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POP SIN IRONÍAS

Dos recados traen las páginas culturales de la prensa de hoy. En las de El País, Diego A. Manrique entrevista al ideólogo del grupo Lambchop, Kurt Wagner, y le coloca el siguiente titular: «Dentro del mundillo alternativo hay un molesto exceso de ironía». No me diga más. Sin embargo, sí, dígame más, señor Wagner (cualquiera tutea a alguien que se queja de exceso de ironía y que tiene un apellido tan operístico y nacionalsocialístico). Sigo leyendo y, en el segundo párrafo, me encuentro: «El disco le sirvió para exorcizar la depresión generada por el suicidio de su amigo Vic Chesnutt».

Ok, de acuerdo, recibido. Nada de ironías. Tema sucidio, colega muerto, mal rollo. Se imponen la seriedad y el luto. Pero el titular parece referirse a una reflexión general sobre la música, no a una actitud concreta ante un determinado tema. Y encuentro el contexto del que se ha sacado. Dice al final del cuarto párrafo: «La peste de Nashville es la insinceridad, la rutina. Al otro extremo, en el mundillo alternativo o como lo quieras llamar, hay un molesto exceso de ironía».

Y ya. No hay contrapregunta. Me quedo como estaba. Yo quería saber algo más sobre ese exceso, su percepción y el porqué de su molestia, pero sólo entiendo que aquí se está abogando por algo serio, sin tontadas. Ya está bien de tanto modernillo tomándoselo todo a guasa. Siéntate con la espalda recta, tira el chicle y sal a la pizarra a copiar cien veces «No seré tan molestamente irónico».

En el cada vez más catalanizado suplemento Culturas de La Vanguardia —y aburrido, molaban mucho más cuando ignoraban toda la Cataluña que no cupiera en el centro de Barcelona— dedican un par de páginas a Manel. O al efecto Manel, que debe de ser la fuerza opuesta y complementaria del efecto Axe. El titular es expresivo y prospectivo: «Y después de Manel, ¿qué?». Y un punto ofensivo, no me negarán. Si yo fuera de Manel respondería: «¿Cómo que después de nosotros? Si nosotros estamos en el durante. Nos están enterrando vivos». En el primer párrafo se les califica de «discretos muchachos». Discreción e ironía no suelen combinar bien, así que sospecho que ubicamos a Manel y a todo su efecto en el terreno de lo serio. De lo auténtico, si gustan mejor.

Tras el primer ladillo, el autor del reportaje ejecuta un ensayo de comprensión del fenómeno musical y dice, completamente lanzado: «Un reconocimiento que en el caso de Manel no ha sido ajeno a esa combinación feliz de pop urbano y cierto gusto a folk rural, de modernidad y placer de música artesanal. De cantautor ahora ya sin etiquetas. De historias que podrían haberse escapado de una antología de cuentos de Quim Monzó o servir para un anuncio de Cerveza Damn realizado por Isabel Coixet. Un nuevo diccionario costumbrista que atraviesa buena parte de los textos de la nueva ola y deudor tanto del sabor de barrio serratiano como de la escritura galáctica de Sisa, transversal, atractivo y seductor para públicos diversos».

En otras palabras: un muermazo. Auténtico, sí, pero como para ponerse a bailar. Y lo digo yo, que no he bailado en mi fucking vida (los tíos grandes como yo ni siquiera podemos bailar en clave irónica, ni como chiste hacemos gracia).

Recapitulando. Recado número uno: un exquisito y polifacético músico dice que está hasta los eggs del molesto exceso de ironía. Recado número dos: Manel ha plantado una semillita que va a fructificar. Lo que viene, por tanto, es aún más auténtico. O menos, pero con pretensiones de más. Han trasladado la masía al centro de Barcelona como hace años los de la americana llevaron el rancho al East Village de Nueva York. Pongámonos serios, señores. Serios e intensos. Como un anuncio de Cerveza Damn dirigido por Isabel Coixet.

Ese es el futuro inmediato del pop: un anuncio de cerveza Damn dirigido por Isabel Coixet. No teníamos bastante con los del hip hop pijo y buenrollero de Delafé. ¿O esos anunciaban cerveza San Miguel? Pues no, nada de San Miguel, ahora toca Estrella Damn. Sin chistes y sin saltitos y sin tutús, por favor. Con hálitos serratianos y cantautóricos. Con neocostumbrismo. Con ropa tendida y primeros planos de chicas lánguidas. Todo muy auténtico, todo muy intenso. Todo muy muy. Pero sin ironías, sin chistes de pedos. Sin pedos, incluso. Esos se los queda Carmen Machi. La Cerveza Damn no produce gases molestos y cómicos. Es suave, es intensa, es sencilla.

Somos elegantes. Somos discretos. Somos serios, aunque desenfadados y casual.

Somos, efectivamente, un coñazo.

En fin.

Sólo un apunte marginal: la ironía no es un atributo adherido al pop, es su núcleo, su identidad misma. Sin ironía, no hay pop. Muchos de ustedes han pasado por la expo de Warhol que han montado en mi pueblo. Atiendan a la ironía que allí se ve. Quítenle la ironía al pop y no nos quedará nada. Si acaso, un anuncio de Cervezas Damn (dirigido por Isabel Coixet).

Sin ironía ninguna, termino este post colgando otra foto de Juana Acosta. No viene a cuento, pero es que la que puse en el anterior artículo ha atraído muchas nuevas visitas, y creo que ninguna de ellas estaba interesada en mi prosa serratiana y coixetesca. Así que le doy al público lo que el público pide. Gócenla, criaturillas masturbatorias. No se aprecia bien porque el plano está cortado, pero el éxtasis de esta buena mujer en esta imagen se debe a la audición del último disco de Manel.

MUY HEVY (EN NAVARRO)

Venga, va, cierro ya el ciclo heavy de este blog. En realidad, estaba cerradísimo, pero no me resisto a reproducir este anuncio que me ha pasado un amigo. Está recortado de un número del Diario de Navarra.

Mmmm. Dan ganas de pasarse por allí, ¿verdad, troncos? Seguro que es guay del paraguay, una passsssada.

Como no habréis apreciado bien los detalles os amplío lo mejor del anuncio.

Bien, analicemos esto, amigos. El sitio se llama Rockefor. Rockefor. Lo siento, no puedo dejar de escribirlo: ¡Rockefor! Y ahora en mayúsculas, todos juntos: ROCKEFOR. Ajandemor. Y su sorbete se llama Marea. Marea, vómito, sorbete… No me parece un campo semántico adecuado para un alimento semisólido.

Pero mi detalle favorito es esta promoción que hicieron el día de Nochebuena:

Como sabéis, el Olentzero (con tz, no con tx, pero en fin) es ese Papá Noel euskárico. El Rocklentxero, francamente, no tengo ni idea de qué pueda ser, aunque lo respeto, tíos. Pero lo que me preocupa enormemente es que haya hijos que tengan padres heavytones. ¿Lo sabe el Defensor del Menor? ¿Y la Fiscalía? ¿Tenemos que dar parte a la Policía Foral Navarra? ¿Qué coño le están haciendo a los niños en Pamplona? Exigimos saberlo.

Por dios, dejen a los niños en paz, que no tienen culpa de nada.

PD.- Marea y Barricada no lo sé, pero Dio y Iron Maiden son trade marks cuya utilización está sujeta a derechos de imagen. Como se enteren los interesados, la broma le va a salir por un pico al Rockefor. Va a tener que vender muchos sorbetes Marea para pagar la indemnización que le pedirán los abogados.

MUY HEAVY (EN ESPAÑOL)

(Continuación del post anterior, que se puede leer pinchando aquí)

Mi historia metalera es mucho más triste y patética debido a mi nacionalidad: no contento con acumular discos de grotescos e inenarrables grupos estadounidenses y británicos, se me ocurrió —junto a mis amigos— adentrarme en el submundo del heavy metal español.

Oh, dios mío.

Alguien con sentido del humor y sin miedo a las agresiones debería ponerse a escribir una historia del heavy español desde sus orígenes hasta el surgimiento del power metal (esa maraña de estilos y fusiones con el folk y el hip hop que, para mí, no se parece en nada al heavy-heavy, ni en sonido ni en actitud). Pero una historia del fenómeno heavy de verdad, porque generalmente se le asocian en España una serie de nombres que no tienen nada de metaleros, ni en su actitud ni en su música ni en su público. Ni Leño, ni Los Suaves, ni Barricada y todos sus derivados pueden encuadrarse aquí, aunque la crítica y las tiendas de discos a menudo los etiqueten como tales. ¡Si algunos hasta incluyen a Negu Gorriak y a todo el rock radical vasco, que pertenece a una tradición musical completamente ajena al heavy!

No, futuros historiadores del metal español: no intenten dignificarlo adhiriendo nombres que no vienen a cuento. Estas bandas nunca fueron heavies. Para empezar, porque eran muy buenas —pero muchísimo mejores que cualquier grupito metálico—, y el heavy español se caracteriza por su nulidad. Y, para seguir, porque, en ellas, el espíritu bluesero es fundamental —no para Negu Gorriak, que bebe de otras músicas, rompiendo la base blues que tiene todo buen rock—: su ámbito es el de la intimidad, conectan con el público recurriendo a temas universales, como el amor y el fracaso, y nunca pierden de vista la raíz cuatro por cuatro de su música. En otras palabras, se involucran en sus canciones (Yosi, de Los Suaves, llega a desnudarse trágicamente, componiendo un personaje tierno y patético que, a juzgar por las barbaridades que hemos visto hacer en la vida real, tiene mucho de auténtico y de trasunto de él mismo) y las maduran en el contexto de una tradición sonora que cultivan y personalizan. Son grupos que evolucionan y buscan su sonido y su voz. No puede decirse esto de ninguno de los nombres que vienen a continuación.

Puedo entender y razonar mi gusto por las músicas más horteras y desfasadas que se han reclamado de lo metálico, pero no entiendo qué me llevó a escuchar y a apreciar este nido de horrores hispánico.

Porque, amigos, el heavy español es la cosa más horrible que la humanidad ha regurgitado, defecado o abortado. Pocos fenómenos culturales (¿culturales?) han condensado tal cantidad de nulo talento, analfabetismo, mal gusto y aburrimiento supino. Hay algunos grupos que hasta Santiago Segura se negaría a incluir en Torrente, por zafios e inverosímiles.

Y, sin embargo, ahí estábamos nosotros, alimentando al monstruo. Tengo un amigo con el que canto en falsete canciones de Obús tan pronto empezamos a emborracharnos. Es ironía, sí. Es descojone postmoderno, sí. Es una actitud esnob y desestructurada, sí. Pero el caso es que nos sabemos las letras, y ni la más refinada ironía justifica eso. Sobre todo, porque para nosotros era una música ya muerta, que podíamos revisar con sarcasmo y distancia, pues pertenecía a una generación anterior.

Para entender el heavy español hay que entender Madrid, pues se trata de un fenómeno casi exclusivamente madrileño, el resto de España apenas aportó grupos. Y lo primero que hay que entender de Madrid es que, a finales de los setenta y principios de los ochenta, era una ciudad agraria. Los jóvenes de entonces aún tenían el pelo de la dehesa que les habían dado sus padres, con un pie en un pueblo destripado manchego. Si no asumimos que Madrid estaba poblada por catetos provincianos, no entenderemos jamás esta foto:

Esta pesadilla proxeneta se llamaba Coz, y es el origen de todo. Coz (el nombre no suena muy urbano y da pistas del talante de sus fundadores y de su público) nació en los años setenta, y de su larga y confusa trayectoria destacan dos hits: Más sexy y Las chicas son guerreras. Pero no es esa su principal aportación al heavy. Un verano, antes de ser famosos, los Coz se pelearon y se dividieron en dos, reclamando cada parte su derecho a usar el nombre del grupo —que pelearan por atribuirse algo que nadie sano querría da cuenta de su carácter—. Como no llegaron a un acuerdo, hubo dos bandas Coz que se disputaban los contratos de las fiestas de los pueblos, creando situaciones muy incómodas y absurdas. Al final, los escindidos cedieron y se rebautizaron como Barón Rojo. Y ahí empieza lo heavy de verdad (Coz nunca pasó de ser una banda pop con un aire gamberro. Querían ser divertidos —y lo consiguieron en varias ocasiones—, luego no podían ser heavies a la española).

Aquí están, desbordantes de glamour. El núcleo de los barones eran (son, por desgracia, siguen siendo) los hermanos De Castro, Armando y Carlos, que tenían una gran capacidad para imitar ciertos tics de estilo del heavy británico, especialmente de Judas Priest y de Saxon. Pero sólo ciertos tics, los suficientes como para engañar a un par de productores musicales que quisieron lanzarles en Inglaterra. De hecho, tuvieron un relativo éxito allá, actuando en el festival de Reading y en la sala Marquee de Londres. Hasta que se les ocurrió grabar un disco en inglés. Fue el final: cuando los británicos entendieron lo que decían las letras, se acabó el chollo y quedaron recluidos a su mercado natural: las fiestas de los pueblos de Castilla la Vieja y Castilla la Nueva. Y, a veces, Murcia.

Nosotros creíamos que Barón Rojo eran sofisticados. Y no teníamos lesiones cerebrales ni nada parecido. Lo creíamos cuerdamente. Pero, sobre todo, lo creíamos por comparación con sus mayores rivales, Obús. Estábamos convencidos de que Barón Rojo hacían mejor música (mejores riffs, mejores producciones, mejores letras… ¡Coño, si hasta tenían un rockódromo!). Obús, sin duda, eran más zafios, y precisamente por eso, mucho mejores. Hablaban de meterse cosas por la nariz, de felaciones, de robar coches, de conducir a toda hostia por la autopista y, sobre todo, de emborracharse mucho y de forma muy escandalosa. Barón Rojo no hablaba de esas cosas. Siempre estaban dando la brasa con la pureza del rock (que ellos, al parecer, representaban), de héroes de leyenda, de hazañas históricas y de… ¿De qué cojones hablaba Barón Rojo? Básicamente, de gilipolleces supuestamente cultas o algo. Pero entonces no lo veíamos. Hoy sé que Obús era mucho mejor que Barón Rojo (también hay grados dentro del horror, y el salto de lo horrible a lo muy horrible puede ser grande). Sencillamente, porque hablaban de cosas de verdad y no pretendían culturizarnos ni convertirse en referentes de nada. Y hacían mejores canciones. Las de Barón Rojo eran larguísimas, aburridas, no se podían bailar y los estribillos eran imposibles de corear, pero las de Obús animaban cualquier cotarro: sencillas, directas, pegadizas y bailongas. Tenían un instinto comercial muy afinado.

¡Va a estallar el obús!

A decir verdad, Obús es lo único medianamente honesto que ha habido en el heavy español. El único grupo con verdadera sensibilidad proletaria (en realidad, casi lumpenproletaria: su temática se acercaba mucho, solapándose a veces, a la de la rumba más arrastrada) y lo bastante desacomplejado y descerebrado como para entender que el rock consiste básicamente en pegar botes y divertirse mientras se bebe cerveza. Su cantante se llama Fortu (de Fructuoso Sánchez). No hace falta añadir más.

Obús y Barón Rojo eran como el Madrid y el Barça: entre los dos se repartían todo el mercado y el resto se disputaban las migajas. Pero había un Atlético de Madrid, un tercero mejor que la manada pero sin estar a la altura de los dos grandes. Y ese Atleti se llamaba Ángeles del Infierno.

Como se ve, eran incluso más refinados y sutiles que sus rivales. Ángeles del Infierno eran más metaleros, en un sentido ortodoxo, menos castizos, más internacionales. En parte, porque el falsete y los berridos del cantante impedían entender nada de las letras, lo que los convertía en fácilmente exportables. Mi canción favorita era una que decía (ésta era sencilla de comprender sin subtítulos): «Bella de día. / Zorra, zorra por la noche». Ni Pedro Salinas lo hubiera expresado mejor.

En España no pasaron de segundones, pero en México eran lo más. En general, todos estos grupos eran lo más en Latinoamérica. Allí llenaban estadios —un concierto de Barón Rojo en Colombia terminó a tiros y con disturbios en las calles— y desataban pasiones. Pero en este lado del charco no andaban mancos tampoco. La historia oficial del pop español habla de Alaska y de Radio Futura, pero lo que no dice es que, mientras los grupos de la movida congregaban a un par de cientos de personas (y casi ninguna de ellas había pagado la entrada) en una sala de Madrid enana y sin salidas de emergencia, Obús podía llenar tres noches seguidas el Palacio de los Deportes. Luego resulta que todo el mundo iba los sábados al Rockola, un garito donde apenas cabían cincuenta tipos apretados, pero en los conciertos de Obús no estuvo nadie o nadie recuerda haber estado. Lo mismo le sucede a Telecinco, una cadena que no tiene audiencia porque todos están ocupados sintonizando La 2. Claro que sí, muchachotes, claro que sí.

Nos podíamos haber quedado en estos tres nombres. Sus discografías acumulan suficiente espanto para alimentar muchas pesadillas y para tirar por tierra todo el trabajo que el sistema educativo español había invertido en nosotros. Pero no nos debió de parecer bastante. Necesitábamos más, queríamos alcanzar el síndrome de Stendhal inverso: desmayarnos de fealdad, contemplar el horror más absoluto.

Así que nos iniciamos en las discografías de las constelaciones menores del heavy español. Y ahí, amigos, fue cuando vimos el horror. Grupos que, a su lado, hacían que Barón Rojo sonasen mejor que los Beatles. Contemplamos cosas como esta:

Supongo que, influidos por Obús, estos chicos decidieron ahondar en el campo semántico del armamento bélico al elegir nombre. Panzer. Y con tipografía metálica parecida a la de Obús, por si no había quedado claro de qué iban. Quizá esperaban que los fans distraídos del grupo de Fortu se confundieran en las tiendas. Lo peor es que la mujer de la portada no era una modelo: es la señora Ángeles, más conocida como la Abuela Rockera, un personaje madrileño del folclore heavy. Una señora que descubrió el rock a los sesenta años y, vestida de esa guisa, frecuentaba los conciertos de todos estos grupos. Tiene una estatua en Vallecas, cerca de la avenida de la Albufera y no muy lejos de la estación de autobuses de Méndez Álvaro. Para la mayoría, una anécdota muy entrañable y tierna. Para mí, la prueba de que esta música no tenía nada de juvenil y era un coñazo infumable que sólo podía gustar a ancianas reales o mentales.

Como nosotros, claro.

Había otros grupos, como Muro, Santa (con cantante femenina, la legendaria Azucena), Banzai (que iban de progresivos, virtuosos y amigos de Miguel Ríos, lo cual daba muy mal rollo), Niágara o los indescriptibles y supuestamente glam Sangre Azul.

Muro, sin complejos.

En general, fuera de la triada de Barón, Obús y Ángeles, hacía mucho frío. El ridículo de esas tres bandas podía amortiguarse gracias a su éxito de público, pero los demás no podían vanagloriarse de eso. Simplemente, eran gente con muy mal gusto para la ropa y muy poco talento para la música. Aun así, vivieron unos cuantos años de las migajas que les arrojaron los grandes.

Además, nunca fueron dominantes en el rock duro español, que por suerte supo encontrar un camino propio y completamente ajeno a las posturitas metaleras. El fenómeno se llamó rock urbano, y su banda seminal fue Leño. Pero esa es otra historia, muy digna y memorable, con verdadero contenido artístico y honestidad creativa, nada que ver con estas tarugadas. De hecho, es un rock que se ha visto perjudicado al verse asociado en ocasiones por una crítica torpe y maniquea con este freak parade.

Cómo sobrevivimos a esta sobredosis de fealdad es algo que no me explico. Pero sé que, a diferencia de lo que me pasa con el heavy en general, de este heavy sí que reniego. Y mucho. En un ataque de rabia, avergonzado de verlos junto a mis otros discos queridos y creyendo que los ensuciaban o les contagiaban su vulgaridad, me deshice de mis vinilos de Barón Rojo y de Obús. Los vendí en eBay fijando un precio ridículo, el que creía que merecían, con la esperanza de que algún chalado me los comprase. Y no sólo me los compraron, sino que pujaron por ellos. Un japonés llegó a pagarme cien euros por el doble directo de Obús. Un chaval alemán pagó sesenta por el Volumen Brutal de Barón. Yo no esperaba sacar más de cinco euros por cualquiera de los dos: ni son ediciones raras ni son difíciles de encontrar en cualquier mercadillo. Flipé. Hice negocio, después de todo, pero me aterrorizó comprobar que lo que yo tomaba por basura mugrienta era codiciado con ansia por otros.

Pero también he de confesar una cosa. En los últimos tiempos he vivido días muy jodidos, días mucho más que jodidos, que necesitan un calificativo que no encuentro ahora mismo. Uno de ellos me pilló solo en casa. Me empeñé en pasarlo solo, y me dio por emborracharme un poco. No sé por qué, me descargué en un torrent el directo de Obús y estuve escuchándolo a toda tralla mientras bebía cerveza. Berreé sus canciones, cabeceé como si tuviera el pelo largo, boté en el salón y, al rato, me sentí muchísimo mejor. No sé explicar la razón, pero encontré allí el consuelo que nadie ni nada era capaz de darme.

Quizá se trate de que, buena o mala, es la música que escuché en mi adolescencia. Y por mucho que cambies después y por mucho que reniegues de quien un día fuiste, tus quince años —tus impresionables, ingenuos y estúpidos quince años— siempre están ahí, agazapados, sabiendo qué es lo que de verdad te mueve. Al fin y al cabo, uno no elige su música. A lo sumo, aprende a convivir con ella.

MUY HEAVY

«Todos queremos ser “guays” y se hace duro para algunos de nosotros reconocer que no lo somos».

Chuck Klosterman, Fargo Rock City

Banda sonora de este post (lo que atormenta a mis vecinos mientras escribo): Appetite for Destruction, de Guns n’ Roses. Ahora mismo, Axl berrea sobre los primeros fraseos de Slash en Welcome to the Jungle. En unos segundos, empezará a aullar la letra.

Voy a hablar de este libro: Fargo Rock City, de Chuck Klosterman (Es Pop Ediciones). El post es largo y contiene fotos que dan mucha vergüenza ajena (en mi caso, puede que un poco propia, también). Lo aviso por si alguien se lo quiere saltar o dejarlo para un momento más relajado.

Pese a mi supuesta bibliofilia, maltrato bastante los libros durante la lectura. Básicamente, me dedico a doblar la esquina de las páginas que contienen pasajes que me interesan, y se puede medir la intensidad de mi gozo lector por la cantidad de esquinitas dobladas que dejo. Si el volumen sobrevive intacto, el detective más torpe puede deducir que no me ha gustado mucho (o que me ha dejado indiferente, que es lo peor que me puede provocar un libro: hay obras que me irritan, y en mi irritación, doblo muchas esquinitas). Mi valoración crítica, por tanto, se mide en páginas estropeadas. Los reseñistas profesionales ponen nota a los títulos con estrellitas o tinteros o cualquier otro recurso tipográfico. Yo prefiero las esquinas dobladas.

Este libro lo he dejado hecho un acordeón. Ni siquiera cierra bien. Es decir, que lo he gozado como un perro sin castrar contra un sillón recién tapizado.

Dios, cómo me ha gustado. Es lo más inteligente, provocador, divertido, honesto y hondo que he leído en meses. Y no exagero ni un poco. Bueno, a lo mejor un pelín, sí, pero me da igual.

Debo aclarar, antes que nada, que me he sentido directamente interpelado, y puede que no sea ese tu caso. Es un libro escrito para personas como yo, para gente con un pasado que purgar. Si nunca has tenido una chupa de cuero, si no te has dejado de hablar con un amigo por decir que los nuevos Kiss eran una puta mierda, si no has sido capaz de argumentar durante horas por qué los más virtuosos dioses de la guitarra no valían un refrote de entrepierna de David Lee Roth, si no eras capaz de hacer un ranking de los mejores berridos de cantantes —en discos de estudio y en directo—, si no sabes qué significa el comodín de AC/DC y si no has sido la envidia de tus colegas por haber estrechado la mano de Angus Young, Fargo Rock City te puede interesar y divertir, pero difícilmente te emocionará. Al menos, hasta los niveles en que me ha emocionado a mí.

Porque ha llegado la hora de salir del armario: sí, fui heavy. No me gustó el heavy, fui heavy: era una condición vital. Y aunque luego crecí, refiné mi gusto y descubrí que la inmensa mayoría de aquella música era una grandísima mierda, terminé asumiendo que era mi grandísima mierda y que renegar de ella suponía renegar de mí mismo. Apenas la escucho ya. En las clasificaciones del iPod no creo que haya más de cinco o seis canciones que puedan considerarse heavies  entre las cien más reproducidas (nota al margen: no quiere esto decir que ahora tenga mejor gusto. En muchos sentidos, soy más rústico hoy que cuando tenía dieciséis añitos). Y, sin embargo, durante unos años de mi vida, puede que los más importantes, los formativos e iniciáticos, el heavy fue lo principal. Me parecía inconcebible tener un amigo que no compartiera esa pasión y prácticamente todo nuestro ocio consistía en beber cerveza, escuchar música muy alta y hablar sobre esa música.

Si uno quiere disfrutar de cierta consideración social, debe guardarse esas cosas para uno mismo o, al menos, ironizar sobre ellas, dejar claro cuán estúpido fue uno y ser incapaz de reconocerse. Pero la verdad es que yo me sigo identificando con ese primate agitamelenas. No atemperé mi obsesión totalitaria debido a ningún hallazgo estético. No me caí de ningún caballo, cual Saulo de Tarso de Sub Pop. No cambié las camisetas de Iron Maiden por las camisas de franela por madurez: simplemente, dejé de ser absolutamente heavy para serlo sólo a medias porque descubrí que esa era la única forma de follar. Si quería tener vida sexual, debía distanciarme, ironizar, fingir que también me gustaba Pearl Jam y que le veía alguna gracia al hip hop, aunque me estomagase. Esa pose, combinada con cierta palabrería seudointelectual, podía funcionar. Y funcionó, ya lo creo que funcionó. Al parecer, la muerte de Kurt Cobain diseminó por los garitos rockeros a un montón de adolescentes siniestras y tristonas con la autoestima mellada que estaban deseando compartir sus fluidos con un alma gemela masculina que entendiera su sentido trágico de la vida. Y yo, si había que entender, entendía lo que fuera. Comprensión no me iba a faltar.

Pero, medio en secreto, tamizado por un cada vez más trabajado sarcasmo, seguía berreando el One de Metallica —fui uno de los tarugos que se cabrearon y dejaron de seguirlos cuando sacaron el disco Load, esa cosa insulsa y popera destinada triunfar en Los 40 Principales— y gritando con AC/DC no sé qué de un tío al que habían agarrado por los huevos. Literalmente: AC/DC no componen metáforas, todo es textual en ellos. Las bragas de tu hermana en los tobillos y los genitales cubiertos de aceite lubricante de sus letras no son símbolos de nada. Y gritábamos en bares sucios y negros donde las únicas chicas que había eran las primas gordas del pueblo de tu amigo, que se bebían su roncola en una esquina, entre aburridas y asustadas. No importaba que ellas nos vieran hacer el ridículo, ahí podíamos ser nosotros mismos, dado que el sexo estaba completa y rotundamente descartado.

La tesis del libro de Klosterman es muy seductora. Desde que Kurt Cobain se suicidó, o puede que un poco antes, la crítica musical ha denostado el heavy metal. No ha habido un estilo más ridiculizado y vilipendiado en toda la historia. Confesar tu admiración por él, aunque sólo te refieras a algún aspecto marginal o a un disco concreto, te desacreditaba intelectualmente ante cualquier interlocutor moderno —cuando se publicó ese libro, mucho; ahora, un poco menos—. El heavy es una música pretenciosa, innecesariamente barroca, de bajísima calidad compositiva, conservadora, reiterativa y sin el menor trasfondo o ambición creativa. Sonidos para primates envueltos en una estética que deja pequeño el término kitsch. Himnos para ser coreados por garrulos pueblerinos y onanistas con el bagaje intelectual de una sardina en lata.

Mötley Crüe, una burricie sexista y hormonada de muy mal gusto. Por eso molaban.

Klosterman lo asume. Es verdad, todas las objeciones que sus modernos y esnobs amigos le hacen dan en la diana (Klosterman es periodista y novelista y vive en Nueva York, así que imaginaos en qué ambiente se desenvuelve). Ninguna persona con un mínimo de gusto y sensibilidad puede refutarlas. Y, sin embargo, comenta (me voy a mis esquinitas dobladas):

Ninguna persona cultivada siente el más mínimo interés por el metal, ¿verdad? Pero luego se me ocurrió otra cosa: a mí me gusta el metal, y estoy como poco semialfabetizado. De hecho, muchos de los individuos más inteligentes que conocí en la universidad crecieron escuchando metal, igual que yo. Y es evidente que no éramos los únicos.

Yo podría haber escrito ese párrafo. Sigue:

¿Sabéis? Si alguien escribiera un ensayo afirmando que Thin Lizzy fue la columna vertebral de sus experiencias como adolescente a mediados de los setenta, hasta el último crítico de rock de Norteamérica se mostraría de acuerdo. Una discusión seria sobre el significado metafórico de Jailbreak resultaría completamente aceptable. La única diferencia es que yo creo que podemos mantener el mismo diálogo acerca de Slippery When Wet.

El asunto es: si el heavy metal fue tan importante para tantísima gente, y si muchas de esas personas, que han demostrado ser inteligentes y estar dotadas de una gran sensibilidad, se han emocionado y siguen gozando con unos buenos cabezazos —aunque ya no tengan melenas que sacudir—, no se puede despachar el fenómeno con un comentario desdeñoso. Se puede estudiar y se puede llegar al fondo de su significado. Porque significó algo: esos primates gritones y ridículos conectaron con muchísimos chavales con una intensidad y una pasión que rara vez se han visto en la historia de la cultura pop, con un gregarismo y una fidelidad muy superiores a la que los hippies sintieron nunca por sus pelmazos de ídolos. Sólo los Beatles, y durante un período brevísimo de su carrera, consiguieron algo parecido a lo que lograron los monstruos del metal en sus años de gloria. ¿Por qué pasó eso? ¿Qué tenían esas bandas de alcohólicos y obsesos sexuales que no tenía Bob Dylan o tan siquiera los Rolling Stones y que, desde luego, no ha vuelto a tener ningún otro movimiento musical posterior? ¿Y por qué despierta tanta aversión y rechazo en las élites de la cultura, hasta el punto de haber sido casi borrado de las historias del rock o despachado como una anécdota estrambótica y marginal, cuando lo marginal era lo que ahora se considera canónico?

Sebastian Bach, cantante de Skid Row: más allá de la androginia, un tío que casi era una chica guapa.

De eso va este libro, de responder a esa pregunta desde la propia pasión y la propia experiencia, en un formato muy poco convencional. Es un ensayo teórico muy libre entreverado con la autobiografía, escrito con una audacia que ya la quisieran para sí la inmensa mayoría de los escritores en español de mi generación y de las dos anteriores, con argumentos sorprendentes y fantásticos.

Para mi gusto, el libro es demasiado americano. Como está escrito desde un punto de vista personal, el autor se centra en el glam metal de California, con Guns N’ Roses como la realización más perfecta y artísticamente relevante del movimiento —y, a la vez, paradójicamente, como su punto final, su saturación definitiva—. En líneas generales, estoy de acuerdo, pero me molesta un poco su rechazo tan tajante del heavy británico. Es cierto que, en comparación con el playero metal de Los Ángeles, era mucho más triste, feo y con una carga sexual bastante más liviana, pero, al menos para un europeo como yo, fue tan importante o más que el americano. Cuestión de continentes, supongo.

Al menos coincidimos en una cosa fundamental: Metallica era un coñazo y nunca jamás nos tragamos un disco entero de tirón.

Escribe Klosterman, en el epílogo:

Hay cierta clase de individuos que se niegan a aceptar que el heavy metal fue importante o incluso ligeramente interesante. De hecho, la mera sugerencia parece cabrearles considerablemente.

De un tiempo a esta parte se han rehabilitado algunos nombres. Cierta crítica les concede mérito artístico y unos pocos grupos con ínfulas intelectuales (en Estados Unidos se les llama college bands, bandas para público universitario y, por lo tanto, refinado) han hecho versiones de canciones de tipos que hace unos años eran considerados la hez de la tierra. Ya es de buen tono sacar a colación a Kiss, por ejemplo (Drive by-Truckers tienen una versión cojonuda de Strutter), y se pueden hacer sampleos irónicos de Mötley Crüe, habida cuenta de que ellos mismos se ríen de sus propias poses. En algunos medios, Guns n’ Roses están plenamente rehabilitados como grupo seminal y renovador de cierta actitud punk, honesta y agresiva que el rock ha perdido.

Kiss, la frontera de lo grotesco.

Para muchos modernos, la frontera la marca Kiss. Todo lo que se sitúe más allá, estética y musicalmente, es imposible de reivindicar para alguien que pretenda ser tomado en serio en una discusión sofisticada.

Por ejemplo, nadie —ni siquiera yo, que he visto dos conciertos suyos— defendería a estos tiparracos:

Manowar. Estos tíos llevaban taparrabos. ¡Taparrabos! ¿Hace falta decir más? Pues sí, pero no es el momento.

Ni, por supuesto, a estos dementes que repelían hasta a mi yo quinceañero:

Se llamaban G-War, y no, no iban de coña. Por eso daban miedo de verdad.

La cuestión, como bien plantea Klosterman en su genial libro, es que a los heavies se la sudaba ser despreciados por los modernos. Les importaba tres cojones, ni siquiera dedicaban un pensamiento a las críticas de los esnobs. Y ahí radicaba su grandeza y su invulnerabilidad. De hecho, cuando los heavies se empezaron a ofender por las parodias y a protestar en cartas al director, su movimiento firmó su definitiva e inapelable sentencia de muerte. Cuando les importó la opinión de los demás, se acabó el chiste. Lo que queda de aquel glorioso heavy que encontró su más bella y rabiosa expresión en Guns N’ Roses es un puñado de iletrados aburridos en estado permanente de mosqueo y no muy diferentes de un espectador de Intereconomía.

La gracia del heavy consistía en su capacidad para crear un mundo divertido y autorreferencial inmune a los condicionantes culturales y sociales. Rock, cerveza y punto. De eso va la vida, chaval, déjate de hostias, decían las estrellas a sus fans. Un mensaje universal y hedonista que podía ser acogido por cualquier adolescente, con independencia de su condición y domicilio. Eso fue posible mientras sus grupos llenaban estadios. Cuando la cosa decayó y se fraccionó en cientos de sectas, a cual más siniestra y difícil de asimilar por lo mainstream, el mensaje se complicó. En resumen: cuando el satanismo dejó de ser la excusa para una juerga provocativa que escandalizara a unas cuantas monjas y alguien se lo tomó en serio, se terminó la fiesta.

Además de argumentaciones de un malabarismo intelectual asombroso —compara, por ejemplo, las canciones de la cara B del disco Lies de los Guns con los cuatro evangelios: así como la imagen moderna de Jesús es una mezcla de esas cuatro historias diferentes, la figura de Axl Rose se explica por una mezcla de esas cuatro canciones. Brillantísimo—, el libro está salpicado de perlas. Algunas citas:

Si alguna vez llego al punto en el que mi rutina diaria consiste en hablar de magia negra y meterme jaco en un castillo rural de Sussex, sabré que he llegado a lo más alto.

A pesar de que la letra de la canción habla de abrirse camino siendo un solitario, el director del vídeo interpretó el tema de un modo muy diferente y pareció pensar que la canción iba de una mujer que intenta follarse un coche.

Los críticos de rock continuamente cometen el error de pensar que los álbumes «disonantes» (es decir, «desafinados») que ellos aprecian están influyendo de algún modo en la cultura. Lo cierto es que a ningún oyente normal le importa un bledo ninguna maldita canción jamás creada por los New York Dolls. La única gente que ha escuchado su material son (a) críticos musicales, y (b) tipos que leen libros escritos por críticos musicales.

Como toda la gran música de los ochenta, la de Shout at the Devil era inadvertidamente postmoderna. Su importancia no tenía nada que ver con los conceptos manejados; su importancia residía en lo que simplemente era, de la manera más literal posible.

And so on.

Fantástico. Me reafirmo en lo escrito: de lo mejor, más audaz, profundo y divertido que me he llevado a los ojos en los últimos meses. Y si te parece una chorrada, me da igual: soy heavy, tío, paso de lo que opines.

Y ahora, me voy a abrir una cerveza y a poner You Could Be Mine, una canción que muchos odiamos en su día porque le gustaba a los pijos (estaba en la banda sonora de Terminator II), pero que al final hemos comprendido que mola más que todos los cantautores tristones y descuidadamente despeinados que hemos escuchado después.

Metal rules!

PS.- Un testimonio metalero: aquí estoy, retratado en la máquina de marcianitos del Rainbow. ¿Qué es el Rainbow? Una Meca heavy: el club de Sunset Strip, en Los Ángeles, donde nació Guns n’ Roses. Sigue siendo un garito rockero de intenso sabor y cerveza asequible. Qué noche aquella, qué ilusión me hizo ir al Rainbow.

ESTANCAMIENTO

Me contó mi hermano el otro día que hay algunas hipótesis que vaticinan un cierto estancamiento científico para los tiempos por venir. No un estancamiento en el sentido medieval, por supuesto. Según me explica mi hermano, que es quien sabe de estas cosas y mi única fuente de información al respecto —vayan a pedirle cuentas a él—, muchos de los hallazgos que han supuesto un cambio de paradigma científico han sido posibles gracias al trabajo de tipos excéntricos que se han emperrado en desarrollar hipótesis que la ortodoxia de su tiempo consideraba absurdas, extravagantes o ridículas. Sin embargo, gracias a un relativo aislamiento, pudieron trabajarlas a su antojo hasta su demostración.

Eso, dicen algunos, es prácticamente imposible en la comunidad científica actual. Su elevadísimo grado de burocratización y jerarquización, la imposibilidad de trabajar al margen de los cauces académicos regulados por una férrea ortodoxia y la condena inmediata de cualquier planteamiento que no encaje con ella excluyen irremediablemente a los extravagantes y a los testarudos que se empeñan en nadar contracorriente. Ninguna institución pública va a subvencionar sus investigaciones, ninguna universidad las va a respaldar y, por supuesto, ninguna publicación científica las va a avalar. En otras palabras: nadie ampararía hoy a Albert Einstein, y las teorías genéticas de Mendel no se publicarían en ningún sitio al no ceñirse a los muy rígidos protocolos académicos. Se produce así una inquietante paradoja: todo lo que ha hecho fuerte a la ciencia puede acabar convirtiéndose en su mayor debilidad.

Como muchos de los más importantes descubrimientos científicos han sido posibles a pesar de la ciencia o de la cultura dominante de su época, dicen quienes sostienen esta teoría que los cambios de paradigma necesitan de personajes que puedan trabajar con libertad y cierto aislamiento. Las redes y el intercambio de conocimiento pueden estar muy bien para ciertas cosas, pero para otras, hay que dejar que los genios desmonten los tinglados desde su pueblecito, sin que nadie les moleste.

El mismo descubrimiento de la quimioterapia, el avance más espectacular que ha visto la investigación médica sobre el cáncer, fue posible gracias a la intuición enloquecida de un patólogo del hospital infantil de Boston, un tipo que experimentó en un cuartucho del sótano del centro médico, al margen de cualquier método o protocolo aceptable. Las investigaciones científicas académicas al uso jamás habrían aceptado un planteamiento tan extraño como el que sugería este hombre.

Supongo que esto no es más que un argumento sugerente y difícil de demostrar, pero puede aplicarse también a otros ámbitos. La literatura, sin ir más lejos. O la música. O el arte en general.

¿Por qué ya no esperamos un nuevo Proust o un nuevo Mozart o un nuevo Picasso? ¿Es imposible la emergencia de genios que lo cambien todo de una vez y para siempre?

Recuerdo que hace tiempo discutí con unos amigos sobre el rock actual. Coincidimos en que los músicos contemporáneos eran muchísimo mejores intérpretes y, en un sentido puramente técnico, mejores compositores que los tipos de la era dorada. Hoy es fácil encontrar guitarristas muy superiores a Jimi Hendrix y grupos mucho más solventes que los Led Zeppelin más inspirados. Cualquier gualtrapa de barrio sabe tocar mejor que los Beatles. Y, sin embargo, no hacen una música tan inspiradora, tan pasional y tan genial como la que hicieron los clásicos. Técnicamente son muy superiores, son músicos mejor formados, saben hacerlo mucho mejor, pero les falta el alma, el corazón y, posiblemente, la actitud que hicieron grandes a los grandes.

En literatura sucede algo parecido. Creo, contra lo que opinan muchos malfollaos con silla mayúscula en la Real Academia, que hay más y mejores escritores hoy que hace cincuenta o cien años, tanto en España como en América Latina. Los jóvenes están mejor preparados y son mucho más cultos porque han disfrutado de una formación y de unos recursos impensables para la generación de sus padres. Hay una pléyade inabarcable de narradores con una técnica depuradísima —aprendida en talleres y cursos inconcebibles hace treinta años—, capaces de construir artefactos narrativos brillantísimos. Y, sin embargo, no hay nadie capaz de escribir Cien años de soledad. De hecho, Cien años de soledad es una novela técnicamente más pobre que muchas de las que se pueden ver en los estantes de novedades de este otoño. Y, aun así, Cien años de soledad, con todos sus defectos y sus presuntos errores, es una obra maestra y las novedades de otoño se olvidan en cuanto llega el invierno.

Escribir mejor y tocar mejor música no equivale a ser mejor escritor o mejor músico. De la misma manera, supongo, que los físicos actuales, a pesar de estar mucho mejor formados que Einstein y de ser mucho mejores científicos en muchos aspectos, no consiguen desbancarle ni formular una teoría que refute de una vez y para siempre a la de la relatividad.

Hoy somos más listos y disponemos de muchos más medios, pero seguimos sin saber escribir À la recherche du temps perdu. En el ámbito literario hay también una ortodoxia implacable que impone su ley. En torno al mercado se ha creado una infraestructura complejísima que hace muy difícil la emergencia de autores geniales. Porque, como en la ciencia, los genios literarios también han nadado contracorriente y han construido sus grandes obras haciendo justamente lo que la moral y las buenas costumbres de su tiempo prohibían. Es decir: cambiaron el paradigma cagándose en él, jodiendo el puto canon.

Pero, para poder joder el canon, tienen que darse dos circunstancias: el canon tiene que exhibir un punto débil por el cual pueda ser roto, y el transgresor tiene que encontrar un espacio para cultivar su transgresión. Porque el canon se rompe desde dentro: tiene que haber un resquicio por el que entrar para reventarlo. Un escritor necesita ser publicado y leído, y si el canon está tan cerrado que imposibilita el paso y la difusión de cualquier propuesta que no encaje en él, nunca habrá cambio. Habrá buenos libros y excelentes escritores, pero no llegaremos a ver nunca ese libro que haga saltar todo por los aires y obligue a reinventar la escritura. No habrá más Quijotes ni más putos Proust ni más Joyces monologantes ni, por supuesto, más García Márquez. Y eso sólo nos puede llevar al estancamiento.

Necesitamos aire, gente que trabaje al margen de modas y del qué dirán, pero que pueda encontrar una forma de llegar al público y de romper las barreras que editores, agentes y altos directivos de la Fnac han creado. La literatura vive una paradoja: nunca se ha escrito tanto y tan bien, pero nunca ha interesado tan poco lo que se escribe.

Aunque quizá el cambio de paradigma ya se ha producido y no nos hemos enterado. Puede que alguien, en este preciso instante, esté dándole una paliza de muerte al canon.

Quién sabe.

¿POR QUÉ?

Sigo perdido por estos mundos, lejos de mi España y olé. No pensaba escribir en este blog hasta la vuelta, dentro de unos días. No porque no tenga ganas ni tiempo ni fuerza para hacerlo, sino porque estoy escribiendo otras cosas mucho más necesarias para mi salud mental. Espero que lo entiendan.

Pero por mucho que huyas de las miserias del mundo, éstas te persiguen y acaban encontrándote, y hoy, a través del mail, he recibido esta notita que paso a pegarles íntegra y con todos los sic que ustedes consideren precisos.

BÜRDEL KING

Presentación del disco y actuación en directo.

Bürdel King es el nuevo proyecto de Txus Di`Fellatio, que acaba de comenzar un nuevo proyecto que mantendrá en paralelo con su trabajo en Mago de Oz. Se trata de una banda de rock & roll donde quiere dar rienda suelta a su lado más canalla. Temas muy marchosos y súper pegadizos. Mucha actitud y mucha provocación. Burdel King son Txus Di Fellatio, Frank (Mago de Oz), Sergio Martinez (ex-Mago de oz), Javi Diez (Biosfear y Arwen) y Anono (Stafas)

¿Se han recuperado ya de la impresión? Mi pregunta, como anticipaba el título del post es: ¿por qué? ¿No hay suficiente dolor estético en el mundo como para añadir una sobredosis semejante? ¿No hay ya bastantes falleras, presidentes de Murcia, moteros canosos, asociaciones culturales recreativas, cofradías de Semana Santa, peñas taurinas, lectores de La sombra del viento, librodiscos de Aute, eyaculaciones internas de Sánchez-Dragó, carcajadas de Rita Barberá, anuncios protagonizados por Carmen Machi, parrillas semanales de Telecinco, churrerías ambulantes en ferias patronales, bocadillos del Calamar Bravo, tiendas de hábitos religiosos, pascuas militares, provincias de Teruel, pueblos natales de Ramón y Cajal, estampas de Santa Úrsula, tetas de Santa Águeda, banderita-tú-eres-roja-banderita-tú-eres-gualda, conciertos de Loquillo, canónigos (de los de comer y de los de catedral), sangría de chiringuito, Luis Cobos, salmonelosis, piscinas municipales de la provincia de Soria, guardias civiles vocacionales, taxistas con mondadientes, libros emocionantísimos de Rosa Montero, gazpachos de Hacendado, enfermedades venéreas y yihadistas? ¿Por qué sumar a esta lista una cosa llamada Burdel King? ¿Es que nadie va a poner freno? ¡Bibiana Aído, Leire Pajín, alguien, por favor, que ponga coto a esto! Si no es en nombre de la dignidad de las personas, que al menos sea para que conservemos nuestras retinas y nuestros oídos internos sin que los contaminen aún más.

Señores de Burdel King: ¿es que no tienen ustedes una madre que les diga que eso no se hace, que está muy feo? Hombre, por favor, un poquito de mesura y de buen gusto. No digo yo que todo vaya a ser buen gusto, les va a costar adquirirlo a su edad, pero no puede ser que todo, absolutamente todo, suene a espanto. Algo se tiene que salvar, aunque sólo sea por casualidad.

Hace unos días me enteré de que están preparando un musical (también canallesco, cómo no, aquí quien no ha sido un bohemio avant la lettre no ha sido nadie) con canciones de Sabina. Y Almodóvar estrena coso. Miren, me están dando unas ganas de volver al solar patrio que ni les cuento.

Y dicho esto, vuelvo a mi recogimiento. Necesitaba reírme, la verdad. Ando necesitado de risas, como ustedes comprenderán con facilidad. Nos vemos dentro de unos días. Por cierto, agradezco todos y cada uno de los cariños que sigo recibiendo tanto en los comentarios como en el mail y en el Twitter. No puedo contestar a todos, pero los aprecio en lo que valen, que es mucho.

COMPÓRTESE, SEÑORITA

Vaya bronca que le echan a Mariza en El País. El crítico Fernando Neira, más que escribir una crítica de su último concierto en Madrid, le larga un chorreo de padre y muy señor mío. Sólo le falta decir: “Compórtese, señorita, compórtese”.

Ya en el lead le acusa de “buscar el aplauso menos consistente”. Ay, qué guarrilla, qué casquivana. Mira que andar reclamando aplausos poco consistentes… Usted, que podría aspirar al aplauso noble del marqués, se conforma con el aplauso descamisado del populacho.

Neira tiene gracia escribiendo, no se lo voy a negar, pero me irrita un poco su pundonor purista. Dice de Mariza, por ejemplo:

Hay en su actitud un ánimo de popularización que a veces la aproxima a Dulces Pontes, el más manido de los modelos posibles. A Mariza le juega una mala pasada su carácter demasiado expansivo y se sitúa en una encrucijada que debería resolver si no quiere ponerse a girar en redondo, sin dirección ni sentido.

Un carácter demasiado expansivo, un ánimo de popularización… Por favor, señorita, compórtese, cierre las piernas, muestre un poco de respeto por esta casa que le acoge, así no va a cazar marido. Para este crítico, el fado es triste, y con tristeza ha de atacarse. ¿Qué es eso de andar sonriendo y “presumiendo de guapa”, como llega a escribir? Hasta ahí podríamos llegar: una portuguesa que se cree guapa. ¿Qué será lo siguiente? ¿Una inglesa con los sobacos depilados, una francesa que se duche a diario, una italiana de dieciocho años virgen, una sueca que no persiga a españoles velludos por la playa de Torremolinos? Por favor, ajústense a su tópico, no nos despisten. Como decían en Amanece que no es poco: actúe como los demás americanos, que unos días van en bici, y otros, huelen bien.

Parece que Neira no ha prestado atención al repertorio de la propia Mariza, que en Recusa, canta:

Se ser fadista é ser triste,
é ser lágrima prevista,
se por mágoa o fado existe,
então, eu não sou fadista.

En pocas palabras, que si ser fadista es ser triste y andar haciendo pucheros, entonces, yo no soy fadista. Más claro no se puede decir. Si he de elegir entre la alegría y el fado, me quedo con la alegría.

Supongo que será ya evidente que me gusta Mariza, con su chorro de voz y con esa gracia antimelancólica con la que transforma el viejo fado portugués. Pero, aunque no fuera así, la crítica de Neira me seguiría sonando un poco curil.

No es la primera vez que Neira hace alarde de purismo. Hace un año, por estas mismas fechas, los argentinos Bajofondo tocaron en Madrid, creo que en el mismo sitio donde Mariza, y Neira escribió una crítica significativamente titulada Tango (o lo que demonios sea). Allí se leía:

Son musicazos, pero no siempre queda claro a qué juegan. Acaso ellos mismos aún tengan pendiente la respuesta a ese dilema. Mientras lo resuelven, derrochan una vitalidad que huele a pose, aplauden al público al final de cada tema y se jalean entre ellos como si a cada rato Maradona le hubiera endosado otro gol a los ingleses. Gustavo pasa medio concierto brincando como un canguro y hasta el asistente técnico, desde el extremo, ejerce de bailarín dislocado.

En resumen: aclárense, pardiez, y dejen de jugar.

Por lo que se deduce, a este crítico le gusta que el pan sea pan, y el vino, vino. No me lo imagino en uno de esos restaurantes moleculares donde la morcilla sabe a algodón de azúcar y el chuletón tiene forma de sandía. Las cosas, claritas y de frente.

Por dios -y esto va por todos-, relájense una miaja. No creo que nadie deba ir por la vida con un programa estético o ideológico pegado en la frente, con la etiqueta bien visible, para que no haya confusiones. Y, sobre todo, para que se ciñan a ella. Oiga usted, que en su etiqueta pone bossanova y se está marcando un solo de banjo, ¿es que quiere que el sol salga por Antequera? ¿Que sindiós es este?

Recuerden que el año pasado, el festival de jazz de Sigüenza se interrumpió porque un espectador llamó a la Guardia Civil para denunciar que el concierto que estaba viendo no era de jazz.

Yo he visto a Bajofondo dos veces, las dos en Buenos Aires, y aunque la primera experiencia fue mucho más grata que la segunda -y eso que la segunda tenía el encanto del escenario, el Gran Teatro Rex de la avenida Corrientes-, no se me ocurriría irritarme. Por supuesto que tanto en ellos como en los neofados de Mariza hay mucho de impostura y muchas ganas de agradar a públicos que no dominan las sutilezas del género en el que se inspiran, pero, ¿qué hay de malo en ello? ¿Qué hay de malo en disfrutar de una bella noche de verano con una juerga desenfadada? ¿Qué más da si los puristas del fado y del tango se retuercen en sus tumbas? Nosotros estamos aquí y ahora para disfrutar, no somos emigrantes italianos en el Buenos Aires de los años 20, ni desarraigados portugueses en la Lisboa de Salazar.

No sé qué somos, pero si sé lo que no queremos ser: pelmazos que se irritan con el goce ajeno.

EL HOMBRE DE LA MONTAÑA DE PLATA

Ronnie James Dio.

Casi nada.

Ha muerto. Ni siquiera sabía que tuviera cáncer.

67 añazos.

Poco más de metro y medio levantaba del suelo.

Y más feo que el feo de los hermanos Calatrava. Era como un manojo de espárragos galvanizado.

Pero grande, enorme.

Puro rock. Si hay una idea platónica de rock, Dio estaba al final de la caverna, muy cerquita de la luz.

Era italoamericano (su apellido real era Pavadona), así que sabía perfectamente qué significaba Dio en italiano. Una elección consciente, una humorada megalomaníaca para un músico de tamaño minúsculo, pero con una voz poderosa que retumbaba como la del mismo Dios.

O como la del Mago de Oz, que también era un ser pequeñito oculto tras un decorado.

De hecho, el grupo que le dio la fama se llamaba Rainbow, y es uno de los grupos de rock surgidos de una sola frase de la peli El Mago de Oz.

La frase (y el niño que llevo dentro todavía siente escalofríos al evocarla) la dice Dorothy al despertar en technicolor. Dice: “Toto, I think we’re not in Kansas anymore. We must be over the rainbow, rainbow!”.

Nombres de grupos que han salido de aquí: Toto, Kansas y Rainbow.

En Rainbow, el proyecto del desfasadísimo semidios Ritchie Blackmore, se estrenó con la bestial Man On The Silver Mountain, de 1975.

Desde entonces, Dio fue el hombre de la montaña de plata.

Un farsante simpático, un artesano humilde que fingía ser una estrella del rock. El feo de voz prodigiosa que se hizo rockero para ligar.

La casualidad ha querido que Dio haya estado rondándome estos últimos días, pues le he utilizado para caracterizar a uno de los personajes de eso que estoy escribiendo y que para simplificar llamaré novela.

Como regalito y homenaje póstumo, os pego el diálogo que escribí -y que todavía puede sufrir muchas modificaciones-. Como se ve, el personaje en cuestión es argentino. Está hablando del Live Evil, el directo de Black Sabbath con la voz de Dio:

—El Live Evil es insufrible del derecho y del revés. ¿Sabés que hay una muy buena con ese disco? ¿Te gusta el rock? ¿El hard rock? Bien, pues escuchá: es el directo que Black Sabbath grabó con Dio como cantante. Ronnie James Dio. Un tipo que se bautiza con el innombrable es ya bastante ridículo, ¿no creés? Lo preocupante en él no es la egomanía, sino su obviedad. Un individuo así no soporta trabajar con otros, y una banda de rock es pura dialéctica: es una síntesis que surge de la lucha de dos inconciliables. El genio individual contra la disciplina grupal. Si el genio individual se come el trabajo del equipo, la cosa se rompe. Y si el trabajo del equipo ahoga la expresión del genio individual, lo mismo. Es un equilibrio muy puto. Ahí tenés a los Beatles, que son el ejemplo típico. Dio no asumió esto nunca, y cuando grabaron el disco en directo, encizañó a Geezer Butler, el bajista, y le convenció de que Tommy Iommi era un tirano mediocre que les menospreciaba y que debían plantearle un ultimátum: o les dejaba el control de la banda, o se irían. La leyenda cuenta que hicieron algo mucho más artero. Cuando acabaron las mezclas del disco y ya estaba todo listo para empacarse, Dio y Butler entraron una noche en el estudio y remezclaron todos los masters, colocando en un primer plano la voz y el bajo, y dejando por atrás la batería y las guitarras. Dicen que Tommy Iommi se enfadó mucho cuando escuchó el disco definitivo, y que por eso los botó de la banda. No se sabe si esta leyenda es cierta, pero todos los que tenemos ese disco sabemos que, sin lugar a dudas, la voz y el bajo son dominantes y suenan por encima del resto de instrumentos. Y, ¿sabés qué? Que es un acierto. Pero ni aún así se salva: es un álbum horrible.

—Bonita historia, cuéntala en tu radio.

—No entendés: vos sos Butler y yo soy Dio.

Desde que leí el obituario lleva sonando en mi cabeza el arranque de The Mob Rules (canción que suena en la peli de dibujos animados Heavy Metal, en parte obra de Moebius), y ya me he convencido de que la mafia manda: “Cross the city and / tell the people that / something’s comin’ around”.

Grande, Dio, qué buenos ratos nos hiciste pasar.

LAS RAÍCES SIN TIERRA

Johnny Cash siempre recordaba que el country era una música ligada a una tierra y a un modo de vida que, en sus años adultos, ya había desaparecido. Pervivía la música, pero desligada de sus sustrato, absolutamente urbanizada. “Me pregunto cuántas de esas personas [de los músicos de country de las generaciones más jóvenes] alguna vez cargaron un saco de algodón”, decía sin acritud ni lamento.

Para Cash, su música estaba íntimamente unida a las praderas del centro de Estados Unidos, a las plantaciones, a las granjas de madera, a los graneros rojos, al olor del maíz recién segado y al aleteo de las faldas de las chicas que salen de la sunday school. Más que una unión íntima era una emanación de la propia tierra. Como cualquier otra forma de folklore. Pero después llegaron Bob Dylan y otros urbanitas de la maldita Nueva York, enchufaron aquellos sonidos a la corriente eléctrica del rock and roll y crearon una música popular americana trasplantada y universal que, gracias a los poderes del mercado, podía cultivarse y disfrutarse en cualquier lugar.

El otro día estuve viendo a Giant Sands en un concierto de versiones de Johnny Cash, tocando las canciones del disco Live At San Quentin. A la mañana siguiente, charlando con un amigo poeta -esos tíos vagos que son incapaces de llenar un renglón y que gastan veinte hojas para decir cuatro frases-, le comenté que mis ojeras, mi resaca y mi leve afonía se debían a ese concierto, mi primera pequeña juerga desde que soy padre.

-¿Qué tocaban?

Se lo expliqué, soltándole un poco de rollo (los prosistas no somos crípticos: llenamos las hojas y las conversaciones con frases largas), y culminé diciéndole que a mí me gusta mucho la música de raíces americana, y que desde hace unos años es la que más escucho. Él esbozó una media sonrisa de suficiencia y me replicó, en tono de sarcasmo chungo:

-Claro, te recordará tu infancia en Oklahoma, ¿no?

Evidentemente, el poeta me estaba llamando gilipollas sin ningún tipo de miramiento. Porque, a mi alienación cultural -enamorándome insensatamente de una música que no tiene nada que ver con mi patria o mi bandera- he unido el espantoso pecado de confesar mi yankifilia, y eso es un agravante que me condena sin remedio. Estoy perdido para la inteligencia: soy un tipo vendido al sucio imperio. Un gilipollas que tiene el cerebro esponjado por el mal de las vacas locas de tanto zampar hamburguesas caducadas.

Si por lo menos me gustara la chanson francesa…

Para mí resulta evidente por qué siento una comunión tan fuerte con cierta música popular estadounidense y, en cambio, la jota, el chicotén y la zarzuela me suenan a jeroglíficos venusianos. Y no me siento culpable por ello. Tengo la sensibilidad encallecida y en la música no busco el latido de la tierra que la ha parido, como buscaría un folclorista o un buen melómano aficionado al folclore. En la música busco mi propio latido, y como soy un tipo crecido en un entorno urbano europeo de finales del siglo XX, mi latido está mucho más cerca del Greenwich Village o de Sunset Boulevard que de la Cetina y su contradanza o que del de Huesca y sus paloteaus.

Habrá quien quiera rebelarse contra lo que no deja de ser una invasión de la cultura imperialista, y me parece estupendo. Yo prefiero explorar a unos invasores que no percibo como tales. Unos invasores que me han educado sentimentalmente y con los que siento algo más que una afinidad espiritual.

Cuando el rock cogió esa música de la tierra y la transformó en una experiencia urbana, sus sonidos dejaron de pertenecer a una tierra y a una gente. Y eso es lo fantástico de la música: que es una expresión tan primigenia y tan feroz, y al mismo tiempo tan sutil y sofisticada, que puede alcanzar la universalidad desde el terruño más infecto y aislado. El concierto de Giant Sands fue una muestra estupenda de esto. Un fogonazo de raíces desarraigadas.

No sé porqué, este fin de semana me ha dado por escuchar el Desire de Dylan, y pongo varias veces la canción Oh, Sister (que dicen que compuso a pachas con Joan Baez cuando estaban enrollados, pero eso forma parte de su leyenda negra). Con ella me desquito de la rudeza polvorienta y carcelaria de Johnny Cash. Fijaos qué maravilla de canción. Empieza:

Oh, sister, when I come to knock on your door,
You should not treat me like a stranger.
Our father will not like the way that you act,
And you must realize the danger.

Es decir, muy más o menos:

Oh, tatica, cuando llame a tu puerta
no debieras tratarme como a un extraño.
A nuestro papá no le gustará el modo en el que te comportas,
y tienes que darte cuenta del peligro.

¿Peligro? ¿Llamar a la puerta? ¿Padre? Mmm, la cosa promete. Sigue así:

Oh, sister, am I not a brother to you
And one deserving of affection?
And is our purpose not the same on this earth
To love and follow his direction?

Subtítulos:

Oh, tatica, ¿acaso no soy un hermano para ti
y alguien que merece tu cariño?
¿Y acaso no es nuestro propósito en esta tierra el mismo,
amar y seguir su dictado?

Uy, espérate, que esto parece ya un rollo místico a lo San Juan de la Cruz. ¿En qué quedamos? ¿Quiere cepillarse a su hermana o meterla en un convento?

¿O ambas cosas?

A ver, Bob, acláranoslo:

We grew up together from the cradle to the grave.
We died and were reborn and then mysteriously saved.

Esto es:

Crecimos juntos desde la cuna hasta la tumba.
La diñamos y hemos renacido y ahora estamos misteriosamente salvados.

O sea, que la cosa se complica más. No sólo son hermanos seudomísticos, sino que también son zombis.

Más, y con esto se acaba:

Oh, sister, when I come to knock on your door,
Don’t turn away, you’ll create sorrow.
Time is an ocean, but it ends at the shore.
You may not see me tomorrow.

Lo que vendría siendo:

Oh, tatica, cuando llame a tu puerta,
no te alejes, que causarás dolor.
El tiempo es un océano, pero acaba en la costa.
No debes verme mañana.

Cierre críptico de nuevo. Parece que sí, que finalmente quiere colarse en el cuarto de su hermana para practicar amor fraterno, pero who knows…

Me gusta mucho la ambigüedad de esta canción, claramente inspirada en la poesía mística española y, según algunas fuentes más o menos autorizadas, en el Cantar de los cantares. Ya sabéis lo que le gusta el rollo religioso a Dylan, pero, más allá de eso, es verdad que el misticismo católico suena tremenda y deliberadamente erótico y permite jugar con mil y una sutilezas.

Porque, al fin y al cabo, ¿qué puede haber más divino que un incesto entre hermanos que se quieren? Un incesto sin abuso, sin dominio, sin sometimiento de nadie a nadie.

Ese morimos y hemos renacido es toda una declaración de amor. Para los franceses, el orgasmo es la petit mort, y todos sabemos que Eros y Tanathos son muchas veces lo mismo, y que uno lleva al otro con relativa facilidad.

Pero, claro, todas estas lecturas son sofismas míos, porque es evidente que Bob Dylan, como embajador de la cultura imperialista que aliena mi hueca cabezota, no puede alcanzar tales grados de sutileza y belleza. Y no digamos ya Johnny Cash, que es casi un marine con guitarra. Al parecer, la belleza y el arte son solo patrimonio de los vates del Parnaso europeo.

MÁS SODOMÍAS Y UN FAMA

Al hilo de lo que se hablaba aquí el otro día (por cierto, Enrique, espero tu crítica de El cónsul de Sodoma, mándamela por mail y la publicaremos aquí con alguna fotico), he escrito una entrada, continuación de esta, en el blog literario De reojo, que escribo en Heraldo.es.

Cuelgo también el regreso de Los Famas, la minisección del suplemento MVT de Heraldo que compite agriamente con la también minisección Ojos de Miope, del pérfido Óscar Senar. Está hoy en los kioscos, esos sitios donde te dan un periódico si compras unas sartenes, unas figuritas de belén, unas tazas de los Beatles o unos DVD de Berlanga.

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Se acabaron las divas de la canción: llegan las proletarias

Lisa Germano. Crecida en un pueblecito de Indiana y reivindicada como violinista de lujo por Mellencamp y Bowie, es una de las figuras más representativas de la generación de chicas guerreras y currantas que reina hoy en el tan prestigiado género de la ‘americana’.

En España, el palabro ‘cantautor’ provoca alergias generalizadas entre la chavalería. No es para menos: a ver quién sale indemne tras declararse fan de esos tipos con coderas en las chaquetas, peliblancos y calvos, que fuman como el abuelo que fue picador y dicen las mismas tontadas que tu padre. Pero en Estados Unidos, los ‘songwriters’ sí que molan, tienen pedigrí y seguidores jóvenes y actualizados, que no exclaman ‘guay del paraguay’ ni rememoran los guateques en los que meneaban el bullarengue.

Ahora molan todavía más las ‘cantautoras’ ligadas al movimiento que la crítica llama ‘americana’: un grupo de artistazas que escenifica -esta vez sí- que la igualdad es un hecho en una música popular históricamente muy machistorra.

Lisa Germano -que ha sacado nuevo disco y empieza gira, a ver si hay suerte y la vemos por Zaragoza- es una de ellas. Nacida en un pueblo de Indiana, fue al conservatorio y aprendió a tocar el violín. A finales de los 80 se convirtió en la violinista de John Mellencamp, y a mediados de los 90 empezó su carrera en solitario. Pero, tras sacar tres discos de relativo éxito con Capitol Records, Germano no se sintió a gusto con lo que hacía, así que lo abandonó todo y se metió a currar de dependienta en unos almacenes de Los Ángeles.

Por suerte, sus amigos no se olvidaron de ella. David Bowie y Dominique A seguían reclamando con insistencia sus violines. Y volvió a la carretera, con canciones subidas de tono (sus discos tienen el sello de ‘explicit’, que avisa a los papás de que las letras dicen muchas cochinadas) que hablan de su identidad sexual. Su último trabajo se titula ‘Magic Neighbor’.