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SU TURNO

No sé si ha ganado Sagasta o Cánovas del Castillo. Como en el siglo XIX, los dos presidenciables llevaban barba. Como en el siglo XIX, los dos presidenciables eran ancianos. Y, como en el siglo XIX, los dos presidenciables fingían con escasas dotes interpretativas que participaban en una contienda democrática. Es difícil distinguirlos.

De verdad que cada día me cuesta más encontrar las siete diferencias entre este turnismo y el de la Restauración. Máxime cuando hasta las propias reglas del juego se esconden y se presentan de una forma muy distinta a la realidad. Por ejemplo: que una buena parte de los españoles crean estar votando a Rajoy o a Rubalcaba, cuando esa posibilidad está reservada a aquellos ciudadanos censados en la circunscripción electoral de Madrid. O que se presente a estos individuos como “candidatos a la presidencia del Gobierno” mucho antes de que esa candidatura se formalice en las Cortes Generales (pues son los diputados y senadores quienes eligen con su voto al jefe de gobierno y no los ciudadanos).

¿Y qué más da? Cuanto más se falsee y se caricaturice el verdadero funcionamiento del sistema parlamentario español, más fácil será que unos pocos lo manipulen a su conveniencia. La realidad es que hemos llegado a un punto en el que casi todos los mecanismos institucionales del Estado son mera tramoya para sostener un tinglado muy simple manejado por un reducido grupo de señores. Como en la época de los caciques y los pucherazos, todo está perfectamente medido para que dos grandes familias se turnen en armonía, como dos clanes mafiosos que gestionan una entente para repartirse el cotarro sin estorbarse entre sí.

Ahora, tras las elecciones, debería llegar otro turnismo, el de los cesantes galdosianos que olisquean las puertas de los despachos preguntando qué hay de lo suyo. La lástima es que, esta vez, esos cesantes van a ser más galdosianos y garbanceros que nunca, pues hay bien poco que repartir y muchos suplicantes en la cola. Veamos cómo se disputan los despojos. Sentémonos los demás a disfrutar de la riña de gatos. Será divertido ver cómo se pelean por las raspas que Merkel y el baranda del BCE les arrojarán por la ventana.

Cuando haya terminado la pelea —durará poco, enseguida se repartirá la miseria—, empecemos los demás a hacer planes de exilio. Yo ya me he comprado una maletita de madera.

EXPERTOS EN CORBATAS

No he visto el debate. No me interesa nada. Y creo que tampoco le interesa mucho a los miles de millones de personas que, según las entusiastas cifras de audiencia que se publicarán hoy, lo han seguido. Me atrevería a decir que a los candidatos —a ellos menos que a nadie— tampoco les importa.

Es muy optimista llamar debate a lo que no llega a ser ni un careo judicial, y es ciertamente deprimente que la discusión sobre la res pública se haya reducido a un nivel retórico tan paupérrimo que no alcanza ni la caricatura ni la autoparodia. Pero así estamos, todos tan contentos, analizando gestos y modulaciones de la voz de dos señores mayores con escasa o nula telegenia. Dos pasmaos que hablan mirando a cámara procurando que el eco de sus propias palabras no les distraiga.

Entiendo que las interpretaciones escénicas de un Al Pacino o de un Marlon Brando dan para mucho análisis. Lo que transmiten, cómo lo transmiten, qué parte hay de técnica y qué de talento bruto, cómo consiguen emocionarnos con un simple arqueo de cejas… Pero de dos burócratas oscuros que guiñan los ojos al ser deslumbrados por los focos y se trastabillan al hablar, ¿qué se puede sacar en claro?

Pase que nos hagan tragar esta cochambrosa y ridícula puesta en escena como un sano ejercicio democrático. Pase que, falseando por completo el funcionamiento del sistema representativo parlamentario por el que se rige España, nos vendan como candidatos a la presidencia del gobierno a dos señores que, simplemente, son los cabezas de lista de sus partidos por una sola circunscripción electoral (de las 52 que hay). Pase que se intente vender la idea —a fuerza de repetirla— de que sólo hay dos partidos políticos en España.  Pase incluso que estos dos señores hayan decidido por su cuenta y riesgo que la letra ‘d’ de los participios regulares terminados en -ado es tan muda como la hache, y que tengamos que oírles decir, con el consecuente daño auditivo, terminao, arruinao o pasao. Y pase también que algún periodista se crea de verdad que esto tiene una trascendencia mayor que la de un episodio repetido de Aquí no hay quien viva (más quisieran ellos, por otra parte).

Acepto todas estas cosas sin ganas de darle Tres en Uno a la guillotina que guardo en el trastero. Pero lo que de verdad me toca los gitanales es que nos pasemos no sé cuántos días con los analistas y los politólogos monopolizando el discurso de los medios, con su sofisticado y gramaticalmente obsceno derroche de bobadas y sutiles hallazgos de memeces.

Que alguien que presume de solvencia intelectual me venga a argumentar por qué ganó Fulano o por qué perdió Mengano basándose en los más chabacanos tópicos de la psicología transaccional (probablemente, sin saber siquiera qué cosa es la psicología transaccional) me fatiga muchísimo. Que señores que se creen muy listos —y que generalmente juzgan mi trabajo y el de otros como yo como rellenos, chorraditas o entretenimiento para ociosos y marujas. Y eso, cuando quieren ser generosos y educados— llenen columnas y columnas y minutos y minutos analizando gestos anodinos, sudoraciones intrascendentes o tics irrelevantes, me deja pasmado y da la medida exacta de la calidad que la democracia y el periodismo tienen en España.

Un país avanzado y culto de verdad podría tolerar estas pantomimas, pero relegándolas a un lugar secundario. The Toronto Star, uno de los principales diarios canadienses, nave nodriza de un montón de cabeceras regionales y famoso porque uno de sus corresponsales europeos fue un señor llamado Ernest Hemingway, lleva su Politics Page hacia la mitad del diario, y apenas la deja ver en su web. Las noticias locales de corte social y, muchas veces, cultural, son las que destacan más. Los dimes y diretes del politiqueo se consideran aburridos asuntos de gestión que, por normalidad democrática, no deberían ocupar el centro de la atención pública. O, al menos, no anegarlo todo. Quizá no sea casual que este periódico, aun con la caída en picado de la prensa, conserve gracias a esta línea una gran tirada de casi medio millón de ejemplares.

¿Por qué no somos un poco más canadienses? Quizá porque para eso tendríamos que haber estudiado más, tener mejores universidades y un Estado del bienestar digno de ese nombre. Es obvio que necesitamos mucha más democracia para poder desentendernos de la democracia y relegar sus cuitas administrativas al oscuro rincón de las cosas aburridas que se atienden entre bostezos. Pero somos un país de taxistas y tenderos gritones. Un país de ágrafos que atienden aborregados los desquiciados y pedantes discursos de unos expertos en nudos de corbatas y en sudoración facial que se hacen pasar por guardianes de la democracia o algo así. Y cuando el sarao este acabe, cambiarán a Telecinco para ver qué dice la Esteban de todo esto. O de lo que sea. Lo importante es que haya gritos. No temo que se ofendan y quemen mi casa con sus antorchas de masa enfurecida, porque sé que los poquísimos individuos que hayan llegado hasta esta línea del artículo son más canadienses que españoles y, por tanto, no se sentirán aludidos.

Me gustaría decir con los tristes esos de la Generación del 27 que me duele España. Pero me da más asquete que otra cosa. En días como estos, me siento extranjero y me pregunto cómo me sentará un plumas bien abrigado y un gorro polar para pasar calentito el crudo invierno canadiense.

SAULOS DE TARSO

Estos días en que andamos a vueltas con el fin de ETA y que si Sortu y que si patatín y que si patatán, me vienen a la cabeza las lecciones de los conversos y de los arrepentidos.

No entiendo cómo es posible que los mismos que no transigen con un final que no incluya la desaparición absoluta e irrecuperable de todo lo que tenga que ver con la izquierda abertzale sientan una admiración tan grande por antiguos poli-milis y por etarras de primera hora pasados luego al otro lado (pasados antes de que fuera demasiado tarde para pasarse, claro).

No daré nombres, porque creo que todos podemos citar unos cuantos.

No les niego —faltaría más— el derecho a evolucionar políticamente y a elegir su forma de militancia y de expresión ideológica. Tampoco tengo que hacer ningún reproche a quienes les aceptan en sus filas. Lo que me sorprende es el ascendiente moral que ejercen, la superioridad desde la que hablan y lo tajante y firme de sus juicios, que no admiten a tibios.

¿De dónde procede su auctoritas? ¿De haberse caído del caballo en el momento oportuno?

Yo sí que soy consciente de mi superioridad moral sobre ellos, aunque no la ejerzo. Y mi superioridad se justifica en el hecho de que yo nunca, jamás de los jamases, he pertenecido a un grupo armado, nunca he usado la violencia, no he tenido un arma en mis manos ni he facilitado que otros la tuvieran. ¿Por qué iba yo a recibir lecciones de pacifismo de un converso?

Como en tantas otras cosas, echo de menos un poco de modestia, de humildad y de honradez. Creo que en la res publica cabemos todos, pero no soporto que los Saulos de Tarso gocen de un prestigio moral absolutamente injustificado y que se permitan despreciar a quienes, pudiendo cambiar de opinión y desplazarnos ideológicamente todo lo que queramos, nunca estuvimos al otro lado del cañón de la pistola.

BARRICADAS

Soy un tiparraco indeciso y voluble que cada día tiene menos certezas y se encoge más de hombros. No creo que sea un síntoma de pusilanimidad -aunque quién sabe-, sino que tiendo a pensar que todo es más complicado de lo que parece y que siempre hay un matiz que no se tiene en cuenta.

Muchas veces me divierto llevando la contraria. A algunos amigos les revienta esa costumbre, porque me dedico a defender una postura en la que no creo sólo para contradecir, por el gusto de buscar las cosquillas. Sólo lo hago cuando me plantean argumentos monolíticos que parecen no tener vuelta de hoja. Y en esta vida hay muy pocos absolutos, prácticamente no hay nada incontestable. De eso estoy convencido.

En los tan denostados Estados Unidos se valora mucho que los chicos salgan de las high schools con unas nociones de retórica. Los famosos clubs de debate enseñan a los chavales a ponerse en la piel de alguien que no piensa como ellos, les obligan a mirar las cuestiones desde otro punto de vista. Quizá -y sólo quizá-, prácticas como estas sean las responsables de que, pese a que el debate político en Estados Unidos muchas veces es terriblemente agresivo y ruin, (mucho más que en España: las cosas que se leen y se oyen en muchos medios norteamericanos no las diría Jiménez Losantos ni después de meterse cuatro anfetaminas y una botella de JB), no tengan una guerra civil desde mediados del siglo XIX.

Esta semana ha habido dos cuestiones políticas que han puesto a prueba la paciencia de la gente pachorra y biencarada (grupo humano en el que creo encuadrarme). Una ha sido de ámbito nacional, y la otra, autonómico: la aprobación de la reforma de la Ley del Aborto y la aprobación de la Ley de Lenguas en Aragón.

Lo cierto es que, pensado en frío, que es como mejor se piensa -o la única manera posible de pensar-, no tengo una postura definida en ninguno de los dos casos. Me parecen cuestiones complicadas -la del aborto más que la de la ley de lenguas- en las que hay demasiados puntos a tener en cuenta. En el aborto, quiérase o no, y al margen de religiones y fanatismos, aletea una cuestión ética (e incluso filosófica) insoslayable, que no se puede suprimir por decreto. Establecer límites y plazos en algo que afecta a uno de los bastiones irreductibles del pensamiento y la conciencia humanas es terriblemente peliagudo. Es un campo conceptual minado que obliga a caminar de puntillas.

En el caso de la Ley de Lenguas (la norma que reconoce, casi treinta años después de que empezara a plantearse, que en Aragón se hablan otras dos lenguas además del castellano: el aragonés en el norte y el catalán en el este) tampoco tengo claras las cosas. Es evidente que hay que legislar el asunto, lo que no sé muy bien es de qué manera, quién es competente y hasta dónde debe llegar la ley.

¿Qué sucede con esas dos leyes? Pues que como ambas han tenido una contestación tan fanática, desproporcionada, agresiva e insultante, me han obligado -a mí y a otros muchos pusilánimes- a tomar partido sin medias tintas.

Porque si matizar y hacer un llamamiento a un debate sereno da alas y poder a ciertos colectivos con tufillo totalitario que van armados con una cruz o con cualquier otro símbolo sagrado con el que pretenden empalarnos a todos, renuncio al matiz. Me entran ganas de abortar yo mismo delante de ellos y de no emplear otro idioma que no sea el catalán (el aragonés no lo hablo, pero puedo aprenderlo con relativa rapidez si alguien me da unas clases a cambio de unas cervezas y un plato de migas).

Nos hemos tenido que oír tantas gilipolleces y tantos insultos a la inteligencia de los ciudadanos que pasaban por allí que no nos queda otra que pensar: “Si me buscan, me van a encontrar”.

Es cierto que mis consideraciones son de matiz y que, en líneas más que generales, creo necesaria una legislación del aborto en la que la mujer (sí, la mujer, no su pareja ni sus padres ni, mucho menos, el obispo de la diócesis) tenga una capacidad de decisión lo más plena posible, y que es de locos que los hablantes de esas dos lenguas que llevan hablándose en esas zonas de Aragón desde que desapareció el latín merecen que la Administración que sostienen con sus impuestos articule medidas para su enseñanza, preservación y difusión.

Yo no planteo enmiendas a la totalidad, no estoy en contra de ninguna de las dos leyes porque me parece que sólo se puede contraargumentar de plano a sus planteamientos -de mínimos y de puro sentido común- desde la mala leche y desde las ganas de joder a la gente. O desde el cerrilismo. Las tres posiciones son poderosas para contraargumentar, que conste, y siempre encontrarán palmeros y jaleadores. Sin tanto barullo histérico, quizá podríamos exponer esos matices y escucharnos unos a otros -y, especialmente, a la gente que se dedica a estudiar estos temas y tiene opiniones fundadas- para intentar hacer las cosas lo mejor posible. Como eso no parece posible, sólo queda el “trágala”, al que parece que los españoles tenemos mucha afición.

Tuve tiempos ha un profe de guitarra muy chuleta, fardón y un poco tontorrón que contaba siempre la misma anécdota: “Tuve una novia que me dijo: ‘Estoy harta, Romualdo (nombre más que falso). O la guitarra, o yo’. Y elegí la guitarra, por supuesto”.

Al margen de lo chusca y de lo pasada de rosca de la anécdota, contiene una gran enseñanza vital: la libertad y la convivencia no admiten ultimátums. Y la democracia tampoco admite el estás conmigo o contra mí. Como dice otro dicho popular: “O jugamos todos, o se rompe la baraja”. Eso sí que lo he tenido claro: quien me obligue a elegir, me tendrá siempre enfrente de él.

Porque si la alternativa es instituir una República Católica Hispana o un Aragón lingüísticamente puro (limpieza lingüística mediante, entiendo yo, pues es la única forma de conseguir una pureza que hoy no existe), tengo muy claro de qué lado de la barricada me voy a colocar.