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CUIDADO CON LOS ESTÍNJERS

La prensa se empeñaba en llamarlos skin heads, pero las madres del barrio los conocían como estínjers. Quizá no por desconocimiento del inglés, sino por una sofisticada metonimia: una cabeza afeitada semeja un culo, y en el centro del culo hay un esfínter. De esfínter a estínjer va un paso. Quiero creer que es por eso y no porque no entendieran el inglés, que en mi barrio todo el mundo hablaba inglés.

«¡Cuidado con los estínjers!», advertían las madres antes de cualquier salida vespertino-nocturna. O: «No te vistas así, que vas a provocar a los estínjers».

Era tal la paranoia que abundaban las confusiones. Cualquier cráneo pelado devenía un estínjer en potencia a ojos de una madre protectora. «¿Pues no se habrá hecho estínjer el hijo de la Dolores?». «Joder, mamá, no, que le están dando quimioterapia, si estuviste ayer en el hospital visitándole y todo». «Bueno, tú, por si acaso, cuando le veas, te cruzas de acera, y si te grita jailjilter, tú sigues caminando como si nada».

Los estínjers actuaban en manada, porque, por separado, eran unos mierdas. Eso se decía: tú coges a un estínjer a solas y se caga del susto, pero en pandilla son muy gallitos.

Gallitos: jerga viejuna. Tópicos de West Side Story.

Había debates: ¿se puede rehabilitar un estínjer? ¿Es un estínjer un nazi de verdad o un típico producto del lumpenproletariado sin conciencia política? ¿Acaso si a un estínjer le pinchan, no sangra? ¿Qué hacer si su hijo se convierte en un estínjer?, se preguntaba Mercedes Milá con un lejano brillo de suspicacia en los ojos.

Luego vino una peli en blanco y negro que no se parecía nada a West Side Story. Se titulaba American History X, e iba de un estínjer arrepentido que intentaba salvar a su hermano de ser un estínjer. Gustó mucho, la película. Retrataba muy bien la génesis de la violencia, decían los críticos.

La génesis de la violencia. Casi nada.

Yo, como no he visto la génesis de la violencia, no les sé decir si la retrataba bien o mal. Sí que sé que era un tanto aburrida, muy pretenciosa y muy simplona. Los estínjers que salían en ella se parecían demasiado a los estínjers que imaginaban las madres de mi barrio, y las madres de mi barrio siempre imaginaban muy mal las cosas porque tendían a imaginar lo que Matías Prats les decía que imaginaran, así que yo no me creía mucho a los estínjers de American History X. Además, la peli la pasaban en las clases de Ética del insti y tal, y todas las pelis que pasaban en la clase de Ética eran un coñazo. Bueno, mejor una peli que aguantar un rollo profesoral, pensábamos, pero aun así.

El caso es que yo nunca fui atacado por un estínjer. Y eso que hice muchos méritos. Llevaba el pelo largo y volvía a casa solo por la noche, cautivo y desarmado cual ejército rojo. Una vez, un amigo me regaló una camiseta muy chula con una hoz y un martillo y las siglas CCCP, que son las siglas de la URSS en ruso. Otro amigo llevaba otra camiseta con la leyenda: KGB, Still Watching You!. Pero él conservó la suya y a mí me tiraron la mía. A mi madre le parecía muy peligroso que me paseara por ahí provocando de esa manera a los estínjers. «La semana pasada —siempre era la semana pasada— cogieron a un chaval en el metro de Madrid con un pin del Che Guevara —siempre era el metro de Madrid con el pin del Che Guevara— y ahora está en la UCI de un hospital sin determinar, pero muy bueno en eso de curar heridas de estínjers». Pues vaya. Manzanas traigo, solía responder yo.

Qué casualidad, a un amigo, los estínjers le dieron una paliza o le quisieron pegar y él les devolvió las hostias o algo así. Pero es que a ese amigo siempre le estaban pasando cosas raras que nadie podía comprobar, pues nunca sucedían delante de testigos. Él fue el único conocido que dijo ser atacado por un grupo de estínjers que recorrían el barrio en misión de caza. Yo, la verdad, no me lo creí. Pensé que le resultaba más cómodo inventar una historia verosímil para su madre, escenificando uno de sus terrores de barrio más recurrentes, que contar alguna cruda verdad probablemente relacionada con el tráfico de estupefacientes al menudeo y con un camello que quería dar una lección a un niñato que estaba vendiendo demasiada mierda en su zona.

Pero qué sabía yo de violencia urbana y juvenil. Qué sabía yo de estínjers. En cambio, de tráfico de estupefacientes en mi barrio y de la mala hostia que gastaban los camellos sí que sabía un poco. También estaba al corriente de la estupidez intrínseca de mi amigo, que nunca se postuló a ningún Nobel.

Un periodista muy intrépido se infiltró entre los estínjers. Y escribió un libro que se vendió mucho, y tuvo que cambiar de identidad y esconderse, el periodista. Fue muy impactante todo. Muy valiente, el periodista. El libro gustó mucho.

A mí me pareció que estaba muy mal escrito, pero lo que más me molestó fue que la mitad de sus páginas eran experiencias sin contraste ni verificación posible, y la otra mitad eran pasajes fusilados de libros de sociología y de historia reciente de los movimientos juveniles. Y como yo ya me sabía cómo nació el rollo oi! y no soy hombre de fe —y, por tanto, no puedo creer el testimonio de alguien que no aporta sustento ninguno de su credibilidad, ya que oculta hasta su propio nombre y ni siquiera responde de sus afirmaciones con su cara y su DNI—, el impactante y valiente libro me pareció un bluff.

Vamos, que yo también escribía un libro de esos de infiltrado entre los estínjers. Con recopilar las leyendas que circulaban entre las madres del barrio y narrarlas en primera persona diciendo que las he visto, está hecho. A ver quién tiene huevos de rebatirme a mí nada. A mí, cuidadín, que he estado con los estínjers y sé cómo las gastan. A mí, que he visto el horror, tío, el fucking horror. A mí, que me fumo un puro con el coronel Kurtz todas las mañanas mientras huelo el napalm y soy el novio de la muerte.

Los estínjers eran las meigas de nuestro barrio. Haberlos, húbolos, pero, ¿quién los había visto? Yo no, desde luego, y nunca me sentí amenazado por ellos.

Los estínjers existían, y hacían de las suyas, claro. De vez en cuando, hasta mataban a alguien. El chaval ese de Donosti que fue a ver un partido de la Real Sociedad al Vicente Calderón, por ejemplo. Pero ni mi barrio ni otros estaban sojuzgados por sus pasotes violentos. Había más miedo que realidades a las que temer, y muchas más leyendas que noticias. Leyendas que envalentonaban y hacían fuertes a los cuatro o cinco engendros que conformaban aquella especie de avanzadilla neofascista.

Hoy, sin embargo, parece que ya no hay estínjers. No se oye hablar de ellos, desaparecieron sin dejar rastro. ¿Qué pasó? ¿Terminaron la FP y se montaron un taller de tunning? ¿Acabaron Derecho y consiguieron un escaño de eurodiputado por Falange Auténtica? ¿Se rehabilitaron, como el estínjer de American History X, y ahora se dedican a dar charlas sobre control de la ira en institutos públicos y escuelas de negocios?

No lo sé, el caso es que desaparecieron, como tantas otras cosas de los años noventa, como los pantalones con muchos bolsillos y como Lydia Bosch. A los pantalones con muchos bolsillos los sustituyeron los chinos del H&M; a Lydia Bosch, Carmen Machi, y a los estínjers, nadie. Hay un vacío en la violencia juvenil que urge rellenar. Hay millones de madres en toda España deseando algo que temer: no pueden quedarse tan tranquilas mientras sus hijos se van por ahí de botellón. Tienen que estar aterrorizadas por algo, démosles motivos, inventemos unos nuevos estínjers. Estínjers reloaded.

¿Es que estamos tan idiotizados por Belén Esteban que no somos capaces de inventar ni una sola amenaza urbana?

SI NO QUIERES SER COMO ELLOS

¿En qué momento consiguieron convertirlos en el ejemplo a seguir, en buenos chicos, en el yerno que toda suegra en potencia anda buscando? No siempre ha sido así. Antes se les quería porque jugaban bien o porque hacían cosas chulas en el campo. Y en el repertorio de cosas chulas se incluía la vileza, la picardía y ciertas dosis (por lo general, amplias) de violencia. Eran tíos que escupían, que metían el codo entre las costillas ajenas, que rompían tibias clavando los tacos de sus botas, que fingían penaltis, que metían goles con la mano y que tocaban los huevos al contrario, literalmente.

Molaban. A veces, molaban hasta el paroxismo. Pero no eran modelo de conducta y nadie se lo exigía. Su ignorancia, su chulería neonazi, su desconocimiento absoluto de las habilidades sociales, su consumo desaforado de drogas, sus juergas, sus pasotes, todo, absolutamente todo lo que trascendía de ellos quedaba perdonado o no era tenido en cuenta. Mientras jugaran bien. Se les quería para que dieran espectáculo, no para que dieran ejemplo.

En consecuencia, quienes aspiraban a convertirse en Maradona eran la hez de cada generación. Los que podían encontrar en el fútbol una salida a la delincuencia juvenil en la que frisaban a diario. Los matones, los quinquis, los chulos del barrio y del cole, los que expiaban en la clase de gimnasia toda la vergüenza pasada en la de matemáticas y en sus frustrados y escasos intentos de conjugar el pretérito imperfecto de indicativo.

¿En qué momento se truncó este orden natural de las cosas? ¿Cuándo empezaron los futbolistas a ser como los del Barça? ¿Cuándo empezaron a ser solidarios, a sonreír con todos los dientes, a ser capaces de decir dos frases sin utilizar las palabras puta o cabrón en ellas, a no beber, a salir con chicas simpáticas que tampoco bebían, a cantar en discos para recaudar ayuda para Haití, a parecer presentables y dignos de integrarse en cualquier contexto social? ¿Cuándo surgieron estos Iniesta, Casillas, Xavi, Sergio Ramos y demás gente de “la Roja”? ¿Cuándo aprendieron a decir por favor y gracias y a posar con tanta donosura ante la cámara? ¿Qué fue de los farloperos, de los quinquis, de los tipos con carne de presidio?

¿Cuándo empezó el fútbol a provocar buenos sentimientos?

Yo vivía mejor antes, cuando las cosas tenían un orden natural, cuando se sabía que las estrellas del fútbol se reclutaban entre el lumpenproletariado, cuando sabíamos que su espíritu marrullero estaba a la altura del de sus hinchas más bestias. Porque, si los futbolistas son el ejemplo a seguir, ¿de qué nos sirvió a los demás aguantar a los chulos del patio de colegio? ¿Dónde queda hoy nuestra superioridad moral, qué pasó con los capones que nos tragamos conscientes de que éramos mejores que ellos? Si ahora resulta que esos zurullos cuyo único talento consistía en patear balones son el ejemplo a seguir, ¿qué coño éramos nosotros? ¿En qué lugar nos quedamos los que nos escaqueamos de gimnasia y sacábamos dieces en literatura y nos construimos después y muy lejos del barrio una discreta carrerita intelectual?

Sólo nos queda erigirnos en antiejemplo, ocupar el vacío que han dejado los Maradonas del mundo al convertirse en Messi. Sólo nos queda escupir, drogarnos como si no hubiera un mañana y desligar por completo nuestra excelencia estética o artística, si es que la poseemos, de nuestra moral y de nuestra vida. Escribir los libros más bellos en medio de la vida más abyecta, ser los matones del parnasillo, robarle el dinero del almuerzo a los escritores consagrados y pegar capones a los novatos.

Que cambien el lema de “si no quieres ser como ellos, lee”, por “si no quieres ser como ellos, juega al fútbol”.

Cabrones, cómo nos habéis jodido.

EL OTRO

¿De verdad nos indigna tanto el articulito de Salvador Sostres en El Mundo (que, por cierto, se puede seguir leyendo en un montón de sitios. Entre otros, aquí mismo)? Yo no creo que haya para tanto sofoco, la verdad, aun a riesgo de que la fiscalía me mande una citación. En inglés hay un término, que nosotros traducimos por exageración, pero que es más específico y concreto: overeaction. Sobrerreacción, una reacción desproporcionada a un estímulo.

A ver, lejos de mí sacarle la cara, no vaya a ser que me la partan a mí también: la violencia me repugna tanto como a ti. Probablemente mucho más que a ti. Cualquier tipo de violencia, salvo la simulada en los videojuegos. No soporto ni siquiera los gritos ni a la gente exaltada que escupe al hablar. Me incomodan y repugnan mucho los taxistas, que son de los seres más violentos que conozco, no te digo más. Pero creo que el debate sobre la violencia hogareña contra las mujeres hace tiempo que se salió de madre.

En primer lugar, porque varios años de presión social y de reformas legales y de campañas gubernamentales se están mostrando completamente ineficaces. Las políticas para reducir los accidentes de tráfico son un éxito, pero las encaminadas a reducir los asesinatos de mujeres hacen aguas. A pesar de todo el griterío y de todas las fiscalías y de todos los grupos especiales de policías y de todas las medidas de protección y de todos los artículos y reportajes publicados y de toda la presión social y de toda la repulsa ciudadana y de las canciones de Bebe y de todo, todo y todo, el número de mujeres asesinadas por sus presuntas parejas se mantiene más o menos estable año tras año. Las reducciones son mínimas y los asesinos y maltratadores siguen asesinando y maltratando con la misma intensidad. Aumentan las denuncias, pero no decrecen las víctimas.

Esto supone un fracaso evidente de una política de Estado que involucra a algunas de las instituciones más poderosas y representativas de la sociedad civil. Pero, en lugar de asumir ese fracaso y de debatir qué otros enfoques podrían adoptarse para ser más eficaces, es mucho más fácil culpar al machismo ambiente y a opiniones más o menos aberrantes que se leen y se escuchan en los medio, judicializándolas si es preciso.

Ana María Pérez del Campo, presidenta de la Federación de Asociaciones de Mujeres Separadas y Divorciadas, ha llegado a insinuar que la publicación de artículos como el de Salvador Sostres puede provocar que las mujeres no se atrevan a denunciar. Sinceramente, me parece que se atribuye a este artículo en especial y a toda la prensa en general un poder y una influencia que está muy lejos de tener.

Sostres ha pecado de torpeza y de no saber, aparentemente, dónde estaba expresándose. Efectivamente, no importa que repita hasta tres veces que no justifica el asesinato de la mujer. Da igual. Las tribunas periodísticas no están para estas cosas, sino para lo blanco o lo negro. Los grises morales no encajan, no se entienden, molestan.

En el fondo, lo que plantea Sostres no es muy distinto de lo que planteaba la filósofa Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo. Sí se puede criticar a Sostres es por no haberlo hecho con la elegancia y claridad de Arendt y no entender que ciertos debates no se pueden abrir en ciertos foros.

Me explico.

La estrategia fundamental que se sigue con la violencia de género es parecida a la que se siguió contra el nazismo. En realidad, todas las estrategias de deslegitimación de algo que se quiere erradicar de la sociedad, ya sean los nazis, los maltratadores de mujeres o los terroristas etarras, han seguido una misma pauta desde mediados del siglo XX: la deshumanización. Para excluir esa lacra (por emplear un lenguaje periodísticamente aceptable) se tienen que romper todos los posibles puentes de empatía que haya con sus protagonistas-culpables. Y, para ello, hay que demostrar que no son humanos, que no son como nosotros, que no sienten como nosotros. Y esto se puede conseguir a base de mensajes machacones y persistentes, inculcando el miedo al otro y el miedo a ser asimilado como “el otro”. El otro es el infierno, lo no humano. Los humanos somos nosotros, y si asumimos que ellos no se mueven por impulsos humanos, sino que su maldad procede de otra dimensión, no sólo estaremos a salvo de ellos, sino que estaremos en disposición de eliminarlos y de apartarlos para siempre del conjunto de los humanos. Para volver al redil de la humanidad tendrán que reasumir su condición humana, lo que implicará que rechacen tajantemente su pasado inhumano y lo asuman como tal.

Ya lo hizo Francisco de Goya en Los fusilamientos. Al pintar al pelotón de fusilamiento de espaldas y como un solo bloque deshumanizó a los franceses, los convirtió en una máquina de matar demoníaca e incomprensible, los despojó de cualquier sentimiento humano y, por tanto, cercenó cualquier atisbo de empatía hacia ellos. No se podía adoptar el punto de vista de los franceses porque los franceses no eran humanos y sus emociones y sentimientos eran absolutamente incomprensibles para un humano. No había comunicación posible.

Esta estrategia se ha seguido siempre, cada vez de forma más sistemática y eficaz. El cine ha presentado a los nazis como “bestias pardas” monolíticas e indiferenciadas. Los etarras son igualmente monstruos. Cualquier persona que intente ver a estos elementos como humanos y que intente ponerse en su piel para entender por qué hacen lo que hacen se convierte inmediatamente en sospechosa: ¿qué quieres comprender?, le preguntarán. No hay nada que entender, recházalo y punto. E y punto quiere decir y punto: no vale rechazarlo y, acto seguido, en otro nivel de discurso, analizar sus motivaciones o buscar explicaciones. No, el rechazo se sirve solo, no puede ir acompañado de nada que pueda servir para dar una imagen humana de lo que, a fin de cuentas, es un ser humano.

Esto es propaganda que puede ser útil —aunque en el caso de la violencia contra las mujeres se está viendo que no lo es mucho— para conseguir los objetivos de deslegitimación social, pero que no sirve para debatir y que resulta inaceptable para pensar con seriedad.

Lo que Hannah Arendt vino a decir fue: “No se engañen, los nazis son tan humanos como usted y como yo, no son monstruos del averno, no son fieras incomprensibles, son seres que sienten, ven, oyen y piensan como usted y como yo”. Es, de nuevo, el discurso del judío del Mercader de Venecia: “¿Acaso si me pincháis, no sangro?”.

Parece obvio, pero desmontar una propaganda tiene su precio. Si asumimos que los nazis —o los etarras, o los maltratadores— son tan humanos como nosotros, tendremos que asumir también que nuestra posición de fortaleza moral es muy frágil y que cualquiera puede caer del lado de los so called monstruos. Es más, dice Arendt: el totalitarismo no es una imposición externa a los individuos, los alemanes no fueron sus víctimas, sino sus propiciadores, y lo propiciaron atendiendo a sus impulsos humanos. El horror del nazismo, insiste, es que estaba integrado por pacíficos y civilizados señores de clase media que, simplemente, hacían su trabajo y cumplían con su deber. Sin conspiraciones, sin santos griales, sin hipnosis de masas.

Entender que el horror está en nosotros y que habita en una casa con jardín y no en una oscura mazmorra con chispas y fuego desbarata cualquier propaganda. Entender esto nos permite adoptar el punto de vista del nazi, del etarra y del maltratador, ya que sus emociones e impulsos no son distintas de las nuestras. Visto así, el infierno no parece tan incomprensible, y la grandeza moral no reside en rechazarlo —honestamente: rechazar el infierno y señalar a los malos no es tan difícil—, sino en saber conservar nuestra integridad moral cuando sea preciso. Arendt nos preguntaba a todos: ¿están seguros de que, en unas circunstancias sociales parecidas a las de la Alemania de los años 30, ustedes, tan demócratas, tan antifascistas, tan puros de corazón, no se convertirían en los nazis más exaltados? A todos nos gusta pensar que, llegado el caso, ayudaremos a nuestro vecino judío y lo esconderemos en el desván, pero es mucho más probable que seamos los que lo denunciemos a la Gestapo.

El cine de Michael Haneke y parte de la literatura de Elfriede Jelinek tratan de eso, y no es casualidad que los dos sean austriacos, es decir, ciudadanos de un país que no ha resuelto su pasado nazi.

Concluyendo: ¿podemos entender a un maltratador y al mismo tiempo condenarlo? Podemos, claro que podemos. Sólo con un ejercicio de hipocresía podemos decir que no comprendemos el mecanismo de un crimen pasional. ¿O no entendemos la literatura de Patricia Highsmith? Si los policías que investigan los crímenes no entendieran las motivaciones que llevan a los asesinos a matar no podrían justificar sus móviles. Y para entender una motivación no hay más remedio que empatizar con el otro, que ponerse en su lugar. ¿Cómo dan los detectives de Seven con el asesino en serie? Pensando como él, sintiendo como siente él, poniéndose en su lugar. Pero no se convierten en él: entender a alguien no implica compartir ni aceptar lo que ese alguien hace.

Ahora bien, está claro que una tribuna periodística no es el sitio para estos debates. Para eso está la literatura y los libros de filosofía. No le pidan peras al olmo, por dios.

SAULOS DE TARSO

Estos días en que andamos a vueltas con el fin de ETA y que si Sortu y que si patatín y que si patatán, me vienen a la cabeza las lecciones de los conversos y de los arrepentidos.

No entiendo cómo es posible que los mismos que no transigen con un final que no incluya la desaparición absoluta e irrecuperable de todo lo que tenga que ver con la izquierda abertzale sientan una admiración tan grande por antiguos poli-milis y por etarras de primera hora pasados luego al otro lado (pasados antes de que fuera demasiado tarde para pasarse, claro).

No daré nombres, porque creo que todos podemos citar unos cuantos.

No les niego —faltaría más— el derecho a evolucionar políticamente y a elegir su forma de militancia y de expresión ideológica. Tampoco tengo que hacer ningún reproche a quienes les aceptan en sus filas. Lo que me sorprende es el ascendiente moral que ejercen, la superioridad desde la que hablan y lo tajante y firme de sus juicios, que no admiten a tibios.

¿De dónde procede su auctoritas? ¿De haberse caído del caballo en el momento oportuno?

Yo sí que soy consciente de mi superioridad moral sobre ellos, aunque no la ejerzo. Y mi superioridad se justifica en el hecho de que yo nunca, jamás de los jamases, he pertenecido a un grupo armado, nunca he usado la violencia, no he tenido un arma en mis manos ni he facilitado que otros la tuvieran. ¿Por qué iba yo a recibir lecciones de pacifismo de un converso?

Como en tantas otras cosas, echo de menos un poco de modestia, de humildad y de honradez. Creo que en la res publica cabemos todos, pero no soporto que los Saulos de Tarso gocen de un prestigio moral absolutamente injustificado y que se permitan despreciar a quienes, pudiendo cambiar de opinión y desplazarnos ideológicamente todo lo que queramos, nunca estuvimos al otro lado del cañón de la pistola.

VIOLENCIA

Leo Postguerra, de Tony Judt, hasta muy altas horas de la noche. Los libros de historia, cuando son buenos, están bien escritos y son atrevidos, me suelen atrapar. Son una lectura muy agradecida.

Leo Postguerra y pienso en la violencia. Porque una de las virtudes de Judt es que sabe situarte en las coordenadas de la época, interpretando lo que sucede con los ojos de la gente que lo vivió, no con los ojos padrastriles y sabihondos de hoy. Y nos deja claro que la violencia significaba una cosa muy distinta para nuestros abuelos.

Estamos en la Francia de la inmediata postguerra. Años 40. Dice Judt:

En 1945 muchos europeos habían vivido ya tres décadas de violencia política y militar. La gente joven de todo el continente estaba habituada a un cierto grado de brutalidad pública, tanto de palabra como de obra, que hubiera sorprendido a sus antepasados del siglo XIX.

(…)

Por otra parte, Francia, más que ninguna otra nación-Estado occidental, era un país cuya intelligentsia aprobaba e incluso veneraba la violencia como un instrumento de la política pública.

(…)

De este modo, cuando el veterano político del Partido Radical Edouard Herriot, presidente de la Asamblea Nacional Francesa hasta su muerte en 1957 a los 85 años, anunció el día de la liberación que la vida política normal no podría restaurarse hasta que “Francia hubiera pasado por un baño de sangre”, la expresión no llamó la atención de los oídos franceses, aun cuando procediera de un barrigudo y provinciano parlamentario del centro político.

Es lo que siempre planteo a quien defiende que vivimos en una sociedad violenta. No, señora/señor, no: violentos eran nuestros abuelos. Nosotros vivimos en un mundo (en Occidente, vaya, y en Europa, para ser más concretos, y en Europa occidental para terminar de enfocar) donde el umbral de tolerancia hacia la violencia está muy bajo. Probablemente, en el nivel más bajo de toda la historia de la humanidad. Y eso genera una sociedad sorprendentemente pacífica: tanto la delincuencia como la violencia que ejerce el Estado, aunque siguen existiendo y regurgitando cadáveres, son muy pero que muy inferiores a las de hace tan solo cincuenta años. O incluso treinta.

Las estadísticas pueden maquillarse, claro, y se maquillan de hecho. Pero hasta cierto punto: trampeando los datos se pueden rebajar uno o dos puntos, pero no se puede ocultar un número significativo.

Cuando me hablan de videojuegos y de televisión, siempre esgrimo estos argumentos. ¿Son los chavales de hoy más violentos que sus padres y abuelos?

Amos, anda.

Lean a Edmundo de Amicis y sabrán lo que es el bullying.

Que un ex alumno de internado les cuente anécdotas escolares y échense a temblar.

Es una cuestión de sensibilidad: violencias que antes pasaban inadvertidas ahora escandalizan, y a ciertos observadores mojigatos les puede dar la impresión de que el mundo es terriblemente violento cuando, en este rincón del planeta, nunca ha sido tan tranquilo.

Y, sin embargo, las cárceles están a rebosar, inverosímilmente saturadas de gente desgraciada y mísera que ha cometido delitos de pacotilla propios de quienes han sido arrojados a los márgenes del mundo.

Y, sin embargo, muchos demagogos irresponsables juguetean populistamente con el endurecimiento del Código Penal, la reimplantación de la cadena perpetua o incluso la pena de muerte.

Y, sin embargo, el clamor vengativo crece día tras día.

Cuantas menos cosas pasan, más represión se pide.

Serénense, tómense una cañita, respiren hondo y disfruten. Probablemente en los informativos sangrientos de Pedro Piqueras no se lo dirán, pero se lo digo yo: tiene muchísimas más posibilidades de que le toque la Primitiva que de ser asesinado o simplemente agredido.

Y, si no, fíjese en nuestros abuelos y en la alegría homicida que desplegaron durante varias décadas. Por suerte, no somos como ellos. No lo sea usted.