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GRUPO DE ROCK SERIO BUSCA

Ya es famoso el anuncio que Barry (Jack Black en la versión peliculera) coloca en la tienda de discos de Rob en la nickhornbyana Alta fidelidad: «Grupo de rock busca guitarrista, bajista y batería». ¿No sería más razonable que pusiera «cantante busca unirse a banda de rock»?, le objetaban sus amiguitos, entre la irritación y el cachondeo. Pero Barry tenía muy claro que el grupo era él.

Un amigo me ha chivado un anuncio real aparecido en la página del Cipaj (información juvenil movida y promovida por el ayuntamiento) que publica Heraldo de Aragón:

Grupo de rock serio busca batería.

Ya no son serias sólo las señoritas que se ofrecen a cuidad niños ni los pintores (españoles, también destacado) que pintan tu casa con un presupuesto muy económico. Queridos todos: vivimos tiempos en que las bandas de rock también son serias. Como los ingenieros de caminos, oiga. Esta es la España que nos deja ZP, este es el mundo que nos toca vivir.

La seriedad, esa peste silenciosa y aburrida, ha alcanzado sus últimos objetivos militares, cautivo y desarmado el ejército cómico.

¿Cómo puede asociarse la seriedad con el rock? Es más, ¿cómo puede asociarse la seriedad con cualquier forma de espectáculo?

Jethro Tull, que son unos señores escoceses —bueno, un señor escocés llamado Ian Anderson— que llevan cuarenta años dándole a la flautilla, sacaron en 1971 un disco conceptual, Aqualung. La crítica lo frió hasta achicharrarlo, y una de las más contundentes refutaciones, puede que en el New Musical Express, proclamaba con fastidio y crueldad británica: «Vaya, ahora resulta que Ian Anderson quiere que pensemos».

¿Qué le reprochaban? Su seriedad, que quisiera poner al público grave y solemne con su música cuando lo que de verdad quería la muchachada era drogarse un poco y refrotar su pliegue inguinal con el correspondiente de la hippie de al lado. Que de eso va esta historia, Ian, que no te enteras, contreras, le dijeron los críticos (lo de contreras se decía mucho en 1971).

Contra la seriedad se rebeló el punk pocos años después, encontrando una sana y eufórica respuesta en una chavalería empachada de discos conceptuales y de solos de teclado de cuarenta y tres minutos que no habían abierto ninguna puerta de la percepción —puede que ni siquiera una rendija—. Sólo los japoneses, que quizá vivan desde hace mucho tiempo al otro lado de esa puerta, siguieron asistiendo con educación y calma a los pasotes del rock progresivo y sinfónico, casi hasta nuestros días.

No soy dogmático ni doy consejos (prefiero recurrir directamente al asesinato, las razones y los discursos me fatigan y no hay nada que inspire mayor obediencia que una cabeza clavada en una pica a la vista del populacho. Las palabras, fíjense, me agotan, prefiero vencer a convencer), pero en esta ocasión seré magnánimo y os desengañaré con mi evangélico poder de persuasión, oh, pobres y muy solemnes criaturas: la seriedad es el camino más equivocado para que alguien os tome en serio.

O peor: es el más ridículo de los caminos para ser tomado en serio.

Alguien que asume la seriedad como una actitud está haciéndole el trabajo por adelantado a sus caricaturistas.

Para mí, la seriedad de un artista (me da igual que sea músico, escritor o hacedor de performances acrobáticas) es indicio de muchas cosas, todas ellas nefastas. La seriedad denota inseguridad, prevención ante las reacciones del público, una más que plausible y nada disimulada mediocridad y una incapacidad enorme para la autocrítica, la corrección y la valoración de la propia obra. Todas estas cosas son minusvalías para cualquier artista que quiera hacer algo interesante. Puede que tenga algo que decir, pero las capacidades de crecimiento y aprendizaje, imprescindibles para encontrar la propia voz del artista, están considerablemente mermadas. Alguien serio rara vez se mueve: no sabe ir ni más allá de sí mismo ni más acá de sí mismo, pues su pose lo paraliza tanto para explorar espacios donde no se siente seguro —y donde su seriedad puede fracturarse— como para renegar de lo ya hecho y, en consecuencia, superarlo y superarse.

Un ejemplo de escritor con actitud seria: Gabriel García Márquez. Un ejemplo de escritor con actitud despreocupada: Mario Vargas Llosa. Ambos fueron amigos una vez, ambos fueron pares. Hoy, uno es un vejestorio que babea incoherencias y el otro es un autor que —a pesar de decepciones enormes como la de su última novela, que me pareció espantosa— sigue avanzando y sigue proponiendo cosas interesantes, preocupándose por refrescar su literatura, en permanente búsqueda de ese no-sé-qué que persiguen los artistas. El primero, solemne, se enmohece en su propia grandeza. El otro, se airea y puede que incluso siga follando con alegría, renovando en cada polvo los votos de una juventud nunca abandonada del todo.

La actitud, lo he descubierto con el tiempo, y cada vez estoy más convencido de ello, hace al artista. Quien descubre esta verdad muy pronto y la aúna a su talento, tiene muchas posibilidades de hacer cosas grandes en la vida. Cuanto más tardes en darte cuenta y menor sea tu talento, más posibilidades tendrás de acabar yaciendo entre las miasmas de tu propia solemnidad, eternamente mediocre y ridículo.

Hay demasiada gente queriendo ser seria. Demasiada gente dolida por no sé qué misteriosos dolores que nunca se explicitan. Demasiado poeta que ve la intensidad reflejada en el blanco pulido de su nevera llena de productos Hacendado o en la pobrecita desgracia de los niños de Somalia a los que vio de lejos en un safari.

Sylvia Plath, poeta a la que dediqué un cuento de mi libro Malas influencias [inserción publicitaria], no se suicidó: implosionó ahogada en su propia solemnidad, obsesionada con el crecimiento de sus propias uñas (literalmente), aislada y ensimismada en un apartamento gélido. Por eso ella, como personaje, es más interesante que los poemas que escribió. Por eso escribimos sobre ella y no sobre su poesía. Pero eso es un fracaso enorme —y si no se hubiera suicidado, nadie escribiría de ella, ahora sería una anciana olvidada y amargada—: todo autor honesto quiere que su obra le trascienda, no trascender él mismo su obra por una anécdota cualquiera.

Y sí, el suicidio es también una anécdota. Todo lo es, al fin y al cabo.

Lo habéis comprobado en el post anterior: siempre que se bromea sobre algo, salta un ofendido. El humor tiene un poder que la seriedad nunca tendrá. Un tipo serio puede dejar indiferente a la concurrencia o dormirla, pero un buen chiste siempre molestará a alguien. Al menos, eso nos llevamos por delante.

Mi consejo como dentista es: no seáis serios, no os dejéis vencer por ese virus que todo lo invade. La seriedad se logra en la honestidad de la obra bien armada y en la originalidad e intensidad de lo que dices y de cómo lo dices, pero como actitud vital y artística es un lastre insufrible. Practicad un poquito de self-deprecation, no le hagáis el trabajo a vuestros caricaturistas. Y, sobre todo, procurad ser agradables: pensad que estáis en una fiesta con más gente, y que la única estrategia de supervivencia en ella es la seducción. Nadie seduce tomándose en serio a sí mismo. O, por lo menos, nadie seduce así a alguien interesante: lo más probable es que acabes ligando con una tipa o un tipo tan imbécil como tú. Ya sabéis, dios los cría. La cuestión es: ¿queréis vivir rodeados de imbéciles seriotes como vosotros o realmente queréis llegar con vuestro arte a todo el mundo? En la respuesta a esa pregunta encontraréis la clave.

Y ya está, que me empiezo a parecer a un panfleto de Paulo Coelho y, encima, les estoy tuteando, como si nos hubieran presentado o algo así.

Tomen como ejemplo a Marlon Brando, el más intenso de los actores que el mundo ha dado, que acabó siendo el mejor de su arte y oficio por pura diversión, porque vio que aquello molaba y decidió intentar hacerlo lo mejor posible. Pero, para ello, antes tuvo que hacer algo de self-deprecation e insistir en todas las entrevistas que él se había convertido en actor porque era un inútil, porque no sabía hacer ninguna otra cosa ni se creía con talento ni vocación para nada. Incluida la interpretación, cuya vocación, aseguraba, fue sobrevenida: ya que he encontrado algo que hago bien, voy a intentar hacerlo lo mejor posible, se dijo. Pero sin tontadas ni mesianismos, sin ánimo ninguno de cambiar el mundo. Ni siquiera de cambiarse a sí mismo.

Así son los putos genios, rara vez suenan serios.

EL SUEÑO DEL CELTA ME DUERME

Página 111. Tres palitos. Aquí me quedo, no leo más. Hasta luego, Roger Casement, me aburro soberanamente contigo y con tus rollos.

Nadie podrá acusarme de antivargasllosismo. Fan suyo soy y seguiré siendo, pero hasta los dioses tienen tardes malas con aerofagia en las que sólo dicen tontadas y duermen a las ovejas. O a los celtas.

Ahora está de moda meterse con Vargas Llosa. Como ha ganado el Nobel, lo cool es decir que es una mierda, que apesta a viejuno, que es material para centros de día de la tercera edad o, en el mejor de los casos, inhibidor de estrógenos para señoras que quieren sacarse el acceso a la universidad para mayores de 25 años. No lo diré yo. Yo paso de las modas gafapastiles, hace mucho que renuncié a ser moderno. Para mí, leer es un proceso biológico, una caza de depredador: leo buscando trampas, leo ya casi sin placer, obsesionado por aprender trucos maestros y descubrir estafas y tropezones. Leo como un puto escritor de mierda, y mis prejuicios, que los tengo, son todos textuales: me importa poco el pedigrí del autor, yo voy al detalle, a la letra minúscula, y me da igual que el nombre de la portada sea el de un Nobel o el de mi vecino del 3º A. Una vez que abro un libro, todos los leo con la misma actitud.

Y si me duermo, me duermo, y ya no me da vergüenza confesarlo.

Amiguetes: El sueño del celta es un tostón.

¿Me quedo ahí o argumento un poco más?

Venga, argumento un poco más, que aún queda un rato para la hora de comer y no tengo nada que hacer.

Para empezar, la historia está contada en dos planos temporales alternos: un capítulo en el supuesto presente (1916, Londres, Roger Casement a punto de ser apiolado, con toda la carga reflexiva que supuestamente tenemos cuando nos van a matar —no me lo creo: intuyo que cuando nos van a matar segregamos demasiada adrenalina como para ponernos malencónicos, que decían los caballeros del amor cortés—) y un capítulo en el pasado, en las expediciones de Roger Casement por África descubriendo el horror del imperialismo belga.

Mal. Ese recurso barato de best seller (un capítulo presente, un capítulo pasado, un pasito adelante, otro pasito atrás) suena a coreografía de hotel del Imserso en Benidorm. Venga, señoras, no pierdan el paso, que es fácil entender la historia. Ahora estamos aquí, y ahora, allá. ¿Ven como todo bien masticadito es más fácil de seguir?

Mal, pero podría pasar. Me resulta más difícil de tragar el tono hagiográfico. Vargas Llosa, grandioso constructor de personajes, explorador osadísimo de las miserias más misérrimas de la condición humana, lleva 111 páginas —lo que he leído, no sé si luego cambiará— presentándome a un tipo plano, insustancial, con menos recovecos que una plancha de aluminio. Sinopsiando brevemente: Roger Casement siente fascinación por África y quiere llevar la civilización a la selva, como los grandes exploradores de su infancia. Pero, una vez allí, descubre —vaya por dios, quién lo iba a imaginar— que lo de civilizar a los negritos no es lo que él pensaba. Y como que se le revuelve el estomaguito al ver cómo les apalean, les matan y esclavizan, y entonces se le cae la venda de los ojos y quiere ayudar a esos pobres negritos.

Lo dicho: una vida de santo. Mismo esquema, misma ñoñería.

Pero incluso esto sería soportable si el libro no incurriera en una tercera falla. Desde mi sensibilidad literaria, la más grave de todas. El sueño del celta se supone que habla del horror del imperialismo, de la dominación del blanco sobre el negro, de la barbarie y la violencia, y de cómo ese horror, esa dominación y esa barbarie transforman la personalidad de uno de sus espectadores privilegiados.

Bien, acepto el planteamiento, pero, para que pueda creérmelo, necesito ver con los ojos de Casement ese horror, esa dominación y esa barbarie. Y hasta la página 111 aún no he presenciado ni una sola escena de violencia. Hay descripciones vagas y hay negros mutilados y heridos. Pero no presenciamos el momento en el que son mutilados y heridos. Ahí está la clave: se mencionan de pasada los efectos de la violencia, pero no se narra la violencia misma. Y esto es fundamental si queremos entender a Roger Casement.

Llevo 111 páginas y todavía no he sentido el horror como lo sentí al leer a Joseph Conrad. Todavía no me ha llegado el hedor, no he oído el chicote sobre la espalda de ningún negro, no he escuchado a ningún congolés gritar de dolor mientras un oficial belga le corta la mano. En cambio, en esas 111 páginas he asistido a un montón de conversaciones galantes. No se me describen las heridas ni las mutilaciones (sólo se mencionan), pero sí que se dedican largos párrafos a describir el uniforme de un oficial de la Force Publique, los servicios públicos de una ciudad fundada por los belgas o el sudor y la levita de un funcionario colonial en su oficina de Leopoldville.

Los blancos tienen presencia individualizada, pero los negros sólo son fondo. Ni siquiera se escuchan sus aullidos de dolor. ¿Dónde está el horror que tanto espanta a Roger Casement y que nos tiene que poner a nosotros la carne de gallina? Yo, en 111 páginas, no lo he visto.

Podría esperarme, por si aparece más tarde, pero me he cansado. Creo que 111 páginas es suficiente margen para un autor que ya me ha demostrado lo explícito y buen narrador que puede llegar a ser. Vargas Llosa no se arredra ante lo escatológico ni ante la violencia. Hay buena muestra en su obra, especialmente en los primeros años. Por eso entiendo menos este libro, no sé qué me quiere contar, pero sí sé que no me interesa nada.

UN ESCRITOR VIVO

Me llaman mis compis del Heraldo (debería escribir ex compañeros, pero después de la intensísima marea de cariño y de calor que nos ha llegado irradiada desde la redacción del periódico, no puedo poner el prefijo ex delante).

-¿Te apetece escribir unas líneas sobre Vargas Llosa?

Un pensamiento me azota el córtex: hostias, se ha muerto Vargas Llosa, qué putada.

No, me aclaran enseguida: ha ganado el Nobel.

Joder, lo que hace el hospital, cómo te aísla del mundo.

Pues claro que me apetecía escribir unas líneas. Raudas y veloces. Me puse a teclear en el acto, contento, sinceramente contento. Cuando vives en medio del horror, se agradecen ver deslices de racionalidad y de sentido común. No todo es absurdo, no todo es injusto. A veces, quienes lo merecen, obtienen su recompensa.

Bravo, Mario. Les mandé un articulito de circunstancias, un textito nimio escrito a vuelateclado que se publicó en la edición digital. Os lo cuelgo aquí también, para que veáis que empiezo a ser capaz de ocupar la cabeza en otras cosas. De hecho, he empezado algunos de los trabajitos que tenía proyectados hacer cuando dejé el periódico. Poquito a poco, a mucho menos que a medio gas, pero intento arrancar. Por mi propia salud mental, básicamente.

En fin, este es el texto-felicitación al grandísimo Mario Vargas Llosa.

Un escritor vivo

Como si fuera una moraleja de alguna de sus novelas, Mario Vargas Llosa ha conseguido su sueño cuando ya había renunciado a él, sabedor de que su condición de eterno aspirante le incapacitaba para recibir el Nobel que hoy, más que justamente, le han concedido. No solo es un premio a uno de los escritores más torrenciales y apasionados de la literatura en español, ni a uno de los más influyentes y traducidos -aunque, curiosamente, poco imitados-, sino que es un premio a la literatura viva. El Nobel lo ha recibido un escritor vivo en el más pleno sentido de la palabra: un autor cuyas obras están incompletas, porque sigue creando con la misma rabia febril que en su juventud, siempre buscando, siempre intentando dar un paso más.

Distanciado de sus compañeros del ‘boom’, se diferencia de ellos en su arrolladora vitalidad, de la que no es síntoma menor su plateada pelambrera. Frente a su nervio y a su pasión, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y los pocos supervivientes de aquellos fantásticos latinoamericanos parecen elefantes cansados camino del cementerio. Mientras los demás languidecen, repitiéndose a sí mismos, contando las mismas batallitas bajo la manta, retirados en casas polvorientas donde peregrinan sus cada vez más añosos discípulos, Vargas Llosa se ríe de sarao en sarao, de Madrid a París, de París a Nueva York, de Nueva York a Buenos Aires, o a Los Ángeles, o a donde toque. O a su querida Lima, tan lejana y tan presente. Vargas Llosa es un torbellino insaciable que produce toneladas de letras a diario y que ha sabido levantar una obra coherente y a la vez extraordinariamente diversa, con un ansia obsesiva por superarse y por exprimir al máximo las posibilidades del arte narrativo.

Vargas Llosa ha sido costumbrista, experimental, realista mágico, realista a secas, postvanguardista, humorista, serio, elitista, popular, urbano y rural. Vargas Llosa ha sido muchos Vargas Llosa, y muchas veces, Vargas Llosa ha negado a Vargas Llosa. Pero en todos ellos hay un núcleo reconocible que tiene forma de pasión. La pasión por contar historias.

Luego está el Vargas Llosa opinador y político. El Vargas Llosa liberal que tanto irrita a mucha gente -entre la que me puedo incluir en muchos momentos-, pero ese Vargas Llosa tiene poco que ver con el escritor que nos fascina, que es el que ha ganado el Nobel.

A Vargas Llosa se le reivindica poco. Quizá por su enorme éxito. Si hubiera fracasado, le habrían salido muchos discípulos, pero como es un tipo que se ha hecho millonario con sus libros, no puede ser muy bien querido en la República de las Letras. Sin embargo, no faltan jóvenes latinoamericanos que recogen su testigo. Entre ellos, uno de los más admirables, según mi pobre entender, es el boliviano Edmundo Paz Soldán que hizo una reescritura de ‘La ciudad y los perros‘ absolutamente magistral. Todos ellos estarán secretamente orgullosos del premio que acaba de recibir, aunque en público lo desdeñen.

Enhorabuena, Mario. Hoy es un día de fiesta para todos los que escriben y leen en español.