Archivo mensual: enero 2010

LA GILLETTE LITERARIA

No sé si soy muy raro o muy corto de entendederas, pero cada vez hay más cosas que se me escapan.

Entiendo el síndrome de Peter Pan y todo eso. Entiendo como el que más lo inasumible de la senectud, el imperativo del tempus fugit y el irritante escozor de las canas, la alopecia y la fofez de las carnes. Entiendo el canto a la eterna juventud -y la borrachera con el vino de su fuente- como vacuna contra ese insoportable dolor que todos sufrimos y muy pocos aceptamos. ¿Qué escritor dijo aquello de: “No le tengo miedo a la muerte, pero envejecer…”? Esta misma mañana he estado escuchando esa tristona canción de Ryan Adams que llora el ocaso de su juventud:

So, I am in the twilight of my youth,
Not that I’m going to remember.

Incluso estoy dispuesto a asumir que la edad es poco más que un estado de ánimo, más allá de la podredumbre biológica de nuestra carcasa corporal.

Pero hay cosas que no trago. Por ahí sí que no.

Hoy Babelia ha juntado a charrar sobre literatura y otras cosicas a Javier Cercas, Almudena Grandes y Agustín Fernández Mallo. Algo estupendo si no fuera porque el texto sugiere -a veces, muy explícitamente- que son representantes de tres generaciones distintas, siendo Almudena Grandes la yaya; Cercas, el padre flemático, y Fernández Mallo, el chavalín travieso y zampador de bocatas de Nocilla.

Literariamente es verdad que pertenecen a sensibilidades y etapas distintas de la narrativa contemporánea, pero sin pasarse, tampoco están tan lejanas entre sí como para no reconocerse unos en otros. Hala, en cuanto a la biología pura y dura, la cosa cambia. Porque, señores, entre la yaya y el nieto de esta familia sólo hay siete años de diferencia.

Almudena Grandes nació en 1960; Cercas, en 1962, y Fernández Mallo, en 1967.

Llámenme loco, pero entre una persona de 50 años y otra de 43, poca brecha generacional puede haber. Quizá haya un cierto desfase de referentes infantiles y juveniles, pero vamos, que ambos son de la época del UHF y lo de Carrero Blanco, “al vent, la cara al vent” y “¡se sienten, coño!” son para ellos recuerdos compartidos, no batallitas de sus padres.

Muy mal está la cosa en el patio literario si la gran dama consagrada y la joven y rebelde promesa son casi de la misma quinta, según pontifica Babelia. O la dama consagrada no es tan vieja como la pintan o el joven rebelde no es tan joven como aparenta. Creo que un poco de las dos cosas.

Vaya panorama de momias eternamente jóvenes que se nos ha plantado delante, qué pocos resquicios dejan a las nuevas generaciones: a los letraheridos aspirantes nos quedan muchos años de tedio en la sala de espera de los noveles. Confiemos en que, cuando nos llegue el turno de ser admitidos en el club de las jóvenes promesas, la artritis y la diabetes que sufriremos en nuestros lozanos corpachones de cincuentones nos permitan disfrutar de la juerga que se montará en nuestro honor.

Remato con mi querido Cansinos Assens, que es una mina de tontadicas literarias. En torno a 1915, montó su propia tertulia literaria en el Café Colonial de Madrid. A ella acudía toda la chavalería poetastra ávida de reconocimiento y de gloria. Los amigos de Cansinos Assens no veían bien que perdiera el tiempo comentando los versillos de aquellos mindundis sin firma ni catre donde caerse muertos. Lo cuenta en La novela de un literato:

Goy de Silva, grave, finchado, con su figura de personaje del Greco, me amonestaba: -Tenga usted cuidado, reuniéndose con noveles será usted siempre un novel… Lo sé por experiencia… Y eso es fatal.

Pero, ¿acaso la literatura es un escalafón?… ¿Y hay cosa más divina que ser siempre un novel, es decir, un joven?… ¡Bah! ¿Ya pasó la época de las barbas?… ¡Hoy la Gillette a todos nos hace jóvenes! ¡Viva la Gillette literaria!

Al pie de la letra se lo han tomado en muchos sitios. ¡Viva la eterna juventud!

SALINGER: CUIDADO CON LO QUE DESEAS

Ayer, a vuelapluma y obligado por las circunstancias, escribí unas líneas necrófagas (perdón, necrófilas, digo… necrológicas) sobre J. D. Salinger en el blog literario de Heraldo.es. Puedes leerlas aquí.

SUAVE, SUAVE, SU-SU-SUAVE

Vuelven Los Suaves. Casi na. No hacía ni dos días que se habían pirado y ya vuelven. Podrían haber esperado un poco más para crear algo de dramatismo, una puesta en escena bien medida… Pero la sutileza nunca ha sido lo suyo. La suavidad sólo la han ejercido en el nombre.

Mi archienemigo Óscar Senar se refirió a ellos en su última columna Ojos de Miope. No voy a entrar a valorar sus toscas alusiones a los heavies de pueblo y al uso folclórico de los pilones en las localidades pequeñas, pero he de reconocer que estuvo chispudico en el artículo.

Los Suaves son más de pueblo que el frontón y el guiñote. No hay fiestas patronales que se precien que no les tengan en cartel. En su defecto, no hay orquesta que no tenga Dolores se llamaba Lola en su repertorio (y, si no la tienen, se arriesgan a que no les dejen acabar la actuación y a que la noche concluya en el socorrido pilón).

Yo, como buen chaval de barrio greñudo y rockerón, era de Los Suaves. Hasta lucía merchandising del gato y todo. Luego crecí y me incomodaron mucho los ripios del Yosi y su impostada intensidad para tarugos, pero no hace mucho he vuelto a ellos. El péndulo de D’Ors, supongo.

Los Suaves son como los padres: les adoras al principio, te dan vergüenza ajena y propia cuando empiezas a olisquear el mundo exterior y, ya en la madurez, les comprendes y les quieres con un amor templado y cómplice, sin aspavientos, pero con intensidad. Hasta le acabas cogiendo cariño a sus tapetes y a su horror vacui decorativo.

He tenido que escuchar mucha música, hacer mucha gimnasia auditiva y andulear por los márgenes del rock para reconocer la grandeza simiesca y primitiva de Yosi y compañía (nota al margen: el verbo andulear se lo he descubierto a Cansinos Assens y, sin su permiso ni el de la RAE, me lo he apropiado: ¿no les parece genial?).

Los Suaves son energía rockera sin adulterar. No vi a Yosi en sus peores tiempos alcohólicos, cuando sus compañeros de grupo le mandaron a la mierda o a Alcóholicos Anónimos, pero no podían ser mucho peores que cuando los veía a mis 18 años: el cantante sacaba una botella de Jack Daniel’s, se bebía a morro la mitad de un solo trago y la tiraba al público, sin que nunca se produjera ninguna contusión cerebral, que yo sepa. Hacia el último tercio del concierto, Yosi ya no tenía voz, se tambaleaba de un lado al otro del escenario con una sonrisa imbécil y baboseante y delegaba en el público la ejecución de unas letras que parecía haber olvidado.

Y aun así, o precisamente por eso, molaban mogollón.

El Yosi, un sex symbol del rock patrio.

Esos pasotes del Yosi son lo más cercano que he visto en un grupo español de las orgías del rock que nos cuentan las crónicas de la contracultura.

Qué hígado el de ese hombre. Tiene que ser de acero inoxidable.

Quizá por genealogía celta -son gallegos- están directamente emparentados con los grupos working class anglosajones. Tienen la intensidad primitiva y reconcentrada de Thin Lizzy, las humoradas verderonas de AC/DC y la disciplina aporreante de Grand Funk Railroad, aunque, sin duda alguna, la banda a la que más se parecen es Thin Lizzy. Phil Lynott y el Yosi comparten esa pose de poetas proletarios, rudos como camioneros y a la vez frágiles como niños pequeños. Son juguetes rotos, pero no juguetes de niño bien, sino juguetes de golfo callejero: son unos tazos hechos migas o una canica mellada.

Aunque, la verdad, cuando Yosi se pone intenso, seudomoralista y pretendidamente celiniano (el tipo tiene la jeta de titular una canción literalmente Viajando al fin de la noche, hay que echarle huevos), me sigue sonrojando. Esas letras suenan a poesías cursis de quinceañera enamorada y no correspondida -pero cantadas o recitadas por una voz ronquísima de asaltador de caminos-. A mí me gustan las canciones que gustan en la verbena, las que hablan de beber, de follar y de rock en la plaza del pueblo.

Fíjense: he tenido que leer a Foucault y a Kafka, ver a Kieslowski y a Godard y escuchar a Mahler para descubrir que soy un tío simple que goza con canciones que dicen:

Al día siguiente lo tenía irritado,
ay, qué horror, estaba todo colorado.

O:

Es fin de semana y queremos acción.
La noche se estremece con el rock and roll.

Qué camino más largo para darme cuenta de que soy más simple que un botijo. Pero feliz, eso sí.

Ah, me olvidaba, el título de la entrada es por esto:

PIJOS DE LA MAGDALENA

Mi querida Isabel Cebrián ha escrito un reportaje titulado La Magdalena, expediente X (se puede leer aquí), sobre el presente y los probables e inciertos futuros de ese barrio zaragozano. Para quienes no lo conozcan, es un entramado castizo dominado por la torre mudéjar de la Magdalena, que le da nombre y sobrenombre (la veleta de la torre justifica el apelativo popular de la zona, bastante en desuso: el Gallo). A caballo entre lo marginal y lo pijo-fashion, y entre la modernidad y la solera, es uno de los rincones más interesantes y apetecibles de la ciudad, y quizá la única zona con posibilidades de catarsis artistera y de creación de ese tejido comercial y cultureta que Zaragoza lleva pidiendo -y sufriendo de forma embrionaria- tantos años.

Yo viví un año en la Magdalena, y me mudaría allí mañana mismo si encontráramos un sitio asequible y cómodo para Pablo.

Cuando vivía en el barrio, una vez me tocó entrevistar en un café a un viejo sindicalista barbudo y orondo. La conversación se relajó y empezamos a hablar de los jóvenes y su imposibilidad de agenciarse un piso (mantras sindicales, vaya), y yo debí de soltarle algunos de mis lamentos sobre la apestosa expansión periférica de las ciudades y la deshumanización y degradación de sus calles viejas y paseables. En estas, el tipo me preguntó, con suspicacia:

-Por ejemplo, ¿tú dónde vives?

-En la Magdalena.

El sindicalista barbudo le dio un sorbo a su caña de cerveza sin dejar de mirarme, sonriendo burlonamente con los ojos:

-Ya, un pijo de la Magdalena. Pero la gente normal no puede permitirse vivir como vives tú.

¿La gente normal?

Qué tío más imbécil. Estuve por largarme o por decirle cuatro cosas que habrían arruinado la entrevista anterior. Al fin y al cabo, yo sabía que ese sindicalista normal habitaba con holgura un chalet de dos plantas con bodega y pequeño jardín en un barrio de las afueras.

Un pijo de la Magdalena, tócate los ugetés y las comisiones, me fui refunfuñando para mí.

¿Para qué explicarle que por aquel entonces yo ganaba dos duros mal contados, que siempre andaba pelado y que compartía piso con una chica en una calleja oscura en un piso amueblado con préstamos y algunos muebles rescatados de las aceras? ¿Para qué explicarle que si invitaba a unos amigos a cenar no tenía sillas para todos y algunos se tenían que traer la suya? ¿Para qué explicarle que en mi piso te asabas de calor en verano y te congelabas en invierno y que no había posibilidad alguna de ponerle remedio sin dilapidar un dinero que no teníamos? ¿Para qué explicarle que para mí vivir en la Magdalena era una elección gozosa y consciente, casi una cuestión de militancia, y que el simple hecho de vivir en el barrio compensaba las mil y una putadas cotidianas?

Que tipos que viven a kilómetros del centro, que los findes colapsan sus calles con sus enormes cochazos -porque no saben salir a comprar el periódico sin sacar el auto- y que contribuyen con su modo de vida a la proliferación de megacentros comerciales, me miraran con suficiencia y desprecio, llamándome pijo -ellos, que por lo visto representan a la vanguardia proletaria-, me tocó mucho la moral.

Pero nada, por lo visto, vivir en el centro -por elección, gusto y posibilidad, claro está, como seguimos haciendo ahora, aunque algo alejados de la Magdalena-, en la ciudad viva, la que nos gusta patear y sentir, es de pijos ególatras. Lo solidario es agenciarse un adosado en la urbnanización A Por Uvas y montar barbacoas en el jardín los domingos.

Pues nada, que lo disfruten.

PS lúdico.- Mi día perfecto en la Magdalena y aledaños, se viva o no en el barrio: visita a una exposición en el Centro de Historia -que, pese a su nombre, es una especie de Centro de Cultura Contemporánea-, vermú con sifón y salmuera en Casa Paricio, comida (cus-cus, por supuesto) en el Al Kareni y té moruno con menta en Sherezade. Interludio para siesta o copa (en la terraza de la Urbana, si hace bueno). Por la tarde-noche, tapeo y cena en el Estudios, con sus patés, sus curados, sus quesos y sus vinos tanínicos y marrulleros. Si el estómago no está para esas alegrías, algo vegetariano en la Birosta. Por la noche, lo que salga: copa tranquila -en verano, en la terraza del parque Bruil- y remate, si el cuerpo y los ojos enrojecidos aguantan, en El Refugio del Crápula. No sé si el Linares sigue abierto: de ser así, probablemente sea el sitio más extraño y protolisérgico para terminar una velada, con esa vieja Jukebox de la que salen boleros y canciones de Nino Bravo. ¿Alguien se apunta a este plan? Pues apúrense, que yo empiezo a hacerme viejo para estos trotes.

LAS RAÍCES SIN TIERRA

Johnny Cash siempre recordaba que el country era una música ligada a una tierra y a un modo de vida que, en sus años adultos, ya había desaparecido. Pervivía la música, pero desligada de sus sustrato, absolutamente urbanizada. “Me pregunto cuántas de esas personas [de los músicos de country de las generaciones más jóvenes] alguna vez cargaron un saco de algodón”, decía sin acritud ni lamento.

Para Cash, su música estaba íntimamente unida a las praderas del centro de Estados Unidos, a las plantaciones, a las granjas de madera, a los graneros rojos, al olor del maíz recién segado y al aleteo de las faldas de las chicas que salen de la sunday school. Más que una unión íntima era una emanación de la propia tierra. Como cualquier otra forma de folklore. Pero después llegaron Bob Dylan y otros urbanitas de la maldita Nueva York, enchufaron aquellos sonidos a la corriente eléctrica del rock and roll y crearon una música popular americana trasplantada y universal que, gracias a los poderes del mercado, podía cultivarse y disfrutarse en cualquier lugar.

El otro día estuve viendo a Giant Sands en un concierto de versiones de Johnny Cash, tocando las canciones del disco Live At San Quentin. A la mañana siguiente, charlando con un amigo poeta -esos tíos vagos que son incapaces de llenar un renglón y que gastan veinte hojas para decir cuatro frases-, le comenté que mis ojeras, mi resaca y mi leve afonía se debían a ese concierto, mi primera pequeña juerga desde que soy padre.

-¿Qué tocaban?

Se lo expliqué, soltándole un poco de rollo (los prosistas no somos crípticos: llenamos las hojas y las conversaciones con frases largas), y culminé diciéndole que a mí me gusta mucho la música de raíces americana, y que desde hace unos años es la que más escucho. Él esbozó una media sonrisa de suficiencia y me replicó, en tono de sarcasmo chungo:

-Claro, te recordará tu infancia en Oklahoma, ¿no?

Evidentemente, el poeta me estaba llamando gilipollas sin ningún tipo de miramiento. Porque, a mi alienación cultural -enamorándome insensatamente de una música que no tiene nada que ver con mi patria o mi bandera- he unido el espantoso pecado de confesar mi yankifilia, y eso es un agravante que me condena sin remedio. Estoy perdido para la inteligencia: soy un tipo vendido al sucio imperio. Un gilipollas que tiene el cerebro esponjado por el mal de las vacas locas de tanto zampar hamburguesas caducadas.

Si por lo menos me gustara la chanson francesa…

Para mí resulta evidente por qué siento una comunión tan fuerte con cierta música popular estadounidense y, en cambio, la jota, el chicotén y la zarzuela me suenan a jeroglíficos venusianos. Y no me siento culpable por ello. Tengo la sensibilidad encallecida y en la música no busco el latido de la tierra que la ha parido, como buscaría un folclorista o un buen melómano aficionado al folclore. En la música busco mi propio latido, y como soy un tipo crecido en un entorno urbano europeo de finales del siglo XX, mi latido está mucho más cerca del Greenwich Village o de Sunset Boulevard que de la Cetina y su contradanza o que del de Huesca y sus paloteaus.

Habrá quien quiera rebelarse contra lo que no deja de ser una invasión de la cultura imperialista, y me parece estupendo. Yo prefiero explorar a unos invasores que no percibo como tales. Unos invasores que me han educado sentimentalmente y con los que siento algo más que una afinidad espiritual.

Cuando el rock cogió esa música de la tierra y la transformó en una experiencia urbana, sus sonidos dejaron de pertenecer a una tierra y a una gente. Y eso es lo fantástico de la música: que es una expresión tan primigenia y tan feroz, y al mismo tiempo tan sutil y sofisticada, que puede alcanzar la universalidad desde el terruño más infecto y aislado. El concierto de Giant Sands fue una muestra estupenda de esto. Un fogonazo de raíces desarraigadas.

No sé porqué, este fin de semana me ha dado por escuchar el Desire de Dylan, y pongo varias veces la canción Oh, Sister (que dicen que compuso a pachas con Joan Baez cuando estaban enrollados, pero eso forma parte de su leyenda negra). Con ella me desquito de la rudeza polvorienta y carcelaria de Johnny Cash. Fijaos qué maravilla de canción. Empieza:

Oh, sister, when I come to knock on your door,
You should not treat me like a stranger.
Our father will not like the way that you act,
And you must realize the danger.

Es decir, muy más o menos:

Oh, tatica, cuando llame a tu puerta
no debieras tratarme como a un extraño.
A nuestro papá no le gustará el modo en el que te comportas,
y tienes que darte cuenta del peligro.

¿Peligro? ¿Llamar a la puerta? ¿Padre? Mmm, la cosa promete. Sigue así:

Oh, sister, am I not a brother to you
And one deserving of affection?
And is our purpose not the same on this earth
To love and follow his direction?

Subtítulos:

Oh, tatica, ¿acaso no soy un hermano para ti
y alguien que merece tu cariño?
¿Y acaso no es nuestro propósito en esta tierra el mismo,
amar y seguir su dictado?

Uy, espérate, que esto parece ya un rollo místico a lo San Juan de la Cruz. ¿En qué quedamos? ¿Quiere cepillarse a su hermana o meterla en un convento?

¿O ambas cosas?

A ver, Bob, acláranoslo:

We grew up together from the cradle to the grave.
We died and were reborn and then mysteriously saved.

Esto es:

Crecimos juntos desde la cuna hasta la tumba.
La diñamos y hemos renacido y ahora estamos misteriosamente salvados.

O sea, que la cosa se complica más. No sólo son hermanos seudomísticos, sino que también son zombis.

Más, y con esto se acaba:

Oh, sister, when I come to knock on your door,
Don’t turn away, you’ll create sorrow.
Time is an ocean, but it ends at the shore.
You may not see me tomorrow.

Lo que vendría siendo:

Oh, tatica, cuando llame a tu puerta,
no te alejes, que causarás dolor.
El tiempo es un océano, pero acaba en la costa.
No debes verme mañana.

Cierre críptico de nuevo. Parece que sí, que finalmente quiere colarse en el cuarto de su hermana para practicar amor fraterno, pero who knows…

Me gusta mucho la ambigüedad de esta canción, claramente inspirada en la poesía mística española y, según algunas fuentes más o menos autorizadas, en el Cantar de los cantares. Ya sabéis lo que le gusta el rollo religioso a Dylan, pero, más allá de eso, es verdad que el misticismo católico suena tremenda y deliberadamente erótico y permite jugar con mil y una sutilezas.

Porque, al fin y al cabo, ¿qué puede haber más divino que un incesto entre hermanos que se quieren? Un incesto sin abuso, sin dominio, sin sometimiento de nadie a nadie.

Ese morimos y hemos renacido es toda una declaración de amor. Para los franceses, el orgasmo es la petit mort, y todos sabemos que Eros y Tanathos son muchas veces lo mismo, y que uno lleva al otro con relativa facilidad.

Pero, claro, todas estas lecturas son sofismas míos, porque es evidente que Bob Dylan, como embajador de la cultura imperialista que aliena mi hueca cabezota, no puede alcanzar tales grados de sutileza y belleza. Y no digamos ya Johnny Cash, que es casi un marine con guitarra. Al parecer, la belleza y el arte son solo patrimonio de los vates del Parnaso europeo.

MIS SOLDADOS EN LA TELE

No pude hacerlo en su momento, pero ya está en Youtube mi intervención en el magacín de Aragón Televisión La vida sigue igual (prime time de los lunes, uno de los programas que más gustan a los jóvenes de más de 60 años). Fui a rajar de mi libro Soldados en el jardín de la paz. Me acompañaron en plató Pablo Bieger, Juan Kurtz y Anneliese Wingenbach. Fue el 16 de noviembre pasado. Creo que quedó molón. Lo pongo a cachitos de tres o cuatro minutos cada uno.

UNA PORTADA VIBRANTE

Una breve entrada de urgencia para comentar algo que me ha saltado a los ojos esta mañana y que no puedo dejar de compartir.

Esta es la portada de hoy de El Cultural de El Mundo:

Echen un vistazo al sumario del titular principal. Lo copio por si no lo ven bien en la imagen:

En medio de la tragedia, el patriarca de las letras haitianas, René Depestre, nos descubre la vibrante cultura de su país. Última hora de los escritores de la isla.

¿Recuerdan aquel entrañable Curso de ética periodística del viejo Caiga quien caiga, con ese cachondísimo, genial e infravalorado Juanjo de la Iglesia (que hacía un programa de madrugada en RNE que estaba muy requetebién)? Cómo se le echa de menos.

Este es un ejemplo perfecto para ese curso. A ver, amigos de El Cultural, varias cosicas:

Primero: no sé yo si unos días después de haberse quedado literalmente hecho mierda y con tanto muerto descomponiéndose en plena calle es buen momento para descubrir la “vibrante cultura de su país”. A lo mejor se podía dejar el descubrimiento para cuando los cadáveres hayan sido enterrados y las calles aseadas un poquito. Pero bueno, puede pasar.

Segundo: tampoco sé yo si utilizar de portada una foto que tiró Cristina García Rodero en 1998  y que pertenece a un reportaje sobre el vudú y la cultura popular en Haití es de buen gusto, dadas las circunstancias. Pero bueno, puede pasar.

Tercero: parece muy malapata también la alusión a la “última hora de los escritores de la isla”, cuando es muy probable que la última hora de esos escritores sea literalmente su última hora. No sé si me explico. Pero bueno, puede pasar.

Lo que de ninguna de las maneras puede pasar -y si pasa como humorada es de un mal gusto chabacano, barriobajero e insultante, absolutamente indigno de una publicación que rimbombantemente se rotula como El Cultural- es el uso del adjetivo “vibrante” para definir la cultura de un país destruido por un terremoto. El o la responsable de ese sumario tiene un sentido del humor descacharrante. Debe de ser el alma de las fiestas de karaoke de su urbanización.

Un poquito de por favor, oigan, que están los muertos todavía calientes.

EL TERTULIANO LARRA

Entre los bicentenariazos que nos ha tocado vivir está el de Larra, que en marzo de 2009 habría cumplido la venerable edad de 200 años si no se hubiera desparramado los sesos a los 27.

Larra, Mariano José de. Fígaro (en cursiva, siempre en cursiva) para los iniciados.

Vaya tostón, amigos. Merecería un Celebrities de Muchachada Nui.

En Filología no sé, pero estudiando Periodismo Larra es como un callo en el pie que te molesta cada cierto tiempo. Asoma su levita en varias asignaturas, y si eres un mentecato aficionado a leer libros, como es mi caso, llega un momento en el que, por curiosidad o por empollonismo, te tragas enterita la edición de sus artículos en Cátedra (edición de tapas negras como su corazón negro).

Y entonces buscas al genio, al perspicaz indagador de la pútrida alma patria que te han vendido sus cursis glosadores, al sofisticado y acerado crítico de los males del mundo, al tipo que supo ver y hacer ver a sus semejantes cuán miserables eran.

Buscas la catarsis, la iluminación, la epifanía nacional…

Pero sólo encuentras a un tipo cascarrabias y resentido que habla como un tertuliano de Intereconomía.

Buscas al Nietzsche español y te encuentras a tu vecino del quinto, el que huele a pis y llama a la policía cuando pones la música un poco alta.

Seré un zote, pero yo no vi al genio por ningún sitio. Encontré, eso sí, a un tipo muy ibérico, muy amargado, muy bilioso y montaraz. No me extraña que se descerrajase un tiro: al menos, dicen que se mató por amor. Había algo de humanidad y sentido del gozo debajo de su levita y su calzón largo. Romántico, al fin.

De verdad que no soporto a los tipos que van doliéndose de España. Es una pose muy rentable: con lo que ganan exhibiendo su dolor pueden comprarse muchas aspirinas, pero prefieren invertir en Telefónica y montarse un grupo multimedia. Larra ganaba muchísima pasta: sabía que a los españoles les pierde lamentarse de su patria, más que comer fabada o beber anisete. Al menos, desde que Quevedo dijera aquella estupidez de “Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes, ya desmoronados; / de la carrera de la edad cansados / por quien caduca ya su valentía”.

Desde ese soneto hasta César Vidal e Intereconomía hay un continuum de plañideros, biliosos y amargados que lloran y berrean por el desmoronamiento de un país que, contra todo pronóstico, sigue en pie. Que yo sepa, la Península sigue pegada al continente europeo con el pegamento de los Pirineos y Portugal no se ha ido a la deriva Atlántico abajo, hacia Brasil (donde me llevaría yo el país si fuera portugués).

Anda ya, pesaos, más que pesaos.

Qué salmodia más insulsa y más machacona. Qué runrún de misa y de predicador viejuno, qué ganas de dar la tabarra a la gente y de tratarla como si fuera gilipollas.

No entiendo el prestigio de Larra, de verdad. No entiendo qué provecho se puede sacar hoy de sus artículos, absolutamente caducos, por oportunistas y malintencionados, y no entiendo por qué en los planes de estudio de Periodismo se empeñan en meter a los pobres aspirantes a gacetilleros -que bastante tienen con sufrir una vocación tan perniciosa para sus economías y para su amor propio- jarabe de Larra a la fuerza y no se presta ninguna atención a otros articulistas fantásticos de la historia de los periódicos españoles. Pienso en Julio Camba. Pienso en Josep Pla. Hasta pienso en Ortega y Gasset. Cualquiera de los tres le da cien mil vueltas al cansino de Larra, con su prerregeneracionismo de calzón prieto.

Hala, vaya con dios, Fígaro. Hasta que cumpla 300 años.

HOLA, SOY ISABEL COIXET

Simplemente genial. No tengo palabras.

He intentado subir a Youtube unos vídeos de programas de la tele donde salgo dando la tabarra, pero el ADSL de Orange ha decidido que no tengo derecho a internet. O, al menos, que no tengo derecho a colgar unos vídeos tan coñazos y de alguien tan feo. Lo seguiré intentando, porque yo, por torturaros, que no quede. Mientras tanto, echadle un ojo a este artículo que aparece hoy en el blog De reojo. Va de Gutiérrez Aragón, que presenta libro esta tarde en Zaragoza, y de terrorismos literarios.

ARGENTINA

Este mes, la revista Lonely Planet es un monográfico dedicado a Argentina.

Ay, Argentina.

Volvería una y otra vez. Ya sé que muchos de sus habitantes huyen como ratas, y que otros muchos desean huir, pero yo siento una atracción irresistible que no se agosta. Con otros países no sucede: las expectativas del viajero suelen frustrarse en el viaje. O, al menos, atemperarse. Pero con Argentina me pasa lo contrario: ya estaba enamorado antes de conocerla, y los viajes no han hecho más que avivar y magnificar ese amor.

Hace poco volví a tener correo del tanguero Cristóbal Repetto desde Maipú, que me anuncia que en marzo se mete a grabar nuevo disco, que en verano recalará en España en su gira europea y que espera que nos podamos ver -qué emoción, y yo con estos pelos: tendré que ponerme guapa y comprarme un vestido mono para la ocasión-.

Así que, entre estas buenas nuevas y los textos de la revista, me he puesto tontorrón y me ha dado por repasar fotos argentinas y rehojear el clásico de Bruce Chatwin En la Patagonia. Como el anterior blog sólo permitía publicar una por entrada, apenas tengo colgadas estampas viajeras, así que aprovecho hoy.

Este es el total luxury hotel en el que nos hospedamos en El Calafate, un pueblo patagónico en la provincia de Santa Cruz, a la verita de los Andes, al sur del sur. Un villorrio con menos de 70 años de historia que sólo tiene vida en el verano austral, pues aquello está demasiado cerca del Polo Sur como para resistir un invierno sin joderte el cutis. Las vistas al otro lado de los ventanalas son del Lago Argentino, que tiene ese color azulado porque va teñido de sedimentos de glaciar.

Los Andes en la Patagonia, desde el lado argentino, con los pastos de una estancia gauchesca donde pastan los célebres corderos patagónicos -muy grasos y fuertes para mí, la verdad-:

Y el rey de la zona, una de las maravillas naturales más emocionantes que he visto -quizá junto al Gran Cañón del Colorado-: el glaciar Perito Moreno:

Sobrecogedor.

Estremecedor

Sin duda.

No tengo verbo para evocar la inmensidad y la soledad del páramo patagónico y sus montañas peladas y sus hielos vivos y azules como un poema de Juan Ramón (menos mal que otros sí lo han tenido).

Pero, ¿sabés una cosa, pibe? Lo que a mí me gusta de la Argentina de verdad es esto:

Denme una tardecita de finales de primavera en Buenos Aires. Llévenme en taxi o en colectivo a una esquina no muy lejos de la plaza de Dorrego o del parque Lezama. Denme una terracita junto a un conventillo viejo y ruinoso de los que sacaba Sábato en El túnel y pídanme una Quilmes helada y una picadita -nótese el tamaño litrona de la cerveza, que sirven habitualmente en los bares-. Si es de anochecida, añadan al pedido unas empanadas de carne salteña y de queso. Denme todo eso y seré feliz. No necesito más.

FOGWILL, DE REOJO

La entrada de hoy no está aquí, sino aquí. Va de Fogwill, un tipo muy cachondo.

Como parece que empieza a funcionar (por fin: ya ha estado un par de días en la lista de lo más leído de Heraldo.es, lo nunca visto en un rincón cultureta que habla de cosas que sólo interesan a cuatro gatos. No es que a mí me importe que pase mucha o poca gente por allí, ya he asumido que soy como el informativo de La 2, pero a mis jefes sí que les importa, ya saben cómo funciona este mundo), le estoy dando un buen empujón al blog literario de Heraldo, que ha atravesado por alguna crisis de identidad, pero ya coge carrerilla y tono. Además, he leído en El País que ahora las empresas echan a la gente aludiendo un vagamente demostrable ”bajo rendimiento”, y como Pablo pide insistentemente pañales y ropa, por mí que no se diga: teclearé artículos hasta que los dedos se me hagan muñones. Por tanto, si me hacen el favor, pinchen aquí y, aunque solo sea por hoy, pasen a mi blog de libros. Es triste de pedir, pero más triste es de robar.

No lo hagan por mí, que soy pecador y no lo merezco. Háganlo por este chaval legañoso e inocente que quiere seguir manoseando juguetes de Imaginarium, seguir vistiendo ropa de calidad media-alta y seguir gozando de las ventajas de la calefacción a gas:

PASE SIN LLAMAR: EL CÓNSUL DE SODOMA

Respondiendo amablemente a una petición mía, Enrique Cebrián, poeta y profe de Derecho en la Universidad de Zaragoza -¿se puede ser ambas cosas a la vez y no estar loco?-, ha escrito para todos vosotros ustedes una crítica de El cónsul de Sodoma. Aparece publicada aquí en primicia y el martes, en el blog De Reojo de Heraldo (que, ya lo he asumido, tiene otro público distinto al de este). Con Enrique inauguramos la sección Pase sin llamar, en la que amiguetes y comentadores me descargarán de trabajo sin cobrar nada a cambio (oh, esclavitud, cómo te añoramos los negreros vocacionales: sí, los becarios hacen las veces de esclavos, pero desde que el látigo no restalla en sus espaldas, la explotación ha perdido su épica y su gustillo) y harán este rincón un poco más polifónico. Que lo disfruten.

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PANDÉMICA SIN CELESTE (Crítica de la película El Cónsul de Sodoma)


Empiezo agradeciendo la generosidad de Sergio del Molino por invitarme a pasar un rato en este espacio que ya se ha convertido en lugar de aprendizaje y diversión para muchos, entre los que me encuentro. Y empiezo también pidiendo disculpas a los lectores que han entrado en este blog buscando la prosa de su autor y se han topado conmigo que vengo, recordando los versos de Contra Jaime Gil de Biedma, a comer en su plato y a ensuciar su casa.

La referencia un tanto pedante lo es un poco menos si aclaro que es este poeta –concretamente, la película que se ha hecho sobre su vida– el motivo de esta invitación a escribir aquí, como puede verse en anteriores entradas de este blog.

Ayer pude por fin ver El Cónsul de Sodoma, que es como se llama la película, y salí del cine con dos sensaciones: primero, con una profunda tristeza y, en segundo lugar, con dudas y sentimientos encontrados. La traducción de esta segunda sensación es la siguiente: “me comprometí con del Molino a escribir unas líneas sobre la peli y la verdad es que no tengo ni idea de qué decir”. Pasadas unas horas, creo que he podido ordenar un poco las cosas y creo también haber llegado a una única explicación para estas dos sensaciones.

La película, como digo, se presenta como un recorrido a lo largo de parte de la vida de Jaime Gil de Biedma (Barcelona, 1929-1990), el más importante poeta español de la segunda mitad del siglo XX (opinión personal, pero, desde luego, no exclusiva), y está basada, fundamentalmente, en la voluminosa biografía que Miguel Dalmau publicó en 2004; aunque también se encuentran ecos, sobre todo en la parte rodada y ambientada en Filipinas, del Diario del artista seriamente enfermo (luego Diario del artista en 1956), libro publicado por Gil de Biedma en 1974. Pero, y esto es algo muy grave, considero que las obras que menos presencia tienen en la película son las más importantes: sus poemas. Es cierto que aparecen recitados muchos de ellos en la cinta, aunque ello no acaba de eliminar la sensación de que no se ha querido o sabido leerlos en toda su significación e intención. Antes que centrarse en la intermediación que supone siempre un biógrafo, un buen director habría tenido que acudir más y mejor a la que, en definitiva, es la única (auto)biografía de un poeta; más, si cabe, de un poeta como Jaime Gil de Biedma.

Efectivamente, el director –Sigfrid Monleón– y los guionistas –Monleón, Dalmau, Joaquín Górriz y Miguel Ángel Fernández– son el gran lastre de la película. Uno tiene la sensación, cuando la ve, de que se sentaron un día en una mesa y decidieron que debían aparecer unos determinados momentos de la vida del poeta y unas determinadas referencias, sin importarles mucho el engarce entre todo ello, lo cual ha acabado por dar lugar a una sucesión de escenas en ocasiones un tanto inconexas. Me parece que a una persona que no conozca con profundidad la vida y la obra de Jaime Gil, alguien que tuviera la tarde libre y decidiera ir al cine a ver esta película sin mucha información previa, este defecto le pesará especialmente. Con esto se ha perdido una magnífica posibilidad de hacer una película que fuera a la vez exigente y divulgativa y que sirviera para acercar la figura del poeta a un público mayor y para que, en definitiva, más gente leyera sus poemas.

Los diálogos, además, son escasos, aburridos y romos aunque pretendidamente originales, con excesivos guiños y citas veladas del poeta metidas con calzador.

Por otra parte, hay también, me parece, un error histórico cuando aparece un edifico con el rótulo de Port de Barcelona en pleno franquismo. No he podido comprobarlo con seguridad, pero dudo mucho que el catalán luciera en la fachada de ese modo.

Creo que a estas alturas todo el mundo ha sido testigo del revuelo que la película ha causado y está causando y de los enfrentamientos producidos entre los responsables de la misma (principalmente, su productor Andrés Vicente Gómez) y el círculo de amistades, algunas de las cuales aparecen en el filme, que rodeó al poeta (sobre todo, el novelista Juan Marsé). Estos últimos sostienen que se ha dado (como ya dijeron con la publicación de la biografía de Dalmau) una visión excesivamente parcial de la vida de Jaime Gil, centrada de modo casi obsesivo en su faceta sexual.

Qué duda cabe de que el sexo es parte fundamental de la vida de cualquier persona y, yendo más allá, qué duda cabe de que, más que en otras vidas, el sexo fue fundamental en la de Gil de Biedma. Haber rodado una película que hubiera ocultado o pasado de puntillas por las escenas de cama, por las orgías, por la afición a los chulos, por “las barras de los bares / últimos de la noche”, por algunas de las vivencias en el sótano que el poeta tenía en la barcelonesa calle Muntaner (“un sótano más negro / que mi reputación –y ya es decir–”), habría sido absurdo, infiel a la realidad e incompleto. Pero igual de absurdo, de infiel a la realidad y de incompleto es centrarse tanto en ello, ya que se corre el peligro de que, en ciento diez minutos de película, no dé tiempo de contar algunas otras cosas igual de importantes, o más. Y esto es lo que ocurre. El espectador se encuentra, así, ante un protagonista casi monocorde, ante un hombre en busca del placer urgente, que trataba con desprecio y altivez a sus compañeros y amantes. Y es cierto que así fue Jaime Gil de Biedma, no hay que ocultarlo; pero también lo es que ésa no fue su única faz. “Aunque sepa que nada me valdrían / trabajos de amor disperso / si no existiese el verdadero amor. / Mi amor, / íntegra imagen de mi vida, / sol de las noches mismas que le robo”: son versos de Pandémica y Celeste, uno de sus poemas favoritos de entre los suyos. En la película, la explicación que el personaje de Gil de Biedma da a la génesis de este poema se reduce a afirmar que fue escrito para demostrar que pueden convivir el verdadero amor con casuales escarceos sexuales; da a entender, en cierto tono jocoso, que es una justificación de sus infidelidades. Una vez más, es cierta esta utilidad que Jaime Gil concedió a estos versos, pero quedarse sólo en eso no pasa de ser una boutade. No puede ignorarse el fondo de Pandémica y Celeste, hermosísimo poema que desde su propio título hace referencia a Afródita Pandémica y a Afrodita Celeste, deidades clásicas que representaban, respectivamente, los múltiples amores y el único y verdadero amor. Un poema éste que encierra el que quizás fuera el más importante de los anhelos vitales de Jaime Gil de Biedma, no muy distinto por otra parte del anhelo vital de cualquiera, y que no era sino el deseo de ser amado, la necesidad de ser querido. En este sentido, toda su vida fue un juego de dobles: el alto ejecutivo de la Compañía de Tabacos de Filipinas que visita por las noches los antros más sórdidos, el homosexual en la España franquista, el hombre que en todos los cuerpos no busca sino el cuerpo del amor, el miembro de la alta burguesía catalana y de la aristocracia castellana que se revuelve contra su clase, el pesimista que apuesta por la alegría, el tipo sardónico e hiriente que sólo busca en el fondo una caricia. Son dualidades que lo conducirían, al final, al silencio y a la autoinmolación poéticas en su última obra, Poemas póstumos, que incluiría piezas como Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma.

Afirmar que estas dualidades no están presentes en la película sería sostener una falsedad. Lo que quiero decir es que, en mi opinión, no lo están con la fuerza necesaria y que no expresan como debieran su ineludible importancia en la vida y en la obra del poeta.

El editor Malcolm Otero Barral, nieto del poeta y editor Carlos Barral (uno de los íntimos de Gil de Biedma y personaje de la cinta), ha afirmado, al respecto de El Cónsul de Sodoma, que el debate debe plantearse no en lo relativo a si Jaime Gil era o no cómo la película lo dibuja, sino en torno a la frontera entre realidad y ficción. Casualmente, esta afirmación recuerda una conversación que aparece en la película –una de esas famosas batallas dialécticas que ambos mantenían– entre Gil de Biedma y Barral. Y he de decir que no estoy de acuerdo con esta opinión, ya que, si bien es cierto que el debate realidad-ficción es mucho más interesante, no puede olvidarse que lo que el director nos anuncia es una película biográfica (un biopic, en la jerga cinematográfica), y eso exige un nivel de compromiso que aquí no se alcanza. Si no hay voluntad de mantener ese compromiso, mejor es hacer otra película. O, incluso, utilizar también la figura de Gil de Biedma, pero para hacer y presentar un proyecto distinto.

Pese a todo esto, a la película la salvan sus actores; y aquí es justo el reconocer lo que de posible influencia de Sigfrid Monléon, el director, pueda haber. Pienso que se ajustan perfectamente a sus personajes y que llevan a cabo, en conjunto, muy buenas interpretaciones. Pero, sin duda, sobre todos ellos destaca el trabajo de Jordi Mollà, encargado de dar vida en la pantalla a Jaime Gil de Biedma, y que borda al personaje en sus gestos, en su actitud y, muy importante, en su voz: si escuchamos las grabaciones que han quedado de Jaime Gil recitando sus versos, nos daremos cuenta del excelente trabajo que ha realizado Mollà. Concretamente, apurando todavía más, me atrevo a afirmar que a la película la salva la interpretación de Jordi Mollà. Si aparecen mínimamente en ella los elementos que he ido echando en falta a lo largo de estas líneas es gracias al trabajo de Mollà. Por él podemos entrever los conflictos de Gil de Biedma y la desgarradora preocupación que el paso del tiempo le provocaba, y de la que su obra poética es el mejor testimonio. Me da pena pensar lo que nos hemos perdido, lo que este actor podría haber sido capaz de hacer con una mejor dirección y con un mejor guión. Lo poco que aprendemos, que comprendemos y que sentimos al ver esta película se lo debemos a él. No la cuento para no destripar nada, pero la última escena es una muestra de lo que digo. Es una escena difícil porque parece casi cómica, pero es tristísima en realidad; en ella, y sin necesidad de pronunciar una palabra, es difícil contener las lágrimas viendo a Mollà-Gil de Biedma.

Comenzaba estas líneas diciendo que salí de la película triste y desorientado en cuanto a qué pensar sobre ella, pero decía también que creía haber encontrado una única explicación para ambas sensaciones. Pues bien, esta explicación es Jordi Mollà: siendo una película que deja mucho que desear, es gracias a sus actores, y principalmente gracias a su protagonista, por lo que tenemos la sensación de haber comprendido mejor algunas cosas, de habernos emocionado y de no haber malgastado una preciosa tarde de viernes.

MÁS SODOMÍAS Y UN FAMA

Al hilo de lo que se hablaba aquí el otro día (por cierto, Enrique, espero tu crítica de El cónsul de Sodoma, mándamela por mail y la publicaremos aquí con alguna fotico), he escrito una entrada, continuación de esta, en el blog literario De reojo, que escribo en Heraldo.es.

Cuelgo también el regreso de Los Famas, la minisección del suplemento MVT de Heraldo que compite agriamente con la también minisección Ojos de Miope, del pérfido Óscar Senar. Está hoy en los kioscos, esos sitios donde te dan un periódico si compras unas sartenes, unas figuritas de belén, unas tazas de los Beatles o unos DVD de Berlanga.

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Se acabaron las divas de la canción: llegan las proletarias

Lisa Germano. Crecida en un pueblecito de Indiana y reivindicada como violinista de lujo por Mellencamp y Bowie, es una de las figuras más representativas de la generación de chicas guerreras y currantas que reina hoy en el tan prestigiado género de la ‘americana’.

En España, el palabro ‘cantautor’ provoca alergias generalizadas entre la chavalería. No es para menos: a ver quién sale indemne tras declararse fan de esos tipos con coderas en las chaquetas, peliblancos y calvos, que fuman como el abuelo que fue picador y dicen las mismas tontadas que tu padre. Pero en Estados Unidos, los ‘songwriters’ sí que molan, tienen pedigrí y seguidores jóvenes y actualizados, que no exclaman ‘guay del paraguay’ ni rememoran los guateques en los que meneaban el bullarengue.

Ahora molan todavía más las ‘cantautoras’ ligadas al movimiento que la crítica llama ‘americana’: un grupo de artistazas que escenifica -esta vez sí- que la igualdad es un hecho en una música popular históricamente muy machistorra.

Lisa Germano -que ha sacado nuevo disco y empieza gira, a ver si hay suerte y la vemos por Zaragoza- es una de ellas. Nacida en un pueblo de Indiana, fue al conservatorio y aprendió a tocar el violín. A finales de los 80 se convirtió en la violinista de John Mellencamp, y a mediados de los 90 empezó su carrera en solitario. Pero, tras sacar tres discos de relativo éxito con Capitol Records, Germano no se sintió a gusto con lo que hacía, así que lo abandonó todo y se metió a currar de dependienta en unos almacenes de Los Ángeles.

Por suerte, sus amigos no se olvidaron de ella. David Bowie y Dominique A seguían reclamando con insistencia sus violines. Y volvió a la carretera, con canciones subidas de tono (sus discos tienen el sello de ‘explicit’, que avisa a los papás de que las letras dicen muchas cochinadas) que hablan de su identidad sexual. Su último trabajo se titula ‘Magic Neighbor’.

HAITÍ

Y comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quién padece y espera.  Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada.

Alejo Carpentier, El reino de este mundo

LA CIUDAD PIXELADA: LOS PARAÍSOS ARTIFICIALES (1)

Aunque el papel prensa amarillea apenas ha salido de la rotativa y está prácticamente obsoleto media hora después de llegar al kiosco, sé que hay locos a los que les gusta leer periódicos atrasados y ponerse al día de artículos que no pudieron leer en su momento. Para esos desactualizados, he aquí mi texto de La ciudad pixelada del domingo pasado, que sonaba viejo ya antes incluso de que empezara a escribirlo. Pero eso es porque su autor suena viejuno y cascarrabioso también. No me lo tengan en cuenta, es el frío, que me agarrota. Lo que no se ve viejo en absoluto es el dibujo de Álvaro Ortiz que ilustra esta pequeña memez mía, una fantasía de aire hopperiano. Álvaro es un genio de lo suyo, pero no hace falta que yo lo diga, claro. Yo le paso la primera versión de los artículos, la que está llena de gazapos y de erratones, y sobre eso él crea lo que le da la gana.

Por cierto, tras el parón navideño, mis articulitos de Los famas vuelven este viernes al suplemento MVT de Heraldo. Por si hay algún improbable lector interesado.

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Los paraísos artificiales (1)

Casi todo lo que tiene mala prensa disfruta de muy buena literatura. Lo que se condena con graves sentencias en el diario se adora con susurros y frases leves en los libros.

La noche, por ejemplo, cuyo embrujo ya cantaba el castizo Lope de Vega mucho antes que el cosmopolita Baudelaire: “Noche, fabricadora de embelecos, / loca, imaginativa, quimerista, / que muestras al que en ti su buen conquista / los montes llanos y los mares secos”.

Pocas cosas se han glorificado tanto como la noche: refugio de canallas, territorio de seductores, zona de sombras y de máscaras… El Estado, nuestras abuelas y hasta los periódicos nos previenen contra ella y, muy en especial, contra los peligrosísimos paraísos artificiales que florecen como el moho en sus esquinas. ¿Y qué mejor reclamo que una buena prohibición? ¿Cómo no acudir con ansia a gozar de eso que tanto escandaliza a la autoridad competente?

Me gustó mucho una crónica de los años 30 de este diario que rescató hace poco Mariano García en la que se narraba una noche en el ‘Barrio Chino’ de Zaragoza. Un matrimonio forastero había oído hablar de la existencia de ese nido de crápulas en el entorno de la calle Verónica y le pidió al periodista que se lo enseñase. La frustración de los visitantes fue enorme: aquello no tenía encanto ninguno, solo había unos cuantos bares con camareros desabridos donde tipos abúlicos y ociosos bebían cerveza hasta el amanecer. ¿Eso era la bohemia? Pues vaya chasco, qué aburrimiento, qué vulgaridad, qué falta de ‘charme’ y de ‘glamour’.

Algo parecido me encontré releyendo ‘La novela de un literato’, de Rafael Cansinos Assens, crónica de la bohemia literaria madrileña de principios de siglo XX. Uno de sus personajes, el filósofo apodado Zaratustra, se despacha así mientras vuelve a casa de amanecida: “¿Qué hacen esos bohemios, sino lo mismo que los oficinistas?… Girar siempre en la misma noria, levantarse en la tarde, salir a la busca del amigo generoso, venir a sentarse a la mesa del café a decir idioteces, hasta que se hace de día y los echa el camarero. ¿Es más ordenada la vida de un oficinista? Y, además, el oficinista es más dueño que ellos de sí mismo; tiene sus domingos, cobra su sueldo y no tiene que mendigar la media tostada (…). El oficinista tiene su novia o su querida, pero estos tipos, ¿qué tienen? ¡Si hasta las busconas los desprecian! Estos no son bohemios, sino hampones”.

Como cualquier otro, yo también me he dejado seducir por los cantos de los paraísos artificiales, pero quizá porque ya me bato en retirada -tener hijos, salvo excepciones, suele arrastrarte al lado diurno de la existencia- o porque tiendo a no creerme a los entusiastas declamadores de su propia felicidad, intuyo que los embelecos de la noche están sobrevalorados tanto por los crápulas como por los mojigatos. Ni los unos gozan tanto, ni los otros debieran condenar con tanta ridiculez unas bacanales mucho más prosaicas de lo que imaginan.

Es más, aun a riesgo de sonar espantosamente viejuno, les diré que muchas madrugadas me he sentido obligado a proclamar mi felicidad noctámbula -reprimiendo con fuerza los bostezos- en antros llenos de gente aburridísima que se creía genial. Cuando, en realidad, mi único deseo era verme tirado en el sofá de mi casa, con un cola-cao calentito y una buena peli de gángsters.

Yo nunca encontré esos paraísos, pero a lo mejor no los busqué bien.