VIOLADORES Y VIOLADOS

Como sé que dos o tres de ustedes cometen la insensatez de dejarse guiar por los libros que aquí comento para cuando visitan su librería o su biblioteca (saben que no me hago responsable ni admito reclamaciones), voy a escribir acerca de un par de títulos recientes que quizá amenicen sus deprimentes días navideños. Por lo menos, ninguno de los dos suena a villancico ni habla de fraternidad ni de hijos pródigos ni de esas mierdas tan propias de estas entrañables fiestas.

No mezclo las dos por sus semejanzas sino por sus diferencias. A saber:

Uno tiene una portada potable, sin ser de las más brillantes de una editorial (Libros del Silencio) que nos tiene acostumbrados a portadas muy rechulas:

El otro tiene una portada espantosa, como de Harlequín premenopáusico:

Uno está escrito por un hombre; el otro, por una mujer. Uno, por un inglés; el otro, por una americana. Uno, por un escritor fracasado que se volvió tarumba de pura derrota; el otro, por una autora muy vendida y muy bien criticada que todos los años se postula al Nobel. Uno es muy largo; el otro, muy breve, apenas una nouvelle.

Es difícil encontrar libros con más antagonismos entre sí. Los une el hecho de que ambas novelas hablan de violencia, pero una, desde la perspectiva de un criminal, y la otra, desde el punto de vista de unas víctimas. ¿Adivinan cuál es cuál?

Exacto: las víctimas siempre se llevan la portada fea.

La novela de Colin Wilson es extraña y difícil de asimilar para un lector  moderno, porque trasgrede casi todas las convenciones del arte narrativo e incurre en bastantes de los vicios que muchos deploramos en los malos escritores y que, quienes damos talleres literarios, intentamos corregir y hacer notar a nuestros polluelos. Y, sin embargo, es tal el talento del autor y tan sugestivo el planteamiento de la obra que convierte todos esos errores en virtudes.

En cambio, la novela de Joyce Carol Oates es casi perfecta, de una técnica impecable y audaz. Ritmo medido, información dosificada y administrada con sabiduría y estructura caleidoscópica, con narradores extraños que a veces se expresan en segunda persona y parecen hablar desde un presente que es futuro. Pero falla en lo principal, en ese reducto que la técnica no puede suplir: la emoción. Conforme avanzo en la lectura, menos me interesa el drama que me están contando, menos implicado estoy con la tragedia de la protagonista (a la vista del título, creo que no destripo nada si les digo que es una mujer a la que violan). Porque Oates acaba poniendo su impecable y soberbia técnica narrativa, digna de una Messi de las letras, al servicio de una tesis política en lugar de al servicio de sus personajes. Oates quiere demostrarnos algo y convencernos de una idea, y para ello no duda en forzar la máquina hasta hacer zozobrar la verosimilitud del relato.

No tengo nada en contra de la novela feminista ni de ninguna otra novela ideológica, siempre y cuando se respete el pacto de lectura y el relato sea coherente con sus propios planteamientos narrativos. Y aquí no lo es.

Me explico: Teena Maguire es violada salvajemente en presencia de su hija de doce años por una panda de adolescentes puestos de metanfetamina. La agresión casi la mata, y cuando se recupera, tiene que enfrentarse al juicio y a una especie de segunda violación, esta vez social. Resulta que el pueblo y la opinión pública no simpatizan con ella, insinúan que era una guarra que iba provocando y acaba despertándose cierta corriente de empatía hacia los animales que la atacaron. El planteamiento es sugerente y creo que no faltarán víctimas de violación que se sientan identificadas con ese sentimiento de indefensión y de vapuleo social («algo habrá hecho», «las visten como putas», etc.). Pero, para expresarlo, Oates dibuja unas situaciones demasiado burdas. No me creo ese linchamiento, especialmente con la mala reputación que tienen los delincuentes sexuales. Parece que está hablando de una aldea de Arabia Saudí. El machismo institucional, en las sociedades occidentales, se manifiesta de maneras mucho más sutiles. Oates crea monstruos que no existen o que no se atreverían a vilipendiar a una víctima de violación. Sencillamente, porque, diga lo que diga Oates, las víctimas tienen un carácter sagrado en nuestras sociedades. Quien las mancilla, sufre el repudio social. Y eso no se refleja en la novela.

Pero incluso eso podría tener un pase —o no molestar tanto— si el presunto mensaje o moraleja de la historia no se pareciese tanto a un episodio de El equipo A: la justicia no funciona, no protege a las víctimas, así que hay que tomarse la venganza por la mano. Lo hace un policía que se va cargando uno a uno a los violadores. Lo que empieza siendo un alegato feminista acaba sonando a un reclamo fascista. Y no es la primera vez que, bajo un maquillaje progresista, los novelistas realmente existentes nos cuelan discursos reaccionarios de populismo subido de tono que dejan los argumentos de Harry el Sucio a la altura de una diatriba socialdemócrata.

Hay, a pesar de todo, muchos aciertos, especialmente en cómo narra la destrucción psíquica de la protagonista y cómo se recluye y rechaza el mundo, pero el empeño por politizar el relato lo enfría mucho y acaba rompiendo su hechizo. Además, sucumbe al happyending de la forma más cursi que imaginarse pueda (¡con campanas de boda! Para que las sufragistas se retuerzan en sus tumbas: doscientos años de lucha para acabar de tul ilusión. Hay que joderse), lo que confirma que los escritores más aficionados a la violencia son finalmente los más tiernos.

(Alberto Olmos dijo el otro día cuando estuvo por este pueblo que los escritores cursis suelen ser unos hijos de puta, y los duros, bellísimas y amables personas. Lo suscribo y brindo de nuevo por ello, hics. Al menos, en lo que a Olmos se refiere, es verdad, un tipo encantador).

Ritual en la oscuridad es, ya desde el título, otra cosa. Para mí, mejor, más genuinamente literaria, más parecida a lo que yo pienso que debe ser la buena literatura.

El principal vicio de los que aludía al principio en el que incurre esta obra inglesa tiene que ver con el prejuicio dialógico que padecemos muchos lectores: sospechamos de las novelas que tienen páginas y páginas de diálogos. Y esta, queridos míos, es un diálogo de 600 páginas.

¿Por qué somos muchos —bueno, quizá no tantos, a la vista de los cosos que se publican hoy en día— los que creemos que un exceso de diálogo es síntoma de una escritura mala? Porque el diálogo, cuando no se utiliza en sus dosis adecuadas, deviene relleno o, lo que es peor, sustitutivo de la narración. Las malas novelas policíacas están llenas de diálogos informativos, cuya única finalidad es facilitar datos al lector; y las malas novelas en general están llenas de diálogos café con leche, del tipo:

—Buenos días.
—Buenos días.
—¿Descansó el señor?
—Divinamente.
—Y yo que me alegro. ¿Tomará café o té?
—Té, por favor, con una nubecita de leche.
—¿Limón también?
—No, sólo la leche, gracias.
—¿Querrá tostadas o pastas?
—No sé decidirme… A ver…

Y así, hasta que el lector, desesperado, empieza a pasar páginas gritando: «¡Cómete las putas pastas y métete el té por el culo!». Ante los diálogos café con leche que se prolongan páginas y páginas, el lector agudo e intelectual se pregunta, irritado: «Pero, vamos a ver, ¿aquí cuándo dejan de hablar y se ponen a follar?».

Pues eso. Espero que haya quedado clara la cuestión del prejuicio dialógico.

Sin embargo, en esta novela, aunque hay algunos ejemplos de esas conversaciones café con leche, por lo general, es muy interesante la estructura dialógica, pues aquí funciona en clave platónica (de diálogo socrático-platónico, vaya: repasen el BUP si no saben de qué hablo). En las conversaciones se intercambian ideas. Ideas muy interesantes. Básicamente dos. A saber:

a) ¿Merece la pena el esfuerzo de follarse a todas las mujeres del mundo, o el sexo no es tan la hostia como nos lo han vendido y con un polvo de vez en cuando vamos servidos?

b) Si te enamoras de alguien que resulta ser un asesino destripador de prostitutas, ¿le ríes las gracias o acudes a la policía?

La respuesta a la pregunta a) es: con un polvo de vez en cuando vamos servidos, pero con todas las mujeres del mundo. O, al menos, con todas las apetecibles que se crucen por nuestro camino. Y a la pregunta b) es: le ríes las gracias, faltaría más, ¿para qué están los amigos-amantes, si no?

A diferencia del librito de Oates, este no quiere moralizar, no busca enseñarnos lo perverso y machista que es el mundo, sino que juega con la amoralidad para hacer aflorar nuestras contradicciones éticas. Al final de la novela se plantea: ¿qué diferencia hay entre un funcionario del Tercer Reich, por muy segundón e ignorante del genocidio que fuera, y un encubridor de un asesino en serie? ¿Son mejores las razones de uno que las del otro?

¿Por qué me ha parecido mejor la novela de Wilson que la de Oates? Básicamente, porque, aun siendo aproximaciones al mismo problema desde enfoques contrapuestos, la de Wilson quiere hacerme pensar. Pensar a secas, sin complemento circunstancial. En cambio, Oates quiere hacerme pensar de una determinada forma, la suya: aspira a convencerme de que su elección moral equivale a una verdad ontológica. Quiere señalarme la divisoria entre buenos y malos y busca una forma de que los malos paguen su maldad. Ésa es la diferencia entre la literatura y el editorial de un periódico.

La buena literatura, la que me interesa, la que me enseña algo de la vida y de mí mismo, no diagnostica sociedades ni postula remedios. Para eso ya está el ensayo y el periodismo. Y una narradora como Joyce Carol Oates debería saberlo. Confío en que no lo sepa, porque si retuerce las cosas a sabiendas, está cometiendo un fraude literario, y a mí me gusta creer en la honestidad de los buenos escritores. Aunque, si no lo sabe, mejor que no lo descubra, porque el día que abandone su vocación panfletera y de denuncia y se ponga a escribir literatura al servicio de la literatura, la borrarán de la lista de candidatos al Nobel.

7 Respuestas a VIOLADORES Y VIOLADOS

  1. Leí el libro de Oates hace unos meses y me gustó. Es una de las mejores novelas que he leído este año (eso dice mucho de las novelas que he leído este año). Me gustó la forma de narrar, no el mensaje.

    De todas formas, ya sabes que estoy en etapa ensayo. Así que mi opinión sobre la ficción no es de fiar.

    Eso sí, como le den el Nobel antes que a Philip Roth entraré en cólera

  2. A ver, no es un mal libro, ni mucho menos. Pero tiene demasiados peros, me hace pasar por demasiados aros. Pero es buena, Joyce Carol Oates es muy buena. Incluso en la infame traducción de Santiago Roncagliolo, que parece que usa Google Translator.

  3. A veces el subconsciente nos traiciona. Veo en el Heraldo una foto de Rajoy y Sarkozy sentados y un titular que dice:

    Rajoy exige ”sin más felación” recursos que frenen la hemorragia de la deuda.

    Pero no era eso lo que decía el titular:

    http://www.heraldo.es/noticias/nacional/rajoy_exige_sin_mas_dilacion_recursos_que_frenen_hemorragia_deuda_168138_305.html

  4. No he leído las novelas, claro, pero se agradece el artículo porque aun así ayuda a aclarar uno anterior sobre este mismo tema.

    Así que eso, gracias.

  5. Yo tampoco he leído las novelas (ni tenía la intención) pero leyendo tu entrada me entran las ganas incluso de leer la de Oates.

  6. El tema no es que me interese mucho, pero me pregunto . Con los precios que figuran en las páginas del Heraldo sobre contactos: ¿Es posible que todavía haya elementos que fuerzen a estas desagradables situaciones? Acabo de leer que por 20 Euros, dan opción a dos “vistas de sexo” por ejemplo martes y jueves. ¡Coño, ya sabemos que ha crisis…pero los bares están llenos y todavía hay gente que visita los bingos y las máquinas de monedas. Además siempre quedará aquello del “amor propio” que jamás es infiel.
    Otra cosa, Nacho, vuelve tío, que das mucha vida , pero no seas tan quisquilloso, joder, para cuatro días que estamos aquí…

  7. Pingback: ONCE LIBROS DE DOS MIL ONCE | El Blog de Sergio del Molino

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