Archivo de la etiqueta: Pablo

EL DÍA DE PABLO

Esta es la columna que Cris ha publicado hoy en las páginas de opinión de Heraldo de Aragón. Yo no la firmo, pero la suscribo en cada letra y en cada espacio entre las letras. Comprenderán que hoy no estamos para muchas juergas. No me busquen, que no me van a encontrar, déjenlo para mañana.

SURVIVING AMINA

En la última Seminci, Barbara Celis presentó su documental Surviving Amina, la historia de una niña que fue diagnosticada de leucemia cuando tenía pocos meses y que murió después de un trasplante de médula. Cuando se estrenó, vivíamos uno de los peores momentos con Pablo: acabábamos de enterarnos de que la primera parte del tratamiento no había funcionado todo lo bien que debiera. Yo no quise saber nada del documental, me negué incluso a leer críticas sobre la peli o entrevistas a su autora. Pero lo anoté: quería verlo cuando las cosas marcharan bien y mi cerebro pudiera asimilar dramas ajenos.

Después del trasplante, cuando el equipo médico de Barcelona empezó a mostrarse abiertamente optimista, escribí a Barbara Celis para pedirle una copia. Me dijo que estaba de viaje y que, en cuanto volviera a Nueva York, me atendería.

Cuando el mensajero trajo a casa el sobre de US Mail, ya casi no me acordaba de que había pedido la peli. Cris no quería verla, así que la apilé a la espera de una madrugada solitaria en la que me sintiera lo bastante fuerte como para enfrentarme a la historia. Mientras esperaba, Pablo tuvo una recaída salvaje e imprevista y, a las poquísimas semanas, murió. Durante todo este tiempo he tenido el DVD de Surviving Amina en mi mesa de trabajo, junto a los libros que leo. Me tropezaba con él constantemente, y hasta Pablo jugaba con la caja cuando le daba por sentarse conmigo en el ordenador y robarme los libros.

Esta noche, al fin, la hemos visto. Nos hemos enfrentado a una historia muy parecida a la nuestra, y sólo me queda felicitar a Barbara Celis por la delicadeza y el cariño con los que la ha contado. Los padres de Amina son sus amigos, y por eso le dejan entrar con su cámara hasta la fuente misma del dolor. Por eso la intimidad se muestra tan cruda en la película, porque los padres no están hablando a una cámara, sino que lo están haciendo a una amiga.

Sin embargo, casi toda la narración es una elipsis. Los parlamentos de la madre y del padre son largos y desnudos, pero son sólo eso: parlamentos. Aunque se atisba parte de la vida hospitalaria y del agotamiento insufrible de la vida hogareña, Cris y yo sabemos que se está omitiendo el verdadero dolor. Probablemente, porque es irreductible a unas imágenes, porque no se puede transmitir en una película.

Cuando la madre, Anne, dice que está agotada, sabemos exactamente a qué agotamiento se refiere. Cuando vemos la relación cariñosa que tiene con las enfermeras, vemos a nuestras enfermeras jugando con Pablo. Cuando la vemos entrar en casa con Amina después de un alta hospitalaria, sabemos exactamente cómo es esa alegría amarga que le llena el esófago.

Entendemos todo lo que sienten, pero no porque se cuente en el documental, sino porque hemos estado en los momentos en que la cámara permanecía apagada, y sabemos del miedo y de la desesperación, y también de la ternura y de la paz que a veces se respiran en los pasillos y habitaciones donde ríen —sí, también ríen. Y mucho, a veces— los niños de oncología.

El final del documental está rodado cuatro meses después de la muerte de Amina, y en él, Anne asegura que se siente afortunada de haber vivido eso. No de que su hija muriera, sino de haber tenido el privilegio de vivir con Amina. Y Cris y yo nos hemos sonreído porque es exactamente lo mismo que llevamos diciendo desde hace un tiempo y lo mismo que dije en la despedida de Pablo: que, salvando la muerte, no cambiamos nada, que incluso con la leucemia y los hospitales y la quimioterapia, tuvimos la inmensa suerte de amar y de ser amados por el ser más maravilloso que hemos conocido y que conoceremos nunca. Y eso, ni siquiera la puta muerte nos lo podrá quitar nunca. Nos quitó a Pablo, pero no l0 que vivimos con él.

También dice Anne que siente que la muerte de su hija le ha convertido en una persona diferente al resto. Todos somos diferentes unos de otros, pero Anne se refiere a una diferencia más sustancial, casi ontológica. Nosotros también lo sentimos así, sabemos que ya no podremos ver ni tocar ni sentir el mundo de la misma forma en que lo hacíamos antes. Tenemos que aprender a vivir en nuestro nuevo estado.

Barbara Celis ha hecho un documental pequeñito, discreto, cariñoso y muy delicado y sutil. Nos ha liberado ver nuestra historia reflejada en otros, aunque la nuestra sea en cierto sentido muy distinta porque, como pareja, no tenemos nada que ver con Anne y Tomasso. Pero la enfermedad, los tratamientos y el miedo son idénticos.

Por cierto, un hurra por esa sanidad pública española que se empeñan en desmantelar: la familia de Amina vive en Nueva York y la niña recibió tratamiento en el prestigiosísimo NYU Langone Medical Center. Y la verdad es que, por lo que se adivina en el documental —y un ojo experto como el nuestro, capaz de distinguir un porth-a-cad de un catéter de triple vía y de reconocer al primer vistazo cuatro modelos distintos de bombas de perfusión intravenosa (y de saber programar y manejar algunos de ellos)—, la atención que recibió Pablo no se distinguió en nada en cuanto a los tratamientos y seguimiento. De hecho, en un par de detalles hemos descubierto que los equipos de Zaragoza y de Barcelona eran más estrictos y cuidadosos que el de ese hospital de Nueva York: les permiten ciertas pequeñas imprudencias con la niña que nuestras oncólogas del Servet no habrían tolerado, porque la exponían a infecciones y complicaciones serias. No sabemos lo que tenemos, de verdad, y mientras lo ignoremos, cuatro politicuchos irresponsables se lo van a cargar sin remedio.

PD.- Al releer y corregir el post, y a propósito de las imprudencias, recuerdo que durante una de las altas hospitalarias, salimos a pasear con Pablo. Tenía los leucocitos aún muy bajos, por lo que debíamos extremar las precauciones, y entre ellas estaban restringir completamente el contacto físico con la gente y no respirar el aire de sitios cerrados donde se concentran los gérmenes. En ese paseo, me encontré con un conocido que iba con su mujer. Los dos fueron a acariciar a Pablo y les aparté con celeridad, explicándoles someramente la situación. Parecieron entenderlo, pero al llegar a casa me encontré con un mail de este conocido en el que me decía que no imaginaba que yo fuera un padre tan hiperprotector y que le sorprendió mi actitud. Creo que aún tuve aguante para contestarle fría y cortantemente, pero no fui lo bastante insolente. Así vivíamos, siendo tomados por locos o por imbéciles. Y creo que así viviremos siempre: ni se nos entendió entonces ni se nos entenderá ahora. Es difícil comprender qué significa pasar dos meses sin poder besar a tu hijo y tener que cambiarte de ropa, ducharte, ponerte pijamas estériles y llevar una mascarilla quirúrgica cada vez que estás con él, y quemarte las manos con desinfectante antiséptico antes de poder tocarle. Hay que vivirlo para empatizar. Pero supongo que la ofensa es gratuita.

EL DOLOR

Quizá peque de falta de pudor, de frívolo, de exhibicionista y de irresponsable, pero necesito estar un rato con vosotros, y no puedo seguir con vosotros sin daros una explicación, aunque eso implique sacar a la luz algo que muchos quisieran mantener en lo más hondo de su intimidad.

Estos días sólo han tenido una cosa buena: descubrir la inabarcable cantidad y calidad de nuestros amigos. No os contesto los mails, muchas veces no puedo cogeros el teléfono, así que quiero aprovechar esta tribuna pública para daros mil millones de gracias, por querernos tanto y tan bien, por saber encontrar las palabras y las caricias adecuadas. Por ser vosotros.

Pienso en Nicolai Ogarev, un frustrado revolucionario ruso de pacotilla del siglo XIX. Sus últimos años los pasó triste y solitario en una casita de Greenwich, y aunque fue un romántico que vivió por y para el amor, que persiguió rayos de luna y se embarcó en romances homéricos, su último domicilio no guardaba rastro de esas pasiones. En las paredes y en los estantes sólo había hueco para recuerdos y fotos de sus amigos, de Alexandr Herzen, de Mijail Bakunin. Muerto uno, lejano e inaccesible el otro. No me importaría morir como él, rindiendo pleitesía a la amistad, dándome cuenta de que es una de las poquísimas cosas que importan en la vida. Dejadme ser vuestro Nicolai Ogarev.

Lo que sigue lo escribí la segunda noche de hospital con Pablo. Necesitaba escribir con una urgencia que no he sentido nunca. He escrito mucho estos días. He llorado mucho más estos días. Y cuando parecía que no me quedaban más lágrimas, volvía a llorar. Pero ahora me he puesto firme y serio, dispuesto a asumir los golpes que Pablo requiera que asuma, dispuesto a infundirle todo el valor y la fuerza que necesita. Dispuesto a secarme para que él no se marchite.

Os dejo este texto en bruto, fruto de una noche de rabia y de desesperación, esperando que no os sintáis ofendidos por él. Después de él, pretendo volver de vez en cuando a este blog. Para contar cosas absurdas, intrascendentes, volanderías que nada tengan que ver con procesos celulares. Necesito este espacio porque siempre me he sentido libre en él, lo necesito como respiradero, como tragaluz del alma, y pienso seguir usándolo. En él he compartido mis alegrías con vosotros. Espero que no os importe que comparta ahora mis dolores.

Este es el texto, sin corregir ni pulir ni recortar ni aumentar. Para eso tendría que releerlo, y no estoy dispuesto a llorar más esta noche.

La enfermedad de Pablo

No sé por qué escribo esto. Nunca he creído en el poder terapéutico de la escritura. Ni tan siquiera de la palabra. Nunca he buscado consuelo en el logos. Creo, con Fausto, que en el principio era la acción, y siempre que he necesitado un estímulo, un impulso que me sacara del abatimiento, me he confiado a la música. La música tiene la capacidad de estimular el reducto reptiliano del cerebro. Es primaria, es extática, es poderosamente radical, en el sentido de que sacude la raíz, lo más profundo de nuestra humanidad. También he recurrido a las drogas. No a los fármacos antidepresivos, sino a las drogas y al alcohol. Su potencial eufórico es más poderoso que el de la música. En el peor de los casos, tan poderoso como el de la música, y está íntimamente relacionado. Son euforias que proceden del poder de la tribu, de las noches estrelladas en el valle del Rif, de las cuevas pintadas de bisontes.

Creo que era Voltaire quien decía que no había tenido un disgusto que no se le hubiera curado con dos horas de lectura. No lo entiendo. Para mí, la lectura, con ser algo indispensable, una actividad sin la cual no puedo concebir la maquinaria de vivir, es algo demasiado elaborado, que exige poner en marcha demasiados procesos mentales conscientes como para devenir un consuelo eficaz. Lo mismo puedo decir de la escritura. Aun siendo un escritor vocacional y técnicamente muy intuitivo, que desprecia muchos de los tópicos del oficio y que tiende a sentir el texto como algo orgánico emocionalmente ligado a las vísceras, jamás he escrito buscando alivio. Siempre he abordado la literatura en frío, incapaz de trazar ficciones a partir de hechos que me duelen o que me están pasando en ese momento. Necesito tiempo y distancia para convertir una experiencia en algo siquiera tangencialmente literario.

Hasta hoy.

Hoy me he sentido acuciado por una necesidad nueva, por un impulso que jamás había sufrido antes. Hoy, por primera vez, tecleo en busca de un alivio, aunque sin esperanza ninguna de encontrarlo, sabiendo de antemano que ni un ápice del dolor que siento va a menguar cuando termine estas líneas. Pero, esta vez, la música y las drogas tampoco pueden nada. Tampoco quiero que puedan nada.

No soy ingenuo ni me agarro a ninguna esperanza vana. No le rezo a ningún dios, no suplico a ningún cielo. Con estas palabras no busco salvación. Aunque sí que busco lo mismo que el desgraciado que reza con las manos juntas. Busco un orden, un discurso, una estructura. Siempre he pensado que detrás de la oración de un hombre desesperado no hay una fe ni una religión ni una creencia sobrenatural. Hay, simplemente, un anhelo de orden frente al caos incomprensible que le devasta. Esta, por tanto, será mi oración.

O no. Eso pienso ahora, cuando he conseguido hilvanar unos párrafos y el sentido del texto se va despejando. Quizá no piense lo mismo dentro de unos párrafos más. Porque no sé qué quiero contar ni cómo contarlo. Sólo sé, con la certeza de las pesadillas, que no va a servir de nada, que no va a curar a Pablo, que no va a salvar a nadie de ningún destino y que ni siquiera me consolará. Pero, al menos, conseguiré transformar el dolor informe que crece en mí en algo gramatical, legible y evaluable. Estas palabras serán como la tintura que permitirá ver al microscopio las células de mi angustia.

Las células de mi angustia. Ya sé por qué no hay que escribir con los dedos escocidos, porque te salen expresiones que jamás escribirías con sosiego y distancia. Sintagmas vergonzantes, impropios de quien busca le mot just.

Las células de mi angustia. Vaya metáfora, qué imagen más grosera. Supongo que me ha surgido porque no dejo de pensar en las células de Pablo, en los leucocitos de Pablo, que se multiplican en su sangre provocándole fiebre y pequeños hematomas en su piel.

No sé mucho de la leucemia. No sé casi nada de nada, pero mucho menos de asuntos médicos. De pequeño, pero de mucho más mayor de lo que Pablo es ahora, mis padres me compraron Érase una vez el cuerpo humano. Era una enciclopedia ilustrada con nociones muy básicas de medicina y salud para niños. En realidad, era una de las muchas secuelas de Érase una vez el hombre, unos dibujos animados didácticos de los 80. Recuerdo que una semana se nos pasó comprar el fascículo correspondiente, o que al kiosquero se le olvidó reservarlo, y yo tenía mucho disgusto por no tener completa la colección. Al juntar todos los volúmenes en la estantería, los lomos formaban el dibujo de un cuerpo humano, y si me faltaba uno, el dibujo no se formaría, se quedaría un hueco. O peor aún, se produciría un salto, un doblez cubista. Así que, por propia iniciativa o empujado por mis padres, escribí a Planeta de Agostini, editora de la enciclopedia, reclamándoles que me enviaran contra reembolso el volumen maldito. Lo hice en una carta escrita de mi puño y letra, en la que empleé todas las fórmulas de cortesía que un niño de siete u ocho años puede aprender, y me esmeré por trazar una caligrafía elegante, marcando muy bien los rabos de las oes y las montañitas de las emes. Los de Planeta de Agostini me remitieron el volumen a los pocos días. Fríamente, acompañado de un albarán. Eché de menos que el señor Agostini hubiera agradecido mi interés correspondiendo a los halagos de mi carta con otra de su puño y letra.

En Érase una vez el cuerpo humano había leucocitos. Eran los policías del cuerpo. Patrullaban las venas y las arterias en coches voladores blancos mientras los glóbulos rojos iban a pie acarreando burbujas de oxígeno. Los leucocitos eran guapos y autoritarios. Imponían orden en las trifulcas entre las células y perseguían a los virus que se colaban en el organismo. Los glóbulos rojos eran mezquinos y resentidos. Envidiaban a los blancos.

No lo había pensado hasta ahora, pero ya en esa enciclopedia los leucocitos eran unos hijos de la gran puta. ¿Cómo tenían la desfachatez los redactores de la enciclopedia de presentar a los glóbulos rojos como morralla resentida y fea y a los altivos leucocitos como héroes bellísimos? Aquello, no me cabe duda ahora, era una expresión de lucha de clases sesgada hacia el lado equivocado: ¿por qué los leucocitos, que no tenían que trabajar físicamente, iban montados en molones coches patrulla, mientras que los glóbulos rojos tenían que acarrear el oxígeno a pie y en su propia espalda? ¿Qué era eso, un cuento de Dickens? No estaban resentidos: los leucocitos merecían perecer en una rebelión de los glóbulos rojos, explotados como esclavos. Al menos, deberían haber dejado los vehículos para los glóbulos rojos y que los leucocitos patrullasen a pie.

Ya no sé ponerle cara amable a los leucocitos. Ha quedado confirmado que son unos hijos de la gran puta. Unos psicópatas que quieren acabar con mi hijo.

Hace unas pocas horas que nos han confirmado que Pablo padece leucemia. Pablo tiene diez meses. A Pablo le gusta el yogur, el jamón de york si se lo damos poco a poco en la boca y comer trocitos de bollo. Le pirran las galletas. Al principio, se las comía él mismo sosteniéndolas con la mano y deshaciéndolas en pedacitos en su boca sin dientes. Pero ahora se ha habituado a que se las demos también en la boca y no quiere cogerlas con la mano.

Le hemos mal acostumbrado a muchas cosas. Le dormimos en nuestra cama si llora en su cuna. Le dormimos en bracitos si llora en nuestra cama. No le imponemos horarios rígidos, le cogemos en brazos mientras comemos y le dejamos que haga todo lo que le apetezca o le haga un poco feliz, desde aporrear el teclado del ordenador a tirar al suelo los mandos de las teles o arrugar las páginas de los libros. Somos absurdamente permisivos y casi siempre sacrificamos la pedagogía por unos minutos de diversión.

Pablo es nuestro hijo. Pablo lo es todo para nosotros. Sin Pablo ya no sabemos ser nosotros. Si queremos seguir siendo nosotros, necesitamos a Pablo.

Hace unas pocas horas que un grupo de médicos, casi todas mujeres, casi todas mayores, nos ha llevado a una salita del hospital y nos ha invitado a sentarnos. Hace unas pocas horas que una oncóloga cuyo nombre ignoro, pero que sospecho que se va a hacer muy familiar para mí en los próximos meses, nos ha comunicado en un tono de voz profesional y muy estudiado y seguro de sí mismo, que nuestro hijo, que lo es todo para nosotros, a quien necesitamos para seguir siendo nosotros, tiene leucemia.

Escribo en caliente, con el dolor abrasándome el pecho como nunca creí que pudiera quemarme. Con los ojos rojos de llanto como nunca los había tenido. Resistiéndome a hacerme la pregunta del “y por qué yo”. Sabedor de que la desgracia acecha siempre a la vuelta de la esquina y de que la felicidad nunca se puede dar por asentada. Siempre me fastidia que me confirmen mis propias creencias, porque son las creencias de un nihilista demasiado sentimental para aplicárselas.

Hasta hace unas horas, Pablo, Cristina y yo éramos felices. No idealizo nada si escribo que gozamos de un amor fuerte y vigoroso, lleno de humor y de risas, despreocupado y tranquilo, plácido, pero no adormecedor, extrañamente estimulante y acogedor a la vez. Cristina y yo casi nunca discutimos por nada, porque creemos que pocas cosas merecen una discusión. Porque, a pesar de lo distintos que podemos llegar a ser, coincidimos siempre en que nos lo podemos decir todo y en que no hay tabúes ni cuartos cerrados. Los dos valoramos la educación. Somos educados y aspiramos a que Pablo lo sea también. Apreciamos la cortesía y la consideramos un vehículo de convivencia esencial (un vehículo de convivencia esencial, jerga de autoayuda, no voy nada bien por este camino). Nuestra felicidad está hecha de sonrisas, de respeto y de no esperar mucho del día de mañana, centrándonos en el hic y el nunc.

Nunca he sido tan ingenuo como para pensar que esa felicidad era inquebrantable. Creo que todo puede romperse y que nada dura eternamente (otro tópico, ya van demasiados en esta escritura caliente que no sé si se dejará corregir o admitirá reescrituras). Sé que todo puede hundirse en un instante, pero cuando se hunde, tus creencias no te salvan del terror. Nada te salva del terror. Cuando llega el hundimiento, estoy tan desprotegido como el más ingenuo de los imbéciles.

Sigo sin saber por qué estoy escribiendo esto ni si se convertirá en una rutina. De pronto, todo se ha vuelto incierto y oscuro de una forma que jamás hubiera imaginado. El mañana ya no es el día que precede al actual, sino, más que nunca, una categoría metafísica, una abstracción llena de paradojas que bloquean mis circuitos.

Pienso en Javier Rodrigo. Brillante historiador, atacado por un linfoma a los veintipico años. Le recuerdo entre ciclos de quimio. Quedamos a comer. Yo me pedí algo contundente y él replicó con unas verduras y un poco de agua, despiadadamente frugal. Me sentí obsceno con mi carne roja y sangrante y mi copa de vino tinto. Frente a mí, Javi, con el pelo al cero, hablaba apocado, como imbuido de una verdad que le había sido revelada y que nosotros desconocíamos, contrapunteado por un tic que le afectaba al lado izquierdo de la cara. Le vi mal, pero no se lo dije.

Poco después de esa comida, Javi empezó a escribir un libro. Cuando lo terminó, lo tituló Hasta la raíz. Luce orgulloso en mi estantería, con una bellísima dedicatoria caligrafiada en la página de respeto. Era un denso volumen especulativo sobre la violencia política y el fascismo. Un ensayo bibliográfico audaz y poderoso, escrito con precisión. Un libro en el que había volcado el alma. Javi me dijo que lo había escrito para reafirmarse. Me dije que el cáncer no iba a poder conmigo, me contó, y una de las cosas que yo soy es un historiador. Así que me empeñé en hacer mi trabajo y en cultivar mi vocación. Para sentirme yo. Hoy Javi es él de una forma salvajemente feliz, prepara doradas al horno y pasta al pesto con su mujer, Alessandra, y goza de la playa en la que vive y se gasta mucho dinero en libros que se compra en La Central del Raval, que es una librería de Barcelona fantástica. Javi quiso ser él y ahora es más él que nunca. No se puede ser más él de lo que es él.

Pablo no tiene trabajos ni vocaciones a los que agarrarse, pero yo sí. Yo soy escritor. La víspera de la peor noticia que hemos recibido nunca, Cristina y yo habíamos ido a Heraldo de Aragón a empaquetar mis enseres de casi diez años de trabajo periodístico. Acabo de dejar el periódico para volcarme en la escritura, para terminar mi novela y arrancar de una vez mi renqueante carrera de escritor. Así que supongo que ahora estoy haciendo lo único que puedo hacer para no diluirme en el dolor: escribir. No como consuelo, no como grito desesperado, no como venganza. Simplemente, porque una de las cosas que soy es escritor. Y los escritores escriben.

No sé si esto va a tener continuidad o tan siquiera una mínima estructura. No sé si alguna vez lo leerá alguien aparte de mí. No sé si lo borraré nada más poner el punto y final, avergonzado de mi frivolidad, intentando buscar las palabras adecuadas y las frases con ritmo mientras mi hijo duerme agitado en la cuna del hospital -he oído a las enfermeras llamar corralitos a esos armazones de metal que hacen las veces de cunas-, conectado a un gotero y a una sonda. Pero he pedido que me traigan el ordenador portátil y a nadie le ha extrañado, a nadie le ha parecido inapropiado. Pensarán que un escritor escribe, que es lo normal, lo que le corresponde, lo propio de su condición.

Un escritor escribe para sentirse escritor y para seguir sintiéndose él. Para que sus átomos no se esparzan en el aire. La palabra es el único aglutinante que puede sellar mi cuerpo y mantenerlo ensamblado hasta el final de esta historia, sea cual sea.

El dolor no amaina, el consuelo no llama a ningún orificio de mi cuerpo. Si ha habido bálsamo, estoy tan arrasado que no he sentido cómo se derramaba por mi cuerpo. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, decía Borges, el ciego que tanto sabía de la condición humana y tan poco de la vida. Y yo, que creo saber mucho de la vida y muy poco de la condición humana, cada vez le siento más sabio, más amigo. Uno de esos amigos descarnados y lúgubres de los que apenas puedes esperar otra cosa que condescendencia. Pero amigo al fin.

El terror no mengua, pero las letras me ayudan a avanzar en el caos. Me esmero por utilizar una sintaxis correcta y un estilo sencillo, directo y absolutamente racional. No busco la histeria al escribir, sino el orden de las reglas gramaticales y la elegancia de la frase bien construida. No quiero reflejar el caos en la escritura, quiero defenderme de él, armarme contra él. Y eso creo que sí que puedo conseguirlo, aunque el pecho siga quemándome y no se vaya a apagar nunca.

2.903 KILÓMETROS

Ya estamos de vuelta de nuestra primera parte de las vacaciones. La parte agitada, de carretera sin manta. Ahora viene la del relajo y la holganza, aunque antes he de acometer un par de tareas que me tienen un tanto desnortado y con ganas de terminarlas.

Cuando nos hemos bajado del coche en Zaragoza, el cuentakilómetros, que habíamos puesto a cero en la salida, marcaba 2.903 kilómetros. Qué rabia no haber llegado a los 3.000 por 197.000 miserables metros. Estamos exhaustos y felices, después de una tournée automovilística que ha recalado en Montpellier, Sanremo, Florencia, La Spezia, Cinque Terre, Mónaco, Niza, Perpiñán y esta inmortal y aletargada ciudad, que nos ha parecido mucho más horizontal y despanzurrada que cuando la dejamos.

Al descargar la cámara me he dado cuenta de que apenas tenemos fotos de este viaje. Yo, que soy de gatillo fotográfico fácil, me he olvidado el equipo en el hotel muchísimos días, y he descubierto la maravillosa sensación de pasear con las manos en los bolsillos, sin la pulsión de inmortalizar cosas que no merecen más que ser fugaces. A este despiste no del todo intencionado se une que hemos viajado con Pablo. Y, cuando hay un bebé de por medio, todos los monumentos y las amenidades del camino quedan eclipsadas por tu babosidad paterna.

Así que tengo poco repertorio, y el poco que tengo está dominado por mi hijo.

Helo aquí, sentado en los escalones del pórtico de la catedral de Florencia, a punto de cantar una saeta a la cúpula de Brunelleschi:

O disfrutando de su síndrome de Stendhal particular en la atracción turística que más le emocionó de toda Florencia: un columpio de una plazuela en la orilla sur del río Arno:

O indignado por el cutrerío turistero de Pisa y maravillado a la vez ante su torre pendente, consultando con su madre si puede comprarse una camiseta que aprovecha el icono monumental italiano para hacer una sutil y refinadísima chanza sobre la disfunción eréctil:

O con su orgulloso padre, admirando el escarpado y acongojante panorama de las Cinque Terre:

O en este sugerente contraluz con su madre, que parece una Madonna del Quattrocento con una buena pátina negra encima:

Conclusión: en contra de una creencia muy extendida entre los propietarios de chalets pareados y entre los compradores de Ikea, se puede viajar con niños pequeños y disfrutar del viaje. Incluso se puede viajar con niños muy pequeños y disfrutar intensamente del viaje. Lo que no se puede es aspirar a tener fotos. Renuncien a los recuerdos. Acabo de descargar unas 400 fotos, y en casi todas ellas aparece mi hijo. Deprimente y psiquiátricamente diagnosticable.

A Pablo y a mí nos gustó mucho Italia. Muchísimo. Italia es un país muy baby friendly. Los bebés son recibidos con fiestas y risotadas en todas partes y no hay trattoria u osteria, por minúscula y apretada que sea, que no disponga de al menos una trona y de un camarero con refinadas dotes de puericultor. A mí me ha encantado por otras razones. Ya me gustaba de antes, claro, pero en este viaje he gozado tanto de sus carnes -apenas he probado la pasta-, de su vino y de sus fortísimos y deliciosos cafés, que he estado tentado de quedarme a vivir.

No queríamos volver a Francia. Francia nos parecía el infierno, el lugar donde todos los sueños son guillotinados, donde la cocina se hace haute cuisine, donde el aceite se vuelve mantequilla y donde la alegría expansiva de las nonnas se revira en la cara de vinagre de las viejas gaullistas.

Por eso, cuando dejamos atrás Ventimiglia, el último pueblo de la Riviera italiana antes de la frontera francesa, yo me enfurruñé y Pablo rompió a llorar. Un llanto bíblico que no cesó hasta que llegamos a Niza. Llorábamos por la Italia perdida.

Menos mal que el humor me reconcilió con Francia -que, a fin de cuentas, la tengo por mi segunda patria, por poderosas razones familiares y de filia-. El humor de la política francesa.

Vean ustedes qué gracia tiene la cosa.

El 7 de septiembre hubo unas grandes manifestaciones contra el plan de Sarkozy de retrasar la edad de jubilación a los 62 años, y la prensa progresista las interpretó en clave de reprobación nacional del presidente. Le Nouvel Observateur, el influyente semanario dirigido por su majestad republicana Jean Daniel, colocó un careto chungo de Sarkozy en blanco y negro en su portada con el titular: “¿Es este hombre peligroso?”.

Ante este intolerable ataque, el semanario Marianne salió en defensa de su líder con esta impagable portada, cuyo titular dice: “Señor presidente, es usted formidable”.

Es, obviamente, una coña. Una fina ironía francesa. Noten el tercer titular de los sumarios: “Il est si bien élevé”, una sutil alusión a la baja estatura de Sarko.

Qué humor, qué finura, a la altura del mejor Jueves. ¿Y lo de Le Nouvel Observateur, con esa portada que tira la piedra y esconde la mano? Veo que el periodismo está en Francia como en todas partes: para sopitas y una siesta. Demasiadas décadas de complacencia, de palmoteo lumbar y de comilonas con los ministros han anulado su capacidad de respuesta. Cuando los medios quieren recuperar cierta pose combativa, hacen el ridículo. Han perdido la costumbre: quieren declamar y sólo les sale un eructo. De hecho, la pieza fuerte del número de Le Nouvel Observateur es un tibio editorial de Jean Daniel que cuenta una comida que Sarkozy tuvo el 2 de septiembre en el Elíseo con algunos popes de la prensa francesa, en la que el director de Le Nouvel fue comensal de honor. Daniel, echando por tierra su contundente portada, compone un texto de equilibrista, que aspira a no ofender a su anfitrión pero también a dejar claro que él es insobornable. Un ni chicha ni limoná, un ni pa ti ni pa mí, un bueno sí pero no. Un rollo patatero, vaya. Francia parece que se pone en pie contra Sarkozy, pero en realidad sólo se ha estirado en el sofá para darse la vuelta y seguir roncando.

Si esta es la respuesta de la prensa, Sarkozy puede dormir a gusto con su Carla. De hecho, de la lectura somera de algunos periódicos se deduce que lo hace a pierna suelta. Y no me extraña.

Y todavía no me he puesto al día de lo que pasa en España. A ver qué se cuentan por aquí.

EL PARQUE PIGNATELLI

Cuando el trabajo y la tarde lo permiten, Pablo y yo salimos de nuestra madriguera a respirar un poco. Sin retazos de sol, metidos a fondo en la sombra, vamos al kiosco del parque Pignatelli. Yo, a beber una Ámbar en jarra helada, y Pablo, a zamparse un par de colines. A veces, con amigos que vienen a vernos y a darnos conversación de la buena, pero casi siempre solos, mano a mano.

Suelo llevarme un libro, pero Pablo rara vez me deja pasar de la segunda página. Lo reclama y me reclama, pide que le libere de los indignos arneses de la sillita y que le busque acomodo sobre mis piernas. Desde ellas ve el mundo. Llama a las palomas, intenta tirarme la cerveza, grita, sonríe, se carcajea y brinca.

Pablo, sobre su alfombra de letras, listo para irse al parque

Somos felices. Nos drogamos con esa felicidad de finales de agosto que flota densa en el aire, con ese aroma a summer-almost-gone,  cuando los amores de verano remolonean, sabiendo que la cosa se acaba, pero suplicando cinco minutos más en la cama. Nos imaginamos que estamos en la playa, que el parque es un paseo marítimo y que nadie nos espera en ningún sitio. A veces, hasta oímos las olas y sentimos la arena en las sandalias. Son mentiras que duran lo que dura la jarra de cerveza, pero que nos hacen felices.

La otra tarde conocimos a Héctor. Iba de la mano de su tía, muy cauto en sus primeros pasos, pero decidido, directo hacia Pablo. Héctor llevaba una pala roja de plástico y se la ofreció a Pablo en señal de amistad. Pablo, que llevaba muchos días intentando llamar la atención de los niños del parque sin conseguir ni siquiera una mirada de desprecio, agradeció la ofrenda con todo el cuerpo, celebrándola como un enorme triunfo.

El principio de una hermosa amistad.

Yo, para unirme a la fiesta, pedí otra jarra de cerveza y me recosté.

No lo negaré: miré a la tía de Héctor y pensé en el mito erótico de los padres solos con niños. ¿Será verdad que se liga un montón? Hasta la fecha, mi experiencia es muy pobre. Puede que vaya demasiado pendiente de Pablo, pero no siento que mis paseos niñeriles despierten ternura ni humedades en nadie.

Un día quedo con uno de mis mejores amigos, que tiene un chaval un poco más mayor que Pablo. Fuimos a beber cerveza al parque, como dos padres con niños y sin madres. A Cris le parece encantador: “Vais a ligar un montón”, me dijo.

Por supuesto que no.

En una plaza nos encontramos con M. y M., pareja embarazada. Ella, al vernos, nos pregunta: “¿Habéis ligado?”.

Joder, qué empeño. No, es un mito, respondo. Y noto como al M. masculino se le ensombrece la cara. “Pues vaya, yo me había hecho ilusiones con esto de ligar en el parque”, dice haciendo pucheros.

Desengáñense: entre adultos con niños es difícil reconducir la conversación hacia terrenos erógenos. Hay demasiada caca, demasiados dientes emergentes, demasiadas experiencias vergonzantes por compartir, demasiada pedagogía y demasiado intercambio de consejos de pediatras.

Para cuando has cumplido el protocolo y estás listo para entrar en el terreno personal y en el coqueteo, se te han pasado las ganas de ligar.

Yo ya he renunciado a ello, y eso que tenía muchas ilusiones puestas en el flirteo de los jardines públicos. Quería sentirme como un personaje de Paul Valéry o de Flaubert, coqueteando con una señora respetable de mirada y deseo ardientes. Pero nada, no ha habido manera. No sé si Cris habrá tenido más suerte en sus escarceos. Pablo, de momento, no ha soltado prenda al respecto.

Así que juego con Pablo, disfruto de la brisa y contemplo ese rincón tan zaragozano y tan raro del parque Pignatelli, a medio camino entre lo vintage, el cutrerío desarrollista y un paseo marítimo de pueblo. Un quiero y no puedo encantador y ecléctico que solo es posible en esta ciudad mansa y llana que Pablo y yo habitamos y en la que, a veces, somos tan inmensamente felices que no podemos hacer otra cosa que sonreír y gritar.

ESTE BLOG DE USTEDES, EN LA TELE

Los chicos de Clic!, el magacín de chóbenes para chóbenes de Aragón Televisión, la autonómica suya y mía, han sacado una pequeña pieza con este blog. Gracias a Manu, el redactor del programa, y a su cámara, que se vinieron a grabar a mi leonera hogareña para descubrir el rinconcito desde el que hago esto.

Empieza en el minuto 12 del vídeo, por si quieren saltarse los preliminares.

BUÑUELESQUE

Puede ser que al convertirme en padre haya perdido la capacidad de apreciar las sutilezas. A lo mejor ahora todo lo veo en trazo grueso, como corresponde a un viejo burgués preocupado por el bienestar de su cachorro.

No lo descarto.

Pero creo que, en este caso, el problema no es mío.

Nos metimos a ver la exposición sobre los 80 años de Un perro andaluz que se puede ver estos días en la Lonja de Zaragoza.

Un plan buñuelesco.

Vaya por delante que -oh, pecado, pecado- Buñuel nunca ha sido referente mío. Será por edad, será por ignorancia, pero, aun reconociendo su genio, nunca he sentido gran cosa por su cine. Por tanto, no negaré cierta indiferencia ante algunos materiales que a otros le provocarán una gran emoción, tambores de Calanda incluidos.

El caso es que no entendí nada de la exposición. No entendí qué me querían contar, qué pertinencia tenían los objetos y documentos expuestos, de qué iba el asunto. Las cartelas no se leían por falta de perspectiva, las vitrinas estaban montadas a piñón, formando pasillos estrechísimos, y mi miopía me impedía leer el 90% de los documentos.

Mi impresión es que habían acumulado unos cuantos zarrios —algunos directamente relacionados con Buñuel y su mundo; otros, incomprensibles, como un cartel de El silencio de los corderos— sin ningún criterio ni discurso. Si por lo menos hubiera habido un criterio surrealista, la cosa tendría sentido, pero incluso el surrealismo tiene unas normas.

En una de las vitrinas había expuesto un libro de mi ilustre vecino de página dominical Agustín Sánchez Vidal, probablemente uno de los mayores expertos buñuelistas del mundo. Pero era un ejemplar prestado de una biblioteca, con la pegatina de la signatura en el lomo, ni se habían molestado en coger un libro sin usar. En otra vitrina había unas fotocopias a color.

En fin, sin comentarios: un poco cutre. Por decir algo bonito.

Por lo menos, se podía ver Un perro andaluz. Y un par de documentales sobre la peli y sobre Buñuel. Estupendo, pero para eso no hacía falta una exposición en el espacio más noble de la ciudad: con un ciclo en la Filmoteca se solucionaba. Y con mucha más elegancia.

Mi hijo Pablo, en cambio, disfrutó un montón de la exposición. Le llevé en brazos todo el tiempo y miró con mucha curiosidad cada objeto. Cuando llegamos a casa, le contó todo lo que había visto a su amigo, el Señor Elefante:

El Señor Elefante no salió muy convencido. Le dijo: “Pablo, creo que la exposición era un poco cutre. Desde luego, era cutre para la Lonja, que se supone que es un sitio para cosas curradas y mimadas”.

Pero Pablo se empeñó en defender la expo. Le habló de las vitrinas, de las luces y del ojo que se rasga con una cuchilla. De hecho, amenazó al Señor Elefante con hacer eso con su ojo si no le daba la razón, pero el Señor Elefante tiene mucho carácter y no rebló ni por esas. Dijo: “Me da igual, mis ojos son de felpa”.

Aunque no me lo ha dicho, creo que lo que más le moló a Pablo fue verse reflejado en las vitrinas.

A mí, si quieres que te diga la verdad, también fue lo que más me gustó.

Porque al menos Pablo es novedoso e inesperado. Es fresco. Buñuel, ya me perdonarán, huele un poco. Creo que no se le hace ningún favor con el machaque institucional al que se le somete.

Cuando participé en un par de reuniones sobre la candidatura de Zaragoza a Capital Cultural Europea, una de las cosas que nos dijeron fue: “La candidatura tiene tres pilares innegociables: Goya, Buñuel y el mudéjar”.

Santiago y cierra España.

Eso es imaginación. Así se ganan las maratones, con más de lo mismo, con la misma receta cansina, con los mismos tópicos autocomplacientes que llevan fermentando en esta tierra décadas y décadas.

Y el Señor Elefante le pregunta a Pablo: “¿Qué les habrá hecho Buñuel para que abusen de él de esta manera?”

Y Pablo respondió: “Ahí me has pillao, tengo que pensar más sobre eso”.

DOS MIL NUEVE

Se acaba 2009. Han pasado cosas nefastas en el mundo, y el turbio futuro parece un poco más ennegrecido. Quizá acabemos todos en la indigencia (bueno, todos, menos Díaz Ferrán). Quizá acabemos a medio plazo repartidos en bandas por los Monegros, luchando entre nosotros como en la película Mad Max por la poca gasolina que quede en el planeta, entre las ruinas a medio hacer de Gran Scala, donde una esfinge con la cara de José Ángel Biel aguantará a duras penas la erosión del cierzo. No descarto ninguna desgracia en el porvenir porque soy cenizo de mi natural y estoy convencido de que cualquier situación puede empeorar siempre. Y precisamente por eso creo que sé valorar las cosas buenas cuando suceden.

El año 2009 va a quedar subrayado y en negritas en mi memoria personal. Ha sido un año intenso, y si tuviera tierras o rentas, en 2010 me retiraría a descansar a un pueblo de Surinam o a una casa colonial con patio en San Cristóbal de las Casas, a escribir cuentos melancólicos en los que llueva mucho y donde los personajes se miren de reojo. Pero como ni tengo tierras ni rentas, seguiré currando a lo bestia -si tienen a bien seguir pagándome por lo que hago- y afrontando un año que por fuerza ha de ser de transición. Lo de 2009 no puede mejorarse fácilmente y yo no avisto mejoras en lontananza.

En 2009 me he plantado en la treintena. Ya puedo decir oficialmente que no soy un chaval. Hay hasta quien me trata de usted y me confunde con un señor, pero tampoco conviene exagerar. Nunca le he dado importancia a cumplir años, pero esta vez no he podido evitar ponerme un poquito trascendente y malencónico, que dirían los amantes corteses. Empiezo a recordar con nitidez absoluta cosas que ocurrieron hace veinte años, y eso, quieras que no, da pavor. Ves las imágenes del Muro de Berlín siendo destrozado por esa gente con gafas de montura de plástico, hombreras y melenas cardadas y piensas: dios mío, mi madre era como esa gente, me acuerdo perfectamente de toda la familia mirando alelada el telediario, y hasta yo tuve un trocito de muro que regalaban con no sé qué revista que yo mismo me compré.

En fin, tontadas.

En 2009 han salido mis dos primeros libros. Aunque llevo publicando bastantes años -quizá demasiados para alguien de mi edad: mis pinitos amateurs fueron a los 17, y mis pinitos profesionales, a los 21; no creo que sea sano, debería haberme guardado algo para mí y ahora no tendría tantos textos en las hemerotecas de los que avergonzarme, pero lo hecho, hecho está-, ver por fin mi nombre en la portada de un libro encuadernado y solapeado ha sido muy importante para mí. No sé muy bien describir la emoción que siento -o no quiero, porque me da pudor-, pero es muy distinta a como la imaginaba en mi letraherida adolescencia. Quizá porque ha llegado un poco tarde y he tenido tiempo de endurecerme y de volverme un poco cínico. Quizá a los 20 o a los 25, la emoción de publicar un libro se hubiera parecido más a la idea platónica de la emoción de publicar un libro que mi demiurgo sentimental había macerado en aquellas noches púberes en las que descubría con rabia y con envidia los cuentos de Cortázar (dolorosamente consciente de que jamás escribiría nada que le llegase a la sombra de la uña del dedo gordo, qué argentino tan hijo de puta). Pero a los 30 el panorama ha cambiado y ahora sé que incluso Cortázar tiene truco, aunque a veces sea imposible pillarlo.

No sé si me explico.

Aquí estoy, este verano, firmando ejemplares de 'Malas influencias' con mi boli de propaganda de una funeraria. (El perpetrador de la foto es Mario de los Santos, y la que se esconde detrás de mí es Cris).

En cualquier caso, tengo relativamente presente que estos dos libros me han abierto nuevos caminos y que son la primera fase de una ¿carrera? Si lo son, no sé por quién corro ni hacia dónde, pero espero averiguarlo mientras echo a andar. Mi panorama ha cambiado sustancialmente.

Pero la principal fuente de alegría de este 2009 no es un libro, sino Pablo, mi hijo Pablo.

Estamos los dos solos en casa, y en lo que llevo escrito me ha interrumpido tres veces. Me reclama, no soporta que emprenda ninguna actividad que no consista en hacerle caso y contemplarle en exclusiva. Se acaba de quedar dormido en mis brazos y ahora tecleo bajito para no despertarle.

Sé que casi todo el mundo tiene hijos, que son más las personas que acaban teniéndolos que las que no, que es un hecho de lo más natural y un proceso de lo más previsible y plano. Por eso los juntaletras tenemos bastante pudor -o yo tengo bastante pudor- a la hora de escribir sobre él. Porque pensamos que, en el fondo, nos van a tomar por gilipollas al literaturizar unos sentimientos tan comunes y tan poco interesantes para quien no tiene hijos, y tan poco exclusivos para quienes sí los tienen. Suponemos, probablemente no sin razón, que nos van a tomar por tíos engreídos que creen que su paternidad vale más que la de los demás.

O peor: nos contenemos porque lo que escribimos como padres nos suena tan ñoño, hortera y vacuo como una felicitación navideña en la que pones una foto de tu churumbel con un gorrito de Papá Noel.

Por eso no damos la barrila con nuestros cachorros. Nos atamos en corto, por más que deseemos soltar a lo grande el torrente de palabras y de emociones que se nos amontonan en la punta de los dedos cada vez que tocamos, besamos, olemos y miramos a nuestros hijos. Por suerte para el mundo, sentimos pudor y nos guardamos esos sentimientos -por eso, y porque en estos estadios de amor paterno no hay conflicto, y sin conflicto, no hay literatura, eso es una norma básica. Si acaso, hay poesía, pero todo el mundo detesta a los poetas, ¿no?-.

Sin embargo, si algo enseña la literatura es que las emociones y sentimientos no son exclusivas ni excluyentes. Nos enseña que no siente más ni mejor el noble que el vasallo (“¿Acaso si me pincháis, no sangro?”, que decía el judío de El mercader de Venecia) y si algo hemos aprendido de ella es que nada es más universal que la experiencia individual. Nos reconocemos en las historias y en los personajes, y así reconocemos y atisbamos destellos de nuestra condición humana.

Por eso hoy no siento pudor al hablar del amor que siento por Pablo. Es cierto que no hemos hecho más que empezar el camino, que nos queda toda una vida difícil y llena de asperezas, y sé también que nuestra relación actual es profundamente asimétrica: él me da muchísimo más de lo que yo le puedo dar a él. Mientras que de mí sólo recibe abrigo y atención a sus necesidades básicas, yo obtengo de él una amalgama inabarcable de emociones que me transforman en lo más profundo. Ya no soy la misma persona que era antes de Pablo. Ya no vivo como vivía antes de Pablo. Y no sólo porque mis hábitos han cambiado sustancialmente: me refiero a la vida en sí misma. Ya no la miro ni la siento ni la huelo igual. Y me gusta cómo la veo, cómo la siento y cómo la huelo ahora.

Después de tenerle en brazos, no puedo concebir que haya padres que repudien a sus hijos, o padres que detesten a sus hijos hasta el punto de no querer verlos. No puedo concebirlo, y espero no tener que concebirlo nunca, por muy cuesta arriba que se ponga todo. No entiendo cómo alguien que ha sentido lo que estoy sintiendo yo ahora mismo puede un buen día dar un portazo y no mirar atrás. Entiendo que un hijo renuncie a un padre. Entiendo que un hijo se sienta decepcionado con el padre que le ha tocado. Lo contrario se me antoja de todo punto inconcebible.

En fin, quería escribir una cosa breve y me ha salido un chorreo larguísimo, como siempre. Si habéis llegado hasta aquí, gracias por la lectura. Por esta y por todas las anteriores. Muchas gracias por acompañarme y espero que nos sigamos haciendo compañía en este 2010 que, aunque en mi caso no va a ser tan bueno como 2009, seguro que es cojonudo. Nos lo trabajaremos para que así sea.

Feliz año, amiguetes.