Soy un tiparraco indeciso y voluble que cada día tiene menos certezas y se encoge más de hombros. No creo que sea un síntoma de pusilanimidad -aunque quién sabe-, sino que tiendo a pensar que todo es más complicado de lo que parece y que siempre hay un matiz que no se tiene en cuenta.
Muchas veces me divierto llevando la contraria. A algunos amigos les revienta esa costumbre, porque me dedico a defender una postura en la que no creo sólo para contradecir, por el gusto de buscar las cosquillas. Sólo lo hago cuando me plantean argumentos monolíticos que parecen no tener vuelta de hoja. Y en esta vida hay muy pocos absolutos, prácticamente no hay nada incontestable. De eso estoy convencido.
En los tan denostados Estados Unidos se valora mucho que los chicos salgan de las high schools con unas nociones de retórica. Los famosos clubs de debate enseñan a los chavales a ponerse en la piel de alguien que no piensa como ellos, les obligan a mirar las cuestiones desde otro punto de vista. Quizá -y sólo quizá-, prácticas como estas sean las responsables de que, pese a que el debate político en Estados Unidos muchas veces es terriblemente agresivo y ruin, (mucho más que en España: las cosas que se leen y se oyen en muchos medios norteamericanos no las diría Jiménez Losantos ni después de meterse cuatro anfetaminas y una botella de JB), no tengan una guerra civil desde mediados del siglo XIX.
Esta semana ha habido dos cuestiones políticas que han puesto a prueba la paciencia de la gente pachorra y biencarada (grupo humano en el que creo encuadrarme). Una ha sido de ámbito nacional, y la otra, autonómico: la aprobación de la reforma de la Ley del Aborto y la aprobación de la Ley de Lenguas en Aragón.
Lo cierto es que, pensado en frío, que es como mejor se piensa -o la única manera posible de pensar-, no tengo una postura definida en ninguno de los dos casos. Me parecen cuestiones complicadas -la del aborto más que la de la ley de lenguas- en las que hay demasiados puntos a tener en cuenta. En el aborto, quiérase o no, y al margen de religiones y fanatismos, aletea una cuestión ética (e incluso filosófica) insoslayable, que no se puede suprimir por decreto. Establecer límites y plazos en algo que afecta a uno de los bastiones irreductibles del pensamiento y la conciencia humanas es terriblemente peliagudo. Es un campo conceptual minado que obliga a caminar de puntillas.
En el caso de la Ley de Lenguas (la norma que reconoce, casi treinta años después de que empezara a plantearse, que en Aragón se hablan otras dos lenguas además del castellano: el aragonés en el norte y el catalán en el este) tampoco tengo claras las cosas. Es evidente que hay que legislar el asunto, lo que no sé muy bien es de qué manera, quién es competente y hasta dónde debe llegar la ley.
¿Qué sucede con esas dos leyes? Pues que como ambas han tenido una contestación tan fanática, desproporcionada, agresiva e insultante, me han obligado -a mí y a otros muchos pusilánimes- a tomar partido sin medias tintas.
Porque si matizar y hacer un llamamiento a un debate sereno da alas y poder a ciertos colectivos con tufillo totalitario que van armados con una cruz o con cualquier otro símbolo sagrado con el que pretenden empalarnos a todos, renuncio al matiz. Me entran ganas de abortar yo mismo delante de ellos y de no emplear otro idioma que no sea el catalán (el aragonés no lo hablo, pero puedo aprenderlo con relativa rapidez si alguien me da unas clases a cambio de unas cervezas y un plato de migas).
Nos hemos tenido que oír tantas gilipolleces y tantos insultos a la inteligencia de los ciudadanos que pasaban por allí que no nos queda otra que pensar: “Si me buscan, me van a encontrar”.
Es cierto que mis consideraciones son de matiz y que, en líneas más que generales, creo necesaria una legislación del aborto en la que la mujer (sí, la mujer, no su pareja ni sus padres ni, mucho menos, el obispo de la diócesis) tenga una capacidad de decisión lo más plena posible, y que es de locos que los hablantes de esas dos lenguas que llevan hablándose en esas zonas de Aragón desde que desapareció el latín merecen que la Administración que sostienen con sus impuestos articule medidas para su enseñanza, preservación y difusión.
Yo no planteo enmiendas a la totalidad, no estoy en contra de ninguna de las dos leyes porque me parece que sólo se puede contraargumentar de plano a sus planteamientos -de mínimos y de puro sentido común- desde la mala leche y desde las ganas de joder a la gente. O desde el cerrilismo. Las tres posiciones son poderosas para contraargumentar, que conste, y siempre encontrarán palmeros y jaleadores. Sin tanto barullo histérico, quizá podríamos exponer esos matices y escucharnos unos a otros -y, especialmente, a la gente que se dedica a estudiar estos temas y tiene opiniones fundadas- para intentar hacer las cosas lo mejor posible. Como eso no parece posible, sólo queda el “trágala”, al que parece que los españoles tenemos mucha afición.
Tuve tiempos ha un profe de guitarra muy chuleta, fardón y un poco tontorrón que contaba siempre la misma anécdota: “Tuve una novia que me dijo: ‘Estoy harta, Romualdo (nombre más que falso). O la guitarra, o yo’. Y elegí la guitarra, por supuesto”.
Al margen de lo chusca y de lo pasada de rosca de la anécdota, contiene una gran enseñanza vital: la libertad y la convivencia no admiten ultimátums. Y la democracia tampoco admite el estás conmigo o contra mí. Como dice otro dicho popular: “O jugamos todos, o se rompe la baraja”. Eso sí que lo he tenido claro: quien me obligue a elegir, me tendrá siempre enfrente de él.
Porque si la alternativa es instituir una República Católica Hispana o un Aragón lingüísticamente puro (limpieza lingüística mediante, entiendo yo, pues es la única forma de conseguir una pureza que hoy no existe), tengo muy claro de qué lado de la barricada me voy a colocar.