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LOS GUAPOS TAMBIÉN PIENSAN

Como parece que ahora volvemos a ser revolucionarios otra vez, estaría bien pertrecharse de alguna buena lectura. Tiren ahora mismo el cuaderno de caligrafía Rubio con forma de panfleto incendiario del tal Hessel, y también la coda que han hecho en España con el título de Reacciona.

(Nota al margen: los tres adalides de Reacciona son José Luis Sampedro, Federico Mayor Zaragoza y Baltasar Garzón. Es decir, un banquero nonagenario, un alto diplomático y un superjuez que enchirona a gente. Y esa camarilla quiere que yo reaccione. ¿A qué? ¿A sus dietas, a sus discursos, a sus honorarios, a las sopitas y lechitas con miel que toman antes de dormir? Nota al margen de la nota al margen: los imperativos me repelen mucho. Pocas cosas me irritan más que que me interpelen en ese modo verbal, y encima, tuteándome. Un poco de educación, señores, que son ustedes muy mayores y ocupan cargos de muy alta responsabilidad en despachos que no conocen la palabra Ikea, ni que fueran acampados en la Puerta del Sol o algo así.)

Una buena lectura para entretener el tedio del desempleado es la biografía que acaba de publicar Anagrama en su mínima y poco divulgada colección Biblioteca de la Memoria (la de las tapas verde caqui): El gentleman comunista. La vida revolucionaria de Friedrich Engels, del joven y atractivísimo historiador inglés (37 añitos, casi un párvulo en su campo) Tristram Hunt.

Este es Tristram Hunt:

Un inglés guapo es más raro que un lince sin atropellar, y es evidente que un niño bien -estudió en Cambridge y remató faena en USA- guapito de cara no necesita demostrar nada en esta vida. Blanco, inglés y bello: su vida resuelta antes de nacer. Por eso tiene mucho más mérito que se haya dejado los ojos, los codos y parte de su corteza cerebral en escribir un libro tan ambicioso, completo y profundo como esta biografía de Engels. Porque, por definición, una biografía de Engels es trabajo para feos. Los guapos están en la discoteca, no en la biblioteca, donde las posibilidades de ligarse a una hermosa y muy desinhibida drogadicta son escasas tirando a nulas.

Lo mismo le pasaba a Engels, y quizá por eso tiene empatía por el personaje. Como de Engels se suele saber bien poco, salvo que es el apellido que va detrás de Marx y de la conjunción copulativa y -como en Ortega y Gasset-, no son muchos los que conocen su faceta de bon vivant y de guaperas oficial. Era un alemanón fuertote y muy apuesto, que gustaba de cepillarse a mujeres de toda clase y condición, incluyendo las que estaban casadas con sus amigos -no con Marx, esa barrera no se sobrepasó-. Y, a pesar de ser un tipo rico, divertido, juerguista y ligón a más no poder, fue uno de los pensadores más brillantes del siglo XIX, dejó escrito un puñado de libros que no han perdido brillo y contribuyó a dar forma manejable y comprensible a ese barullo filosófico alemán que él mismo bautizó como marxismo.

El propio Hunt no se explica cómo Engels encontraba tiempo para escribir unos libros tan densos y audaces entre tanto vino de Borgoña, tanto marido cornudo y tantas cacerías por las afueras de Manchester. Y entre tanto curro en la empresa familiar y entre tanto atender las necesidades más pedestres de su amigote Marx, completamente incapacitado para cualquier tarea de la vida cotidiana y ahogado siempre en deudas y en pequeñas banalidades que no sabía resolver por sí mismo.

Más allá de eso, lo bueno del libro de Hunt -una de las muchas cosas buenas de este muy buen libro- es que perfila al fin una imagen justa y ajustada de Friedrich Engels. Quizá ustedes no lo sepan o no les haya importado nunca, pero Engels es uno de los problemas fundamentales del debate en y sobre el marxismo. Una teoría muy extendida le hace responsable de la vulgarización de la filosofía de Marx en unos esquemas tan simplistas que la desvirtúan por completo. Quienes esto afirman, sostienen que Lenin y la primera generación de comunistas no fueron en verdad marxistas, sino engelsistas, y encontraron en las recetas pueriles de Engels la excusa idónea para su acción política. De ahí a responsabilizar a Mr. Friedrich del Gulag y de las matanzas de los Jemeres Rojos media un pasito insignificante.

Otros, en cambio, desde el marxismo-leninismo, le han hecho responsable del cisma que dividió en 1915 y 1916 (en las conferencias suizas que dinamitaron la Segunda Internacional) a socialistas y comunistas. Para estos, Engels fue un blandurrio que dio argumentos a los revisionistas para que renunciaran a la lucha violenta revolucionaria, alejándose de los principios del maestro Marx.

Para Hunt, ni unos ni otros tienen razón. Ambos utilizan sesgada y torticeramente los libros de Engels para hacerles decir lo que no dicen y para responsabilizarle de hechos de los que no podía ser responsable, pues llevaba muchos años muerto cuando estos sucedieron. Además, la supuesta “mala interpretación” que Engels hace de Marx al divulgar su pensamiento es falsa, ya que Hunt demuestra muy claramente que esa divulgación se hizo bajo la tutela de Marx, y que este nunca puso un solo pero a lo que Engels decía que él decía. Este párrafo es claro y tajante:

¿Fue Engels responsable de los terribles actos realizados en nombre del marxismo-leninismo? Aun en nuestros días, cuando tan de moda están las disculpas históricas, la respuesta tiene que ser no. En ningún sentido inteligible pueden Engels o Marx ser culpables de los crímenes cometidos varias generaciones más tarde por los actores históricos, aun cuando las líneas de actuación se ofrecieran en honor de ambos. Así como no se puede culpar a Adam Smith por las desigualdades del libre mercado occidental, ni a Martín Lutero por el carácter del evangelismo protestante moderno, ni a Mahoma por las atrocidades de Osama bin Laden, los millones de almas que el estalinismo liquidó no fueron a la tumba por culpa de los dos filósofos que trabajaron en Londres en el siglo XIX.

Y sigue diciendo que esto no es así sólo “por el simple anacronismo de la acusación”, sino que hay razones de fondo, éticas y teleológicas, que avalan esta tesis. Así las resume:

Pese a la fácil caricatura que hacen los anticomunistas y los apólogos de Marx, Engels nunca fue el arquitecto corto de miras y mecanicista del materialismo dialéctico que exaltó la ideología soviética del siglo XX. Entre el “engelsismo” y el estalinismo, entre una visión abierta, crítica y humana del socialismo científico y un socialismo científico desprovisto de cualquier precepto ético hay un enorme abismo filosófico (…). La lógica cerrada del Curso breve de Stalin habría sido un anatema para el Engels eternamente curioso: detrás de su porte militar, el General [apodo cariñoso con el que se le conocía en casa de los Marx] se interesaba por las ideas desafiantes, por las nuevas tendencias y a menudo por repensar sus propias posturas.

Y, destacando aspectos del Engels hombre, que no se aprecian en sus escritos pero sí florecen al estudiar su vida, concluye:

Ni igualador ni estadista, este gran amante de la buena vida, defensor apasionado de la individualidad, creyente entusiasta en la literatura, el arte y la música como foros abiertos, nunca, y a pesar de todas las afirmaciones estalinistas que reclamaban su paternidad, podría haber dicho que sí al comunismo soviético del siglo XX.

La propuesta político-intelectual última de esta biografía, más allá de sus méritos y contribuciones académicas, es la invitación a repensar una figura injustamente contaminada y manchada con sangres que no contribuyó a hacer manar. Algunos de sus escritos siguen siendo excelentes descripciones críticas de cómo funciona el capitalismo, sin la jerga economicista de Marx, contado como un reportero, a pie de obra. Fue un tipo sagaz que supo ver cosas que siguen estando ahí, y su obra puede ser un buen punto de partida para pensar la sociedad en la que vivimos ahora.

Yo descubrí a Engels hace mucho, en un libro que debería estar en la biblioteca de cualquier periodista: La situación de la clase obrera en Inglaterra. Es un reportaje audaz y brutal de la vida cotidiana de Manchester en los años 40 del siglo XIX escrito desde la calle y aplicando todo el bagaje filosófico y humanístico aprendido en Berlín.

Pero advierto: es un libro mucho más difícil de leer que Indignaos o Reacciona. Y mucho menos complaciente. Y mucho más adulto (esto último es fácil). Y es duro porque es honesto. Por eso no usa el modo imperativo en el título, porque interpela a la inteligencia del lector, no a los grupies de las primeras filas de un concierto.

POLLOS AL A’ST

Hace un tiempo dimos una noticia en el periódico donde echaba las tardes: la última casa de Goya que quedaba en Zaragoza, amenazada de ruina.

Tachán, tachán.

Se nos puso a todos esta cara:

¡No puede ser, cobarde de la pradera! ¡Hay que salvar esa casa in-me-dia-ta-men-te! Qué pérdida para el patrimonio, para nuestra cultura, para nuestros niños. ¿Es que queremos que nuestros hijos vivan en un mundo sin casas que fueron habitadas por Francisco de Goya y Lucientes? ¿En qué nos hemos convertido?

Así estábamos todos, rasgándonos las vestiduras (de H&M, pero compradas con cariño) y pidiendo la cabeza del director de Patrimonio y de Zapatero si no se ponía remedio en el acto, cuando una compañera —y, sin embargo, amiga— gritó:

—Mecagüenlaleche. ¿Es esa casa de la plaza de San Miguel? ¿La que tiene un garito de pollos a l’ast en los bajos? Mecagüenlahostiaputaenvinagre. Mira, como me cierren el sitio de los pollos por culpa de la mierda de Goya, me voy a cagar en las pinturas negras. Con lo que me gustan a mí los pollos de ese sitio.

Efectivamente: en la última casa de Goya que queda en pie en Zaragoza hay una tienda de pollos a l’ast. Perdón: de pollos al a’st, pues así lo anuncia el letrero, con la diéresis puesta cual brochazo goyesco allí donde buenamente ha caído. Esta circunstancia escandaliza a muchos prebostes y a muchos escandalizados profesionales. Qué infamia para la memoria de don Francisco tener toda la casa apestada a base de pollo asado y patatas panadera (y croquetas de cocido los martes).

Pero yo, claro está, estoy con mi amiga: como le quiten el sitio de los pollos al a’st para poner una tienda de recuerdos goyescos en una casa-museo ad hoc, también me cagaré en el retrato de la familia de Carlos IV.

Me encanta que hayan desaparecido las casas de Goya en Zaragoza y que la que queda en pie huela a pollo. Una de las cosas que más me gustan de esta tierra es que no está llena de reliquias, que aquí no se venera nada, que se puede ir por la calle sin pisar tumbas ni hacer reverencias.

La sociedad aragonesa tiene una sana aversión a lo sagrado de la historia. Eso redunda en un patrimonio magro, arruinado o malvendido, pero propicia un ambiente agradable y desintoxicado, poco proclive a la bronca y a la procesión.

Aquí no se venera nada. Los santuarios se construyen fuera. Y eso, a pesar de la machacona insistencia por crear santos culturales, agudizada por la candidatura de Zaragoza 2016. A mí me enferma. Cada vez que oigo mencionar a Buñuel, Goya, Ramón y Cajal, Ramón J. Sender, Gracián y los Hermanos Argensola, me entra hambre de pollo al a’st.

¿Que los aragoneses no valoran su pasado, que lo ignoran y desprecian? Afortunados ellos. Afortunados nosotros. Los hay que no pueden caminar de tan cargado de historia que llevan el petate.

Vivan los pollos al a’st.

EUROPA

Fascinante lo de Tony Judt. Un historiador capaz de moverse con esa soltura en unos términos tan ambiciosos y amplios (escribir la historia de Europa desde 1945) y que a la vez es capaz de construir una interpretación de los hechos contraria y poco complaciente con el lugar común de la crónica periodística y de la retórica política tiene trazas de genio. Toda persona que sufre una enfermedad degenerativa (la terrible ELA, en su caso) es digna de compasión y protagoniza una tragedia espantosísima, pero permítanme un leve sesgo elitista al decir que cuando un talento de la talla de Judt se pierde en lo más alto de sus capacidades, la tragedia es un poco más siniestra, porque perdemos todos. No andamos tan sobrados de talentos (ni ahora ni nunca), aunque los empresarios aficionados a remover becarios crean que los trabajadores intelectuales son intercambiables. Judt acaba de sacar otro libro en Estados Unidos, la primera parte de sus memorias, dictadas, evidentemente. Por lo visto, Judt quiere aprovechar cada segundo antes de que la enfermedad le apague por completo, no se rinde.

Tras algunos tiras y aflojas, y con algunas lecturas intermedias que me han ralentizado bastante la marcha, anoche llegué a la última página (la 1.183) de Postguerra. Ahora seguiré, por recomendación de Javivi, con Sobre el olvidado siglo XX.

Son muchas las cosas que me han gustado (¿estimulado?) de este libro, que pone en solfa muchos de los tópicos complacientes (y no complacientes) sobre nuestro continente. Sobre nosotros mismos. Sobre nuestros padres y abuelos. Pero me quedo con la idea central del libro: que Europa ha entrado en el siglo XXI inverosímilmente rehecha, fuerte, vigorosa y con capacidad de marcar el rumbo.

Unas cuantas ideas sobre la Europa que vivimos hoy:

Lo que aglutina a los europeos, incluso cuando critican duramente algún aspecto de su funcionamiento práctico, es lo que se ha dado en llamar —marcando un revelador contraste con la “forma de vida estadounidense”— el “modelo europeo de sociedad”.

Este es el dibujo de esa Europa a comienzos del siglo XXI, definido por dos bandos o dos grupos sociales:

A un lado estaba una refinada élite de europeos: hombres y mujeres, generalmente jóvenes, muy viajados y bien preparados, que quizá hubieran estudiado e dos o incluso en tres universidades diferentes del continente. Su cualificación y sus profesiones les permitían encontrar trabajo en cualquier parte de la Unión Europea: desde Copenhague hasta Dublín, desde Barcelona hasta Fráncfort. Los sueldos elevados, los billetes de avión baratos, la apertura de fronteras y una red de ferrocarriles integrada favorecían una movilidad más cómoda y frecuente. Esta nueva clase de europeos viajaba con facilidad por todo el continente para consumir, llenar su ocio y divertirse, y también para buscar trabajo, comunicándose como habían hecho los clérigos medievales que deambulaban entre Bolonia, Salamanca y Oxford, en una lingua franca cosmopolita: entonces el latín, ahora el inglés.

Al otro lado de la divisoria se encontraban quienes —siendo todavía la inmensa mayoría— o bien no podían formar parte de este maravilloso nuevo continente o no habían decidido (¿por el momento?) entrar en él: eran los millones de europeos cuya ausencia de cualificación, formación, preparación profesional, oportunidades o medios los mantenían firmemente enraizados en su lugar. Esos hombres y mujeres, los villein del nuevo paisaje europeo, no podían beneficiarse tan directamente del mercado único que disponía la Unión Europea para bienes, servicios y mano de obra. Por el contrario, se quedaban ligados a su país y a su comunidad, constreñidos por la falta de familiaridad con posibilidades lejanas y lenguas extranjeras, y con frecuencia mucho más hostiles a “Europa” que sus compatriotas cosmopolitas.

Vamos, que se ha abierto una brecha que sólo podrá borrarse —si se borra— en el transcurso de un par de generaciones. Hay dos fuerzas enfrentadas: cosmopolitas y provincianos en pugna por integrar o romper la UE. Los provincianos, mucho más numerosos, son la audiencia preferida de los políticos. Cuestión de votos.

Sigue Judt:

Los europeos, cada vez más nómadas, ahora se conocían mejor que nunca. Y podían viajar y comunicarse en igualdad de condiciones. Pero no hay duda de que algunos seguían siendo más iguales que otros. Dos siglos y medio después de que Voltaire señalara el contraste entre una Europa que “conoce” y una Europa que “espera que la conozcan”, la diferencia seguía siendo muy importante.

La Europa que conforma esta élite nómada suena a algo así como el viejo Imperio Austrohúngaro o el Imperio Otomano: una extensión variable de tierras donde se habla multitud de lenguas y dialectos, pero donde los ilustrados se comunican entre sí en una lingua franca y donde la autoridad no exige patriotismo ni adhesiones a una bandera: esos imperios permanecieron unidos mientras unos respetaron y aceptaron la existencia de los otros, mezclados en ciudades cosmopolitas y multilingües (mucho más ricas y heterogéneas en el caso del imperio turco). Cuando la mayoría de un grupo empezó a pensar que estaría mejor sin “los otros”, el frágil invento se fue al traste y empezó una serie de limpiezas étnicas cuyo inicio puede fecharse en la Macedonia griega en 1912 y terminar en Kosovo en 1999, con las dos guerras mundiales de por medio. De hecho, hay cierto acuerdo entre algunos historiadores al considerar que todas las guerras europeas del siglo XX son episodios de una sola.

Eso es lo que hicieron los estados nacionales surgidos en el turbulento siglo XX: homogeneizar y simplificar el mapa cultural, étnico y lingüístico de Europa, creando unidades monocromas y fáciles de manejar por políticos nacionalistas y por estrategas geopolíticos acostumbrados a mover fronteras a su conveniencia.

Pero, a finales del siglo XX y del XXI, Europa ha vuelto a ser heterogénea, multiforme y compleja. Y no ha regresado al que parece su estado natural —cuando ni Hitlers ni Napoleones ni Stalins se empeñan en jugar al Risk— gracias a la soporífera y antidemocrática burocracia de la UE, ni a la implantación del euro, ni a la asunción del acervo comunitario. Lo está consiguiendo gracias a tres cosas: la inmigración masiva, Ryanair y las becas erasmus. Y si me apuran, gracias también a la Champions League.

Las capitales europeas son hoy casi tan cosmopolitas como lo fue la Salónica del siglo XVI o la Viena del XVIII. Quizá más: más complejas e inabarcables. También más problemáticas. Pero, desde luego, mucho menos aburridas.

Los Estados y las naciones siguen teniendo importancia en algunos aspectos, pero para la élite que dirige Europa pintan poco: esa élite se mueve entre ciudades, no entre países. El “modelo europeo de sociedad” en el que se desenvuelven se parece bastante al “estilo de vida americano”: nómada, urbano y despreciativo hacia cualquier elemento provinciano o localista. Sí, a pesar de quienes lo pusieron en marcha, la UE (socialmente, al menos) va a acabar pareciéndose mucho a Estados Unidos. Pero como no lleva camino de parecerse jurídica e institucionalmente, el conflicto va a estar servido. Porque esa élite nómada no va a renunciar a su nomadismo cosmopolita: las fronteras no van a volver a levantarse. Cuando tiras un muro, no sabes lo que va a pasar después y es casi imposible reconstruirlo.

VIOLENCIA

Leo Postguerra, de Tony Judt, hasta muy altas horas de la noche. Los libros de historia, cuando son buenos, están bien escritos y son atrevidos, me suelen atrapar. Son una lectura muy agradecida.

Leo Postguerra y pienso en la violencia. Porque una de las virtudes de Judt es que sabe situarte en las coordenadas de la época, interpretando lo que sucede con los ojos de la gente que lo vivió, no con los ojos padrastriles y sabihondos de hoy. Y nos deja claro que la violencia significaba una cosa muy distinta para nuestros abuelos.

Estamos en la Francia de la inmediata postguerra. Años 40. Dice Judt:

En 1945 muchos europeos habían vivido ya tres décadas de violencia política y militar. La gente joven de todo el continente estaba habituada a un cierto grado de brutalidad pública, tanto de palabra como de obra, que hubiera sorprendido a sus antepasados del siglo XIX.

(…)

Por otra parte, Francia, más que ninguna otra nación-Estado occidental, era un país cuya intelligentsia aprobaba e incluso veneraba la violencia como un instrumento de la política pública.

(…)

De este modo, cuando el veterano político del Partido Radical Edouard Herriot, presidente de la Asamblea Nacional Francesa hasta su muerte en 1957 a los 85 años, anunció el día de la liberación que la vida política normal no podría restaurarse hasta que “Francia hubiera pasado por un baño de sangre”, la expresión no llamó la atención de los oídos franceses, aun cuando procediera de un barrigudo y provinciano parlamentario del centro político.

Es lo que siempre planteo a quien defiende que vivimos en una sociedad violenta. No, señora/señor, no: violentos eran nuestros abuelos. Nosotros vivimos en un mundo (en Occidente, vaya, y en Europa, para ser más concretos, y en Europa occidental para terminar de enfocar) donde el umbral de tolerancia hacia la violencia está muy bajo. Probablemente, en el nivel más bajo de toda la historia de la humanidad. Y eso genera una sociedad sorprendentemente pacífica: tanto la delincuencia como la violencia que ejerce el Estado, aunque siguen existiendo y regurgitando cadáveres, son muy pero que muy inferiores a las de hace tan solo cincuenta años. O incluso treinta.

Las estadísticas pueden maquillarse, claro, y se maquillan de hecho. Pero hasta cierto punto: trampeando los datos se pueden rebajar uno o dos puntos, pero no se puede ocultar un número significativo.

Cuando me hablan de videojuegos y de televisión, siempre esgrimo estos argumentos. ¿Son los chavales de hoy más violentos que sus padres y abuelos?

Amos, anda.

Lean a Edmundo de Amicis y sabrán lo que es el bullying.

Que un ex alumno de internado les cuente anécdotas escolares y échense a temblar.

Es una cuestión de sensibilidad: violencias que antes pasaban inadvertidas ahora escandalizan, y a ciertos observadores mojigatos les puede dar la impresión de que el mundo es terriblemente violento cuando, en este rincón del planeta, nunca ha sido tan tranquilo.

Y, sin embargo, las cárceles están a rebosar, inverosímilmente saturadas de gente desgraciada y mísera que ha cometido delitos de pacotilla propios de quienes han sido arrojados a los márgenes del mundo.

Y, sin embargo, muchos demagogos irresponsables juguetean populistamente con el endurecimiento del Código Penal, la reimplantación de la cadena perpetua o incluso la pena de muerte.

Y, sin embargo, el clamor vengativo crece día tras día.

Cuantas menos cosas pasan, más represión se pide.

Serénense, tómense una cañita, respiren hondo y disfruten. Probablemente en los informativos sangrientos de Pedro Piqueras no se lo dirán, pero se lo digo yo: tiene muchísimas más posibilidades de que le toque la Primitiva que de ser asesinado o simplemente agredido.

Y, si no, fíjese en nuestros abuelos y en la alegría homicida que desplegaron durante varias décadas. Por suerte, no somos como ellos. No lo sea usted.

UN 23-F SIN 23-F

Hoy es 23 de febrero.

Leo la prensa, escucho las radios, echo un vistazo a las teles (es por obligación profesional, no necesito psiquiatra de momento, gracias).

Nada.

O casi nada.

Alguna columnita marginal por aquí, algún recordatorio minúsculo por allá…

Nadie se acuerda del 23-F.

Es un hito, camaradas. Creo que es el primer año -y han tenido que pasar 29- en que la efeméride pasa tan desapercibida.

Mi primer 23 de febrero sin Tejero en bucle, sin diputados viejunos relatando el miedo que pasaron y cómo pidieron permiso a un guardia para ir a mear, sin elefantes blancos, sin cuántos-secretos-quedan-todavía-por-desvelarse, sin los extras en DVD del mensaje del rey, sin Sabino (el que luego compuso Cadillac solitario, dándole un giro a su carrera militar), sin gafas de pasta, sin Suárez enhiesto, sin la conducta-ejemplar-de-los-ciudadanos, sin tipos flacos echando pitillos a las puertas del hotel Palace, sin recuerden la Operación Galaxia, sin Armada caminando entre los surcos de un campo de nabos diciendo que no se arrepiente de nada, sin tanques en Valencia, sin nada de nada de aquella España infecta que daba la impresión de oler a colilla fría de Ducados y a pana con brillos en los codos, a baño del Retiro con orín reseco, a aliento de madrugón.

Y que conste que yo también he sido culpable: en mi currículum periodístico hay al menos dos grandes especiales sobre el 23-F. Yo también he vaciado hemerotecas, he indagado las claves con tipos que dicen conocerlas y he molestado a ancianos ex diputados que estuvieron aquella noche en el Congreso para arrancarles unas cuantas frases mientras me invitaban a una coca-cola en sus casas umbrías, llenas de recuerdos polvorientos.

Sí, yo he sido uno de esos pesados buitres que se han alimentado de la carroña conmemorativa. Echádmelo en cara, no os cortéis. No tengo perdón.

Pero ya no más. Se acabó, que le den por fin al 23-F.

A ver si esto significa que empezamos a ser un país menos cansino y más interesante.

MIS SOLDADOS EN LA TELE

No pude hacerlo en su momento, pero ya está en Youtube mi intervención en el magacín de Aragón Televisión La vida sigue igual (prime time de los lunes, uno de los programas que más gustan a los jóvenes de más de 60 años). Fui a rajar de mi libro Soldados en el jardín de la paz. Me acompañaron en plató Pablo Bieger, Juan Kurtz y Anneliese Wingenbach. Fue el 16 de noviembre pasado. Creo que quedó molón. Lo pongo a cachitos de tres o cuatro minutos cada uno.

GRAN VÍA (1)

Como los principales medios de comunicación segregan sus fluidos desde Madrid, y dado que los periodistas: a) son (somos) muy vagos y no les gusta irse muy lejos a buscar sus historias, y b) los medios están a dos velas por la caída de la publicidad y ya no pagan a los redactores ni un triste taxi, por lo que priman la cercanía y lo que esté a un par de manzanas, nos van a dar mucho la matraca con el centenario de la Gran Vía. Aunque sea un centenario más farso que la farsa monea -porque, pese a que efectivamente empezó a construirse en 1910, no se terminó hasta bien entrados los años 20- y aunque, para aquellas fechas, la mayoría de las ciudades españolas importantes ya tuvieran su “gran vía” o su equivalente más o menos logrado. Zaragoza incluida, que a pesar de que tiene una Gran Vía nominal en el callejero, el que realmente ejerce como tal es el Paseo de la Independencia.

Alfonso XIII inaugura las obras de la futura Gran Vía. Un ritual viejuno con instituciones medievales para dar paso al mundo moderno del siglo XX.

No me molestan mucho las mistificaciones. Al fin y al cabo, toda efeméride es interesada y pretende demostrar algo (y Gallardón y sus alardes olímpicos y cosmopolitas de corto vuelo seguro que tienen mucho que ver con este aniversario, llámenme suspicaz). Pero también puede servir como excusa para divagar sobre las cosas que nos importan o nos gustan. Como si necesitáramos excusas para eso, claro.

Para mí, la Gran Vía representa tanto el fracaso de una generación que quería transformar el mundo como el triunfo de quienes no se doblegan ante los planes frustrados y saben jugar y vivir con el paisaje que les ha sido legado. La Gran Vía está íntimamente ligada a lo que en los libros de texto se ha llamado la Generación del 27 o la Edad de Plata de la cultura española. La Gran Vía es república, es burguesía ilustrada, es americanismo, es Poeta en Nueva York y es Ortega y Gasset. Pero con lo bueno y con lo malo de todo ello: en la Gran Vía está también el cadáver del autor de Poeta en Nueva York -y no en un barranco andaluz-, pisoteado por sus verdugos, que paseaban trajeados y con la cartera llena cuando aquello se llamaba Avenida de José Antonio, y en la Gran Vía se consumió miserablemente, como el calor de un brasero, el genio otrora brillante y declamatario de los Ortega y compañía. Se apagó en el mismo sitio en el que  prendió su luz.

La Gran Vía es el proyecto haussmanniano definitivo de Madrid, en el que se emperró a lo bestia Alfonso XIII. Durante todo el siglo XIX, muchos urbanistas, arquitectos, munícipes megalómanos y reyes supuestamente alcoholizados soñaron con hacer de Madrid un París de grandes bulevares (el primer gran proyecto viene de los franceses, del reinado de José I). Paro Madrid siguió siendo una cloaca de callejas, con casas de vecinos baratas y apelotonadas entre conventillos y monasterios ruinosos donde nunca daba el sol y donde siempre olía a vinazo seco y a cocido. El Estado español fue tan débil y corrupto que no encontró los duros necesarios para sanear la capital -o prefirió repartirlos entre sus caciques-. Hubo proyectos aislados más o menos ambiciosos aquí y allá -la Ciudad Lineal de Arturo Soria, Argüelles, la Castellana y el barrio de Salamanca o la planificación urbana de la Plaza de Oriente y su entorno- que se quedaron en pequeños islotes sin continuidad en el resto de la ciudad.

Antonio López y su Gran Vía soñada y desierta.

Mientras tanto, el resto de ciudades europeas -y españolas: Barcelona, Sevilla, San Sebastián…- fueron haussmannizándose a lo largo del siglo XIX, siguiendo la moda de París, pero Madrid, pese a los nuevos ensanches que se erigían para la poderosa burguesía, se iba quedando chata, demodé. Para cuando -Alfonso XIII mediante- se encontró el parné para empezar el tan ansiado bulevar, la moda haussmanniana empezaba a estar anticuada. Y para cuando se terminó, ya con la República en ciernes, la Gran Vía se había quedado pequeña. Nació muerta, desfasada para una ciudad que crecía a otro ritmo y reclamaba otras soluciones para su plano caótico de poblachón manchego, torturado por el capricho de muchos reyes despóticos y apelotonado por el aluvión de los inmigrantes mesetarios que llegaban por goteo. En un par de décadas, cuando las calles se fueron colapsanado con los coches, la avenida se quedó ya completamente obsoleta.

Pero ahí se mantuvo, y aunque sólo cumplió a medias la función de saneamiento y de ordenación del tráfico que sus diseñadores le asignaron, ha acabado convertida en el corazón sentimental de Madrid, desplazando incluso -quién lo iba a decir- a la Puerta del Sol. La Gran Vía, contra lo que pensaron sus padres, creció en las aceras: han sido los peatones, y no los coches, los que le han dado cáracter y fuerza. Por eso vive hoy, no como vía rápida -está casi siempre embotellada-, sino como paseo-escaparate, como lugar de encuentro y cruce, como foro y ágora.

Y eso que para mí, y creo que para mucha más gente, la Gran Vía sólo existe entre la Red San Luis y la plaza de Callao. O entre la Telefónica y el Capitol, si lo prefieren. Lo demás son sobrantes y anexos, canales que te llevan hasta Alcalá o hasta la plaza de España, pero que no son realmente la Gran Vía.

Para mí, la Gran Vía era un río que había que vadear. Mis paseos iban de norte a sur y de sur a norte: de Chamberí (de la República Independiente de Chamberí, como proclamaban en un bar de Bravo Murillo, ¿te acuerdas, Dani?) a Lavapiés y Embajadores, y viceversa. Si acaso, podía hacer una parada en el desaparecido Madrid Rock para comprar un par de saldos, o en La Casa del Libro si andaba buscando algo concreto (pues para curiosear siempre he preferido otras librerías), pero la Gran Vía en sí no me ha seducido nunca. Siempre he preferido perderme por las callejas laterales, las que sobrevivieron a la piqueta modernizante y se conservan hasta hoy umbrías, hamponas, prostibularias y marginales (en mi cuento Calle Velarde, incluido en Malas influencias, los personajes cruzan y descruzan la Gran Vía varias veces en sus paseos, pero nunca la recorren: es, obviamente, un itinerario deliberado). Como la calle Desengaño, donde vivió José Martí -después de pasar por Zaragoza- y donde -no hay que descuidar lo chabacano- transcurre la acción de Aquí no hay quien viva. Ahora tengo a unos amigos que viven en uno de esos fósiles del callejero de Madrid. Se han mudado hace poco, y en cuanto Pablo me deje, me gustaría ver su casa.

Schweppes en Callao: un icono generacional -satánico y de Carabanchel- para los que tenemos entre 25 y 35 tacos.

Otro rato hablaré de la Gran Vía que sí que me seduce: la histórica, la que dibujó a lo grande los sueños de una generación que creía poder hacer realidad el viejo Deus ex machina del teatro clásico. La Gran Vía de los escritores, de los periodistas, de los guerrilleros urbanos, de los francotiradores, de los comisarios del pueblo, de los espías, de Ernest Hemingway y de los estraperlistas que invitaban a sus putas a champán donde Chicote. La Gran Vía que mola de verdad y que tan poco tiene que ver con la del H&M y el McDonald’s de ahora.

UN REGALO DE PAPÁ NOEL

Creo que el prestigioso crítico y escritor Hilario J. Rodríguez no se parece nada a Papá Noel (en realidad no lo sé, porque no nos conocemos personalmente), pero esta semana me ha dejado un regalo como si fuera el gordo Santa. No lo ha echado por la chimenea, sino que lo ha diseminado por los kioscos. Este sábado, el suplemento Artes y Letras Aragón de ABC le dedica la portada y dos paginones a glosar mi librico Soldados en el jardín de la paz. Ya he puesto una cerveza bávara de trigo a enfriar para celebrar esta desmesura al estilo germano.

Insisto en que no conozco a Hilario -aunque creo que eventualmente hemos compartido editor- ni me debe dinero, ni favores, ni nos hemos acostado juntos ni nada de eso. Lo digo porque, descartando estas circunstancias, este párrafo resulta incomprensible (en un panorama juntaletrero en el que se tiende a hablar sólo de los amigos y de los amigos de los amigos):

Su lectura [la del libro aludido, claro] resulta a veces melancólica, otras muy enérgica, contradictoria. Entre las frases puede escucharse una música que confunde a W. G. Sebald con los historiadores grecolatinos, un ritmo que oscila entre la audacia de los periodistas y la inventiva de los fabuladores.

Cosas así las había escuchado hasta ahora de boca de mi chica o, a lo sumo, de mi madre, pero no de alguien que no ha tenido sexo conmigo o que no me ha parido con agudos dolores. Así que estoy ruborizado, Hilario. Esas cosas sólo se pueden decir en la intimidad del lecho, no ante miles de lectores decentes y empachados de los banquetes navideños.

Sebald e historiadores grecolatinos, nada menos. Me conformaba con Corín Tellado y el Chuck Norris de la teletienda como referencias intelectuales. No pico tan alto, pero gracias de cualquier modo.

Y ya paso de autopelotearme y de tocarme en público, que vienen invitados a comer y me toca cocinar, como siempre (me lavaré las manos antes, no sufráis por ellos).