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NINGÚN NIÑO SUFRIÓ

Durante la escritura de este post, ningún animal sufrió daños ni maltrato. Salvo la vaca cuyas tripas he devorado en forma de callos deliciosamente especiados a la madrileña. Ay, los callos, esa maravilla gastronómica que compartimos los países de este rincón de Europa. Hay callos en España, pero también son muy devorados en Francia (trippes à la basque, son los más populares), en Portugal (las tripas a moda do Porto, el plato estrella de Oporto, que se come con judías) y en Italia (trippa alla fiorentina, los más parecidos a la versión madrileña del asunto). Disculpen, me he ido por los cerros tripeiros, me he perdido en la flora instestinal de los herbívoros. Yo quería hablar de otras cosas.

La advertencia que encabezaba este post se refiere a Luck, la serie que iba a protagonizar Dustin Hoffman en HBO y que se ha cancelado después de que tres caballos murieran durante el rodaje de uno de los episodios.

Hace falta ser bruto para matar a tres caballos en un rodaje, pero a mí me escama tanto escrúpulo con el maltrato animal en el cine y en la televisión y que no se tengan en cuenta otros maltratos incluso más graves. Además, no me creo nada que los animales no sufran: el recurrente aviso de que ningún animal etcétera, etcétera es una confesión implícita de culpabilidad. Como cuando una novela o una película advierte de que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Y una mierda. Cuando nos dicen eso, ya sabemos que cualquier parecido con la realidad está deliberadamente calculado.

Pero nos curamos en salud. Y los lectores-espectadores aceptamos barco.

Sin embargo, dice mucho de nuestra gazmoñería e hipocresía repugnantes que no hayamos obligado a los realizadores a incluir un aviso en sus producciones que diga: «En el transcurso de este rodaje, ningún niño fue maltratado». Porque no paramos de ver a niños maltratados en series, anuncios y películas. Y nos da igual.

No entiendo qué oscuro y avaricioso mecanismo lleva a unos padres a ofrecer a sus bebés de pocos meses para rodar una escena. Y mucho menos, cuando el guión de la escena estipula que el niño ha de llorar. Porque un bebé o un niño de pocos años no interpreta: su llanto es siempre real. Si vemos sus lágrimas es porque está jodido de verdad. Y a mí no me cabe en la cabeza que nos llevemos las manos a la ídem porque salga un perrillo corriendo en una peli y exijamos todas las garantías de que ese perrillo no ha sido azuzado ni importunado en modo alguno para su actuación ante la cámara, pero nos parezca estupendo que unos padres comercien con el llanto de su retoño.

Llámenme pazguato, pero a mí me escandaliza mucho. Yo les quitaría la custodia, pues es evidente que no respetan lo suficiente a su hijo.

Observen este anuncio, por ejemplo:

¿Ustedes dónde creen que aprendió a interpretar este bebé? ¿En la escuela de Cristina Rota o en el Actor’s Studio? ¿Qué técnicas emplea para dotar de verosimilitud dramática su llanto? ¿Será un actor del método? ¿Cómo lo hace?

No lo piensen más, que se lo digo yo: basta con tener unos padres lo bastante cabrones como para hacerle sufrir en un plató y cobrar por sus lágrimas. Pero no se preocupen, que ningún polluelo de avestruz sufrió durante el rodaje del anuncio. Sólo lo hizo un niño. Y, ¿a quién cojones le importa un niño?

A ustedes, desde luego, no. Y a sus padres, menos.

POR QUÉ ‘CANTANDO BAJO LA LLUVIA’ ES MÁS PUNK QUE ‘LA NARANJA MECÁNICA’

Warning! Achtung! Attention! ¡Cuidau! Este es un post largo, pero tiene muchos vídeos. Puede no ser adecuado para leer en la oficina mientras se finge estar cuadrando una hoja de Excel con sumo empeño profesional, pero a lo mejor les entretiene un rato hogareño en el que puedan conectar los altavoces y gozar de estos fragmentos cinéfilos tan bien escogidos. Avisados quedan, luego no se me quejen.

Estoy aterrado por un descubrimiento que me sitúa ideológicamente más allá de la axila derecha de Juan Manuel de Prada, pero que no puedo negar ni disimular por más tiempo. Observen esta secuencia:

Y, ahora, observen esta otra que no he podido incrustar porque la productora impide a You Tube compartir el código html, así que sólo puedo linkarla ().

A Clockwork Orange inauguró una estética de ultraviolencia juvenil que ha creado escuela y ha influido en autores tan turbios y desasosegantes como Michael Hanecke. Es más que obvio que los cachorros psicópatas de Funny Games tienen mucho que ver con la pandilla de Alex en la peli de Kubrick (que antes fue novela de Anthony Burgess).

En otra clave, esta influencia puede rastrearse hasta en Nacho Vigalondo:

Aunque yo creo que todos los asesinos jóvenes y bien plantaos de la historia del cine remiten a uno solo, mi querido Joseph Cotten en La sombra de una duda. Pero esa es otra historia, no me desviaré.

No es necesario explicar esto, pero la asociación de Singing in the Rain con una escena violenta funciona porque tanto la canción como la película a la que pertenece se asumían en los años setenta como la condensación de lo ñoño. Eran el símbolo de una estética —y del mundo vinculado a ella— cándida, superficial y estúpida, incapaz de aprehender la complejidad de la condición humana ni de dar cuenta de su brutalidad. El asalto y violación de la casa del escritor (del propio Anthony Burgess: con frecuencia se olvida que esta escena, germen de la novela, está basada en un hecho real que vivieron el autor y su esposa embarazada, que fueron atacados en 1944 por una panda de soldados americanos borrachos que acababan de ser desmovilizados y corrían completamente descontrolados por las calles de Londres. Su mujer fue violada y sufrió un aborto) coreografiada en plan musical de los años dorados tiene un obvio carácter transgresor que se anticipa unos pocos meses a la eclosión punk en Inglaterra. Es evidente la lectura presuntamente subliminal: se acabó lo que se daba. Ustedes, ancianos, no entienden nada y el mundo que quieren hacernos heredar no es más que una mentira cursi y complaciente. Les vamos a atizar con su propio discurso, se lo vamos a hacer tragar. Literalmente.

Aunque, políticamente, Burgess era conservador («una especie de anarquista», decía él mismo, aunque anarquista de derechas y monárquico), la crítica ha interpretado tanto la novela como la película en una clave abiertamente marxista. La violencia como expresión de un malestar. Una violencia nihilista porque no está canalizada políticamente y no responde más que a la incapacidad del capitalismo de regenerarse e incorporar al juego a sus propios hijos.

A Clockwork Orange es una reflexión intelectualizada sobre el nihilismo. Y precisamente por eso, ha envejecido mal. Muy mal.

El punk no se entiende sin el nihilismo. Aunque muchas de sus principales figuras estaban muy politizadas (en distintos grados: desde la militancia marxista rigurosa y entregada de The Clash hasta el incomprensible batiburrillo ecléctico del rock radikal vasco), en esencia, es un fenómeno apolítico. Esto es así porque no es una música, ni una estética, ni un movimiento cultural. El punk, básicamente, es una actitud ante tus contemporáneos. Y sólo quienes han entendido esto con claridad pueden mantener y cultivar su espíritu hoy y reconocer manifestaciones punk en lugares y épocas atípicas. Quienes se quedan en lo accesorio sólo consiguen pergeñar parodias adolescentes (por más que lo adolescente, en general, tenga mucho que ver con la inspiración de la actitud).

El punk es una respuesta ácida y desprejuiciada a un mundo acartonado y viejuno. Es una explosión de nihilismo vitalista, si se me acepta el oxímoron, y permite un amplio surtido de expresiones. Esto se comprueba sin salir de lo que fue estrictamente el movimiento musical: poco o nada tenían que ver The Clash con The Ramones. De hecho, su estética y sus principios estaban en las antípodas los unos de los otros, casi parecían sus respectivos reversos tenebrosos. The Ramones eran el mercado, el analfabetismo y la burricie, y The Clash, la ingenuidad revolucionaria, el rescate intelectual de sonidos folclóricos y la creación artística consciente, planificada y orientada a un fin. Y, sin embargo, ambos eran punk. Ambos compartían una misma actitud primigenia y visceral.

En ese sentido, ¿qué mejor que un nihilista para expresar una actitud fundamentalmente ídem? Y, en el siglo XX, ¿dónde podían encontrarse los mejores nihilistas, los más refinados, los más pasotas? Entre los marxistas del círculo de Bloomsbury, no, ciertamente. Tampoco entre los intelectuales orgánicos de le Parti Communiste Français. La mejor camada de nihilistas que el mundo moderno ha dado se criaba con salud y champán en las colinas de Hollywood, a la sombra de una industria enorme que ingresaba dólares por toneladas. Allí, en los idílicos años de la posguerra mundial, retozaban unos jóvenes listillos, los cráneos más privilegiados de su generación. Y mientras sus pares europeos o incluso neoyorquinos suspiraban existencializados perdidos y reprimían las náuseas de sus seres y sus nadas, ellos mercaban su talento narrativo y dramático por mansiones, Channel, cocaína y Dom Perignon.

¿A quién podía importarle menos el mundo y sus miserias que a un guionista o  a un director del Hollywood de los años cincuenta? Tipos sumamente inteligentes, que debían sus contratos laborales a su talento y que vivían en una orgía fantástica de vino y rosas. Tenían el móvil y la oportunidad para reírse de un mundo que les resultaba completamente indiferente.

Hemos visto en los libros de Budd Schulberg y en las memorias de tantos actores, guionistas y directores cómo esa gente expresaba su joie de vivre de una forma brutalmente cínica. Tipos como Hitchcock o Wilder estaban dotados de un humor cruel y de un sarcasmo más corrosivo que el ácido sulfúrico, y es ingenuo pensar que toda esa cabronería se quedaba constreñida en el ámbito privado sin contagiar a su obra.

Una mirada atenta al cine de aquellos años descubre que lo ñoño y melifluo de algunas producciones familiares no es más que un maquillaje cuando no una parodia brutal y descarnada. Los jóvenes punk de los setenta expresaron su nihilismo con una estética sucia que se oponía por igual a lo melindroso y mojigato de la generación que hizo la guerra (sus padres) como a lo naïf de sus hermanos mayores hippies. Y fue tan grande el ruido que hicieron, y era a su vez tan poderoso el desencanto de la beat generation que precedió todo el asunto, que durante mucho tiempo nos impidió ver que esos jóvenes perfumados y engominados de los cincuenta eran mucho más duros y corrosivos.

Seth MacFarlane, creador de los dibujos animados Padre de Familia, se dio cuenta enseguida. Miren esta cancioncilla de Singing in the rain:

Y, ahora, echen un vistazo a esta parodia contenida en un episodio de la tercera temporada (la calidad es muy mala, pero es la mejor copia que he encontrado en You Tube):

Seth MacFarlane ha parodiado todos los números musicales de Singing in the rain, y otros muchos de los que protagonizó Gene Kelly. Generalmente, se interpreta este recurso como una expresión de la afición que MacFarlane tiene por los musicales, y él mismo ha bromeado diciendo que esta obsesión le acerca «al lado más gay de su audiencia». Pero poco a poco he ido reparando en que la cosa va más allá de los musicales: MacFarlane ha intuido que en la estética meliflua del cine de los años cincuenta hay un potente chorro de transgresión que se puede revisar y explotar hoy. Viendo Singing in the rain te das cuenta de que todo el espíritu demoledor de Padre de familia está ya contenido (y, en muchos casos, amplificado) en ese musical tan supuestamente amable.

Singing in the rain tiene un ritmo trepidante y un arranque absolutamente destructivo en el que, en unas poquísimas secuencias, se cuenta la vida de dos gualtrapas que, desde los márgenes más alejados de la sociedad, se abren paso hasta el corazón mismo del star system. Pero no consiguen su éxito siendo trepas ni utilizando los recursos de ascenso que el propio sistema ofrece, sino boicoteándolo. Don y Cosmo dominan el show business porque entienden que there’s no business like show business. Es decir, porque saben que ese negocio no es para gente formal y madrugadora, sino para golfos y caraduras. El relato de cómo Don y Cosmo se abren paso hasta la cumbre es, además de una de las secuencias más divertidas de la historia del cine, un ejemplo de cinismo perfecto.

Porque lo que viene a contar Singing in the rain es: señoras, señores, querido público, nosotros somos así. El cartón-piedra no se limita a los decorados, no hay ni un gramo de autenticidad en esto que a ustedes tanto les emociona. Y, sin embargo, aquí estamos nosotros y ahí están ustedes. Esto es una farsa, les engañamos y ustedes se dejan engañar con gusto. El mensaje de la peli es lo más anticorporativista que se pueda enunciar desde un colectivo corporativo.

Me responderán que la parodia no es un recurso propio del punk, que el punk va en serio, pero la seriedad no es un atributo necesario de lo punk. El humor es una forma mucho más eficaz de desarmar discursos, y mucho más demoledora.

Lo que viene a decir Singing in the rain —pese a su previsible e insoslayable happy end— es muy parecido a uno de los axiomas más repetidos de la cultura punk, y probablemente una de las frases más escritas en las carpetas escolares de los años ochenta: «Si el mundo es una basura, seamos las flores del vertedero». La película descansa sobre el reconocimiento de la farsa que sostiene el mundo, y de que la única forma de mantenerte en ella es asumiendo la impostura y burlándote de ella, utilizándola.

En los setenta, muchos punks exhibieron esvásticas como provocación estética. Sabían que era un símbolo tabú para la generación de sus padres y, banalizándolo, buscaban cabrear a sus viejos. The Sex Pistols las enseñaron en la misma BBC, provocando un grave escándalo que, sumado a otros, les dejó sin compañía discográfica (EMI retiró de las tiendas su único disco, Never Mind The Bollocks). Pero esto, que tantos sofocos e indignaciones levantó en su momento, no era más que una adolescentada. Era punk en lo que tiene de primario, pero difícilmente podía calificarse de creación cultural. Singing in the rain, en cambio, es una sofisticada obra de arte erigida sobre los mismos principios que inspiraban a esos chavales con cresta.

Frente a esa ironía refinada, frente a ese nihilismo desprejuiciado y cantarín, los empeños intelectualoides de reflexionar sobre la violencia suenan pueriles. Es mucho más sofisticada y profunda una parodia bailable de Gene Kelly que una soflama seudomarxista con banda sonora de Beethoven. Seth MacFarlane se dio cuenta, y no es el único. Otros vendrán a descubrir poco a poco la enorme y muy cruel ironía que esconden los años cincuenta.

LA VAGINOPLASTIA DE ALMODÓVAR

Qué gusto da escribir de lo que escribe todo el mundo. Qué gusto improvisar unos chistes fáciles sobre la peli del momento y recoger tres o cuatro aplausillos del respetable. La gente se debe de pensar que los terroristas blogueros siempre andamos con la meninge irritada de tanto frotárnosla para encontrar algo original de lo que escribir, pero se equivocan: nada nos da mayor placer que etiquetar nuestros textos con los trending topics del día. Asomar la nariz al corrillo, preguntar de qué se está hablando y hacer un chiste de pedos al respecto. Eso es lo que nos mola de verdad.

Así que voy a sacar al Carlos Boyero que llevo dentro —sin su cuenta corriente pero con un careto mucho más joven y saneado— y voy a escribir sobre lo que ustedes ya imaginan. Y lo voy a hacer sin spoilers de esos, para que no lean como si pisaran huevos, que les conozco.

Sí, Almodóvar. Qué cosa.

Como muchos de ustedes, acabo de salir de ver su peli. Yo sólo he pagado 4,50 euros, que era día del espectador, y con lo que me ahorré en la entrada me pillé una mediana de palomitas. Siempre pido la grande y no consigo acabármela ni con la ayuda de mi señora, así que probé con la mediana y tampoco pude con ella. Al final, se quedaron en el fondo esas molestas migajas y esos granos de maíz que son como abortos de palomita y que pueden hacerte saltar un empaste.

Me explayo en la descripción del contexto de mi actitud escópica ante el objeto fílmico en tanto que sujeto observador (ya casi hablo como un catedrático de humanidades o como un taxista que estudia por la UNED) porque lo mejor de La piel que habito fueron, con diferencia, las palomitas. En su punto, con la sal justa, ninguna rancia y todavía calentitas. No me dejaron la boca como un zapato ni me empacharon. Una grata y calórica experiencia.

La peli fue calórica, pero no grata. Va, empiezo ya, que no me va a quedar sitio para comentarla.

Como le ocurre a algunas supuestas obras maestras del cine, La piel de habito falla porque descansa sobre una premisa absolutamente falsa y, además, increíble: al estar ambientada en Toledo, Almodóvar pretende hacernos creer que en esa provincia pasan cosas dignas de integrarse en un relato, cuando todo el mundo sabe que allí no ha sucedido nada interesante desde que el Greco reveló a una lechera de la plaza del Zocodóver su receta de yogur griego y la lechera le dijo que si quería requesón. Bueno, quizá cuente como anécdota lo del Alcázar en 1936 y tal, pero desde entonces, nada de nada. En Toledo no hay misterios, sólo aburrimiento y arzobispos.

Pero bien, hagamos de tripas corazón y aceptemos Toledo como plausible escenario de cosas aterradoras, tal y como hizo la Inquisición en su día. Puedo aguantar que en una finca de esa provincia viva un doctor Malignus (aka Antonio Banderas, el famoso galán mexicano) que hace cosas de muy mal rollo, en plan Frankenstein, pero con Elena Anaya en lugar de un cabezón con tornillos. Puedo aceptar también que en Toledo vivan personas que han pasado por la universidad y han triunfado como eminencias en su campo hasta convertirse en doctores Malignus. Puedo aceptar que lo que hace Marisa Paredes tiene algo que ver con el oficio de la interpretación, aunque sea muy remotamente. Y puedo asumir, en fin, que cualquier excusa es buena para que Elena Anaya se despelote. Pero ahí me planto. A partir de aquí, Almodóvar me obliga a tragar con demasiado ridículo como para que me tome mínimamente en serio lo que me está contando.

Me jode coincidir con Boyero. De verdad que nada me hubiera gustado más que ejercer de outsider superalmodovariano y de no ser asimilado por esa masa enfurecida que tiene por costumbre arrear a Almodóvar por titiritero y por gay. Ojalá me hubiera gustado. O que, al menos, no me hubiera disgustado tanto. Pero Boyero acierta de lleno: en cuanto Almodóvar se sale de su registro cómico con fondo trágico (creo que aplicar el término tragicómico es un poco excesivo), patina y se cae de bruces. Es capaz de emocionar cuando aletea en esos mundos femeninos y populares que tan bien conoce. Pienso sobre todo en Volver. Pero cuando nos quiere hacer pensar, cuando se empeña en ser artista y en ahondar en los oscuros recovecos de la mente humana, su cine da vergüenza. Quiere ser profundo y sutil y sólo consigue un puñado de planos preciosos. Quiere hacer arte, pero sólo consigue hacer decoración de interiores.

El planteamiento y la trama de La piel que habito, en manos de otro director, darían para una película aterradora, de las de quedarte lívido. Si esta historia la coge Haneke, yo esta noche tendría que dormir con la luz encendida, con una estantería contra la puerta y con mi AK-47 debajo de la almohada. Pero Almodóvar hace una especie de pastiche previsible, lento, aburrido y absolutamente plano. Hasta el siempre sobrio y eficaz Antonio Banderas está un punto pasado en su actuación. No me lo creo ni a él.

El principal problema de Almodóvar —y sigo sin hacer spoilers, me estoy portando bien— es que quiere explicarlo todo y dejar todos los hilos del relato bien ataditos. Que nada se escape, que no quede una sola trama sin sus antecedentes y sus consecuencias, aunque para ello haya que llenar la peli de flashbacks dentro de flashbacks y la estructura se retuerza de tal forma que sea casi obligatorio poner cartelitos para que el espectador siga la cronología del relato. Así, no sólo se complica innecesariamente la narración —si el director está tan obsesionado por explicarlo todo, la estructura debería ser lineal: marearnos para acabar por descubrir todos los pasteles es un poco estúpido—, sino que se desbaratan todas las sorpresas y giros de la trama. Los supuestos misterios que se desvelan se adivinan muchas secuencias antes de que llegue la presunta sorpresa, y no sólo por la estructura de la peli, sino porque Almodóvar parece empeñado en subrayarlo todo y en diseminar pistas e indicios que hasta un niño de Toledo pillaría a la primera.

El resorte narrativo que hace que el terror funcione es que no haya explicación para lo terrorífico. Cuanto menos sepamos sobre la cosa que nos aterra, más miedo nos dará. Cuando rodó Alien, Ridley Scott no hizo un flashback contando la desgraciada infancia del alien y los motivos que le llevaron a ser un compulsivo zampahumanos. Ni siquiera se ahonda mucho en cómo el bicho se adueña de la nave: entra, y punto. De hecho, Scott tuvo mucho empeño en que no viéramos del todo a la criatura. El escultor HR Giger diseñó un monstruo antropomorfo, pero en la peli sólo vemos planos cortados. Realmente, nunca sabemos qué forma tiene de verdad ni sus verdaderas dimensiones. Y eso es lo que nos acojona.

Una vez que comprendes lo que te aterra, es difícil que te dé miedo. Y Almodóvar nos explica todo, todo y todo. Es como si Haneke, en Funny Games, hubiera narrado la infancia de los niños psicóptatas hasta que entendiéramos por qué hacen lo que hacen. O como si en Caché hubiera descubierto quién graba esas cintas y cómo lo hace. Si esas pelis desasosiegan e inquietan es porque no terminamos de entender la naturaleza del mal, porque nos ataca sin darnos razones ni asideros de empatía. Estamos completamente desnudos e indefensos ante ese mal, y la única razón narrativa es que el autor se ha cuidado muy mucho de dar explicaciones. El mal se presenta y tú tienes que hacerle frente. No hay más.

Y, fuera del cine, les puedo asegurar que es tal y como Haneke lo imagina. Ante el horror no cabe nada más que resistirlo o dejarse arrastrar por él. El cabrón de Haneke sabe muy bien de lo que habla. Se lo dice alguien que ha experimentado terrores inabarcables.

Lo que me demuestra Almodóvar con esta peli es que no tiene ni puta idea de lo que es el miedo de verdad, que ni lo ha experimentado ni lo ha imaginado. Y es una lástima, porque creo que está muy dotado para ambientar brillantemente un relato desasosegante. La forma en la que su cámara acaricia los objetos y ese fetichismo que parece que quiere desbocarse hacia el lado verdaderamente sucio de las cosas podrían ser los mimbres de una buena historia de terror. De hecho, en La piel que habito hay algunas vetas que, inexplicablemente, no explora. Nos explica muchas cosas que no merecen explicación y, sin embargo, deja colgando hilos muy prometedores que tienen que ver con la parte más oscura y perversa de nosotros. Si pudiera hacer spoilers sería más concreto, pero como me he prometido ser bueno, tendréis que ver la peli para que sepáis a qué me refiero.

La piel que habito es una vaginoplastia. O, como diría Chus Lampreave, un puto coñazo.

EL NIÑO GRANDE CON BARBA

Esto es un llamamiento desesperado.

Debido a nuestras circunstancias vitales y hospitalarias, ir al cine es una actividad absolutamente implanteable. Pero me muero por ver Balada triste de trompeta. Así que si hay en la sala un amigo con conocimientos avanzados de redes P2P o de Torrent o de lo que sea que pueda hacerse con una copia en buenas condiciones de la peli y me la pueda hacer llegar, le estaré eternamente agradecido. No le puedo pagar, porque eso sería delito y no quiero mosquear a Álex de la Iglesia, tiene que ser un gesto desinteresado.

Álex de la Iglesia es un grande, un tío enorme. No sólo por su masa corporal, sino por sus trazas de genio. Pero, además, para los españoles que ahora tenemos entre 30 y 40 años, Álex de la Iglesia es un icono generacional. Al menos, para los españoles que ahora tenemos entre 30 y 40 años y no hemos estudiado en una escuela de negocios, pero sí que hemos liado o intentado liar un par de porros en nuestra vida y hemos bebido cerveza del mismo vaso con nuestros amigos.

Como bien dice Boyero, Álex de la Iglesia está lejos de ser un director perfecto, está muy lejos de alcanzar la genialidad de un John Huston o un Billy Wilder, aunque creo que está por encima de un Tarantino, referente inevitable por afinidades de temas y registros.

Pero lo que le separa de Huston o Wilder no es el talento o la talla artística, sino la regularidad de la obra y su conclusión. Huston y Wilder fueron directores sorprendentemente regulares, que firmaron obras maestras a lo largo de toda su carrera, que nunca decayeron, que apenas tienen horas bajas o manchurrones en su trayectoria. Lo peor de estos directores supera lo mejor de muchos otros. Y, además, su obra siempre estuvo a la altura de sus ideas: conseguían plasmar en una peli lo que bullía en sus cabezas. Sus intenciones casi siempre encontraban la forma de concretarse en diálogos, personajes y planos.

A Álex de la Iglesia, en cambio, esto le ha sucedido pocas veces. Es un tío complejo, cuya cabeza funciona a muchas revoluciones y con muchas cosas que contar, pero le suele fallar la ejecución. Álex de la Iglesia suele defraudar porque siempre esperamos más de su cine. Hay una distorsión entre lo que quiere hacer y lo que finalmente hace, que siempre es más pobre que el planteamiento original.

Desde mi punto de vista, tiene un catálogo demasiado amplio de obras fallidas: Perdita Durango, 800 balas o Muertos de risa son buenas ideas mal rematadas; Crimen ferpecto, La habitación del niño, la serie Plutón B.R.B. Nero y, especialmente, la deleznable Los crímenes de Oxford son casi subproductos que a lo que más que aspiran es a una tibia corrección académica, y Acción mutante creo que ha quedado como un interesante ejercicio de estilo, un breve anticipo del universo De la Iglesia.

Demasiados peros para considerar grande a un director. Pero no hay que engañarse: todos estos reparos son minúsculos, diríase que insignificantes, al lado de sus dos obras maestras hasta la fecha: El día de la bestia y La comunidad. Con solo una de ellas se habría ganado un puesto de honor entre los dioses del cine, y si, como dicen, Balada triste de trompeta es su mejor peli y se suma a esas dos genialidades, Álex de la Iglesia será ya oficialmente uno de los titanes más gigantescos del cine español.

Qué digo del cine español. Ser gigante entre enanos no tiene mérito. Un titán del cine a secas.

Hay muchos directores correctitos, muchos artesanos decentes que pergeñan obras pasables e incluso dignas o con algún destello breve de genialidad, pero sólo los grandes son capaces de rodar una peli memorable. Y Álex de la Iglesia puede que ya lleve tres (dos seguras).

Me dirán algunos que la comparación con Huston o Wilder es una orinada fuera de tiesto. Desde luego, si fuera tan regular como ellos, si hubiera conseguido en 800 balas o en Perdita Durango lo que consiguió en El día de la bestia y en La comunidad, estaría a su altura sin complejos. Ya he dicho que lo que les distancia es la regularidad, no el genio. Y quizá un par de generaciones. Pero eso es poco. Los puntos en común son superiores: como Huston y Wilder, De la Iglesia transcribe, reescribe, utiliza y asimila el lenguaje de género para el gran público, y con ello lo supera y lo convierte en una herramienta para hablar de la condición humana. Como Huston y Wilder, asume una idea de cine antielitista, lúdica, artesana y hasta cierto punto utilitaria, y por eso su arte transmite mucha más verdad que el arte concebido por artistas pagados de sí mismos. Y, como Huston y Wilder, De la Iglesia transmite un romanticismo radical y cínico, desencantado y lleno de ternura a la vez, que es el componente fundamental de su obra y el resorte que le engancha a su público.

En otras palabras: la capacidad de ser satánico y de Carabanchel, que es la capacidad que define a nuestra generación.

Lo dicho, si hay un buen samaritano dispuesto a facilitarme una copia pirata, le estaré profundamente agradecido (estoy dispuesto a enviarle mediante giro postal a Álex de la Iglesia el importe equivalente a dos entradas de cine).

BERLANGA, EL ÚLTIMO AUSTROHÚNGARO

Se ha muerto Luis García Berlanga. Ahora sí que podemos dar por desaparecido para siempre el siglo XX en España.

Qué grande Berlanga. Ya no se hacen tipos como aquellos: geniales, cáusticos, capaces de trascender la parodia de un país de mierda y construir algo grande e inmortal.

Porque ya saben ustedes que en el Imperio Austrohúngaro…

Se hablará mucho de su primera etapa en los 50, de los americanos que recibimos con alegría, de Plácido, de El verdugo y de Los jueves, milagro, que se rodó en Alhama de Aragón y en Bubierca, en la Comunidad de Calatayud. Pero yo me quedaré con el Berlanga maduro y crápula, incurablemente enfermo de su propio vitriolo. Un Berlanga que se proyecta en el marqués de Leguineche y su colección de pelos de coño. Me quedo con la trilogía nacional, especialmente con la primera parte, que es lo más parecido a un Lo que el viento se llevó del franquismo. En una literatura y un cine sin grandes relatos nacionales y de época, Berlanga atrapó, codificó y amplificó el Zeitgeist de la España de la segunda mitad del siglo XX, que todavía pervive porque los que mandaban entonces siguen mandando ahora.

Salve, maestro. Espero que tus exequias sean dignas de un emperador austrohúngaro.

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PERRITOS QUE MUEVEN LA COLA

No hay duda de que Woody Allen es un humorista de primera. Lo malo es que le toman en serio. Ya saben: cuando un artista habla, la plebe agacha la cabeza y escucha con arrobo.

Llega a Oviedo y suelta, ante el pasmo generalizado: “La mayoría de las películas estadounidenses  de la última década se han hecho para ganar dinero”.

¡Qué me dice, don Woody, digo, señorito Allen! Menos mal que ha venido usted a abrirnos los ojos ante esos desaprensivos que trabajan por dinero. Y nosotros creyendo que eran actos de generosidad pura, nada que ver con industrias, pago de salarios ni retribuciones de derechos de autor. ¿Cómo pueden ser tan malvados? ¿Cómo pueden jugar así con la ingenuidad de la buena y sana gente de este pueblo?

Bueno, no se lo tomen en serio. Creo que es una más de sus ingeniosas boutades. Al fin y al cabo, don Woody, digo, señorito Allen está en Oviedo por una razón muy altruísta: promocionar su última peli y presentar una campaña de publicidad turística de Asturias. Y por ninguno de los dos conceptos ha percibido dinero. Él come arte, se viste con ingenio y vive en una casa hecha de palabras.

La prensa, como siempre que se tropieza con el genio, encantada. Lean si no este extracto de un cable de la agencia Efe:

“Conocerás al hombre de tus sueños” -cuyas actrices Lucy Punch y Gemma Jones también estuvieron en Asturias- sigue inscrita en el terreno de la comedia, mientras afirma, en una entrevista con Efe, que “la vida en sí misma es muy trágica”. “Hay momentos maravillosos, aunque al final no son tan buenos”, prosigue.

Y, sin embargo, se le dibuja su mejor sonrisa cuando la rueda de prensa de presentación del filme se interrumpe con una llamada de su mujer, Soon-Yi, a quien le devuelve un cariñoso “luego te llamo”.

“Luego te llamo”, dijo el artista y, sin embargo, amante. Un cariñoso “luego te llamo”, a decir del redactor. Y es cierto, casi podemos sentir una vaharada de empalago amoroso ante tales emotivas palabras. “Luego te llamo”. Ni Isolda soñó de Tristán palabras tan bonitas. Si Julieta hubiera escuchado un cariñoso “luego te llamo” de los arrebatados labios de Romeo, se habría tirado de cabeza por el balcón sin pensarlo un segundo.

Cuánto arte y cuánto cariño en ese “luego te llamo”, que pasará a la historia de las frases más románticas, junto a “pásame el azúcar” y “¿a qué hora teníamos cita con el callista?”.

Servidor, que ha asistido a ruedas de prensa en las que los artistas han sido aplaudidos por la prensa congregada -ante mi pasmo-. Servidor, que ha sido ridiculizado en alguna revista especializada por no haber tratado con la debida pleitesía y entrega a unas estrellas del rock, no entiende qué coño nos pasa a los periodistas cuando estamos ante uno de estos dioses postmodernos. Qué ganas de epatar, qué peloteo, qué ridícula celebración de cada tontería que sale por su boca. En serio, es digno de ver cómo algunos colegas mueven el rabo y se refrotan contra las piernas de ciertos tótems sagrados.

No digo yo que tengan que ir a cara de perro ni que les pongan contra la pared con preguntas incómodas y fuera de lugar. La información cultural suele ser buenrollera y no hay motivos para andar a malas. No son políticos ni banqueros, y se supone que hablar de cine o de literatura es cosa relajada y grata. No se trata de eso. Simplemente, agradecería algo de profesionalidad. Algo de fría y serena profesionalidad.

Supongo que pido un imposible.

MAD MEN

Nuestros amigos de la tele no nos dejan abandonados. Los de la tele americana, claro. Ya ha empezado la nueva temporada de Mad Men. He visto el primer episodio y puedo anunciar que la cosa promete. Arranca con elipsis -después del incierto final de la pasada temporada- y apunta buenas tramas, con los personajes desplazados del lugar en el que habían madurado y obligados a adaptarse al nuevo hábitat.

Varios escritores amiguetes y conocidos me han dicho alguna vez, sabiendo de mis aficiones catódicas: “Pero, ¿por qué tanto revuelo? Si en el fondo no son más que folletines como los del siglo XIX”.

Sí y no. Y en el caso de que así fuera, tampoco sería un argumento denigratorio.

En fin, que sí que hay para tanto. Cuando el cine nos ha abandonado como una mala madre, después de lo mucho que nos ha mimado y de lo mucho que le hemos querido. Cuando ya quedan muy pocos directores capaces de seducirnos como nos seducían hasta hace poco más de diez años, las series nos surten de todas esas emociones pantallosas sin las que ya no sabemos vivir. O sin las que no queremos vivir.

No me hagan explicarlo, por favor. A ustedes les gusta el fútbol y yo no les reprocho nada, déjenme a mí con mis vicios.

LA SOLEDAD DEL ACTOR DE REPARTO

Ya saben que no cuelgo aquí casi ningún artículo mío, por respeto a ustedes, que bastante me sufren ya. Pero de vez en cuando siento la necesidad de hacer un huequito a algunas piezas.

Hace unas semanas aproveché el estreno del documental Retrato de un actor de reparto para escribir una pajuela sobre Peter Lorre. Santiago Aguilar, el director del filme, la leyó, me escribió y tuvo la gentileza de mandarme una copia del documental.

¿Tengo que aclarar que me encantó? Y eso que me costó entrar en él: tanto su realización rollo Dogma -está grabado con una cámara de vídeo, con aspecto casero, sin ese granulado de la fotografía de cine- como su estructura, trazando espirales en torno al personaje, me distanciaron en el arranque algo más que brechtianamente. Pero al cuarto de hora ya estaba enganchadísimo; a la media hora, fascinado, y a la hora y cuarto, emocionado sin objeciones.

Le he dedicado La ciudad pixelada de este domingo en Heraldo. Ahí va, por si viven aislados del mundo sin comprar prensa -afortunados ustedes-.

Probablemente, el nombre de Carlos Lucas no les diga nada, aunque su cara seguro que les suena. El suyo es uno de esos rostros que aparecen constantemente en el cine español: es el camarero que le sirve un café al protagonista, el empleado de la gasolinera que le llena el depósito, el transeúnte que pide fuego, el portero que abre la puerta, el enfermero que lleva la camilla o el taxista que da palique al malo de la película. Carlos Lucas falleció en 2004, con 92 intervenciones en el cine desde 1957 hasta el año de su muerte. Muchas veces, como figurante sin frase, como bulto entre el público de una velada de boxeo o entre la multitud que sale de una boca de metro.

Su primer papel relevante le llegó en 1994, cuando llevaba casi cuarenta años de carrera. Fue en ‘Justino, un asesino de la tercera edad’, donde interpretó a Sansoncito, un personaje secundario que le valió el primer y único premio de toda su trayectoria. Este es el punto de partida de ‘Carlos Lucas: retrato de un actor de reparto’, un precioso documental recién estrenado que indaga en la fascinante y hermética historia de este personaje tan visto y tan desconocido.

La película está dirigida por Santiago Aguilar (miembro del dúo La Cuadrilla, que firmó tres largos en los años 90, y guionista de ‘Camera Café’, la serie creada por el otro miembro del dúo, Luis Guridi) y se construye en torno al testimonio discontinuo y errático de Carlos Lucas, a quien siguen por Madrid en su día a día, por las tascas de su barrio, adentrándose poco a poco en los misterios de una vida larga y sorprendente que desmiente el tópico que el propio cine ha compuesto de los llamados ‘cómicos de la legua’.

Casi sin quererlo, Aguilar y su equipo descubren que Carlos interpretó más de treinta zarzuelas, que compuso tres canciones y que escribió un guión para Sara Montiel que nunca se rodó. Un guión delirante titulado ‘Comprometido en homicidio’ y ambientado en Nueva York.

Pero, entre los secretos más gratos, hay una hermosa conexión aragonesa. En los años sesenta, Carlos Lucas formó parte de la compañía teatral de Maruja Gimeno, con sede en Zaragoza, que recorría los pueblos de Aragón como en la película de Fernán-Gómez ‘El viaje a ninguna parte’. Uno de los momentos cumbre del documental es cuando se llevan a Carlos a Zaragoza y le dan un paseo por la ciudad en el taxi de Carlos Muela, hijo de Maruja. En la radio suena ‘Soy de Aragón’ cantado por el padre del taxista y compañero de caminos del protagonista del documental. Carlos Lucas se emociona y se le escapan unas pocas lágrimas en uno de los instantes más emotivos de la cinta.

Más tarde, en casa de Maruja Gimeno, todos los viejos amigos se reúnen para recordar anécdotas, y Maruja le reprocha cariñosamente a Carlos, en una muestra contundente de realismo baturro: “Este, en cuanto juntaba dos pesetas, se iba a Madrid, que se creía que iba a triunfar, y luego volvía”.

En esa crueldad jocosa, tan aragonesa por otra parte, se resume el espíritu de la vida de Carlos Lucas. Alguien que se creía que iba a triunfar. Y que lo creyó hasta el final de su vida, aunque llevaba veinte años viviendo en una pensión, aunque nunca tuvo dinero y no abandonó jamás su condición de actor ‘de reparto’. Es una perseverancia inescrutable, incomprensible y hermosa. Los americanos hablarían de cierta épica del fracaso, pero, después de ver ‘Retrato de un actor de reparto’, pocos serían capaces de considerar a Carlos Lucas un fracasado.

LORRE

Se acaba de presentar De reparto, un documental sobre la vida de Carlos Lucas, un actor con casi cien películas a sus espaldas y ni un solo papel protagonista. En muchos de los trabajos de su larga carrera, ni siquiera aparece en los créditos, y en los que sí aparece, la mayoría de las veces, su personaje no tiene nombre. Su currículum está lleno de apariciones en los títulos de crédito como estas (todas reales, recogidas del IMDB): cajero, paciente, obrero, gay en lavabo, hombre en la parada, detenido, mendigo, encargado coche cama, camarero, charlatán tren, teniente guardia civil, hombre de luto, gasolinero… Su penúltima aparición en el cine, de 2004, fue como vejete vestuario, y la primera vez que apareció en unos créditos, en 1971, lo hizo como hombre que se cruza con Julieta. Poca evolución en más de treinta años de curro.

El documental De reparto es un homenaje a estas caras que siempre aparecen en las pelis, pero cuyos nombres nunca retenemos. A esa gente que está siempre haciendo bulto, confundiéndose con el decorado, ejerciendo de la masa que sostiene el tinglado industrial del cine. Y pensando en ello me he dado cuenta de que también aquí hay clases.

Con todos los respetos, no me interesan los casos como los de Carlos Blanco. A mí me gustan los secundarios de alcurnia, esa especie que parece que se va muriendo, pero que ha sido una estirpe maravillosa que nos ha dado horas y horas de felicidad cinéfila.

Nada tienen que ver con estos chicos de reparto que rellenan huecos. Son actores; a veces, actorazos, cuyos papeles tienen peso en el guión, su talento se valora y se les deja espacio para brillar. En la edad de oro de los grandes estudios americanos, en los 40 y en los 50, las majors tenían en nómina a un buen puñado de supporting actors a los que mimaban casi tanto como a sus estrellas. La Warner era especialmente pródiga en su plantel de secundarios.

De ellos, siento debilidad por Peter Lorre, de quien creo que nunca he escrito en este blog (o sí, pero no me importa repetirme), y hoy me voy a permitir hacerle un pequeño retrato.

Nacido en 1904 como Lászlo Löwenstein en Rózsahegy (hoy, Eslovaquia, entonces, Imperio Austrohúngaro), en una familia judía de clase media que le mandó a estudiar la secundaria a Viena. Fue educado en alemán, como correspondía a un chaval con aspiraciones cultas, pero ya muy pronto demostró que la comodidad aburguesada no era lo suyo, y se escapó a correr por los caminos con unos cómicos de la legua que iban interpretando sus obras por Suiza, Austria y el sur de Alemania. No le fue mal como actor de teatro, y se convirtió en un habitual de los carteles de Zúrich y de Viena a comienzos de los años 20.

En 1925 se marchó a la mucho más interesante y caótica Berlín, y allí adoptó el nombre artístico de Peter Lorre.

La fama desbordada le llegó de la mano de Fritz Lang, que lo eligió como prota en la desasosegante M, de 1931. Como la historia, vista desde el presente, tiende a explicarse con facilidad, muchos historiadores han visto en esta peli una especie de premonición sobre la pesadilla nazi en la que estaba a punto de meterse Alemania. Yo dudo que sea otra cosa que un entretenimiento de la agonía del expresionismo que impactó demasiado a una sociedad predispuesta al impacto.

Para Lorre, la cosa tuvo dos caras: la del éxito y la consagración, y la del terror, porque Goebbles utilizó el cartel de la película con su cara en varias campañas antisemitas, del rollo: “Así son los judíos, aprenda a identificarlos”. Así que, aconsejado por su amigo Lang, y viendo cómo se estaban poniendo de feas las cosas en la deliciosa Berlín, hizo las maletas y se piró en cuanto Hitler ganó las elecciones.

Pasó por París, y de ahí saltó a Londres sin saber casi nada de inglés, pero dispuesto a suplir esa carencia lingüística endureciendo su jeta, que ya era de cemento armado. Allí conoció a un joven, talentoso y cínico director llamado Alfred Hitchcock, que le hizo una prueba de casting para uno de los papeles principales de la primera versión de El hombre que sabía demasiado. Hitchcock sospechaba que Lorre no entendía ni papa de inglés, porque gesticulaba mucho y no paraba de reírse, pero apenas decía otra cosa que no fuera yes, yes o well, well. Aun así, le hizo gracia y le contrató. La leyenda dice que Lorre memorizó fonéticamente sus frases y las soltó en la peli entendiendo menos de la mitad de lo que decía.

A Hitchcock le encantó. Le entusiasmaban los caraduras, porque él mismo lo era, y sabía que para tener jeta y salir con bien, incluso brillando, hacía falta un talento especial y precioso que no se aprendía en ninguna escuela.

Y ahí empieza la historia de Lorre como actor a sueldo de los estudios. En los años 30 protagonizó una serie de pelis infames y tremendamente populares interpretando a Mr. Moto, un detective japonés que va resolviendo crímenes en ambientes lujosos y viajando por todo el mundo.

Hizo ocho de estos bodrios. La mitad habrían bastado para tirar por los suelos la carrera de cualquier actor. Ocho largos haciendo de un detective japonés, imitando un acento grotesco y poniendo caras ridículas acaban con cualquier pretensión artística, por fuerte que sea. Pero Peter Lorre era mucho Peter Lorre, y era capaz de reinventar su cara dura cuantas veces fuera necesario.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y Londres se convirtió en una ciudad invivible para un tipo refinado y cínico como él, cruzó el mar y se marchó con otros amigos actores a California, donde decían que había mucho curro para actores europeos en los estudios de Hollywood. Al poco de llegar, consiguió un buen contrato con la Warner Bros, que sería su empresa prácticamente hasta su muerte, y se convirtió en el mejor Peter Lorre posible, en el Peter Lorre objeto de mis amores.

En la Warner le hacían trabajar a destajo. Casi siempre papeles de malo o exóticos, aprovechando su retorcido acento alemán, su extraña y modulada voz y su apariencia meliflua y sexualmente ambigua. Lorre trabajaba mucho y bien en variados registros, así que pronto destacó entre la troupe de secundarios de lujo del estudio, esa pequeña corte que rodeaba a su alteza, mister Humphrey Bogart.

Bogart y Lorre se cayeron de puta madre desde la primera vez que coincidieron en una peli. Fue en El halcón maltés, donde encarnó al ridículamente misterioso Joel Cairo.

Sólo por ese papel, Peter Lorre se merece un hueco en el olimpo del cine. Qué grande su aparición en el despacho de Sam Spade, con su tarjeta de visita impregnada en perfume de gardenias, su pistolita pequeña, su bastón, su bombín y su aire altivo. El halcón maltés fue la primera de una serie de pelis que hizo con Bogart, siempre dando realce a los personajes engabardinados de su amigo.

También me gusta mucho el trágico Ugarte de Casablanca, el personaje que desencadena toda la trama, el portador del Macguffin de la historia (los salvoconductos que han robado a unos correos alemanes). Cuando la policía de Vichy va a detenerlo en Rick’s, desesperado, coge de las solapas a Bogart y le grita: “¡Tienes que esconderme!”, a lo que Bogart-Rick responde: “Yo no me la juego por nadie”.

Su sacrificio sirve para que otros personajes se salven.

Tuvo otros papeles espléndidos, como en Arsénico por compasión, pero los años 50 fueron los de su decadencia. Ya sólo salía como caricatura de sí mismo, y empezó a ponerle voz a algunos dibujos animados de la Warner. Este ocaso coincidió con su gloria como alma de la fiesta de Hollywood. Muerto su viejo amigo Humphrey (a quien dicen que convenció de que se casara con Lauren Bacall en una noche de borrachera), se fue centrando en un excéntrico grupo de viejas glorias de los estudios que se juntaban para hacer fiestas raras y cultivar un humor cruel y negro que los más jóvenes no pillaban.

Su gran amistad del final de sus días fue Vincent Price. Les unía su gusto por lo macabro y por hacer chistes en los (cada vez más frecuentes) entierros de sus amigos.

Hay una película, que pretende ser una comedia aventuresca, pero que tiene un resabio amargo, titulada en España La burla del diablo. Es de 1953, se rodó en Italia, el guión es de Truman Capote y la dirección, de un John Huston comedido y en horas bajas (aunque las horas bajas de Huston son mucho más altas que las más inspiradas de cualquier otro director) que no encontraba una buena historia desde La reina de África.

Creo que La burla del diablo es la última peli que hicieron juntos Bogart y Lorre. Y a los dos se les ve viejos y cansados. Bogart parece especialmente triste bajo el sol de Italia, aletargado y posiblemente intimidado por el poderío sexual de Gina Lollobrigida.

Bogart aún rodaría dos tristes epílogos más a su carrera: Sabrina y Más dura será la caída. Pero su despedida de Lorre me suena más melancólica, más sentida. Parece que se están diciendo adiós durante toda la película. Esas miradas expertas de tantos años trabajando juntos, ese subtexto oculto en la entonación y en los gestos que revela cientos de noches de borrachera, varios desencuentros y un cariño a prueba de bombas de dos tíos de la vieja escuela, pertenecientes al mundo anterior a la guerra, inadaptados de lujo, alcohólicos de corazón.

Ya no se hacen tipos como Lorre.

Hace un par de años, en una exposición en el Museo Picasso de Málaga, vi un retrato de Peter Lorre hecho por la artista alemana Lotte Jacobi. Me encantó. Creo que transmite toda la ambigüedad y la ironía del personaje.

LA NO-GENTE

Cuando criticamos los finales felices, muchas veces la crítica es malinterpretada o torticeramente interpretada: se nos tacha de biliosos, malapatas, gruñones, envidiosos, gualtrapas y avaros de cuento. Así que dejaré una cosa clara: no detesto los finales felices porque sí ni detesto todos los finales felices. Sólo odio los complacientes, los que infantilizan al público, los que imponen unos ñoños timoratos que nos suponen incapaces de asumir lo áspero del vivir —y, por tanto, que no vamos a dejarnos el dinero en una historia que incida en esa aspereza—.

Por eso me molesta el final de Up in the air, aunque no sea un happy end estrictamente hablando. Me molesta por previsible, condescendiente y asquerosamente moralista. No lo destriparé —aunque seguramente todos ustedes podrán anticiparlo a los cinco minutos de empezar la peli—, pero que conste que es una mierda.

Especialmente, porque Up in the air es una gran peli que sería mucho más grande con un final negro o, al menos, abierto. Una gran comedia con fondo trágico —esto es, una tragicomedia—: la historia de un hijo de puta satisfecho de su hijoputez que vive viajando, contento por no tener hogar, de vivir en aviones, hoteles y aeropuertos, en esos sitios que cierta antropología de vuelo rasante llama los no-lugares.

Me gustan muchas cosas de Up in the air, pero me quedo con el retrato que se hace de esos no-lugares y de la no-gente que los puebla. Una no-gente que, según la observación de un amigo obligado un tiempo a vivir como el prota de esta peli, compra compulsiva y ostentosamente en los duty free porque gana muchísimo dinero y no tiene tiempo libre para gastarlo (con lo cual, gana demasiado dinero).

Se habla muy mal de los no-lugares. El inventor del concepto, el antropólogo Marc Augé, lo acuñó en plan malrollero, como un síntoma de la disolución del individuo en la sociedad postmoderna y bla, bla, bla. Parece que un tipo con un poco de sensibilidad y con una chispa de viejo humanismo hormigueando todavía en su interior ha de sentir pavor por esos sitios. Y, efectivamente: todo en ellos está medido, homologado, protocolizado y escenificado de tal forma que domine en ellos una sensación de asepsia y de control. Yo creo que su condición de no-lugares, a diferencia de lo que argumenta Augé —que habla más de yuxtaposición de espacios que remiten a uno solo—, se debe a que tienen todo lo necesario para ser un lugar pero les falta la condición suficiente: la impregnación humana. Es decir: la emotividad, la capacidad de ligarse a hechos y personas.

Son impermeables a la historia y a todo lo que hace interesante un sitio. Por eso parece inconcebible que alguien pueda prosperar en un ecosistema así. Y, sin embargo, haberlos, haylos. La gracia de Up in the air es que va más allá del lloriqueo apocalíptico habitual y se centra en documentar esa fauna que vive y es feliz en aeropuertos, cadenas hoteleras y agencias de alquiler de coches. Un mundo de plástico donde todos los sentimientos socialmente aceptables se escurren sin dejar mancha y donde un depredador hijo de la gran puta —incluso un depredador con la sonrisa encantadora de George Clooney— sabe crecer y multiplicarse.

Up in the air plantea este asunto con mucho talento y mucha gracia, con grandes dosis de acidez y no poca bestialidad. Me ha gustado.

BUÑUELESQUE

Puede ser que al convertirme en padre haya perdido la capacidad de apreciar las sutilezas. A lo mejor ahora todo lo veo en trazo grueso, como corresponde a un viejo burgués preocupado por el bienestar de su cachorro.

No lo descarto.

Pero creo que, en este caso, el problema no es mío.

Nos metimos a ver la exposición sobre los 80 años de Un perro andaluz que se puede ver estos días en la Lonja de Zaragoza.

Un plan buñuelesco.

Vaya por delante que -oh, pecado, pecado- Buñuel nunca ha sido referente mío. Será por edad, será por ignorancia, pero, aun reconociendo su genio, nunca he sentido gran cosa por su cine. Por tanto, no negaré cierta indiferencia ante algunos materiales que a otros le provocarán una gran emoción, tambores de Calanda incluidos.

El caso es que no entendí nada de la exposición. No entendí qué me querían contar, qué pertinencia tenían los objetos y documentos expuestos, de qué iba el asunto. Las cartelas no se leían por falta de perspectiva, las vitrinas estaban montadas a piñón, formando pasillos estrechísimos, y mi miopía me impedía leer el 90% de los documentos.

Mi impresión es que habían acumulado unos cuantos zarrios —algunos directamente relacionados con Buñuel y su mundo; otros, incomprensibles, como un cartel de El silencio de los corderos— sin ningún criterio ni discurso. Si por lo menos hubiera habido un criterio surrealista, la cosa tendría sentido, pero incluso el surrealismo tiene unas normas.

En una de las vitrinas había expuesto un libro de mi ilustre vecino de página dominical Agustín Sánchez Vidal, probablemente uno de los mayores expertos buñuelistas del mundo. Pero era un ejemplar prestado de una biblioteca, con la pegatina de la signatura en el lomo, ni se habían molestado en coger un libro sin usar. En otra vitrina había unas fotocopias a color.

En fin, sin comentarios: un poco cutre. Por decir algo bonito.

Por lo menos, se podía ver Un perro andaluz. Y un par de documentales sobre la peli y sobre Buñuel. Estupendo, pero para eso no hacía falta una exposición en el espacio más noble de la ciudad: con un ciclo en la Filmoteca se solucionaba. Y con mucha más elegancia.

Mi hijo Pablo, en cambio, disfrutó un montón de la exposición. Le llevé en brazos todo el tiempo y miró con mucha curiosidad cada objeto. Cuando llegamos a casa, le contó todo lo que había visto a su amigo, el Señor Elefante:

El Señor Elefante no salió muy convencido. Le dijo: “Pablo, creo que la exposición era un poco cutre. Desde luego, era cutre para la Lonja, que se supone que es un sitio para cosas curradas y mimadas”.

Pero Pablo se empeñó en defender la expo. Le habló de las vitrinas, de las luces y del ojo que se rasga con una cuchilla. De hecho, amenazó al Señor Elefante con hacer eso con su ojo si no le daba la razón, pero el Señor Elefante tiene mucho carácter y no rebló ni por esas. Dijo: “Me da igual, mis ojos son de felpa”.

Aunque no me lo ha dicho, creo que lo que más le moló a Pablo fue verse reflejado en las vitrinas.

A mí, si quieres que te diga la verdad, también fue lo que más me gustó.

Porque al menos Pablo es novedoso e inesperado. Es fresco. Buñuel, ya me perdonarán, huele un poco. Creo que no se le hace ningún favor con el machaque institucional al que se le somete.

Cuando participé en un par de reuniones sobre la candidatura de Zaragoza a Capital Cultural Europea, una de las cosas que nos dijeron fue: “La candidatura tiene tres pilares innegociables: Goya, Buñuel y el mudéjar”.

Santiago y cierra España.

Eso es imaginación. Así se ganan las maratones, con más de lo mismo, con la misma receta cansina, con los mismos tópicos autocomplacientes que llevan fermentando en esta tierra décadas y décadas.

Y el Señor Elefante le pregunta a Pablo: “¿Qué les habrá hecho Buñuel para que abusen de él de esta manera?”

Y Pablo respondió: “Ahí me has pillao, tengo que pensar más sobre eso”.

IL MONDO MIO

Ya saben ustedes que aquí no se anuncian cosas, que otros cronistas mejor dotados y con mejores amistades ya cumplen esa función, pero esta vez hago una de las muchas excepciones a esta autoimpuesta norma. Esta tarde, a las 19.00, en el Centro de Historia de Zaragoza, se estrena Il Mondo Mio, el corto basado en un cuento de Óscar Sipán y Mario de los Santos (que, además de dos tipos geniales, son amiguetes del que suscribe). Han sufrido mucho para sacarlo adelante -el cine es muy duro, no sé por qué os metéis en estos berenjenales, la verdad-, pero el resultado promete. Si no se me lleva el viento antes, allí nos veremos. He aquí un breve avance:

EL SUCIO CURRO DE BENDER

Hay trabajos infames, que convierten a quienes los ejercen en sombras bastardas, en Mister Hydes pordioseros y noctámbulos. No manchan las manos ni producen durezas en los dedos ni destruyen los pulmones con emanaciones tóxicas, pero dejan el alma y la conciencia enfermas de muerte. Y no hay plan de prevención de riesgos laborales que pueda curarte de ello.

Los que estamos en el otrora fardón mundo del periodismo sabemos bien de eso. Los policías podrían hablar un rato largo de estas negruras, así como los banqueros y los guionistas de las galas de José Luis Moreno. No hay gafas ni guantes ni traje ignífugo que nos libre de infectarnos de la mezquindad propia de nuestra profesión (aunque siempre hay grados de exposición a la mugre, claro).

Pero, de entre todos esos traficantes de miserias, hoy me quedo con el gremio de los dobladores. Los Bender.

Bender en inglés es doblador, y así se llama el robot de Futurama, que está programado para doblar vigas. Los Bender a los que me refiero no doblan vigas, doblan películas. Y no se contentan con retorcer los fotogramas hasta dejarlos en un ángulo recto, sino que les pagan por superponer sus voces a las originales de las películas. ¿Cabe bajeza más humillante? Es como si te pagaran por estucar Las Meninas o por pintarle bigotes a la Mona Lisa.

Que lo hagan con las pelis porno, puede pasar. Que lo hagan con los comerciales de alargamiento de pene que emiten a las cuatro de la madrugada, puede pasar. Pero que destrocen el trabajo de Marlon Brando o de Clint Eastwood debería ser directamente punible. De pena capital, vaya. Es un delito contra el patrimonio.

En mi ciudad no hay cines que proyecten en versión original, por eso todavía no he podido ver La cinta blanca, ya que admiro demasiado a Haneke como para asistir sin retorcerme al doblaje infame de su obra. Si prometen no denunciarme a Ramoncín, les diré que me he visto obligado a bajarme del Torrent un archivo pirata de la peli, pero todavía no he encontrado unos subtítulos en español para acoplárselos. Los he encontrado hasta en búlgaro, pero en castellano -y gratis, que pagando sí que había, pero soy muy agarrado-, nada. Al final, tendré que ponérselos en inglés o en francés o irme a Madrid para verla en los Princesa o en los Golem (cosa que haría mañana mismo si pudiera colocar a mi chaval unas horas).

Este lunes, los cines catalanes han chapado en protesta por la ley que les impone cuotas de doblaje en catalán para películas que superen las veinte copias distribuidas. Al margen de que creo que la protesta suena un punto injustificada en los términos en los que la plantean, ya que parece más que evidente que hay demanda para pelis en catalán en Cataluña, habida cuenta de que las cadenas de tele y de radio que más audiencia tienen allí emiten en ese idioma, digo yo: ¿para cuándo una protesta por el doblaje en sí? Yo gravaría con un impuesto especial la entrada de los cines doblados y propondría alguna exención fiscal para las salas que proyectan en versión original subtitulada. Así, sin coacciones y sin cuotas, podríamos prejubilar al fin a Constantino Romero y a Ramón Langa, esas voces que llevan años matando nuestros sueños y dinamitando con sus aires engolados y curiles las interpretaciones de los mejores actores americanos.

No quiero oír a Clint Eastwood diciendo “maldita sea” o “adelante, alégrame el día”, y tampoco, “maleïda siga” o “endavant, alegram el dia”. Quiero oírle decir: “Damned!” y “Go ahead, make my day”.

Ni en castellano ni en catalán: en versión original. Luego que discutan si quieren sobre si los subtítulos van en castellano o en catalán, pero siempre en subtítulos.

PASE SIN LLAMAR: EL CÓNSUL DE SODOMA

Respondiendo amablemente a una petición mía, Enrique Cebrián, poeta y profe de Derecho en la Universidad de Zaragoza -¿se puede ser ambas cosas a la vez y no estar loco?-, ha escrito para todos vosotros ustedes una crítica de El cónsul de Sodoma. Aparece publicada aquí en primicia y el martes, en el blog De Reojo de Heraldo (que, ya lo he asumido, tiene otro público distinto al de este). Con Enrique inauguramos la sección Pase sin llamar, en la que amiguetes y comentadores me descargarán de trabajo sin cobrar nada a cambio (oh, esclavitud, cómo te añoramos los negreros vocacionales: sí, los becarios hacen las veces de esclavos, pero desde que el látigo no restalla en sus espaldas, la explotación ha perdido su épica y su gustillo) y harán este rincón un poco más polifónico. Que lo disfruten.

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PANDÉMICA SIN CELESTE (Crítica de la película El Cónsul de Sodoma)


Empiezo agradeciendo la generosidad de Sergio del Molino por invitarme a pasar un rato en este espacio que ya se ha convertido en lugar de aprendizaje y diversión para muchos, entre los que me encuentro. Y empiezo también pidiendo disculpas a los lectores que han entrado en este blog buscando la prosa de su autor y se han topado conmigo que vengo, recordando los versos de Contra Jaime Gil de Biedma, a comer en su plato y a ensuciar su casa.

La referencia un tanto pedante lo es un poco menos si aclaro que es este poeta –concretamente, la película que se ha hecho sobre su vida– el motivo de esta invitación a escribir aquí, como puede verse en anteriores entradas de este blog.

Ayer pude por fin ver El Cónsul de Sodoma, que es como se llama la película, y salí del cine con dos sensaciones: primero, con una profunda tristeza y, en segundo lugar, con dudas y sentimientos encontrados. La traducción de esta segunda sensación es la siguiente: “me comprometí con del Molino a escribir unas líneas sobre la peli y la verdad es que no tengo ni idea de qué decir”. Pasadas unas horas, creo que he podido ordenar un poco las cosas y creo también haber llegado a una única explicación para estas dos sensaciones.

La película, como digo, se presenta como un recorrido a lo largo de parte de la vida de Jaime Gil de Biedma (Barcelona, 1929-1990), el más importante poeta español de la segunda mitad del siglo XX (opinión personal, pero, desde luego, no exclusiva), y está basada, fundamentalmente, en la voluminosa biografía que Miguel Dalmau publicó en 2004; aunque también se encuentran ecos, sobre todo en la parte rodada y ambientada en Filipinas, del Diario del artista seriamente enfermo (luego Diario del artista en 1956), libro publicado por Gil de Biedma en 1974. Pero, y esto es algo muy grave, considero que las obras que menos presencia tienen en la película son las más importantes: sus poemas. Es cierto que aparecen recitados muchos de ellos en la cinta, aunque ello no acaba de eliminar la sensación de que no se ha querido o sabido leerlos en toda su significación e intención. Antes que centrarse en la intermediación que supone siempre un biógrafo, un buen director habría tenido que acudir más y mejor a la que, en definitiva, es la única (auto)biografía de un poeta; más, si cabe, de un poeta como Jaime Gil de Biedma.

Efectivamente, el director –Sigfrid Monleón– y los guionistas –Monleón, Dalmau, Joaquín Górriz y Miguel Ángel Fernández– son el gran lastre de la película. Uno tiene la sensación, cuando la ve, de que se sentaron un día en una mesa y decidieron que debían aparecer unos determinados momentos de la vida del poeta y unas determinadas referencias, sin importarles mucho el engarce entre todo ello, lo cual ha acabado por dar lugar a una sucesión de escenas en ocasiones un tanto inconexas. Me parece que a una persona que no conozca con profundidad la vida y la obra de Jaime Gil, alguien que tuviera la tarde libre y decidiera ir al cine a ver esta película sin mucha información previa, este defecto le pesará especialmente. Con esto se ha perdido una magnífica posibilidad de hacer una película que fuera a la vez exigente y divulgativa y que sirviera para acercar la figura del poeta a un público mayor y para que, en definitiva, más gente leyera sus poemas.

Los diálogos, además, son escasos, aburridos y romos aunque pretendidamente originales, con excesivos guiños y citas veladas del poeta metidas con calzador.

Por otra parte, hay también, me parece, un error histórico cuando aparece un edifico con el rótulo de Port de Barcelona en pleno franquismo. No he podido comprobarlo con seguridad, pero dudo mucho que el catalán luciera en la fachada de ese modo.

Creo que a estas alturas todo el mundo ha sido testigo del revuelo que la película ha causado y está causando y de los enfrentamientos producidos entre los responsables de la misma (principalmente, su productor Andrés Vicente Gómez) y el círculo de amistades, algunas de las cuales aparecen en el filme, que rodeó al poeta (sobre todo, el novelista Juan Marsé). Estos últimos sostienen que se ha dado (como ya dijeron con la publicación de la biografía de Dalmau) una visión excesivamente parcial de la vida de Jaime Gil, centrada de modo casi obsesivo en su faceta sexual.

Qué duda cabe de que el sexo es parte fundamental de la vida de cualquier persona y, yendo más allá, qué duda cabe de que, más que en otras vidas, el sexo fue fundamental en la de Gil de Biedma. Haber rodado una película que hubiera ocultado o pasado de puntillas por las escenas de cama, por las orgías, por la afición a los chulos, por “las barras de los bares / últimos de la noche”, por algunas de las vivencias en el sótano que el poeta tenía en la barcelonesa calle Muntaner (“un sótano más negro / que mi reputación –y ya es decir–”), habría sido absurdo, infiel a la realidad e incompleto. Pero igual de absurdo, de infiel a la realidad y de incompleto es centrarse tanto en ello, ya que se corre el peligro de que, en ciento diez minutos de película, no dé tiempo de contar algunas otras cosas igual de importantes, o más. Y esto es lo que ocurre. El espectador se encuentra, así, ante un protagonista casi monocorde, ante un hombre en busca del placer urgente, que trataba con desprecio y altivez a sus compañeros y amantes. Y es cierto que así fue Jaime Gil de Biedma, no hay que ocultarlo; pero también lo es que ésa no fue su única faz. “Aunque sepa que nada me valdrían / trabajos de amor disperso / si no existiese el verdadero amor. / Mi amor, / íntegra imagen de mi vida, / sol de las noches mismas que le robo”: son versos de Pandémica y Celeste, uno de sus poemas favoritos de entre los suyos. En la película, la explicación que el personaje de Gil de Biedma da a la génesis de este poema se reduce a afirmar que fue escrito para demostrar que pueden convivir el verdadero amor con casuales escarceos sexuales; da a entender, en cierto tono jocoso, que es una justificación de sus infidelidades. Una vez más, es cierta esta utilidad que Jaime Gil concedió a estos versos, pero quedarse sólo en eso no pasa de ser una boutade. No puede ignorarse el fondo de Pandémica y Celeste, hermosísimo poema que desde su propio título hace referencia a Afródita Pandémica y a Afrodita Celeste, deidades clásicas que representaban, respectivamente, los múltiples amores y el único y verdadero amor. Un poema éste que encierra el que quizás fuera el más importante de los anhelos vitales de Jaime Gil de Biedma, no muy distinto por otra parte del anhelo vital de cualquiera, y que no era sino el deseo de ser amado, la necesidad de ser querido. En este sentido, toda su vida fue un juego de dobles: el alto ejecutivo de la Compañía de Tabacos de Filipinas que visita por las noches los antros más sórdidos, el homosexual en la España franquista, el hombre que en todos los cuerpos no busca sino el cuerpo del amor, el miembro de la alta burguesía catalana y de la aristocracia castellana que se revuelve contra su clase, el pesimista que apuesta por la alegría, el tipo sardónico e hiriente que sólo busca en el fondo una caricia. Son dualidades que lo conducirían, al final, al silencio y a la autoinmolación poéticas en su última obra, Poemas póstumos, que incluiría piezas como Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma.

Afirmar que estas dualidades no están presentes en la película sería sostener una falsedad. Lo que quiero decir es que, en mi opinión, no lo están con la fuerza necesaria y que no expresan como debieran su ineludible importancia en la vida y en la obra del poeta.

El editor Malcolm Otero Barral, nieto del poeta y editor Carlos Barral (uno de los íntimos de Gil de Biedma y personaje de la cinta), ha afirmado, al respecto de El Cónsul de Sodoma, que el debate debe plantearse no en lo relativo a si Jaime Gil era o no cómo la película lo dibuja, sino en torno a la frontera entre realidad y ficción. Casualmente, esta afirmación recuerda una conversación que aparece en la película –una de esas famosas batallas dialécticas que ambos mantenían– entre Gil de Biedma y Barral. Y he de decir que no estoy de acuerdo con esta opinión, ya que, si bien es cierto que el debate realidad-ficción es mucho más interesante, no puede olvidarse que lo que el director nos anuncia es una película biográfica (un biopic, en la jerga cinematográfica), y eso exige un nivel de compromiso que aquí no se alcanza. Si no hay voluntad de mantener ese compromiso, mejor es hacer otra película. O, incluso, utilizar también la figura de Gil de Biedma, pero para hacer y presentar un proyecto distinto.

Pese a todo esto, a la película la salvan sus actores; y aquí es justo el reconocer lo que de posible influencia de Sigfrid Monléon, el director, pueda haber. Pienso que se ajustan perfectamente a sus personajes y que llevan a cabo, en conjunto, muy buenas interpretaciones. Pero, sin duda, sobre todos ellos destaca el trabajo de Jordi Mollà, encargado de dar vida en la pantalla a Jaime Gil de Biedma, y que borda al personaje en sus gestos, en su actitud y, muy importante, en su voz: si escuchamos las grabaciones que han quedado de Jaime Gil recitando sus versos, nos daremos cuenta del excelente trabajo que ha realizado Mollà. Concretamente, apurando todavía más, me atrevo a afirmar que a la película la salva la interpretación de Jordi Mollà. Si aparecen mínimamente en ella los elementos que he ido echando en falta a lo largo de estas líneas es gracias al trabajo de Mollà. Por él podemos entrever los conflictos de Gil de Biedma y la desgarradora preocupación que el paso del tiempo le provocaba, y de la que su obra poética es el mejor testimonio. Me da pena pensar lo que nos hemos perdido, lo que este actor podría haber sido capaz de hacer con una mejor dirección y con un mejor guión. Lo poco que aprendemos, que comprendemos y que sentimos al ver esta película se lo debemos a él. No la cuento para no destripar nada, pero la última escena es una muestra de lo que digo. Es una escena difícil porque parece casi cómica, pero es tristísima en realidad; en ella, y sin necesidad de pronunciar una palabra, es difícil contener las lágrimas viendo a Mollà-Gil de Biedma.

Comenzaba estas líneas diciendo que salí de la película triste y desorientado en cuanto a qué pensar sobre ella, pero decía también que creía haber encontrado una única explicación para ambas sensaciones. Pues bien, esta explicación es Jordi Mollà: siendo una película que deja mucho que desear, es gracias a sus actores, y principalmente gracias a su protagonista, por lo que tenemos la sensación de haber comprendido mejor algunas cosas, de habernos emocionado y de no haber malgastado una preciosa tarde de viernes.

WESTERN EN VIDEOJUEGO

No encuentro el link en la web (o no me funciona o solo se puede leer si eres abonado), pero acabo de leer en la edición en papel de La Vanguardia una noticia que me entusiasma y me condena al mismo tiempo: Rockstar lanzará en abril un western en forma de videojuego.

Se titulará Red Dead Redemption, y aunque de momento, en este mundo de marketing sofisticado y vacilón, todo es supersecreto, corren rumores de que la banda sonora podría estar compuesta por Morricone y todo.

El anuncio me entusiasma por razones obvias, pero me condena también, porque a ver cómo convenzo yo ahora a Cris de que hay que hacer sitio en el salón para una videoconsola nueva, pues el jueguecito sale para Playstation 3 y XBox y nosotros tenemos una modestita PS2, que seguramente será concienzudamente desguazada por Pablo en cuanto empiece a gatear -en mis previsiones de apocalipsis del bebé-con-psicomotricidad-en-desarrollo incluyo la futura pérdida de entre el 10 y el 20 por ciento de mi biblioteca: los libros de los estantes más bajos, para los que no tengo espacio alternativo, sucumbirán a una orgía de babas, pintarrajeos rotuladorescos y desmembramiento indiscriminado de páginas. Hay que asumir las cosas con antelación para sufrir menos. Supongo que en esos lugares bajos, al alcance de la mano destructora de mi hijo, colocaré los Pérez-Reverte, los Loriga y los Murakami. Si se va poner a romper libros, que los rompa con razón-.

Pero esto ya lo solventaré con súplicas, lágrimas y chantajes mezquinos. No escatimaré esfuerzos para jugar a esta maravilla, que será como meterse en una peli de Sam Peckinpah. Será como vivir Grupo salvaje desde los lomos del caballo de Pike Bishop, o como sentir en las fosas nasales el pestuzón de los cadáveres ahorcados en Texas por Paul Newman al imponer su ley al oeste del Río Pecos.

Rockstar es al videojuego lo que HBO a la televisión; lo que Pixar a los dibujos animados; lo que los mecenas del Moma de Nueva York al arte contemporáneo; lo que Gallimard, Herralde y Barral al mundo editorial francés y español, y lo que los monjes belgas a la cerveza.

Vamos, que son la hostia.

Su producto estrella es la saga GTA: elaboradísimas historias de violencia callejera que funcionan como películas de cine negro moderno. Reproduciendo grandes ciudades norteamericanas como escenario -en la última, Nueva York, y en las anteriores, Miami, Los Ángeles, Las Vegas y San Francisco-, el jugador tiene que ascender en el escalafón de una organización mafiosa partiendo desde la base. Los mojigatos se escandalizan ante su crueldad y su orgía violenta -y su lenguaje procaz y arrabalero-, pero yo no puedo entender que esos mismos mojigatos se rindan ante El Padrino o ante el cine de Scorsese o incluso ante Los Soprano, cuando los videojuegos de Rockstar tanto le deben, estética y argumentalmente, a esas pelis postclásicas americanas.

En Red Dead Redemption el prota es un forajido arrepentido -sinceramente o por motivos pecuniarios, eso no se sabe- que debe luchar contra sus antiguos compinches. Ya me imagino las cabalgadas, los asaltos al tren y al banco, las peleas en el saloon y la suciedad de los burdeles. Dice la propaganda que la estética está inspirada en el western crepuscular, especialmente en Leone, Peckinpah e Eastwood. Slurp (disculpen la salivación, pero ya me veo pegando tiros en la llanura con mi rifle Winchester, rumbo a México, cubierto hasta los ojos de mierda y polvo del desierto y con mi poncho indio ondeando al viento).

A ver si la cosa sabe tan bien como huele.