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ESTA TARDE, EN ZARAGOZA

Si andáis por Zaragoza y os apetece, estáis todos invitados esta tarde al sarao que se anuncia en el cartel de abajo. Tanto si habéis leído el libro como si no. Charlaremos de lo que surja y procuraremos reírnos. Echaré firmas a quien lo solicite. Eso sí, os advierto de que estoy menstruando y no he tomado Saldeva. Quien avisa no es traidor. Ah, las Saldeva Forte (suspiro). Recuerdo que los quinquis del barrio se las robaban a sus hermanas mayores y se colocaban con ellas. Algunas las revendían. Qué tiempos. También había quien fumaba hebras de plátano, pero me da a mí que eso no pegaba mucho. Esto…, ¿de qué estaba hablando? Ah, sí, de lo de esta tarde. Pues eso, que estará Luis Alegre. Haciéndome preguntas. O no. Mejor me tomo una Saldeva. ¿Es vía oral? Hasta luego.

LO LIVIANO

Ya sé, ya sé, Rosa Montero se está convirtiendo en la nueva Pérez-Reverte de este blog, pero es que no deja de darme pie. Hoy, ni siquiera he leído la columna entera (nunca lo hago, ciertamente). Me basta el comienzo. Dice:

Llevo semanas queriendo escribir un artículo juguetón y liviano sobre el sexo (suena promisorio, ¿no?), pero no consigo hacerlo porque la realidad siempre acaba imponiendo un peso negro sobre esa ligereza. O sea, suceden cosas terribles que claman por ser dichas, o al menos yo lo siento así.

Ay, la pulsión por la trascendencia, ese síndrome que afecta al noventa por ciento de los columnistas españoles. Hay cosas que «claman por ser dichas». Claro, ¿cómo podemos perder el tiempo escribiendo sobre chorradas habiendo tantos dramas por ahí?

Esto me recuerda a una anécdota que relataba Muñoz Molina [corrección: me apunta Alberto Olmos que no fue Muñoz Molina, sino Javier Marías. En adelante, donde dije uno digo otro] en un texto de hace unos años. Cuenta que le presentaron a un insigne poeta y que se le ocurrió preguntarle, iluso él: «¿Qué tal está usted?». El poeta, suspirante y suspirado, respondió que mal, que muy mal. ¿Y eso?, inquirió con miedo Marías, pensando que le iba a contar que tenía un cáncer o que llevaba tres días sin poder sacarse un trozo de bacalao del premolar izquierdo. «¿Cómo se puede estar bien con tanto sufrimiento como hay en el mundo?».

No contento con dolerse de España, el poeta se dolía del mundo. No sabía nada el poeta: había encontrado el camino más corto para alcanzar el Nobel de Literatura.

Sin embargo, algo me dice que el común del gentío no se siente dolido por el mundo. A mí me duelen mis cosas y las de la gente a la que quiero. Me puede conmover tal o cual noticia, por supuesto. Y si me cuentan la historia de unos chavales de Manila que comen ratas del vertedero, no me hará gracia, pero no estoy sufriendo por los males del mundo. No podría aunque quisiera.

Pero los columnistas españoles, al igual que ese poeta, sí que pueden. Imbuidos por no sé qué iluminación, siempre están al quite para sacar el grano de la paja y destacar las historias que «claman por ser dichas».

En España, lo liviano no vende. Lo frívolo se asocia con la estupidez. La inteligencia es solidaria y seria o no es. Esto es así, me pienso yo, porque el columnismo español no tiene demasiado que ver con el periodismo o con la literatura y sí mucho con la predicación evangélica. Son demasiados siglos de homilías y sermones como para que no persista el empeño por salvar las almas de la congregación.

Por tanto, se pueden tolerar a los graciosillos que escriben de chorradas, pero si un columnista quiere hacerse respetar, debe hablar en serio y dolerse muy seriamente de los serios problemas del mundo. Siempre habrá graciosillos, pero nunca ganarán un Ortega y Gasset ni un Cirilo Rodríguez.

Así, como Rosa Montero en este párrafo, los columnistas asumen su oficio como una vocación trascendental. Qué más quisiera yo que escribir de lo que me diera la gana, se quejan, y componer artículos juguetones y livianos sobre sexo, pero el mundo —o Dios, o el Financial Times— me exige que me ocupe de sus miserias. Con la que está cayendo, no podemos perder el tiempo con tontaditas.

Alguna vez, en algún comentario, se me ha reprochado precisamente que pierda el tiempo con entradas tan insustanciales, habiendo tantas y tan graves cosas por tratar. Me divierten mucho esos reproches, como si al escribir nos debiéramos a algo o a alguien. Aquí, ni siquiera me debo a unos clientes, pues los contenidos son de acceso gratuito. No hay libro de reclamaciones al no existir transacción comercial.

La escritura que me interesa a mí, como lector y como escritor, es aquella que surge de los dedos distraídos de los autores. Aquella que no se siente concernida por ningún mal, que se reproduce sin justificación, que no pide disculpas por existir ni reclama una lectura arrobada. La escritura me gusta como las personas: que estén ahí porque sí, luchando por ser, gozando por estar, escribiéndose sin ánimo de redención ni de cura ni de destino manifiesto.

Siempre me situaré en el lado liviano y frívolo de las cosas. Nunca seré hard, siempre seré soft.

Y, ahora, la nota autopromocional:

Mañana, en la Fnac de Zaragoza, a las 19.30, tendremos una oportunidad de charlar de estas cosas con Luis Alegre, que anima un Club de Lectura sobre mi último libro, El restaurante favorito de Nina Hagen. Estáis todos invitados, espero que podamos conversar amigablemente. Si habéis leído el libro y queréis echarme algo en cara, es vuestra oportunidad de humillarme públicamente. Espero que no la desaprovechéis.

MAMI, QUÉ SERÁ LO QUE TIENE EL NEGRO

Algunos de ustedes ya saben lo muchísimo que me gustan las columnas de Rosa Montero, cómo las devoro y las gozo como los sofisticados ejercicios intelectuales que son.

(Nota para serios: que no, tíos, que el único sentimiento que me provocan es el de la vergüenza ajena)

Este martes empecé a ver un montón de tweets que glosaban una fantástica columna de Rosa Montero. Decían cosas como: “Qué humana y emocionante historia”. O: “Genial esta ilustrativa historia de superación de las diferencias”. O: “Me ha emocionado mucho Rosa Montero con su columna”.

Y yo, que sólo me emociono con la pornografía vintage, pasé. Estaba teniendo un día muy bueno y muy productivo, y no quería agriármelo con un texto melifluo y de gramática infantil. Pero la cosa no sólo fue creciendo, sino que se descubrió que aquello era una columna publicada en 2005 (leer aquí) que, por insistencia cansina de los plastas de Facebook y Twitter, había vuelto a lo más alto de la lista de “Lo más visto” en elpais.com.

Así lo contaban los de El País, ufanos, en uno de sus blogs (pinchar aquí), en una entrada en la que se olvidaron de aclarar que la columna era un fraude chusco.

Porque, por supuesto, acabé leyéndomela. No soy de piedra, y me gusta de vez en cuando saber qué emociona por ahí a la gente. Por estar al día en cuestión de cursiladas. Y la columna resultó una cursilada enorme.

Resumiendo: una chica coge su bandeja en una cafetería universitaria alemana, la deja en una mesa y se va a pagar, y al volver, se encuentra con que un negro (¡un negro, mami, un negro!) se ha sentado frente a su bandeja y se dispone a zampársela —la comida que hay en ella, la bandeja en sí misma, no, aunque cualquiera se fía de estos negros que no distinguen una liana de un cable de alta tensión—. Puede que incluso sin usar cubiertos, ya se sabe cómo son estos negros de anticonvencionales y étnicos, que no están acostumbrados «al sentido de la propiedad privada y de la intimidad del europeo» (sic, sic y resic). La chica, que no quiere que la gente crea que le parece mal que un negro se coma su comida, aunque sea con cubiertos, se sienta frente a él y empieza a coger cosas de la bandeja, compartiendo y tal. El negro sonríe (¡mami, mami, el negro se está riendo! ¿Se reirá de mí o conmigo?) y empieza a papear también. Y así, sonrisa va, sonrisa viene, se zampan a medias la bandeja, en una comunión digna de los United Colors of Benetton de la mejor época. La cuestión es que, cuando ya de la bandeja sólo quedan los preservativos que van a usar en el coito con el que la pareja piensa celebrar su interracial encuentro, la chica alemana, «inequívocamente germana» (de nuevo, un sic muy grande), mira a la mesa de al lado y ve su abrigo junto a su bandeja sin tocar.

¡Anda, mami, que me comí la merienda del negro! ¿Lo habéis pillado, tíos?

Es en este punto donde los lectores de Montero se ven poseídos por la revelación epifánica. Moraleja: los negros son como los perrillos, les puedes quitar la comida y no protestan. No me extraña que, ante tan magnas enseñanzas, se escapen las lágrimas a chorro.

El caso es que, cuando iba por la mitad de la columna, yo me decía: esto ya lo he leído. Y no cuando lo publicó en 2005, porque recuerdo que me hizo gracia cuando lo leí, y a mí Rosa Montero nunca me ha hecho gracia. Y entonces caí: fue en Solar, la última novela de Ian McEwan. Al protagonista le pasa exactamente lo mismo en un vagón de tren con una bolsa de patatas fritas. Se cree que su compañero de asiento le ha robado la bolsa, y empieza a cogerle patatas, desafiante, y el otro sigue comiendo, aunque acaba ofreciéndole. El protagonista, encendidísimo, flipa con el descaro del chorizo, pero no protesta por miedo a que le arree una guantá. Cuando sólo queda una patata, el desconocido se la ofrece, y el prota la coge con desdén. Al bajarse del vagón, se palpa el bolsillo del abrigo y encuentra su propia bolsa de papas sin abrir. Y entonces cae en la cuenta de que el ladrón insolente era él.

Claro que en la historia de McEwan no había negros ni comunión interracial. El mundo no se salvaba. Era un simple chiste.

Pero que el mismo relato estuviera en una novela inglesa del año pasado y en una columna de Montero de 2005 me dio que pensar. ¡Dios mío, mami, han plagiado a Rosa! No me extraña, era una columna tan bonita y tan redonda que se presta a plagio. Pero luego recordé que los novelistas ingleses no leen a columnistas españoles. Es más, puede que no lean nada en absoluto y se pasen el día bebiendo guarradas con ginger ale en el pub (que se preocupan de no compartir con ningún negro). La hipótesis más plausible es, por tanto, que la historia de Rosa Montero no sea cierta y que se trate de una variante de alguna leyenda urbana.

Temeroso y cauto —pues se me caía un mito: no puede ser, mami, Rosa Montero no se puede inventar una historia así, no puede jugar con nuestros sentimientos interraciales de esa forma tan cruel—, expresé esta sospecha en Twitter, y al instante me respondió la insomne (que no hacía honor a su nick estando despierta a las dos de la madrugada). Sí, me dijo, es una leyenda urbana clásica, recogida y documentada por el estudioso Jan Harold Brunvard (autor de tres libros canónicos sobre el tema). Pertenece al ámbito anglosajón, pero hay versiones de la misma historia circulando por casi todos los países occidentales. La variante más extendida tiene lugar en un vagón de tren con una chocolatina.

La misma historia aparece al menos en otra novela de Douglas Adams, en dos cortometrajes y en un poema de Valerie Cox. Y eso, sin pasar de la primera pantalla de Google.

Me imagino que a Rosa Montero le llegó la leyenda en forma de powerpoint con fotos de gatitos y de negros sonrientes.

Lo grave, sin embargo, no es que la columnista use una historia trillada que es objeto de estudio de la antropología social y se recoge en la literatura especializada como una leyenda urbana clásica de probadísima falsedad. Lo grave es que nos lo cuente como si fuera cierto. Eso se llama engaño. O fraude. O estafa. Eso, en un periódico serio y prestigioso, debería ser motivo suficiente para que el columnista responsable deje de estampar su nombre en sus páginas, ya que con él mancha la buena reputación del diario.

La columna empieza con esta frase: «Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana». Nada indica que esa primera persona del plural sea mayestática. Es una afirmación relativa a un hecho: la columnista, junto con alguna o algunas personas más, se encuentra en el comedor estudiantil de una universidad alemana. Luego, ella misma —y no sólo ella, sino sus acompañantes— es testigo de la anécdota que se va a relatar. Creo que hasta el lector más idiota así lo entiende.

Bastaría con esto, pero Montero está empeñada en dar verosimilitud a su relato. Por eso apunta en el último párrafo: «Dedico esta historia deliciosa, que además es auténtica, a todos aquellos españoles que, en el fondo, recelan de los inmigrantes y les consideran individuos inferiores» (la cursiva es mía).

Que además es auténtica. Y la presenció en compañía de alguien.

Cuando le afearon que hiciera pasar por real una conocida leyenda urbana, por lo visto, Montero dijo en Facebook que sí, que era una leyenda, pero que no sé qué de licencias literarias y bla, bla, bla. No hay licencia que valga: nos ha dicho que lo vio y que ella da fe de que la historia es auténtica. No se puede recurrir aquí a Juan José Millás y sus juegos de realidad-ficción. No ha lugar, señorita.

La credibilidad es el único patrimonio no sólo de los periodistas, sino de cualquiera que escriba en un periódico. En la prensa, el pacto de lectura establece que el lector se fía de lo que le cuentas. O bien porque le aportas pruebas de su veracidad (citando a fuentes independientes que lo corroboran), o bien porque comprometes tu prestigio y tu buen nombre en ello. Los grandes periodistas y articulistas no están obligados a demostrar en el texto la veracidad de sus afirmaciones. Simplemente, porque se supone que su propia palabra la avala. Nos fiamos de ellos. Si lo dice Rosa Montero, tiene que ser cierto. ¿Por qué? Pues porque lleva años ganándose nuestra confianza y nos fiamos de ella. Así de sencillo.

Yo tengo una serie de periodistas de cabecera que no me tienen que demostrar lo que dicen porque se han ganado mi confianza con su buen trabajo. Si Enric González me comenta que vio un ovni, es que vio un ovni. Y no necesito ver las fotos ni los vídeos ni que me traiga testimonios independientes. Me lo creo porque ha demostrado que siempre se esfuerza por decir la verdad con honestidad. Si Mariano García cuenta en un artículo que ha encontrado una grieta del continuo espacio-tiempo en una paridera de Beceite, provincia de Teruel, me lo creo. Porque lleva muchos años contándome historias sólidas, de una realidad inquebrantable.

Y me da igual que lo haga en un reportaje o en una columna donde se admite el uso de recursos ficcionales: si dices que algo es verdad y lo avalas con tu nombre, tiene que ser cierto. Si no lo es, demuestras que tu palabra no vale nada, que los lectores te importan una mierda y que no tienes ningún escrúpulo en traicionar el pacto de lectura. Tu prestigio, si tienes alguno, se va por el sumidero sin remedio.

Lo sorprendente es que Rosa Montero salga ilesa de estos episodios. Cualquier columnista británico o estadounidense habría sufrido graves e irreparables daños si se le descubriera algo así. Como poco, vería las puertas de su periódico cerradas a cal y canto. ¿Por qué en España cuela todo? ¿Por qué seguimos encumbrando no sólo la mediocridad, sino el fraude manifiesto?

He de reconocer, sin embargo, que es muy typical Spanish el sesgo buenrollero que Montero le da a la leyenda. Lo que en su versión estándar no es más que un chiste sin componente social o emocional ninguno, ella lo tunea para colarlo como una fábula sobre la integración y la superación del racismo. Olé. En España, un chiste nos sabe a poco: además de divertirnos, tiene que ser didáctico. No puede uno reírse y ya está, hay que extraer enseñanzas políticas y sociales. Pero el mensaje es tan asquerosamente paternalista que apenas se distingue de las viejas colectas del Domund. En el fondo, es un texto sumamente racista. La condescendencia es otra forma de soberbia, y la soberbia, aplicada a estos casos, deviene racismo.

Luego dirán que si la crisis se está cargando los periódicos. Pues esto sucedió en 2005, cuando atábamos los perros con longaniza y nadie hablaba de la crisis de la prensa. En fin, ustedes sabrán.

A TERTULIAR, HASTA ENTERRARLOS EN EL MAR

Dentro de mi obstinado descenso a los infiernos de la abyección humana, hoy me estreno como tertuliano radiofónico (televisivo ya lo he sido alguna que otra vez). Pronto seré sólo hez y tendré que cambiar de nombre y de país, pero de momento no he tocado fondo, aunque estoy cerca.

A partir de las 8.30 de la mañana —un poco después de las noticias mañaneras— entro en el programa Despierta Aragón, de Aragón Radio. El podcast de la tertulia está en esta web (esta, esta, pincha aquí).

CONTRA EL PÚBLICO

Precauciones antes de redactar el post: es muy sencillo diagnosticar los males cuando ya han sucedido, se aprecia mucho mejor la paja ajena que las vigas propias y es pan comido hacer leña del árbol caído. Tengo presente el refranero español y me lo aplico antes de escribir. Como si me pusiera un preservativo mental. Pero una vez enfundado el profiláctico, sin miedo a gonorreas, escribo.

A propósito del tema de Público. Bueno, no: a propósito de la carta que el director de Público ha publicado (valga la publicancia) exponiendo las razones de su periódico para declararse en suspensión de pagos y quedarse al borde del cierre sin llegar a cumplir un lustro de actividad empresarial (link aquí). Bueno, corrijo otra vez: la carta es la excusa o el pie forzado para reflexionar sobre algunos aspectos del periodismo que nos ha tocado malvivir.

Jesús Maraña, el director de Público, afirma en el primer párrafo de su carta que «estas líneas no pretenden ningún tipo de justificación ni tienen un ánimo exculpatorio». Volviendo al refranero español: dime de lo que presumes. Porque a mí su texto sí que me suena a exculpación. No encuentro una sola autocrítica, ni un leve mea culpa, ni el más sutil la cagamos.

Qué suerte han tenido muchos directivos (no sólo de la prensa, sino de todo tipo de sectores productivos) al encontrarse con una crisis económica que les exonera de cualquier responsabilidad. ¿Malas decisiones? ¿Inversiones ruinosas? ¿Degradación del tejido profesional y de las condiciones laborales de los currantes? ¿Mala calidad del producto que se vende? Tonterías: la culpa de todo la tiene Yoko Ono, esa crisis con cara de estreñida malfollá.

Quién tuviera una crisis a mano para responsabilizarla de todos los marrones, como el perro de la casa o la socorrida Yoko Ono. ¿Que yo he roto el jarrón? Habrá sido la crisis económica. ¿Que hay un cargo en la Visa de dos mil euros en el Club Tetylla’s? Habrá sido culpa de la crisis económica. ¿Que ya no te miro a los ojos cuando hacemos el amor? La puta crisis económica, que nos jode hasta el sexo.

Antes, la culpa era de internet, que nos quitaba la audiencia. Desde que cayó Lehman Brother’s, es de la crisis. Nuestra, nunca. Los directivos de los medios no asumen ninguna responsabilidad en la caída de sus empresas. Todo responde a causas exógenas. En los despachos y en los consejos de administración nunca se ha tomado una mala decisión, los departamentos comerciales jamás han perdido cuentas publicitarias por una gestión equivocada, los gerentes siempre han invertido el dinero en apuestas rentables y seguras, y los responsables de recursos humanos siempre han asignado los mejores profesionales a las áreas adecuadas, manteniendo las redacciones bien nutridas de sabios y audaces periodistas con todos los medios técnicos y financieros a su disposición para realizar su trabajo en condiciones óptimas y dignas.

Nunca jamás se equivocaron. Si hay un culpable, es la crisis, esa cosa abstracta, esa plaga bíblica que a todos nos achucha y encoge. La puta Yoko Ono aquella, que le comió el tarro a John.

En cambio, muchos periodistas llevan años clamando contra el deterioro de la profesión. Desde mucho antes de que se derrumbara Lehman Brother’s. Son Casandras con voz ronca y algún ERE firmado en la flor de su vida profesional. Decían: los periódicos cada vez están peor escritos. O: los publirreportajes están sustituyendo a los reportajes. O: los medios tratan a sus audiencias como si fueran imbéciles, y el público se cansa de que le llamen imbécil. O: los periódicos se han encerrado en un discurso endogámico con los políticos y lo que cuentan apenas tiene que ver con lo que de verdad está pasando en el mundo; los lectores cada vez nos reconocemos menos en las páginas.

Porque ése es el segundo culpable: el público. Lo dice bien claro Jesús Maraña en su carta exculpatoria:

Los problemas que atraviesa Público no derivan, por tanto, del cambio político surgido de las últimas citas electorales; al contrario, desde el punto de vista periodístico, el panorama que se abre para una cabecera como ésta gana aún más interés. Sí merecería una reflexión en los ámbitos de la izquierda (y de la sociedad en general) el evidente desequilibrio en el paisaje mediático, que no refleja en absoluto la realidad sociológica de este país.

Genial. Lo traduzco, por si alguien es duro de oído y no lo pilla a la primera: hemos hecho un periódico de izquierdas cojonudo, y los gilipollas de izquierdas van y no lo compran. Idiotas, que sois unos idiotas que nos habéis llevado a la ruina.

Me imagino a Maraña ligando en un bar y sufriendo el rechazo de la despampanante Pechazos Muerdomuslez. Le diría Maraña: «Imbécil, tía sosa, que estoy aquí, escenificando la mejor renovación del arte del ligoteo desde el estudias o trabajas, y tú sin apreciarlo, boba, que eres boba. Te estoy poniendo en bandeja follar conmigo, y yo follo muy de izquierdas, y tú haciéndote la estrecha. ¿Para qué has venido a este bar, entonces?».

Son reacciones parejas, la del bar y la de la carta. En resumen: si no me lees, es que eres imbécil, y encima tienes la culpa de que 160 trabajadores se vayan a la puta calle. Para que te enteres.

Muy bonito y muy tradicional eso de echar la culpa de tus males a tus clientes, potenciales o en acto. Así se vende un producto, insultando a tus compradores. ¿En qué escuela de negocios enseñan esas técnicas de venta? ¿En la de la SGAE? Ni los Sex Pistols se pasaban tanto.

Yo podría haber sido un cliente potencial de Público. Y, de hecho, cuando salió, lo recibí con ciertas esperanzas. Lector antañón de El País y harto de muchos de los vicios y tomaduras de pelo del diario de Prisa, estaba dispuesto a cruzarme a cualquier acera que me ofreciera lo que El País hacía tiempo que me negaba y que una vez me dio: buen periodismo, bien escrito, honesto, exigente y respetuoso con el lector. Pero, a las pocas semanas, Público me dejó claro que no quería cautivar a los desencantados de El País, como yo. Lo tenían bien fácil, pero había un montón de cosas que nos repelieron, muy a nuestro pesar.

Desde el diseño chillón y el enfoque sensacionalista y no pocas veces chabacano de las portadas, hasta el tufillo paternalista de la línea editorial, pasando por el bajo nivel general de la redacción de los textos, con numerosas e imperdonables erratas y con párrafos mal construidos y de gramática dudosa, hasta el pobre perfil intelectual de muchas de las firmas y las campañas de promoción Manu Chao style que dibujaban un target en el que difícilmente podíamos encuadrarnos muchos lectores veteranos. Para mí, y me consta que para otros como yo, Público ha sido una decepción, un periódico que lo tenía todo —nueva planta, sin hipotecas ni vicios heredados— para conectar con una juventud ilustrada y urbana.

No culpo a la redacción. Hablo de estrategia empresarial, de decisiones que nada tienen que ver con el desempeño diario de los profesionales. Quienes han ideado Público y quienes han avalado sus apuestas periodísticas han acabado componiendo lo que para mí es un periódico pobre, sin entidad para competir con El País. Y eso es imperdonable, porque El País es un púgil viejo y exhausto que sólo necesita un golpecito para caer K. O. Que hayan sido incapaces de derribar a un ente decrépito como ese (o, al menos, de apropiarse de buena parte de su audiencia) debería hacerles reflexionar sobre lo mal que lo han hecho. Insisto: a los directivos que se autoexculpan, no a los periodistas de la redacción.

Nada de esto he visto en la carta del director. ¿Lo habrán hablado al menos en privado? Empiezo a dudarlo.

Por supuesto, esto es historia-ficción. Podrían haberlo hecho genial, tomando las decisiones correctas y produciendo un periódico maravilloso digno de ser leído de la primera a la última página y de ser enmarcado luego. Y aun así, aunque tuvieran la vitrina a reventar de Pulitzers, puede que se vieran en las mismas. Pero, en ese caso, caerían con la cabeza bien alta, asegurando que ellos lo hicieron de puta madre y que fue Yoko Ono la que les jodió el invento.

Desde luego, hasta que los directivos de los medios no asuman su parte de responsabilidad en el desaguisado general, las caídas no van a ser dignas, y las cartas de descargo serán tan feas como esta de Jesús Maraña.

NINA HAGEN EN LOS PAPELES

Hoy sale un reseñón de El restaurante favorito de Nina Hagen en el suplemento literario de Heraldo de Aragón. Casi una página, agüita. Ni que yo fuera ministrable o algo. Se han debido de equivocar, querían hablar del otro Del Molino, ese al que le gustan los toros y fuma puros.

Aquí la pego.

PD ibérica.- Mi libro no está sólo en los papeles (señores de la RAE, observen la importancia de una tilde: mi libro no está sólo en los papeles significa algo muy distinto de mi libro no está solo en los papeles. Pero ustedes verán, oh, guardianes de la lengua). Mi editor me manda una foto digna de Bigas Luna: el libro expuesto en Bodegas Almau, una centenaria y reconocida tasca de Zaragoza a la que acuden los modernos del lugar, atraídos sin duda por su aire antañón y sus barriles de madera. Ya saben ustedes que Miguel Ángel, el infatigable tabernero, organiza exposiciones y conciertos para satisfacer a su postmoderna clientela. Allí se vende también mi libro, expuesto junto al castizo Reservado el derecho de admisión. Y se mancha con la grasilla del jamón. Qué cutrerío más entrañable.

ME HAN PILLADO EN PIJAMA

Lo que pego a continuación es la entrevista que sale hoy en las páginas de Cultura de Heraldo de Aragón. El que está tirado en el suelo soy yo, y el que formula las preguntas y me hace parecer un poco menos idiota de lo que en realidad soy es Mariano García, un tipo que empieza a merecerse un monumento (y no por esta cosa, precisamente). Lo digo sin hipérbole ni ánimo de halagar: esta entrevista es una de las cosas que más orgullo me han hecho sentir desde que publiqué mis primeras letritas. Qué cojones: yo sólo hacía libros para que algún día me entrevistara Mariano García. Ya lo he conseguido. Ya me puedo retirar.

Creo que hoy también me sacan en una radio y en los informativos de la tele autonómica. Y, a las 20.00, si andan por Zaragoza, están todos invitados a un brindis en vaso de plástico en Los Portadores de Sueños (c/Blancas, 4). Si la emoción me lo permite, diré algunas palabritas y charlaré en público con Ana Usieto (otro honor igual de grande que esta entrevista).

No sé qué alegría tan grande siente uno el día de su boda, pero dudo mucho que sea mayor que la que siento yo hoy, con tanta buena gente alrededor.

EXPERTOS EN CORBATAS

No he visto el debate. No me interesa nada. Y creo que tampoco le interesa mucho a los miles de millones de personas que, según las entusiastas cifras de audiencia que se publicarán hoy, lo han seguido. Me atrevería a decir que a los candidatos —a ellos menos que a nadie— tampoco les importa.

Es muy optimista llamar debate a lo que no llega a ser ni un careo judicial, y es ciertamente deprimente que la discusión sobre la res pública se haya reducido a un nivel retórico tan paupérrimo que no alcanza ni la caricatura ni la autoparodia. Pero así estamos, todos tan contentos, analizando gestos y modulaciones de la voz de dos señores mayores con escasa o nula telegenia. Dos pasmaos que hablan mirando a cámara procurando que el eco de sus propias palabras no les distraiga.

Entiendo que las interpretaciones escénicas de un Al Pacino o de un Marlon Brando dan para mucho análisis. Lo que transmiten, cómo lo transmiten, qué parte hay de técnica y qué de talento bruto, cómo consiguen emocionarnos con un simple arqueo de cejas… Pero de dos burócratas oscuros que guiñan los ojos al ser deslumbrados por los focos y se trastabillan al hablar, ¿qué se puede sacar en claro?

Pase que nos hagan tragar esta cochambrosa y ridícula puesta en escena como un sano ejercicio democrático. Pase que, falseando por completo el funcionamiento del sistema representativo parlamentario por el que se rige España, nos vendan como candidatos a la presidencia del gobierno a dos señores que, simplemente, son los cabezas de lista de sus partidos por una sola circunscripción electoral (de las 52 que hay). Pase que se intente vender la idea —a fuerza de repetirla— de que sólo hay dos partidos políticos en España.  Pase incluso que estos dos señores hayan decidido por su cuenta y riesgo que la letra ‘d’ de los participios regulares terminados en -ado es tan muda como la hache, y que tengamos que oírles decir, con el consecuente daño auditivo, terminao, arruinao o pasao. Y pase también que algún periodista se crea de verdad que esto tiene una trascendencia mayor que la de un episodio repetido de Aquí no hay quien viva (más quisieran ellos, por otra parte).

Acepto todas estas cosas sin ganas de darle Tres en Uno a la guillotina que guardo en el trastero. Pero lo que de verdad me toca los gitanales es que nos pasemos no sé cuántos días con los analistas y los politólogos monopolizando el discurso de los medios, con su sofisticado y gramaticalmente obsceno derroche de bobadas y sutiles hallazgos de memeces.

Que alguien que presume de solvencia intelectual me venga a argumentar por qué ganó Fulano o por qué perdió Mengano basándose en los más chabacanos tópicos de la psicología transaccional (probablemente, sin saber siquiera qué cosa es la psicología transaccional) me fatiga muchísimo. Que señores que se creen muy listos —y que generalmente juzgan mi trabajo y el de otros como yo como rellenos, chorraditas o entretenimiento para ociosos y marujas. Y eso, cuando quieren ser generosos y educados— llenen columnas y columnas y minutos y minutos analizando gestos anodinos, sudoraciones intrascendentes o tics irrelevantes, me deja pasmado y da la medida exacta de la calidad que la democracia y el periodismo tienen en España.

Un país avanzado y culto de verdad podría tolerar estas pantomimas, pero relegándolas a un lugar secundario. The Toronto Star, uno de los principales diarios canadienses, nave nodriza de un montón de cabeceras regionales y famoso porque uno de sus corresponsales europeos fue un señor llamado Ernest Hemingway, lleva su Politics Page hacia la mitad del diario, y apenas la deja ver en su web. Las noticias locales de corte social y, muchas veces, cultural, son las que destacan más. Los dimes y diretes del politiqueo se consideran aburridos asuntos de gestión que, por normalidad democrática, no deberían ocupar el centro de la atención pública. O, al menos, no anegarlo todo. Quizá no sea casual que este periódico, aun con la caída en picado de la prensa, conserve gracias a esta línea una gran tirada de casi medio millón de ejemplares.

¿Por qué no somos un poco más canadienses? Quizá porque para eso tendríamos que haber estudiado más, tener mejores universidades y un Estado del bienestar digno de ese nombre. Es obvio que necesitamos mucha más democracia para poder desentendernos de la democracia y relegar sus cuitas administrativas al oscuro rincón de las cosas aburridas que se atienden entre bostezos. Pero somos un país de taxistas y tenderos gritones. Un país de ágrafos que atienden aborregados los desquiciados y pedantes discursos de unos expertos en nudos de corbatas y en sudoración facial que se hacen pasar por guardianes de la democracia o algo así. Y cuando el sarao este acabe, cambiarán a Telecinco para ver qué dice la Esteban de todo esto. O de lo que sea. Lo importante es que haya gritos. No temo que se ofendan y quemen mi casa con sus antorchas de masa enfurecida, porque sé que los poquísimos individuos que hayan llegado hasta esta línea del artículo son más canadienses que españoles y, por tanto, no se sentirán aludidos.

Me gustaría decir con los tristes esos de la Generación del 27 que me duele España. Pero me da más asquete que otra cosa. En días como estos, me siento extranjero y me pregunto cómo me sentará un plumas bien abrigado y un gorro polar para pasar calentito el crudo invierno canadiense.

DESAYUNAR EN LOS BARES

Hace tiempo que me planteé muy seriamente dejar de comprar periódicos en papel, pero creo que ahora lo voy a hacer de verdad. No es la consecuencia de un arrebato de furia ni lo he escenificado con una muesca en el calendario o un triunfal “¡hasta aquí hemos llegado!”. No, todo lo ha provocado la más pura inercia. De pronto, me he dado cuenta de que mis visitas al kiosco son cada vez más esporádicas y de que no sólo no echo de menos el hábito, sino que lo echaba de más.

Corrección: sí echo de menos el hábito, pero había devenido algo tan insustancial y grosero que ya no tenía sentido ni como liturgia vacía y comodona. Porque eso era lo que le pedía: un ritual diario, un acto simbólico. De la misma forma que los católicos que van a misa son en el fondo conscientes de que ese acto tiene poco que ver con dioses o creencias, pero siguen haciéndolo por conveniencia social y porque cada día renueva y recuerda su identidad, yo leía el periódico sabiendo que aquello tenía ya poco que ver con el periodismo o con profesión ninguna. Pero su lectura y las condiciones necesarias para ella (un bar, un café con leche y, a veces, un pinchito de tortilla) eran una liturgia vivificante que me reafirmaba como individuo presuntamente culto e interesado por el mundo en el que vive.

Sin embargo, para que eso ocurra, la liturgia no puede estar vacía del todo: el periódico y el cura deben cooperar y hacer su parte del trabajo. Ni el católico ni el lector de periódicos se tragan nada, pero, para poder fingir que sí que nos lo tragamos y repetir el rito al día siguiente, el cura y el diario tienen que currárselo y fingir convincentemente que a ellos sí les importa.

Soy consciente de lo paradójico e hipócrita que es admitir que ya apenas leo diarios en papel cuando escribo en uno todas las semanas. ¿Qué puedo decir? Me sigue gustando escribir en la prensa, y lo seguiré haciendo mientras pueda y me dejen, pero no me pueden pedir a cambio que ejerza un proselitismo que ni los propios directores ni los dueños de los periódicos se molestan en hacer. Tengo muchos amigos en la profesión. Amigos a quienes admiro profesionalmente, más allá del cariño personal que les pueda tener, y que creo que hacen un trabajo extraordinario que no me cansaré de alabar. Pero el entusiasmo y la genialidad de un puñado de talentos no son suficientes para volver a hacer brillar una estrella apagada.

De hecho, creo que todavía hay reductos a los que agarrarse si uno quiere insistir como lector en papel. Hay firmas a las que seguir y suplementos y secciones muy bien llevadas y traídas, pero esos islotes —cada vez más exiguos y aislados— ya no me compensan. Hablo, por supuesto, desde el punto de vista de un ciudadano medianamente culto, que debería ser el target nítido y preciso de la prensa. De las masas belenestebánicas no sé y no contesto.

Normalmente, hace no tanto tiempo, yo leía muchísima prensa en papel. Por imperativo profesional en parte, pero también por afición. Todos los días leía Heraldo de Aragón (que recibo en mi casa y no tengo que comprar) y El País (que compraba en un kiosco camino del bar donde desayunaba). Cuando trabajaba en la redacción leía también El Periódico de Aragón y ojeaba muy a la ligera los principales diarios. Los miércoles compraba La Vanguardia, por el suplemento cultural, y los viernes, El Mundo, por ídem. Los sábados, el Abc, por idénticos motivos. Algunas temporadas, muy discontinuamente, los fines de semana me daba por comprar Le Monde, que lo sirven en mi kiosco, especialmente cuando daban el suplemento literario Le Monde des Livres.

Esa era mi rutina básica. Me gastaba una pasta en papelotes, cuando podía haberla dilapidado en heroína o en juguetes sexuales, y era un lector extremadamente disciplinado. Leía muchos textos y con gran atención.

Poco a poco, esa disciplina se fue relajando. Aunque me esforzaba, cada vez encontraba menos textos merecedores de una lectura, y el tiempo que invertía en la prensa se fue reduciendo sin que —y esto es lo sorprendente y la clave del asunto— se resintiera mi capacidad para estar al tanto de la actualidad y de enterarme con corrección y prontitud de todo lo que me interesaba.

El sentimiento que fue macerando en mí era que me estaban expulsando de un lugar del que no quería ser expulsado. Yo no leía los periódicos para estar informado. Para eso ya estaba la radio o internet. Yo leía los periódicos para encontrar artículos que me ofrecieran puntos de vista en los que yo no hubiera pensado o que me contaran historias de gentes y de lugares que yo no sospechaba que existieran. O para leer una entrevista con un escritor del que apenas había oído hablar. Qué ingenuo era. Me resignaba al politiqueo y a los dimes y diretes de los tigres y los leones en los que consistía la crónica política si a cambio eran capaces de regalarme unos minutos de lectura estimulante y actual.

No fue posible. Las páginas culturales, mi última gran esperanza, se fueron llenando cada vez más de fiambres. Escritores muertos un día tras otro. Y cuando no estaban muertos, se llamaban Pérez-Reverte, y entonces casi prefería a los finados. No me hablaban de lo que se cocía en ese momento, sólo había sitio para viejunos, reliquias literarias y predicadores a sueldo de la casa editora. Si volvía a leer algo más sobre los huesos de García Lorca me iba a dar un ictus.

Creo que yo no he fallado a los periódicos: son ellos quienes me han fallado a mí. Yo estaba dispuesto a seguir leyéndolos y comprándolos siempre que me dieran un poquito de lo que me habían dado siempre. Pero se empeñaron en olvidarme y en buscar a un público que creo que no existe, una mezcla de fans de Belén Esteban e imitadoras de Carrie Bradshaw en el sector femenino, o un híbrido entre un hooligan de los Ultra Sur y Emilio Botín en el masculino. No han dejado un resquicio por donde yo pueda sentirme reconocido: han renunciado a escribir para mí, no les intereso. Por tanto, no pueden esperar que siga leyéndolos. Debo tomar su actitud —la de toda la prensa, aquí no distingo marcas ni familias políticas— como una invitación a que me marche y les deje en paz.

Al dejar de comprar periódicos, las empresas periodísticas pensarán que les hago una putada, pero la putada me la han hecho ellas a mí, porque yo ya no sé tomarme un pincho de tortilla en un bar sin un diario delante. Lo he intentado con un libro, pero no es lo mismo. Al final, tendré que renunciar también a los pinchos de tortilla, y quién sabe si a desayunar en los bares, con lo que a mí me gusta desayunar en los bares.

MUY PRONTO, EN LAS PEORES LIBRERÍAS…


LA SANIDAD DE TODOS

Una tal Cristina Delgado, con quien no me une relación alguna y con quien jamás he tenido un hijo, publica hoy esta columna en las páginas de opinión de Heraldo de Aragón. Si esta les sabe a poco, que sepan que podrán encontrarla cada dos miércoles en esas mismas páginas (Nota al margen: está escaneada porque, como el resto de contenidos de la edición impresa, no se puede encontrar en la web).

LA OBSESIÓN POLÍTICA

Hace un tiempo coincidí en un sarao con un ubicuo escritor cervantista (de los que se conocen casi todos los Institutos Cervantes del mundo, vaya) que solía publicar muchas columnas pero que llevaba un tiempo sin firmar en los papeles. Le pregunté si se había cansado o si se habían cansado de él, y me confesó, bajando la voz: «Es que sólo querían que escribiese de cosas de cultura y de chorraditas, y yo les propuse escribir de política, porque lo que a mí de verdad me haría ilusión es hacer artículos políticos con un toque así como personal, pero como no les vi muy entusiasmados y, además, ando muy liado con tanta invitación del Instituto Cervantes como recibo, les he dicho que paso. Mira, esta semana, sin ir más lejos, me toca una mesa redonda con Boris Izaguirre en Seúl, una presentación de videoarte extremeño en Ramala, un debate sobre postpoesía postversal postipográfica del Bierzo con siete premios Nobel amerindios en Auckland, Nueva Zelanda, y una exhibición de pintxos donostiarras con lectura dramatizada de menús de restaurantes de estrella Michelin en Brasilia. Y aún tengo que encontrar un hueco para poner tres lavadoras y recoger a mi hijo pequeño de karate».

Su agenda estaba más saturada que una embarazada salida de cuentas, pero era capaz de despejarla —incluso estaba dispuesto a dejar que su hijo volviera de la clase de karate en autobús— si le ofrecían escribir de política en un periódico. Y no es un caso aislado. Pocas cosas ponen más cachondo a un escritor que recibir la llamada de un redactor-jefe o de un subdirector de periódico encargándole unos articulitos sobre la actualidad. Cuando eso sucede, se recolocan la chaqueta de tweed, se aclaran la garganta y alzan el mentón, bien orgullosos: por fin se les reconoce en lo que valen. Por fin van a enderezar el rumbo de este país de incultos que se negaba a escuchar sus geniales e insobornables alegatos.

Será porque yo soy un escritorzuelo al que no reconocen ni en lo que no vale, pero nunca he entendido del todo esa pasión por la res pública propia de los literatos. En realidad, lo que no alcanzo a comprender es la relación causal entre la creación literaria y el activismo político-periodístico. No creo que una excluya al otro, pero, ¿por qué razón han de ir necesariamente unidos o uno ser consecuencia directa de la otra? En otros términos: ¿la excelencia literaria otorga inmediatamente auctoritas en asuntos de gestión de la polis? ¿La doxa de un literato es más válida o más digna de ser publicitada que la de un soldador, una gestora de un centro deportivo de alto rendimiento o un becario de investigación de paleontología?

Esta obsesión predicadora pertenece a otros tiempos y creo que no refleja nada de la literatura y sus gentes. Que un país poblado por mendrugos que no sabían ni escribir su propio nombre y no habían visto nada que estuviera fuera del valle que encajonaba su aldea otorgara un poder mágico y una autoridad respetable a quienes dominaban la palabra escrita es comprensible. También lo es que, en épocas de gran conflictividad social y en sociedades muy miserables donde la mayoría de la población carece de formación, derechos políticos elementales y acceso a medios de expresión, quienes sí disponen de ellos los utilicen solidariamente en su nombre. Así nacieron los intelectuales concebidos como tales desde finales del siglo XIX: personas que habían alcanzado una gran influencia gracias al prestigio o al eco de su obra artística que decidían utilizar esa influencia en favor de quienes ellos consideraban oprimidos o incapaces de defenderse por sí mismos. Convertían su posición de hombres públicos en tribuna política para intentar modificar la sociedad y el gobierno en función de sus principios y creencias.

Que los intelectuales así entendidos han sido muy importantes y que han representado un papel político en ocasiones crucial y de gravísimas consecuencias nadie lo duda. Pero pocos deberían dudar ahora de que la figura del intelectual así concebida caducó hace mucho tiempo, y el empeño por perpetuarla sólo nos puede traer —nos está trayendo— peor literatura y peor periodismo.

Porque hace tiempo también que los escritores descubrieron que ser intelectual es mucho más rentable —en muchos sentidos, no sólo en el financiero— que ser un simple escritor. ¿Cuántos premios Nobel de Literatura se han dado a autores de obra sucinta y de mérito cuestionable pero de intachable trayectoria política?

Y viceversa: ¿cuántos autores geniales e imprescindibles han visto cuestionado su arte por no ser personas intachables, solidarias y socias de Médicos sin Fronteras? Hasta hemos asistido sin que el público tosiera a reinvenciones maravillosas, como la del recientemente fallecido Ernesto Sabato, que pasó de ser el escritor de los milicos a, por obra y pluma de olvidadizos hagiógrafos, adalid de la democracia argentina. Sólo así, debidamente purgado de impurezas fascistas, puede Sabato ser leído y loado en Babelia. Y en el caso de Borges, con pasar de puntillas —u omitir sin más— sobre ciertos detalles de su biografía, podemos comprarlo como genio entrañable y gruñoncete.

En muchos países, pero fundamentalmente en España, no se premia ni se publica ni se lee literatura. Lo que se premia, se publica y se lee son buenas intenciones. «Alegato contra la violencia de género». «Una audaz incursión en el conflicto vasco». «La novela presenta un crudo retrato de la inmigración ilegal en Reus». «La indomable lucha de una madre coraje contra Franco, Mussolini y Hitler juntos». Me las he inventado, pero seguro que es fácil encontrar frases muy parecidas o incluso idénticas en las solapas y contraportadas de las novedades editoriales que estén ahora mismo expuestas en La Casa del Libro.

Un escritor como Michel Houellebecq es impensable en España. Y si triunfan sus libros traducidos es porque vienen de Francia y lo que dice un francés no ofende a nadie. Pero si lo dice un español… Me encantaría ver las cartas de rechazo que hubiera recibido Plataforma si la hubiera escrito un señor de Albacete.

No estoy diciendo que la literatura tenga que estar desprovista de buenas intenciones en sus tramas y argumentos. Lo que digo es que esas buenas intenciones no deberían ser un baremo por el cual medir el valor de un libro o de un autor. La literatura, incluso la literatura política, no puede medirse en términos de corrección política. Porque una de las funciones sociales que la literatura ha asumido tradicionalmente es ser una herramienta para cuestionar las costumbres y los tabúes de una época y de una sociedad. Es decir, que la única forma coherente y honesta que tiene la literatura de hacer política es no siendo política, sino empeñándose en ser genuinamente literaria.

Y, en el caso de la novela, que es el que más me interesa, ¿en qué consiste ser genuinamente literaria? Muy sencillo: en que tanto la escritura como la lectura supongan un desplazamiento para el escritor y para el lector. Al escribir, el novelista viaja, explora. Tiene un punto de partida, pero desconoce el de llegada. Si es honesto, se libera de miedos y avanza por regiones que no conoce y que le pueden llevar a conclusiones absolutamente indeseadas. Puede que acabe viendo algo de sí mismo que le asquee o que no soporte. O algo de su mundo o de su familia o de su religión o de sus amigos. Y, si lo hace bien, conseguirá que el lector sienta lo mismo y se plantee preguntas y pensamientos que no sospechó que fuera a hacerse.

Pero si el autor sólo quiere demostrar una tesis preconcebida y arma el aparato narrativo al servicio de esa tesis, no está haciendo literatura, sino cumpliendo la función del espejito de la madrastra de Blancanieves. Por ejemplo: la violencia de género es muy mala. Así que voy a escribir una novela donde haya violencia de género y quede claro que es muy mala: marido que pega, malo; mujer que recibe, buena. Dialéctica de Barrio Sésamo. El lector asentirá: hay que ver lo mala que es la violencia de género, mecachis. Si la lectora es Leire Pajín, dirá: es prioritario frenar esta lacra. El editor aprovechará la contraportada para poner, junto al código de barras: «Teléfono contra el maltrato: 016». El libro recibirá una subvención y probablemente un Premio Nacional de Narrativa, y Pepa Bueno entrevistará al autor en el Telediario sin equivocarse casi nada al pronunciar su nombre.

Pero nosotros, que no nos chupamos el dedo —yo sí, un poco, pero es que está muy rico—, nos preguntaremos: ¿necesitábamos leernos entero un tocho de cuatrocientas páginas para enterarnos de que la violencia de género es mala? ¿No lo sabíamos ya? ¿Por qué perdemos tanto tiempo en que nos digan algo que ya tenemos claro?

La novela genuinamente literaria opera al revés que la novela de tesis, y me voy a atrever a poner el ejemplo del Quijote, para cerrar el círculo cervantista. Punto uno: Cervantes está hasta los huevos de las novelas de caballería. Punto dos: Cervantes está hasta los huevos de que todo el mundo lea y escuche novelas de caballería. Punto tres: Cervantes grita enloquecido por la calle: «Porque no tengo mano, que si no, iba a encorrer a hostias al siguiente que me hable de Amadís de Gaula y su puta madre en petitoria». Punto cuatro: para atajar su frustración, Cervantes decide escribir una novela que ridiculice las novelas de caballerías y detenga o, al menos, desprestigie, el asqueroso vicio de leerlas y difundirlas.

Y es en el punto cuatro donde está la diferencia: la motivación o el punto de partida de Cervantes es ridiculizar las novelas de caballerías, pero esa no es su tesis. No construye un artefacto novelesco donde todo esté lógicamente concatenado para demostrar que esas novelas son una porquería, sino que, partiendo de esa intención, se desplaza a territorios ignotos y acaba escribiendo una obra sobre la condición humana. Una obra universal, nada menos. Y no la habría podido escribir si se hubiera constreñido a sus ideas y si en un momento no las hubiera dejado de lado para centrarse por completo en la historia y sus personajes.

Vuelvo al principio: si eres capaz de escribir el Quijote, ¿para qué cojones quieres escribir columnas políticas en un diario? ¿No es mucho más honesto, mucho más poderoso y mucho más satisfactorio entregarse de lleno a la literatura? Y, en el fondo, ¿no se ejerce una influencia mucho mayor? Porque un intelectual, un tribuno político, puede influir hic et nunc, pero si eres capaz de escribir una obra literaria significativa y perdurable vas a tener una influencia que no está al alcance de ningún político ni banquero ni entrenador de fútbol: vas a influir en la intimidad de tus lectores, que te van a acompañar en el mismo viaje que tú has hecho al escribir el libro.

Puede parecer que influir en la vida cotidiana de un lector no es nada en comparación con influir en las decisiones de Barack Obama, pero yo pienso que un escritor que consigue lo primero con su literatura es mil millones de veces más poderoso que cualquier estratega o director de periódico. Pero para eso se tienen que dar dos premisas —al margen de capacidades y talentos, que se dan por supuestos—: que el escritor crea en la literatura y en su literatura, y que el público entienda la diferencia entre una novela y el editorial de un diario. Mientras esas dos cosas no ocurran (y en España, parece lejano el momento en que así sea), seguirá siendo muy común entre los escritores que pierdan el culo por ejercer de políticos.

LA ERÓTICA DEL AZULEJO

Este fin de semana me he quedado prendado de un artículo de Vicente Verdú que El País publicó sin subtítulos ni comentarios del director ni un prólogo o estudio preliminar. Nos soltó el texto así, a pelo, con todas sus oraciones subordinadas y sus cultismos grecolatinos. Como si leer en castellano normal no fuera ya lo bastante dañino para la vista. No descarto que General Óptica haya entrado en el accionariado de El País y los artículos de Verdú sean parte de su estrategia para que liquidemos su stock de gafas y de lentillas, porque a mí me aumentaban las dioptrías a razón de 1,5 por párrafo. Es lo que tiene forzar los ojos y el entrecejo para intentar entender qué cojones nos quiere decir este, al parecer, reputado comunicador.

La pieza se intitula Scarlett y el pubis y, cuando escribo esto, lleva 48 horas encabezando la lista de lo más leído en elpais.com. Obviously: poner pubis y Scarlett en la misma frase garantiza una enorme afluencia de googleros. Verdú, que probablemente algo sepa de esto, les ha cazado como moscas en una telaraña, con una estratagema que roza la estafa: porque es evidente que los que buscan el pubis de Scarlett, lo último que quieren encontrar en su lugar es un texto de Verdú que no se entiende. A lo mejor, como pasaba con las pelis porno del plus, si lo leen entrecerrando los ojos alcanzan a ver las tetas de Scarlett entre línea y línea. Yo lo he intentado y no hay manera.

Empieza Verdú haciéndose una pregunta de alto calado teleológico: “¿En qué cabeza cabe que en la ducha o en el tocador se haga ella a sí misma fotos en cueros y las guarde después en un móvil que se mueve por todas partes?”. No se apuren, no se mesen las barbas desconcertados, que el mismo interrogador tiene la respuesta en el siguiente párrafo:

Podría aceptarse que padeciera esa manía. El narcisismo es mistérico. Pero, además, las actrices o los ronaldos tienden a sentirse iconos para sí mismos y acostumbran a ser tan atrabiliarios como desorbitados.

El narcisismo es mistérico. Antes de perder más dioptrías debo suponer que Verdú quería decir que el narcisismo es misterioso, esto es, “que encierra o incluye en sí misterio” (DRAE), y no mistérico que, aunque no está recogido por la Real Academia, es un adjetivo que califica a aquellas religiones que tienen ritos secretos que sólo se desvelan a los iniciados.

La siguiente frase es mucho más misteriosa. Juro que la he leído muchas veces y todavía no la he entendido. Quizá puedo intuir muy lejanamente qué significa eso de “ser iconos para sí mismos”, pero prometo por mi colección de vasos de cerveza que no sé que tiene que ver lo “atrabilario” o lo “desorbitado” con hacerse fotos en pelotas.

Total, que me quedo como estoy, aunque un poco más ciego, y llego a la primera tesis del artículo, que se presenta como conclusión de una concatenación lógica, pero que a mí me parece una premisa falaz y sin sustento. Hela aquí:

Ya no es tanto el desnudo del cuerpo de la actriz o el ídolo lo más vistoso, sino el desnudo del medio interior, la arquitectura interior, donde se desnuda y yace.

Es decir, si lo entiendo bien: no me excitan las tetas o el pubis de Scarlett, sino los azulejos de su baño. Bien, de esto sí que me he enterado. Con ese razonamiento, pocas cosas habrá más eróticas que un anuncio de Porcelanosa.

Me siento un poco raro, porque a mí, los azulejos, sanitarios y demás me dejan más bien frío —si están limpios; sucios, pueden darme asco, aunque nunca me van a excitar—, pero Verdú insiste en este incontrovertible hallazgo sociológico o psicológico o algo que termine en -lógico:

La intimidad de una casa o de un dormitorio, la intimidad de un cuarto de baño o una cama deshecha puede ser una oferta sexual mucho mayor que un cuerpo sucinto, un cuerpo sin ropa y aislado del escenario natural donde se gesta.

Me pierdo: ¿los cuerpos se gestan en escenarios naturales? Tenía entendido que era en la matriz de la mujer, pero qué sabré yo, que ni escribo en El País ni nada. Por otro lado, aquí mezcla conceptos abstractos con objetos: la “intimidad” no puede ser nunca una “oferta”, ni sexual ni de ningún otro tipo, porque la intimidad es una cualidad abstracta. De nuevo, qué sabré yo, pero ahí lo dejo, por si acaso. Asumo que quiere decir que la oferta es el cuarto de baño o la cama desecha, pero no porque el texto lo exprese así. Además, asegura que eso puede ser una “oferta mayor”, es decir, más grande. Pero algo más grande no es necesariamente algo mejor o preferible a otra cosa menor. Coincido en que una cama deshecha o un cuarto de baño, por pequeño que sea, siempre será mayor que un cuerpo, especialmente si éste es “sucinto”. Entiendo que esta premisa no se aplica a los cuerpos extensos como el mío, que casi pesa cien kilos.

La cosa sigue tal que así:

La gran atracción pues de las llamadas sexcams, en constante ascenso entre los usuarios de la Red, se apoya por tanto menos en la coqueta anatomía del personaje que en su figura más la especial decoración alrededor.

Dejo sin comentar la puntuación por no alargarlo más. En fin, medio artículo para decir que lo que nos pone cachondos de las sexcams (sic) es fisgonear en el dormitorio del que se despelota y monta el numerito. Vicente Verdú acaba de descubrir el voyerismo. Acabáramos.

Y una vez alcanzada tan audaz verdad, llegamos a mi párrafo favorito, que interpreto como una muestra de humor de su autor o como un simple pasote. Dice así:

No se penetra el cuerpo sucinto, sino encuadrado. La mirada del cuerpo a pelo vale menos que el promiscuo fisgoneo por los objetos asociados de alrededor. Los cuerpos se parecen demasiado entre sí, pliegue arriba, pliegue abajo, pero los hogares necesariamente son mucho menos iguales, están plagados de sorpresas y, a la fuerza, poseen más signos y frunces por desbrozar y juguetear con ellos.

Por partes y frases:

La mirada del cuerpo a pelo vale menos que el promiscuo fisgoneo por los objetos asociados de alrededor. Traduzco: me pone más cachondo la monísima lámpara de noche o la coqueta mesilla que Scarlett tocándose el pubis a ritmo de charleston. Quizá si soy diseñador de muebles o decorador de interiores, sí, pero le aseguro, señor Verdú, que llegado el caso, podría describirle las pecas y la forma y espesura del vello del pubis de la señorita de la sexcam, pero no me pida que le describa la cenefa de la pared o el estampado de la colcha. Llámeme pervertido, pero yo soy un antiguo y me siguen excitando más las personas que las lámparas.

Los cuerpos se parecen demasiado entre sí, pliegue arriba, pliegue abajo, pero los hogares necesariamente son mucho menos iguales, están plagados de sorpresas y, a la fuerza, poseen más signos y frunces por desbrozar y juguetear con ellos. Esto es fantástico. ¿Los cuerpos se parecen demasiado entre sí? La carrera y la cuenta corriente de Scarlett Johanson están basadas en que su cuerpo no se parece demasiado al común de los cuerpos. Y si usted, señor Verdú, cree que su cuerpo es parecido, pliegue abajo, pliegue arriba, al de Brad Pitt, puede que el aquejado de un grave narcisismo mistérico sea usted. La segunda parte de la frase es igualmente risible: ¿cómo que los hogares son necesariamente mucho menos iguales que los cuerpos? ¿No ha oído hablar de Ikea, por el amor de dios? Le alabo el gusto, porque ese desconocimiento implica que puede pagarse unos muebles de importación hechos ex profeso para su torre de marfil (aproveche y disfrútelo, que uno de estos días, El País dejará de pagar con la generosidad habitual), pero siento desengañarle: gracias a Suecia, el interior de la mayoría de las casas de clase media de Europa occidental y puede que de Estados Unidos se parecen tanto que pueden intercambiarse. Es decir, que la realidad es justamente la contraria a la que usted describe: los cuerpos no se parecen entre sí —si así fuera, Elena Anaya y Marta Etura estarían cobrando el paro—, pero las casas, sí.

No contento con equivocarse una vez, Verdú insiste unos párrafos más abajo (en realidad, todo el texto es una reiteración cansina de lo mismo):

Sin ser iguales, todos somos muy parecidos desnudos, pero los hogares, sin ser iguales, son mucho más desiguales que la desnudez. Ver a alguien en cueros resulta al cabo mucho menos que escudriñar en los pormenores de su guarida.

Como veo que el razonamiento escrito por sí solo no es bastante, recurriré a los métodos didácticos de Barrio Sésamo. No lo pondré desnudo, pero esta es una foto de Vicente Verdú:

Y esta es una foto de Jon Kortajarena (obligado a ponerse gafas después de leer el artículo de Vicente Verdú):

Ahora, que levanten la mano quienes piensen que el desnudo de Verdú se parece al de Kortajarena y que, en el fondo, lo mismo da montárselo con uno que con otro, siempre que el decorado de la sexcam tenga azulejos bonitos.

Lo que nos lleva a la supuesta conclusión de este desvarío farragoso con forma de texto:

Por el contrario, una alcoba, un cuarto de baño, un vestidor en donde el desnudo se expone cadenciosamente vuelve a ser la escena de una buena cetrería para la que se requiere mayor habilidad, finura y educación.

“Habilidad, finura y educación” no son términos que se puedan asociar al acto de hacerse una paja mientras una tipa o tipo hacen lo propio frente a una webcam (o sexcam, como dice Verdú, no sé cuál es la diferencia técnica: supongo que las sexcam tendrán forma de pene). Se me ocurren otros términos para aludir a la masturbación compulsiva frente a la pantalla del ordenador, y esos los reservaría para relatar una cena de gala con el embajador de Namibia, por ejemplo.

En resumen: los cuerpos no molan, pero los flexos y las mamparas de baño nos ponen muy cachondos. Bien por la sociología, que tantos ojos nos abre (para dejárnoslos ciegos, pero los abre).

UN SEÑOR DE PROVINCIAS

Mecagüen Elvira Lindo y los oscuros designios de la promoción literaria (ajá, como he empezado defecando sobre ilustre nombre, van a seguir leyendo por si la mierda llega al río, ¿verdad? Les conozco mejor que Pedro Piqueras y Jorge Javier Vázquez juntos). Resulta que hace años, servidor descubrió una editorial de Logroño. La editorial de Logroño, que quién iba a imaginar que en Logroño gastaban de esas cosas (he empleado el indeterminado una editorial de Logroño, como si pudiera haber más de una). Recibo sus libros, me hace tilín su nombre, Pepitas de Calabaza, y su aire transgresor y desgreñado, me pongo a escribir de sus novedades mucho antes de que la gente se enterase de que en Logroño había una editorial, y entablo una cierta relación epistolar con el editor, Julián Lacalle. Es más, me harto de recomendar sus libros por ahí y de explicar a mis amistades y conocidos que, aunque la editorial es de Logroño, sus libros no huelen a lentejas riojanas ni a sobaco de viticultor ni se regalan con bonos de rutas de enoturismo. Total, que me monto un apostolado en condiciones, y en cuanto me doy la vuelta, va Elvira Lindo y se atribuye el mérito de descubrir al mejor autor (vivo y español) que ha publicado esa editorial.

No hay derecho, yo quería seguir predicando en el desierto monegrino un rato más.

¿Cómo es posible que Elvira Lindo supiera de la existencia de Manuel Jabois antes que yo? Me la han hecho gorda, pero ya no me despisto más.

En fin, llego tarde, ya todo el mundo se ha enamorado de Manuel Jabois y no he sido yo quien lo ha traído a la fiesta. Me tendré que conformar con rabiar desde la calle, ya que el portero no encuentra mi nombre en la lista.

Manuel Jabois es un periodista gallego y escribe columnas en el Diario de Pontevedra y en El Progreso. Ser gallego y escribir en la prensa dejó de molar el día que descubrimos que Manuel Rivas era un peñazo mayúsculo y que Cela estaba dispuesto a gasear a pedos Estocolmo hasta que se rindieran y le dieran el Nobel. Pero Jabois nos mola porque es un gallego que escribe desde Galicia y, como el título de su libro indica, no siente la menor ansiedad por probar fortuna en la capital. Y a mí, que un señor que junta letras desde una lejana provincia que muchos escolares y no pocos licenciados universitarios no sabrían situar en un mapa reparta sopas con honda a tanto columnista postmoderno de barbilla enhiesta y coderas Paul Smith, me pone.

Ya quisieran muchos popes del periodismo patrio que presumen de haber visto mundos más allá de Orión escribir algo que pueda no ya hacer sombra, sino medirse sin dar vergüenza con cualquiera de los artículos que se recogen en este volumen. Hay quien recorre todo el mundo sin enterarse de nada de lo que pasa en él y vuelve a casa tan paleto como salió, y hay quien, sin salir de su barrio, es capaz de enseñar el mundo entero en tres párrafos. Jabois pertenece a esta última estirpe, que engaña con su falsa modestia y su aire de mosquita muerta provinciana, pero a la que te descuidas te montan una obra maestra de la literatura, los muy cabrones.

Irse a Madrid no es una obra maestra, pero hacía mucho tiempo que no descubría a un articulista que me gustara tanto. Sólo lamento que escriba en papeles gallegos porque no se venden en el kiosco de mi barrio, que si los vendieran, me gastaba los dos euros y pico que cuesten sólo por leerle en papel. Y les confieso, aquí entre nosotros, que me estoy quitando de comprar periódicos en papel, pero si me ponen a un par de tipos como Jabois firmando a diario, vuelvo al vicio de cabeza. Por suerte, no va a suceder, porque los becarios postmodernos no sólo no escriben como Jabois, sino que tienen la competencia lingüística de un orzuelo de Mourinho.

Como todas las compilaciones, Irse a Madrid también tiene sus picos y sus valles. No es que flojee en algunas piezas, es que brilla más en unos registros que en otros. Cuando ataca la actualidad política o escribe de temas periodísticos con ánimo de columnista —es decir, cuando opina—, está simplemente correcto. Pero cuando narra sus días y construye pequeños cuentos sobre la nada cotidiana de una noche cualquiera en la puta ciudad de Pontevedra en la que se puso ciego de porros y esas cosas, emerge un escritor que sabe ser sobrio y absurdo, con un sentido del humor de los que ya apenas se ven y que trabaja el castellano con una ductilidad, una riqueza léxica y una aparente sencillez, que a veces dan ganas de aplaudir. Lo malo es que se te cae el libro si te arrancas con una ovación.

No hay tema ni aldea pequeña para el escritor de verdad, que es el que escribe porque no puede hacer otra cosa que escribir y que, como dice Jabois, si no le dejan hacerlo en los periódicos, lo hará en las paredes de los edificios o allí donde pueda encontrar un público, le paguen o no.

He aquí algo así como su poética periodística, contenida en una crónica de una visita a una cárcel para participar en un programa de radio:

Yo dije que cada vez me interesaba opinar menos, pero que bien es verdad que hay días en que la columna ha de rellenarse sí o sí, y no siempre hay historias en el armario o asuntos triviales de los que ocuparse, y se pone uno de repente a salvar el mundo. También que en este país los columnistas están en los diarios compitiendo para ver quién se toma más en serio y hasta los viñetistas se las dan de trascendentes. Que no hay humor, vamos, y el que hay es humor inteligente hasta el elitismo, indetectable para el pueblo, como esos codazos estúpidos que se dan los intelectuales en las cenas con una gracia sobre Plinio el Viejo (…). Por lo demás, suelen vaciarse las columnas como se vacía el saco de pienso en las granjas industriales, y la gente va al periódico con la sagrada misión de convencerse, no de informarse.

A mí me encanta Jabois cuando se pone bruto, cuando dice que echa de menos su aldea, que de ella sacaba sus mejores historias, y cuando escribe casi una oda a los culos de las chicas de Vigo, cincelados por las duras cuestas de la ciudad. A veces, en su registro más íntimo, me recuerda a otro autor gallego, esta vez coruñés, Celso Castro, que también habla mucho de adolescencias, drogas y mete-saca. Será que Galicia entera es un adolescente drogado que está todo el día follando. O eso nos quieren hacer creer, y que por eso no se van a Madrid, porque la emigración es cosa de ancianos y se está tan a gusto en Pontevedra dándole al porro y tocando tetas de divinas niñas viguesas, todas de ojos claritos y pelo rubio.

Pero seguro que cuando yo vaya a Vigo sólo veré culos gordos, porque no sé mirar tan bien como mira Jabois.

MIL VECES MENOS QUE MIL PALABRAS

Hace tiempo que me convencí de que hay pocas formas más eficaces de mentir que con la verdad de una fotografía. A lo largo del siglo XX, pero especialmente a partir de los años 30, cuando se inaugura el reporterismo moderno -cuando las nuevas cámaras portátiles, las Leica, permiten al fotógrafo salir del estudio y captar escenas espontáneas in situ-, se fue creando el mito de que la fotografía es capaz de transmitir una realidad vedada a los relatos construidos con palabras. Si estos requieren un narrador y una estructura, la fotografía ofrece la verdad desnuda, sin manipulaciones: lo que impresionó el negativo era lo que sucedía en ese momento y en ese lugar.

Los primeros que no se tragaron eso fueron los propios fotógrafos, que aprovecharon el prestigio de esa inmediatez virginal para vender como instantes puros lo que no eran más que construcciones estéticas al gusto del consumidor. Desde los años 30 hasta hoy, la corriente dominante de la fotografía periodística tal y como la han practicado sus más reputados profesionales ha consistido en detectar el sentido de las vetas de los prejuicios del discurso dominante para serrar a favor de ellas. ¿Es casualidad que  los grandes hitos del fotoperiodismo tiendan a confirmar lo que pensamos sobre lo fotografiado? La imagen casi siempre refuerza, y rara vez refuta, el discurso construido con anterioridad a ella.

Robert Capa y Agustí Centelles, pioneros del reporterismo gráfico, lo sabían muy bien. Por eso hacían posar a sus modelos. Muchas de sus tomas espontáneas están escenificadas.

Centelles vivió los primeros tiros de la guerra en Barcelona. Cogió su Leica, una de las pocas que había en España por aquel entonces, y se pateó la ciudad de arriba abajo tomando algunas de las estampas más célebres de todo el conflicto. Entre ellas, la del guardia de asalto apostado en la esquina de las calles Diputación y Lauria, en el Ensanche:

Es bien sabido que el guardia no combatía de verdad, sino que posaba siguiendo las indicaciones de Centelles, que aprovechó las cualidades estéticas de la esquina y del sol de julio que sobre ella caía. La refriega ya había terminado cuando Centelles sacó su Leica.

Lo mismo pasó con esta otra, mucho más famosa y tomada en la misma calle Diputación:

Es otro posado. De hecho, es un recorte de un posado. La foto original es esta:

En el momento del disparo (fotográfico) se le coló este espontáneo que quería chupar cámara, y Centelles lo recortó en la copia que entregó a Newsweek y que salió finalmente publicada en Estados Unidos.

Centelles estaba allí en el momento de la batalla. Las balas le pasaron al lado, vio los combates, vio los muertos caer y sintió la mugre de la guerra en las calles de Barcelona. Pero lo que retrató en estas imágenes sucedió cuando los fusiles habían callado y no había peligro. Él mismo lo confesó muchas veces, pero no hacía falta que lo aclarara: resulta evidente que esas fotografías hubieran sido imposibles de hacer en pleno tiroteo, pues el fotógrafo está colocado en la línea de fuego. O mejor dicho: las habría podido disparar, pero habrían sido las últimas de su carrera.

No todo son posados ni construcciones a posteriori. Hay millones de fotos espontáneas que retratan momentos únicos y condensan mucho dramatismo. Las más de las veces, sin que su autor lo pretenda, por pura casualidad, como en la famosa estampa de Cerro Muriano de Capa. Pero la sospechosa cantidad de fotos ‘montadas’ para complacer cierta mirada, y la sospechosa cantidad de veces que esas fotos montadas han encontrado hueco en las portadas de la prensa llevan a pensar que lo que transmite el fotoperiodismo, muchas veces, no es más que una mentira complaciente con la verdad que dice sostener el que redacta el titular. Nos gustan y nos emocionan porque transmiten la imagen que creemos tener de la realidad. Esa barricada de carne de caballo muerta, esos guardias enclenques con camisa y tirantes y esos fusiles ya viejunos para esa época transmiten la imagen justa de brutalidad, miseria y heroísmo que el público norteamericano tenía (creía tener) de lo que estaba sucediendo en España. Por eso Centelles cortó al espontáneo trajeado de la pistolita, porque le rompía el cliché. En la guerra de España, entérense, no hay lugar para señoritos con pinta de gángster. Esta es una guerra del pueblo, obligado a parapetarse tras sus propias monturas destripadas. Por eso se elimina lo que descuadra, lo que no encaja en ese lecho de Procusto. Centelles conocía a su público y sabía darle lo que quería.

Y, en general, los grandes reporteros gráficos saben darle a su público lo que quiere, aunque para ello hayan tenido que indicar poses, buscar luces de ocaso y, ya en nuestros tiempos, ejecutar sutiles correcciones con Photoshop para intensificar el efecto dramático. Ya sabemos que un cielo rojo africano es más africano con un poquito más de rojo, y que un malvado es más malvado con un poco más de contraste.

En 2003 hubo un gran debate en torno a una foto del premio Pulitzer Javier Bauluz tomada en la playa de Tarifa en 2000.

Un inmigrante muerto al fondo y una pareja en primer plano disfrutando de un apacible día de playa, ajenos a la tragedia. El drama de la inmigración y el egoísmo frívolo de Occidente ante la muerte cercana.

Arcadi Espada acusó a Bauluz de falsear la foto, de manipular el encuadre y la profundidad de campo para fingir que el inmigrante estaba más cerca de lo que estaba, ya que lo más probable era que no pudiera ser visto por la pareja. Tras un enconado debate en el que intervino hasta Saramago (a favor de Bauluz), el Consejo de Información de Cataluña dictaminó que la foto “refleja la tragedia de la inmigración de una manera verídica y ajena a cualquier tipo de manipulación”. También consideró que Espada había infringido varios artículos del código deontológico periodístico catalán.

Supongo que Arcadi Espada se fumó un puro con los artículos.

La cuestión, para mí, va más allá de si la fotografía está “montada” o sutilmente alterada para dar a entender algo que quizá no pasó (si la pareja era capaz de pasar un tranquilo día de playa a la vista del cadáver o si estaban tranquilos porque ignoraban su existencia). La cuestión está en la frase del Consejo de Información de Cataluña donde dice que la imagen “refleja la tragedia de la inmigración”. Ni siquiera usan el verbo ‘ilustrar’, mucho más apropiado. Hace tiempo que la fotografía dejó de ser mero acompañamiento del discurso para ser su sustancia, por eso no ilustra, sino que refleja.

A mi modo de ver, la imagen de Bauluz no explica ni refleja nada. Simplemente, confirma una determinada visión de las cosas construida con anterioridad a la foto. El fotógrafo va a la playa de Tarifa buscando una realidad que conoce de antemano, y factura  su trabajo para confirmar lo que ya piensan o lo que ya creen saber quienes van a ver la imagen. No vale más que mil palabras, no vale ni una palabra: es centrípeta, no se proyecta hacia afuera, no facilita la comprensión del fenómeno ni da herramientas para profundizar en él. Simplemente, confirma un cliché. Que esa confirmación respete o no la deontología periodística es completamente irrelevante porque el problema está más allá de los usos y costumbres, es una cuestión ontológica que afecta a la fotografía como testimonio válido de la realidad.

Un último icono. En los años 30, Dorothea Lange recibió el encargo gubernamental de fotografiar los campamentos de refugiados del éxodo del Dust Bowl, los campesinos de Oklahoma (despectivamente, los okies) arruinados que huyeron a California e inspiraron la novela Las uvas de la ira. Una de las fotos que tomó se convirtió en símbolo de pobreza, marginación y desesperación. La tituló Migrant Mother y representaba a una okie con su prole.

Lange confesó más tarde que no sabía ni el nombre ni la historia de esa mujer. Que sólo le preguntó su edad, 32 años, y que le contó que se alimentaba de verduras que cogían en los huertos y de pajarillos que cazaban los niños. Sin embargo, en su cuaderno de campo oficial, Lange no recogió ninguno de estos datos.

Pasaron los años y la madre migrante se convirtió en una de las fotos más reproducidas y comentadas.

En 1979, Emmett Corrigan, un reportero del periódico local de Modesto, en California, localizó a la mujer de la foto en la caravana del trailer park del pueblo en la que vivía con sus hijas. Se acercó y las retrató de nuevo:

Corrigan no se limitó a tirar la foto, sino que entrevistó a su protagonista, y se descubrió que la hasta entonces conocida como migrant mother se llamaba Florence Owens Thompson. Además, desmintió los pocos datos que Dorothea Lange había dado de ella, pero sin llamarla mentirosa, arguyendo que probablemente confundió su historia con la de otra inmigrante. Pero sí que insistió en dos cosas: que Lange no se había molestado en anotar ni su nombre, y en que había posado para ella después de que la famosa reportera le prometiera que la foto tenía un fin puramente administrativo y que no iba a ser publicada en ningún medio.

La foto apareció poco después de ser hecha en la portada del San Francisco News y se asoció a varios reportajes de John Steinbeck. Florence, que en 1979 vivía con sus hijas no muy lejos de donde Dorothea Lange la retrató en 1936, afirmó sentirse molesta e incómoda, que nunca quiso convertirse en icono de la miseria, y que si hubiera podido elegir, no lo habría consentido. Pero ella, un ama de casa residente en un recinto de caravanas, no sabía a quién recurrir para manifestar su protesta, ni cómo expresarla.

Una última reflexión: es curioso que la práctica dudosa o, cuando menos, sospechosa de manipulación, se produzca aquí en una profesional de talla mundial y la corroboren prestigiosos medios internacionales, y que tenga que ser un modesto gacetillero de provincias quien, con un trabajo paciente de reporterismo canónico, acabe desvelando la verdad que los figurones falsearon.

A veces, mirar no es una cuestión de enfoque o de encuadre, sino de distancia.