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ENFERMOS

Fantástica la nueva serie de moda, la que dicen que se va a llevar todos los premios del mundo y la que hay que ver para estar enterado de las cosas del catódico mundo. Se llama Boss, y la protagoniza (y produce) un Kelsey Grammer que no recuerda en nada al Frasier que le hiciera galácticamente famoso.

Aquí es el alcalde de Chicago. Un grandísimo hijo de la grandísima puta cuyo reinado (de terror, construido a base de líos mafiosos, chantajes y algún que otro muerto) se derrumba. Quienes le apoyaron le dan la espalda y sus cortesanos le traicionan. Tiene tantos puñales clavados en el costillar trasero que parece un puerco espín.

Pero no quería hablar de la serie ni hacer una aburrida evisceración de sus episodios, tramas o personajes. Quería hablar de su punto de partida y de su principal eje argumental: Tom Kane (pues así se llama el cabronazo) se muere.

Lo sabemos desde el minuto uno del primer episodio, así que no estoy estropeando ninguna sorpresa. Tiene una rara enfermedad neurodegenerativa sin cura que lo va a llevar a la tumba en relativamente poco tiempo. Su obsesión es ocultar los síntomas del mal, mantenerse en el poder cueste lo que cueste y no mostrarse débil ante sus (muchísimos) enemigos.

Lo que me inquieta del planteamiento es el mar de fondo que trae: el uso de la enfermedad como metáfora de la corrupción moral. Como su expresión y como su castigo.

En realidad, la serie no expone esta postura de forma abierta en ningún momento. Es demasiado buena como para resbalar en la proclama mitinera o en la moraleja de Samaniego. Pero tampoco muestra elementos que nieguen o imposibiliten esta interpretación. Y quien calla, otorga.

Fue Susan Sontag, en un ensayo que se ha quedado un poco anticuado (La enfermedad y sus metáforas), quien estudió la imagen moral de las enfermedades y cómo la sociedad ha tendido a asociar la corrupción del cuerpo con la corrupción ética o de valores. Y viceversa. ¿Cuántas veces hemos oído a tipos con sotana quejarse de que esta sociedad está “enferma”?

Que Boss caiga en una superchería tan manida y estimule una visión tan grosera del castigo divino, tal y como se ve en el bíblico Libro de Daniel, desmerece su grandeza. Que en la Edad Media, o incluso en el siglo XIX, se interpretara la enfermedad como un azote de dios por los pecados terrenales, podía tener un pase. Pero que en el siglo XXI, con todo lo que sabemos de nuestros genes, de las bacterias y de la bioquímica del cuerpo humano, sigamos viendo las cosas igual, es una pena.

Deberíamos actualizarnos un poco. Y ojo, que no lo planteo como una crítica moralista (mis reparos sobre lo que leo y veo nunca van por ahí), sino estética: el arte debe engastarse en su tiempo y asumir las verdades y conocimientos que tiene. No hacerlo es empeñarse en seguir contando que la Tierra es plana cuando la ciencia estableció hace mucho que es redonda.

GRUPO DE ROCK SERIO BUSCA

Ya es famoso el anuncio que Barry (Jack Black en la versión peliculera) coloca en la tienda de discos de Rob en la nickhornbyana Alta fidelidad: «Grupo de rock busca guitarrista, bajista y batería». ¿No sería más razonable que pusiera «cantante busca unirse a banda de rock»?, le objetaban sus amiguitos, entre la irritación y el cachondeo. Pero Barry tenía muy claro que el grupo era él.

Un amigo me ha chivado un anuncio real aparecido en la página del Cipaj (información juvenil movida y promovida por el ayuntamiento) que publica Heraldo de Aragón:

Grupo de rock serio busca batería.

Ya no son serias sólo las señoritas que se ofrecen a cuidad niños ni los pintores (españoles, también destacado) que pintan tu casa con un presupuesto muy económico. Queridos todos: vivimos tiempos en que las bandas de rock también son serias. Como los ingenieros de caminos, oiga. Esta es la España que nos deja ZP, este es el mundo que nos toca vivir.

La seriedad, esa peste silenciosa y aburrida, ha alcanzado sus últimos objetivos militares, cautivo y desarmado el ejército cómico.

¿Cómo puede asociarse la seriedad con el rock? Es más, ¿cómo puede asociarse la seriedad con cualquier forma de espectáculo?

Jethro Tull, que son unos señores escoceses —bueno, un señor escocés llamado Ian Anderson— que llevan cuarenta años dándole a la flautilla, sacaron en 1971 un disco conceptual, Aqualung. La crítica lo frió hasta achicharrarlo, y una de las más contundentes refutaciones, puede que en el New Musical Express, proclamaba con fastidio y crueldad británica: «Vaya, ahora resulta que Ian Anderson quiere que pensemos».

¿Qué le reprochaban? Su seriedad, que quisiera poner al público grave y solemne con su música cuando lo que de verdad quería la muchachada era drogarse un poco y refrotar su pliegue inguinal con el correspondiente de la hippie de al lado. Que de eso va esta historia, Ian, que no te enteras, contreras, le dijeron los críticos (lo de contreras se decía mucho en 1971).

Contra la seriedad se rebeló el punk pocos años después, encontrando una sana y eufórica respuesta en una chavalería empachada de discos conceptuales y de solos de teclado de cuarenta y tres minutos que no habían abierto ninguna puerta de la percepción —puede que ni siquiera una rendija—. Sólo los japoneses, que quizá vivan desde hace mucho tiempo al otro lado de esa puerta, siguieron asistiendo con educación y calma a los pasotes del rock progresivo y sinfónico, casi hasta nuestros días.

No soy dogmático ni doy consejos (prefiero recurrir directamente al asesinato, las razones y los discursos me fatigan y no hay nada que inspire mayor obediencia que una cabeza clavada en una pica a la vista del populacho. Las palabras, fíjense, me agotan, prefiero vencer a convencer), pero en esta ocasión seré magnánimo y os desengañaré con mi evangélico poder de persuasión, oh, pobres y muy solemnes criaturas: la seriedad es el camino más equivocado para que alguien os tome en serio.

O peor: es el más ridículo de los caminos para ser tomado en serio.

Alguien que asume la seriedad como una actitud está haciéndole el trabajo por adelantado a sus caricaturistas.

Para mí, la seriedad de un artista (me da igual que sea músico, escritor o hacedor de performances acrobáticas) es indicio de muchas cosas, todas ellas nefastas. La seriedad denota inseguridad, prevención ante las reacciones del público, una más que plausible y nada disimulada mediocridad y una incapacidad enorme para la autocrítica, la corrección y la valoración de la propia obra. Todas estas cosas son minusvalías para cualquier artista que quiera hacer algo interesante. Puede que tenga algo que decir, pero las capacidades de crecimiento y aprendizaje, imprescindibles para encontrar la propia voz del artista, están considerablemente mermadas. Alguien serio rara vez se mueve: no sabe ir ni más allá de sí mismo ni más acá de sí mismo, pues su pose lo paraliza tanto para explorar espacios donde no se siente seguro —y donde su seriedad puede fracturarse— como para renegar de lo ya hecho y, en consecuencia, superarlo y superarse.

Un ejemplo de escritor con actitud seria: Gabriel García Márquez. Un ejemplo de escritor con actitud despreocupada: Mario Vargas Llosa. Ambos fueron amigos una vez, ambos fueron pares. Hoy, uno es un vejestorio que babea incoherencias y el otro es un autor que —a pesar de decepciones enormes como la de su última novela, que me pareció espantosa— sigue avanzando y sigue proponiendo cosas interesantes, preocupándose por refrescar su literatura, en permanente búsqueda de ese no-sé-qué que persiguen los artistas. El primero, solemne, se enmohece en su propia grandeza. El otro, se airea y puede que incluso siga follando con alegría, renovando en cada polvo los votos de una juventud nunca abandonada del todo.

La actitud, lo he descubierto con el tiempo, y cada vez estoy más convencido de ello, hace al artista. Quien descubre esta verdad muy pronto y la aúna a su talento, tiene muchas posibilidades de hacer cosas grandes en la vida. Cuanto más tardes en darte cuenta y menor sea tu talento, más posibilidades tendrás de acabar yaciendo entre las miasmas de tu propia solemnidad, eternamente mediocre y ridículo.

Hay demasiada gente queriendo ser seria. Demasiada gente dolida por no sé qué misteriosos dolores que nunca se explicitan. Demasiado poeta que ve la intensidad reflejada en el blanco pulido de su nevera llena de productos Hacendado o en la pobrecita desgracia de los niños de Somalia a los que vio de lejos en un safari.

Sylvia Plath, poeta a la que dediqué un cuento de mi libro Malas influencias [inserción publicitaria], no se suicidó: implosionó ahogada en su propia solemnidad, obsesionada con el crecimiento de sus propias uñas (literalmente), aislada y ensimismada en un apartamento gélido. Por eso ella, como personaje, es más interesante que los poemas que escribió. Por eso escribimos sobre ella y no sobre su poesía. Pero eso es un fracaso enorme —y si no se hubiera suicidado, nadie escribiría de ella, ahora sería una anciana olvidada y amargada—: todo autor honesto quiere que su obra le trascienda, no trascender él mismo su obra por una anécdota cualquiera.

Y sí, el suicidio es también una anécdota. Todo lo es, al fin y al cabo.

Lo habéis comprobado en el post anterior: siempre que se bromea sobre algo, salta un ofendido. El humor tiene un poder que la seriedad nunca tendrá. Un tipo serio puede dejar indiferente a la concurrencia o dormirla, pero un buen chiste siempre molestará a alguien. Al menos, eso nos llevamos por delante.

Mi consejo como dentista es: no seáis serios, no os dejéis vencer por ese virus que todo lo invade. La seriedad se logra en la honestidad de la obra bien armada y en la originalidad e intensidad de lo que dices y de cómo lo dices, pero como actitud vital y artística es un lastre insufrible. Practicad un poquito de self-deprecation, no le hagáis el trabajo a vuestros caricaturistas. Y, sobre todo, procurad ser agradables: pensad que estáis en una fiesta con más gente, y que la única estrategia de supervivencia en ella es la seducción. Nadie seduce tomándose en serio a sí mismo. O, por lo menos, nadie seduce así a alguien interesante: lo más probable es que acabes ligando con una tipa o un tipo tan imbécil como tú. Ya sabéis, dios los cría. La cuestión es: ¿queréis vivir rodeados de imbéciles seriotes como vosotros o realmente queréis llegar con vuestro arte a todo el mundo? En la respuesta a esa pregunta encontraréis la clave.

Y ya está, que me empiezo a parecer a un panfleto de Paulo Coelho y, encima, les estoy tuteando, como si nos hubieran presentado o algo así.

Tomen como ejemplo a Marlon Brando, el más intenso de los actores que el mundo ha dado, que acabó siendo el mejor de su arte y oficio por pura diversión, porque vio que aquello molaba y decidió intentar hacerlo lo mejor posible. Pero, para ello, antes tuvo que hacer algo de self-deprecation e insistir en todas las entrevistas que él se había convertido en actor porque era un inútil, porque no sabía hacer ninguna otra cosa ni se creía con talento ni vocación para nada. Incluida la interpretación, cuya vocación, aseguraba, fue sobrevenida: ya que he encontrado algo que hago bien, voy a intentar hacerlo lo mejor posible, se dijo. Pero sin tontadas ni mesianismos, sin ánimo ninguno de cambiar el mundo. Ni siquiera de cambiarse a sí mismo.

Así son los putos genios, rara vez suenan serios.

ESTANCAMIENTO

Me contó mi hermano el otro día que hay algunas hipótesis que vaticinan un cierto estancamiento científico para los tiempos por venir. No un estancamiento en el sentido medieval, por supuesto. Según me explica mi hermano, que es quien sabe de estas cosas y mi única fuente de información al respecto —vayan a pedirle cuentas a él—, muchos de los hallazgos que han supuesto un cambio de paradigma científico han sido posibles gracias al trabajo de tipos excéntricos que se han emperrado en desarrollar hipótesis que la ortodoxia de su tiempo consideraba absurdas, extravagantes o ridículas. Sin embargo, gracias a un relativo aislamiento, pudieron trabajarlas a su antojo hasta su demostración.

Eso, dicen algunos, es prácticamente imposible en la comunidad científica actual. Su elevadísimo grado de burocratización y jerarquización, la imposibilidad de trabajar al margen de los cauces académicos regulados por una férrea ortodoxia y la condena inmediata de cualquier planteamiento que no encaje con ella excluyen irremediablemente a los extravagantes y a los testarudos que se empeñan en nadar contracorriente. Ninguna institución pública va a subvencionar sus investigaciones, ninguna universidad las va a respaldar y, por supuesto, ninguna publicación científica las va a avalar. En otras palabras: nadie ampararía hoy a Albert Einstein, y las teorías genéticas de Mendel no se publicarían en ningún sitio al no ceñirse a los muy rígidos protocolos académicos. Se produce así una inquietante paradoja: todo lo que ha hecho fuerte a la ciencia puede acabar convirtiéndose en su mayor debilidad.

Como muchos de los más importantes descubrimientos científicos han sido posibles a pesar de la ciencia o de la cultura dominante de su época, dicen quienes sostienen esta teoría que los cambios de paradigma necesitan de personajes que puedan trabajar con libertad y cierto aislamiento. Las redes y el intercambio de conocimiento pueden estar muy bien para ciertas cosas, pero para otras, hay que dejar que los genios desmonten los tinglados desde su pueblecito, sin que nadie les moleste.

El mismo descubrimiento de la quimioterapia, el avance más espectacular que ha visto la investigación médica sobre el cáncer, fue posible gracias a la intuición enloquecida de un patólogo del hospital infantil de Boston, un tipo que experimentó en un cuartucho del sótano del centro médico, al margen de cualquier método o protocolo aceptable. Las investigaciones científicas académicas al uso jamás habrían aceptado un planteamiento tan extraño como el que sugería este hombre.

Supongo que esto no es más que un argumento sugerente y difícil de demostrar, pero puede aplicarse también a otros ámbitos. La literatura, sin ir más lejos. O la música. O el arte en general.

¿Por qué ya no esperamos un nuevo Proust o un nuevo Mozart o un nuevo Picasso? ¿Es imposible la emergencia de genios que lo cambien todo de una vez y para siempre?

Recuerdo que hace tiempo discutí con unos amigos sobre el rock actual. Coincidimos en que los músicos contemporáneos eran muchísimo mejores intérpretes y, en un sentido puramente técnico, mejores compositores que los tipos de la era dorada. Hoy es fácil encontrar guitarristas muy superiores a Jimi Hendrix y grupos mucho más solventes que los Led Zeppelin más inspirados. Cualquier gualtrapa de barrio sabe tocar mejor que los Beatles. Y, sin embargo, no hacen una música tan inspiradora, tan pasional y tan genial como la que hicieron los clásicos. Técnicamente son muy superiores, son músicos mejor formados, saben hacerlo mucho mejor, pero les falta el alma, el corazón y, posiblemente, la actitud que hicieron grandes a los grandes.

En literatura sucede algo parecido. Creo, contra lo que opinan muchos malfollaos con silla mayúscula en la Real Academia, que hay más y mejores escritores hoy que hace cincuenta o cien años, tanto en España como en América Latina. Los jóvenes están mejor preparados y son mucho más cultos porque han disfrutado de una formación y de unos recursos impensables para la generación de sus padres. Hay una pléyade inabarcable de narradores con una técnica depuradísima —aprendida en talleres y cursos inconcebibles hace treinta años—, capaces de construir artefactos narrativos brillantísimos. Y, sin embargo, no hay nadie capaz de escribir Cien años de soledad. De hecho, Cien años de soledad es una novela técnicamente más pobre que muchas de las que se pueden ver en los estantes de novedades de este otoño. Y, aun así, Cien años de soledad, con todos sus defectos y sus presuntos errores, es una obra maestra y las novedades de otoño se olvidan en cuanto llega el invierno.

Escribir mejor y tocar mejor música no equivale a ser mejor escritor o mejor músico. De la misma manera, supongo, que los físicos actuales, a pesar de estar mucho mejor formados que Einstein y de ser mucho mejores científicos en muchos aspectos, no consiguen desbancarle ni formular una teoría que refute de una vez y para siempre a la de la relatividad.

Hoy somos más listos y disponemos de muchos más medios, pero seguimos sin saber escribir À la recherche du temps perdu. En el ámbito literario hay también una ortodoxia implacable que impone su ley. En torno al mercado se ha creado una infraestructura complejísima que hace muy difícil la emergencia de autores geniales. Porque, como en la ciencia, los genios literarios también han nadado contracorriente y han construido sus grandes obras haciendo justamente lo que la moral y las buenas costumbres de su tiempo prohibían. Es decir: cambiaron el paradigma cagándose en él, jodiendo el puto canon.

Pero, para poder joder el canon, tienen que darse dos circunstancias: el canon tiene que exhibir un punto débil por el cual pueda ser roto, y el transgresor tiene que encontrar un espacio para cultivar su transgresión. Porque el canon se rompe desde dentro: tiene que haber un resquicio por el que entrar para reventarlo. Un escritor necesita ser publicado y leído, y si el canon está tan cerrado que imposibilita el paso y la difusión de cualquier propuesta que no encaje en él, nunca habrá cambio. Habrá buenos libros y excelentes escritores, pero no llegaremos a ver nunca ese libro que haga saltar todo por los aires y obligue a reinventar la escritura. No habrá más Quijotes ni más putos Proust ni más Joyces monologantes ni, por supuesto, más García Márquez. Y eso sólo nos puede llevar al estancamiento.

Necesitamos aire, gente que trabaje al margen de modas y del qué dirán, pero que pueda encontrar una forma de llegar al público y de romper las barreras que editores, agentes y altos directivos de la Fnac han creado. La literatura vive una paradoja: nunca se ha escrito tanto y tan bien, pero nunca ha interesado tan poco lo que se escribe.

Aunque quizá el cambio de paradigma ya se ha producido y no nos hemos enterado. Puede que alguien, en este preciso instante, esté dándole una paliza de muerte al canon.

Quién sabe.

GAUDÍ

Hay cosas que no se pueden decir en voz alta. La sociedad tiene mucho aguante y, pese a las apariencias de la corrección política, consiente casi todo a casi todo el mundo.

Respeta a los que nos aburrimos con el fútbol.

Respeta a los que no vemos Telecinco.

Respeta a los que no jugamos a la lotería.

Respeta a los que escuchamos música que no está en politono.

Respeta a los que leemos cosas que muy rara vez aparecen en una lista de los más vendidos.

Respeta, en fin, a los que escribimos blogs de madrugada entre semana porque ninguna oficina nos espera por la mañana, y además hemos elegido nosotros que no nos espere, sin dar chance a que la oficina decida prescindir de nosotros.

Todos los que nos encuadramos en estos supuestos podemos llevar una vida más o menos normal sin miedo a que nos agredan o nos escupan por la calle o nos persigan masas enfurecidas con antorchas.

Pero hay algunas cosas que siguen vetadas, cuya confesión puede condenar al confesor al destierro y al desprecio inapelables.

Hoy quiero confesar una de esas cosas.

Señoras, caballeros: no me gusta Gaudí.

Diré más: me repatea el orto Gaudí, me marean sus curvas, me empalagan sus trencadises y me relinchan sus arcos y sus columnas torcidas.

El otro día, paseábamos mi doña, mi cachorro y yo por el paseo de Gracia y vimos anunciadas unas espléndidas veladas de jazz en la azotea de La Pedrera. Me acordé de inmediato de mi amigo Ángel, carabanchelero de pro, a quien una vez le confesé que había asistido a varias veladas en una especie de café cantante muy esnob y muy decadente de la calle Huertas de Madrid que se llamaba —y se seguirá llamando— La Fídula.

—¡Hostia, macho, no me jodas! ¡Qué coñazo, las noches de La Fístula! —me respondió.

Para mí, La Fídula ya no fue nunca más La Fídula. Quedó convenientemente rebautizado.

En ese paseo barcelonés no me limité a recordar mentalmente la anécdota, sino que decidí compartirla con mi doña imitando las carcajadas de Ángel y añadiendo que, para mí, pasar una exquisita velada de jazz en La Pedrera sería como si me sacaran una fístula. Luego siguió una de mis habituales e hiperbólicas andanadas contra el genio de Reus que improviso con el exclusivo fin de chinchar a Cris.

Lo dije demasiado alto y me sorprendió la cantidad de personas que había en la cola de La Pedrera que entendían el español. Va a ser verdad que está de moda estudiarlo entre los guiris. Miraron a mi doña y a mi chico con lástima infinita: “Pobres, parecen listos y aseados, qué pena que tengan que sufrir a ese australopithecus que no muestra el debido y babeante respeto ante Gaudí”.

Sí, sé que ustedes también lo piensan, que no podrán mirar a este blog a la cara a partir de ahora.

Maldigo a Japón, porque sin japoneses, los edificios de Gaudí hoy serían gratos mamotretos desarrollistas, torres de vidrio mate con sucursales del Sepu y oficinas de Verti Seguros. A punto estuvieron: en la honda noche estética del desarrollismo, los inquilinos de esas hoy idolatradas construcciones las modificaban como les daba la gana, con el tradicional respeto hacia la arquitectura que los promotores inmobiliarios y los comerciantes españoles han demostrado siempre. Pero llegaron los japoneses, que flipaban mucho con Gaudí, y Gaudí se convirtió en un sacaperras más rentable que un casino de Las Vegas: los japos llegaban, soltaban la mosca, echaban unas fotos y se iban. Y no sólo eso: pusieron buena parte de la pasta que hacía falta para terminar esa oda monstrenca al horror vacui que es la Sagrada Familia.

Juro que cuando se debatía el trazado del AVE por Barcelona y se ponía el grito en el cielo por que podía afectar a la Sagrada Familia yo estaba por besar al ingeniero firmante del proyecto del túnel. Seguro que era de los míos, un benefactor de la humanidad, alguien a quien no dejaron usar su tuneladora para hacer un favor estético a todos y eliminar ese coso gigantesco.

Con Gaudí ha pasado algo parecido a lo que sucedió con Eugenio Sué, un mediocre folletinista parisino del siglo XIX que escribió un best-seller titulado Los misterios de París. Era pura bazofia reaccionaria, un panfleto sentimentaloide y gazmoño a cuyo lado los libros de autoayuda de Punset son alegatos bakuninistas. Y, sin embargo, el público semiágrafo al que iban dirigidos lo interpretó como una llamada a la acción directa, como un catecismo revolucionario. Se cree que pudo tener cierta influencia retórica en la Comuna de París, y Umberto Eco lo citó como ejemplo clásico de decodificación aberrante.

Gaudí también ha sido aberrantemente decodificado. Ni una sola de las lecturas que el arquitecto quería que se hicieran de su obra domina ni es relevante para los espectadores de hoy. Es difícil que los turistas que acuden embelesados a extasiarse ante tal derroche de fantasía piensen que esa arquitectura se erigió al servicio de dos ideas: el integrismo católico y un catalanismo rancio y teocrático inspirado en buena medida por el obispo de Vic, Torras i Bages, que quería hacer de Cataluña una especie de Irán católico, custodio de las esencias de la cristiandad e iluminador del orbe cristiano con su piedad y devoción sumas.

Pocos artes se han construido tan a la contra de su tiempo como el de Gaudí, puesto al servicio de un fariseísmo industrial y paternalista en una ciudad cuya población vivía en unas condiciones no muy diferentes de las que puede vivir un trabajador de Bombay o de una gran ciudad en expansión china, entregado al capricho de un mecenas tan mesiánico como el propio artista, Eusebi Güell.

Lo que hoy se lee como audacia y modernidad no era más que aroma de sacristía y teocracia, aderezado con un nacionalismo feroz —con leyenda del Santo Grial incluida— cuya expresión política no habría desagradado a un ayatolá o a un Karadzic. Fariseísmo kitsch, vaya.

Es posible que le debamos a Dalí y a los surrealistas la visión amable y juguetona que disfrutamos hoy, pero los japoneses han contribuido mucho más.

Y bien, me dirán, ¿qué más da? Se puede gozar de Gaudí prescindiendo de las circunstancias. También gozamos del Vaticano o de la Capilla Sixtina sin considerar el espíritu fanático de la contrarreforma.

Pues sí, se puede. Yo, desde luego, soy incapaz, pero reconozco que es un problema estrictamente mío.

También se puede gozar del entrañable Walt Disney obviando lo mucho que deseaba exterminar a todos los judíos y lo simpatiquísimo que le caía Adolf Hitler. Se puede, sin duda, pero cuando se sabe que ciertas cavernas invocan a ciertos dioses y que ciertos personajes rubios y con ojos azules hablan de la belleza de una raza superior, qué quieren que les diga.

Es decir, cuando el medio es el mensaje, cuando la obra no sólo es expresión de un sentir y un pensar, sino que es una herramienta al servicio de su realización, a mí me es difícil desligar artista y arte. Y no digo que eso sea lo que me repugne de Gaudí: podría pasarlo por alto si su obra me transmitiera una emoción que no fuera el desprendimiento de retina.

Soy un chaval de barrio de gustos sencillos. Ahora, sí, péguenme si quieren.

MIL NOVECIENTOS SETENTA Y NUEVE

Escribo el año 1979 en letra para dejar claro que fui uno de los últimos españoles que cursó el Bachillerato Unificado Polivalente y el Curso de Orientación Universitaria (conocidos como bupicou, todo junto). Soy un producto anterior a la Logse, lo que me convierte en uno de los últimos españoles capaces de ganar un quesito amarillo en el Trivial, de situar Portugal en un mapa mudo de la península y de escribir numerales tanto ordinales como cardinales. Después de mí, vino la Logse. Después de mí, vino la nada (me repito para que los de la Logse puedan seguir el hilo).

1979 -ahora sí, con número- es el año en que nací. En un sarao en el que coincidimos, Carlos Castán reparó en la solapa de uno de mis libros, que empezaba con el convencional y obligado “Sergio del Molino (Madrid, 1979)”, y me dijo: “Ja, ahora es muy molón poner el año de nacimiento. Ya llegarás a mi edad y lo quitarás”. Y es cierto, hay muchos escritores que obvian ese dato cuando peinan canas o ya no peinan ninguna. Yo le respondí -y no me creyó- que pienso mantenerlo siempre, pues el lugar y la fecha de nacimiento de un autor me parecen una información básica que no se debería hurtar al lector o al potencial lector. A mí, al menos, me gusta saber la edad y el origen de los escritores que leo, no me parecen detalles menores.

Fin del excursus (para la gente de la Logse: fin de la digresión, es decir, de esa parrafada que no tiene que ver con el hilo fundamental del texto. No os preocupéis si no entendéis todo al principio, es normal que os maree ver tanta letra junta. Respirad hondo y tuitead un rato antes de seguir, os sentará bien).

1979 es el título de la exposición que acabo de ver en el Palau de la Virreina de Barcelona. Un monumento en instantes radicales es su feo subtítulo.

Como un esquizofrénico embobado porque siente que los semáforos hablan de él, me he metido en la Virreina creyendo que la fiesta era en mi honor. Qué detalle: una antológica de mi año. Y ni siquiera es un aniversario redondo ni está cerca mi cumple.

Me desengañé al poco de entrar: la cosa iba del año 1979 en serio. Los comisarios de la expo consideran -y argumentan- que esa fecha marca un punto de inflexión en la historia de Occidente, y que por eso se aproximan a ella desde una perspectiva oblicua y artistera. No se trata de exponer recortes de periódicos ni de recordarnos el careto de Margaret Thatcher. Tampoco hacen mención alguna a mi milagroso nacimiento en el hospital de La Paz de Madrid (los tíos no aportan ni un documento al respecto, y mira que mi madre podría haberles servido cosas: desde mi pulserita identificativa hasta la mantita con la que me arroparon). Partiendo de fotos, de pelis y de libros producidos en 1979, intentan dar una forma visual y fragmentaria a ese año. Al año en el que empezaron a demolerse las certezas del siglo XX y se insinuaron las grietas e incertidumbres del XXI. La postmodernidad, amigos, mucho antes de que Fernández Mallo la descubriera y la vistiera de puta.

Desigual e interesante. Me ha llamado la atención que, en asuntos nacionales, centrados prácticamente en las calles de Barcelona y su ruina postindustrial (un Poblenou lleno de fábricas cerradas o a punto de cerrar que nada sabía del Primavera Sound ni del Fórum, un Barrio Chino ruinoso y poblado por chirleros que nada sabían de cafés chill out y un puerto donde los estibadores estibaban, decían tacos y se emborrachaban como sólo sabe emborracharse un estibador), la exposición elude la tentación de tirar de hemeroteca. El relato es sutil y marginal, muy logrado, con una selección muy cuidada de piezas y de artistas. Pero, al final, hay unas salas dedicadas a asuntos internacionales (que si el ayatolá Jomeini, que si los sandinistas de Nicaragua, que si los milicos argentinos, que si Mugabe…), y en ellas sí que recurren al tópico, al documento periodístico, al relato manido, a lo que todos sabemos ya o a lo que han querido enseñarnos. Su intento por construir una versión alternativa y poliédrica de la historia se cae a pedazos en esas salas, y es una pena.

Ya fuera, camino del piso, decido ambientar la marcha con una obra musical de 1979 no mencionada en la expo: el London Calling, de The Clash. Y allí me tropiezo con mi entrañable y risible Spanish Bombs, que quiere ser una especie de homenaje solemne a los republicanos españoles del 36, pero que sólo produce vergüencica.

Tras las referencias al “black car of the Gardia Civil” (sic), a “Fredrico Lorca (sic), dead and gone” y a unas bombas españolas que estallan “in the Costa Rica” (sic), llega el glorioso estribillo:

Spanish bombs, yo te quiera y finito,
yo te cuerda, oh, ma corazón.

Y, que yo sepa, Joe Strummer no fue escolarizado bajo la Logse.

En cualquier caso, tiene mucho mérito hacer una expo de 1979 sin la colaboración de Miguel Ríos, que estará rabiando por que no le hayan llamado para interpretar Qué noche la de aquel año.

GALA DE ENTREGA DE PREMIOS

La semana pasada entregamos las láminas de Álvaro Ortiz del concursillo de relatos de este blog en un acto solemne celebrado en el centro de Zaragoza sin la presencia del artista, que anda haciendo arte en Noruega (no es coña, tenemos una panda muy internacional).

Fue una ceremonia llena de glamour en la que intervinieron destacadas personalidades del mundo cultural, como el camarero del Praga, que vino a preguntar qué queríamos y anotó con diligencia nuestras peticiones de jarras de cerveza. También intervino un chaval que iba vendiendo gafas de sol y abalorios y otro que ofreció al respetable copias piratas de Inception. El catering se completó con un bolsón de cacahuetes de frutos secos El Rincón.

Aquí están los premiados, parapetándose tras sus propios premios y agradeciendo con mucha efusión los honores recibidos.

A la izquierda, Alberto del Malo, y a la derecha, Rondabandarra. Los vasos vacíos que asoman debajo de ellos no contenían ninguna bebida alcohólica. Juro ante sus madres y esposas que eran cola-caos desnatados.

El público respondió de forma entusiasta, siguiendo con gran atención los discursos y los chistes de la gala. Tal que así:

Después de cervecear en el Praga nos tomamos unos pinchos por el Tubo, donde Pablo se convirtió en musa de unos chicos remodernos con muchos piercings con los que no se aburrió nada.

Pocos días después, servidor volvió a darle al pimple y a la comida en una celebración familiar. Aquí nos tienes -menos a mí, que hago la foto-, a mi hermano, su santa, mis padres, mi santa y mi santillo. Lo del centro es un arroz con bogavante que nos dejó K. O.

Se celebraban varias cosas, entre las cuales creo que se incluía mi inminente 31 cumpleaños. Los 30 me dieron igual, pero los 31 me están tocando un poco las gónadas, así que agradezco que no se haga sangre con el tema.

Días de celebración, de beber y de comer y de compartir charla con buena gente. Días chulos.

BUÑUELESQUE

Puede ser que al convertirme en padre haya perdido la capacidad de apreciar las sutilezas. A lo mejor ahora todo lo veo en trazo grueso, como corresponde a un viejo burgués preocupado por el bienestar de su cachorro.

No lo descarto.

Pero creo que, en este caso, el problema no es mío.

Nos metimos a ver la exposición sobre los 80 años de Un perro andaluz que se puede ver estos días en la Lonja de Zaragoza.

Un plan buñuelesco.

Vaya por delante que -oh, pecado, pecado- Buñuel nunca ha sido referente mío. Será por edad, será por ignorancia, pero, aun reconociendo su genio, nunca he sentido gran cosa por su cine. Por tanto, no negaré cierta indiferencia ante algunos materiales que a otros le provocarán una gran emoción, tambores de Calanda incluidos.

El caso es que no entendí nada de la exposición. No entendí qué me querían contar, qué pertinencia tenían los objetos y documentos expuestos, de qué iba el asunto. Las cartelas no se leían por falta de perspectiva, las vitrinas estaban montadas a piñón, formando pasillos estrechísimos, y mi miopía me impedía leer el 90% de los documentos.

Mi impresión es que habían acumulado unos cuantos zarrios —algunos directamente relacionados con Buñuel y su mundo; otros, incomprensibles, como un cartel de El silencio de los corderos— sin ningún criterio ni discurso. Si por lo menos hubiera habido un criterio surrealista, la cosa tendría sentido, pero incluso el surrealismo tiene unas normas.

En una de las vitrinas había expuesto un libro de mi ilustre vecino de página dominical Agustín Sánchez Vidal, probablemente uno de los mayores expertos buñuelistas del mundo. Pero era un ejemplar prestado de una biblioteca, con la pegatina de la signatura en el lomo, ni se habían molestado en coger un libro sin usar. En otra vitrina había unas fotocopias a color.

En fin, sin comentarios: un poco cutre. Por decir algo bonito.

Por lo menos, se podía ver Un perro andaluz. Y un par de documentales sobre la peli y sobre Buñuel. Estupendo, pero para eso no hacía falta una exposición en el espacio más noble de la ciudad: con un ciclo en la Filmoteca se solucionaba. Y con mucha más elegancia.

Mi hijo Pablo, en cambio, disfrutó un montón de la exposición. Le llevé en brazos todo el tiempo y miró con mucha curiosidad cada objeto. Cuando llegamos a casa, le contó todo lo que había visto a su amigo, el Señor Elefante:

El Señor Elefante no salió muy convencido. Le dijo: “Pablo, creo que la exposición era un poco cutre. Desde luego, era cutre para la Lonja, que se supone que es un sitio para cosas curradas y mimadas”.

Pero Pablo se empeñó en defender la expo. Le habló de las vitrinas, de las luces y del ojo que se rasga con una cuchilla. De hecho, amenazó al Señor Elefante con hacer eso con su ojo si no le daba la razón, pero el Señor Elefante tiene mucho carácter y no rebló ni por esas. Dijo: “Me da igual, mis ojos son de felpa”.

Aunque no me lo ha dicho, creo que lo que más le moló a Pablo fue verse reflejado en las vitrinas.

A mí, si quieres que te diga la verdad, también fue lo que más me gustó.

Porque al menos Pablo es novedoso e inesperado. Es fresco. Buñuel, ya me perdonarán, huele un poco. Creo que no se le hace ningún favor con el machaque institucional al que se le somete.

Cuando participé en un par de reuniones sobre la candidatura de Zaragoza a Capital Cultural Europea, una de las cosas que nos dijeron fue: “La candidatura tiene tres pilares innegociables: Goya, Buñuel y el mudéjar”.

Santiago y cierra España.

Eso es imaginación. Así se ganan las maratones, con más de lo mismo, con la misma receta cansina, con los mismos tópicos autocomplacientes que llevan fermentando en esta tierra décadas y décadas.

Y el Señor Elefante le pregunta a Pablo: “¿Qué les habrá hecho Buñuel para que abusen de él de esta manera?”

Y Pablo respondió: “Ahí me has pillao, tengo que pensar más sobre eso”.

TARJETAS DE NAVIDAD

No soy yo de felicitar las navidades, la verdad. El año nuevo sí, pero por navidad no mando tarjetas ni mails ni nada. Y eso me crea cierto cargo de conciencia, porque recibo bastantes felicitaciones. Casi todas, en formato electrónico, y las que siguen llegando en papel son tarjetitas estándar con una frasecita de serie.

Hace algún tiempo leí una novela en la que uno de los personajes trabajaba como redactor de Halmark. Intento acordarme del título y no lo consigo. A lo mejor lo he soñado. Halmark es un emporio americano de tarjetas de felicitación. Las tienen para todas las ocasiones, incluida esta, sacada de la serie Padre de familia:

-¿Tienes una tarjeta para disculparme por contagiar una venérea?

-Sí, aquí tienes esta que dice: “Perdón por contagiarte una enfermedad venérea sin querer”.

-¿Sólo tienes de las de “sin querer”? Bueno, me la llevaré igualmente.

No me importaría trabajar un tiempo de redactor de tarjetas de Halmark. Pero me tendrían que atar en corto o me echarían al segundo día. Sería como un campamento militar literario, me vendría muy bien para templar el carácter.

En navidades, todos los americanos felicitan con tarjetas Halmark.

Permitidme que, de entre todos los buenos deseos y las frases de felicidad, amor y prosperidad que inundan estos días mi buzón de correo electrónico y mi mesa de la redacción, me quede con dos muestras especialmente chulas. No las exhibo porque, como toda correspondencia, entiendo que es privada, y yo soy muy escrupuloso con esas cosas.

En formato digital, el premio se lo lleva el amigo Rondabandarra por dos páginas de cómic marveliano que se ha currado. En ellas, su chica y él aparecen como superhéroes al rescate de la navidad. Muy majo, la verdad.

En formato papel, casi me veo en la obligación de enmarcar la que me ha enviado Paco Goyanes, de la librería Cálamo. Es una litografía, en cortísima edición numerada y firmada por el autor, del artista argentino Diego Bianchi. Un lujazo, y yo con estos pelos. Por un momento, me he sentido un señor importante y todo, de los de chistera y bastón.

Hoy me he acordado de que Georges Perec solía mandar ediciones cortas de libros suyos como regalo navideño para sus amigos. En el mercado del libro de viejo son piezas que se cotizan muy alto, porque cada ejemplar era único, ya que iba numerado y dedicado al amigo en cuestión. El argentino Juan Filloy, que en algunos aspectos parece la versión barroca y gaucha de Perec, también hizo eso de vez en cuando. Para Filloy, esa fue casi siempre la única manera de difundir su obra, que sólo empezó a ser publicada con normalidad por editoriales después de su muerte.

Como estos días ando leyendo cositas de judíos -llevo un tiempo atraído por su cultura, y trato de aprender algo de ella- he estado tentado de desearos feliz Jánuca. Pero la fiesta de las candelarias, que casi coincide con las navidades, ya ha pasado. Y además, qué cojones, que sigo siendo ateo por mucha ilusión que me haga que me monten un bar mitzvá (apostilla: creo que mi interés por la cultura judía empezó una noche en el metro de Madrid, cuando escuché la frase “si dios bajar Tierra, matar todos judíos”, tal y como conté hace mucho tiempo aquí. Pensé: un pueblo capaz de despertar tanto odio durante tantos siglos ha de ser interesante por fuerza).

Así que, este año, el mister Srcooge que habita en mi páncreas se va ablandar un poco y va a permitir que os desee a todos felices fiestas.

Pasadlo bien y no os atragantéis con los polvorones. Muchos besos.

¡ENHORABUENA, TITIRITEROS!

Los premios, que son algo que me suele dejar frío, de vez en cuando dan alegrías. De las buenas. Yo me he alegrado mucho cuando ha saltado la noticia de que Los Titiriteros de Binéfar han ganado el Premio Nacional de Teatro Infantil y Juvenil. De verdad, me he emocionado y me he llevado un alegrón.

Los Titiriteros y Paco Paricio se merecen todos los premios del mundo. Por millones de razones.

Por la pasión que le echan a su oficio y el talento que han demostrado siempre.

Por trabajar a pie de obra, sin dar lecciones, sin pontificar, con humildad artesana, sin ínfulas de gurús baratos.

Por tratar a los niños sin condescendencia, por jugar con ellos como iguales y divertirse con ellos tanto o más de lo que ellos se divierten con sus montajes, y por cuidar sus espectáculos tanto y tan bien.

Por llevar el nombre de su pueblo en la compañía, reivindicando siempre su condición y sus raíces, cultivándolas y renovándolas, bebiendo de un legado que se remonta a siglos atrás, y por demostrar que no hace falta estar en Nueva York para estar a la altura de lo que se hace en Nueva York.

Por despertar tantas pasiones en tantos niños y en algún que otro adulto.

Por El hombre cigüeña, por Dragoncio y por La fábula de la raposa.

Y porque son una gente estupenda, rara y preciosa. Porque hay que mimar mucho a aquellos que se dedican a hacer felices a los demás.

Espero que este premio, y los otros muchos que les tienen que conceder aún, sirvan para darles empuje unos cuantos años más, para que Paco Paricio retrase todo lo que pueda su jubilación y mi hijo Pablo pueda disfrutar así del Hombre Cigüeña y de Dragoncio. ¡Aguantad muchos años, por favor, que los recién paridos os necesitaremos dentro de poco!

Enhorabuena de corazón. Y que dure.

FRANKA POTENTE

Con ese nombre, Franka Potente, el orientador profesional que fue a visitarla en el insti, fue claro y directo. Con el test psicotécnico en la mano, le dijo:

-Tienes un futuro prometedor en la industria pornográfica.

Sí, podría haber seguido los pasos de otras porn stars latinas, como Elsa Pataki o Paz Vega, pero ella decidió que lo suyo era el cine de vanguardia. Una alemana moderna no puede pensar otra cosa. Además, le habían dicho que tenía el culo demasiado gordo para los estándares californianos del porno que se llevaba entonces.

Yo la descubrí, imagino que como todo el mundo, viendo cine moderno alemán. Ya estaba iniciado en su lenguaje: después de tragarme dos temporadas de Rex, un policía diferente (que, en rigor, además de diferente, es austríaco) y casi un capítulo entero de Alerta Cobra, una serie con trepidantes persecuciones en las autopistas (Autobahns) de Baviera, estaba listo para pasar al siguiente nivel y adentrarme en los lisérgicos y postindustriales parajes del arte fílmico alemán.

Me dispuse a ver Run, Lola, Run. Iba espoleado por las elogiosas críticas que había leído sobre ella. A saber:

Una película imprescindible, que en cualquier momento de su vida, todo el mundo debería ver.

La película funciona con la misma intensidad tanto a nivel de imágenes y música como de ideas. Amor, tiempo, providencia, destino, libertad… son conceptos que Tykwer desarrolla con fuerza, fustigando el egoísmo y la hipocresía de algunos padres.

Bienvenida sea Lola (muy bien interpretada por la joven Franka Potente), con su estética arriesgada y su interesante y bien hilada trama.

Un film que pone en imágenes la teoría del caos y que se puede considerar la primera película interactiva del cine alemán.

Guau -pensé-, espero que mis aborregadas, provincianas y rácanamente estimuladas neuronas no se fundan ante tal chute de modernidad. Escuché un poco de Kraftwerk para ponerme a tono antes de la peli y le di al play.

Bien.

Muy bien.

La peli se titula Corre, Lola, corre.

Correcto título, se adapta bastante bien al contenido.

Básicamente, Lola corre.

Corre para salvar la vida de su chico (que, bien mirada, tiene una vida y una cara cuya salvación no merece ni un paseo, y no digamos ya una carrera). Tiene que conseguir 100.000 marcos en muy poco tiempo y le dan varias oportunidades (como en Atrapado en el tiempo, vuelve al mismo día, pero aquí eso no es divertido). Solo al final lo consigue. Y ya.

Lo intenté, de veras, pero todavía estoy buscando la crítica radical y furibunda a la sociedad burguesa que, según sus muchos fans, se hace en esta peli de forma magistral e incontestable.

Yo sólo vi a una alemana corriendo por una fea ciudad de su país con estética de pasillos de Lidl. Y me aburrí mucho.  Muchísimo.

Pero me quedé con el nombre de Franka Potente.

Tras el éxito del personaje de Lola, Franka dio el salto a los USA, donde ha hecho un papel en la saga Bourne (que es como un Run, Lola, Run, pero con más presupuesto, con cámaras que saben encuadrar un plano y localizaciones que no se limitan a 50 metros de la misma calle toda la película. Eso sí, carece por completo de las ínfulas artísticas de Lola) y ya es una habitual de las producciones hollywoodienses. Su última aparición ha sido sublime, y ante ella me descubro.

Franka Potente es la salvadora ambigua de House en el arranque de esta última temporada, que ha sido fantástico. En dos capítulos, interpreta a un personaje triste y frágil -con acentazo alemán, claro- que con su dulzura sabe poner al prota ante el precipicio: le puede salvar o le puede hundir, y puede hacer ambas cosas con el mismo gesto.

Qué poco tiene que ver ese personaje sereno con la histeria empastillada de Lola. Supongo que en Lola quería expresar angustia y desesperación, pero donde Franka logra transmitir de verdad esas dos cosas es en el personaje abatido y derrotado que le regalan en ese cameo televisivo.

Llámenme burgués, apoltronado o lo que quieran, pero yo aprendí del gran Alfred Hitchcock que, en las artes narrativas y dramáticas, lo profundo y significativo siempre se transmiten con más fluidez y apariencia de verdad a través de una depurada, paciente y humilde labor de artesano que conoce su oficio que con las ínfulas desquiciadas de un artista iluminado que aspira a iluminar a todo el mundo con la grandiosidad de su genio.

Ay, Franka Potente, qué gran actriz se perdió el porno.

LA HISTORIA DE LA CACA

Quizá ustedes pensaban que la mierda en televisión tenía más o menos esta forma:

O esta otra:

Pero en el canal Arte nos han enseñado que puede tener otra forma. En concreto, llana y simplemente, esta:

Una vez más: ¡Vive la France!

Arte (paréntesis para posibles legos: Arte es un canal francoalemán de contenidos exclusivamente culturales que emite en francés y en alemán para ambos países. La noche temática de La 2 empezó programándose con materiales elaborados por Arte) produjo al año pasado una serie documental de cuatro capítulos titulada La fabuleuse histoire des excréments, traducida en España (y emitida por el canal Odisea en cable y parabólica) como La fabulosa historia de la caca, mejorando notablemente el título original.

Son unos programas fantásticos: muy bien documentados; guionizados, escritos y realizados con mucha gracia, y osados, entretenidos, divertidos y, sí, didácticos. ¿Se puede hacer mierda en televisión sin que apeste? Sí, y además se puede hacer una televisión de altísima calidad con ella.

La serie propone un recorrido por este último tabú y su cultura, y la cosa daría para mucho más que estas cuatro entregas. Hacen un poquito de historia, contándonos cómo se ha enfrentado la humanidad a sus heces a lo largo de la historia, y terminan narrándonos un montón de curiosidades que van del chascarrillo inocente a la tragedia más bárbara.

¿Sabían ustedes, por ejemplo, que en Japón elaboran una vainilla sintética a partir de excrementos de vaca? ¿O que en ese mismo país se ha desarrollado una poderosa industria de inodoros altamente tecnificados que adivinan mediante memorias artificiales a qué hora sueles ir al baño y precalientan el asiento diez minutos antes para que lo encuentres calentito?

¿Sabían que la postura para defecar sentados sobre el retrete probablemente sea la responsable de un buen número de desórdenes y enfermedades del aparato excretor y digestivo que nuestros antepasados, que cagaban en cuclillas, no padecían? ¿Y que Katheen Meyer escribió en los años 70 un libro práctico titulado Cómo cagar en el monte (Ediciones Desnivel) que ha vendido cientos de miles de ejemplares, que ha sido traducido a decenas de idiomas y que es muy apreciado por senderistas y naturalistas de todo el mundo? ¿O que en algunos países de Asia tienen tradiciones y figuritas muy parecidas a los caganers catalanes y que posiblemente ambas estén relacionadas, pues comparten su espíritu satírico?

Y, lo que es peor: ¿sabían que miles de millones de personas en todo el mundo defecan en letrinas o retretes que no están conectados a una red de alcantarillado y de depuración de aguas fecales, y que eso provoca gravísimos problemas de salubridad -con incidencia directa en la tasa de mortalidad- y de contaminación del agua potable en muchos países pobres? La caca no es cosa de risa.

Y ahora, que alguien venga a decirme que no se puede hacer televisión de calidad, rigurosa, con ritmo, original y entretenida. Que venga Jorge Javier Vázquez a decírmelo.

ACCIDENTES DE NACIMIENTO

Tengo muchas manías lingüísticas, y cuanto más crezco, más tengo. Una de las menos comprendidas es mi odio visceral a la expresión nacer accidentalmente, que los hagiógrafos de solapas y contraportadas de libros emplean con alegría y profusión, como si les pagaran más por ello.

Sí que me gusta mucho una expresión inglesa muy parecida y que los traductores a la violeta suelen confundir con la de nacer accidentalmente: accident of birth. Literalmente, accidente de nacimiento. Coloquialmente, hace alusión a atributos o desgracias que le vienen de serie a la persona por razón de nacimiento: la religión, los idiomas maternos, una mentalidad puritana, habilidad para las matemáticas si tu padre es un premio Nobel… También la he visto usada, en un ámbito todavía más coloquial, como sinónimo de trasto o bala perdida: This kid is an accident of birth, puede decir una abuela ante un chaval que siempre está castigado en el cole, lo que podría traducirse por “Este chico no tiene remedio”.

Me gusta accident of birth porque emplea un símil geográfico. Presupone que nuestra persona es un territorio por explorar, y en él puede haber ciudades, carreteras y puentes (que construimos nosotros artificialmente), pero también fallas, simas, cordilleras y mares (que son accidentes geográficos de nacimiento). Es bonito, no me lo negarán.

La expresión nacer accidentalmente, en cambio, no sólo no es evocadora, sino que muestra cierto cerrilismo y mucho aldeanismo. Accident of birth es una expresión que se abre y despierta a muchas posibilidades literarias. Nacer accidentalmente es cerrada, restringe y pretende imponer una visión de la historia.

Me explico.

Las biografías de Julio Cortázar empiezan: “Nació accidentalmente en Bruselas”. Las de Edgar Allan Poe: “Nació accidentalmente en Boston”. Las de Ramón y Cajal escritas en Aragón dicen: “Nació accidentalmente en un pueblo de Navarra”. Las que se escriben en Navarra, en cambio, empiezan: “Nació en un pueblo de Navarra”. Las de Picasso arrancan: “Nació en Málaga”, sin accidentalidades ambas.

¿Qué hace que un nacimiento sea accidental? Puede ser accidentado: en un parto pueden ocurrir mil cosas, y no todas buenas. Pero que el nacimiento sea totalmente accidental suena extraño.

¿Qué tiene de accidental que tu madre se ponga de parto y nazcas tú? Nada, es un hecho biológico de lo más normal, el final esperable de todo embarazo. Por circunstancias que no creo tener que explicar, lo habitual es que nosotros nazcamos en el mismo lugar en el que se encuentra nuestra madre en el momento del parto. Quizá un físico, agujeros negros y curvaturas del espacio-tiempo mediante, podría explicar que la madre estuviera en una ciudad en el momento del alumbramiento y el niño naciera en otra, pero yo no conozco casos de esos. Iker Jiménez a lo mejor sabe de alguno.

El adverbio accidentalmente no se emplea con inocencia. Pretende demostrar algo. Pretende demostrar que Cortázar, pese a haber nacido en Bruselas (que era donde se encontraba su madre, con su útero y su vagina incluidas, en el momento en el que al chico le dio por nacer), es argentino de toda argentinidad. Sin duda ninguna. Pretende demostrar que Edgar Allan Poe, pese a haber nacido en la más estirada  ciudad del norte yankee, fue un caballero sureño de apostura sureña. Pretende demostrar que Ramón y Cajal fue aragonés hasta más allá del tuétano. Y cuando, en el caso de Picasso, no se añade el accidentalmente, pretende demostrar que, pese a haber vivido casi toda su vida en Francia -e incluso haber hecho trámites para obtener la nacionalidad francesa- fue más malagueño que ir en Vespino sin casco.

El uso implica apropiación, y es muy importante para quienes escriben las historias mirando el terruño. El adverbio accidentalmente busca reducir la complejidad y servir a la idea del destino. Cortázar estaba destinado a nacer en Argentina, y sólo un accidente coyuntural y mezquino pudo desviarlo de su glorioso destino. Pero lo cierto es que, bien mirados, esos accidentes nunca son tales, sino el fruto de decisiones y elecciones tomadas por sus padres. Uno no vive en Bruselas por accidente: vivirá por necesidad, por obligación, por querencia a la buena cerveza o por ganas de aprender la lengua de los valones. Siempre habrá un motivo o una razón.

Por accidente se pueden concebir hijos. Basta un alfiler, un poco de alcohol y unas buenas dosis de inconsciencia y calentura adolescentes. Parirlos por accidente resulta ya bastante más complicado.

De mí, por ejemplo, podrían decir que nací accidentalmente en Madrid, pero que canto jotas como José Oto y me como los bocatas de ternasco de Aragón a pares. O podrían decir lo contrario: pese a vivir buena parte de su vida en Aragón, siempre aspiró las eses antes de consonante y fue incorregiblemente laísta, rasgos ambos del habla madrileña heredados de su malhablada madre, que también fue accidentalmente madrileña (como su abuela y sus bisabuelos). Si añadimos al cuadro que el catalán es mi segunda lengua materna debido a una infancia de mar y playa en Valencia, el galimatías se complica muchísimo más. Sería divertido, si alguna vez hago algo digno de ser enciclopediado, ver cómo se pelean por mí los hagiógrafos madrileños, aragoneses y valencianos. A ver quién se llevaba el gato al agua.