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LOS MAPAS NO SIRVEN PARA NADA

Me ha molado mucho El mapa y el territorio. Creo que es la mejor novela de Michel Houellebecq, la más compleja y ambiciosa, aunque no tenga la fuerza de Plataforma.

No me siento capacitado para glosarla y, a decir verdad, estoy muy desganado. La sola perspectiva de desmenuzar y pensar sobre lo que acabo de leer me deprime. Pero me apetecía dejar constancia. Para todos los cansinos académicos, para los lectores reaccionarios de chimenea y encuadernado en cuero y para los metaliteratos amargados que, por diferentes motivos, insisten machaconamente desde hace medio siglo en la muerte de la novela, en el fin de la literatura y en el agotamiento creativo del arte escrito, que dejen de aburrirnos con sus monsergas de viejos y lean a Houellebecq. ¿Cómo coño va a estar muerta la literatura si tiene escritores como este, capaces de escribir novelas como esta? Ya quisieran todos los muertos mostrarse tan vivos.

Ahora que la estoy reposando, entiendo que El mapa y el territorio es la novela de un patriota, desde el título hasta el epílogo. Es un libro profundísimamente francés, que apunta al corazón de lo gabacho. Conocedor de sus puntos débiles, tira a dar, afectando a los órganos vitales. Desde las pequeñas puyas que salpimentan el relato hasta las cargas de profundidad diseminadas en varios niveles de lectura. Todo va contra Francia y lo francés. Francia como epítome de una civilización agotada que no tiene nada más que ofrecer al mundo que unos hoteles con encanto y especialidades regionales. Un verdadero patriota sólo puede desear que la caricatura de ese país implosione. Como los maltratadores y los celosos: si no puede ser mía, no será de nadie. Dentro de todo patriota anida un terrorista. Eso lo sabe cualquiera y lo sabe Houellebecq.

Pequeñas puyas: el personaje de Houellebecq, exiliado en Irlanda, sólo bebe vino argentino o chileno. Cuando el prota le lleva una botella de vino francés de 400 euros como obsequio, bebe a gollete y acaba cayéndosele al suelo. Ni se molesta en recogerla. Ustedes no lo entenderán, pero muchos franceses no saben concebir insulto mayor que el contenido en esas irrisorias bromas. Si alguien narrara una violación en grupo a la Virgen del Pilar, no escandalizaría tanto un aragonés conservador como esas pequeñas boutades a un francés de pro.

Cargas de profundidad: remiten al título, a la estética de las guías regionales Michelin, a la incapacidad del país de asumir que sus patrones culturales ya no le importan a nadie en el mundo. Todo ello, uniendo arte y declive industrial, soledades y frustraciones.

Hay una referencia clave, que espero que no haya pasado desapercibida a ninguna lectura atenta —la novela está trufada de aparentes naderías que, como sucede en los relatos policíacos, revelan el verdadero significado del texto o ayudan a entender el móvil del asesinato—. El protagonista llama a Houellebecq para preguntarle cómo va a pasar la noche de fin de año. El novelista no ha planeado nada. Estará solo en su casa leyendo a Toqueville, dice.

Toqueville aparece citado en otra escena. Houellebecq parece fascinado con el personaje histórico, pero, aparentemente, la digresión es un receso en la acción sin relación con ella. Todo lo contrario. Para mí, es la clave fundamental: la novela entera remite al autor de La democracia en América. Un intelectual que intentó comprender su tiempo y acabó como un modesto diputado sin ambiciones políticas, como si hubiera descubierto algo que hiciera inútil cualquier esfuerzo. Hay una conexión con el patriotismo de Alexis de Toqueville. Houellebecq interpela constantemente a Toqueville porque todo lo que este definió, fijó y planteó como pilares de la civilización occidental no es más que palabrería formal que no es útil para entender nada del mundo actual. De la Francia actual.

Es decir: el mapa de Francia hace tiempo que no coincide con su territorio. Las guías Michelin no sirven para recorrer el país porque topografían algo que dejó de existir hace mucho tiempo, si es que existió alguna vez fuera de la cabeza de Alexis de Toqueville. Porque Houellebecq parece insinuar que el propio Toqueville se dio cuenta de que su descripción de la democracia no reflejaba la sociedad real. Al menos, eso sospecha el novelista, aunque no dispone de las pruebas.

El mapa y el territorio es salvaje, denso, seductor, provocador y conmovedor. Es, en definitiva, todo lo que tiene que ser una gran novela moderna. Houellebecq es grande, un escritor llamado a ser un clásico. Quizá ya lo sea.

PD.- Ahora que lo pienso, menos cansado que cuando escribí el post, añado que la fuente intelectual más poderosa de este libro no es Toqueville ni la filosofía de los primeros teóricos de la democracia, sino los utopistas del siglo XIX. Hay muchísimas referencias a ellos, desde William Morris y su movimiento de arts & crafts hasta Charles Fourier y sus falansterios. Locos que soñaron con organizaciones sociales perfectas, a menudo como rechazo a la industria. Puede decirse que diseñaron mapas alternativos para un territorio que no querían.

Básicamente, ese es el espíritu que busca rescatar Houellebecq en la novela, al menos como punto de partida teórico o como hipótesis narrativa. Un mapa es una representación a escala y convencional de un territorio, como en muchos aspectos el arte lo es de la realidad. Sin embargo, por muy precisos que sean los mapas, no conseguimos dejar de sentirnos perdidos. No entendemos mejor el mundo de lo que lo entendía Alexis de Toqueville, aunque disponemos de instrumentos mucho más sofisticados para explorarlo. De hecho, puede que lo entendamos incluso peor. Por tanto, los mapas son inútiles, no nos guían. Hay que revertir el proceso: volver al territorio. No hay que modificar los mapas, sino el terreno, transformarlo al margen de lo que establezca su representación. Pero transformarlo en él, no proyectando mapas previos donde planifiquemos la transformación, porque entonces estaríamos siendo tan ingenuos como los utopistas.

El final del libro es una especie de distopía rural con economía de mercado: una Francia en la que los urbanitas han vuelto al campo, revitalizando los pueblos, convirtiéndolos en prósperos centros de ocio para los turistas rusos y chinos. Francia sólo encuentra un lugar en el mundo cuando abandona su sumisión al mapa y asume su territorio, su realidad. Es decir, cuando la soberbia imperial y la grandeur (pues eso son los mapas, al igual que el arte, representaciones de poder) se aparcan en pro del sentido común. O en otras palabras: no es posible encontrar acomodo en el mundo si no se desprecian antes las representaciones que hemos hecho de nosotros mismos. Pragmatismo social que puede ser también individual: sé tú mismo, no lo que se supone que eres. Jed Martin, abúlico protagonista de la novela, acaba aplicándoselo.

Es una lectura nihilista de los utopistas del XIX. El fin de toda ingenuidad. El fin (quizá ahora sí) del sueño imperial de Occidente.

2.903 KILÓMETROS

Ya estamos de vuelta de nuestra primera parte de las vacaciones. La parte agitada, de carretera sin manta. Ahora viene la del relajo y la holganza, aunque antes he de acometer un par de tareas que me tienen un tanto desnortado y con ganas de terminarlas.

Cuando nos hemos bajado del coche en Zaragoza, el cuentakilómetros, que habíamos puesto a cero en la salida, marcaba 2.903 kilómetros. Qué rabia no haber llegado a los 3.000 por 197.000 miserables metros. Estamos exhaustos y felices, después de una tournée automovilística que ha recalado en Montpellier, Sanremo, Florencia, La Spezia, Cinque Terre, Mónaco, Niza, Perpiñán y esta inmortal y aletargada ciudad, que nos ha parecido mucho más horizontal y despanzurrada que cuando la dejamos.

Al descargar la cámara me he dado cuenta de que apenas tenemos fotos de este viaje. Yo, que soy de gatillo fotográfico fácil, me he olvidado el equipo en el hotel muchísimos días, y he descubierto la maravillosa sensación de pasear con las manos en los bolsillos, sin la pulsión de inmortalizar cosas que no merecen más que ser fugaces. A este despiste no del todo intencionado se une que hemos viajado con Pablo. Y, cuando hay un bebé de por medio, todos los monumentos y las amenidades del camino quedan eclipsadas por tu babosidad paterna.

Así que tengo poco repertorio, y el poco que tengo está dominado por mi hijo.

Helo aquí, sentado en los escalones del pórtico de la catedral de Florencia, a punto de cantar una saeta a la cúpula de Brunelleschi:

O disfrutando de su síndrome de Stendhal particular en la atracción turística que más le emocionó de toda Florencia: un columpio de una plazuela en la orilla sur del río Arno:

O indignado por el cutrerío turistero de Pisa y maravillado a la vez ante su torre pendente, consultando con su madre si puede comprarse una camiseta que aprovecha el icono monumental italiano para hacer una sutil y refinadísima chanza sobre la disfunción eréctil:

O con su orgulloso padre, admirando el escarpado y acongojante panorama de las Cinque Terre:

O en este sugerente contraluz con su madre, que parece una Madonna del Quattrocento con una buena pátina negra encima:

Conclusión: en contra de una creencia muy extendida entre los propietarios de chalets pareados y entre los compradores de Ikea, se puede viajar con niños pequeños y disfrutar del viaje. Incluso se puede viajar con niños muy pequeños y disfrutar intensamente del viaje. Lo que no se puede es aspirar a tener fotos. Renuncien a los recuerdos. Acabo de descargar unas 400 fotos, y en casi todas ellas aparece mi hijo. Deprimente y psiquiátricamente diagnosticable.

A Pablo y a mí nos gustó mucho Italia. Muchísimo. Italia es un país muy baby friendly. Los bebés son recibidos con fiestas y risotadas en todas partes y no hay trattoria u osteria, por minúscula y apretada que sea, que no disponga de al menos una trona y de un camarero con refinadas dotes de puericultor. A mí me ha encantado por otras razones. Ya me gustaba de antes, claro, pero en este viaje he gozado tanto de sus carnes -apenas he probado la pasta-, de su vino y de sus fortísimos y deliciosos cafés, que he estado tentado de quedarme a vivir.

No queríamos volver a Francia. Francia nos parecía el infierno, el lugar donde todos los sueños son guillotinados, donde la cocina se hace haute cuisine, donde el aceite se vuelve mantequilla y donde la alegría expansiva de las nonnas se revira en la cara de vinagre de las viejas gaullistas.

Por eso, cuando dejamos atrás Ventimiglia, el último pueblo de la Riviera italiana antes de la frontera francesa, yo me enfurruñé y Pablo rompió a llorar. Un llanto bíblico que no cesó hasta que llegamos a Niza. Llorábamos por la Italia perdida.

Menos mal que el humor me reconcilió con Francia -que, a fin de cuentas, la tengo por mi segunda patria, por poderosas razones familiares y de filia-. El humor de la política francesa.

Vean ustedes qué gracia tiene la cosa.

El 7 de septiembre hubo unas grandes manifestaciones contra el plan de Sarkozy de retrasar la edad de jubilación a los 62 años, y la prensa progresista las interpretó en clave de reprobación nacional del presidente. Le Nouvel Observateur, el influyente semanario dirigido por su majestad republicana Jean Daniel, colocó un careto chungo de Sarkozy en blanco y negro en su portada con el titular: “¿Es este hombre peligroso?”.

Ante este intolerable ataque, el semanario Marianne salió en defensa de su líder con esta impagable portada, cuyo titular dice: “Señor presidente, es usted formidable”.

Es, obviamente, una coña. Una fina ironía francesa. Noten el tercer titular de los sumarios: “Il est si bien élevé”, una sutil alusión a la baja estatura de Sarko.

Qué humor, qué finura, a la altura del mejor Jueves. ¿Y lo de Le Nouvel Observateur, con esa portada que tira la piedra y esconde la mano? Veo que el periodismo está en Francia como en todas partes: para sopitas y una siesta. Demasiadas décadas de complacencia, de palmoteo lumbar y de comilonas con los ministros han anulado su capacidad de respuesta. Cuando los medios quieren recuperar cierta pose combativa, hacen el ridículo. Han perdido la costumbre: quieren declamar y sólo les sale un eructo. De hecho, la pieza fuerte del número de Le Nouvel Observateur es un tibio editorial de Jean Daniel que cuenta una comida que Sarkozy tuvo el 2 de septiembre en el Elíseo con algunos popes de la prensa francesa, en la que el director de Le Nouvel fue comensal de honor. Daniel, echando por tierra su contundente portada, compone un texto de equilibrista, que aspira a no ofender a su anfitrión pero también a dejar claro que él es insobornable. Un ni chicha ni limoná, un ni pa ti ni pa mí, un bueno sí pero no. Un rollo patatero, vaya. Francia parece que se pone en pie contra Sarkozy, pero en realidad sólo se ha estirado en el sofá para darse la vuelta y seguir roncando.

Si esta es la respuesta de la prensa, Sarkozy puede dormir a gusto con su Carla. De hecho, de la lectura somera de algunos periódicos se deduce que lo hace a pierna suelta. Y no me extraña.

Y todavía no me he puesto al día de lo que pasa en España. A ver qué se cuentan por aquí.

GITANOS

En inglés, la palabra gipsy no significa solo gitano. Por extensión, se aplica a cualquier persona nómada, de vida desordenada, dispersa, sin domicilio, errabunda. A veces, asimilable a los hipsters que tan famosos se hicieron en los años 40 en Estados Unidos.

Gipsy no es necesariamente peyorativo. Connota libertad, espíritu indómito, antiestatalismo y anticonvencionalismo. Los bandidos y los vagabundos tienen muy buena fama en la cultura anglosajona, como demuestran los mitos de Robin Hood y de Billy el Niño. Aunque maten. Aunque pongan a prueba los límites no sólo de la ley, sino también de la moral. Porque hacen lo que les da la gana, porque están más cerca de la idea platónica de la libertad y del ideal ácrata.

Los gitanos parecen irreductibles. Un pueblo que ha creado el flamenco y la música zíngara, que no se ha diluido en una Europa llena de cables y de autopistas, que se ha mantenido marginal, fuera de los límites de lo tolerable, de lo decente y de lo comprensible por la burguesía. Es un pueblo grande, cuya grandeza cantó Jan Potocki en El manuscrito encontrado en Zaragoza mucho antes de que García Lorca readaptara en el siglo XX el cliché romántico de amoríos jineteros y claveleros.

Cuando Michelle Obama fue a escuchar flamenco al Sacromonte, una de las gitanas que participaron en el espectáculo declaró a la prensa que se había pasado toda la velada llamándola “señora Mojama”. Cuando le afearon su error, la señora se encogió de hombros y soltó una carcajada enorme, sin embarazo ni rubor alguno. Qué más le daba a ella cómo se llamaba la paya-yanqui de las narices. Muchos se rieron y se escandalizaron con la ignorancia de la señora, sin reparar en que sólo desde la ignorancia se puede ser libre. Y esa señora fue inmensamente libre. Quizá la más libre de España ese día: mientras todo el país reverenciaba a la gran dama, a la esposa del gran líder, ella le sacó los cuartos y le llamó como le salió de las mismas, sin protocolos ni respetos ni patochadas. Olé.

Los gitanos han sido perseguidos muchas veces a lo largo de la historia. Con frecuencia se olvida que son tan víctimas del Tercer Reich como los judíos. En los campos de concentración, llevaban un triángulo marrón invertido cosido a su uniforme. Aunque hubo gitanos en muchos campos, incluido Auschwitz, la mayoría fue a parar a Buchenwald, donde un monumento les recuerda. Es uno de los pocos homenajes a los gitanos asesinados por Hitler que hay en Europa.

Francia es una nación que aún no ha terminado de asumir su papel en el Holocausto. La retórica nacionalista oficial y los símbolos del Estado la presentan como víctima de Hitler, obviando que el régimen de Vichy fue, junto a Italia, el único Estado fascista de Europa occidental implicado directamente en la solución final. Hace menos de cinco años que el ayuntamiento de París accedió a homenajear a los miles de judíos parisinos que fueron deportados a los campos de exterminio en 1942. Casi todos, delatados y empujados por sus vecinos, ahorrándole el trabajo sucio a la Gestapo. Buena parte de la clase política de la postguerra venía directamente de esos lodos. El propio Mitterrand fue un funcionario condecorado por el mismísimo mariscal Pétain antes de descubrir la Resistencia y el arrebatador charme de De Gaulle (y mucho antes de descubrir la socialdemocracia y cómo parasitar el desunido y moribundo Partido Socialista)

Que un país que todavía manda callar ante algunas dolorosas verdades de su pasado reciente abandere una nueva persecución racista en Europa es, como poco, desasosegante. Quizá algo más: tiene un punto aterrador. ¿Cuánto tiempo llevábamos sin ver deportaciones en Europa? Algunos ingenuos pensábamos que no las veríamos más, que eran cosas de nuestros abuelos, que fueron unos bestias y unos hijos de puta. Pero no: parece que nosotros también tenemos nuestra cuota de bestialidad e hijoputez. No es un rasgo generacional ni pretérito.

¿Qué molesta tanto a los señores burgueses de los gitanos? ¿Sus chándales viejos, su miseria exhibida al aire libre, la forma en que les recuerdan que su país no es un conjunto de villes fleuries poblado por bonachones labriegos que comen camembert a la sombra de un roble? Por cierto, que Francia no se ha contentado con expulsarles, sino que ha chantajeado sin ningún pudor al Estado rumano: ha pedido que controle los fondos europeos para integrar a los gitanos. Exige a Rumanía que los mantenga a raya bajo la amenaza de vetar su inclusión en el espacio Schengen. Ni Don Vito Corleone era tan zafio. Don Vito jamás habría expresado la amenaza en términos crudos, la habría insinuado. Sarkozy quiere ser un mafioso, pero no pasa de un vulgar chulo de barrio.

Es vergonzoso, pero a este lado de los Pirineos no tenemos mucha autoridad moral para levantarle la voz a Sarkozy. Los gitanos son nuestros negros. Hay miles de paralelismos entre la segregación afroamericana y la historia de los gitanos en España. Y la respuesta de los negros americanos y de los gitanos españoles ha sido pareja: ambas minorías han creado una cultura a la contra, hedonista, marginal, hipersexualizada, religiosa y trágicamente hermosa.

Más que al jazz, el flamenco se parece al blues. Las dos culturas tienen sus propias ciudades sagradas: Cádiz para el flamenco, Chicago para el blues. Las dos emplean un término propio que no significa lo que parece significar para designar algo genuino que tiene que ver con el talento, la emoción y la belleza: el duende en el flamenco, y el feeling en el blues. Las dos son tristes, cantan a cosas tristes, a mujeres malas, a ladrones buenos y a policías cabrones. Y las dos se resignaron a asumir cierta protesta social muy a su pesar. Porque ni el flamenco ni el blues están hechos para levantar ni arengar a las masas, sino para arrasar de lágrimas al oyente, para retorcerle las entrañas.

Hay un capítulo de Boston Legal en el que hace un cameo un muy crecidito Jaleel White, el que fuera el insoportable Steve Urkell. White interpreta a un abogado aspirante a un puesto en el bufete. Hace una entrevista de trabajo brillantísima y, al final, el jefe del bufete le dice que está encantado porque “no suena como un negro”.

Se arma la gorda, lógicamente.

Pero la reflexión sobre el racismo está muy bien: en Estados Unidos se aceptan los negros a condición de que no actúen como tales. Gustan los negros como Obama, que ni siquiera son negros del todo. Negros universitarios, con perfecta dicción de la Costa Este, capaces de citar un par de libros de Faulkner y de vestir con elegancia un buen traje o una camisa bien abotonada. A los españoles nos pasa lo mismo con los gitanos: nos gustan a condición de que no hablen como un gitano, ni se muevan como un gitano, ni se vistan como un gitano, ni vivan como un gitano.

Que hagan flamenco, que nos gusta mucho, pero en el Teatro Real, no al raso en torno a una hoguera. Y que lo dejen recogido todo al salir. Que hagan flamenco, pero que lo hagan citando con arrobo a Lorca y que le añadan algo de fusión o unos toques de pijerío ibicenco. Cuando vemos a uno de esos gitanos pensamos: ¿ves qué bien? ¿Por qué no podrán ser todos como este señor, en vez de ir robando por ahí?

Tan funestos son el paternalismo y la condescendencia con las que las administraciones españolas tratan el asunto de la marginalidad de los gitanos como la exaltación romántica. Ni creo que haya que salvarlos de ellos mismos ni comparto los entusiasmos lorquianos, aunque me hagan gracia muchas picarescas y pitorreos. Son ciudadanos españoles que no necesitan la compasión ni la admiración de nadie. Quizás habría que hablar entre ciudadanos y no entre etnias. En el tú a tú, mirándonos a la cara.

De momento, y a falta de un milagro que nunca llega, canturreo una canción de Extremoduro que se titula Islero, shirlero o ladrón. Islero es el toro que mató a Manolete, y un shirlero es un término caló que define a los atracadores de poca monta. Dice: “Necesito trabajar, he aprendido a ser shirlero, ayudando a los demás a quedarse sin dinero”.

Quizá los señores burgueses de Francia duermen más tranquilos ahora que han limpiado la chusma y no se van a cruzar con un shirlero a la salida de Chez Roquefort, pero hay tres palabras en castellano que definen a quienes son capaces de dormir a pierna suelta tras una deportación instigada por ellos mismos: hijos de puta.

UN MONJE EN LAS BOCAS DEL RÓDANO

Como todo el mundo sabe, los nombres de los departamentos franceses se deben al accidente geográfico más característico de la zona. Fue un empeño napoleónico, una forma de eliminar del mapa los nombres de los viejos condados, reinos y países anteriores a la Revolución. Era una obsesión positivista y un intento de eliminar por decreto el pasado feudal, el Ancien Régime.

Como si los accidentes geográficos no debieran su nombre a las personas, como si su denominación fuera inocente, aséptica, como si sus nombres no tuvieran ideología.

Conscientemente o no, los fríos administradores revolucionarios se permitieron licencias poéticas en el diseño de la nueva Francia. Por ejemplo, en el departamento de las Bocas del Ródano.

Como sucede en casi todos, los nombres departamentales se han quedado para uso puramente administrativo, pues la gente ha seguido llamando a sus regiones con sus nombres tradicionales. Las Bocas del Ródano eran y son la Camarga, el delta del río Ródano: una extensión de humedales y llanuras ventosas por las que corren los mejores caballos del país. Sin embargo, la potencia poética del nombre de las Bocas del Ródano sedujo hasta a los más impenitentes guardianes de las esencias más antiguas de la Provenza, hasta a los más antijacobinos. Hasta el propio Fredéric Mistral, el bardo provenzal.

Uno de sus poemas se titula precisamente El poema del Ródano, y fue escrito a sus orillas.

Mistral ganó el Nobel de Literatura en 1906, ex aequo con el español José Echegaray.

Echegaray es un escritor muerto, en el único sentido en el que puede morir un escritor: sus obras ni siquiera figuran en la lista de lecturas obligatorias de bachillerato. Nadie lo lee, nadie lo reivindica. Solo se le recuerda por las mofas que de él hizo Valle-Inclán.

Mistral está un poco menos muerto que Echegaray. Su cadáver literario está menos podrido, aún hay quien lo saca en procesión y lo usa como reliquia, sus poemas se leen en los planes de estudio de bachillerato, especialmente en los departamentos de la Provenza, y todavía se inauguran colegios y centros culturales que llevan su nombre.

No se le lee, pero se le recuerda y se le evoca con simpatía y ternura, y por toda la Provenza y buena parte del Languedoc, los edificios públicos tienen adheridas placas con versos suyos en occitano.

Placa con un texto de Mistral en Marsella.

Fredéric Mistral se gastó el dinero del Nobel en comprar un inmueble en Arles y en acondicionarlo para crear en él el Musée Arlatan (en buen francés, el gentilicio de Arles es arlesien, pero él invocó el gentilicio en occitano provenzal, que es el que mayoritariamente se usa hoy), considerado uno de los mejores museos etnográficos del mundo, un compendio-mausoleo de una cultura y una forma de vida tradicional, la de la vieja Provenza, irremediablemente perdidas a comienzos del siglo XX.

Mistral pasó sus últimos años en las Bocas del Ródano, hablando con los pescadores del delta, anotando sus expresiones y su léxico, empeñado en dar testimonio meticuloso de una lengua que moría con ellos. Para entonces, era dolorosamente consciente de que todos sus esfuerzos habían sido en vano, que el occitano jamás volvería a ocupar un espacio significativo en la esfera pública, que en el transcurso de una o dos generaciones se convertiría en la lengua muerta que ya es hoy, hablada por cuatro viejos que ni siquiera la usan como idioma vehicular.

Lo normal cuando se visita Arles es pensar en Van Gogh y en su cuadro del café de la noche. Yo pensaba en Mistral.

Por placer sentimental, me interesan mucho los fósiles romances que perduran en Europa, me gusta ver cómo algunas lenguas han resucitado después de una larga agonía y otras se han visto rematadas por el vapor, la electricidad y la televisión, que consiguieron lo que no lograron los edictos reales ni las furias jacobinas.

Una lengua que supo resurgir de sus cenizas fue el catalán. Una lengua que murió fue el occitano. Y sus historias son parejas.

Pablo y yo en Marsella, junto a un paisaje cantado por Mistral.

A finales del siglo XIX, por las mismas fechas en que surgía en Cataluña el movimiento literario-cultural de la Reinaxença, directamente responsable de la resurrección del catalán como lengua culta, pública y urbana (que culminó décadas después, en 1932, con la aprobación de unas normas ortográficas comunes para todos los catalanoescribientes, las todavía vigentes Normas de Castellón), Fredéric Mistral inaugura en la Provenza el felibridge, un movimiento muy parecido al de la Reinaxença (aunque mucho más oscurantista y mucho menos moderno) que pretendía devolver al occitano, especialmente en su variante oriental de provenzal, el esplendor robado.

El provenzal, la lengua literaria de la Europa medieval, la que cantaban los trovadores y con la que aprendió Petrarca a rimar para enamorar a su Laura, había sido prohibido por decreto real francés en el siglo XVI, y desde entonces había ido quedando relegado al campo, a los agricultores incultos, a las masas sin escolarizar en francés. Hablar provenzal era indicativo de ser pobre, iletrado y reaccionario.

¿Por qué fracasaron, mientras que sus equivalentes catalanes lograron su objetivo?

Aix-en-Provence, capital histórica de la Provenza.

Por muchas causas, no todas ellas claras. Para empezar, el catalán estaba en una situación mucho menos calamitosa que el provenzal y tenía una burguesía poderosa que simpatizaba con su causa. Además, el Estado español era más débil que el francés, y sus reacciones -muy a menudo, extremadamente violentas- encontraban una resistencia eficaz. En cambio, nada se oponía en la Provenza al triunfo del jacobinismo francés, que no admitía fisuras ni excepciones.

Pero, sobre todo, el fracaso de Mistral and friends se debe a que no supieron desactivar la instrumentalización política que la reacción hizo de ellos.

En Francia, una forma de manifestar el odio a la República y, por extensión, a la democracia, es manifestar el odio a la nación. Desde 1789, bandera tricolor y democracia van unidas indisolublemente. Los realistas, monárquicos y reaccionarios se acogen a la vieja flor de lis borbónica y evocan una Francia plural y multilingüe, en oposición a la Francia monolingüe de la República.

Es decir, que los monárquicos y los ultrarreaccionarios aprovecharon el movimiento de Mistral para darle un paraguas cultural a su sueño de una Francia sin república y sin democracia, al retorno de un rey con la cabeza sobre los hombros. Aprovecharon los estudios culturales y literarios del poeta provenzal para inventarse una Francia idílica muy parecida a la España que pintaban los carlistas: una Francia tradicional, arcaica, donde el francés no fuera impuesto por decreto y el campo triunfara sobre la ciudad.

Quisieron que Mistral se presentara como candidato monárquico, pero lo rechazó, y ese rechazo fue el principio de su fin. Salvó al provenzal de ser utilizado por la carcundia reaccionaria, pero lo dejó herido de muerte, en un callejón sin salida, dinamitando su única posibilidad de expresión política.

Así que se recluyó en Arles como un monje, en las Bocas del Ródano, encarnando en sus últimos años la agonía silenciosa de la lengua que amó y que intentó resucitar.

Cuando, pasado el mayo del 68, unos jóvenes cabreados con París y todo lo que significaba el Estado francés volvieron sus ojos al occitano para estudiarlo y reivindicarlo desde la orilla política opuesta, con renovados bríos urbanos, sin flores de lis ni caciquismos de baja estofa, ya era demasiado tarde. El occitano era entonces irrecuperable, no había marcha atrás.

Hay otros fósiles romances en Europa, pero ninguno tan triste como este.

CAMPO DE PRUEBAS

Es intolerable: Pablo va a cumplir seis meses y todavía no ha salido de España. No podemos mantenerle más achatado, enclaustrado en este país de obispos y toreros. Tiene que salir por ahí.

Y eso vamos a hacer. Nos tomamos unas breves vacaciones. Al fin (largo, larguísimo suspiro de satisfacción).

Hace unos años instituimos sin darnos cuenta una tradición: viajar cada primavera a Francia. No importa el destino, pero es obligatorio pasar al menos una noche en suelo francés cada primavera.

Como toda tradición, su origen se pierde en una bruma imprecisa del amanecer de los tiempos, pero cuenta la leyenda que una botella de Burdeos y un croissant a medio masticar tuvieron algo que ver en su fundación.

El año pasado nos saltamos la costumbre, ya que la situación gestante de Cris no permitía grandes desplazamientos en coche (por eso nos fuimos a Estados Unidos, que es el país más parecido a Francia que encontramos en el mapamundi), y nos sentimos tan desolados como un sevillano en Helsinki que se pierde el Rocío y vaga por los bares de la capital finlandesa en busca de rebujitos con los que ahogar su pena.

Pero este año volvemos a las andadas, esperando que Pablo se acostumbre también a esta tradición. Aunque puede que, para cuando él sea mayor, Francia haya sido comprada por un fondo de inversores de capital de riesgo de los que se dedican a hacer rentables empresas obsoletas: deslocalizarían París, refundándolo en Bangladesh, y aplicarían una política de recortes obligando a las boulangeries a servir solo medias baguettes. O, lo que es peor: obligarían a Johnny Hallyday a raparse el tupé o a llevar pantalones holgados, o impondrían por ley el uso cepas californianas para elaborar Borgoña.

De todo son capaces estos depredadores.

Pero, mientras tanto, podremos seguir cultivando la tradición familiar. Este año toca la Provenza y un poquito del Languedoc. La vieja Marsella, con sus bullabesas y sus aires morunos, y el sol y la lavanda que infectaron las pupilas de los impresionistas.

Tópicos, topicazos a gogó. ¿A qué va uno a Francia si no es a sentir lo trillado, a comulgar con el lugar común? Si quisiéramos sorpresas viajaríamos a Uzbekistán.

Además, es un destino reposado y asequible para un bebé. Con los viajes con niños hay que ir como con los videojuegos: la pantalla uno es fácil, y conforme se van superando las pantallas y matando a los monstruos, la dificultad sube. Francia es una demo, un campo de pruebas.

De camino paramos en Barcelona, donde estará firmando el maestro Jacques Tardi en el Salón del Cómic. Soy muy fan de este hombre, pero entre unas cosas y otras -y un medio negociete literario que voy a aprovechar para hacer en Barna, y del que ya os daré cuenta cuando se firmen los papeles-, dudo mucho que pueda acercarme a su vera. Snif.

Ya os contaré qué tal a la vuelta, porque, aunque me llevo el portátil, estoy tan cansado que no sé si me apetecerá mucho glosar nada por el camino. Quisiera descansar de verdad, comiendo ricos platos provenzales y bebiendo vino, sin nada que me recuerde mi miserable vida de aporreateclados. La joie de vivre, mes amis.

À bientôt.

PD.- Para los que me acusan de aprovechar la mínima excusa para hablar de mi churumbel, esta es la cara que puso el chaval cuando le dijimos que nos íbamos de vacaciones:

VIOLENCIA

Leo Postguerra, de Tony Judt, hasta muy altas horas de la noche. Los libros de historia, cuando son buenos, están bien escritos y son atrevidos, me suelen atrapar. Son una lectura muy agradecida.

Leo Postguerra y pienso en la violencia. Porque una de las virtudes de Judt es que sabe situarte en las coordenadas de la época, interpretando lo que sucede con los ojos de la gente que lo vivió, no con los ojos padrastriles y sabihondos de hoy. Y nos deja claro que la violencia significaba una cosa muy distinta para nuestros abuelos.

Estamos en la Francia de la inmediata postguerra. Años 40. Dice Judt:

En 1945 muchos europeos habían vivido ya tres décadas de violencia política y militar. La gente joven de todo el continente estaba habituada a un cierto grado de brutalidad pública, tanto de palabra como de obra, que hubiera sorprendido a sus antepasados del siglo XIX.

(…)

Por otra parte, Francia, más que ninguna otra nación-Estado occidental, era un país cuya intelligentsia aprobaba e incluso veneraba la violencia como un instrumento de la política pública.

(…)

De este modo, cuando el veterano político del Partido Radical Edouard Herriot, presidente de la Asamblea Nacional Francesa hasta su muerte en 1957 a los 85 años, anunció el día de la liberación que la vida política normal no podría restaurarse hasta que “Francia hubiera pasado por un baño de sangre”, la expresión no llamó la atención de los oídos franceses, aun cuando procediera de un barrigudo y provinciano parlamentario del centro político.

Es lo que siempre planteo a quien defiende que vivimos en una sociedad violenta. No, señora/señor, no: violentos eran nuestros abuelos. Nosotros vivimos en un mundo (en Occidente, vaya, y en Europa, para ser más concretos, y en Europa occidental para terminar de enfocar) donde el umbral de tolerancia hacia la violencia está muy bajo. Probablemente, en el nivel más bajo de toda la historia de la humanidad. Y eso genera una sociedad sorprendentemente pacífica: tanto la delincuencia como la violencia que ejerce el Estado, aunque siguen existiendo y regurgitando cadáveres, son muy pero que muy inferiores a las de hace tan solo cincuenta años. O incluso treinta.

Las estadísticas pueden maquillarse, claro, y se maquillan de hecho. Pero hasta cierto punto: trampeando los datos se pueden rebajar uno o dos puntos, pero no se puede ocultar un número significativo.

Cuando me hablan de videojuegos y de televisión, siempre esgrimo estos argumentos. ¿Son los chavales de hoy más violentos que sus padres y abuelos?

Amos, anda.

Lean a Edmundo de Amicis y sabrán lo que es el bullying.

Que un ex alumno de internado les cuente anécdotas escolares y échense a temblar.

Es una cuestión de sensibilidad: violencias que antes pasaban inadvertidas ahora escandalizan, y a ciertos observadores mojigatos les puede dar la impresión de que el mundo es terriblemente violento cuando, en este rincón del planeta, nunca ha sido tan tranquilo.

Y, sin embargo, las cárceles están a rebosar, inverosímilmente saturadas de gente desgraciada y mísera que ha cometido delitos de pacotilla propios de quienes han sido arrojados a los márgenes del mundo.

Y, sin embargo, muchos demagogos irresponsables juguetean populistamente con el endurecimiento del Código Penal, la reimplantación de la cadena perpetua o incluso la pena de muerte.

Y, sin embargo, el clamor vengativo crece día tras día.

Cuantas menos cosas pasan, más represión se pide.

Serénense, tómense una cañita, respiren hondo y disfruten. Probablemente en los informativos sangrientos de Pedro Piqueras no se lo dirán, pero se lo digo yo: tiene muchísimas más posibilidades de que le toque la Primitiva que de ser asesinado o simplemente agredido.

Y, si no, fíjese en nuestros abuelos y en la alegría homicida que desplegaron durante varias décadas. Por suerte, no somos como ellos. No lo sea usted.

LA HISTORIA DE LA CACA

Quizá ustedes pensaban que la mierda en televisión tenía más o menos esta forma:

O esta otra:

Pero en el canal Arte nos han enseñado que puede tener otra forma. En concreto, llana y simplemente, esta:

Una vez más: ¡Vive la France!

Arte (paréntesis para posibles legos: Arte es un canal francoalemán de contenidos exclusivamente culturales que emite en francés y en alemán para ambos países. La noche temática de La 2 empezó programándose con materiales elaborados por Arte) produjo al año pasado una serie documental de cuatro capítulos titulada La fabuleuse histoire des excréments, traducida en España (y emitida por el canal Odisea en cable y parabólica) como La fabulosa historia de la caca, mejorando notablemente el título original.

Son unos programas fantásticos: muy bien documentados; guionizados, escritos y realizados con mucha gracia, y osados, entretenidos, divertidos y, sí, didácticos. ¿Se puede hacer mierda en televisión sin que apeste? Sí, y además se puede hacer una televisión de altísima calidad con ella.

La serie propone un recorrido por este último tabú y su cultura, y la cosa daría para mucho más que estas cuatro entregas. Hacen un poquito de historia, contándonos cómo se ha enfrentado la humanidad a sus heces a lo largo de la historia, y terminan narrándonos un montón de curiosidades que van del chascarrillo inocente a la tragedia más bárbara.

¿Sabían ustedes, por ejemplo, que en Japón elaboran una vainilla sintética a partir de excrementos de vaca? ¿O que en ese mismo país se ha desarrollado una poderosa industria de inodoros altamente tecnificados que adivinan mediante memorias artificiales a qué hora sueles ir al baño y precalientan el asiento diez minutos antes para que lo encuentres calentito?

¿Sabían que la postura para defecar sentados sobre el retrete probablemente sea la responsable de un buen número de desórdenes y enfermedades del aparato excretor y digestivo que nuestros antepasados, que cagaban en cuclillas, no padecían? ¿Y que Katheen Meyer escribió en los años 70 un libro práctico titulado Cómo cagar en el monte (Ediciones Desnivel) que ha vendido cientos de miles de ejemplares, que ha sido traducido a decenas de idiomas y que es muy apreciado por senderistas y naturalistas de todo el mundo? ¿O que en algunos países de Asia tienen tradiciones y figuritas muy parecidas a los caganers catalanes y que posiblemente ambas estén relacionadas, pues comparten su espíritu satírico?

Y, lo que es peor: ¿sabían que miles de millones de personas en todo el mundo defecan en letrinas o retretes que no están conectados a una red de alcantarillado y de depuración de aguas fecales, y que eso provoca gravísimos problemas de salubridad -con incidencia directa en la tasa de mortalidad- y de contaminación del agua potable en muchos países pobres? La caca no es cosa de risa.

Y ahora, que alguien venga a decirme que no se puede hacer televisión de calidad, rigurosa, con ritmo, original y entretenida. Que venga Jorge Javier Vázquez a decírmelo.

ACCIDENTES DE NACIMIENTO

Tengo muchas manías lingüísticas, y cuanto más crezco, más tengo. Una de las menos comprendidas es mi odio visceral a la expresión nacer accidentalmente, que los hagiógrafos de solapas y contraportadas de libros emplean con alegría y profusión, como si les pagaran más por ello.

Sí que me gusta mucho una expresión inglesa muy parecida y que los traductores a la violeta suelen confundir con la de nacer accidentalmente: accident of birth. Literalmente, accidente de nacimiento. Coloquialmente, hace alusión a atributos o desgracias que le vienen de serie a la persona por razón de nacimiento: la religión, los idiomas maternos, una mentalidad puritana, habilidad para las matemáticas si tu padre es un premio Nobel… También la he visto usada, en un ámbito todavía más coloquial, como sinónimo de trasto o bala perdida: This kid is an accident of birth, puede decir una abuela ante un chaval que siempre está castigado en el cole, lo que podría traducirse por “Este chico no tiene remedio”.

Me gusta accident of birth porque emplea un símil geográfico. Presupone que nuestra persona es un territorio por explorar, y en él puede haber ciudades, carreteras y puentes (que construimos nosotros artificialmente), pero también fallas, simas, cordilleras y mares (que son accidentes geográficos de nacimiento). Es bonito, no me lo negarán.

La expresión nacer accidentalmente, en cambio, no sólo no es evocadora, sino que muestra cierto cerrilismo y mucho aldeanismo. Accident of birth es una expresión que se abre y despierta a muchas posibilidades literarias. Nacer accidentalmente es cerrada, restringe y pretende imponer una visión de la historia.

Me explico.

Las biografías de Julio Cortázar empiezan: “Nació accidentalmente en Bruselas”. Las de Edgar Allan Poe: “Nació accidentalmente en Boston”. Las de Ramón y Cajal escritas en Aragón dicen: “Nació accidentalmente en un pueblo de Navarra”. Las que se escriben en Navarra, en cambio, empiezan: “Nació en un pueblo de Navarra”. Las de Picasso arrancan: “Nació en Málaga”, sin accidentalidades ambas.

¿Qué hace que un nacimiento sea accidental? Puede ser accidentado: en un parto pueden ocurrir mil cosas, y no todas buenas. Pero que el nacimiento sea totalmente accidental suena extraño.

¿Qué tiene de accidental que tu madre se ponga de parto y nazcas tú? Nada, es un hecho biológico de lo más normal, el final esperable de todo embarazo. Por circunstancias que no creo tener que explicar, lo habitual es que nosotros nazcamos en el mismo lugar en el que se encuentra nuestra madre en el momento del parto. Quizá un físico, agujeros negros y curvaturas del espacio-tiempo mediante, podría explicar que la madre estuviera en una ciudad en el momento del alumbramiento y el niño naciera en otra, pero yo no conozco casos de esos. Iker Jiménez a lo mejor sabe de alguno.

El adverbio accidentalmente no se emplea con inocencia. Pretende demostrar algo. Pretende demostrar que Cortázar, pese a haber nacido en Bruselas (que era donde se encontraba su madre, con su útero y su vagina incluidas, en el momento en el que al chico le dio por nacer), es argentino de toda argentinidad. Sin duda ninguna. Pretende demostrar que Edgar Allan Poe, pese a haber nacido en la más estirada  ciudad del norte yankee, fue un caballero sureño de apostura sureña. Pretende demostrar que Ramón y Cajal fue aragonés hasta más allá del tuétano. Y cuando, en el caso de Picasso, no se añade el accidentalmente, pretende demostrar que, pese a haber vivido casi toda su vida en Francia -e incluso haber hecho trámites para obtener la nacionalidad francesa- fue más malagueño que ir en Vespino sin casco.

El uso implica apropiación, y es muy importante para quienes escriben las historias mirando el terruño. El adverbio accidentalmente busca reducir la complejidad y servir a la idea del destino. Cortázar estaba destinado a nacer en Argentina, y sólo un accidente coyuntural y mezquino pudo desviarlo de su glorioso destino. Pero lo cierto es que, bien mirados, esos accidentes nunca son tales, sino el fruto de decisiones y elecciones tomadas por sus padres. Uno no vive en Bruselas por accidente: vivirá por necesidad, por obligación, por querencia a la buena cerveza o por ganas de aprender la lengua de los valones. Siempre habrá un motivo o una razón.

Por accidente se pueden concebir hijos. Basta un alfiler, un poco de alcohol y unas buenas dosis de inconsciencia y calentura adolescentes. Parirlos por accidente resulta ya bastante más complicado.

De mí, por ejemplo, podrían decir que nací accidentalmente en Madrid, pero que canto jotas como José Oto y me como los bocatas de ternasco de Aragón a pares. O podrían decir lo contrario: pese a vivir buena parte de su vida en Aragón, siempre aspiró las eses antes de consonante y fue incorregiblemente laísta, rasgos ambos del habla madrileña heredados de su malhablada madre, que también fue accidentalmente madrileña (como su abuela y sus bisabuelos). Si añadimos al cuadro que el catalán es mi segunda lengua materna debido a una infancia de mar y playa en Valencia, el galimatías se complica muchísimo más. Sería divertido, si alguna vez hago algo digno de ser enciclopediado, ver cómo se pelean por mí los hagiógrafos madrileños, aragoneses y valencianos. A ver quién se llevaba el gato al agua.