Archivo mensual: junio 2010

UN ÁLVARO ORTIZ ORIGINAL

Rondabandarra abrió la veda, pero yo sigo su ejemplo ofreciendo un premio de verdad, y de los chulos.

Para despedir cuatro años de colaboración heraldiana, voy a regalar a un afortunado lector de este blog dos láminas de Álvaro Ortiz firmadas y numeradas por el artista. La obra es una de las ilustraciones que hizo este año para La ciudad pixelada. En concreto, esta, elegida por el propio creador este mediodía mientras tomábamos un vermú:

El dibujo, obviamente, es digital. Lo que ofrezco es una impresión fotográfica a un tamaño aproximado de 20 por 25 centímetros con su firma y su canesú.

¿Qué tienes que hacer si estás interesado? Remangarte y escribir, vago. O vaga.

Compón un microrrelato de no más de 600 caracteres inspirado en esta imagen bombillesca. Vamos, que tiene que haber alguna relación con el cuadro, por leve o sutil que sea. Los dos mejores o más originales o más pornográficos se llevarán el premio. ¿Que quién elegirá a esos dos mejores? No seré yo, sino un minijurado compuesto por dos escritores amiguetes míos que designaré en su momento y cuyos nombres y caretos daré a conocer próximamente. Si se presentan más de diez textos, preseleccionaré diez, y entre ellos, el jurado elegirá ganador y finalista.

Dos formas de participar: en los comentarios a esta entrada y a través del correo electrónico para los muy tímidos (). Es algo informal, no hay plica ni anonimato ni nada. Se concursa a cara descubierta y se pueden mandar tantos relatos como se quieran. Publicaré primero la lista de los diez preseleccionados en un post, argumentando por qué los he escogido. El jurado también tendrá que razonar su fallo.

Si el ganador resulta que vive en Zaragoza, yo mismo -y, si le apetece, el propio Álvaro Ortiz- le entragaré el premio en una tasca ad hoc con unas cañas y unas. Y si no, ya veremos la forma de hacérselo llegar.

El plazo de recepción de cuentos acaba el 20 de julio. El jurado fallará, como muy tarde, el 1 de agosto.

Hala, ya sabes: si quieres una obra de arte del autor de Julia y el verano muerto y una de las mayores jóvenes promesas del artisteo local, ponte a escribir ya. Se valorará el humor, el buen rollo y la ironía, que estamos en verano.

EU SOU PORTUGUÊS

Pobre Portugal. ¿Hasta cuándo tendrás que soportar el peso de la bota española? ¿No les bastaba a estos soeces españolazos con plantar un Corte Inglés en Lisboa y con llenar las calles lusas de Zaras y de oficinas del BBVA? Ahora también te eliminan de tu deporte favorito.

Pobre Portugal. Em dias tristes com hoje, eu sou português. Y lo demuestro escribiendo cosas portuguesas en el blog de Heraldo.es

Han abierto una tabernita portuguesa cerca de casa. Igual vamos a tomar un caldo verde y un bacalhau.

Y EL HASTA LUEGO DE ÁLVARO ORTIZ

Decían en la (para mi generación) icónica Pulp Fiction: “Caballeros, no empecemos todavía a chuparnos las pollas”. (uh, vaya lío, los amigos de mis amigas son mis amigos).

Para que luego digan que los que trabajamos en los medios somos manipuladores sin hígados ni corazón. ¿Acaso si nos pinchan no sangramos?

ÁLVARO ORTIZ, SIN PIXELAR

Quizá algún improbable lector especialmente considerado se haya dado cuenta de que mi artículo dominical de hoy en HERALDO va ilustrado con un fotomontaje y no con un dibujo de Álvaro Ortiz. No busquen explicación en el periódico. Los diarios, no me pregunten por qué, no tienen por costumbre informar de sus movidas internas, y los que estamos dentro, un poco por lealtad y otro poco por elegancia, tampoco tenemos por costumbre airearlas. Pero creo que, si hay algún lector que siga mis articulitos de La ciudad pixelada, se merece saber la razón de esta ausencia.

Ha habido algunos cambios en el presupuesto de colaboradores que han afectado a varias firmas. Entre ellas, la de Álvaro Ortiz. Así que, con gran dolor por su parte y por la mía, terminó una colaboración que duraba años.

Álvaro, que es un ilustrador todoterreno y un comiquero apreciado que ha dado vida al personaje de Julia en dos álbumes preciosos editados por Edicions del Ponent, llevaba poniendo color a mis palabras desde 2006. Lo primero que hicimos juntos fue una serie de artículos chuscos sobre profesiones veraniegas, y a partir de ahí, varias secciones semanales de mayor o menor fortuna.

En las elecciones autonómicas de 2007, la dirección del periódico me encargó una especie de contracrónica electoral, haciendo un seguimiento diario de la campaña en internet, recopilando curiosidades y valorando lo que se debatía por el mundillo de los unos y los ceros. Como el invento gustó, de ahí surgió una sección fija que se llamó Cosas de blogueros y que estuvo funcionando hasta comienzos de 2009. Demasiado tiempo para algo que concebí como circunstancial. Álvaro fue el ilustrador oficial de esa sección, y se volvió loco para intentar darle un aire majo a unas crónicas cada vez más abstractas y retorcidas.

A comienzos de 2009, cuando dejé el suplemento dominical, me ofrecieron el artículo de opinión actual, que titulé La ciudad pixelada y he acabado convirtiendo en una especie de crónica heterodoxa y muy personal de asuntos que están a pie de calle. Si la he escrito con gusto y ánimo todo este tiempo ha sido por los dibujos de Álvaro. Creo que a él le sentó muy bien soltarse el corsé insoportable de los blogueros, un filón más que reseco, y en los últimos seis o siete meses puedo decir que ha compuesto las ilustraciones más poderosas y bellas que le he visto.

Y eso que no es fácil trabajar conmigo. No doy pies forzados, no doy pistas, no sugiero temas ni apunto tiros de por dónde podría ir el dibujo. Me limitaba a mandarle la primera versión del texto y él hacía lo que quería. Trabajar así es una putada, porque le he obligado a leerse todos y cada uno de mis sermones, y eso es un castigo que no ha sido capaz de sufrir ni mi madre. Pero esto no le ha arredrado nunca, y siempre ha respondido con cariño, esfuerzo y talento. A veces, arriesgándose, incorporando bocadillos de cómic, tirando de abstracción o jugando con referentes algo oscuros del arte contemporáneo, aunque siempre siendo fiel a su estilo.

Pero, por encima de su profesionalidad, por encima de su talento, por encima de su capacidad para crear un mundo estético poderoso y reconocible a partir de un repertorio escogido de referencias infantiles (la infancia, la fantasía infantil es su musa), lo mejor de Álvaro es lo que no se ve en su trabajo, lo que solo apreciamos quienes nos hemos tomado cañas con él: que es un tío de puta madre. Una persona encantadora y cariñosa.

Como homenaje, ahí van unas pocas de las más de 60 ilustraciones que ha hecho para La ciudad pixelada. No son las mejores ni mis preferidas necesariamente, pero son las que rondaban por casa.

EL ARTE DE DESTRUIR

Lo prometido es deuda. He aquí el reportajito que he escrito en el número fin de temperada del suplemento MVT. Un ejercicio naif y enumerativo para preparar el veranito.

EL MIEDO A TODO, DE REOJO

He escrito una cosita en el blog literario de HERALDO sobre una novela del argentino Pedro Mairal, El año del desierto. Mañana, en el suplemento MVT, que cierra temporada, más sobre ciudades destruidas por escritores y cineastas.

SOY LEYENDA

Contaré la historia sin dar nombres, que bajo estos modales de arriero con gonorrea se esconde un alma educada.

Me manda un mail una escritora de periódicos (como llamaba Josep Pla a columnistas y asimilados). Nos conocimos en la presentación de uno de mis libros y nos leemos y nos admiramos mutuamente, pero la cosa no pasa de ahí y de una esporádica relación electrónico-epistolar. En ese mail me cuenta que le van a publicar un libro con una selección de sus artículos en la editorial Tararí (nombre ficticio).

Hasta aquí, todo normal. Pero el texto sigue:

Fulano (nombre más ficticio aún) me ha dicho que estás preparando una guía de librerías de Buenos Aires para esa misma editorial.

Conozco a Fulano a través de este su humilde blog, pero desconozco por completo la editorial Tararí y no tenía ni idea de estar preparando una guía de librerías de Buenos Aires.

Es cierto que, últimamente, con la paternidad, la novela, el trabajo y el florecimiento de los escotadísimos y mínimos vestidos de verano en las calles, ando muy descentrado. Podría estar haciendo cosas sin ser consciente de hacerlas. Me noto los neurotransmisores flojuchos.

Todo se confabula contra mi débil mente: exceso de trabajo, falta de sueño, un hijo que ha desarrollado una notable habilidad prensil y coge todo lo que se le pone a su alcance y un montón de adolescentes prácticamente en pelotas bamboleando sus pechos en la calle bajo el tímido sol de junio sin que mis numerosas dioptrías basten para emborronar su alegre erotismo light.

No estoy en mi mejor momento, pero por más que me exprimo el córtex no recuerdo haberme puesto a preparar una guía de librerías de Buenos Aires.

La chica me vuelve a escribir, extrañada de mi extrañeza, y jurando y perjurando que Fulano, a la sazón responsable de esa editorial que yo no conocía, le había contado el proyecto en el que yo andaba embarcado.

Acabáramos.

Así que resulta que todo era una trola. Una trola de Fulano.

Qué alivio.

Luego, no me estoy volviendo loco. Luego, los escotes de las adolescentes y sus senos cruzados por una fugaz gota de sudor no me sulibeyan tanto como creía.

Me han utilizado como reclamo. Qué ilusión. Alguien se ha inventado algo sobre mí porque considera que esa invención puede resultarle atractiva a alguien. Ha pensado que quedaba bien para su editorial o proyecto de ídem decir que yo estaba en su nómina haciendo una argentinada. Como esos puticlubs que presumen de tener a Sara Carbonero en la plantilla o como esas chicas que se anuncian en las páginas de relax como “presentadora de televisión; demostrable”.

Qué guay.

La fama ha llegado al fin. Con lo que la llevo esperando, que ya se me había olvidado.

¿Qué será lo siguiente? ¿Nuria Bermúdez contando en Sálvame cómo jineteó conmigo en los baños de Pachá Ibiza y cómo supliqué que me hiciera lo mismo que le hacían a Pedro J en su vídeo? ¿María Patiño anunciando que he sido visto con la Duquesa de Alba en el Rocío, los dos muy acaramelados? ¿El defensor del menor denunciándome por hablar demasiado de mi hijo en público? ¿Un reportaje de cámara oculta de El Mundo TV en el que se me ve comprando droga al juez Garzón en el Valle de los Caídos?

Todo un horizonte de bellas mentiras se abre ante mí.

Que hablen de uno, aunque sea bien.

PD 1.- Lo desmiento oficialmente: ni preparo ni me han propuesto hacer nada de eso de las librerías, pero aprovecho para anunciar que si hay algún editor en la sala dispuesto a pagarme un billete de avión y dos meses de hotel en Buenos Aires (adelanto a negociar y dietas, aparte), a la vuelta le escribo la mejor guía de librerías porteñas que se haya hecho nunca. Y por un poco más le hago otra de restaurantes, de bares de copas y hasta de hipódromos y cuartos de baño públicos.

PD 2.- Para los programas del corazón: no monten guardia en mi puerta, que estoy dispuesto a acudir a los platós a contarlo todo. Puedo dar espectáculo, sé insultar con gracia y no me importa desnudarme en directo si el guión lo exige. Hagan sus ofertas, que yo les paso los 20 dígitos de mi cuenta para que vayan ingresando dinero.

LORRE

Se acaba de presentar De reparto, un documental sobre la vida de Carlos Lucas, un actor con casi cien películas a sus espaldas y ni un solo papel protagonista. En muchos de los trabajos de su larga carrera, ni siquiera aparece en los créditos, y en los que sí aparece, la mayoría de las veces, su personaje no tiene nombre. Su currículum está lleno de apariciones en los títulos de crédito como estas (todas reales, recogidas del IMDB): cajero, paciente, obrero, gay en lavabo, hombre en la parada, detenido, mendigo, encargado coche cama, camarero, charlatán tren, teniente guardia civil, hombre de luto, gasolinero… Su penúltima aparición en el cine, de 2004, fue como vejete vestuario, y la primera vez que apareció en unos créditos, en 1971, lo hizo como hombre que se cruza con Julieta. Poca evolución en más de treinta años de curro.

El documental De reparto es un homenaje a estas caras que siempre aparecen en las pelis, pero cuyos nombres nunca retenemos. A esa gente que está siempre haciendo bulto, confundiéndose con el decorado, ejerciendo de la masa que sostiene el tinglado industrial del cine. Y pensando en ello me he dado cuenta de que también aquí hay clases.

Con todos los respetos, no me interesan los casos como los de Carlos Blanco. A mí me gustan los secundarios de alcurnia, esa especie que parece que se va muriendo, pero que ha sido una estirpe maravillosa que nos ha dado horas y horas de felicidad cinéfila.

Nada tienen que ver con estos chicos de reparto que rellenan huecos. Son actores; a veces, actorazos, cuyos papeles tienen peso en el guión, su talento se valora y se les deja espacio para brillar. En la edad de oro de los grandes estudios americanos, en los 40 y en los 50, las majors tenían en nómina a un buen puñado de supporting actors a los que mimaban casi tanto como a sus estrellas. La Warner era especialmente pródiga en su plantel de secundarios.

De ellos, siento debilidad por Peter Lorre, de quien creo que nunca he escrito en este blog (o sí, pero no me importa repetirme), y hoy me voy a permitir hacerle un pequeño retrato.

Nacido en 1904 como Lászlo Löwenstein en Rózsahegy (hoy, Eslovaquia, entonces, Imperio Austrohúngaro), en una familia judía de clase media que le mandó a estudiar la secundaria a Viena. Fue educado en alemán, como correspondía a un chaval con aspiraciones cultas, pero ya muy pronto demostró que la comodidad aburguesada no era lo suyo, y se escapó a correr por los caminos con unos cómicos de la legua que iban interpretando sus obras por Suiza, Austria y el sur de Alemania. No le fue mal como actor de teatro, y se convirtió en un habitual de los carteles de Zúrich y de Viena a comienzos de los años 20.

En 1925 se marchó a la mucho más interesante y caótica Berlín, y allí adoptó el nombre artístico de Peter Lorre.

La fama desbordada le llegó de la mano de Fritz Lang, que lo eligió como prota en la desasosegante M, de 1931. Como la historia, vista desde el presente, tiende a explicarse con facilidad, muchos historiadores han visto en esta peli una especie de premonición sobre la pesadilla nazi en la que estaba a punto de meterse Alemania. Yo dudo que sea otra cosa que un entretenimiento de la agonía del expresionismo que impactó demasiado a una sociedad predispuesta al impacto.

Para Lorre, la cosa tuvo dos caras: la del éxito y la consagración, y la del terror, porque Goebbles utilizó el cartel de la película con su cara en varias campañas antisemitas, del rollo: “Así son los judíos, aprenda a identificarlos”. Así que, aconsejado por su amigo Lang, y viendo cómo se estaban poniendo de feas las cosas en la deliciosa Berlín, hizo las maletas y se piró en cuanto Hitler ganó las elecciones.

Pasó por París, y de ahí saltó a Londres sin saber casi nada de inglés, pero dispuesto a suplir esa carencia lingüística endureciendo su jeta, que ya era de cemento armado. Allí conoció a un joven, talentoso y cínico director llamado Alfred Hitchcock, que le hizo una prueba de casting para uno de los papeles principales de la primera versión de El hombre que sabía demasiado. Hitchcock sospechaba que Lorre no entendía ni papa de inglés, porque gesticulaba mucho y no paraba de reírse, pero apenas decía otra cosa que no fuera yes, yes o well, well. Aun así, le hizo gracia y le contrató. La leyenda dice que Lorre memorizó fonéticamente sus frases y las soltó en la peli entendiendo menos de la mitad de lo que decía.

A Hitchcock le encantó. Le entusiasmaban los caraduras, porque él mismo lo era, y sabía que para tener jeta y salir con bien, incluso brillando, hacía falta un talento especial y precioso que no se aprendía en ninguna escuela.

Y ahí empieza la historia de Lorre como actor a sueldo de los estudios. En los años 30 protagonizó una serie de pelis infames y tremendamente populares interpretando a Mr. Moto, un detective japonés que va resolviendo crímenes en ambientes lujosos y viajando por todo el mundo.

Hizo ocho de estos bodrios. La mitad habrían bastado para tirar por los suelos la carrera de cualquier actor. Ocho largos haciendo de un detective japonés, imitando un acento grotesco y poniendo caras ridículas acaban con cualquier pretensión artística, por fuerte que sea. Pero Peter Lorre era mucho Peter Lorre, y era capaz de reinventar su cara dura cuantas veces fuera necesario.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y Londres se convirtió en una ciudad invivible para un tipo refinado y cínico como él, cruzó el mar y se marchó con otros amigos actores a California, donde decían que había mucho curro para actores europeos en los estudios de Hollywood. Al poco de llegar, consiguió un buen contrato con la Warner Bros, que sería su empresa prácticamente hasta su muerte, y se convirtió en el mejor Peter Lorre posible, en el Peter Lorre objeto de mis amores.

En la Warner le hacían trabajar a destajo. Casi siempre papeles de malo o exóticos, aprovechando su retorcido acento alemán, su extraña y modulada voz y su apariencia meliflua y sexualmente ambigua. Lorre trabajaba mucho y bien en variados registros, así que pronto destacó entre la troupe de secundarios de lujo del estudio, esa pequeña corte que rodeaba a su alteza, mister Humphrey Bogart.

Bogart y Lorre se cayeron de puta madre desde la primera vez que coincidieron en una peli. Fue en El halcón maltés, donde encarnó al ridículamente misterioso Joel Cairo.

Sólo por ese papel, Peter Lorre se merece un hueco en el olimpo del cine. Qué grande su aparición en el despacho de Sam Spade, con su tarjeta de visita impregnada en perfume de gardenias, su pistolita pequeña, su bastón, su bombín y su aire altivo. El halcón maltés fue la primera de una serie de pelis que hizo con Bogart, siempre dando realce a los personajes engabardinados de su amigo.

También me gusta mucho el trágico Ugarte de Casablanca, el personaje que desencadena toda la trama, el portador del Macguffin de la historia (los salvoconductos que han robado a unos correos alemanes). Cuando la policía de Vichy va a detenerlo en Rick’s, desesperado, coge de las solapas a Bogart y le grita: “¡Tienes que esconderme!”, a lo que Bogart-Rick responde: “Yo no me la juego por nadie”.

Su sacrificio sirve para que otros personajes se salven.

Tuvo otros papeles espléndidos, como en Arsénico por compasión, pero los años 50 fueron los de su decadencia. Ya sólo salía como caricatura de sí mismo, y empezó a ponerle voz a algunos dibujos animados de la Warner. Este ocaso coincidió con su gloria como alma de la fiesta de Hollywood. Muerto su viejo amigo Humphrey (a quien dicen que convenció de que se casara con Lauren Bacall en una noche de borrachera), se fue centrando en un excéntrico grupo de viejas glorias de los estudios que se juntaban para hacer fiestas raras y cultivar un humor cruel y negro que los más jóvenes no pillaban.

Su gran amistad del final de sus días fue Vincent Price. Les unía su gusto por lo macabro y por hacer chistes en los (cada vez más frecuentes) entierros de sus amigos.

Hay una película, que pretende ser una comedia aventuresca, pero que tiene un resabio amargo, titulada en España La burla del diablo. Es de 1953, se rodó en Italia, el guión es de Truman Capote y la dirección, de un John Huston comedido y en horas bajas (aunque las horas bajas de Huston son mucho más altas que las más inspiradas de cualquier otro director) que no encontraba una buena historia desde La reina de África.

Creo que La burla del diablo es la última peli que hicieron juntos Bogart y Lorre. Y a los dos se les ve viejos y cansados. Bogart parece especialmente triste bajo el sol de Italia, aletargado y posiblemente intimidado por el poderío sexual de Gina Lollobrigida.

Bogart aún rodaría dos tristes epílogos más a su carrera: Sabrina y Más dura será la caída. Pero su despedida de Lorre me suena más melancólica, más sentida. Parece que se están diciendo adiós durante toda la película. Esas miradas expertas de tantos años trabajando juntos, ese subtexto oculto en la entonación y en los gestos que revela cientos de noches de borrachera, varios desencuentros y un cariño a prueba de bombas de dos tíos de la vieja escuela, pertenecientes al mundo anterior a la guerra, inadaptados de lujo, alcohólicos de corazón.

Ya no se hacen tipos como Lorre.

Hace un par de años, en una exposición en el Museo Picasso de Málaga, vi un retrato de Peter Lorre hecho por la artista alemana Lotte Jacobi. Me encantó. Creo que transmite toda la ambigüedad y la ironía del personaje.

SARAMAGO, DE REOJO

Mi necrológica en HERALDO.es, por si a alguien le interesa el género mortuorio.

PREDICADOR

He escrito una cosita sobre Predicador en el suplemento MVT. Lo puedes leer aquí.

Cuando llevé el tocho de Predicador al periódico, una compañera lo hojeó con un deje de frialdad ante mis entusiastas explicaciones. “Me estoy dando cuenta de que yo tengo problema para esto: soy chica”.

¿Mucha testosterona juvenil en Predicador? Los cómics, ya se sabe, son cosas de tipos con tendencia a la masturbación compulsiva.

Y, sin embargo, a mí Predicador me lo descubrió una chica. Y una chica-chica, profundamente femenina, de las de volverse a mirar, de las que no hay duda ninguna de hermafroditismo ni de machorrismo.

Bien es cierto que a mi amiga, cuando husmeaba en las tiendas de cómic en busca de los fascículos de Predicador, le miraban raro. En el mejor de los casos, pensaban que estaba comprando un regalo para su novio o para su hermano el rarito.

Pues que se jodan. Si algo nos enseña Predicador es a aceptar a los diferentes y a los raritos. Los personajes de Predicador son una panda de inadaptados prácticamentre irrecuperables: un predicador texano descreído y alcohólico con un poder muy sutil, una chica dura de pelar y entusiasta de las armas de fuego, un vampiro irlandés egoísta, manipulador y heroinómano, un chaval que quiso imitar aKurt Cobain disparándose un tiro en la cara, pero falló, sobrevivió y acabó llamándose Caraculo, un cazarrecompensas del Far West que mató al diablo cuando se fue al infierno y acabó convertido en el Santo de los Asesinos…

Es una panda guay. Gente que lo tendría difícil para pasar una entrevista de trabajo. Por supuesto, uno de los temas morales del cómic es la aceptación de los otros tal cuales son. Y como moraleja no me parece de las peores que he leído.

En fin, que Predicador es una maravilla. Lo he vuelto a leer de tirón en esta edición definitiva y me ha gustado incluso más que la primera vez (también creo que he pillado más guiños culturetas que la primera vez, especialmente en todo lo que se refiere a la generación beat y a On The Road). Esta vez, he ido anotando las canciones que suenan y me he creado una lista en el iPod con la banda sonora de Predicador. Hay canciones de Elvis, de Johnny Cash, de The Pogues, de The Clash… Ha quedado un disco muy divertido que estoy empaquetando con una portadilla maja y le voy a regalar a la chica que me descubrió el cómic.

Ups, creo que he desvelado la sorpresa.

PD.- Una nota friki-esotérica. ¿Se han fijado en las cartas que tiene el predicador frente a sí en el dibujo? Tres ases y dos ochos. En póker, esta jugada se llama la mano del muerto, y se supone que es una jugada maldita que trae mala suerte. Son las cartas que, según la leyenda, llevaba Wild Bill Hickock cuando le dispararon por la espalda en plena partida en un saloon de Deadwood. Si les sale la pregunta en el Trivial, agradézcanme el quesito.

CONTRA EL FÚTBOL VIVÍAMOS MEJOR

He escrito una cosita en el blog De Reojo que a lo mejor te interesa. Empieza así:

En momentos como este, se echa de menos ese esnobismo resabiado y altivo que gastaban los escritores de antes. Se echan de menos esos autores exquisitos, tocados por la divina gracia del dandy, que no consentían no ya pisar un estadio, sino ni tan siquiera acercarse a uno para no escuchar su murmullo.

Puedes leerla entera pinchando aquí.

LA CRISIS, PARA TONTOS (2)

Espero responder a algunos comentarios de la entrada de ayer con esta historia que tomo prestada a mi amigo Ángel.

Eran los años 80. Madrid. Mi amigo Ángel curraba preparando y limpiando una sala de fiestas en la que se iba a celebrar, en pocas horas, un fiestón de gente de la movida. Que si Alaska, que si Almodóvar, que si Tierno Galván… (¿o ese no tocaba en ningún grupo? Bueno, es igual). Iban mal de tiempo y sólo había dos personas trabajando, Ángel y su compañero. Eran las tantas de la mañana, llevaban un palizón infame, estaban destrozados y aquello no se terminaba nunca. Era ingrato, sucio, esclavo, profundamente humillante.

En un pequeño respiro que se tomaron para recuperar fuerzas, el compañero le dijo:

—Joder, lo de esta gente sí que tiene mérito. Yo les admiro mogollón. Son artistas, no son como nosotros.

Ángel estaba apoyado en una máquina de limpieza industrial muy pesada. Miró a su compañero, sudado y desfondado. Se miró a sí mismo, sudado y desfondado por una miseria. Y pensó que en pocas horas Almodóvar y Alaska estarían tomando daikiris y aguas de Valencia sobre esa misma tarima que entonces pulían de mierda, de cucarachas y de ratas. Y su primer pensamiento fue coger la máquina de limpieza industrial en la que estaba apoyado y estamparla contra la cabeza de su compañero. Cuando Ángel cuenta la anécdota, la remata siempre diciendo:

—Y esa noche hubiera dormido en Carabanchel, pero a pierna suelta.

Otra pequeña historia que nos pasó a Cris y a mí:

Un viaje por Estados Unidos. Las Vegas. Nos vamos a desayunar en uno de los centenares de bufets de brunch que había ese domingo en el megahotel-casino donde nos alojábamos. Nos acomodamos junto a una familia numerosa afroamericana, de orondez y michelines más que remarcables. El brunch es pijo y se compone, básicamente, de cangrejo de Alaska, fresas y champán. El servicio -camareros, limpiadoras, cocineros- es latino, y entre ellos hablan en español, pero a nosotros nos hablan en inglés porque nos han tomado por anglos por nuestro aspecto blanquito y europeo. Por tanto, los latinos hablan sin cortarse, sin saber que les entendemos cada palabra.

La oronda familia afroamericana empieza sus portentosos viajes hacia el bufet. Vuelven cargados con toneladas de patas de cangrejo, tanques de Coca-Cola y de champán y cosechas enteras de fresas. Además de quintales de donuts, tortitas, tartas, gofres, huevos fritos, huevos revueltos y salchichas. Todo ello, aderezado con ríos de ketchup y de sirope de arce y de azúcar blanquilla y de la otra. Zampan para justificar sus formas redondas y trémulas, y parece que se van a comer las mesas y las sillas también.

Un camarero latino que hormiguea entre las mesas no deja de murmurar en español:

—Gordos negros, panzudos, guarros, así revienten. Mírelos, ya vuelven a por más comida, ¡si aún no la acabaron, gordos de mielda! Ojalá se infarten, cabrones, así tendrán respeto por la comida y lo que cuesta ganarla. Qué gordos, qué asco, cómo tragan, así revienten, tripudos, puelcos, hijos de la gran chingada.

Pero cuando uno de esos puelcos se dirige a él para pedirle algo, el chico les responde en inglés con extremada cortesía, muy servicial:

—Yes, sir, enjoy your meal. Something to drink? Oh, this is for your kid. You look very handsome today, sir.

E, inmediatamente después, al darse la vuelta, retomaba su retahíla en castellano:

—Puelcos, hijos de Satán, así revienten, negros, así revienten.

Mi teoría es que varias de las coca-colas que engulló la familia llevaban un regalito directamente desde las gargantas de Puerto Rico, un gargajo con bien de espumilla. Nosotros procuramos ser comedidos y extremadamente respetuosos y simpáticos. Y, al final, nos despedimos en español, gesto que creo que agradecieron. Aunque no sé: ese día yo era objeto de odio social, no compañero solidario, así que puede que me tocara algún rico gargajo portoriqueño.

¿Cuál es la moraleja de estas historias? Ninguna. Pero ilustran bien el odio social y sus consecuencias más pedestres, ¿no?

LA CRISIS, PARA TONTOS

Un somero resumen de la crisis para tonticos como yo:

Unos millonetis montan un tinglado financiero fenomenal al más puro estilo tocomocho: se lían a prestar dinero a mansalva para reinvertir y reinvertir y reinvertir, hasta que la cosa se les va de las manos, los primos estafados no pueden pagarles los plazos de la estafa y el chiringuito se les derrumba con gran estrépito y lagrimeo.

Como la caída del chiringuito amenaza con llevarnos a todos por el sumidero, los Estados (es decir, los jefazos de los mismos, no los ciudadanos que los han elegido, a quien nadie se ha molestado en preguntar) prestan una pasta gansa a interés cero o casi cero para que los millonetis se queden donde estaban. Tranquilos, muchachos: mantened el empleo y ya nos devolvereis el préstamo cuando os venga bien. Palmoteo lumbar, intercambio de puros habanos y carcajeo generalizado.

La inyección de pasta genera un aumento descomunal de la deuda de varios países. El aumento de la deuda cierra grifos. El cierre de grifos provoca un aumento desorbitado del desempleo. Los Estados, prácticamente en bancarrota y sin margen de maniobra, piden ayuda a los señores millonetis, favor por favor.

Los millonetis dicen que vale, que de acuerdo, que soltarán pasta en forma de inversiones y financiarán la deuda de los Estados, pero no a interés cero o casi cero, como hicieron los Estados hace dos años, sino a precio de mercado, que no somos una oenegé de esas.

-Venga, lo que sea, ¿dónde hay que firmar? -preguntan los mandamases a los millonetis, con los bolis en la mano, aliviados de salir de allí con los pantalones puestos.

-No tan deprisa, pardillines -les dicen los millonetis.

Glups. Los más sabios empiezan a desabrocharse el cinturón, sabiendo lo que toca.

-No sólo os vamos a cobrar los intereses, sino que vamos a poner unas condiciones para que financiemos este desastre. Nos vais a diseñar una economía a medida, cuatrojos: queremos despedir a quien nos pete como nos pete y que los impuestos los pague tu madre.

-Hecho. ¿Algo más?

-Sí, pagafantas de mierda, claro que hay algo más: queremos todos los cromos que tengáis de Comando G y de Bola de Dragón.

-¡No, eso no!

-Pues no hay pasta.

-Bueno, vale, los cromos también, pero me quedo las marionetas del Hormiguero.

-Límpieate el culo con ellas, que eso no lo quiere nadie. Y ahora, marchaos, que tengo que asfixiarme con una bolsa mientras me masturbo pensando en Angela Merkel.

Las voces críticas con este tinglado suelen resumir la crisis más o menos como lo acabo de hacer yo, pero me parece que olvidan algo: no hay conflicto ninguno entre Estado e instituciones financieras, porque para que se dé un conflicto tiene que haber dos partes enfrentadas, y el Estado y las instituciones financieras vienen a ser lo mismo: las segundas controlan y utilizan el primero para sus propios fines.

El conflicto debería darse entre unos ciudadanos enfurecidos y unos millonetis abusones que no guardan memoria genética del genial invento del doctor Guillotin. Alguien debería darles una pequeña lección de historia.

¿Les suena? Vayan con cuidado y no pierdan la cabeza.

EL VICTORIANO POSTMODERNO

El título de este post podría ser el nombre de una tienda de ropa para siniestros, pero pretende describir (usando más o menos sus propias palabras) al escritor barcelonés Javier Calvo, cuya última novela, Corona de flores, reseñé ayer en el Artes y Letras, texto que se puede leer hoy en el blog literario de Heraldo, De Reojo.

Me gusta mucho Javier Calvo. Su literatura, quiero decir. De sexo no hablamos. Por eso no me quise perder la ocasión de conocerle cuando vino a presentar su libro a Zaragoza hace unas semanas, con Ignacio Martínez de Pisón de maestro de ceremonias en la siempre entrañable librería Los Portadores de Sueños. Cuando terminó el sarao, unos pocos nos fuimos al Páramo -un garito de la calle de la Paz que es lo más parecido a un antro americano que hay en mi ciudad-, donde Javier iba a leer su cuento Estrella del norte. En teoría, se trataba de un espectáculo rollo spoking word, pero con un músico. Más que un recitado, era una performance. Pero el músico le falló y lo único que llevaba Calvo como atrezo eran unas velas que había comprado en unos chinos.

-Haremos miedo -me dijo abriendo una bolsa de plástico y enseñándome su contenido satánico de baratillo.

Sinceramente, no sabía qué esperar del espectáculo, pero el personaje me estaba pareciendo muy gracioso, había compañía agradable, el bar es uno de mis favoritos y los gin-tonics no estaban mal servidos. Si la actuación resultaba un bodrio, siempre podría tirarme a la bebida y a la conversación. Ahí estaba el siempre grato (especialmente, porque acompaña en la bebida, no se queda atrás como esos insufribles abstemios que te dejan parlotear tonterías toda la noche mientras ellos beben agua y Fanta limón) Miguel Serrano Larraz, seudónimo de Ste Arsson, para una charleta entretenida.

Pero es que el espectáculo salió bien. Muy bien, de hecho.

Cuando arrancó, la cosa pintaba mal. Reconozco que tengo ciertos prejuicios ante las escenificaciones literarias. Soy un clásico que piensa que la literatura está, básicamente, para ser leída. Y si es en casa, en pijama o con una camiseta con churretones, mejor. Cuando empezó la lectura, Miguel Serrano y yo nos miramos y echamos mano a nuestros respectivos cubatas para que no se nos notaran los pensamientos.

Pero, conforme la lectura iba avanzando, el extraño poder hipnótico de Javier Calvo iba creciendo y apoderándose de nuestros oídos y de nuestras voluntades. Llegó un momento en el que consiguió callar a todo el bar, incluso a los varios grupos que habían ido allí de copas, sin saber que había un rollo literario ni nada. Todos escuchábamos atentamente, sin perder ni un detalle.

Cuando la voz del orador proclamó que a la protagonista del cuento le gustaban sus propias pústulas, el silencio era casi helador.

De verdad que sólo pude rendirme al genio escénico de Calvo, sustentado en un texto cuidadosamente trabajado para la oralidad, en el que nunca pierdes el hilo de la historia -una historia sórdida y cruel, como a él le gustan-, con un crescendo suave y un clímax potente.

Lo mejor, en cualquier caso, fueron las copas de después. En ellas cometí un error imperdonable: decirle que me había gustado mucho su libro Los ríos perdidos de Londres. Tomad nota, chicos: no le digáis a un escritor que os ha gustado una obra suya que la crítica ha tachado como menor dentro de su repertorio.

Calvo me miró con sorpresa, casi incrédulo:

-¿Te has leído Los ríos perdidos de Londres?

Dios mío, qué poquito se ha tenido que vender ese libro para suscitar esa pregunta. Reafirmé mi elogio.

-Vaya, me alegra mucho. Es un libro que a mí me gusta mucho -repuso él.

Uy, qué peligro: una obra menor (un libro de cuentos, morralla, detritus literario, algo que en las editoriales no sirve ni para calzar mesas cojas) a la que el autor tiene cariño es elogiada por un lector que, en vez de fijarse en sus grandes títulos, ha escogido ese divertimento sentimental.

Está claro que Calvo pensó que estaba ligando con él, que quería hacérmelo con él ahí mismo, a lo bestia. Y ya no podía dar marcha atrás para deshacer el malentendido. Ya no podía recular para decirle que me gustaba mucho más Mundo maravilloso o El dios reflectante. Si hacía eso sólo me hundiría más en mi propio fango.

Urgía cambiar de tema, así que hablamos de fútbol y de su pasión culé. Fingí un rato que me interesaba el Barça, apuré la copa y me despedí a la finlandesa, que es como despedirse a la francesa, pero dando tumbos de borracho.

Ya sabéis, amiguitos: tened cuidado con los elogios a los escritores, que enseguida piensan que les estás tirando los tejos.

TREME

Esto es lo que publiqué sobre Treme el viernes pasado en el suplemento Muévete. Por cierto, aprovecho para anunciar que, a partir de este viernes, HERALDO reparte una nueva agenda de ocio de Zaragoza elaborada por los grandes Pablo Ferrer e Isabel Cebrián. Como mister Ferrer tiene confianza conmigo -y Cebrián también; tanta, que nos debemos una cerveza y no encontramos hueco para pagárnosla-, y la confianza siempre da mucho asco, me ha pedido unas líneas sobre cosicas literarias. Así que, esporádicamente, encontrarán mi firma también en esa nueva revista. No se extrañen si la ven.

Sin más preámbulos, la columna de Los Famas dedicada a Treme:

“Aquí no te puedes quejar porque el vecino ponga la música alta”

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La nueva serie de HBO sale del útero de ‘The Wire’. Una ficción compleja, coral, sutil y salvaje sobre un barrio de Nueva Orleans que intenta levantar la cabeza después del Katrina. En el reparto, John Goodman y Elvis Costello: ¿alguien da más?

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Lo siento por los fans de ‘Perdidos’, condenados a sufrir un agudo síndrome de abstinencia hasta que encuentren un relevo para su adicción. A los fans de ‘The Wire’, en cambio, nos lo han puesto fácil. El mismo ‘dealer’ que nos abastecía se ha puesto a vender mercancía muy parecida, fabricada por los mismos narcos. El colocón es un poco menos intenso, pero nos sirve para algo más que ir tirando. La nueva serie se llama ‘Treme ‘, y su alma, factura, ambiente y subidón son clavados a ‘The Wire’ (con trasvase de actores incluido). Y, además, sale John Goodman.

Por supuesto, ninguna de las dos series se ha visto en la tele española, lo que no ha impedido que hayan acumulado puñado y medio de seguidores.

‘Treme ‘ debería escribirse Tremè, con acento grave, ya que es una palabra francesa (como casi toda la toponimia del estado de Louisiana). “Estáis en Tremè, tíos, el mayor barrio musical negro de América. Aquí no te puedes quejar porque el vecino pone la música muy alta o porque la gente bebe en la calle o se sube al techo de los coches en los desfiles. Si no soportáis eso, marchaos a vivir a un suburbio de blanquitos con su centro comercial”, le dice Davis, un ‘blanquito’ con alma de músico negro, a sus vecinos.

Tremè ha sido devastado por el Katrina, y la acción de la serie empieza justo tres meses después del huracán. Un reportero inglés se pregunta si merece la pena reconstruir una ciudad provinciana que se ha quedado encasillada en un tópico musical ‘vintage’ y en una tradición gastronómica sobrevalorada. John Goodman le tira la cámara al río. El resto de la serie pretende demostrar que Nueva Orleans sí merece una resurrección, y a mí me han convencido.

En otro orden de cosas, que diría Matías Prats, Eva Cosculluela, media naranja de la librería Los Portadores de Sueños, nos hizo unas foticos a Pablo y a mí la semana pasada en la Feria del Libro de Zaragoza, la tarde en la que estuve firmando en su caseta. El que firmaba libros era Pablo, claro está.