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EL EDITORIAL MONÁRQUICO

Me maravillan la sorpresa y el escándalo en los que vive perennemente parte de la izquierda de este país. Ayer, Twitter bufaba, silbaba y resoplaba por el editorial que El País tituló El ‘caso Urdangarín’ y el futuro de la Monarquía. Estupefacto, inenarrable, anonadado, indignado… La lista de adjetivos iba por ahí. Pero yo me sorprendo de su sorpresa. Lo pasmoso hubiera sido encontrar una diatriba republicana en ese periódico. Por supuesto que El País es monárquico. Por supuesto que al grupo Prisa le incomoda mucho que se imponga un discurso crítico contra la monarquía.

Pero, ¿quedaba alguien en este país por enterarse de que el único sostén real y efectivo de la causa monárquica en España es el PSOE? La izquierda española es manifiesta y doctrinariamente republicana, y la derecha oscila entre la indiferencia y un republicanismo no militante. En realidad, lo que nadie en la izquierda parece querer entender es que una parte de la derecha aplaudiría el desalojo de los Borbones, a quienes consideran, en el peor y más radical de los casos, unos traidores a la herencia franquista, y en el mejor, una muestra de decadencia, una disfunción ancien régime que ni siquiera sirve para entretener a las masas.

Este sector —minoritario en la derecha, pero activo y visible en la TDT— goza viendo cómo se erosiona la imagen pública de una institución que detesta, como un sector más izquierdista del PSOE goza por motivos antitéticos. La diferencia entre unos y otros es que los primeros no encontrarían una oposición seria en la dirección y en los grupos dominantes de su partido, mientras que los segundos, sí. Estoy convencido de que, si la monarquía cae, el PP no moverá muchos hilos para evitar el descalabro. A lo sumo, fingirá que le importa, pero ni siquiera llorará mucho en público ni disimulará la indiferencia que esto le causa.

La monarquía también la defienden las más rancias élites y poderes provincianos del país, pero son fuerzas sin relevancia social, incapaces de movilizar a la opinión pública o de conquistar un parlamento, por más que controlen algunos medios y atraigan a algunos beatones y solivianten a cuatro ancianos que juegan a la brisca en un casino de pueblo. El verdadero y sólido sostén es, hoy por hoy, el PSOE. Y la pataleta de El País sólo es un síntoma de esto.

De hecho, sí que debe de ser un síntoma de debilidad aguda que los defensores de la causa monárquica en España tengan cada vez menos solvencia intelectual y recurran a un discurso más agresivo y extemporáneo. Si yo fuera el rey, no querría tener unos adalides tan torpes. Con amigos así, casi no necesita enemigos.

El problema del rey es su familia. Como nos pasa a todos. Controlar la imagen pública de un núcleo pequeño formado por esposa e hijos es relativamente fácil, especialmente, cuando los hijos son bisoños. Pero, cuando la familia empieza a crecer y el patriarca, a envejecer y a perder cintura y capacidad de reacción, es difícil mantener el mito construido a base de discreción y austeridad. Porque la mayor virtud de esta monarquía, y la que garantizaba su supervivencia hasta ahora, era su invisibilidad y su inanidad. Juan Carlos comprendió hace tiempo que la mejor manera de mantener la institución era hacer que no molestara, no dar que hablar, que no interfiriera ni para bien ni para mal en la vida pública. Así, se fingía necesaria, como si realmente fuera ella el hilo que mantenía unida a España.

Durante décadas, la monarquía se ha comportado como ese amigo que toda tía buena y sensible tiene. Ese chavalín que es bienvenido en la intimidad de la vecinita porque sabe escuchar, porque es sensible, porque no es como los demás y no está pensando todo el tiempo en follársela. Aunque no piensa en otra cosa, claro. Pero, si algún día se deja vencer por sus instintos, sabe que perderá el acceso a ese mundo privado donde tanto le gusta sentirse rey y saberse necesario.

Juan Carlos, en realidad, lo tenía fácil: sólo tenía que fijarse en lo que hicieron sus antepasados y hacer justamente lo contrario para convertirse en el Borbón bueno y querido. No ser como Alfonso XIII. No ser como Isabel II. Así, no. Puteros y golfos no funcionan. Con los españoles, seriedad, despacho y fotos de uniforme. Y así lo hizo.

Sin embargo, los Borbones tienen un defecto: no son estériles. Se casan, se reproducen y hacen que sus familias crezcan y prosperen en grupos grandes que escapan al control del patriarca, cada vez menos capaz de pastorear a su prole y de hacerles entender la necesidad de no llamar la atención y de no salir en Sálvame Deluxe. Por más que les recuerde que España no es el Reino Unido, que los taxistas madrileños no tienen flema británica y no entienden la monarquía como un animalario bufo para rellenar tabloides y reírse de sus monstruosidades en el pub, no hay manera, cada miembro de la real familia se cree más listo que el jefe y va a lo suyo. El sarao se descontrola, empiezan a menudear los escándalos, y en España no hay humor, como sí lo hay en Inglaterra. Los españoles son moralistas e inquisitoriales. En otros países se acepta que la aristocracia viva en una obscena orgía que, en parte, es un espectáculo la mar de entretenido. Aquí aún humea el motín de Esquilache. Aquí se pide seriedad y buena presencia. Aquí no se entienden los chistes ni las perversiones sexuales a lo Camilla Parker Bowles.

Y eso lo sabe perfectamente el rey y puede que lo sepa su hijo después del concienzudo lavado de cerebro al que ha sido sometido. Pero el resto de los miembros de la familia, no. Y estamos sólo en la segunda generación. Falta que los nietos tengan edad de ir a una discoteca y de ser detenidos por la Guardia Civil mientras conducen un Ferrari a 400 por hora en una carretera de la Costa Brava.

Por ahí, las marujas españolas, no pasan. Para eso, prefieren una república. Pregunten a cualquiera. Cojan un taxi y sondeen la opinión del chófer que escucha Intereconomía, a ver qué les dice. Seguro que tiene ganas de guillotinar con más garbo que Robespierre.

Y si la monarquía empieza a perder prestigio social, como parece que está perdiéndolo, tendrá que recurrir a la coacción política. Y es aquí donde peligra todo, pues resulta evidente que no va a encontrar más apoyo que el del PSOE. Y ni siquiera de todo el PSOE.

La ovación que recibió Juan Carlos en la apertura legislativa por parte de diputados y senadores es otra muestra de agrietamiento de ese prestigio social. Si este siguiera incólume, la monarquía no tendría que replegarse en el marco institucional, no tendría que subrayar constantemente su necesidad y su función constitucional. Si lo hace, es porque siente que el trono no está bien clavado en el suelo. Cojean un par de patas, y ha descubierto que no todos los que en otro tiempo estaban dispuestos a calzarlas quieren ofrecerse ahora para garantizar esa estabilidad.

Al fin y al cabo, piensan muchos pragmáticos del PP —especialmente, aquellos más apegados a la tecnocracia liberal—, España ya no es un país inestable. Ya no se pegan tiros en las calles, ya no hay señores con tricornio que irrumpen en el Parlamento, no hay grupos armados que vuelen coches de presidentes del gobierno, no hay guerrillas insurrectas ni partidos comunistas de un millón de afiliados. ¿Para qué sirve entonces una monarquía, si la estabilidad que decía garantizar hace tiempo que está sobradamente garantizada? ¿Por qué seguir sosteniendo esta pantomima medievalizante, engorrosa y tan poco liberal? Hasta hace poco, estas preguntas las hacían en plan retórico. Ahora, tienen oídos dispuestos a enunciar respuestas.

No sé hacia donde nos llevará esto, pero la cosa se pone interesante.

NUESTRO DREYFUS

Varias veces ha salido el tema de Garzón en conversaciones informales y en corrillos de saraos, y varias veces se ha apelado a mi condición de periodista —que vaya usted a saber qué condición es esa, a estas alturas del cuento— para requerir una opinión informada al respecto. Si yo fuera abogado o juez o tan siquiera estudiante de Derecho en la facultad de CCC, lo entendería, pero me sorprende que la profesión con la que nominalmente trafico me habilite para sentar cátedra sobre un asunto del que, la verdad, no tengo ni puta idea.

Así lo digo: ni he leído la sentencia —ni la entendería aunque la leyese—, ni sé nada o casi nada sobre leyes de enjuiciamiento o límites a la instrucción judicial o qué circunstancias indican la existencia de una prevaricación. Sin embargo, me sorprende tropezar cada día con tanta gente cuyos conocimientos del mundo jurídico son incluso más pobres que los míos, pero que tienen una opinión firme y tajante sobre el particular que no se cortan en vocear en cualquier tribuna que se les pone a tiro. En particular, me sorprende la convicción que una parte no despreciable de la izquierda realmente existente tiene de que todo responde a un complot franquista o neofranquista.

Ojalá tuviera yo las cosas tan claras. Ojalá entendiera el mundo con la misma claridad que lo entienden ellos, con la identificación inmediata de los blancos y los negros y con las claves que explican todos los procesos.

Comparto mi pasmo con José María Ridao —que suele escribir con sensatez y solvencia, me identifico bastante con él—, que hace unos días publicó en El País un artículo en el que reclamaba una explicación, que alguien con los conocimientos y la capacidad de divulgación necesarias (que, sin duda, los hay en el gremio de leguleyos) nos dijera si de verdad doce magistrados del Tribunal Supremo han forzado la ley hasta hacerla coincidir con los objetivos de su complot y si de verdad el ordenamiento jurídico español es tan endeble que permite que los jueces puedan ajustar cuentas en términos mafiosos. O si, por el contrario, la sentencia condenatoria tiene un fundamento jurídico, si de verdad Garzón la cagó en la instrucción de las causas que se enjuician, al margen de los motivos justos o injustos que le llevaran a cagarla.

Yo, sinceramente, no lo sé, no tengo elementos de juicio. Es decir, que, como la mayoría de los opinadores sobre el particular, sólo tengo prejuicios. Morfológicamente: lo anterior al juicio.

Creo que no somos pocos quienes nos resistimos a creer que doce magistrados se atrevan a motivar una sentencia injusta y sin base legal. Cualquiera que haya visto dos o tres pelis de espías o que haya leído a Lenin sabe que lo fundamental en un complot es reducir al mínimo indispensable el número de gente involucrada en él. Cuantos más conspiradores estén en el ajo, más débil es la trama y más fácil es que alguno flaquee y se vaya de la lengua. O que se eche atrás. La información tiene que manejarse entre muy poquitas manos y circular muy levemente. Controlar una conspiración de doce personas es casi imposible, pero manejarla sobre doce jueces es delirante. Que ninguno disienta, que los doce acepten comprometer su prestigio, su carrera y su buen nombre sin que haya una fisura, unos hombros encogidos o una negativa no se lo cree nadie. Hitchcock no aprobaría un guión que contuviera esa premisa.

También me irrita el argumento que se ha dado de que la grabación de conversaciones entre abogados e imputados en las cárceles es una práctica común entre los jueces que no se castiga. ¿Y qué? ¿Que sea común e impune significa que es legal? ¿Que todos cometan una infracción me da venia a cometerla a mí? Siempre que tal cosa sea una práctica ilegal, que no lo sé. Pero, si lo es, la impunidad de los demás no debería eximir de su cumplimiento a otros.

Otro argumento muy repetido es que la fiscalía no quiso presentar acusación (o lo que sea que hace una fiscalía) y que, aun así, el juez admitió las querellas y siguió con el proceso. De nuevo, no entiendo nada. Supongo que la fiscalía y el juez que instruye las causas suelen ir al alimón. Pero, por lo visto, no es un requisito legal que lo hagan. La fiscalía puede pensar una cosa y el juez, otra distinta a partir de los mismos indicios. De verdad que no me parece un argumento de peso para concluir que los magistrados se han conchabado. Hace falta algo más para llegar a esa conclusión.

Mis prejuicios, tan injustificados como cualquier arrebato apasionado progarzón, me dicen que, efectivamente, a Garzón le tenía ganas mucha gente de la derecha, que lo de los crímenes franquistas no sentó nada bien y que querían aprovechar para arruinar su carrera. De hecho, creo que a Garzón le tenía ganas mucha gente con poder y capacidad de hacer daño. No creo que un juez tan expuesto como él y con un narcisismo tan aparentemente acusado gane muchos amigos año tras año. Antes al contrario.

Pero mis prejuicios me dicen también que sus enemigos, sean quienes sean, de dentro o de fuera de la judicatura, no han pinchado hueso. Han encontrado buena carne para morder. Parece que han hallado suficientes irregularidades y pasotes en su trabajo como para empapelarlo. Sinceramente, me resisto a pensar que, si las instrucciones de Garzón hubieran sido impecables, doce magistrados del Supremo habrían encontrado argumentos jurídicos para motivar una sentencia condenatoria. Quiero creer que el proceso abierto contra él, celebrado a puerta abierta y con cámaras de televisión, ha cumplido todas las garantías jurídicas que ofrece el ordenamiento del Estado de derecho español. Llámenme ingenuo.

Y puedo ser un ingenuo, no digo que no, pero yo entiendo las suspicacias cuando están sustentadas en argumentos, hechos y sospechas fundadas en pruebas. Y, de momento, no he visto nada de eso. Sólo vocerío y un punto de demagogia. Sí que puedo opinar una cosa: si Garzón ha prevaricado, no importan la justeza de sus razones ni la altura de sus ideales ni de los nuestros. Y si a otros jueces con delitos más graves se les aplican penas más leves, será cuestión de pedir cuentas por esos jueces. Si a mí me multan por saltarme un semáforo y otros veinte se lo han saltado antes que yo ante la mirada abúlica del guardia, lo justo es pedirle al guardia que multe también a los otros veinte, no que me condone la multa a mí.

Hasta el momento, lo único que he visto es un intento torpe de convertir a Garzón es una especie de Dreyfus, en una víctima de la furia de Leviatán. Pero creo que Zola lo tendría difícil para escribir aquí un Yo acuso, porque ni el personaje ni las circunstancias se adaptan. Especialmente, porque Garzón ha sido demasiadas veces Leviatán, y su muerte debería interpretarse en clave de suicidio.

En definitiva, que alguien que conozca el tema y tenga capacidad de explicarlo nos lo explique, por favor.

POP SIN IRONÍAS

Dos recados traen las páginas culturales de la prensa de hoy. En las de El País, Diego A. Manrique entrevista al ideólogo del grupo Lambchop, Kurt Wagner, y le coloca el siguiente titular: «Dentro del mundillo alternativo hay un molesto exceso de ironía». No me diga más. Sin embargo, sí, dígame más, señor Wagner (cualquiera tutea a alguien que se queja de exceso de ironía y que tiene un apellido tan operístico y nacionalsocialístico). Sigo leyendo y, en el segundo párrafo, me encuentro: «El disco le sirvió para exorcizar la depresión generada por el suicidio de su amigo Vic Chesnutt».

Ok, de acuerdo, recibido. Nada de ironías. Tema sucidio, colega muerto, mal rollo. Se imponen la seriedad y el luto. Pero el titular parece referirse a una reflexión general sobre la música, no a una actitud concreta ante un determinado tema. Y encuentro el contexto del que se ha sacado. Dice al final del cuarto párrafo: «La peste de Nashville es la insinceridad, la rutina. Al otro extremo, en el mundillo alternativo o como lo quieras llamar, hay un molesto exceso de ironía».

Y ya. No hay contrapregunta. Me quedo como estaba. Yo quería saber algo más sobre ese exceso, su percepción y el porqué de su molestia, pero sólo entiendo que aquí se está abogando por algo serio, sin tontadas. Ya está bien de tanto modernillo tomándoselo todo a guasa. Siéntate con la espalda recta, tira el chicle y sal a la pizarra a copiar cien veces «No seré tan molestamente irónico».

En el cada vez más catalanizado suplemento Culturas de La Vanguardia —y aburrido, molaban mucho más cuando ignoraban toda la Cataluña que no cupiera en el centro de Barcelona— dedican un par de páginas a Manel. O al efecto Manel, que debe de ser la fuerza opuesta y complementaria del efecto Axe. El titular es expresivo y prospectivo: «Y después de Manel, ¿qué?». Y un punto ofensivo, no me negarán. Si yo fuera de Manel respondería: «¿Cómo que después de nosotros? Si nosotros estamos en el durante. Nos están enterrando vivos». En el primer párrafo se les califica de «discretos muchachos». Discreción e ironía no suelen combinar bien, así que sospecho que ubicamos a Manel y a todo su efecto en el terreno de lo serio. De lo auténtico, si gustan mejor.

Tras el primer ladillo, el autor del reportaje ejecuta un ensayo de comprensión del fenómeno musical y dice, completamente lanzado: «Un reconocimiento que en el caso de Manel no ha sido ajeno a esa combinación feliz de pop urbano y cierto gusto a folk rural, de modernidad y placer de música artesanal. De cantautor ahora ya sin etiquetas. De historias que podrían haberse escapado de una antología de cuentos de Quim Monzó o servir para un anuncio de Cerveza Damn realizado por Isabel Coixet. Un nuevo diccionario costumbrista que atraviesa buena parte de los textos de la nueva ola y deudor tanto del sabor de barrio serratiano como de la escritura galáctica de Sisa, transversal, atractivo y seductor para públicos diversos».

En otras palabras: un muermazo. Auténtico, sí, pero como para ponerse a bailar. Y lo digo yo, que no he bailado en mi fucking vida (los tíos grandes como yo ni siquiera podemos bailar en clave irónica, ni como chiste hacemos gracia).

Recapitulando. Recado número uno: un exquisito y polifacético músico dice que está hasta los eggs del molesto exceso de ironía. Recado número dos: Manel ha plantado una semillita que va a fructificar. Lo que viene, por tanto, es aún más auténtico. O menos, pero con pretensiones de más. Han trasladado la masía al centro de Barcelona como hace años los de la americana llevaron el rancho al East Village de Nueva York. Pongámonos serios, señores. Serios e intensos. Como un anuncio de Cerveza Damn dirigido por Isabel Coixet.

Ese es el futuro inmediato del pop: un anuncio de cerveza Damn dirigido por Isabel Coixet. No teníamos bastante con los del hip hop pijo y buenrollero de Delafé. ¿O esos anunciaban cerveza San Miguel? Pues no, nada de San Miguel, ahora toca Estrella Damn. Sin chistes y sin saltitos y sin tutús, por favor. Con hálitos serratianos y cantautóricos. Con neocostumbrismo. Con ropa tendida y primeros planos de chicas lánguidas. Todo muy auténtico, todo muy intenso. Todo muy muy. Pero sin ironías, sin chistes de pedos. Sin pedos, incluso. Esos se los queda Carmen Machi. La Cerveza Damn no produce gases molestos y cómicos. Es suave, es intensa, es sencilla.

Somos elegantes. Somos discretos. Somos serios, aunque desenfadados y casual.

Somos, efectivamente, un coñazo.

En fin.

Sólo un apunte marginal: la ironía no es un atributo adherido al pop, es su núcleo, su identidad misma. Sin ironía, no hay pop. Muchos de ustedes han pasado por la expo de Warhol que han montado en mi pueblo. Atiendan a la ironía que allí se ve. Quítenle la ironía al pop y no nos quedará nada. Si acaso, un anuncio de Cervezas Damn (dirigido por Isabel Coixet).

Sin ironía ninguna, termino este post colgando otra foto de Juana Acosta. No viene a cuento, pero es que la que puse en el anterior artículo ha atraído muchas nuevas visitas, y creo que ninguna de ellas estaba interesada en mi prosa serratiana y coixetesca. Así que le doy al público lo que el público pide. Gócenla, criaturillas masturbatorias. No se aprecia bien porque el plano está cortado, pero el éxtasis de esta buena mujer en esta imagen se debe a la audición del último disco de Manel.

REPROCHE DEL COPAGO

Parece que acabaremos tragando con el copago sanitario, pero espero que ladremos un poco y que soltemos algún mordisco. Que nos impongan las cosas, pero que no esperen encima que les sonriamos agradecidos.

Este viernes, El País se ha descolgado con un artículo del economista que fue vicepresidente del Informe Abril —una evaluación del sistema sanitario español encargada por el gobierno de Felipe González cuyas recomendaciones no fueron aplicadas en su momento porque no se consideraron adecuadas—. El artículo se titula Elogio del copago, y va al grano, sin metáforas. Así que me gustaría analizarlo también yendo al grano (el texto completo se puede leer aquí).

Enrique Costas Lombardía da ocho argumentos a favor del copago, pero creo que la contundencia de su expresión no se corresponde con una contundencia argumental. Al menos, en algunos casos.

El primer punto: «El seguro de enfermedad, privado o público (Sistema Nacional de Salud), produce un efecto perverso característico, mezcla de despreocupación y abuso, denominado por los americanos moral hazard, riesgo moral». Esto se toma como axioma, pero en realidad no pasa de una proposición cuestionable. No sólo identifica sin ningún género de dudas el “efecto perverso característico” del seguro por enfermedad, sino que le atribuye la causa: el “riesgo moral”.

Pero yo me pregunto: ¿qué tiene esto de verdad empírica? No se aporta ningún dato estadístico o de cualquier otra índole que sustente la afirmación. Puede que existan, pero el autor no los ofrece, y sin datos que lo corroboren, esto no pasa de ser una suposición especulativa: uno supone que los seguros de enfermedad provocan esos efectos perversos. Yo también puedo suponer que la publicación de artículos firmados por vicepresidentes del Informe Abril genera el efecto perverso característico de incrementar la estulticia de los lectores de El País. Pero eso me lo supongo yo. Si no aporto datos que relacionen la incidencia de esos artículos con una merma de la capacidad cognitiva de los lectores y conecto ambos fenómenos mediante una relación causal indudable, mi suposición será una simple opinión o incluso un prejuicio borreguero, pero no un axioma ni una verdad constatable mediante el método científico.

Sin salir de este punto, se detalla que ese “efecto perverso” consiste en «un aumento de la demanda médica innecesaria, sin consecuencias beneficiosas en la salud». Pregunto de nuevo: ¿quién determina lo necesario o innecesario de la demanda médica? ¿Qué es una demanda médica innecesaria? ¿Quién establece los baremos de necesidad y cómo se calculan? ¿Hay datos sobre el porcentaje de demanda innecesaria con respecto a la necesaria? Si los hay, nos gustaría conocerlos, o al menos que nos indiquen las fuentes para consultarlos nosotros mismos y comprobar con qué metodología se han obtenido y hasta qué punto son pertinentes.

El punto dos es irrelevante y está contestado ya en el punto uno.

El argumento número tres dice: «El uso del copago es literalmente universal». Es decir: coma caca, cien mil millones de moscas no pueden estar equivocadas. O: como todo el mundo ve a Belén Esteban, proclamémosla emperatriz con plenos poderes. O, como me decían de niño: culo veo, culo quiero. En fin, qué poderoso argumento. Venga, el siguiente.

Lo copio entero: «El copago es muy eficaz. Decenas de rigurosos trabajos científicos evidencian la notable eficacia del copago. “La bibliografía es unánime en su conclusión: el copago produce una disminución del uso” (Rice y Morrison). Concretamente, el estudio más relevante, Health insurance experiment, financiado por EE UU y realizado por la Rand Corporation durante cinco años, de 1974 a 1979, con 17.000 personas por año en seis distintas zonas de ese país y que constituye ya una clásica referencia de autoridad, verificó que “todos los tipos de servicio (visitas al médico, hospitalizaciones, prescripciones, visitas al dentista, asistencia mental) descienden con el copago y que este menor uso de los servicios no ha tenido ninguna o muy escasas consecuencias adversas claras en la salud de la persona corriente, normal; incluso los días inactivos descendieron con el aumento del copago”.»

Nótese que decir que el copago es muy eficaz es no decir nada. ¿Eficaz para qué? Para evitar que la gente vaya al médico, nos dice luego. Pero yo no veo, así en frío, que eso tenga que redundar necesariamente en una mejora del sistema sanitario. Es más, me inquieta mucho la cita del estudio americano que dice que el copago no tuvo “ninguna o muy escasas consecuencias adversas claras en la salud de la persona corriente”. Glups, necesito un gato para tirar de todos los hilos de esta madeja. A ver: “ninguna o muy escasas” quiere decir que las hubo, aunque fueran pocas, pero la medida no fue inocua. Y el adjetivo “claras” indica una dificultad para identificar esas consecuencias. Es decir, que pudo haber algunas consecuencias turbias y difíciles de detectar, aunque no de intuir. Por otro lado, no sé a qué se refiere con lo de “persona corriente”. ¿A los aficionados al atletismo? Me encanta la jerga sociológica y economicista: en cuanto escarbas un poco en ella te das cuenta de que sólo es cháchara.

Y nos vamos al punto cinco, que se enuncia así: «El economista americano Victor Fuchs afirma que solo hay una vía para contener los gastos asistenciales». Pues nada, si lo dice Victor Fuchs, que el último apague las luces. Mi cuñado tiene una teoría muy interesante sobre la caña de lomo. Asegura que la única forma de evitar que se seque es tapándola con sebo de lagarto. Y no consiente réplicas. A mí se me ocurren muchas vías para contener los gastos asistenciales —y para evitar el secado de la caña de lomo—: negar la atención médica a los articulistas de El País, por ejemplo, o someter a la eutanasia a todos los mayores de 65 años, o pasarle la factura de la deuda sanitaria a Emilio Botín y obligarle a abonarla apuntándole con una bayoneta en el ombligo. Un poquito de imaginación, señor Fuchs.

Seis. Nos reconoce que los pobres salen perjudicados con el copago. Pero, vamos, esto se puede solucionar con una modulación de la renta, dice. O no, ¿qué más da? ¿No he dicho ya que son pobres? Pues si podemos apañarlo para que tengan asistencia médica, estupendo, y si no, asegura casi literalmente, que se jodan. Lo expresa con estas palabras, mucho más elegantes, pero que vienen a decir lo mismo: «El copago actúa como todos los medicamentos útiles: la actividad terapéutica va inevitablemente acompañada de efectos secundarios indeseables que obligan a tomar precauciones o administrarlos cuidadosamente, pero no por ello sería sensato desecharlos». Precioso. Me ha convencido.

Siete. Lanza una diatriba contra las listas de espera, pero en ningún momento, ni antes ni después del artículo, me ha explicado de qué manera va a contribuir el copago a eliminar esas listas. Yo no veo la relación y agradecería que me lo explicaran.

Ocho. Un colofón inane y protocolario que no merece análisis.

Me detendré un momento en el aspecto central, y es que la implantación del copago no incide en la salud de la población. Y eso me parece una afirmación aventurada. Pero no sólo eso: hay indicios que apuntan seriamente en la dirección contraria. Sí que está comprobado que las campañas de medicina preventiva han logrado una reducción de la incidencia de algunas enfermedades y han aumentado espectacularmente las tasas de curación en otras. El cáncer de mama, por ejemplo, sería endémico y una plaga mortal si la sanidad pública no ofreciera a todas las mujeres la posibilidad de someterse a revisiones ginecológicas periódicas en las que se detecta el tumor de forma muy temprana. Esto no sólo beneficia a la salud de la población en general —que, llámenme frívolo, es lo único que me parece verdaderamente importante— sino que supone un gran ahorro sanitario porque evita al sistema miles y miles de carísimos y largos tratamientos oncológicos que, además, serían inútiles en fases avanzadas de la enfermedad. Lo mismo puede decirse de las campañas de prevención de cardiopatías y otras muchas que se hacen desde los centros de atención primaria.

El copago sanitario —y esto ya son suposiciones, pero suposiciones razonadas, no prejuicios expresados con ánimo de axioma— inhibiría fundamentalmente las visitas en la atención primaria, que es donde se centran los esfuerzos de la medicina preventiva. Si mucha gente deja de acudir a sus revisiones por no poder o no querer abonar el coste de la consulta, no podrán ser diagnosticadas precozmente y probablemente sufrirán largas y graves enfermedades que costarán mucho más dinero al sistema que dos o tres visitas “innecesarias” al médico de cabecera.

Antes de hacer un elogio del copago yo preferiría hacer un elogio del razonamiento juicioso y amparado en datos. Lo demás es propaganda interesada travestida en supuesta ciencia social.

LO LIVIANO

Ya sé, ya sé, Rosa Montero se está convirtiendo en la nueva Pérez-Reverte de este blog, pero es que no deja de darme pie. Hoy, ni siquiera he leído la columna entera (nunca lo hago, ciertamente). Me basta el comienzo. Dice:

Llevo semanas queriendo escribir un artículo juguetón y liviano sobre el sexo (suena promisorio, ¿no?), pero no consigo hacerlo porque la realidad siempre acaba imponiendo un peso negro sobre esa ligereza. O sea, suceden cosas terribles que claman por ser dichas, o al menos yo lo siento así.

Ay, la pulsión por la trascendencia, ese síndrome que afecta al noventa por ciento de los columnistas españoles. Hay cosas que «claman por ser dichas». Claro, ¿cómo podemos perder el tiempo escribiendo sobre chorradas habiendo tantos dramas por ahí?

Esto me recuerda a una anécdota que relataba Muñoz Molina [corrección: me apunta Alberto Olmos que no fue Muñoz Molina, sino Javier Marías. En adelante, donde dije uno digo otro] en un texto de hace unos años. Cuenta que le presentaron a un insigne poeta y que se le ocurrió preguntarle, iluso él: «¿Qué tal está usted?». El poeta, suspirante y suspirado, respondió que mal, que muy mal. ¿Y eso?, inquirió con miedo Marías, pensando que le iba a contar que tenía un cáncer o que llevaba tres días sin poder sacarse un trozo de bacalao del premolar izquierdo. «¿Cómo se puede estar bien con tanto sufrimiento como hay en el mundo?».

No contento con dolerse de España, el poeta se dolía del mundo. No sabía nada el poeta: había encontrado el camino más corto para alcanzar el Nobel de Literatura.

Sin embargo, algo me dice que el común del gentío no se siente dolido por el mundo. A mí me duelen mis cosas y las de la gente a la que quiero. Me puede conmover tal o cual noticia, por supuesto. Y si me cuentan la historia de unos chavales de Manila que comen ratas del vertedero, no me hará gracia, pero no estoy sufriendo por los males del mundo. No podría aunque quisiera.

Pero los columnistas españoles, al igual que ese poeta, sí que pueden. Imbuidos por no sé qué iluminación, siempre están al quite para sacar el grano de la paja y destacar las historias que «claman por ser dichas».

En España, lo liviano no vende. Lo frívolo se asocia con la estupidez. La inteligencia es solidaria y seria o no es. Esto es así, me pienso yo, porque el columnismo español no tiene demasiado que ver con el periodismo o con la literatura y sí mucho con la predicación evangélica. Son demasiados siglos de homilías y sermones como para que no persista el empeño por salvar las almas de la congregación.

Por tanto, se pueden tolerar a los graciosillos que escriben de chorradas, pero si un columnista quiere hacerse respetar, debe hablar en serio y dolerse muy seriamente de los serios problemas del mundo. Siempre habrá graciosillos, pero nunca ganarán un Ortega y Gasset ni un Cirilo Rodríguez.

Así, como Rosa Montero en este párrafo, los columnistas asumen su oficio como una vocación trascendental. Qué más quisiera yo que escribir de lo que me diera la gana, se quejan, y componer artículos juguetones y livianos sobre sexo, pero el mundo —o Dios, o el Financial Times— me exige que me ocupe de sus miserias. Con la que está cayendo, no podemos perder el tiempo con tontaditas.

Alguna vez, en algún comentario, se me ha reprochado precisamente que pierda el tiempo con entradas tan insustanciales, habiendo tantas y tan graves cosas por tratar. Me divierten mucho esos reproches, como si al escribir nos debiéramos a algo o a alguien. Aquí, ni siquiera me debo a unos clientes, pues los contenidos son de acceso gratuito. No hay libro de reclamaciones al no existir transacción comercial.

La escritura que me interesa a mí, como lector y como escritor, es aquella que surge de los dedos distraídos de los autores. Aquella que no se siente concernida por ningún mal, que se reproduce sin justificación, que no pide disculpas por existir ni reclama una lectura arrobada. La escritura me gusta como las personas: que estén ahí porque sí, luchando por ser, gozando por estar, escribiéndose sin ánimo de redención ni de cura ni de destino manifiesto.

Siempre me situaré en el lado liviano y frívolo de las cosas. Nunca seré hard, siempre seré soft.

Y, ahora, la nota autopromocional:

Mañana, en la Fnac de Zaragoza, a las 19.30, tendremos una oportunidad de charlar de estas cosas con Luis Alegre, que anima un Club de Lectura sobre mi último libro, El restaurante favorito de Nina Hagen. Estáis todos invitados, espero que podamos conversar amigablemente. Si habéis leído el libro y queréis echarme algo en cara, es vuestra oportunidad de humillarme públicamente. Espero que no la desaprovechéis.

MAMI, QUÉ SERÁ LO QUE TIENE EL NEGRO

Algunos de ustedes ya saben lo muchísimo que me gustan las columnas de Rosa Montero, cómo las devoro y las gozo como los sofisticados ejercicios intelectuales que son.

(Nota para serios: que no, tíos, que el único sentimiento que me provocan es el de la vergüenza ajena)

Este martes empecé a ver un montón de tweets que glosaban una fantástica columna de Rosa Montero. Decían cosas como: “Qué humana y emocionante historia”. O: “Genial esta ilustrativa historia de superación de las diferencias”. O: “Me ha emocionado mucho Rosa Montero con su columna”.

Y yo, que sólo me emociono con la pornografía vintage, pasé. Estaba teniendo un día muy bueno y muy productivo, y no quería agriármelo con un texto melifluo y de gramática infantil. Pero la cosa no sólo fue creciendo, sino que se descubrió que aquello era una columna publicada en 2005 (leer aquí) que, por insistencia cansina de los plastas de Facebook y Twitter, había vuelto a lo más alto de la lista de “Lo más visto” en elpais.com.

Así lo contaban los de El País, ufanos, en uno de sus blogs (pinchar aquí), en una entrada en la que se olvidaron de aclarar que la columna era un fraude chusco.

Porque, por supuesto, acabé leyéndomela. No soy de piedra, y me gusta de vez en cuando saber qué emociona por ahí a la gente. Por estar al día en cuestión de cursiladas. Y la columna resultó una cursilada enorme.

Resumiendo: una chica coge su bandeja en una cafetería universitaria alemana, la deja en una mesa y se va a pagar, y al volver, se encuentra con que un negro (¡un negro, mami, un negro!) se ha sentado frente a su bandeja y se dispone a zampársela —la comida que hay en ella, la bandeja en sí misma, no, aunque cualquiera se fía de estos negros que no distinguen una liana de un cable de alta tensión—. Puede que incluso sin usar cubiertos, ya se sabe cómo son estos negros de anticonvencionales y étnicos, que no están acostumbrados «al sentido de la propiedad privada y de la intimidad del europeo» (sic, sic y resic). La chica, que no quiere que la gente crea que le parece mal que un negro se coma su comida, aunque sea con cubiertos, se sienta frente a él y empieza a coger cosas de la bandeja, compartiendo y tal. El negro sonríe (¡mami, mami, el negro se está riendo! ¿Se reirá de mí o conmigo?) y empieza a papear también. Y así, sonrisa va, sonrisa viene, se zampan a medias la bandeja, en una comunión digna de los United Colors of Benetton de la mejor época. La cuestión es que, cuando ya de la bandeja sólo quedan los preservativos que van a usar en el coito con el que la pareja piensa celebrar su interracial encuentro, la chica alemana, «inequívocamente germana» (de nuevo, un sic muy grande), mira a la mesa de al lado y ve su abrigo junto a su bandeja sin tocar.

¡Anda, mami, que me comí la merienda del negro! ¿Lo habéis pillado, tíos?

Es en este punto donde los lectores de Montero se ven poseídos por la revelación epifánica. Moraleja: los negros son como los perrillos, les puedes quitar la comida y no protestan. No me extraña que, ante tan magnas enseñanzas, se escapen las lágrimas a chorro.

El caso es que, cuando iba por la mitad de la columna, yo me decía: esto ya lo he leído. Y no cuando lo publicó en 2005, porque recuerdo que me hizo gracia cuando lo leí, y a mí Rosa Montero nunca me ha hecho gracia. Y entonces caí: fue en Solar, la última novela de Ian McEwan. Al protagonista le pasa exactamente lo mismo en un vagón de tren con una bolsa de patatas fritas. Se cree que su compañero de asiento le ha robado la bolsa, y empieza a cogerle patatas, desafiante, y el otro sigue comiendo, aunque acaba ofreciéndole. El protagonista, encendidísimo, flipa con el descaro del chorizo, pero no protesta por miedo a que le arree una guantá. Cuando sólo queda una patata, el desconocido se la ofrece, y el prota la coge con desdén. Al bajarse del vagón, se palpa el bolsillo del abrigo y encuentra su propia bolsa de papas sin abrir. Y entonces cae en la cuenta de que el ladrón insolente era él.

Claro que en la historia de McEwan no había negros ni comunión interracial. El mundo no se salvaba. Era un simple chiste.

Pero que el mismo relato estuviera en una novela inglesa del año pasado y en una columna de Montero de 2005 me dio que pensar. ¡Dios mío, mami, han plagiado a Rosa! No me extraña, era una columna tan bonita y tan redonda que se presta a plagio. Pero luego recordé que los novelistas ingleses no leen a columnistas españoles. Es más, puede que no lean nada en absoluto y se pasen el día bebiendo guarradas con ginger ale en el pub (que se preocupan de no compartir con ningún negro). La hipótesis más plausible es, por tanto, que la historia de Rosa Montero no sea cierta y que se trate de una variante de alguna leyenda urbana.

Temeroso y cauto —pues se me caía un mito: no puede ser, mami, Rosa Montero no se puede inventar una historia así, no puede jugar con nuestros sentimientos interraciales de esa forma tan cruel—, expresé esta sospecha en Twitter, y al instante me respondió la insomne (que no hacía honor a su nick estando despierta a las dos de la madrugada). Sí, me dijo, es una leyenda urbana clásica, recogida y documentada por el estudioso Jan Harold Brunvard (autor de tres libros canónicos sobre el tema). Pertenece al ámbito anglosajón, pero hay versiones de la misma historia circulando por casi todos los países occidentales. La variante más extendida tiene lugar en un vagón de tren con una chocolatina.

La misma historia aparece al menos en otra novela de Douglas Adams, en dos cortometrajes y en un poema de Valerie Cox. Y eso, sin pasar de la primera pantalla de Google.

Me imagino que a Rosa Montero le llegó la leyenda en forma de powerpoint con fotos de gatitos y de negros sonrientes.

Lo grave, sin embargo, no es que la columnista use una historia trillada que es objeto de estudio de la antropología social y se recoge en la literatura especializada como una leyenda urbana clásica de probadísima falsedad. Lo grave es que nos lo cuente como si fuera cierto. Eso se llama engaño. O fraude. O estafa. Eso, en un periódico serio y prestigioso, debería ser motivo suficiente para que el columnista responsable deje de estampar su nombre en sus páginas, ya que con él mancha la buena reputación del diario.

La columna empieza con esta frase: «Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana». Nada indica que esa primera persona del plural sea mayestática. Es una afirmación relativa a un hecho: la columnista, junto con alguna o algunas personas más, se encuentra en el comedor estudiantil de una universidad alemana. Luego, ella misma —y no sólo ella, sino sus acompañantes— es testigo de la anécdota que se va a relatar. Creo que hasta el lector más idiota así lo entiende.

Bastaría con esto, pero Montero está empeñada en dar verosimilitud a su relato. Por eso apunta en el último párrafo: «Dedico esta historia deliciosa, que además es auténtica, a todos aquellos españoles que, en el fondo, recelan de los inmigrantes y les consideran individuos inferiores» (la cursiva es mía).

Que además es auténtica. Y la presenció en compañía de alguien.

Cuando le afearon que hiciera pasar por real una conocida leyenda urbana, por lo visto, Montero dijo en Facebook que sí, que era una leyenda, pero que no sé qué de licencias literarias y bla, bla, bla. No hay licencia que valga: nos ha dicho que lo vio y que ella da fe de que la historia es auténtica. No se puede recurrir aquí a Juan José Millás y sus juegos de realidad-ficción. No ha lugar, señorita.

La credibilidad es el único patrimonio no sólo de los periodistas, sino de cualquiera que escriba en un periódico. En la prensa, el pacto de lectura establece que el lector se fía de lo que le cuentas. O bien porque le aportas pruebas de su veracidad (citando a fuentes independientes que lo corroboran), o bien porque comprometes tu prestigio y tu buen nombre en ello. Los grandes periodistas y articulistas no están obligados a demostrar en el texto la veracidad de sus afirmaciones. Simplemente, porque se supone que su propia palabra la avala. Nos fiamos de ellos. Si lo dice Rosa Montero, tiene que ser cierto. ¿Por qué? Pues porque lleva años ganándose nuestra confianza y nos fiamos de ella. Así de sencillo.

Yo tengo una serie de periodistas de cabecera que no me tienen que demostrar lo que dicen porque se han ganado mi confianza con su buen trabajo. Si Enric González me comenta que vio un ovni, es que vio un ovni. Y no necesito ver las fotos ni los vídeos ni que me traiga testimonios independientes. Me lo creo porque ha demostrado que siempre se esfuerza por decir la verdad con honestidad. Si Mariano García cuenta en un artículo que ha encontrado una grieta del continuo espacio-tiempo en una paridera de Beceite, provincia de Teruel, me lo creo. Porque lleva muchos años contándome historias sólidas, de una realidad inquebrantable.

Y me da igual que lo haga en un reportaje o en una columna donde se admite el uso de recursos ficcionales: si dices que algo es verdad y lo avalas con tu nombre, tiene que ser cierto. Si no lo es, demuestras que tu palabra no vale nada, que los lectores te importan una mierda y que no tienes ningún escrúpulo en traicionar el pacto de lectura. Tu prestigio, si tienes alguno, se va por el sumidero sin remedio.

Lo sorprendente es que Rosa Montero salga ilesa de estos episodios. Cualquier columnista británico o estadounidense habría sufrido graves e irreparables daños si se le descubriera algo así. Como poco, vería las puertas de su periódico cerradas a cal y canto. ¿Por qué en España cuela todo? ¿Por qué seguimos encumbrando no sólo la mediocridad, sino el fraude manifiesto?

He de reconocer, sin embargo, que es muy typical Spanish el sesgo buenrollero que Montero le da a la leyenda. Lo que en su versión estándar no es más que un chiste sin componente social o emocional ninguno, ella lo tunea para colarlo como una fábula sobre la integración y la superación del racismo. Olé. En España, un chiste nos sabe a poco: además de divertirnos, tiene que ser didáctico. No puede uno reírse y ya está, hay que extraer enseñanzas políticas y sociales. Pero el mensaje es tan asquerosamente paternalista que apenas se distingue de las viejas colectas del Domund. En el fondo, es un texto sumamente racista. La condescendencia es otra forma de soberbia, y la soberbia, aplicada a estos casos, deviene racismo.

Luego dirán que si la crisis se está cargando los periódicos. Pues esto sucedió en 2005, cuando atábamos los perros con longaniza y nadie hablaba de la crisis de la prensa. En fin, ustedes sabrán.

LA ERÓTICA DEL AZULEJO

Este fin de semana me he quedado prendado de un artículo de Vicente Verdú que El País publicó sin subtítulos ni comentarios del director ni un prólogo o estudio preliminar. Nos soltó el texto así, a pelo, con todas sus oraciones subordinadas y sus cultismos grecolatinos. Como si leer en castellano normal no fuera ya lo bastante dañino para la vista. No descarto que General Óptica haya entrado en el accionariado de El País y los artículos de Verdú sean parte de su estrategia para que liquidemos su stock de gafas y de lentillas, porque a mí me aumentaban las dioptrías a razón de 1,5 por párrafo. Es lo que tiene forzar los ojos y el entrecejo para intentar entender qué cojones nos quiere decir este, al parecer, reputado comunicador.

La pieza se intitula Scarlett y el pubis y, cuando escribo esto, lleva 48 horas encabezando la lista de lo más leído en elpais.com. Obviously: poner pubis y Scarlett en la misma frase garantiza una enorme afluencia de googleros. Verdú, que probablemente algo sepa de esto, les ha cazado como moscas en una telaraña, con una estratagema que roza la estafa: porque es evidente que los que buscan el pubis de Scarlett, lo último que quieren encontrar en su lugar es un texto de Verdú que no se entiende. A lo mejor, como pasaba con las pelis porno del plus, si lo leen entrecerrando los ojos alcanzan a ver las tetas de Scarlett entre línea y línea. Yo lo he intentado y no hay manera.

Empieza Verdú haciéndose una pregunta de alto calado teleológico: “¿En qué cabeza cabe que en la ducha o en el tocador se haga ella a sí misma fotos en cueros y las guarde después en un móvil que se mueve por todas partes?”. No se apuren, no se mesen las barbas desconcertados, que el mismo interrogador tiene la respuesta en el siguiente párrafo:

Podría aceptarse que padeciera esa manía. El narcisismo es mistérico. Pero, además, las actrices o los ronaldos tienden a sentirse iconos para sí mismos y acostumbran a ser tan atrabiliarios como desorbitados.

El narcisismo es mistérico. Antes de perder más dioptrías debo suponer que Verdú quería decir que el narcisismo es misterioso, esto es, “que encierra o incluye en sí misterio” (DRAE), y no mistérico que, aunque no está recogido por la Real Academia, es un adjetivo que califica a aquellas religiones que tienen ritos secretos que sólo se desvelan a los iniciados.

La siguiente frase es mucho más misteriosa. Juro que la he leído muchas veces y todavía no la he entendido. Quizá puedo intuir muy lejanamente qué significa eso de “ser iconos para sí mismos”, pero prometo por mi colección de vasos de cerveza que no sé que tiene que ver lo “atrabilario” o lo “desorbitado” con hacerse fotos en pelotas.

Total, que me quedo como estoy, aunque un poco más ciego, y llego a la primera tesis del artículo, que se presenta como conclusión de una concatenación lógica, pero que a mí me parece una premisa falaz y sin sustento. Hela aquí:

Ya no es tanto el desnudo del cuerpo de la actriz o el ídolo lo más vistoso, sino el desnudo del medio interior, la arquitectura interior, donde se desnuda y yace.

Es decir, si lo entiendo bien: no me excitan las tetas o el pubis de Scarlett, sino los azulejos de su baño. Bien, de esto sí que me he enterado. Con ese razonamiento, pocas cosas habrá más eróticas que un anuncio de Porcelanosa.

Me siento un poco raro, porque a mí, los azulejos, sanitarios y demás me dejan más bien frío —si están limpios; sucios, pueden darme asco, aunque nunca me van a excitar—, pero Verdú insiste en este incontrovertible hallazgo sociológico o psicológico o algo que termine en -lógico:

La intimidad de una casa o de un dormitorio, la intimidad de un cuarto de baño o una cama deshecha puede ser una oferta sexual mucho mayor que un cuerpo sucinto, un cuerpo sin ropa y aislado del escenario natural donde se gesta.

Me pierdo: ¿los cuerpos se gestan en escenarios naturales? Tenía entendido que era en la matriz de la mujer, pero qué sabré yo, que ni escribo en El País ni nada. Por otro lado, aquí mezcla conceptos abstractos con objetos: la “intimidad” no puede ser nunca una “oferta”, ni sexual ni de ningún otro tipo, porque la intimidad es una cualidad abstracta. De nuevo, qué sabré yo, pero ahí lo dejo, por si acaso. Asumo que quiere decir que la oferta es el cuarto de baño o la cama desecha, pero no porque el texto lo exprese así. Además, asegura que eso puede ser una “oferta mayor”, es decir, más grande. Pero algo más grande no es necesariamente algo mejor o preferible a otra cosa menor. Coincido en que una cama deshecha o un cuarto de baño, por pequeño que sea, siempre será mayor que un cuerpo, especialmente si éste es “sucinto”. Entiendo que esta premisa no se aplica a los cuerpos extensos como el mío, que casi pesa cien kilos.

La cosa sigue tal que así:

La gran atracción pues de las llamadas sexcams, en constante ascenso entre los usuarios de la Red, se apoya por tanto menos en la coqueta anatomía del personaje que en su figura más la especial decoración alrededor.

Dejo sin comentar la puntuación por no alargarlo más. En fin, medio artículo para decir que lo que nos pone cachondos de las sexcams (sic) es fisgonear en el dormitorio del que se despelota y monta el numerito. Vicente Verdú acaba de descubrir el voyerismo. Acabáramos.

Y una vez alcanzada tan audaz verdad, llegamos a mi párrafo favorito, que interpreto como una muestra de humor de su autor o como un simple pasote. Dice así:

No se penetra el cuerpo sucinto, sino encuadrado. La mirada del cuerpo a pelo vale menos que el promiscuo fisgoneo por los objetos asociados de alrededor. Los cuerpos se parecen demasiado entre sí, pliegue arriba, pliegue abajo, pero los hogares necesariamente son mucho menos iguales, están plagados de sorpresas y, a la fuerza, poseen más signos y frunces por desbrozar y juguetear con ellos.

Por partes y frases:

La mirada del cuerpo a pelo vale menos que el promiscuo fisgoneo por los objetos asociados de alrededor. Traduzco: me pone más cachondo la monísima lámpara de noche o la coqueta mesilla que Scarlett tocándose el pubis a ritmo de charleston. Quizá si soy diseñador de muebles o decorador de interiores, sí, pero le aseguro, señor Verdú, que llegado el caso, podría describirle las pecas y la forma y espesura del vello del pubis de la señorita de la sexcam, pero no me pida que le describa la cenefa de la pared o el estampado de la colcha. Llámeme pervertido, pero yo soy un antiguo y me siguen excitando más las personas que las lámparas.

Los cuerpos se parecen demasiado entre sí, pliegue arriba, pliegue abajo, pero los hogares necesariamente son mucho menos iguales, están plagados de sorpresas y, a la fuerza, poseen más signos y frunces por desbrozar y juguetear con ellos. Esto es fantástico. ¿Los cuerpos se parecen demasiado entre sí? La carrera y la cuenta corriente de Scarlett Johanson están basadas en que su cuerpo no se parece demasiado al común de los cuerpos. Y si usted, señor Verdú, cree que su cuerpo es parecido, pliegue abajo, pliegue arriba, al de Brad Pitt, puede que el aquejado de un grave narcisismo mistérico sea usted. La segunda parte de la frase es igualmente risible: ¿cómo que los hogares son necesariamente mucho menos iguales que los cuerpos? ¿No ha oído hablar de Ikea, por el amor de dios? Le alabo el gusto, porque ese desconocimiento implica que puede pagarse unos muebles de importación hechos ex profeso para su torre de marfil (aproveche y disfrútelo, que uno de estos días, El País dejará de pagar con la generosidad habitual), pero siento desengañarle: gracias a Suecia, el interior de la mayoría de las casas de clase media de Europa occidental y puede que de Estados Unidos se parecen tanto que pueden intercambiarse. Es decir, que la realidad es justamente la contraria a la que usted describe: los cuerpos no se parecen entre sí —si así fuera, Elena Anaya y Marta Etura estarían cobrando el paro—, pero las casas, sí.

No contento con equivocarse una vez, Verdú insiste unos párrafos más abajo (en realidad, todo el texto es una reiteración cansina de lo mismo):

Sin ser iguales, todos somos muy parecidos desnudos, pero los hogares, sin ser iguales, son mucho más desiguales que la desnudez. Ver a alguien en cueros resulta al cabo mucho menos que escudriñar en los pormenores de su guarida.

Como veo que el razonamiento escrito por sí solo no es bastante, recurriré a los métodos didácticos de Barrio Sésamo. No lo pondré desnudo, pero esta es una foto de Vicente Verdú:

Y esta es una foto de Jon Kortajarena (obligado a ponerse gafas después de leer el artículo de Vicente Verdú):

Ahora, que levanten la mano quienes piensen que el desnudo de Verdú se parece al de Kortajarena y que, en el fondo, lo mismo da montárselo con uno que con otro, siempre que el decorado de la sexcam tenga azulejos bonitos.

Lo que nos lleva a la supuesta conclusión de este desvarío farragoso con forma de texto:

Por el contrario, una alcoba, un cuarto de baño, un vestidor en donde el desnudo se expone cadenciosamente vuelve a ser la escena de una buena cetrería para la que se requiere mayor habilidad, finura y educación.

“Habilidad, finura y educación” no son términos que se puedan asociar al acto de hacerse una paja mientras una tipa o tipo hacen lo propio frente a una webcam (o sexcam, como dice Verdú, no sé cuál es la diferencia técnica: supongo que las sexcam tendrán forma de pene). Se me ocurren otros términos para aludir a la masturbación compulsiva frente a la pantalla del ordenador, y esos los reservaría para relatar una cena de gala con el embajador de Namibia, por ejemplo.

En resumen: los cuerpos no molan, pero los flexos y las mamparas de baño nos ponen muy cachondos. Bien por la sociología, que tantos ojos nos abre (para dejárnoslos ciegos, pero los abre).

COMO LA VIDA MISMA

Por instinto, cada vez que leo o escucho la frase “El fútbol es como la vida”, me pongo en guardia. Cualquier símil deportivo con la vida me anticipa un discurso cursi, ñoño, falso y bien recargado de tópicos.

Tuve un amigo navarro muy aficionado al frontón que también me explicaba que “el frontón es como la vida”. Eman, ereman, las voces de la pelota vasca. Dar y recibir. “Unos atizan y otros están a verlas venir, eso es el frontón, y eso es la vida”.

Para que la comparación con la vida tuviera un sentido sería preciso que supiéramos antes qué cojones es la vida.

Pero de vez en cuando te encuentras con cosas muy sabias y sensatas. Por ejemplo, en esta entrevista-monólogo de César Luis Menotti que publica El País. Soy de los que se salta la sección de deportes, pero hay días en que merece ser leída por cosas como esta:

El fútbol es como la vida, no te levantas a las seis de la mañana y te pones a buscar a la mujer de tu vida. La encuentras o no. Cada vez que la tocan, quieren ganar el partido. Es terrible, una verticalidad, un espanto. Para qué queremos un enganche si no tenemos a quién asistir. En el Barcelona hay asistidotes que tienen a quién asistir. Hay mas pases que goles. Y de eso se trata, de pasarse la pelota. No es tan difícil.

Cada vez que la tocan quieren ganar el partido.

Yo, como cualquier otro angry young man, también quería ganar el partido cada vez que la tocaba, pero desde que asumí que todo consiste en dar pases gozo mucho más de todo y disfruto del partido.

Hay una obsesión por ganar el partido cada vez que se toca la bola. En todos los ámbitos. Si no encuentras a tu pareja perfecta a la primera, eres un pringao; si no llegas a director en dos patadas en tu curro, eres un pringao; si no te conviertes en leyenda al publicar tu primer libro, eres un pringao; si cuando te emancipas no lo haces con una hipoteca a 50 años y te vas a compartir piso, todos los habitantes de ese piso sois unos pringaos.

La dialéctica winners-losers ha trascendido América y se ha instalado en estos plácidos y sesteantes lares. ¿Estilo de vida mediterráneo? Y una mierda. Aquí la presión no distingue climas ni paisajes.

Quienes abogan por la calma, quienes avanzan despacio por su camino, gozándolo y aprendiendo, tocando la pelota, pronto devienen seres marginales, vagabundos del dharma.

Nos queda el consuelo de saber que, cuando todo lo demás haya ardido, cuando no quede rastro ni memoria de tantas estrellas fugaces, nosotros seguiremos pasándonos la bola, disfrutando y aprendiendo.

Consuelo de tontos, como todos los consuelos.

LEER CON EL OJO (MORAL) DEL CULO

Ha tardado en llegar, pero la intelligentsia ibérica ya se hace eco del movidón político-cultureta que ha tenido entretenido a los franceses en estos últimos meses: la cancelación de los actos de conmemoración del 50 aniversario de la muerte de Louis-Ferdinand Céline.

Honor que le hacen a Céline, la verdad. Qué mayor halago para un provocador que seguir provocando medio siglo después de muerto. Que quienes te despreciaron sigan haciéndolo tanto tiempo después sólo puede hablar en tu favor.

Céline era antisemita. Céline escribió unos panfletos filonazis que la Francia de hoy quiere creer que no representaban el sentir de una buena parte de la Francia del ayer, la del affaire Dreyfus, el gobierno de Vichy y los más de 70.000 judíos parisinos que fueron empaquetados a Auschwitz entre 1942 y 1944 entre los aplausos de sus vecinos, que se quedaron con sus tiendas y sus casas.

Céline era esa Francia que la historia que enseña el bachillerato dice que no fue.

Pero ese es otro debate.

El asunto es que este sábado, Aurelio Arteta ha publicado una tribuna en El País titulada La lección del ‘caso Céline’ (enlace aquí). Y, o yo soy un alumno pésimo o esta lección admite interpretaciones opuestas, porque por más que me esfuerzo no puedo concluir lo mismo que Arteta. Dice:

Creo que esa exclusión [del homenaje oficial a Céline] está plenamente justificada y contiene alguna lección implícita que convendría sacar a la luz. Entre otras, nos enseña las diferencias inocultables de valor entre los diversos valores y, a fin de cuentas, la primacía del valor moral sobre todos los demás.

Cada época y cada país elige las figuras que merecen ser honradas y resalta los motivos por lo que creen que merecen tal honor. Nadie ni nada obliga a ninguna institución francesa a honrar a Céline ni a ningún otro escritor, oficial de segunda o conductor de autobús. Los homenajes son libres y discrecionales, pero las justificaciones para otorgarlos o negarlos son discutibles y debatibles.

Resumiendo muy brevemente: lo que propone Arteta es que sólo son dignos de homenaje público aquellos artistas que, habiendo alcanzado la excelencia en su arte, sean también seres humanos de moralidad irreprochable. No basta con pintar el Guernica o escribir el Ulises para que una sociedad (a través del Estado que supuestamente la representa) reivindique y divulgue una figura: además, tiene que estar demostrado que ese tipo nunca dijo ni escribió nada racista, ni machista, ni contrario a la moral y a las buenas costumbres. Que durmió sus ocho horas todas las noches, que no fumó, que folló siempre con condón y que, aunque pudo dejar que se la chuparan, jamás lo pidió explícitamente, para no coartar la voluntad democrática de su socio o socia sexual, que bajó la basura a su hora, que recicló y que sólo bebió un sorbito de champán para celebrar el Año Nuevo.

Es mi interpretación de estas palabras que cierran el artículo:

Bien sabemos que un encumbrado carácter moral no pierde su crédito por notorios que sean sus defectos desde otros ángulos de la excelencia. Pero, al revés, es imposible admirar al genio o al artista con todo entusiasmo si sobre su conducta -privada o pública- se cierne una sombra considerable de sordidez o inhumanidad. Se diría que la excelencia moral es la que más vale porque, sin ella, las demás excelencias valen menos…

Si desarrollamos este argumento siguiendo las normas de la lógica proposicional, todos los que admiramos a a Céline con todo entusiasmo a pesar de las sombras considerables que se ciernen (¿por qué las sombras siempre se cernirán? Qué tercas son, no les basta con posarse o proyectarse, tienen que cernirse siempre) somos unos depravados. Fallamos a la exigencia moral de nuestra sociedad y estamos a un paso de ser cómplices del Holocausto.

El asunto se resuelve fácilmente atendiendo a los verdaderos motivos del homenaje. Preguntémonos por qué se plantea una reivindicación de un escritor cincuenta años después de su muerte. Es evidente para cualquiera que lea con los ojos de la cara y no con el del culo, que es con el que leen los moralistas à la mode, que la celebración de la efeméride se justifica por la enorme influencia que la obra de Céline ha ejercido sobre la literatura mundial del siglo XX y parte de la del XXI. En especial, por Viaje al final de la noche, reconocida por expertos, escritores y amantes de la literatura en general como una de las obras fundamentales de las letras contemporáneas y, en muchos sentidos, una obra fundacional, que marcó una nueva forma de decir y de colocar las palabras en un papel. Sin ella no se entienden los libros de muchísimos escritores posteriores.

Creo que queda claro para cualquiera que lea con los ojos de la cara y no con los del culo que la influencia de Céline en la cultura occidental se debe a la novela Viaje al final de la noche y no a los panfletos antisemitas que ya nadie reedita y que casi nadie de las generaciones posteriores ha leído. Tendría razón Arteta y los que celebran la supresión del homenaje si Céline fuera celebrado como racista, pero se le celebra como autor fundacional. No simplemente por ser un gran escritor o por escribir buenos libros, sino por influir de forma decisiva y profunda en el devenir de la cultura occidental.

Item más: esa influencia es absolutamente indiferente a la condición antisemita de Céline. Los autores que se han proclamado deudores directos suyos, desde Kurt Vonnegut a Bukowsky, la generación Beat, Henry Miller (cuyos trópicos están directísimamente emparentados con Céline) o el mismo Sartre e incluso Thomas Bernhard a su manera, no lo han hecho por compartir sus ideas racistas, sino por compartir su poética y su propuesta estética.

Que la ética y la estética van unidas, me dirán. Cierto: indisolublemente. Pero es que de la estética de Céline no surge una ética racista, sino un abismarse a lo más sucio y pestilente de la condición humana, una introspección brutal que exige ser expresada de forma salvaje. Un territorio donde la moral entendida como conjunto de normas no tiene sentido. Un discurso completamente refractario al examen de conciencia o al reproche social.

Confundir la influencia de un modo de hacer literatura con los exabruptos de quien la inauguró —o, cuando menos, fijó en un standard reconocible, codificando viejas tradiciones escatológicas que se remontaban a Aristófanes— es de una zafiedad inquisitorial digna de Puerto Hurraco y presupone un paternalismo zalamero y repugnante: nos tratan como a idiotas menores de edad. Dan por hecho que somos incapaces de valorar racionalmente el legado artístico e intelectual del escritor sin envilecernos con su racismo. Nos quieren proteger, mantenernos puros.

Adelante, pues, quemen los libros, cierren las puertas, que nada nos haga pupa, esterilícennos contra el mal que acecha en la literatura. Explíquennos qué debemos entender en los libros que nos dejan leer y enséñennos a leer con el ojo del culo para que las excrecencias morales se queden en el colon y no afecten a nuestros tiernos e impresionables cerebros.

Ay, Céline, qué buena falta nos haría ahora un Céline.

PD.- He aquí una amoralidad y una paradoja política: portada de una edición de Viaje al final de la noche ilustrada por Jacques Tardi, uno de los grandes maestros del cómic francés y reconocidísimo militante de izquierda. ¿Un izquierdista pacifista enamorado de los delirios de un filonazi? Cosas veredes. Puede que el arte, al fin y al cabo, esté por encima de las simplificaciones del periódico.

KARMAS DE MIERDA

Creo que la prueba irrefutable de que la autoayuda y cierta psicología de salón son pamemas para bobos ilustrados es que sus recetas sólo les funcionan a las personas que no tienen verdaderos problemas. Dan consejitos para sobrellevar una bronca con tu jefe o para poner una sonrisa cuando tu hijo adolescente llega a casa emporrado y te manda a la mierda dando portazos. Pero sus tontadas quedan expuestas como las tontadas que son cuando la desgracia real se instala en tu vida.

Lo he comprobado yo mismo: me he hartado de ver cómo un por lo demás excelente psicólogo se encoge de hombros y se limita a aplicar frases de sentido común (que son muy de agradecer, ciertamente, no soportaría que nos pretendiera vender motos budistas). En definitiva: las putadas hay que pasarlas agarrándose a los machos y respirando profundamente, apretando los puños con la esperanza de que no te destrocen del todo y de que al final del proceso quede algo de ti que te permita reconstruirte, aunque sea parcialmente. En el dolor, sólo la farmacología aporta alivios transitorios. Todo lo demás son milongas.

En mi vida anterior ya me molestaban mucho los artículos de Borja Vilaseca en El País Semanal, esas paginitas de autoayuda barata redactadas en un registro infantil lleno de incorrecciones y de anglicismos mal asimilados propios de los ignorantes ilustrados que dominan los medios de comunicación españoles hoy. No me dejaban indiferentes, los consideraba un ataque grosero a mi inteligencia. Pero ahora, en mi vida actual, los juzgo directamente insultantes. El de esta semana es especialmente irritante (link aquí), así que paso a desmenuzarlo.

Se titula Las casualidades no existen. Porque usted lo diga, Don Borja. Pero no nos adelantemos. Me salto la intro y paso directamente al tercer párrafo:

“Pero, ¿realmente la vida es un accidente que se rige de forma aleatoria? ¿Estamos aquí para trabajar, consumir y divertirnos? ¿Acaso no hay una finalidad más trascendente? Lo irónico es que la existencia de estas creencias limitadoras pone de manifiesto que todo lo que existe tiene un propósito, por más que muchas veces no sepamos descifrarlo. No en vano, creer que no tenemos ningún tipo de control sobre nuestra vida refuerza nuestro victimismo. Y pensar que la existencia carece por completo de sentido justifica nuestra tendencia a huir constantemente de nosotros mismos” (la negrita es mía; la incomprensión, también).

A ver si me entero: es decir, que si yo creo que la vida no tiene sentido, estoy poniendo de manifiesto que la vida tiene sentido. Y si digo que no me gustan los plátanos, estoy diciendo que me encantan los plátanos. Esto es como aquella mujer que decía no cuando quería decir que sí, hasta que las feministas nos jodieron la fiesta con eso de “cuando una mujer dice no, es no”. Pues para Vilaseca, un no es un sí, así que tengan cuidado si se les arrima una noche en la barra del bar.

Según este sagaz intérprete, “estas creencias no están ahí por casualidad, sino que cumplen la función de evitar que nos enfrentemos a nuestros dos mayores temores: el miedo a la libertad y el miedo al vacío”.

Con todos los respetos, caballero: ¿qué cojones sabe usted de mis mayores temores? Antes del desastre, mi mayor temor era encontrarme un pelo duro y rizado en un helado de chocolate y cheesecake de los Italianos. En cualquier caso, si esas creencias no están por casualidad, ¿quién las ha puesto ahí? ¿El diablo? ¿Orson Welles? ¿Torrebruno? ¿Torrebruno disfrazado de diablo? ¿Quién conspira para que no nos enfrentemos a nuestros dos mayores temores?

Sigue:

“Cegados por nuestro egocentrismo, solemos preguntarnos por qué nos pasan las cosas, en lugar de reflexionar acerca de para qué han ocurrido”.

Le costará creerlo, pero los hay que no nos preguntamos por qué nuestros hijos contraen cánceres, y mucho menos para qué. Porque sólo podríamos hacerlo desde unos presupuestos religiosos que no tenemos. Un par de líneas más abajo: “Preguntarnos para qué nos permite ver esa misma situación como una oportunidad. Y esa percepción lleva a entrenar el músculo de la responsabilidad”. Ah, gracias, señor Vilaseca. Ahora sé que la enfermedad de mi hijo es una oportunidad que me permite entrenar el músculo de la responsabilidad, que supongo que estará en el brazo. Lo entrenaré repartiendo hostias a quienes me insinúen que debo tener una actitud “eficiente y constructiva”.

Me dirán que exagero, que obviamente el texto de Vilaseca sirve para afrontar una visita al dentista o un mal día en el trabajo y no una tragedia grave. Pero no es así, puesto que él dice textualmente que debemos “intuir la oportunidad de aprendizaje subyacente a cualquier experiencia, sea la que sea”. Cualquier experiencia, escribe. Es decir, desde la rotura de una uña hasta una guerra nuclear.

Y entonces nos suelta el rollo de que recogemos lo que sembramos. Y no sólo eso. Agárrense: nuestra actitud y nuestra forma de pensar determinan las circunstancias de nuestra vida: “Si hemos venido creyendo que estamos aquí para tener un empleo monótono que nos permita pagar nuestros costes de vida, eso es precisamente lo que habremos cocreado (sic) con nuestros pensamientos, decisiones y comportamientos”. Claro, en cambio, si creo que estoy aquí para redimir a los puros y caminar sobre las aguas, me juntaré con otros doce tíos, algunos de los cuales escribirán unos evangelios sobre mis milagros, y uno de ellos me traicionará con un beso y otro me negará tres veces. Menos mal que, según los apócrifos, me cepillaré a María Magdalena y acabaré viviendo con ella en una comuna en Cachemira. Gracias, Vilaseca: ahora sé que para conseguir mis propósitos solo tengo que visualizarlos (sic) y tomar decisiones que vayan encaminadas a ellos.

De nuevo, esto puede valer para decidir si nos ponemos abrigo o chaqueta en un día de esos de primavera en los que parece que sí y al final es que no, pero, ante un problema real: ¿de qué cojones me está usted hablando?

¿Tan difícil es entender que hay experiencias sin moraleja? ¿Que hay cosas que te joden la vida sin que ni tú ni nadie pueda hacer nada por evitarlo y sin que nadie sea responsable de ello? ¿Me está diciendo que los presos de Auschwitz las pasaron putas y fueron gaseados porque sus decisiones y su mala cabeza les habían llevado a esa situación, y que todo habría sido muy distinto si hubieran organizado un flash mob al ritmo de Don’t Worry, Be Happy? Qué pena que Vilaseca no tenga edad para haberse paseado por los campos de exterminio nazis para dar charlas de motivación positiva y para enseñar a los prisioneros a extraer enseñanzas de sus experiencias.

Y llegamos a mi parte favorita: “Nuestra existencia no está gobernada por la suerte o por el azar, sino por la ley de la sincronicidad. Toma ya. ¿Pruebas? Las mismas que dio Yahvé cuando le exigió a Abrahám que rebanara el pescuezo de su hijo: ninguna. Créetelo, porque soy psicólogo, tío. Tengo estudios, un máster en no sé qué, sé de lo que hablo, colega, tú tranqui. Sincronicidad. Guay, suena molón. Suena científico. Y va incluido en los honorarios de la factura.

Tanta leche para llegar al final a esa versión vulgarizada y desnaturalizada del concepto budista de karma: si cometemos errores, nos sentiremos mal, y ese malestar nos enseñará a no errar más en el futuro. Y si acertamos, nos sentiremos bien, y seguiremos acertando. Como los perrillos de Pavlov, vaya, solo que en plan cósmico.

¿Qué errores he cometido o ha cometido mi hijo para que vivamos ahora la situación que vivimos? ¿Estoy purgando la mala contestación que le di a una vieja en mi pubertad? ¿La mentira que le dije a mi primera novia cuando me pilló un moretón en el cuello que me hizo una punki que tenía fama de ser muy guarra y luego no era para tanto? ¿No comer las frutas y verduras diarias que recomienda la OMS? ¿Dormirme en clase de Redacción Periodística II? ¿Emborrachar deliberadamente a una amiga para magrearme con ella en lo oscuro del bar? Dígame, señor Vilaseca, por qué el karma me da unas dosis tan grandes de malestar. Qué error tan monumental he debido cometer para sufrir ahora tanto como sufro. ¿O acaso el error es de mi hijo? ¿Por mearse fuera del pañal o por intentar tocar ese enchufe a pesar de que su madre y yo se lo habíamos prohibido con palabras, gestos y amenazas?

Convendrá conmigo en que, si las cosas son como usted dice que son, ese karma es un hijo de la grandísima puta y no tiene sentido de la medida. Con un simple sarampión habríamos escarmentado y habría bastado para encaminarnos por la buena ruta. Su karma se parece bastante a algunos lectores enfurecidos que han escrito cartas al director del periódico solicitando para mí tormentos parecidos al que sufro ahora por no haber citado su negocio en un reportaje o por deslizar una errata en el nombre de su sobrina. Estarán bien satisfechos ahora: sus deseos se han cumplido. Y no se apuren: si algún día coincido con alguno de ellos (y guardo nombre y filiación de más de uno) se lo recordaré, para darles la alegría de ver satisfechas sus ilusiones. Que haya karma para todos, que va barato.

Que somos dueños de nuestras vidas, que nuestros pensamientos positivos generan circunstancias positivas, que cosechamos lo que sembramos. No recuerdo haber sembrado cáncer. De hecho, no recuerdo haber sembrado nada en mi vida. Con todos mis respetos: váyanse a la mierda. Todos los gurús de la autoayuda y del ayudar a ser felices siendo felices y blablablá. Monten una secta y evangelicen a cuantos oficinistas divorciados quieran, pero dejen de fingir que nos iluminan con su ciencia cuando lo suyo no es más que palabrería insultante para quien tiene problemas de verdad.

No entiendo cómo un periódico que se las da de serio y exquisito, un periódico que no publicaría artículos de Aramis Fuster ni del Santón del Payatú, da pábulo a semejantes cantamañanismos propios del consultorio sentimental de la Super Pop.

PS.- En el cuento que abre mi libro Malas influencias, un ejecutivo asesina a su mujer siguiendo los consejos de un libro de autoayuda. En él encuentra los argumentos para cometer el crimen y no sentirse culpable (es más: gracias al libro puede culpar a la mujer de su propia muerte, de habérsela buscado por no vivir con la armonía precisa). Me reafirmo en mi cuento.

POR QUÉ LOS CABALLOS NO COMPRAN PERIÓDICOS (Y LOS HUMANOS TAMPOCO)

Podría elegir cualquier periódico para este ejemplo, pero elegiré El País porque:

a) no es el periódico en el que colaboro y en el que trabajaba hasta hace unos meses, luego puedo rajar de él con entera libertad.

b) es el periódico que leo y compro habitualmente. Es mi periódico, vaya, mi periódico como lector.

c) es el que ejemplifica de una forma más rotunda las cosas que quiero decir a continuación, aunque todas ellas puedan ser extrapolables al resto de diarios.

El País de hoy viernes tiene 64 páginas, y el de ayer tenía 56. Ambos costaban 1,20 euros. Hace cinco años, un El País de un viernes no tendría menos de 88 o 96 páginas, llevaría un suplemento de tendencias a color de no menos de 24 páginas y costaría 1 o 1,10 euros.

56 o 64 páginas es un periódico rácano, formato tranchete. Es prácticamente lo mínimo que se puede imprimir en una rotativa moderna sin que el producto se desmadeje y tenga un poco de consistencia. Es el tamaño habitual de un periódico en agosto, cuando no hay noticias ni periodistas para escribirlas.

Pero no estamos en agosto. Estamos en pleno mogollón. ¿Cómo es posible que el periódico lleve tan pocas páginas?

Como es sabido, la paginación de un diario no depende de la información ni de los contenidos, sino de la publicidad. A más anuncios, más páginas y más pasta para los dueños del periódico. A menos anuncios, menos páginas. Como también es sabido, desde hace unos tres años, la inversión publicitaria ha caído brutalmente. En algunos casos, por encima del 40% (en los clasificados, mucho más). Esto ha llevado a los periódicos a recortar páginas y a abaratar sus tarifas de publicidad.

Sí, señores, las tarifas de publicidad están por los suelos. Anunciarse en prensa es muy barato. Si les sobran unos euros y quieren darse el capricho, es el momento, prácticamente regalan los módulos (no tanto como en algunas teles autonómicas, pero casi) y están dispuestos a publicar lo que sea, por ofensivo, ridículo o contrario a su línea editorial que suene.

Es lógico que las tarifas bajen: ha descendido la difusión y el interés por aparecer en prensa. Ley de la oferta y la demanda. Microeconomía elemental.

Sin embargo, ese abaratamiento de precios no se ha trasladado al PVP. Al contrario: éste no ha dejado de crecer. En 2000, un ejemplar de El País (un rollizo ejemplar de El País, con sus casi 100 páginas, sus muchos suplementos hoy cerrados o reducidos a una expresión ridícula y una calidad de redacción muy por encima de la que estamos acostumbrados ahora) costaba 125 pesetas. Diez años después cuesta 1,20 euros. Es decir, 200 pesetas al cambio. Es decir, que el precio ha aumentado un 62,5%. Sin embargo, la cantidad (y la calidad) del producto ha descendido sensiblemente. La cantidad, entre un 45% y un 58%. La calidad no es mensurable, pero creo que su descenso es incluso superior.

Es decir, que El País está vendiendo un producto la mitad de sustancioso y bueno que hace diez años a un precio un 62,5% más caro.

¿Hace falta explicar por qué cada vez se venden menos periódicos?

Este argumento bastaría para explicarlo, pero hay un agravante. O varios agravantes.

En estos diez años han surgido un montón de alternativas que, básicamente, ofrecen lo mismo que los periódicos, pero más rápido, mejor y sin sospechas de propaganda institucional ni acartonamiento retórico. Frente a esas alternativas, la respuesta de los periódicos ha sido hacer cada vez peores productos, menos interesantes, peor escritos y más contaminados por el politiquerío y por la publicidad encubierta (cada vez más burda).

De nuevo: ¿hace falta explicar por qué cada vez se venden menos periódicos?

Ítem más: estas cosas no se pueden plantear en muchas redacciones. Los que cortan el bacalao no quieren ni oír hablar de estas cuestiones. Nada de autocrítica, toda la culpa es de la interné esa y del público, que es imbécil.

Recuerdo la lejana serie Periodistas. Yo me la vi entera con la esperanza de que me sirviera para convalidar un curso de Periodismo. Incluso lo puse en mis primeros currículos. La recuerdo, además de por su excelente elenco de actores y actrices, por el verismo de sus situaciones y por el pecho peludo de José Coronado (que luego se convirtió en cagón oficial comeyogures), por una secuencia de los primeros capítulos.

Escenario: bar de la esquina.

Personajes: una rubia agresiva de rictus amargado y José Coronado, de rictus relajado porque su yogur para cagones le acaba de hacer efecto.

Situación: la rubia agresiva lee el periódico de la serie y José Coronado hace la del lector gorrón e intenta mirar los titulares por encima del hombro de la rubia. La rubia se cosca, se vuelve con su rictus agresivo de no comedora de yogures y le dice: “Qué vergüenza, si todos hiciéramos como usted, la prensa se hundiría”.

Para mí, esta situación resume a la perfección la actitud de la prensa en esta última década (actitud idéntica o muy emparentada a la de otros sectores de la industria cultural): consuma por caridad. Ya que no le podemos ofrecer nada interesante, ni atractivo, ni que merezca el abono de 1,20 euros diarios (2,50 los domingos), le reclamamos que nos compre por pena, para que no nos extingamos como los linces, para que podamos seguir ligando con nuestro carnet de prensa. Apadrine un periodista, sólo le costará 1,10 euros al día.

Compre periódicos, vea cine español, consuma jamón de Teruel. Pero no lo haga porque le interesen los periódicos, el cine español o el jamón de Teruel. Hágalo para salvar los puestos de trabajo, para que se mantenga una industria amenazada o para sentirse patriotas, cojones.

Es el paso previo a la violación. El chico feo desesperado que recurre a la pena para ligarse a una chica, si la chica sigue pasando de él, puede plantearse violarla. ¿Llegarán a esos extremos los periódicos? ¿Aprobará el gobierno un decreto que nos obligue a comprar un par de diarios al menos una semana al mes? ¿Nos forzarán en una esquina?

Yo creo que hasta los chicos feos pueden follar sin recurrir a la pena ni a la extorsión. Hay chicos feos muy graciosos o muy listos que saben hacerse valer. Los periódicos, por desgracia, cada vez se parecen más a unos chicos feos que no tienen nada que ofrecer al mundo más que pena y rabia. Los típicos chicos feos que acaban convirtiéndose en serial killers.

*El título de este post está sacado de un libro que publicó la Asociación de la Prensa de Aragón hace unos años titulado Los caballos no compran periódicos, que recogía anécdotas de periodistas. Ahora que soy libre puedo decir que las anécdotas de periodistas (y las de basureros, y las de embalsamadores de cadáveres, y las de cualquier profesión) me parecen un coñazo insufrible, una muestra de endogamia y de autosatisfacción completamente injustificada. ¿Por qué la anécdota de un periodista ha de ser más interesante que la de un paseador de perros? Porque ser periodista es guay, dicen. Pos bueno, pos fale, pos malegro. Este año voy a cumplir diez en activo en esta profesión y todavía no le he encontrado el lado guay.

LO QUE NOS PONE

A ustedes y a mí, lo que nos pone bien puestos puede ser algo como esto:

O algo como esto:

Incluso, no voy a juzgar los gustos inguinales de nadie, puede que le ponga esto:

Si está en uno de esos tres grupos es porque usted no es periodista. Porque, si usted es un periodista de verdad, lo que le pone palote sin remedio es esto:

Para un periodista de verdad no hay nada más erótico que la corbata de un diputado o ministro.

Dicen que los periodistas son esos tipos que corren hacia el lugar del que huye la gente. Ja.

Dicen también que descubren los abusos de los poderosos, que desafían al establishment, que son el cuarto poder o asín. Ja y rejá.

¿Saben cuál es el problema de las definiciones y metáforas sobre los periodistas? Que las han escrito los propios periodistas. Por eso nunca les oirán decir que un periodista es ese bulto que asoma tras el culo de todo político.

A los periodistas de verdad les pone palote el poder. Un secretario de Estado se las ponen morcillonas. Un ministro consigue una erección viágrica, y un vicepresi como Rubalcaba hace que se corran antes de bajarse los pantalones. De presis ya no hablamos. Eso son amores platónicos. Con ellos sólo pueden hacerse pajas: los presis sólo admiten en su cama a unos poquitos periodistas. Tan poquitos, que los periodistas de verdad renuncian a estar entre ellos. No merece la pena el esfuerzo.

La poderfilia es una desviación muy guarra y obscena, absolutamente incomprensible para los que no somos periodistas de verdad. Porque el poder, como sabemos todos los que no somos periodistas de verdad, se compone de señores con bigote, dientes de oro y aerofagia. El poder se compone de caciques que firman con una X y dicen “me se fue la mano” y “¿ande está el cagódromo, que me vengo jiñando ende Albacete?”. El poder es un sitio lleno de pedos, analfabetos y sobres de antiácido.

El poder, amigos, es un sitio muy desagradable poblado por gente abyecta. El poder huele mal a pesar de los perfumes de mil euros el frasco que gastan los políticos.

Pero a los periodistas de verdad les pone. Les encanta sentirse dentro de esa cochiquera, oler los sobacos de los concejales y ver de cerca los pelillos de las narices de los consejeros autonómicos.

Por eso se explica que lo flipen con cosas que a ustedes y a mí nos dejan fríos. Lo de Wikileaks, por ejemplo.

Lo flipan con que un embajador de Estados Unidos mande informes a Washington sobre políticos españoles. Califican esos informes de “demoledores”. Un ejemplo de demolición contenido en un informe diplomático de Estados Unidos:

“Zapatero juega mirando a una base electoral izquierdista y pacifista, y usa la política exterior para ganar puntos en la política española, más que para atender las prioridades básicas de la política exterior u objetivos estratégicos más amplios (…) Esto ha derivado en una relación bilateral errática y en zigzag”.

¿Qué cuerpo se les ha quedado? ¿Se tambalean sus principios, se desvanece su visión del mundo? ¿Les tiemblan las canillas? ¿La tienen tiesa, caballeros? ¿No? Entonces, es que no son periodistas de verdad. Porque donde un periodista de verdad ve un informe demoledor, ustedes y yo vemos una valoración política normalucha, una opinión que podía expresarse en cualquier bar de España. Yo les puedo hacer un informe mucho más demoledor sobre Zapatero si quieren. En Intereconomía, también.

Para demoledores, los dos garrulos de esta temporada de Pekín Exprés, Manolo y Engracia, preguntando a unas chicas tailandesas si estaban dispuestas a meterse pelotas de ping pong en el coño para expulsarlas a gran distancia luego. Eso sí que es demoledor.

Más cosas que excitan a los periodistas de verdad: conocer listas de gente mencionadas en los telegramas oficiales de Estados Unidos. Dice El País:

En esta agenda figuran el Rey (mencionado en 145 cables, incluidos los de otras embajadas), José Luis Rodríguez Zapatero (111), Mariano Rajoy (129), Felipe González (76), José María Aznar (53), ministros, jueces, fiscales, empresarios y representantes de las más altas instituciones del Estado.

¡No me diga! ¡Madre de dios! O sea, que un embajador de Estados Unidos se dedica a informar sobre las actividades del rey, de Zapatero, de Rajoy, de Felipe González y de Aznar, además de las de ministros, jueces, fiscales y empresarios.

Jamás lo hubiera pensado.

¿Dónde está la noticia? Siguiendo las normas del periodismo, lo noticioso aquí sería que los informes estuvieran repletos de referencias a Los Del Río, de pinchazos telefónicos a Cañita Brava y de sinopsis de las reposiciones de Paco Martínez Soria en Cine de Barrio. Eso sí que serían unos informes demoledores y escandalosos, absolutamente inesperados. Pero que el embajador informe a sus jefes de que el rey anda duro de oído y que conviene hablarle por el izquierdo, porque por el derecho no se entera de nada, entra dentro del trabajo rutinario de un embajador.

Al menos, de lo que yo pensaba que era un embajador, que viene a ser un señor muy aburrido que sabe quedarse despierto en los discursos oficiales.

Que sí, que será todo muy excitante. Los entresijos de la diplomacia. Guau. Qué superimportante, tío. Mola mazo.

A mí, ya me perdonarán, me parece un coñazo. Informes por triplicado, sellos oficiales, señores que se apellidan Rajoy… Creo que Hitchcock no tenía ni para hacer un corto con todos esos documentos filtrados.

Pero, claro, yo no soy un periodista de verdad. Yo no entiendo la erótica del poder. Yo sólo soy un desgraciado adicto al hentai.

EMPANADA AÑOS 30

Anoche volví a las cinco de la mañana de un sarao en Madrid, así que reconozco que no tengo la cabeza muy ligera. Además, cené con dos grandísimos amigos (qué bien hacen los amigos cuando vives en el horror), y entre los tres liquidamos tres botellas de rosado-de-la-casa en lo de las crepes de Malasaña, así que, a la falta de sueño, añádanle una buena resaca. Por tanto, estoy investido de esa lucidez que sólo el mal humor matutino puede proporcionar y que me faculta para reconocer las gilipolleces al instante, sin la cesura de la civilización que nos obliga a contemporizar con las tontadas que se emiten públicamente.

Abro El País y leo La cultura sin cultura, homilía a cargo de César Antonio Molina, gallego, ex ministro y cultivador de canas en el coco.

Abro El País, leo La cultura sin cultura y vuelvo a la portada. Miro debajo de la mancheta. Pone: jueves, 25 de noviembre de 2010. Vuelvo al sermón del ex ministro, me froto los ojos y constato la fecha en el ordenador: thursday, nov. 25th.

Pues no he viajado en el tiempo.

Por un momento me parecía estar en 1930. Porque fue por esas fechas cuando Ortega y Gasset publicó La rebelión de las masas. Y cuando la Escuela de Fráncfort empezó a regar sus lamentos sobre lo que poco después se conocería como industria cultural. Y cuando Ilya Ehremburg, que era la versión soviética de baratillo de Ernest Hemingway, escribió su opúsculo Fábrica de sueños, en el que nos alertaba de lo peligrosísimo que era Hollywood con sus galanes engominados y sus divas pechugonas.

De eso escribe César Antonio Molina, que se acaba de leer un libro de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy titulado La cultura-mundo, cuyas páginas le han causado una honda impresión. No me extraña. Es un libro -según el ex ministro, porque es obvio que yo no me lo he leído- repleto de revelaciones, con más ideas útiles que un catálogo de Ikea. Lipovetsky y Serroy nos informan, por ejemplo, de que “hoy se escucha más a un cantante, a un deportista, o a una estrella del star-system que a un intelectual”. O: “La cultura humanista está hoy abandonada por jóvenes entregados al becerro de oro de las redes de comunicación”. O: “La cultura se convierte en industria, en la forma de un complejo mediático-comercial que es el motor del crecimiento de las naciones desarrolladas”.

Madre mía, qué panorama. ¿Esto lo saben en Madrid? ¿Está el presidente al tanto de estos desastres? ¿Sabían ustedes algo de todo esto? Qué horror, qué espanto y, sobre todo, vaya novedad.

Pero no se crean ustedes que los autores de La cultura-mundo se detienen ante tan magnas revelaciones. Su intelecto va mucho más allá. Han observado a sus hijos adolescentes y, en lugar de decirles, como haríamos ustedes y yo: “Niño, sal a la calle un rato y ventila la habitación, que huele a mamut con diarrea. Qué barbaridad, hijo, 48 horas seguidas con el feisbuk, el guor of gourcraf y el puto porno, que se te van a caer los ojos en el teclado. Anda, vete por ahí a los Sanfermines, a ver si ligas con una australiana y te pierdo de vista unos años”.

En cambio, ellos, que son filósofos, aprovechan la circunstancia para filosofar, y nos regalan esta filosofada: “Internet es un peligro para el vínculo social, añaden los autores de La cultura-mundo, en la medida en que, en el ciberespacio, los individuos se comunican continuamente, pero se ven cada vez menos. En esta era digital los individuos llevan una vida abstracta e informatizada, en vez de tener experiencias juntos quedan enclaustrados por las nuevas tecnologías”.

Yo creía que el Mediterráneo era un mar muy conocido y cartografiado desde la más remota antigüedad, pero parece que hay gente que en el siglo XXI todavía no ha oído hablar de los fenicios ni de los piratas de Orán y se sienta en la playa de Benidorm elucubrando un nombre para esa sorprendente masa de agua que se extiende ante sus ojos y que nadie antes que ellos ha descubierto.

Así está César Antonio Molina, con su cuaderno moleskine en la playita de Benidorm, pensando: “Lo llamaré Mare Nostrum, que es latín y quedará bien en mis poemas”.

Es cansino leer una y otra vez las mismas bobadas quejosas y curiles. Especialmente, cuando no se aporta ni un solo dato empírico, ni un sólo retazo de realidad, ni un sólo ejemplo. Todo elucubración, todo también tú, Bruto, hijo mío, todo in hac lacrimarum valle (sí, yo también estudié latín y leí La Celestina en el insti, pero ni siquiera eso me vacunó contra la escritura de blogs).

“Internet es un peligro para el vínculo social”. ¿En qué se basa esa afirmación? ¿En que los intelectuales lo sienten como un peligro? ¿Desde cuando los sentimientos se aceptan como axiomas?

Pero no hagamos más sangre y vayamos a las conclusiones, que se me está pasando la resaca y corro el riesgo de escribir algo decente. Desesperado, el poeta-ministro (toma oxímoron de los buenos) se pregunta:

En una civilización así, ¿qué queda de los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental? ¿Qué clase de ser humano producirá esta nueva civilización?

Leamos de nuevo: los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental. ¿Qué ideales fueron esos? ¿El ideal de la expulsión de los judíos y moriscos? ¿El de llevar el virus de la viruela al Caribe? ¿El que movía el timón de los barcos negreros? ¿El de los niños de las inclusas británicas que retrató Charles Dickens? ¿El de los irlandeses criados en granjas para alimentar a los ingleses, como quería Malthus? ¿O quizá se refiere al ideal de ese pedazo de humanista llamado Adolf Hitler y su afición a jugar al Risk sobre un tablero real? ¿O al que motivó el crimen de Puerto Hurraco?

No sé qué historia de la civilización occidental le enseñaron a César Antonio Molina en su Galicia natal, pero difiere considerablemente de la que aprendí yo, que estaba llena de matanzas, sádicos, ricos que se orinan sobre pobres, pobres que muy de vez en cuando se orinan sobre los ricos, deportaciones, fuego y torturas. Pero si a César Antonio Molina le dijeron que la historia de Occidente (¿se refiere a Europa?) fue algo así como una velada de caballeros filósofos que intercambiaban versos alejandrinos mientras fumaban en pipa en las butacas del Reform Club de Londres, no le llevaré la contraria. Pero si mira por las ventanas del salón en el que departen Sócrates, Martín Lutero y Voltaire, verá las bombas caer y a los soldados de las SS violando a judías de seis años. Pero tendrá que mirar él, porque ni a Sócrates, ni a Martín Lutero ni a Voltaire le importan una mierda la suerte de las niñas judías de seis años.

No soy ni quiero ser un optimista, pero cualquier persona que no viva encerrada en su siglo XIX particular puede refutar fácilmente los lugares comunes esnobs y demodés que fundamentan artículos como este. Cualquiera puede ver que esas ideas (nacidas con Spengler, con Heidegger, con el propio Thomas Mann, con Ortega y Gasset y con Adorno y Horkheimer) han sido periclitadas por la fuerza de los acontecimientos.

Este discurso elitista obvia capciosamente una serie de hechos que contribuyen a dibujar un panorama muy distinto: en los años 30, el analfabetismo aún no estaba erradicado en Europa (y era una lacra en países como España o Italia, tan cultos, con sus cervantes y sus dantes) y la enseñanza superior era coto exclusivo de una reducidísima élite, que era la misma que leía, iba a conciertos y se paseaba por las pinacotecas. Hoy vivimos en una sociedad sin analfabetos y con un gran porcentaje de la población que ha pasado por la universidad. Los receptores y emisores culturales se han ampliado no sólo cuantitativa, sino cualitativamente. Hoy hay más novelistas, más músicos, más editoriales y más artistas que en los años 20, 30 y 40. Y, lo que es más importante: hoy hay más gente interesada por sus obras, y capaces de entenderlas y de gozarlas, que en los años 20, 30 o 40.

En los años 20, 30 y 40 yo no habría tenido ninguna posibilidad de escribir y publicar un libro, y mucho menos de trabajar en un periódico. Y sólo con mucha suerte, esfuerzo y sangre habría podido llegar a la universidad. Muchos de mis amigos que hoy son escritores proceden de familias que eran analfabetas hace dos o tres generaciones.

Lo que ha cambiado es que el público y los creadores han dejado de ser actores políticos. Es normal que así sea, puesto que ya no se identifican con una élite. Hoy, los novelistas, los músicos y los artistas se reclutan de entre todas las clases sociales y su interés no puede estar unido al destino de una burguesía rectora y poderosa. Su discurso, por tanto, se ha vuelto menos público -se ha atomizado, que dirían los sociólogos listillos- y mucho más heterogéneo. La esfera política no les interesa, ellos están a otras cosas. No quieren transformar ni perpetuar ningún mundo: sólo quieren escribir, cantar, pintar, hacer sus cosas. Y su público quiere eso de ellos: no les pide que sean referentes morales ni que les guíen en el camino a la salvación.

Y eso es cojonudo: la cultura se ha democratizado y ha perdido su carácter sagrado. Además, internet ha multiplicado exponencialmente las voces, dinamitando la hegemonía de la que disfrutaban los intelectuales como únicos actores de la esfera pública.

Lo que echan de menos César Antonio Molina y los filósofos franceses no es la cultura como tal, sino su cultura. Echan de menos los tiempos en los que ellos hablaban y los demás escuchaban. Echan de menos los tiempos en los que ellos escribían una tribuna en El País y un bloguero de tres al cuarto no tenía posibilidad alguna de rebatirle ni de debatir con él.

Echan de menos el poder, que es la droga más pegajosa que existe, por eso andan con estas empanadas mentales que suenan a los años 30.

PERRO COME PERRO

La serie de El País sobre el periodismo que se hace caquitas (y caquitas acuosas, que zurullos gordotes siempre ha deposicionado con alegría) ha tenido un momento de gloria en la entrevista a Giovanni di Lorenzo, director del semanario alemán Die Zeit. Ha sido el triunfo del sentido común en un terreno donde escasea mucho.

Resulta que, en un momento de pánico cagaleroso, cuando las tiradas de los periódicos han caído tanto que ya no pueden disimular su bajada con ninguna de las triquiñuelas habituales (suscripciones masivas de la administración pública a cargo del gobierno amigo y a cambio de algún favor en forma de entrevísteme-usted-a-este-ministro-y-que-salga-muy-guapo, regalos de ejemplares en las puertas de las universidades -como hace El Mundo, sin lograr que los estudiantes se lleven un producto que no quieren ni gratis- y otras ayuditas gubernamentales), hay un semanario alemán llamado Die Zeit que presume de haber incrementado su difusión en un 60% y su facturación empresarial, en un 70%. Maravillados, los atribulados señores de El País, que cada año ven menguados sus otrora magníficos sueldos, le preguntan el secreto de su éxito. Y Di Lorenzo les responde esto:

¿Cómo lo hemos conseguido? Desoyendo todo lo que nos aconsejaron los asesores de medios. Seguimos haciendo textos muy largos, no nos adaptamos a las modas y continuamos haciendo un periódico bastante difícil. Creo que esta fue una de las razones de nuestro éxito. En un momento en el que la gente necesita orientación, se dirige a medios que no han cedido ante compromisos.

In others words: haciendo periodismo, que es lo que han dejado de hacer los periódicos. Mientras los demás se dedicaban a vender vajillas, cafeteras Nespresso y pelis de Paco Martínez Soria, Die Zeit hacía periodismo. Periodismo: ¿se acuerdan de cómo se hacía eso?

Subrayo la expresión “desoyendo todo lo que nos aconsejaron los asesores de medios”. Algo que resultará ajeno al público en general, pero que es muy familiar para los que hemos pasado buena parte de nuestra vida en la redacción de algún periódico.

Los asesores de medios son una versión sofisticada de los vendedores de enciclopedias. Llaman a la puerta de un anciano asustado y parapetado en un brasero y les convencen de la necesidad de gastar el importe íntegro de su pensión en una estupenda colección de cuarenta volúmenes ilustrados con las vidas de los mil botánicos más influyentes de la Grecia clásica. El anciano acaba arruinado, pero sintiéndose muy culto y preparado para afrontar los retos del futuro, y el asesor de medios busca otro domicilio con otro anciano asustado al que colocarle otros tochos.

En los periódicos pasa más o menos lo mismo. La empresa, asustadísima por el descenso de la tirada y de la publicidad, recibe la visita de unos señores muy bien vestidos que exhiben unas titulaciones muy rimbombantes obtenidas en una universidad privada (imprescindible que sea privada). En su maletín llevan un ordenador Apple (pero es atrezo, en realidad, no funciona), y unas magníficas presentaciones en Powerpoint. Estos señores, cuyos nombres no suenan a nadie porque jamás han estampado su firma en periódico alguno y nunca jamás han hecho una entrevista o asistido a una rueda de prensa o entregado un artículo al cierre de una edición, reúnen a jefes, jefecillos y plumillas y les dicen, con grandes sonrisas de dientes de oro, todo lo que hacen mal. No mal, rematadamente mal. Fíjense: su trabajo es un desastre, son ustedes unos mierdas, no me extraña que su medio se vea como se ve.

Pero no se preocupen -proclaman cambiando súbitamente el tono-: por suerte, estamos aquí para solucionar sus problemas. Y entonces proponen cuatro o cinco sandeces, que suelen resumirse en la fórmula: “Textos corticos, foticos grandes y no usar palabras de más de dos sílabas, y si no se usan palabras, mejor”.

Y, tras preguntar dónde queda el departamento de contabilidad para cobrar la factura y las dietas -incluida la comilona que se han zampado en el mejor restaurante de la ciudad-, salen por la puerta en busca de otro periódico asustado y en apuros.

¿Realmente es tan extraño que un periódico que no ha hecho caso a estos timadores con alta en la seguridad social le vayan las cosas bien?

El futuro de la prensa está muy negro, pero no se crean nada de lo que dicen los plañideros: el periodismo ha muerto a manos de los periodistas. No ha hecho falta ninguna ayuda externa. Ellos solos (nosotros solos, debería incluirme en el mea culpa) se han bastado para aniquilar su negocio, convirtiéndolo en hojas de promoción de los políticos arribistas, infantilizando a los lectores, estafándoles al ofrecerles como información lo que no es más que burda promoción y autobombo, y, finalmente, renunciando a fabricar un producto periodístico y dedicándose a vender sartenes y estufas rústicas de colección.

Luego dirán que si internet y que si el público les ha dado la espalda porque ya no lee. No señores: son ustedes los que hace mucho tiempo que dieron la espalda al público.

Y ahora, si me disculpan, me voy a matricular en la escuela de idiomas, a ver si aprendo alemán rapidito y puedo remitir un currículum a Die Zeit.

EXOTISMOS

Como ahora soy un hombre presuntamente libre (un empresario individual, según la jerga jurídica de la Agencia Tributaria, aunque sigo vistiendo como un becario gregario), me puedo permitir pequeños lujos que me estaban vetados cuando pertenecía a la redacción de un medio de comunicación. Entre ellos, escribir a la defensora del lector de El País. La de veces que me he quedado con las ganas de enviar una de esas cartas tan polite, tan british y tan engoladas. Ahora me he dado el gustazo. No sé si me harán caso (probablemente, no), pero el placer de sentirme un lector ofendido ya no me lo quita nadie. Aquí os dejo lo que le acabo de enviar a Milagros Pérez Oliva, defensora del lector de El País:

Estimada Milagros:

Quizá le escriba un poco tarde, pues han pasado unos días desde su publicación, pero confío en que tome en consideración mi sugerencia. El 27 de septiembre de 2010, El País publicó un estupendo reportaje titulado “El sur se escribe con eñe” (aquí, en la versión digital), que daba cuenta de un grupo emergente de autores africanos que escriben en castellano y que protagonizaron parte de la programación del Hay Festival de Segovia. Nada que objetar al contenido del texto, que me pareció un ejercicio de excelente periodismo cultural, divulgando al lector común claves que sólo están al alcance del especialista.

Mi crítica va dirigida al responsable o a los responsables que decidieron incluir esta pieza en la subsección “Tendencias”, segregada del bloque general de la sección de Cultura, sin que en el texto se justifique esta adscripción. El contenido -un reportaje sobre escritores redactado a propósito de un gran festival literario- es propio de la sección de Cultura. Es más, el tono y el fondo del artículo insisten en la idea de que los autores africanos luchan por alcanzar una “normalidad” en el panorama literario hispánico y quieren sacudirse la etiqueta “exótica”. ¿Por qué no, en aras de ese deseo, evidentemente compartido por el autor de la pieza, ha aparecido con “normalidad” en las páginas culturales, en lugar de en las “exóticas” de Tendencias?

Le incluyo dos extractos representativos del texto: “A partir del 5 de octubre, se celebrará un congreso cuyo título va dejando de ser un exotismo: África y escrituras periféricas en español”. “La recepción en España es el gran problema de unos escritores cuya primera aspiración es ser vistos para poder ser leídos”. Es obvia la comprensible alineación del periodista con las aspiraciones de estos autores, que parece que no ha sido compartida por sus jefes.

Desde mi punto de vista, la adscripción del texto a la sección Tendencias invalida el loable propósito divulgativo del artículo, ya que trata a estos escritores como productos no literarios, indignos de aparecer en las páginas culturales en pie de igualdad con sus colegas europeos. Es algo más que una cuestión de elegancia y resiente gravemente la credibilidad de una parte del periódico, ya que algunos lectores nos preguntamos qué procesos internos de la redacción han conducido a relegar un contenido puramente cultural a las esquinas de lo exótico, y no quisiéramos hacer elucubraciones perversas y fuera de lugar sobre el color de la piel de los protagonistas del reportaje.

Sin otro particular, le agradezco su interés y quedo a su disposición.