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MECENAS

Cultura. Gente de la cultura. Creadores. Artistas. Al conjurar ese campo semántico, se desatan las reacciones. Generalmente, de uñas largas. Atrás quedaron los tiempos en que sus protas caían simpáticos. Muchos antiguos popes, descabalgados de sus púlpitos, vagan por las calles con la mirada perdida, escribiendo artículos lacrimógenos en los que se preguntan en qué momento dejó de amarles la masa . Quienes no han entendido lo que ha pasado en estos diez últimos años han devenido fósiles rancios, piedras que ni siquiera son de Rosetta, cuya sabiduría no importa ya, oráculos en paro a quienes nadie consulta nada.

No es que los demás tengamos muy claro qué ha pasado, qué está pasando o qué va a pasar. Ojalá fuéramos tan listos. Simplemente, vemos que eso que los economistas llaman el know-how de las industrias culturales ha perdido su valor. Ante una sociedad que sigue escuchando música, que sigue viendo pelis y que sigue leyendo libros, son cada vez menos capaces de colocar sus productos. ¿Cómo es posible? Por la piratería, responden, y vuelven la cabeza al Estado exigiendo que la policía actúe: ¡al ladrón, se están llevando nuestro dinero, al ladrón, al ladrón!

Sin embargo, la so called piratería es simplemente la manifestación de una realidad más atroz: la de una industria superada por la tecnología y por la evolución de los tiempos, que en lugar de buscar la forma de llegar a sus públicos —que siguen ahí, probablemente más numerosos que antaño— les ha puesto cortafuegos, se ha cerrado, se ha exhibido ceñuda y desconfiada y ha preferido aferrarse a privilegios que ninguna realidad económica podía sostener. En el empeño, han secuestrado el Estado, lo han utilizado con ademanes mafiosos, como quien se conecta a un respirador artificial.

Es difícil dudar de que hemos asistido a un fin de ciclo o a un cambio de paradigma cultural parecido al que supuso la aparición de la imprenta, pero no parece acertada la metáfora que asimila los cambios sociales a los naturales. En la sociedad no hay cosas inevitables: la voluntad de las personas y las decisiones que unos pocos toman influyen en un sentido o en otro, y en estos diez años hemos sufrido tantísimas decisiones desastrosas y han sido tantos los idiotas con cargo —en el Estado y en las empresas aludidas— que han accionado los botones equivocados, que el desastre no se puede adjetivar como inevitable.

Por lo poco que ha dejado entrever el nuevo gobierno, parece que las cosas van a seguir por ese camino. Se ha anunciado una ley del mecenazgo, de cuyas líneas maestras casi nada sabemos. Sí que sabemos ya que su argumentación está construida sobre una falacia. José Ignacio Wert, en la toma de posesión de su secretario de Estado de Cultura, José María Lasalle, dijo, refiriéndose a este proyecto legislativo:

«El Estado no es en ningún caso un fabricante de cultura. Es un depositario, un dinamizador, un relé de coordinación y distribución de la creación y el patrimonio cultural. No es el dueño de la cultura, sino apenas el responsable de que crezca y pase a la siguiente generación en las mejores condiciones posibles».

De acuerdo, stricto sensu, el Estado no es un fabricante de cultura. Los fabricantes son quienes la trabajan con sus manos, quienes la crean, y por eso son pedantemente reconocidos con el título de creadores. Pero el Estado hace mucho más que depositar, dinamizar, coordinar y distribuir. El Estado instiga la creación cultural, porque todas esas acciones enumeradas por el ministro (depositar, dinamizar, coordinar y distribuir) no son operaciones técnicas, sino que tienen una gran carga ideológica. Al elegir qué depositar y qué olvidar; qué dinamizar y qué ralentizar; cómo coordinar y en qué orden jerárquico, y qué distribuir y qué almacenar, no está fabricando cultura, pero sí está fabricando un orden y un modelo cultural.

Muchos adalides liberales sostienen la falacia de que la cultura no precisa del Estado para existir, pero la historia es terca y desmonta una y otra vez ese argumento. Al menos, en lo que se refiere a la cultura occidental, la existencia del arte es indisoluble de la del Estado. No hace falta remontarse a los griegos (aunque podríamos), nos basta con echar la vista atrás hasta la Italia del Renacimiento, cuna de la producción cultural tal y como la entendemos ahora, con la idea del autor individual y de su libre albedrío como ejes fundamentales del arte. Fueron los papas y los príncipes de las ciudades italianas (es decir, el Estado moderno en su forma primigenia) quienes diseñaron ese modelo y quienes fortalecieron la idea del artista como genio, libre y sagrado. El Estado-Leviatán ha financiado —cuando ha sido necesario— y promovido —siempre— esa cultura. Cuando el príncipe Carlos Augusto de Sajonia fichó a Goethe como escritor protegido en Weimar, estaba consolidando una forma de cultura que encontraría su última y más completa formulación legislativa en el concepto de excepción cultural del ministro francés Jack Lang, y su expresión más grandiosa, industrial y apabullante en Hollywood. Lo que cambió en el siglo XIX fue la irrupción del público, la rebelión de las masas. Fue una cuestión de cambio de escala, no de modelo: lo que antes servía para cuatro cortesanos, ahora valía para todo el mundo, para una sociedad que había ido a la escuela y podía comprar libros y ver obras de teatro, pero los axiomas del Renacimiento siguieron inalterados, con el autor quieto en su pedestal. De Miguel Ángel a los Beatles sólo cambia el tamaño del público, pero el concepto que los enmarca y los hace posibles es el mismo.

Sin Estado no hay cultura tal y como la entendemos. Sin Estado no habría Capilla Sixtina ni Fausto de Goethe, pero tampoco películas de Alfred Hitchcock ni urinarios de Marcel Duchamp. Ni Shakespeare ni el Quijote, ni el Louvre ni Jackson Pollock. Sin Estado, tampoco tendríamos el ensayo Liberales, escrito por José María Lasalle.

Negar la unívoca e indisoluble relación entre Estado y cultura sólo puede conducir a dos escenarios: a la desaparición del fenómeno cultural tal y como lo hemos conocido desde el siglo XV, con la disolución de la idea del autor individual y el hundimiento de cánones y disciplinas artísticas, o al engaño. Porque quien niegue esa relación puede estar interesado, como tantos otros antes que él, en generar una cultura a su servicio. Cambiando las formas de promoción, lo que en realidad se está cambiando es la composición de la corte, sustituyendo a unos cortesanos por otros.

Para quienes nos preocupan estas cosas, creo que el futuro inmediato no pasa por asumir la falacia liberal y esperar que surja una cultura espontánea de no se sabe qué oscuros recovecos inexplorados de la sociedad, sino de asimilar dos asertos: que la cultura tal y como la conocemos en Occidente es una creación del Estado y que nos gusta esa cultura tal y como la conocemos, en sus líneas generales. Es decir, nos gusta que haya escritores que escriban buenos libros, nos gusta que haya directores de cine que rueden buenas pelis y nos gusta que haya artistas y músicos que nos emocionen con sus hallazgos. Y que incluso nos gustaría a nosotros tener la posibilidad de ser escritores, artistas o lo que sea. Puede que no nos gusten tanto otras cosas, pero, al menos en mi caso, ninguna corruptela o disfunción, que diría un estructuralista barbudo, es tan grave como para anular el sistema de por sí. Quiero decir: el modelo que permite que un montón de mediocres semiágrafos chupen del bote saltando de Instituto Cervantes en Instituto Cervantes es el mismo modelo que ha fabricado las novelas de Henry Miller y de Proust. Así que, de momento, la balanza está inclinada en el lado positivo. Si el precio para que surja un Proust cada cien años es aguantar a unos poetastros que escriben havía con uve, estoy dispuesto a pagarlo.

Si estamos de acuerdo en eso, el siguiente paso es demostrar que el Estado del siglo XXI no es el del siglo XV y que la palabra democracia es algo más que un instrumento de retórica solemne. Si la soberanía del Estado reside en nosotros, y el Estado genera una u otra forma de cultura, no deberíamos permitir que una camarilla usurpe nuestra voluntad. La cultura creada en un estado democrático tendría que ser democrática también, y son los ciudadanos quienes deberían decidir el modelo a seguir.

Una cosa buena que tiene la indisoluble unión de la cultura al Estado es que permite rastrear la verdadera naturaleza de éste. Si la democracia fuera real, no podría resultarles tan sencillo a unos pocos interesados secuestrar el discurso y promover un modelo cultural a su antojo y capricho. Si esto sucede es porque los mecanismos democráticos no son más fuertes ni más transparentes que en tiempos de Cánovas y Sagasta.

¿Podemos demostrarlo? ¿Es este Estado distinto del de los papas y los Médicis? ¿Tenemos voz y estamos dispuestos a usarla? Esas son las preguntas cuya respuesta puede sacarnos del atolladero. Lo demás es retórica.

EL DÍA QUE QUISE SER DEL PP

Antes de nada: muchísimas gracias por todas vuestras palabras. Espero que en unos meses podamos celebrar algo mucho mejor. Vuestro cariño nos da fuerzas.

Pero ahora, si me lo permiten, y por consideración con ustedes, retomaré el hilo del blog. Y dado que pronto nos mudaremos una temporada a Barcelona y los contenidos de este rincón se volverán asquerosamente cosmopolitas, postmodernos y propios de cantautores uruguayos con sombrero borsalino —estoy pensando en escribir el blog en inglés por hacerlo más barcelonés y todo—, voy a escribir una última entrada localista y deprimentemente provinciana. Para ir soltando lastre y quitándome el pelo de la dehesa.

Ayer estuve en un acto del Partido Popular. Sí, no me miren así, uno tiene que velar por su futuro y el de su familia, y está claro que con ustedes no hago carrera ni me compraré jamás un chalecito en La Moraleja. El candidato a la alcaldía de Zaragoza por ese partido, Eloy Suárez, montaba un sarao para exponer a los culturetas oficiales de la ciudad el apartado cultural de su programa. Inexplicablemente —así de mal asesorados estarán— uno de los miembros del “selecto grupo de la elite cultural zaragozana” (sic, según el texto de la convocatoria) era yo, un tipo que dice muchos tacos, se amodorra en el sofá con capítulos repetidos de The Office y ni siquiera es capaz de apreciar la belleza de los goles de Messi o de distinguir a un delantero centro de un tiesto con geranios.

Y no sólo eso: una vez en el acto resultó que dicho selecto grupo éramos los de siempre (LDS, para abreviar, que somos postmodernos). Algunos buenos amigos, otros excelentes conocidos y varios allegados de bares de copas. Con escasas diferencias —la salvedad de unos cuantos entes tan significados con los socialistas que su modo de vida podía peligrar seriamente si se dejan ver en una movida del PP—, la misma “elite cultural” que es invitada a los saraos municipales del PSOE gobernante. Se confirma, pues, que el bipartidismo sólo lo es en apariencia, pues a la hora de la verdad los dos partidos no sólo dicen lo mismo, sino que se lo dicen a la misma gente. Al menos, en lo que a materia cultural se refiere. Entre Intereconomía y La Sexta sólo media una cuestión de gusto o de modulación de la voz.

En cualquier caso, se agradece la invitación, especialmente porque venía cursada por Sebastián Contín, concejal popular en el ayuntamiento y persona de la que me constan su afabilidad e inteligencia, aunque sólo nos tratemos por mail.

No me quedé a los canapés, así que no sé si la cosa se animó luego, pero el acto consistió básicamente en El Candidato leyendo unas cuartillas ante el silencio soporizado de la concurrencia. Leyendo cansinamente y sin gracia, sin demostrar ni por casualidad el más leve interés por lo que se estaba comunicando.

Tras una larguísima introducción llena de consabidísimos lugares comunes (tan comunes que ya son casi lugares prostitutos), se desgranaron los cinco puntos fundamentales del programa cultural. Cinco puntos que se resumen en uno: el PP no tiene un programa cultural para la ciudad, tan sólo una serie de propuestas inconexas que de tan generales e indefinidas pueden ser apoyadas por cualquiera. Hasta la CNT podría hacer suyo ese programa, ya que habla de cositas tan mínimas que nadie puede contradecir.

Es verdad que no hay parné y que no están los tiempos para proponer nada, pero, ¿de verdad que no hay nadie en el PP capaz de articular un proyecto cultural para desarrollar en cuatro años de gobierno? Aunque luego no se cumpla. Aunque luego, en el improbable caso de que ganen las elecciones, se vean obligados a desdecirse: con echarle la culpa al PSOE, que dejó las arcas vacías y el ayuntamiento hipotecado, santas pascuas. Pero que digan algo, por dios, especialmente en un momento en el que el PSOE ha agotado su crédito como gestor cultural y se ha cargado todo aquello que merecía la pena en la ciudad. Lo tenían a huevo: se trataba de disparar a un paquidermo moribundo y fofo, cualquier pequeña cosita bien fundamentada habría sido mejor que lo que hace ahora el ayuntamiento.

Pero ni por esas: estos no cazan ni con las presas borrachas y enjauladas.

Las dos propuestas destacadas fueron crear una Casa de la Jota Aragonesa y pintar las cúpulas del Pilar que están todavía sin pintar. Agüita. No sólo son dos propuestas que podrían haberse planteado en 1962 o en 1916 (o en 1750, si me apuran), sino que son tan laterales y coyunturales que no merecen figurar en programa electoral alguno, salvo como relleno al final.

Yo sabré muy poquito de estas cosas, pero lo suficiente como para tener claro que un programa cultural debe plantearse varias preguntas:

-¿Para qué y a quién sirve un programa cultural? No es lo mismo hacerlo pensando en los ciudadanos que en los productores, y si se piensa en los productores —algo que no debiera hacer una administración pública, pero en fin—, en qué parte de ellos: los empresarios o los creadores.

-¿Qué objetivos se persiguen y qué papel ha de jugar la administración en su consecución? ¿El de un mecenas? ¿El de un facilitador? ¿El de un divulgador? ¿El de un censor y guardián de las buenas costumbres? ¿El de un aplaudidor?

-¿De qué medios se disponen para esos objetivos o de qué forma se van a pertrechar de ellos?

-Y por último, una vez se tienen claras las respuestas a estas preguntas: ¿qué propuestas concretas, y en qué calendario, van a plasmar en la práctica esa estrategia teórica?

No se engañen, en el PSOE tampoco saben nada de esto. Del resto de los partidos, no sé, porque no me han invitado a saraos similares, pero no tiene pinta de que sepan. Lo que contó Eloy Suárez, enumerando una serie de ocurrencias a vuelapluma (que si haremos un festival de cine, que si montaremos un recital de poesía…) no es un programa cultural. Y eso que algunas de las ocurrencias desgranadas, justo es que lo diga, proceden de algunos textos míos. Al menos dos de los puntos presentados son ideas que he argumentado en artículos, como se han encargado de hacerme saber. Y, por mucho que me halague o que me irrite, que tanto da, no puedo dejar de notar que mis ideas no están pensadas para que se incorporen a un programa electoral, porque no tienen entidad suficiente para eso. Son, más bien, materia de debate público y, si han de inspirar algo, que sean medidas concretas, no relleno mitinero.

A mí me ha quedado claro: la política cultural les importa lo mismo que a mí la victoria de la selección española en el mundial. Okeis, lo pillo, de acuerdo. Pero, en ese caso, dejémonos de liturgias vanas que sólo aprovechan a los que van preguntando qué hay de lo suyo, que somos todos muy mayores. Pasen de la cultura, que daño no les ha hecho. Es preferible que la ignoren a que intenten adormecerla con sus arrumacos paternales. Y no soy de los que piensan que la mejor política cultural es que no haya política cultural. No, mi anarquismo es hogareño: creo que una administración local —la estatal o la autonómica, quizá no tanto— puede hacer mucho por mejorar y dar lustre a estos asuntos, especialmente porque trabaja a pie de obra, desde la perspectiva que interesa, la ciudadana. Pero no así. Para este viaje sobran tantas alforjas.

Qué desilusión, yo que iba dispuesto a dejarme seducir por la retórica del PP… Fui en caballo y todo, para escenificar mi propia caída de Saulo de Tarso. Nada me habría gustado más que salir de allí vestido con un buen traje de sastre, fumándome un puro dominicano —cubano, ¡jamás!— y con la promesa de un carguito modesto pero bien retribuido en algún oscuro organismo semipúblico. Pero no ha habido manera. Tendré que seguir probando con otros partidos.