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EL SUCIO CURRO DE BENDER

Hay trabajos infames, que convierten a quienes los ejercen en sombras bastardas, en Mister Hydes pordioseros y noctámbulos. No manchan las manos ni producen durezas en los dedos ni destruyen los pulmones con emanaciones tóxicas, pero dejan el alma y la conciencia enfermas de muerte. Y no hay plan de prevención de riesgos laborales que pueda curarte de ello.

Los que estamos en el otrora fardón mundo del periodismo sabemos bien de eso. Los policías podrían hablar un rato largo de estas negruras, así como los banqueros y los guionistas de las galas de José Luis Moreno. No hay gafas ni guantes ni traje ignífugo que nos libre de infectarnos de la mezquindad propia de nuestra profesión (aunque siempre hay grados de exposición a la mugre, claro).

Pero, de entre todos esos traficantes de miserias, hoy me quedo con el gremio de los dobladores. Los Bender.

Bender en inglés es doblador, y así se llama el robot de Futurama, que está programado para doblar vigas. Los Bender a los que me refiero no doblan vigas, doblan películas. Y no se contentan con retorcer los fotogramas hasta dejarlos en un ángulo recto, sino que les pagan por superponer sus voces a las originales de las películas. ¿Cabe bajeza más humillante? Es como si te pagaran por estucar Las Meninas o por pintarle bigotes a la Mona Lisa.

Que lo hagan con las pelis porno, puede pasar. Que lo hagan con los comerciales de alargamiento de pene que emiten a las cuatro de la madrugada, puede pasar. Pero que destrocen el trabajo de Marlon Brando o de Clint Eastwood debería ser directamente punible. De pena capital, vaya. Es un delito contra el patrimonio.

En mi ciudad no hay cines que proyecten en versión original, por eso todavía no he podido ver La cinta blanca, ya que admiro demasiado a Haneke como para asistir sin retorcerme al doblaje infame de su obra. Si prometen no denunciarme a Ramoncín, les diré que me he visto obligado a bajarme del Torrent un archivo pirata de la peli, pero todavía no he encontrado unos subtítulos en español para acoplárselos. Los he encontrado hasta en búlgaro, pero en castellano -y gratis, que pagando sí que había, pero soy muy agarrado-, nada. Al final, tendré que ponérselos en inglés o en francés o irme a Madrid para verla en los Princesa o en los Golem (cosa que haría mañana mismo si pudiera colocar a mi chaval unas horas).

Este lunes, los cines catalanes han chapado en protesta por la ley que les impone cuotas de doblaje en catalán para películas que superen las veinte copias distribuidas. Al margen de que creo que la protesta suena un punto injustificada en los términos en los que la plantean, ya que parece más que evidente que hay demanda para pelis en catalán en Cataluña, habida cuenta de que las cadenas de tele y de radio que más audiencia tienen allí emiten en ese idioma, digo yo: ¿para cuándo una protesta por el doblaje en sí? Yo gravaría con un impuesto especial la entrada de los cines doblados y propondría alguna exención fiscal para las salas que proyectan en versión original subtitulada. Así, sin coacciones y sin cuotas, podríamos prejubilar al fin a Constantino Romero y a Ramón Langa, esas voces que llevan años matando nuestros sueños y dinamitando con sus aires engolados y curiles las interpretaciones de los mejores actores americanos.

No quiero oír a Clint Eastwood diciendo “maldita sea” o “adelante, alégrame el día”, y tampoco, “maleïda siga” o “endavant, alegram el dia”. Quiero oírle decir: “Damned!” y “Go ahead, make my day”.

Ni en castellano ni en catalán: en versión original. Luego que discutan si quieren sobre si los subtítulos van en castellano o en catalán, pero siempre en subtítulos.

BARRICADAS

Soy un tiparraco indeciso y voluble que cada día tiene menos certezas y se encoge más de hombros. No creo que sea un síntoma de pusilanimidad -aunque quién sabe-, sino que tiendo a pensar que todo es más complicado de lo que parece y que siempre hay un matiz que no se tiene en cuenta.

Muchas veces me divierto llevando la contraria. A algunos amigos les revienta esa costumbre, porque me dedico a defender una postura en la que no creo sólo para contradecir, por el gusto de buscar las cosquillas. Sólo lo hago cuando me plantean argumentos monolíticos que parecen no tener vuelta de hoja. Y en esta vida hay muy pocos absolutos, prácticamente no hay nada incontestable. De eso estoy convencido.

En los tan denostados Estados Unidos se valora mucho que los chicos salgan de las high schools con unas nociones de retórica. Los famosos clubs de debate enseñan a los chavales a ponerse en la piel de alguien que no piensa como ellos, les obligan a mirar las cuestiones desde otro punto de vista. Quizá -y sólo quizá-, prácticas como estas sean las responsables de que, pese a que el debate político en Estados Unidos muchas veces es terriblemente agresivo y ruin, (mucho más que en España: las cosas que se leen y se oyen en muchos medios norteamericanos no las diría Jiménez Losantos ni después de meterse cuatro anfetaminas y una botella de JB), no tengan una guerra civil desde mediados del siglo XIX.

Esta semana ha habido dos cuestiones políticas que han puesto a prueba la paciencia de la gente pachorra y biencarada (grupo humano en el que creo encuadrarme). Una ha sido de ámbito nacional, y la otra, autonómico: la aprobación de la reforma de la Ley del Aborto y la aprobación de la Ley de Lenguas en Aragón.

Lo cierto es que, pensado en frío, que es como mejor se piensa -o la única manera posible de pensar-, no tengo una postura definida en ninguno de los dos casos. Me parecen cuestiones complicadas -la del aborto más que la de la ley de lenguas- en las que hay demasiados puntos a tener en cuenta. En el aborto, quiérase o no, y al margen de religiones y fanatismos, aletea una cuestión ética (e incluso filosófica) insoslayable, que no se puede suprimir por decreto. Establecer límites y plazos en algo que afecta a uno de los bastiones irreductibles del pensamiento y la conciencia humanas es terriblemente peliagudo. Es un campo conceptual minado que obliga a caminar de puntillas.

En el caso de la Ley de Lenguas (la norma que reconoce, casi treinta años después de que empezara a plantearse, que en Aragón se hablan otras dos lenguas además del castellano: el aragonés en el norte y el catalán en el este) tampoco tengo claras las cosas. Es evidente que hay que legislar el asunto, lo que no sé muy bien es de qué manera, quién es competente y hasta dónde debe llegar la ley.

¿Qué sucede con esas dos leyes? Pues que como ambas han tenido una contestación tan fanática, desproporcionada, agresiva e insultante, me han obligado -a mí y a otros muchos pusilánimes- a tomar partido sin medias tintas.

Porque si matizar y hacer un llamamiento a un debate sereno da alas y poder a ciertos colectivos con tufillo totalitario que van armados con una cruz o con cualquier otro símbolo sagrado con el que pretenden empalarnos a todos, renuncio al matiz. Me entran ganas de abortar yo mismo delante de ellos y de no emplear otro idioma que no sea el catalán (el aragonés no lo hablo, pero puedo aprenderlo con relativa rapidez si alguien me da unas clases a cambio de unas cervezas y un plato de migas).

Nos hemos tenido que oír tantas gilipolleces y tantos insultos a la inteligencia de los ciudadanos que pasaban por allí que no nos queda otra que pensar: “Si me buscan, me van a encontrar”.

Es cierto que mis consideraciones son de matiz y que, en líneas más que generales, creo necesaria una legislación del aborto en la que la mujer (sí, la mujer, no su pareja ni sus padres ni, mucho menos, el obispo de la diócesis) tenga una capacidad de decisión lo más plena posible, y que es de locos que los hablantes de esas dos lenguas que llevan hablándose en esas zonas de Aragón desde que desapareció el latín merecen que la Administración que sostienen con sus impuestos articule medidas para su enseñanza, preservación y difusión.

Yo no planteo enmiendas a la totalidad, no estoy en contra de ninguna de las dos leyes porque me parece que sólo se puede contraargumentar de plano a sus planteamientos -de mínimos y de puro sentido común- desde la mala leche y desde las ganas de joder a la gente. O desde el cerrilismo. Las tres posiciones son poderosas para contraargumentar, que conste, y siempre encontrarán palmeros y jaleadores. Sin tanto barullo histérico, quizá podríamos exponer esos matices y escucharnos unos a otros -y, especialmente, a la gente que se dedica a estudiar estos temas y tiene opiniones fundadas- para intentar hacer las cosas lo mejor posible. Como eso no parece posible, sólo queda el “trágala”, al que parece que los españoles tenemos mucha afición.

Tuve tiempos ha un profe de guitarra muy chuleta, fardón y un poco tontorrón que contaba siempre la misma anécdota: “Tuve una novia que me dijo: ‘Estoy harta, Romualdo (nombre más que falso). O la guitarra, o yo’. Y elegí la guitarra, por supuesto”.

Al margen de lo chusca y de lo pasada de rosca de la anécdota, contiene una gran enseñanza vital: la libertad y la convivencia no admiten ultimátums. Y la democracia tampoco admite el estás conmigo o contra mí. Como dice otro dicho popular: “O jugamos todos, o se rompe la baraja”. Eso sí que lo he tenido claro: quien me obligue a elegir, me tendrá siempre enfrente de él.

Porque si la alternativa es instituir una República Católica Hispana o un Aragón lingüísticamente puro (limpieza lingüística mediante, entiendo yo, pues es la única forma de conseguir una pureza que hoy no existe), tengo muy claro de qué lado de la barricada me voy a colocar.

ACCIDENTES DE NACIMIENTO

Tengo muchas manías lingüísticas, y cuanto más crezco, más tengo. Una de las menos comprendidas es mi odio visceral a la expresión nacer accidentalmente, que los hagiógrafos de solapas y contraportadas de libros emplean con alegría y profusión, como si les pagaran más por ello.

Sí que me gusta mucho una expresión inglesa muy parecida y que los traductores a la violeta suelen confundir con la de nacer accidentalmente: accident of birth. Literalmente, accidente de nacimiento. Coloquialmente, hace alusión a atributos o desgracias que le vienen de serie a la persona por razón de nacimiento: la religión, los idiomas maternos, una mentalidad puritana, habilidad para las matemáticas si tu padre es un premio Nobel… También la he visto usada, en un ámbito todavía más coloquial, como sinónimo de trasto o bala perdida: This kid is an accident of birth, puede decir una abuela ante un chaval que siempre está castigado en el cole, lo que podría traducirse por “Este chico no tiene remedio”.

Me gusta accident of birth porque emplea un símil geográfico. Presupone que nuestra persona es un territorio por explorar, y en él puede haber ciudades, carreteras y puentes (que construimos nosotros artificialmente), pero también fallas, simas, cordilleras y mares (que son accidentes geográficos de nacimiento). Es bonito, no me lo negarán.

La expresión nacer accidentalmente, en cambio, no sólo no es evocadora, sino que muestra cierto cerrilismo y mucho aldeanismo. Accident of birth es una expresión que se abre y despierta a muchas posibilidades literarias. Nacer accidentalmente es cerrada, restringe y pretende imponer una visión de la historia.

Me explico.

Las biografías de Julio Cortázar empiezan: “Nació accidentalmente en Bruselas”. Las de Edgar Allan Poe: “Nació accidentalmente en Boston”. Las de Ramón y Cajal escritas en Aragón dicen: “Nació accidentalmente en un pueblo de Navarra”. Las que se escriben en Navarra, en cambio, empiezan: “Nació en un pueblo de Navarra”. Las de Picasso arrancan: “Nació en Málaga”, sin accidentalidades ambas.

¿Qué hace que un nacimiento sea accidental? Puede ser accidentado: en un parto pueden ocurrir mil cosas, y no todas buenas. Pero que el nacimiento sea totalmente accidental suena extraño.

¿Qué tiene de accidental que tu madre se ponga de parto y nazcas tú? Nada, es un hecho biológico de lo más normal, el final esperable de todo embarazo. Por circunstancias que no creo tener que explicar, lo habitual es que nosotros nazcamos en el mismo lugar en el que se encuentra nuestra madre en el momento del parto. Quizá un físico, agujeros negros y curvaturas del espacio-tiempo mediante, podría explicar que la madre estuviera en una ciudad en el momento del alumbramiento y el niño naciera en otra, pero yo no conozco casos de esos. Iker Jiménez a lo mejor sabe de alguno.

El adverbio accidentalmente no se emplea con inocencia. Pretende demostrar algo. Pretende demostrar que Cortázar, pese a haber nacido en Bruselas (que era donde se encontraba su madre, con su útero y su vagina incluidas, en el momento en el que al chico le dio por nacer), es argentino de toda argentinidad. Sin duda ninguna. Pretende demostrar que Edgar Allan Poe, pese a haber nacido en la más estirada  ciudad del norte yankee, fue un caballero sureño de apostura sureña. Pretende demostrar que Ramón y Cajal fue aragonés hasta más allá del tuétano. Y cuando, en el caso de Picasso, no se añade el accidentalmente, pretende demostrar que, pese a haber vivido casi toda su vida en Francia -e incluso haber hecho trámites para obtener la nacionalidad francesa- fue más malagueño que ir en Vespino sin casco.

El uso implica apropiación, y es muy importante para quienes escriben las historias mirando el terruño. El adverbio accidentalmente busca reducir la complejidad y servir a la idea del destino. Cortázar estaba destinado a nacer en Argentina, y sólo un accidente coyuntural y mezquino pudo desviarlo de su glorioso destino. Pero lo cierto es que, bien mirados, esos accidentes nunca son tales, sino el fruto de decisiones y elecciones tomadas por sus padres. Uno no vive en Bruselas por accidente: vivirá por necesidad, por obligación, por querencia a la buena cerveza o por ganas de aprender la lengua de los valones. Siempre habrá un motivo o una razón.

Por accidente se pueden concebir hijos. Basta un alfiler, un poco de alcohol y unas buenas dosis de inconsciencia y calentura adolescentes. Parirlos por accidente resulta ya bastante más complicado.

De mí, por ejemplo, podrían decir que nací accidentalmente en Madrid, pero que canto jotas como José Oto y me como los bocatas de ternasco de Aragón a pares. O podrían decir lo contrario: pese a vivir buena parte de su vida en Aragón, siempre aspiró las eses antes de consonante y fue incorregiblemente laísta, rasgos ambos del habla madrileña heredados de su malhablada madre, que también fue accidentalmente madrileña (como su abuela y sus bisabuelos). Si añadimos al cuadro que el catalán es mi segunda lengua materna debido a una infancia de mar y playa en Valencia, el galimatías se complica muchísimo más. Sería divertido, si alguna vez hago algo digno de ser enciclopediado, ver cómo se pelean por mí los hagiógrafos madrileños, aragoneses y valencianos. A ver quién se llevaba el gato al agua.