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SERIES PUBLIRRETRO

Cuando vi, hace muy poco, el primer capítulo de Boardwalk Empire, pensé: ya está, se acabaron las series, otra cosa que nos han roto. Han sido diez años muy buenos, pero toca despedirse. Hemos perdido la inocencia, han llegado los sordos de siempre a jodernos el concierto. Es cuestión de tiempo que todas esas series que tanto nos han hecho disfrutar, que tanto han rejuvenecido la apolillada narrativa audiovisual (el propio término, narrativa audiovisual, apesta a polilla y a estantería de profesor estructuralista con agorafobia), se vayan agostando hasta reducirse a un cliché, a un producto estandarizado y previsible sin ningún resabio de su fuerza y frescura originales. Habrá que irse a otro sitio.

Boardwalk Empire es el primer toque de trompeta y, aunque todavía quedan muchas series que nos calman el mono y nos dan marcha (ya casi escribo como Leticia Sabater, si es que esa moza escribe), tenemos que empezar a observar hacia qué playas están emigrando los narradores que nos molan, para ir comprando un billete y tener un buen sitio cuando empiece la juerga. Es decir, para poder ser los primeros en decir: lo mejor de la nueva narrativa audiovisual (sic) ya no está en las series, si no en [whatever].

Sólo he visto un capítulo de una serie que tiene tres temporadas, así que soy un sátiro, un canalla, un truhán y un vividor que no tiene argumentos para sustentar sus desprecios. Así es. De hecho, me han instado a aguantar, que la cosa mejora, que es de maduración lenta, que patatín, que patatán. Puede que me esté perdiendo algo sublime, pero asumo el riesgo: no voy a ver treinta capítulos con la esperanza de que, a fuerza de insistir, explote la epifanía. Con el primero me vale, gracias. Yo no tuve que acostarme cincuenta veces con mi chica para decidir si me gustaba o no. Lo supe antes incluso de acostarme la primera vez, y si los de Boardwalk Empire son incapaces de seducirme al first touch, que se piren a ligar con otro más feo y más borracho. Conmigo, lo tienen claro, por mucho que me insistan en que estoy despreciando a mi media langosta.

Porque aclaremos una cosa: detrás de esta serie de nombre impronunciable para un hispano corrientito se esconden (más bien, se exhiben) Martin Scorsese y Terence Winter. Al primero ya le conocen todos, y el segundo fue uno de los papás de Los Soprano. Es decir, dos tipos a quienes se les supone cierta pericia. Dos so called genios. Dos putos amos del cotarro. Dos individuos cuyas palabras son celebradas y veneradas por millones de auxiliares administrativos y camareros que ahorran para la matrícula de la escuela de Cristina Rota. Cuando usted dice buenos días, simplemente está diciendo buenos días, pero cuando Scorsese dice buenos días, al menos diez doctorandos diseccionan morfológica, sintáctica y estilísticamente ese buenos días, no vaya a estar escondido el secreto de su genialidad entre el buenos y el días y se nos escape sin aprehenderlo y nunca lleguemos a entender la magnificencia del sintagma.

Es decir: ojito con estos dos. Y eso apuntaba la promo de la serie: ojito con estos dos, que esto no la ha hecho cualquiera.

Por tanto, si la serie la hubieran firmado dos tipos que dan los buenos días sin que a nadie le importe que los den, estaría mejor dispuesto para concederle una segunda o una tercera oportunidad. Pero con estos, ni hablar. Si no son capaces de atraparme en los primeros diez minutos, que se olviden de mí. Y si no, que no sean tan geniales.

Boardwalk Empire (leáse, el primer capítulo de Boardwalk Empire) es una serie Publirretro. ¿Conocen el fenómeno Publirretro? Es una empresa de mi pueblo que se dedica a decorar tabernas irlandesas y tascas así como antiguas. Cogen un bar normal y corriente, incluso majo, y lo transforman en un sitio vintage lleno de anuncios de los años veinte con niños meando en un orinal, carteles viejunos de Coca-cola, mapas de Irlanda del siglo XIX, retratos de señores antiguos con mucha barba que parecen el abuelo del dueño y fundador del local (pero que en realidad son variaciones de Friedrich Engels), un montón de trastos viejos como de época (que si una máquina de coser Singer, que si una prensadora de gamusinos, que si una guillotina francesa…) y unos recortes de periódico con señoras con miriñaque y tal. Un suelo de madera envejecida y unas mesas y sillas de ídem con barniz tosco, y listo. Por supuesto, toda esa quincallería es falsa, está fabricada ex profeso y hasta el óxido y la decoloración son artificiales. Pero como la gente quería tener muchas tabernas irlandesas y muchas tabernas de los años veinte, Publirretro tuvo mucho éxito y se hinchó a decorar sitios. Ahora ha remitido un poco la fiebre, pero hubo un tiempo en que todos los sitios eran Publirretro, incluso los bares recién abiertos en edificios recién construidos en barrios recién urbanizados en ciudades que ni siquiera existían en los años veinte. Todo era años veinte hace pocos años.

Pues eso es Boardwalk Empire, un trabajo de Publirretro. Dijeron: vamos a hacer una serie de época, y la vamos a hacer con mucha pasta, porque tenemos a dos grandísimos genios detrás que todo lo hacen genial, así que no os cortéis, queremos mogollón de vestiditos de esos de los años veinte, y mucho atrezo de los años veinte, méteme bien de anuncios antiguos, y muchos decorados muy grandes, que se vea que nos hemos dejado el parné, vamos a recrear hasta el aire que respiraban.

Una vez que tuvieron un montón de quincallería de época, había que rellenar la serie con algún contenido. Pues qué sé yo, dijeron los genios: algo de época. ¿Qué pasaba en los años veinte?

—La prohibición —dijo Billy, un prometedor becario recién llegado de la Universidad Agraria de Arkansas y cuya gorra de John Deere todo el mundo celebraba como una deliciosa ironía.

Eso es, Billy, la prohibición, apunta, apunta. ¿Qué más?

—¡Al Capone! —anunció Wynona, otra flamante becaria con un Máster en Postsituacionismo Postescénico por la Universidad de Michigan.

Espléndido, Wynona, veo que no sólo eres bella y esbelta, apuntó un políticamente incorrecto Scorsese, sino que también aportas ideas geniales. Ya tenemos prohibición y Al Capone. Cáspitas, esta serie se escribe sola. ¿Algo más típico de los años veinte?

—¡Enfelmedades venéleas! —rugió Ling Wo Sei, brillantísimo talento coreano que había abandonado su carrera como neurofisiólogo en el MIT para centrarse en su sueño de servir cafés del Starbucks a Martin Scorsese.

Espléndido, Ling Wo Sei, pero se dice venéreas. Venga, tráenos unos cafés a todos para celebrar tu portentoso ingenio. Prohibición, Al Capone, venéreas… No sé, creo que nos falta algo para ganar un Globo de Oro. Bueno, uno seguro que nos lo dan, por lo de Publirretro, pero para ganar dos Globos de Oro a lo mejor necesitamos algo más de época. ¿Qué es algo muy típico de los años veinte que se nos está escapando?

—¿Violencia machista? —sugirió con un susurro y divino y dulce acento Graciela Gonsálvez de Amorebieta Vizcaína y Ayahuasca, primera en su promoción en la Universidad de Cochabamba y becada con una Fulbright para estudiar los cambios de peinado de Leonardo di Caprio en la filmografía de Scorsese.

Premio para la linda Graciela de ojos negros y ardor latino, murmuró Marty imitando el acento de Río Grande. Además, así tenemos una conexión con una lacra actual. Subraya lo de lacra, que siempre queda bien en las notas de prensa. Bueno, pues creo que con estos magníficos elementos tiramos diez o quince temporadas. En el primer capítulo habrá que meterlo todo para impactar al espectador, su buena dosis de Al Capone, de venéreas o de algo equivalente, un tipo zurrando a su torda (perdón, no quise decirlo así, o tal vez sí) y la prohibición. Se me ocurre que podría empezar con el prota dando un discurso en favor de la prohibición y que, al salir de la sala, saque una petaca de la chaqueta y le pegue un buen trago. Es sólo una idea, no hace falta que sea tan obvio. No sé, trabajadlo un poco, que yo me voy a descansar mi genio.

Y así se paren las grandes series. Así se forjan las grandes historias. Y, sobre todo, así se acaba la época de las grandes series: cuando Scorsese metió sus sucias manos en ellas. Con lo bien que estábamos sin sufrir a ningún genio.

ENFERMOS

Fantástica la nueva serie de moda, la que dicen que se va a llevar todos los premios del mundo y la que hay que ver para estar enterado de las cosas del catódico mundo. Se llama Boss, y la protagoniza (y produce) un Kelsey Grammer que no recuerda en nada al Frasier que le hiciera galácticamente famoso.

Aquí es el alcalde de Chicago. Un grandísimo hijo de la grandísima puta cuyo reinado (de terror, construido a base de líos mafiosos, chantajes y algún que otro muerto) se derrumba. Quienes le apoyaron le dan la espalda y sus cortesanos le traicionan. Tiene tantos puñales clavados en el costillar trasero que parece un puerco espín.

Pero no quería hablar de la serie ni hacer una aburrida evisceración de sus episodios, tramas o personajes. Quería hablar de su punto de partida y de su principal eje argumental: Tom Kane (pues así se llama el cabronazo) se muere.

Lo sabemos desde el minuto uno del primer episodio, así que no estoy estropeando ninguna sorpresa. Tiene una rara enfermedad neurodegenerativa sin cura que lo va a llevar a la tumba en relativamente poco tiempo. Su obsesión es ocultar los síntomas del mal, mantenerse en el poder cueste lo que cueste y no mostrarse débil ante sus (muchísimos) enemigos.

Lo que me inquieta del planteamiento es el mar de fondo que trae: el uso de la enfermedad como metáfora de la corrupción moral. Como su expresión y como su castigo.

En realidad, la serie no expone esta postura de forma abierta en ningún momento. Es demasiado buena como para resbalar en la proclama mitinera o en la moraleja de Samaniego. Pero tampoco muestra elementos que nieguen o imposibiliten esta interpretación. Y quien calla, otorga.

Fue Susan Sontag, en un ensayo que se ha quedado un poco anticuado (La enfermedad y sus metáforas), quien estudió la imagen moral de las enfermedades y cómo la sociedad ha tendido a asociar la corrupción del cuerpo con la corrupción ética o de valores. Y viceversa. ¿Cuántas veces hemos oído a tipos con sotana quejarse de que esta sociedad está “enferma”?

Que Boss caiga en una superchería tan manida y estimule una visión tan grosera del castigo divino, tal y como se ve en el bíblico Libro de Daniel, desmerece su grandeza. Que en la Edad Media, o incluso en el siglo XIX, se interpretara la enfermedad como un azote de dios por los pecados terrenales, podía tener un pase. Pero que en el siglo XXI, con todo lo que sabemos de nuestros genes, de las bacterias y de la bioquímica del cuerpo humano, sigamos viendo las cosas igual, es una pena.

Deberíamos actualizarnos un poco. Y ojo, que no lo planteo como una crítica moralista (mis reparos sobre lo que leo y veo nunca van por ahí), sino estética: el arte debe engastarse en su tiempo y asumir las verdades y conocimientos que tiene. No hacerlo es empeñarse en seguir contando que la Tierra es plana cuando la ciencia estableció hace mucho que es redonda.

MAD MEN

Nuestros amigos de la tele no nos dejan abandonados. Los de la tele americana, claro. Ya ha empezado la nueva temporada de Mad Men. He visto el primer episodio y puedo anunciar que la cosa promete. Arranca con elipsis -después del incierto final de la pasada temporada- y apunta buenas tramas, con los personajes desplazados del lugar en el que habían madurado y obligados a adaptarse al nuevo hábitat.

Varios escritores amiguetes y conocidos me han dicho alguna vez, sabiendo de mis aficiones catódicas: “Pero, ¿por qué tanto revuelo? Si en el fondo no son más que folletines como los del siglo XIX”.

Sí y no. Y en el caso de que así fuera, tampoco sería un argumento denigratorio.

En fin, que sí que hay para tanto. Cuando el cine nos ha abandonado como una mala madre, después de lo mucho que nos ha mimado y de lo mucho que le hemos querido. Cuando ya quedan muy pocos directores capaces de seducirnos como nos seducían hasta hace poco más de diez años, las series nos surten de todas esas emociones pantallosas sin las que ya no sabemos vivir. O sin las que no queremos vivir.

No me hagan explicarlo, por favor. A ustedes les gusta el fútbol y yo no les reprocho nada, déjenme a mí con mis vicios.

LA IMPORTANCIA DE LAS MANOS

En la tercera temporada de Mad Men he asistido a un momento de una pureza dramática digna de Hitchcock. De hecho, yo creo que está directamente inspirado por la dramaturgia de Hitchcock.

No desmenuzaré nada, solo contaré lo esencial para que se entienda su grandeza. Don Draper, el despiadado y genial publicista que protagoniza la serie, tiene un secreto enorme, de una enormidad enormísima. Una enormidad que no impide que quepa en el cajón del escritorio, donde lo guarda bajo llave. Lo sabemos desde la primera temporada: sabemos que Don Draper no es Don Draper. Estuvo a punto de ser descubierto, ha sufrido mucho, pero en esta tercera temporada todos los peligros parecían superados, y la trama corría hacia otros campos, lejos de ese nudo aparentemente ya desecho.

Pero, en uno de esos “giros inesperados” que todo buen narrador sabe dar, la mujer de Don, Betty, lo ha descubierto. Ha encontrado por casualidad las llaves de ese cajón, lo ha abierto y se ha enterado de todo.

Un tío así no pierde los nervios fácilmente.

Betty es fría, es un grandísimo personaje. Aparentemente frágil y desnortado, pero con una determinación furibunda. Solo con ella logra mantenerse a flote en la inmensa soledad en la que vive. Con esa determinación, le planta cara al impostor. No monta una escena, solo pone las cartas boca arriba. Le encara y se limita a decirle que lo sabe, esperando no creerse ni una sola de las mentiras que Don le contará para cubrir o purgar su gran mentira. Está convencida de que huirá o saldrá por la tangente, que urdirá una estrategia para librarse de su mirada acusadora, que su plante probablemente le costará no verle nunca más. Pero no se arredra, está dispuesta a asumir lo que sea.

-Puedo explicarlo -dice tópicamente Don.

-Lo sé -responde fríamente Betty-. Es tu oficio, eres un maestro explicando cosas, seguro que sabrás encajar las piezas para hacer algo convincente.

Pero Don no hace nada. Va a la cocina y saca el paquete de tabaco. Al extraer un cigarrillo, este se cae al suelo. Las manos le tiemblan y no ha atinado a cogerlo. Es el único signo visible del derrumbe. Fugaz, es un temblor mínimo. Acto seguido, un contraplano nos muestra la cara de Betty. Un segundo escaso: le ha cambiado el gesto al ver caer el cigarrillo. Ese segundo nos basta para saber que Betty ha cedido y ha perdonado a Don. Aun sin saber la razón de la mentira. Ha visto algo que no esperaba: de todas las respuestas posibles, no sospechó que su marido fuera a desmadejarse, que el personaje del triunfador Don Draper se fuera a romper tan estrepitosamente para dejar desnudo e indefenso a un hombre en una vía muerta, sin posibilidad de ir hacia adelante ni hacia atrás. Paralizado.

Betty: parece inofensiva, pero no le toques los ovarios.

Esa escena es puro Hitchcock. Si hay un director que ha sabido de la importancia de las manos y de lo que tocamos y cogemos con ellas, ese ha sido Alfred Hitchcock. Hasta tal punto que la fuerza y casi la esencia de su cine está hecha de objetos que cambian de manos, que son manipulados, escondidos, anhelados, hurtados.

Uno de los fallos técnicos más comunes de los juntaletras que empiezan a emborronar ficciones es que los personajes que componen sobreutilizan groseramente sus manos: les hacen fumar, limpiarse el sudor, metérselas en el bolsillo, agarrarse a un vagón de tren que se escapa y acariciar una teta todo al mismo tiempo. Para indicar intensidad, describen a individuos que lo manosean todo frenéticamente, sin darse cuenta de lo inverosímil de la descripción. Hay que elegir bien los movimientos que un personaje hace con sus manos, los objetos que coge y cómo los coge, las partes del cuerpo que acaricia y cómo las acaricia. Hay que ser contenido para imprimir significado a los gestos de las manos y a su relación con los objetos. Solo así se pueden alcanzar momentos tan brillantes como esa secuencia de Mad Men.

FRANKA POTENTE

Con ese nombre, Franka Potente, el orientador profesional que fue a visitarla en el insti, fue claro y directo. Con el test psicotécnico en la mano, le dijo:

-Tienes un futuro prometedor en la industria pornográfica.

Sí, podría haber seguido los pasos de otras porn stars latinas, como Elsa Pataki o Paz Vega, pero ella decidió que lo suyo era el cine de vanguardia. Una alemana moderna no puede pensar otra cosa. Además, le habían dicho que tenía el culo demasiado gordo para los estándares californianos del porno que se llevaba entonces.

Yo la descubrí, imagino que como todo el mundo, viendo cine moderno alemán. Ya estaba iniciado en su lenguaje: después de tragarme dos temporadas de Rex, un policía diferente (que, en rigor, además de diferente, es austríaco) y casi un capítulo entero de Alerta Cobra, una serie con trepidantes persecuciones en las autopistas (Autobahns) de Baviera, estaba listo para pasar al siguiente nivel y adentrarme en los lisérgicos y postindustriales parajes del arte fílmico alemán.

Me dispuse a ver Run, Lola, Run. Iba espoleado por las elogiosas críticas que había leído sobre ella. A saber:

Una película imprescindible, que en cualquier momento de su vida, todo el mundo debería ver.

La película funciona con la misma intensidad tanto a nivel de imágenes y música como de ideas. Amor, tiempo, providencia, destino, libertad… son conceptos que Tykwer desarrolla con fuerza, fustigando el egoísmo y la hipocresía de algunos padres.

Bienvenida sea Lola (muy bien interpretada por la joven Franka Potente), con su estética arriesgada y su interesante y bien hilada trama.

Un film que pone en imágenes la teoría del caos y que se puede considerar la primera película interactiva del cine alemán.

Guau -pensé-, espero que mis aborregadas, provincianas y rácanamente estimuladas neuronas no se fundan ante tal chute de modernidad. Escuché un poco de Kraftwerk para ponerme a tono antes de la peli y le di al play.

Bien.

Muy bien.

La peli se titula Corre, Lola, corre.

Correcto título, se adapta bastante bien al contenido.

Básicamente, Lola corre.

Corre para salvar la vida de su chico (que, bien mirada, tiene una vida y una cara cuya salvación no merece ni un paseo, y no digamos ya una carrera). Tiene que conseguir 100.000 marcos en muy poco tiempo y le dan varias oportunidades (como en Atrapado en el tiempo, vuelve al mismo día, pero aquí eso no es divertido). Solo al final lo consigue. Y ya.

Lo intenté, de veras, pero todavía estoy buscando la crítica radical y furibunda a la sociedad burguesa que, según sus muchos fans, se hace en esta peli de forma magistral e incontestable.

Yo sólo vi a una alemana corriendo por una fea ciudad de su país con estética de pasillos de Lidl. Y me aburrí mucho.  Muchísimo.

Pero me quedé con el nombre de Franka Potente.

Tras el éxito del personaje de Lola, Franka dio el salto a los USA, donde ha hecho un papel en la saga Bourne (que es como un Run, Lola, Run, pero con más presupuesto, con cámaras que saben encuadrar un plano y localizaciones que no se limitan a 50 metros de la misma calle toda la película. Eso sí, carece por completo de las ínfulas artísticas de Lola) y ya es una habitual de las producciones hollywoodienses. Su última aparición ha sido sublime, y ante ella me descubro.

Franka Potente es la salvadora ambigua de House en el arranque de esta última temporada, que ha sido fantástico. En dos capítulos, interpreta a un personaje triste y frágil -con acentazo alemán, claro- que con su dulzura sabe poner al prota ante el precipicio: le puede salvar o le puede hundir, y puede hacer ambas cosas con el mismo gesto.

Qué poco tiene que ver ese personaje sereno con la histeria empastillada de Lola. Supongo que en Lola quería expresar angustia y desesperación, pero donde Franka logra transmitir de verdad esas dos cosas es en el personaje abatido y derrotado que le regalan en ese cameo televisivo.

Llámenme burgués, apoltronado o lo que quieran, pero yo aprendí del gran Alfred Hitchcock que, en las artes narrativas y dramáticas, lo profundo y significativo siempre se transmiten con más fluidez y apariencia de verdad a través de una depurada, paciente y humilde labor de artesano que conoce su oficio que con las ínfulas desquiciadas de un artista iluminado que aspira a iluminar a todo el mundo con la grandiosidad de su genio.

Ay, Franka Potente, qué gran actriz se perdió el porno.