nos? ¿hay alguien conmigo? Creo que voy a dejar de rellenarme el vaso de Jim Beam). Una chica modosita se sienta en el avión al lado de un cerdaco sexual que le cuenta su vida como voyeur de una japonesita de 13 o 14 añitos. La chica se escandaliza y se pone cachonda a la vez. Se debate, no quiere oír más y sí quiere. Y, en estas, se acaba la novela, no hay tiempo de más.

Bravo. Me hubiera gustado ponerme algo más cachondo con los pasajes lúbricos, pero hay pocos escritores con los que consigo una erección. Disfruté de Tatami, es una lectura simpática y desengrasante.

Y llegamos a la última. El estatus (2009).

La verdad por delante: es su mejor novela. Lo cual no quiere decir que sea la que más he gozado. Una trama muy cuidada, muy a lo Henry James, y una peripecia a la vez sencilla y sofisticada. Sin división por capítulos, a lo bruto, y con alternancia de tres voces: un narrador omnisciente, los pensamientos de un portero mudo que se expresan entre paréntesis y un diálogo que tiene lugar en otro plano espacio-temporal que sólo al final de la novela se desvela.

Muy chula.

Una madre y una hija se mudan a la ciudad, a un piso señorial que ha alquilado el padre —siempre ausente, siempre de negocios en las islas— con un portero mudo y con trazas de retraso mental llamado Jesualdo. Contratan a una criada que no gusta nada a la madre y sí mucho a la niña, y reciben las visitas del administrador, de nombre Ichvolz. La acción transcurre en una ciudad indeterminada de un país indeterminado de una época indeterminada. A veces parece la belle époque, a veces parece un presente próximo, a veces no parece nada… Toda la narración transcurre en el interior del edificio. Psicología y claustrofobia femenina combinadas con posibles fantasmas y una especie de Frankenstein —el portero—, que a ratos parece inofensivo y a ratos no.

Henry James modernizado, vaya.

Todo en la novela funciona. Esta vez, la ambición del autor ha estado a la altura de los resultados. Y, sin embargo, no me llega tanto como otras obras menores de Olmos. Probablemente no sea culpa suya. Los mejores polvos suelen ser los improvisados, los que surgen tras una borrachera torpe en el suelo de la cocina, mientras que los planificados, por mucho que te curres la puesta en escena y te gastes dinero en el sex-shop, suelen dejarte frío.

El estatus no me deja frío, pero me hubiera gustado que me gustara más, ya que su autor se ha esforzado tanto en poner a punto un artilugio narrativo tan sofisticado.

Bueno, y vayamos ya a la conclusión, que la tesis se acaba.

Alberto Olmos es un escritor más que interesante. Tengo un problema generacional con él, y es que sé demasiado bien de lo que habla. Cuando retrata a los imbéciles de El talento de los demás, puede que esté retratando a los mismos imbéciles que yo he tratado y más o menos en la misma época en la que yo los he tratado. A veces me parece que me identifico más con sus libros por coincidencia generacional que por su literatura en sí. Me cuesta tomar distancia, y eso me gusta, es un elemento de enganche que no tengo con otros escritores. Por lo demás, creo que es un tío consciente de sus fallas y que en El estatus ha dado un gran paso hacia eso que todos anhelamos y que muy pocos encuentran: la concreción de la propia voz.

Olmos es un escritor interesante camino de convertirse en un gran escritor.

Si no se agosta, como le pasó a Garcinúñez en Amanece que no es poco.