Archivo de la etiqueta: crisis

PREGUNTAS Y BOICOTS: ¿ESTO ES PERIODISMO?

Dos pequeñas seudopolémicas del mundillo periodístico: el movimiento-debate surgido en Twitter #sinpreguntasnohaycobertura y el so called boicot del Partido Popular a El Periódico de Aragón en plena campaña electoral.

La primera ha derivado hasta en un manifiesto, y la segunda, en un desordenado y torpe pastoreo que mezcla churras con merinas. O churras con meninas, que dirían en Telecinco y en no pocas facultades de periodismo.

Lo de #sinpreguntasnohaycobertura ya es conocido por la parroquia: Antón Losada, de profesión tertuliano de los que salen de casa con el micrófono ya cosido a la corbata -porque si están poniéndose y quitándose micros no les da tiempo de acudir a todas sus tertulias-, decidió promover un movimiento de protesta periodístico: que no se dé noticia de las ruedas de prensa en las que el político convocante no admita preguntas.

Pues muy bien. Pero, ¿por qué ahora? ¿Es que Losada se acaba de enterar de esa práctica que lleva unos cuantos años y que al principio parecía privativa de la izquierda abertzale, pero que ya utilizan todas las formaciones políticas?

Por partes: dar cobertura o no a un acto no depende de los plumillas. Como dice Eduard Navarro en su blog, y cuya opinión al respecto suscribo: “Es un privilegio de caciques y no de indios”. Es decir, que tendrá que ser el director o el responsable al cargo quien decida si se habla de una determinada cosa o no. A ver qué plumilla tiene la capacidad o la suficiente masa testicular o las arraigadas tendencias suicidas necesarias para decidir por su cuenta y riesgo que no va a escribir una crónica de un acto en el que no le han dejado preguntar.

Por otro lado, reducir la compleja y densa crisis profesional que vive hoy el periodismo a una anécdota es de un nivel parvulario. Al final, no hay una voluntad de modificar el plúmbeo y vacuo intercambio de frasecitas entre políticos en el que se ha convertido buena parte de lo que antes se llamaba información. Cuando el género del reportaje prácticamente ha desaparecido de los medios, cuando los contenidos no estrictamente políticos han quedado relegados a un cuarto o quinto plano, cuando los mejores cronistas y entrevistadores han pasado a la reserva o han sido marginados a páginas de desván, cuando los periódicos se han convertido en clones grises, aburridos y cada vez peor escritos, no parece que la posibilidad de hacerle una o dos preguntas a Dolores de Cospedal vaya a mejorar ni un poco la situación.

Lo del veto del PP a El Periódico de Aragón tiene que ver con todo este panorama. La misma indignación periodística que se ha manifestado con #sinpreguntasnohaycobertura se ha volcado en el apoyo a la sucursal del Grupo Zeta en Aragón, en lo que algunos han llamado incluso una “agresión” o un acto de “censura antidemocrática”.

Echen el freno, madalenos, que las cosas son más sencillas.

El PP ha retirado su publicidad y ha decidido no atender a los periodistas de El Periódico ni acudir a sus saraos -ni, se supone, invitar a gente de El Periódico a los saraos del PP-. Es evidente que algo de lo que ha publicado el diario les ha mosqueado mucho, o es una bronca de despachos de cuyos términos nunca tendremos constancia. Tanto da. El caso es que el PP, como cualquier otra persona jurídica o incluso física, está en su derecho de anunciarse donde le dé la gana, y de cogerle el teléfono o de colgarle a quien quiera, y de invitar a sus saraos o denegar la invitación a quien guste, y de declinar las invitaciones que desee declinar.

Como El Periódico de Aragón decide -o habría de decidir- sus contenidos sin presiones externas, y no sólo elige quién sale o no en sus páginas, sino si lo saca guapo o feo, si lo promueve como un prócer o lo denigra como a un maleante. Con unos límites legales -que también se puede saltar si apechuga con las consecuencias-, pero que nada tienen que ver con la cortesía y ni siquiera con la moral o la deontología profesional (que sería deseable que así fuera es otro tema).

Cuestión distinta sería si fuera una administración pública la que se comportara como el PP. En ese caso sí que estaríamos ante un acoso a la prensa y ante un ataque a la libertad de expresión. Pero lo que ahora sucede es una disputa entre dos organizaciones privadas y libres.

¿De verdad me están diciendo que no poder entrevistar a Luisa Fernanda Rudi vulnera la libertad de expresión? Yo creo, poniéndome estupendo, que es una oportunidad perfecta para llenar ese presunto hueco con contenidos más interesantes. ¿Tan importante y decisivo es lo que va a decir Rudi? Si todos sabemos que es un teatrillo, que ni siquiera ella misma se cree sus palabras, que es un discurso acartonado y previsible. ¿No tiene el periodismo ningún recurso para torear o para sortear ese aro por el que los políticos quieren hacerlo pasar todo y ofrecer otra cosa, verdadera información? Si un partido cierra el grifo, ¿se acabó lo que se daba? ¿Tan poquita cosa es un diario que no soporta que le cuelguen el teléfono en un gabinete de prensa?

En resumen, que no estaría mal que los debates se expresaran en sus justos términos y no se tomara por asuntos de libertad de expresión lo que no son más que reclamaciones gremiales en un caso y conflictos institucionales en otro.

Son preguntas que le hago al aire claro y azul de esta mañana barcelonesa, tan perfecta y grata que no merece seguir siendo enmierdada por miserias tan menores.

RECORTES Y RECORTES

PRISA se carga el 18% de su plantilla.

El otro día, a propósito de la pregunta que yo me hacía sobre por qué la gente no compra periódicos, Severiano anotaba lo siguiente en un comentario:

Como soy funcionario y hoy es lunes, he aprovechado para dar un repaso a fondo al periódico, en concreto a El País. Hoy tiene 55 páginas, lo mismo que en verano.
Me ha costado encontrar los anuncios clasificados, que antes ocupaban un buen número de páginas. Hoy ocupan un faldón de la página 45. Hay 19 anuncios: 13 de prostitución, 4 de usureros y 2 repetidos de algo que parece un mensaje en clave. Nada de Inmobiliaria, nada de Motor, nada de Empleo.
Anuncios a toda página hay 8, que se reparten así: 1 del coche Lexus, 1 del Banco Sabadell, 1 de Halcón Viajes y 5 de autopromociones del Grupo Prisa (El País, Cadena Ser, Digital +).
Anuncios de media página hay 6, todos ellos de empresas ajenas al Grupo Prisa.
Con el resto de módulos (excluida la autopromoción) se podrían llenar 5 páginas.

Es decir, que calcula que no solamente hay muy poca publicidad, sino que aproximadamente un tercio de la misma es falsa, autopromociones que no generan ingresos. Probablemente sea mayor, porque es una práctica muy común cambiar publicidad por favores. Es decir, que puede que varios de esos anuncios de empresas ajenas a PRISA no hayan pasado por caja. Ejemplo: una agencia de viajes financia varios billetes de avión a periodistas a cambio de un anuncio, o una empresa alimentaria monta un catering para un sarao del periódico a cambio de media página.

Vamos, que la cosa está chunga y a estas alturas pocos pueden estar sorprendidos de que empiecen a menguar a lo bestia unas redacciones que llevan varios años menguando con prejubilaciones y contratos temporales no renovados. Han agotado ya todas las triquiñuelas laborales posibles para adelgazar las plantillas y ahora sólo pueden recurrir al ERE.

Esta situación se juzga terrible. Y lo es, qué duda cabe, pero creo que está muy sobrevalorada.

Enric González, corresponsal de El País en Jerusalén y firme candidato a salir por la puerta con este recorte de plantilla, ha dicho y escrito muchas veces que se habla demasiado de los problemas laborales de los periodistas. Y tiene razón. Estadísticamente somos un colectivo pequeño, prácticamente irrelevante entre la masa de trabajadores. Y es cierto que ha sido un colectivo azotado por la precariedad y el esclavismo laboral, pero no lo es menos que una parte considerable de ese colectivo hemos disfrutado de unas condiciones y de unos salarios privilegiados en comparación con el común de los currantes. Incluso con los que pueden equipararse a nosotros. Año tras año, esas condiciones se deterioraban más y más, pero, hasta hace poco, con un poco de suerte y en determinados medios, se podía vivir muy bien del periodismo.

No entro ni siquiera a considerar que los principales culpables de esta situación hemos sido los propios periodistas, incapaces de generar alternativas ni respuestas a las nuevas y complejas situaciones que se han ido creando, y viviendo a merced de unos cuadros directivos que han demostrado estar más allá de la mediocridad, pero ante los que no hemos sabido plantarnos y ante cuyos desmanes hemos ido quedando progresivamente desnudos. No valoraré la parte de culpa que ha tenido en esta situación las décadas y décadas de palmoteo lumbar con los políticos, la confección de productos instrumentales, chapuceros y carentes de interés, el desprecio constante al público y el preocupante analfabetismo funcional que transpiran muchos contenidos.

Prefiero verlo en términos globales. Y en esos términos, es muy preocupante que una noticia gravísima como el recorte de más de un 8% del presupuesto sanitario en Cataluña ocupe solo una columna en algunos periódicos, mientras que cualquier tontada que afecta a los periodistas (como que le partan la cara a uno de ellos en Marruecos o en un bar de la Castellana) ocupe páginas y páginas. Que las pequeñas miserias de un grupo de privilegiados —pues eso es lo que somos— pesen más que otros temas gravísimos que afectan directamente al conjunto de la población sólo puede ser indicativo de una decadencia previa al desplome.

Aborrezco el gremialismo y los grupos de presión que pretenden focalizar todo el discurso público hacia sus intereses particulares, que en general son muy específicos, muy egoístas y muy minoritarios. Me cansa mucho el victimismo de discográficas, editores, directores de cine y periodistas. Cuando hay tanta gente tan puteada que sufre su putada en el más servil de los silencios, el griterío de estos colectivos de pijos entre los que yo mismo me encuentro suena triplemente insultante. No puede ser que la situación laboral de Iñaki Gabilondo —un profesional de 68 años que ocupa un puesto en el consejo de administración de uno de los consorcios empresariales más poderosos de España y de América Latina— merezca más lamentos que las de los cuatro millones y pico de verdaderos parados que comen todos los días arroz de oferta del Dia.

A mí también me gustaría que hubiera muchos Gabilondos. A mí también me gustaría que hubiera muchos periódicos buenísimos, y escribir en alguno de ellos si mi talento me lo permitiera. Yo también echo de menos una tele molona, culta, con profesionales a prueba de bomba. Yo también lamento que los periodistas a los que admiro se hayan convertido en outsiders, arrumbados en las últimas páginas de los diarios o en los peores horarios de las radios y las teles u obligados a holgar en su casa con prejubilaciones forzosas. Pero, francamente, puedo vivir sin ello. Incluso puedo vivir sin mí. Yo tampoco considero que mi trabajo sea imprescindible, no creo que la Tierra vaya a dejar de girar porque yo publique más o publique menos o tenga más o menos lectores.

Sin embargo, sí que me preocupa, y mucho, ese recorte sanitario en Cataluña. Me preocupa, y mucho, la privatización de las cajas de ahorro. Una sociedad puede vivir sin Gabilondo y sin Almodóvar y sin mí —sin que esto suponga equiparación alguna por mi parte con Gabilondo o Almodóvar—, pero será muy difícil que lo hagamos sin médicos, sin financiación de proyectos públicos, sin ingenieros y sin la gente que sabe hacer o arreglar cosas. Y de ellos, apenas se habla.

POR QUÉ LOS CABALLOS NO COMPRAN PERIÓDICOS (Y LOS HUMANOS TAMPOCO)

Podría elegir cualquier periódico para este ejemplo, pero elegiré El País porque:

a) no es el periódico en el que colaboro y en el que trabajaba hasta hace unos meses, luego puedo rajar de él con entera libertad.

b) es el periódico que leo y compro habitualmente. Es mi periódico, vaya, mi periódico como lector.

c) es el que ejemplifica de una forma más rotunda las cosas que quiero decir a continuación, aunque todas ellas puedan ser extrapolables al resto de diarios.

El País de hoy viernes tiene 64 páginas, y el de ayer tenía 56. Ambos costaban 1,20 euros. Hace cinco años, un El País de un viernes no tendría menos de 88 o 96 páginas, llevaría un suplemento de tendencias a color de no menos de 24 páginas y costaría 1 o 1,10 euros.

56 o 64 páginas es un periódico rácano, formato tranchete. Es prácticamente lo mínimo que se puede imprimir en una rotativa moderna sin que el producto se desmadeje y tenga un poco de consistencia. Es el tamaño habitual de un periódico en agosto, cuando no hay noticias ni periodistas para escribirlas.

Pero no estamos en agosto. Estamos en pleno mogollón. ¿Cómo es posible que el periódico lleve tan pocas páginas?

Como es sabido, la paginación de un diario no depende de la información ni de los contenidos, sino de la publicidad. A más anuncios, más páginas y más pasta para los dueños del periódico. A menos anuncios, menos páginas. Como también es sabido, desde hace unos tres años, la inversión publicitaria ha caído brutalmente. En algunos casos, por encima del 40% (en los clasificados, mucho más). Esto ha llevado a los periódicos a recortar páginas y a abaratar sus tarifas de publicidad.

Sí, señores, las tarifas de publicidad están por los suelos. Anunciarse en prensa es muy barato. Si les sobran unos euros y quieren darse el capricho, es el momento, prácticamente regalan los módulos (no tanto como en algunas teles autonómicas, pero casi) y están dispuestos a publicar lo que sea, por ofensivo, ridículo o contrario a su línea editorial que suene.

Es lógico que las tarifas bajen: ha descendido la difusión y el interés por aparecer en prensa. Ley de la oferta y la demanda. Microeconomía elemental.

Sin embargo, ese abaratamiento de precios no se ha trasladado al PVP. Al contrario: éste no ha dejado de crecer. En 2000, un ejemplar de El País (un rollizo ejemplar de El País, con sus casi 100 páginas, sus muchos suplementos hoy cerrados o reducidos a una expresión ridícula y una calidad de redacción muy por encima de la que estamos acostumbrados ahora) costaba 125 pesetas. Diez años después cuesta 1,20 euros. Es decir, 200 pesetas al cambio. Es decir, que el precio ha aumentado un 62,5%. Sin embargo, la cantidad (y la calidad) del producto ha descendido sensiblemente. La cantidad, entre un 45% y un 58%. La calidad no es mensurable, pero creo que su descenso es incluso superior.

Es decir, que El País está vendiendo un producto la mitad de sustancioso y bueno que hace diez años a un precio un 62,5% más caro.

¿Hace falta explicar por qué cada vez se venden menos periódicos?

Este argumento bastaría para explicarlo, pero hay un agravante. O varios agravantes.

En estos diez años han surgido un montón de alternativas que, básicamente, ofrecen lo mismo que los periódicos, pero más rápido, mejor y sin sospechas de propaganda institucional ni acartonamiento retórico. Frente a esas alternativas, la respuesta de los periódicos ha sido hacer cada vez peores productos, menos interesantes, peor escritos y más contaminados por el politiquerío y por la publicidad encubierta (cada vez más burda).

De nuevo: ¿hace falta explicar por qué cada vez se venden menos periódicos?

Ítem más: estas cosas no se pueden plantear en muchas redacciones. Los que cortan el bacalao no quieren ni oír hablar de estas cuestiones. Nada de autocrítica, toda la culpa es de la interné esa y del público, que es imbécil.

Recuerdo la lejana serie Periodistas. Yo me la vi entera con la esperanza de que me sirviera para convalidar un curso de Periodismo. Incluso lo puse en mis primeros currículos. La recuerdo, además de por su excelente elenco de actores y actrices, por el verismo de sus situaciones y por el pecho peludo de José Coronado (que luego se convirtió en cagón oficial comeyogures), por una secuencia de los primeros capítulos.

Escenario: bar de la esquina.

Personajes: una rubia agresiva de rictus amargado y José Coronado, de rictus relajado porque su yogur para cagones le acaba de hacer efecto.

Situación: la rubia agresiva lee el periódico de la serie y José Coronado hace la del lector gorrón e intenta mirar los titulares por encima del hombro de la rubia. La rubia se cosca, se vuelve con su rictus agresivo de no comedora de yogures y le dice: “Qué vergüenza, si todos hiciéramos como usted, la prensa se hundiría”.

Para mí, esta situación resume a la perfección la actitud de la prensa en esta última década (actitud idéntica o muy emparentada a la de otros sectores de la industria cultural): consuma por caridad. Ya que no le podemos ofrecer nada interesante, ni atractivo, ni que merezca el abono de 1,20 euros diarios (2,50 los domingos), le reclamamos que nos compre por pena, para que no nos extingamos como los linces, para que podamos seguir ligando con nuestro carnet de prensa. Apadrine un periodista, sólo le costará 1,10 euros al día.

Compre periódicos, vea cine español, consuma jamón de Teruel. Pero no lo haga porque le interesen los periódicos, el cine español o el jamón de Teruel. Hágalo para salvar los puestos de trabajo, para que se mantenga una industria amenazada o para sentirse patriotas, cojones.

Es el paso previo a la violación. El chico feo desesperado que recurre a la pena para ligarse a una chica, si la chica sigue pasando de él, puede plantearse violarla. ¿Llegarán a esos extremos los periódicos? ¿Aprobará el gobierno un decreto que nos obligue a comprar un par de diarios al menos una semana al mes? ¿Nos forzarán en una esquina?

Yo creo que hasta los chicos feos pueden follar sin recurrir a la pena ni a la extorsión. Hay chicos feos muy graciosos o muy listos que saben hacerse valer. Los periódicos, por desgracia, cada vez se parecen más a unos chicos feos que no tienen nada que ofrecer al mundo más que pena y rabia. Los típicos chicos feos que acaban convirtiéndose en serial killers.

*El título de este post está sacado de un libro que publicó la Asociación de la Prensa de Aragón hace unos años titulado Los caballos no compran periódicos, que recogía anécdotas de periodistas. Ahora que soy libre puedo decir que las anécdotas de periodistas (y las de basureros, y las de embalsamadores de cadáveres, y las de cualquier profesión) me parecen un coñazo insufrible, una muestra de endogamia y de autosatisfacción completamente injustificada. ¿Por qué la anécdota de un periodista ha de ser más interesante que la de un paseador de perros? Porque ser periodista es guay, dicen. Pos bueno, pos fale, pos malegro. Este año voy a cumplir diez en activo en esta profesión y todavía no le he encontrado el lado guay.

LA CRISIS, PARA TONTOS (2)

Espero responder a algunos comentarios de la entrada de ayer con esta historia que tomo prestada a mi amigo Ángel.

Eran los años 80. Madrid. Mi amigo Ángel curraba preparando y limpiando una sala de fiestas en la que se iba a celebrar, en pocas horas, un fiestón de gente de la movida. Que si Alaska, que si Almodóvar, que si Tierno Galván… (¿o ese no tocaba en ningún grupo? Bueno, es igual). Iban mal de tiempo y sólo había dos personas trabajando, Ángel y su compañero. Eran las tantas de la mañana, llevaban un palizón infame, estaban destrozados y aquello no se terminaba nunca. Era ingrato, sucio, esclavo, profundamente humillante.

En un pequeño respiro que se tomaron para recuperar fuerzas, el compañero le dijo:

—Joder, lo de esta gente sí que tiene mérito. Yo les admiro mogollón. Son artistas, no son como nosotros.

Ángel estaba apoyado en una máquina de limpieza industrial muy pesada. Miró a su compañero, sudado y desfondado. Se miró a sí mismo, sudado y desfondado por una miseria. Y pensó que en pocas horas Almodóvar y Alaska estarían tomando daikiris y aguas de Valencia sobre esa misma tarima que entonces pulían de mierda, de cucarachas y de ratas. Y su primer pensamiento fue coger la máquina de limpieza industrial en la que estaba apoyado y estamparla contra la cabeza de su compañero. Cuando Ángel cuenta la anécdota, la remata siempre diciendo:

—Y esa noche hubiera dormido en Carabanchel, pero a pierna suelta.

Otra pequeña historia que nos pasó a Cris y a mí:

Un viaje por Estados Unidos. Las Vegas. Nos vamos a desayunar en uno de los centenares de bufets de brunch que había ese domingo en el megahotel-casino donde nos alojábamos. Nos acomodamos junto a una familia numerosa afroamericana, de orondez y michelines más que remarcables. El brunch es pijo y se compone, básicamente, de cangrejo de Alaska, fresas y champán. El servicio -camareros, limpiadoras, cocineros- es latino, y entre ellos hablan en español, pero a nosotros nos hablan en inglés porque nos han tomado por anglos por nuestro aspecto blanquito y europeo. Por tanto, los latinos hablan sin cortarse, sin saber que les entendemos cada palabra.

La oronda familia afroamericana empieza sus portentosos viajes hacia el bufet. Vuelven cargados con toneladas de patas de cangrejo, tanques de Coca-Cola y de champán y cosechas enteras de fresas. Además de quintales de donuts, tortitas, tartas, gofres, huevos fritos, huevos revueltos y salchichas. Todo ello, aderezado con ríos de ketchup y de sirope de arce y de azúcar blanquilla y de la otra. Zampan para justificar sus formas redondas y trémulas, y parece que se van a comer las mesas y las sillas también.

Un camarero latino que hormiguea entre las mesas no deja de murmurar en español:

—Gordos negros, panzudos, guarros, así revienten. Mírelos, ya vuelven a por más comida, ¡si aún no la acabaron, gordos de mielda! Ojalá se infarten, cabrones, así tendrán respeto por la comida y lo que cuesta ganarla. Qué gordos, qué asco, cómo tragan, así revienten, tripudos, puelcos, hijos de la gran chingada.

Pero cuando uno de esos puelcos se dirige a él para pedirle algo, el chico les responde en inglés con extremada cortesía, muy servicial:

—Yes, sir, enjoy your meal. Something to drink? Oh, this is for your kid. You look very handsome today, sir.

E, inmediatamente después, al darse la vuelta, retomaba su retahíla en castellano:

—Puelcos, hijos de Satán, así revienten, negros, así revienten.

Mi teoría es que varias de las coca-colas que engulló la familia llevaban un regalito directamente desde las gargantas de Puerto Rico, un gargajo con bien de espumilla. Nosotros procuramos ser comedidos y extremadamente respetuosos y simpáticos. Y, al final, nos despedimos en español, gesto que creo que agradecieron. Aunque no sé: ese día yo era objeto de odio social, no compañero solidario, así que puede que me tocara algún rico gargajo portoriqueño.

¿Cuál es la moraleja de estas historias? Ninguna. Pero ilustran bien el odio social y sus consecuencias más pedestres, ¿no?

LA CRISIS, PARA TONTOS

Un somero resumen de la crisis para tonticos como yo:

Unos millonetis montan un tinglado financiero fenomenal al más puro estilo tocomocho: se lían a prestar dinero a mansalva para reinvertir y reinvertir y reinvertir, hasta que la cosa se les va de las manos, los primos estafados no pueden pagarles los plazos de la estafa y el chiringuito se les derrumba con gran estrépito y lagrimeo.

Como la caída del chiringuito amenaza con llevarnos a todos por el sumidero, los Estados (es decir, los jefazos de los mismos, no los ciudadanos que los han elegido, a quien nadie se ha molestado en preguntar) prestan una pasta gansa a interés cero o casi cero para que los millonetis se queden donde estaban. Tranquilos, muchachos: mantened el empleo y ya nos devolvereis el préstamo cuando os venga bien. Palmoteo lumbar, intercambio de puros habanos y carcajeo generalizado.

La inyección de pasta genera un aumento descomunal de la deuda de varios países. El aumento de la deuda cierra grifos. El cierre de grifos provoca un aumento desorbitado del desempleo. Los Estados, prácticamente en bancarrota y sin margen de maniobra, piden ayuda a los señores millonetis, favor por favor.

Los millonetis dicen que vale, que de acuerdo, que soltarán pasta en forma de inversiones y financiarán la deuda de los Estados, pero no a interés cero o casi cero, como hicieron los Estados hace dos años, sino a precio de mercado, que no somos una oenegé de esas.

-Venga, lo que sea, ¿dónde hay que firmar? -preguntan los mandamases a los millonetis, con los bolis en la mano, aliviados de salir de allí con los pantalones puestos.

-No tan deprisa, pardillines -les dicen los millonetis.

Glups. Los más sabios empiezan a desabrocharse el cinturón, sabiendo lo que toca.

-No sólo os vamos a cobrar los intereses, sino que vamos a poner unas condiciones para que financiemos este desastre. Nos vais a diseñar una economía a medida, cuatrojos: queremos despedir a quien nos pete como nos pete y que los impuestos los pague tu madre.

-Hecho. ¿Algo más?

-Sí, pagafantas de mierda, claro que hay algo más: queremos todos los cromos que tengáis de Comando G y de Bola de Dragón.

-¡No, eso no!

-Pues no hay pasta.

-Bueno, vale, los cromos también, pero me quedo las marionetas del Hormiguero.

-Límpieate el culo con ellas, que eso no lo quiere nadie. Y ahora, marchaos, que tengo que asfixiarme con una bolsa mientras me masturbo pensando en Angela Merkel.

Las voces críticas con este tinglado suelen resumir la crisis más o menos como lo acabo de hacer yo, pero me parece que olvidan algo: no hay conflicto ninguno entre Estado e instituciones financieras, porque para que se dé un conflicto tiene que haber dos partes enfrentadas, y el Estado y las instituciones financieras vienen a ser lo mismo: las segundas controlan y utilizan el primero para sus propios fines.

El conflicto debería darse entre unos ciudadanos enfurecidos y unos millonetis abusones que no guardan memoria genética del genial invento del doctor Guillotin. Alguien debería darles una pequeña lección de historia.

¿Les suena? Vayan con cuidado y no pierdan la cabeza.

NO FUTURE (ADDENDA)

A propósito de lo que se decía en el anterior post.

Mi amiga Ana Usieto escribe hoy un paginón sobre ‘Perdidos’ en el periódico donde ella y yo trabajamos, y en el que expresa bastante mejor que yo algunas de las cositas que pretendía apuntar en la última entrada. Atentos a esta idea:

Además, el perfil medio del espectador de ‘Lost’ coincide con personas jóvenes, habituadas a manejarse con las nuevas tecnologías e, incluso, con el inglés. La manía dobladora del audiovisual español es otro de los factores que empujan a las audiencias hacia la red. Así las cosas, la tele queda para espectadores que no pueden con los subtítulos o que se manejan poco en internet. Y, en el caso del capítulo emitido ayer, para los que querían a toda costa evitar que alguien les chafara el final a lo largo del día. Por si fuera poco, el plausible y pionero esfuerzo de Cuatro por ofrecer el capítulo en abierto, y en versión original subtitulada, solo media hora después que en Estados Unidos, no ha respondido a las expectativas.

Efectivamente, la televisión se está convirtiendo -al menos, en este lado del charco; al menos, en este lado de los Pirineos- en una cosa para viejos, carcas e iletrados. Quizá se explicaría así la deriva de la programación de la última década y cómo Belén Esteban se ha convertido en la diva más inverosímil de la historia del show business. El público joven, urbano y culto ha huido (ha sido expulsado, más bien) del territorio catódico y busca refugio en internet.

Esto supone la sentencia de muerte de la tele. Belén Esteban es pan para hoy y hambre para mañana (mucho pan, un atracón de pan, una jartá de migaza reseca, toda una panificadora que ingresa mucha pasta, pero es un pelotazo fugaz que no dejará tras de sí más que vacío). Porque el ‘target’ de Esteban, formado por gente mayor, sin recursos, sin formación y sin inquietudes, no interesa a casi ningún anunciante. No son consumidores: no se gastan el dinero en restaurantes, no compran en Zara, no se van un verano a aprender inglés a Dublín, no se interesan por casi ningún producto que no esté expuesto en los estantes del Dia de su barrio.

Con ese público puede tirar Intereconomía (de hecho, con ese público tira Intereconomía), pero una ‘major’ necesita más para sobrevivir a largo plazo. Por muy tonta que se haya vuelto la caja tonta, necesita de los listos con poder adquisitivo para mantenerse. Perdón, quiero decir: los anunciantes necesitan de los listos para poder mantenerse. Tengan en cuenta que las campañas que dejan panoja son las bonicas de BMW y de Calvin Klein. Cualquier gualtrapilla que trabaje en el departamento de publicidad de una tele puede conseguir un anuncio de estropajos de Hipercor, pero lo que un buen comercial de un medio ansía por encima de todas las cosas es firmar contratos de cochazos, rebajas de El Corte Inglés y colonias de las caras.

Sin anunciantes, no hay tele. Es así de simple. La desbandada de la inversión publicitaria -que ha obligado a fusionar cadenas y tal- se atribuye a la crisis. A lo mejor la crisis es otra, menos coyuntural de lo que muchos se piensan.