Anoche volví a las cinco de la mañana de un sarao en Madrid, así que reconozco que no tengo la cabeza muy ligera. Además, cené con dos grandísimos amigos (qué bien hacen los amigos cuando vives en el horror), y entre los tres liquidamos tres botellas de rosado-de-la-casa en lo de las crepes de Malasaña, así que, a la falta de sueño, añádanle una buena resaca. Por tanto, estoy investido de esa lucidez que sólo el mal humor matutino puede proporcionar y que me faculta para reconocer las gilipolleces al instante, sin la cesura de la civilización que nos obliga a contemporizar con las tontadas que se emiten públicamente.
Abro El País y leo La cultura sin cultura, homilía a cargo de César Antonio Molina, gallego, ex ministro y cultivador de canas en el coco.
Abro El País, leo La cultura sin cultura y vuelvo a la portada. Miro debajo de la mancheta. Pone: jueves, 25 de noviembre de 2010. Vuelvo al sermón del ex ministro, me froto los ojos y constato la fecha en el ordenador: thursday, nov. 25th.
Pues no he viajado en el tiempo.
Por un momento me parecía estar en 1930. Porque fue por esas fechas cuando Ortega y Gasset publicó La rebelión de las masas. Y cuando la Escuela de Fráncfort empezó a regar sus lamentos sobre lo que poco después se conocería como industria cultural. Y cuando Ilya Ehremburg, que era la versión soviética de baratillo de Ernest Hemingway, escribió su opúsculo Fábrica de sueños, en el que nos alertaba de lo peligrosísimo que era Hollywood con sus galanes engominados y sus divas pechugonas.
De eso escribe César Antonio Molina, que se acaba de leer un libro de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy titulado La cultura-mundo, cuyas páginas le han causado una honda impresión. No me extraña. Es un libro -según el ex ministro, porque es obvio que yo no me lo he leído- repleto de revelaciones, con más ideas útiles que un catálogo de Ikea. Lipovetsky y Serroy nos informan, por ejemplo, de que “hoy se escucha más a un cantante, a un deportista, o a una estrella del star-system que a un intelectual”. O: “La cultura humanista está hoy abandonada por jóvenes entregados al becerro de oro de las redes de comunicación”. O: “La cultura se convierte en industria, en la forma de un complejo mediático-comercial que es el motor del crecimiento de las naciones desarrolladas”.
Madre mía, qué panorama. ¿Esto lo saben en Madrid? ¿Está el presidente al tanto de estos desastres? ¿Sabían ustedes algo de todo esto? Qué horror, qué espanto y, sobre todo, vaya novedad.
Pero no se crean ustedes que los autores de La cultura-mundo se detienen ante tan magnas revelaciones. Su intelecto va mucho más allá. Han observado a sus hijos adolescentes y, en lugar de decirles, como haríamos ustedes y yo: “Niño, sal a la calle un rato y ventila la habitación, que huele a mamut con diarrea. Qué barbaridad, hijo, 48 horas seguidas con el feisbuk, el guor of gourcraf y el puto porno, que se te van a caer los ojos en el teclado. Anda, vete por ahí a los Sanfermines, a ver si ligas con una australiana y te pierdo de vista unos años”.
En cambio, ellos, que son filósofos, aprovechan la circunstancia para filosofar, y nos regalan esta filosofada: “Internet es un peligro para el vínculo social, añaden los autores de La cultura-mundo, en la medida en que, en el ciberespacio, los individuos se comunican continuamente, pero se ven cada vez menos. En esta era digital los individuos llevan una vida abstracta e informatizada, en vez de tener experiencias juntos quedan enclaustrados por las nuevas tecnologías”.
Yo creía que el Mediterráneo era un mar muy conocido y cartografiado desde la más remota antigüedad, pero parece que hay gente que en el siglo XXI todavía no ha oído hablar de los fenicios ni de los piratas de Orán y se sienta en la playa de Benidorm elucubrando un nombre para esa sorprendente masa de agua que se extiende ante sus ojos y que nadie antes que ellos ha descubierto.
Así está César Antonio Molina, con su cuaderno moleskine en la playita de Benidorm, pensando: “Lo llamaré Mare Nostrum, que es latín y quedará bien en mis poemas”.
Es cansino leer una y otra vez las mismas bobadas quejosas y curiles. Especialmente, cuando no se aporta ni un solo dato empírico, ni un sólo retazo de realidad, ni un sólo ejemplo. Todo elucubración, todo también tú, Bruto, hijo mío, todo in hac lacrimarum valle (sí, yo también estudié latín y leí La Celestina en el insti, pero ni siquiera eso me vacunó contra la escritura de blogs).
“Internet es un peligro para el vínculo social”. ¿En qué se basa esa afirmación? ¿En que los intelectuales lo sienten como un peligro? ¿Desde cuando los sentimientos se aceptan como axiomas?
Pero no hagamos más sangre y vayamos a las conclusiones, que se me está pasando la resaca y corro el riesgo de escribir algo decente. Desesperado, el poeta-ministro (toma oxímoron de los buenos) se pregunta:
En una civilización así, ¿qué queda de los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental? ¿Qué clase de ser humano producirá esta nueva civilización?
Leamos de nuevo: los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental. ¿Qué ideales fueron esos? ¿El ideal de la expulsión de los judíos y moriscos? ¿El de llevar el virus de la viruela al Caribe? ¿El que movía el timón de los barcos negreros? ¿El de los niños de las inclusas británicas que retrató Charles Dickens? ¿El de los irlandeses criados en granjas para alimentar a los ingleses, como quería Malthus? ¿O quizá se refiere al ideal de ese pedazo de humanista llamado Adolf Hitler y su afición a jugar al Risk sobre un tablero real? ¿O al que motivó el crimen de Puerto Hurraco?
No sé qué historia de la civilización occidental le enseñaron a César Antonio Molina en su Galicia natal, pero difiere considerablemente de la que aprendí yo, que estaba llena de matanzas, sádicos, ricos que se orinan sobre pobres, pobres que muy de vez en cuando se orinan sobre los ricos, deportaciones, fuego y torturas. Pero si a César Antonio Molina le dijeron que la historia de Occidente (¿se refiere a Europa?) fue algo así como una velada de caballeros filósofos que intercambiaban versos alejandrinos mientras fumaban en pipa en las butacas del Reform Club de Londres, no le llevaré la contraria. Pero si mira por las ventanas del salón en el que departen Sócrates, Martín Lutero y Voltaire, verá las bombas caer y a los soldados de las SS violando a judías de seis años. Pero tendrá que mirar él, porque ni a Sócrates, ni a Martín Lutero ni a Voltaire le importan una mierda la suerte de las niñas judías de seis años.
No soy ni quiero ser un optimista, pero cualquier persona que no viva encerrada en su siglo XIX particular puede refutar fácilmente los lugares comunes esnobs y demodés que fundamentan artículos como este. Cualquiera puede ver que esas ideas (nacidas con Spengler, con Heidegger, con el propio Thomas Mann, con Ortega y Gasset y con Adorno y Horkheimer) han sido periclitadas por la fuerza de los acontecimientos.
Este discurso elitista obvia capciosamente una serie de hechos que contribuyen a dibujar un panorama muy distinto: en los años 30, el analfabetismo aún no estaba erradicado en Europa (y era una lacra en países como España o Italia, tan cultos, con sus cervantes y sus dantes) y la enseñanza superior era coto exclusivo de una reducidísima élite, que era la misma que leía, iba a conciertos y se paseaba por las pinacotecas. Hoy vivimos en una sociedad sin analfabetos y con un gran porcentaje de la población que ha pasado por la universidad. Los receptores y emisores culturales se han ampliado no sólo cuantitativa, sino cualitativamente. Hoy hay más novelistas, más músicos, más editoriales y más artistas que en los años 20, 30 y 40. Y, lo que es más importante: hoy hay más gente interesada por sus obras, y capaces de entenderlas y de gozarlas, que en los años 20, 30 o 40.
En los años 20, 30 y 40 yo no habría tenido ninguna posibilidad de escribir y publicar un libro, y mucho menos de trabajar en un periódico. Y sólo con mucha suerte, esfuerzo y sangre habría podido llegar a la universidad. Muchos de mis amigos que hoy son escritores proceden de familias que eran analfabetas hace dos o tres generaciones.
Lo que ha cambiado es que el público y los creadores han dejado de ser actores políticos. Es normal que así sea, puesto que ya no se identifican con una élite. Hoy, los novelistas, los músicos y los artistas se reclutan de entre todas las clases sociales y su interés no puede estar unido al destino de una burguesía rectora y poderosa. Su discurso, por tanto, se ha vuelto menos público -se ha atomizado, que dirían los sociólogos listillos- y mucho más heterogéneo. La esfera política no les interesa, ellos están a otras cosas. No quieren transformar ni perpetuar ningún mundo: sólo quieren escribir, cantar, pintar, hacer sus cosas. Y su público quiere eso de ellos: no les pide que sean referentes morales ni que les guíen en el camino a la salvación.
Y eso es cojonudo: la cultura se ha democratizado y ha perdido su carácter sagrado. Además, internet ha multiplicado exponencialmente las voces, dinamitando la hegemonía de la que disfrutaban los intelectuales como únicos actores de la esfera pública.
Lo que echan de menos César Antonio Molina y los filósofos franceses no es la cultura como tal, sino su cultura. Echan de menos los tiempos en los que ellos hablaban y los demás escuchaban. Echan de menos los tiempos en los que ellos escribían una tribuna en El País y un bloguero de tres al cuarto no tenía posibilidad alguna de rebatirle ni de debatir con él.
Echan de menos el poder, que es la droga más pegajosa que existe, por eso andan con estas empanadas mentales que suenan a los años 30.