Archivo mensual: abril 2010

UNOS TÍOS COMO DIOS MANDA

Fíjense que yo me había hecho a la idea de que los jueces eran unos tiarrones o tiarronas con los genitales bien plantaos. Unos individuos intimidatorios, seriotes, ceñudos, que te cierran la boca de un mazazo sobre la mesa. Tipos perez-revertianos, sin complejos, que se afeitan con sable y que tienen la mirada gélida e insípida de quien se ha pasado diez años estudiando oposiciones, en pijama, sin ducharse y sin entablar relaciones sociales. Tíos capaces de mandar a cualquiera a la trena a las dos menos cinco y de sentarse a las dos y diez a apretarse un cocidazo en Lhardy sin torcer el morro.

O de irse a la Maestranza a ver una corrida como dios manda:

Cuán equivocado estaba. He leído demasiada novela negra y he visto demasiadas series de polis. Me he acostumbrado al tópico fácil.

Los jueces, en realidad, son tipos y tipas sensibles. Finos estetas, letraheridos que lo mismo se emocionan con una suave coquetterie de Debussy que con el preámbulo del Real Decreto 324/2000, de 3 de marzo, por el que se establecen normas básicas de ordenación de las explotaciones porcinas.

Pásmense como yo me pasmo: los jueces tienen sentimientos. ¿Acaso si les pinchas, no sangran?

Menos mal que no les faltan fieros defensores de su sensibilidad herida. En los últimos días han sido muchos los que han reclamado respeto por los jueces y magistrados del Tribunal Supremo y del Constitucional. Alguno ha llegado a decir que le resulta insoportable la presión a la que le somete la crítica pública en los medios de comunicación y, con la voz quebrada, reclaman a los periodistuchos que dejen de tocarles los cojones. Emulando a Ortega Cano, gritan: “¡Déjenme en paz! ¡Déjenme vivir!”.

Y ojo, que son jueces de los gordos. Megajueces. Barandas de jueces. Ultratogados. Si ellos están así, ¿qué no les estará pasando a los humildes leguleyos de cualquier audiencia provincial o miserable juzgado de primera instancia? ¿Qué silenciosos y terribles calvarios estarán pasando estos grises y achaparrados profesionales? ¿Sobre quién volcarán toda esa ira y esa frutración por un mundo que no entienden y que no les entiende? ¿Se refugiarán en el alcohol, ese cálido amigo que te reconforta el pecho y el corazón cuando la noche es más oscura?

Y digo yo, señores magistrados, sin ánimo de agrandar esa herida suya de la que tanta sangre mana: ¿no será que estaban ustedes muy mal acostumbrados? ¿No será que se han habituado a moverse en un país con una cultura democrática de chichinabo y con una opinión pública que sólo pía cuando hay partido de liga?

¿Me están diciendo de verdad que su personalidad es tan frágil que se va a quebrar a la primera brisilla que sople del despacho de Pedro J.? ¿Su entendimiento y su capacidad de emitir sentencias conforme a la ley se va a enturbiar por un adjetivillo mal rimado de Fedeguico, una columnita melodiosa de Manuel Rivas o unos comentarios disléxicos de Francino?

Pues si es así, dimitan. Es evidente que no están a la altura de los cometidos que les imponen sus cargos. Si la situación les resulta insufrible, cójanse una baja por depresión y váyanse un mes a Cancún a meterse piña colada y prozac hasta que se les pase el disgusto. Hagan lo que crean conveniente, pero no jodan ni hagan esa cosa tan fea y tan apestosamente antidemocrática de pedirle a la prensa que se calle o que baje el tono. No lea usted los periódicos si sufre del corazón: no necesita leerlos para hacer bien su trabajo.

Coño, sea un juez. Demuestre que no sólo es un macho para ir a los toros y fumar puros. Y no le den a los opinadores la satisfacción de sentir que sus comentarios son algo más que simples comentarios.

PS.- Llevo demasiadas entradas glosando la actualidad y se me está poniendo cara de tertuliano. De hecho, me ha salido un micro en la solapa de la americana y la otra noche soñé que participaba en El gato al agua y le tiraba la copa de vino a la cara a Juan Manuel de Prada cuando dijo que las niñas de cuatro años iban vestidas como meretrices. De Prada rechupeteó con gusto lascivo el vino y dijo: “Los dulces brebajes de Baco solo son calorías vacías y no debiera dejarme llevar por la tentación, mas monseñor Rouco consagró esta divina botella con forma de falo de ángel antes de empezar esta pertinente emisión, y siento que Dios me habla a través de su tinto líquido”.

Me desperté bañado en sudor y con las manos temblándome. Sólo me calmé a la cuarta copa de coñac.

Por tanto, salvo apetencia puntual, me inhibo de comentar cosas de actualidad en unas semanitas. Por favor, hagan que cumpla mi promesa.

APM?

Estoy vago, así que, como dice Stewie en Padre de familia, voy a aprovecharme de la creatividad y del talento de otros para hacerme pasar por guay.

Soy fan del APM?, un original programa de zapping de TV3 que nos ha regalado momentos gloriosos. Son unos artistas del montaje. He aquí una joyita: Esperanza Aguirre como Pamela Anderson:

Otra de Esperanza:

El famoso fenómeno de los Lacasitos:

Y el hasta ahora no superado montaje de Manuel Torreiglesias:


Si queréis algo original hecho por mí, que no me he escaqueado del todo, echadle un ojo al blog De Reojo, que hablo de mi tocayo Sergio Chejfec.

SUMAMENTE FORMATIVO

Ya podréis, cabrones. Ya podréis con una niña de 16 años. Se os ve muy gallitos amedrentando a una chavala de instituto. No queréis verla cubierta con un pañuelo, pero no parece importaros verla cubierta por vuestra bilis.

El argumento carcamal de que hasta-ahí-podríamos-llegar y que sólo faltaría que los chavales se saltasen las normas de vestimenta impuestas por el centro es falaz. Incluso cuando lo aduce Fernando Savater en estos términos:

Es sumamente formativo hacer comprender a los interesados que el adolescente no puede entrar a clase con gorra de béisbol ni la chica con velo, si las normas marcan otra cosa, puesto que en ese respeto a los códigos de conducta en los lugares públicos -aunque no nos gusten- estriba una parte básica de nuestra convivencia.

Lo impositivo no siempre es formativo. Muchas veces, simplemente, es punitivo y responde a empecinamientos y a la voluntad de quien manda de dejar bien claro su poder y su presencia bajo la coartada de que es por el bien del sufridor al que se impone la sanción. Claro que es por su bien, los docentes todo lo hacen por el bien del alumno: su orgullo, su vanidad, su pequeñez moral, sus miserias mentales y sus prejuicios nunca entran en juego. Ellos son puros: esto me duele a mí más que a ti, les dicen a los pequeños cabroncetes que tienen a su cargo.

¿Es formativo imponer las normas caiga quien caiga y no permitir cuestionamiento alguno? ¿Qué mensaje formativo se transmite así? ¿La cabezonería, la rigidez que no rebla, el rechazo por principio al diálogo y a la negociación, la negación del otro, el ninguneo del ‘subalterno’? Eso es formativo para un soldado o para un residente de Pyongyang afiliado al glorioso Partido Comunista de la República Socialista de Corea. Si un adolescente plantea un rechazo a una norma que considera injusta, ¿es formativo no escucharle, plantarle la puerta en las narices y decirle que tiene dos opciones: tragar o pirarse? Hermosa pedagogía, instructiva enseñanza, emotiva oda a la convivencia. Estarán orgullosos los responsables del centro. Qué tíos, qué linces, qué grandes profesionales.

Coincido con Savater cuando, más adelante, en ese mismo artículo, dice:

El laicismo es democráticamente exigible en las instituciones públicas, como las educativas, pero no en las personas individuales.

Efectivamente. Lástima que lo plantee en el tercer párrafo, hacia la mitad del texto, después de una farragosa diatriba contra no se sabe muy bien qué, lo que le quita bastante fuerza al argumento.

También coincido con esta otra apreciación de Savater:

En cuanto a la discriminación femenina, lo importante es que las leyes amparen cualquier reclamación que hagan las interesadas contra imposiciones familiares o vejaciones sociales, pero sin querer doblegar por exceso de paternalismo sus propias elecciones.

Amén, por usar una expresión laica.

Me da mucha pena que una chavala de 16 años esté pasándolas putas -es la expresión más elegante que me viene a la cabeza- por la histeria desmadrada de unos cuantos energúmenos bien azuzados desde ciertos púlpitos. ¿No tienen límites? ¿No tienen otra cabeza de turco menos vulnerable con la que ensañarse? ¿Qué dice el Defensor del Menor de Madrid en este caso? ¿Va a pronunciarse sobre un caso que implica a la administración autonómica que le paga el sueldo o sólo raja para proteger a la hija de Belén Esteban?

En fin, qué asco.

ZARAGOZA ES PORNOGRÁFICA

El domingo se publicó en HERALDO el artículo que copio abajo y que manifiesta la más que perentoria urgencia de unas vacaciones para mi cuerpecillo (llegarán pronto, ya casi puedo tocarlas). Necesito perder de vista estas calles aunque sea por unos breves días.

Mi hartazgo tiene muchas causas, no todas achacables a la ciudad en sí. Yo tengo buena parte de culpa. Mi actitud y mi cansancio puntúan negativo. Pero a estas razones que no siempre son razonables se ha unido una más. Otra gotita: la reacción a unas líneas que pergeñé para el suplemento Artes y Letras de HERALDO y que recogí en el blog literario de la edición digital. Si les va el morbo cultureta, échenle un ojo a los comentarios.

Aquí les dejo La ciudad pixelada, con dibu de Álvaro Ortiz. Otro día les cuento lo del Hiperhuevo.

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Zaragoza es pornográfica

Miles y miles de ciudadanos han hecho cola para ver el vagón de tranvía expuesto en la plaza de España. Les he visto formar con disciplina y paciencia, sonrientes, charlando, saludándose, desafiando incluso al cierzo que ha malogrado esta dubitativa primavera. Cuando los visitantes llegaron a 25.000 y este periódico publicó la cifra, una compañera exclamó, casi con pánico en la voz: “¡Pero si es un maldito tranvía! ¿Qué misterio tiene?”.

Evidentemente, no utilizó el adjetivo ‘maldito’, pero a mí me riñen cuando suelto tacos delante de los niños -y soy muy de soltar tacos: grandes, redondos y rotundos, bien emplastados en la garganta-, y ustedes, improbables lectores, son como niños para mí, no me gusta herir su sensibilidad. Improperios al margen, tiene razón: es un p. tranvía. Pero la sorpresa de la compañera indica que no conoce o no quiere conocer la ciudad en la que vive. Me da envidia su actitud, pues Zaragoza todavía le sorprende, mientras que para algunos se nos ha vuelto tediosamente previsible y repetitiva.

Al zaragozano le gusta ver, especialmente si no hay que pagar entrada por el espectáculo. El zaragozano sale a mirar. ¿A mirar qué? A mirar lo que sea, siempre que no le cobren ni le intenten vender una moto. Sufre de lo que los pedantes discípulos de Roland Barthes llaman ‘pulsión escópica’: un irresistible impulso por verlo todo y por hacer que se muestre todo. El ejemplo paradigmático de pulsión escópica es el porno, donde importa que se vea todo con mucha claridad y en primerísimo primer plano, sin sombras ni efectos de montaje. Así que Zaragoza es algo así como una peli porno en sesión continua. Y, como el porno, es reiterativo, no tiene misterio y acaba siendo una gran decepción.

Zaragoza es una ciudad de paseantes que miran. Se miran entre sí y miran sus cosas. Pero rara vez miran fuera de sí. Su mirada es reconcentrada y ensimismada. En otros tiempos se diría que provinciana, pero ese término ya casi no se usa ni en Francia, que es donde se inventó. En realidad, no es provinciana porque le falta la complacencia propia del provincianismo. La mirada zaragozana es terriblemente crítica y desconfiada, nada de lo que ve le gusta, todo le parece feo, mal hecho, chapucero, falto de perspectiva, que no da la talla. Arrancarle un elogio a un zaragozano es un mérito enorme.

A veces pienso que esa actitud tiene algo que ver con la invisibilidad general de Zaragoza. Los zaragozanos que viajan por el mundo saben que es inútil intentar explicar a la gente dónde está esa ciudad que no es Madrid, ni Barcelona, ni Bilbao, ni Sevilla, ni Valencia. Solo los argentinos, y gracias al fútbol, pueden ubicarla más o menos en un mapa.

Pero en España pasa más o menos lo mismo. Yo he descubierto la ciudad a unos cuantos amigos de Madrid que apenas sabían nada de Zaragoza, más allá de que sus habitantes se llaman ‘mañicos’ (sic), adoran a la ‘Pilarica’ (resic) y de que un tío suyo hizo la mili en ella allá por el año mil chorrocientos y pico. Los zaragozanos, esos que casi nunca salen en los Telediarios, los vecinos de esa gran ciudad invisible, de ese obstáculo-estación más o menos insalvable entre Madrid y Barcelona, se vengan del desprecio ajeno mirándose con saña obsesiva su propio ombligo. Y de él sacan unas pelotas de bilis enormes que, al final, se tienen que tragar.

EL HIPERHUEVO

Ha sido un gusto pasear con Pablo por el centro de una Gran Vía de Madrid extrañamente peatonal. Una sensación rara.

Hemos estado presentando al retoño a la gente de Madrid que no había sido cubierta aún por sus babas y han resultado unos días estimulantes y maravillosos, de reencuentro con un puñado de amigos a los que veo muchísimo menos de lo conveniente, pero con los que siempre me siento como si hubiera estado con ellos la noche anterior. Supongo que tener unas amistades así justifican una vida. Al menos, para mí.

Gracias a Graciela, a Dani, a Ivo (y a Mónica), a Ángel, a Alberto, a Tere, a Paloma (y a Antonio). Gracias por unos días agotadores y espléndidos de los que, para mi desgracia, no me llevo ni una puta foto. Pero, sobre todo, y por encima de todo, gracias a Ivo y a su historia del Hiperhuevo.

Ahora no, que no tengo fuerzas, pero recuérdenme que mañana les cuente la historia del Hiperhuevo. No la relataré ni la cuarta parte de bien que Ivo, que es probablemente el tío más gracioso que he conocido en toda mi vida -y creo tener el listón un poco más alto de lo normal para estas cuestiones, gracias a la gente extremadamente divertida que he conocido en los días de mi mocedad-, pero lo intentaré.

Adoramos al Hiperhuevo.

Gracias, amiguetes.

MALVINAS ARGENTINAS

He escrito una especie de reseña (o algo asín) de Los pichiciegos, de Fogwill. La puedes leer en el blog literario que malescribo en Heraldo.es.

CAZAR BISONTES

Me vi envuelto el otro día en una conversación sobre papillas y biberones con una madre reciente. Por supuesto, mi niño es el que mejor come y tal y cual, y así lo manifesté con vehemencia agresiva. El episodio me valió el amargo reproche de una amiga:

—Sergio, por dios: macho que se respeta no entiende de papillas.

Era broma (¿o no?), pero contenía una buena parte de verdad.

Es cierto: mi papel de padre debería permanecer aletargado hasta que mi retoño fuera capaz de correr pegando patadas a un balón o de empuñar un rifle de caza. Entonces, le transmitiría los valores ancestrales de nuestro orgulloso y fiero pueblo en una serie de crueles pero imprescindibles ritos iniciáticos. Hasta ese momento, debería desentenderme de pañales y proporciones de leche-cereal en los biberones.

Bueno, quizá la sociedad no me pida eso, pero, desde luego, sí que me insta a guardarme esas cosas ñoñas para mí. De hecho, incluso en esa conversación sobre alimentos infantiles, la compañera dudó un momento y dijo: “Me tienes que decir qué frutas le dais… O, bueno, ya se lo preguntaré a Cris”.

“Ya se lo preguntaré a Cris”. Claro. Porque yo, como machorro barbudo acostumbrado a rascarse los genitales en público, no tendré ni zorra idea de qué come mi hijo. No son cosas que me incumban.

Cuando Cris regresó de su baja maternal, todo el mundo (sí, tooooodo el mundo) se interesó por su futuro laboral. Muchos preguntaron directamente si pensaba seguir trabajando, si se había planteado pillarse una excedencia o despedirse directamente. Casi todos presupusieron que se acogería a un régimen de jornada reducida y hasta hubo quien le sugirió que cambiara de ocupación para poder atender mejor a su chaval (y, bueno, algo de razón tienen: el periodismo no es el trabajo más compatible que hay con la crianza de un churumbel).

No pocos de extrañaron cuando Cris explicó que pensaba retomar su actividad laboral donde la había dejado y que intentaríamos apañarnos, como tantos y tantos otros padres.

Cuando yo volví (bastante tiempo antes) de mi permiso de paternidad, ¿os creéis que alguien se interesó por mi futuro laboral? Nadie me preguntó si pensaba despedirme o acortar mi jornada (cuando el derecho a la reducción de jornada asiste a ambos progenitores por igual). Nadie me planteó alternativas. Nadie, absolutamente nadie, presupuso que yo podría plantearme algunos cambios laborales -e incluso el abandono, momentáneo o no, de mi vida laboral- para atender debidamente a mi chaval. Sin embargo, que lo haga la madre suena a lo más natural del mundo. De hecho, se me preguntó sutilmente si pensaba cogerme los 13 miserables días del permiso de paternidad completos. No, pensaba regalar la mitad a alguien menos afortunado, no te jode.

El padre no hace esas cosas. El padre sale a cazar, como es su obligación, mientras la hembra cuida de la camada. Lástima que yo, como cazador, sea pésimo: apenas he apresado un par de palomas urbanas y un gato cojo en mis incursiones en busca de carne.

No sé dónde leí un reportaje de un padre que había dejado de trabajar mientras la madre seguía su carrera. Y pensé: ¿esto es llamativo a estas alturas de la peli? ¿Todavía estamos así? Llamadme rarito, pero creo que cada pareja y cada familia tiene unas circunstancias distintas que pueden llevar a que, en caso de que se plantee una renuncia al trabajo, puedan hacerlo cualquiera de los dos. Supongo que el miembro de la pareja que menos gane o el que tenga un curro más espantoso o más insoportable tiene más papeletas para quedarse en casa. Es una cuestión socioeconómica, no genital.

Pues qué le voy a hacer si me gusta estar con Pablo y si le echo de menos cuando las circunstancias de la vida me obligan a separarme de él, por muy bien atendido que sepa que está. Qué le voy a hacer si me gusta incluso lo que no debería gustarme: cambiarle pañales, darle de comer y hasta despertarme a las cinco de la madrugada. Y estoy seguro de que no soy el único padre que se siente así. Ni siquiera creo que seamos una minoría. No me da la gana acorazarme tras una barrera autocomplaciente, fingiendo que me desarrollo (¿lo qué?) en el laburo o que me enriquezco por estos mundos de ahí fuera. Los minutos que no paso con mi hijo los vivo como una renuncia. Una renuncia que puedo asumir y cuyo coste puedo pagar sin arruinarme emocionalmente (dios, ya escribo como uno de esos libros de autoayuda, qué asco), pero una renuncia al fin y al cabo. Porque para eso decidí tenerlo: para estar con él, no para aparcarlo en un rincón mientras yo cazo bisontes.

LA SUSURRADORA DE FANTASMAS

Ojalá pudiera decir que estoy enganchado al jako. O al alcohol. O a la metanfetamina. O a las grasas saturadas. O a las tragaperras. O al cinquillo. Ojalá pudiera confesarme cura pedófilo. Pero no. Mis vicios son mucho peores, mucho más indignos, mucho más degradantes. Y no hay asociaciones de rehabilitación, la sociedad no quiere redimir a la gente como yo. Como en la Edad Media, nos echan al lodazal con un cencerro colgado del cuello para que la gente pueda alejarse al oírnos llegar.

Sigo una serie muy mala. Tan mala como Entre fantasmas. Gosht Wishperer, la susurradora de fantasmas. Empecé viéndola con ironía, como cuando veo Intereconomía o el propio Telediario. Pero ahora ya no distingo los límites. Ya no sé si mantengo la coña o si la perdí hace tiempo.

En mi descargo diré que Entre fantasmas es basura, pero basura consciente de su basurez. Ofrece lo que da y no intenta hacer de ti una mejor persona. Vamos, que no es un culebrón ñoño y plano envuelto en trascendencia seudoexistencial como Anatomía de Grey, ni una historia rancia de princesitas añosas aficionadas a las sesiones de tuppersex disfrazada de producto chic y rompedor como Sexo en Nueva York.

Entre fantasmas es tan delirante y tan mala que te sientas a verla pensando que no puede ser tan delirante y tan mala. Y, bien mirada, no lo es (ah, no, por ahí no me pillaréis, no me rebajaré a glosar sus bondades, esas me las guardo para mí). Pero esa no es la cuestión. La cuestión es cómo algo tan insostenible logra sostenerse temporada tras temporada.

Punto de partida: Jennifer Love Hewitt, diva del cine de miedito adolescente, se monta una serie. La diva tiene tres talentos fuertes que han hecho de ella una starlette: el primero, su capacidad para entonar gritos de terror en varias octavas cuando es perseguida por un asesino en serie por un pueblo de la Deep America. Los otros dos talentos van juntos y, a veces, están recogidos por un sujetador, según la abertura del escote que luzca.

Jennifer, cabe tanto amor entre tus senos...

Y ya está: la serie empieza y termina en ella, pues la chica produce y protagoniza. Ella se lo guisa y se lo come, y se ha hecho una serie a su medida. A la medida de su escote, claro está.

Para empezar, el escenario es un pueblo ideal de la América ideal. El sueño húmedo de Sarah Palin: Grandview, un pueblito residencial del norte del estado de Nueva York, otoñal, mono y antiguo. Pero, sobre todo, anglosajón. En Grandview no hay ni negros ni hispanos. Bueno, de vez en cuando sale algún negro muy al fondo, para que no se diga. Negros presentables, quiero decir: abogados y cosas así, no ex presidiarios del gueto. En Grandview no hay raperos ni mariachis. En Grandview tampoco hay pobres.

Melinda (que así se llama el personaje de Jennifer) tiene un curro genial: corregenta una tienda de antigüedades en la plaza. Porque los habitantes de Grandview no solo tienen pasta, sino que gustan de pulírsela en cosas caras y elegantes para sus lindas casitas que las hagan parecer más anglosajonas todavía. Pero el curro no es genial por eso, sino por Delia, la socia de Melinda, una tía ultramaja y requetecomprensiva que acepta trabajar como una burra para que su amiga se pase el día de charla con fantasmas solucionando sus problemas. Por supuesto, Delia es fea, gorda y unos años mayor que Jennifer. Ser maja para ella no es una opción: es su única posibilidad de pintar algo en el mundo de Melinda. Y se puede permitir ser maja porque, al ser fea, gorda y vieja, no va a hacer sombra a las tetas de Melinda.

El panorama que tiene Melinda en casa es, sin embargo, mucho mejor. Los guionistas -a quienes Love Hewitt paga la nómina, no lo olvidemos- le han creado el marinovio más perfecto que una mujer soñar pudiera. Ni siquiera las cuatro protas de Sexo en Nueva York puestas hasta las cejas de prozac y helado de Häagen-Dazs serían capaces de imaginar un dechado de virtudes tan impresionante como Jim.

Jim pudo ser un broker de éxito en Wall Street, pero despreció el dinero para seguir su vocación: ser paramédico en un pueblo de mierda poblado por anglos ricos y racistas. Todo un idealista, vaya. Jim viste sobrio, un punto hortera, pero formal, tranquilizador, con look de perfecto yerno. Pero mantiene unas patillas que evocan un pasado algo salvaje. Por lo visto, le gusta el heavy metal, pero no lo escucha en casa porque a Melinda le atruena.

Jim, the real perfect guy.

De hecho, Jim lo hace todo por Melinda. Cuando Melinda quiere follar, Jim tiene una erección dispuesta. Cuando Melinda quiere una cenita romántica, Jim ya ha reservado en el restaurante más coquetuelo del lugar. Cuando Melinda quiere hablar con fantasmas, Jim conduce y utiliza sus contactos en la poli para encontrar información. Cuando Melinda quiere quedarse embarazada, Jim saca su caja de herramientas y se pone a montar la cunita del niño. Cuando Melinda sufre por las almas perdidas, Jim la abraza. Cuando Melinda quiere que le digan lo estupenda que es, Jim se lo susurra al oído -y su aliento huele viril, pero suave, como a lavanda sudada-. Cuando Melinda quiere que su amiga la fea ligue, Jim le busca una cita bajo la sutil coacción de partirle la cara al tipo si no se aviene a ayuntarse con la fea aunque supermaja Delia. Jim calla cuando Melinda quiere que calle, y siempre dice unas palabras justas y adecuadas cuando Melinda así lo requiere (del tipo: “Quiero dejar claro que no te quiero sólo por esas dos maravillosas aldabas que desafían toda la física newtoniana y que centran las miradas de todos los pajilleros aunque mojigatos espectadores que ven esta serie. Yo te quiero por tu intelecto y por lo portentosamente brillante y altruísta que eres, cariño. Por no hablar de que me encanta escuchar tus rollos de loca paranormal y que me saques de la cama a las tres de la mañana para perseguir a uno de tus putos fantasmas, zorrita mía. Por cierto, te he traído bombones, que sé que te gustan y que no comes para no engordar, pero sabes que yo seguiré babeando por ti aunque te pongas como una foca, especialmente, porque sé que nunca te vas a poner como una foca”).

Pero como tanta perfección estomagaría hasta a la perfecta Melinda, esos guionistas le han creado un amiguico que ejerza de contrapunto: Eli. Eli es cínico, inteligente (es profe en la uni, ojito), divertido y amargadete, pero buena persona. Y, sobre todo, buen amigo. Además, él escucha a los fantasmas (verlos, lo que se dice verlos, sólo los puede ver ella, pero él se acerca) y puede echar un cable a Melinda en sus misiones. Eso sí, su personaje encierra una moraleja: su cinismo y malalechura le han condenado a no encontrar el amor. Es un tipo solitario, y a Melinda le da penica, pero a él no le celestinea, porque en el fondo le conviene que no tenga pareja. Es decir: le conviene mantenerlo cachondo y con su escote a una distancia palpable -aunque moralmente inaccesible- para que le siga ayudando en sus misiones. Si Eli se echa novia, la amistad se irá al carajo (y la velada promesa, que nunca se cumplirá -pero que quién sabe si con una botella de vino y unas pastillitas-, de echar un polvo a lo bestia con la ídola adolescente).

Con estos mimbres tan endebles llevan ya cinco temporadas. Y yo con ella. Es mi narcótico preferido, mi droga más dulce, mi basura más sucia.

De momento, no quiero ni puedo desengancharme, pero algún día tendré que pasar por rehabilitación.

EUROPA

Fascinante lo de Tony Judt. Un historiador capaz de moverse con esa soltura en unos términos tan ambiciosos y amplios (escribir la historia de Europa desde 1945) y que a la vez es capaz de construir una interpretación de los hechos contraria y poco complaciente con el lugar común de la crónica periodística y de la retórica política tiene trazas de genio. Toda persona que sufre una enfermedad degenerativa (la terrible ELA, en su caso) es digna de compasión y protagoniza una tragedia espantosísima, pero permítanme un leve sesgo elitista al decir que cuando un talento de la talla de Judt se pierde en lo más alto de sus capacidades, la tragedia es un poco más siniestra, porque perdemos todos. No andamos tan sobrados de talentos (ni ahora ni nunca), aunque los empresarios aficionados a remover becarios crean que los trabajadores intelectuales son intercambiables. Judt acaba de sacar otro libro en Estados Unidos, la primera parte de sus memorias, dictadas, evidentemente. Por lo visto, Judt quiere aprovechar cada segundo antes de que la enfermedad le apague por completo, no se rinde.

Tras algunos tiras y aflojas, y con algunas lecturas intermedias que me han ralentizado bastante la marcha, anoche llegué a la última página (la 1.183) de Postguerra. Ahora seguiré, por recomendación de Javivi, con Sobre el olvidado siglo XX.

Son muchas las cosas que me han gustado (¿estimulado?) de este libro, que pone en solfa muchos de los tópicos complacientes (y no complacientes) sobre nuestro continente. Sobre nosotros mismos. Sobre nuestros padres y abuelos. Pero me quedo con la idea central del libro: que Europa ha entrado en el siglo XXI inverosímilmente rehecha, fuerte, vigorosa y con capacidad de marcar el rumbo.

Unas cuantas ideas sobre la Europa que vivimos hoy:

Lo que aglutina a los europeos, incluso cuando critican duramente algún aspecto de su funcionamiento práctico, es lo que se ha dado en llamar —marcando un revelador contraste con la “forma de vida estadounidense”— el “modelo europeo de sociedad”.

Este es el dibujo de esa Europa a comienzos del siglo XXI, definido por dos bandos o dos grupos sociales:

A un lado estaba una refinada élite de europeos: hombres y mujeres, generalmente jóvenes, muy viajados y bien preparados, que quizá hubieran estudiado e dos o incluso en tres universidades diferentes del continente. Su cualificación y sus profesiones les permitían encontrar trabajo en cualquier parte de la Unión Europea: desde Copenhague hasta Dublín, desde Barcelona hasta Fráncfort. Los sueldos elevados, los billetes de avión baratos, la apertura de fronteras y una red de ferrocarriles integrada favorecían una movilidad más cómoda y frecuente. Esta nueva clase de europeos viajaba con facilidad por todo el continente para consumir, llenar su ocio y divertirse, y también para buscar trabajo, comunicándose como habían hecho los clérigos medievales que deambulaban entre Bolonia, Salamanca y Oxford, en una lingua franca cosmopolita: entonces el latín, ahora el inglés.

Al otro lado de la divisoria se encontraban quienes —siendo todavía la inmensa mayoría— o bien no podían formar parte de este maravilloso nuevo continente o no habían decidido (¿por el momento?) entrar en él: eran los millones de europeos cuya ausencia de cualificación, formación, preparación profesional, oportunidades o medios los mantenían firmemente enraizados en su lugar. Esos hombres y mujeres, los villein del nuevo paisaje europeo, no podían beneficiarse tan directamente del mercado único que disponía la Unión Europea para bienes, servicios y mano de obra. Por el contrario, se quedaban ligados a su país y a su comunidad, constreñidos por la falta de familiaridad con posibilidades lejanas y lenguas extranjeras, y con frecuencia mucho más hostiles a “Europa” que sus compatriotas cosmopolitas.

Vamos, que se ha abierto una brecha que sólo podrá borrarse —si se borra— en el transcurso de un par de generaciones. Hay dos fuerzas enfrentadas: cosmopolitas y provincianos en pugna por integrar o romper la UE. Los provincianos, mucho más numerosos, son la audiencia preferida de los políticos. Cuestión de votos.

Sigue Judt:

Los europeos, cada vez más nómadas, ahora se conocían mejor que nunca. Y podían viajar y comunicarse en igualdad de condiciones. Pero no hay duda de que algunos seguían siendo más iguales que otros. Dos siglos y medio después de que Voltaire señalara el contraste entre una Europa que “conoce” y una Europa que “espera que la conozcan”, la diferencia seguía siendo muy importante.

La Europa que conforma esta élite nómada suena a algo así como el viejo Imperio Austrohúngaro o el Imperio Otomano: una extensión variable de tierras donde se habla multitud de lenguas y dialectos, pero donde los ilustrados se comunican entre sí en una lingua franca y donde la autoridad no exige patriotismo ni adhesiones a una bandera: esos imperios permanecieron unidos mientras unos respetaron y aceptaron la existencia de los otros, mezclados en ciudades cosmopolitas y multilingües (mucho más ricas y heterogéneas en el caso del imperio turco). Cuando la mayoría de un grupo empezó a pensar que estaría mejor sin “los otros”, el frágil invento se fue al traste y empezó una serie de limpiezas étnicas cuyo inicio puede fecharse en la Macedonia griega en 1912 y terminar en Kosovo en 1999, con las dos guerras mundiales de por medio. De hecho, hay cierto acuerdo entre algunos historiadores al considerar que todas las guerras europeas del siglo XX son episodios de una sola.

Eso es lo que hicieron los estados nacionales surgidos en el turbulento siglo XX: homogeneizar y simplificar el mapa cultural, étnico y lingüístico de Europa, creando unidades monocromas y fáciles de manejar por políticos nacionalistas y por estrategas geopolíticos acostumbrados a mover fronteras a su conveniencia.

Pero, a finales del siglo XX y del XXI, Europa ha vuelto a ser heterogénea, multiforme y compleja. Y no ha regresado al que parece su estado natural —cuando ni Hitlers ni Napoleones ni Stalins se empeñan en jugar al Risk— gracias a la soporífera y antidemocrática burocracia de la UE, ni a la implantación del euro, ni a la asunción del acervo comunitario. Lo está consiguiendo gracias a tres cosas: la inmigración masiva, Ryanair y las becas erasmus. Y si me apuran, gracias también a la Champions League.

Las capitales europeas son hoy casi tan cosmopolitas como lo fue la Salónica del siglo XVI o la Viena del XVIII. Quizá más: más complejas e inabarcables. También más problemáticas. Pero, desde luego, mucho menos aburridas.

Los Estados y las naciones siguen teniendo importancia en algunos aspectos, pero para la élite que dirige Europa pintan poco: esa élite se mueve entre ciudades, no entre países. El “modelo europeo de sociedad” en el que se desenvuelven se parece bastante al “estilo de vida americano”: nómada, urbano y despreciativo hacia cualquier elemento provinciano o localista. Sí, a pesar de quienes lo pusieron en marcha, la UE (socialmente, al menos) va a acabar pareciéndose mucho a Estados Unidos. Pero como no lleva camino de parecerse jurídica e institucionalmente, el conflicto va a estar servido. Porque esa élite nómada no va a renunciar a su nomadismo cosmopolita: las fronteras no van a volver a levantarse. Cuando tiras un muro, no sabes lo que va a pasar después y es casi imposible reconstruirlo.

ENCIERROS

Lo intenté. Me presenté en la facultad de Relaciones Laborales de mi alma mater, la Complu. La puerta estaba custodiada por Rossy de Palma. Firme, con los brazos cruzados.

—Hola, buenas, que venía al encierro.

Rossy de Palma me miró de arriba abajo con desconfianza, me hizo un gesto desdeñoso indicando que aguardara y se llevó el walkie-talkie a la boca.

—Oiga, jefe, don Pedro, que aquí hay otro que quiere encerrarse. Cambio.

(Interferencias) —¿Quién cojones es? (interferencias). Cambio.

Mirándome a mí:

—¿Quién cojones eres?

—Esto… Sergio… Sergio del Molino. Le puedo enseñar el DNI —dije llevándome la mano al bolsillo de la americana.

—¡Cuidado, lleva un arma! —gritó De Palma desenfundando su 38 especial y apuntándome a los ojos— ¡Código azul, código azul, alerta, alerta!

—Eh, no, solo llevo la cartera: treinta euros en billetes y algo de calderilla. Se lo doy todo, no se preocupe.

Rossy cogió la cartera, ceñuda. —Tranquilos, compañeros, falsa alarma, es sólo un panoli —informó por el walkie-talkie. Contó los billetes y la calderilla— ¿Sólo llevas esto, mamón? Bueno, te lo cojo todo menos el metrobús, para que no tengas que volver andando a la cloaca de mediocridad de la que procedes.

—Gra-gracias, señora de Rossy, digo Palma, Rossy de.

—Bueno, así que tú eres… —frunce el ceño para leer bien el DNI— Sergio do Pio… do Palomino. Vaya, una vez hice una escena porno con un tal Lauren di Palomino. ¿No serás familia suya?

—No creo, mi familia es muy del opus, el porno lo hacían en la intimidad. Esto… Venía a unirme al encierro por lo de Garzón.

—No tan deprisa, gacelita. Espera aquí, que compruebe quién eres y a ver si el jefe está conforme.

Se metió adentro, dejando la puerta entornada. En el interior distinguí el lomo plateado de Pedro Almodóvar —el líder de la manada, eso lo aprendí de Gorilas en la niebla—, la calva brillantísima de Pepe Viyuela y el deslumbrante genio de Pepe Sacristán, que interpretaba con Pilar Bardem un número de Don Quijote. El musical para entretener a los congregados. En un diván departía Luis García Montero con una copa de coñac Carlos V. Un momento: ¡no era un diván! Era la propia Almudena Grandes, que acogía en su regazo a su poético marido mientras ella, para entretenerse, escribía en un iPad una novela de 900 páginas sobre el encierro. Debía de ir por la 563, más o menos. “Mierda, Luisín, no me aclaro con el teclado del cacharro este. No me van a quedar unos diálogos verosímiles”, se quejaba con amor.

Fue todo lo que vi, pues Rossy, tras intercambiar unas breves frases con Almodóvar-Lomo Plateado, volvió a salir, cerrando bien la puerta tras de sí, y devolviéndome el DNI me dijo:

—Lo siento, no está en la lista.

—¿Qué lista? Pero, ¿esto no era un acto reivindicativo?

—Lo siento, no está en la lista, y échese a un lado, que está obstruyendo el paso.

—Pero… Esto… ¡Viva el juez Garzón! ¡Muerte al Supremo! ¡Arriba la Esteban!

—No insista, no monte el número o tendré que llamar a seguridad.

Seguridad asomó de repente, alertada por mis gritos. Eran Chus Lampreave y Juanjo Ballesta con uniformes de Prosegur. Ballesta iba diciendo: “Es mentira lo de que le metí de hostias a ese tío en el pueblo aquel. Y, en todo caso, se lo buscó él, y le volvería a romper la jeta si me lo volviera a encontrar. Puto soplapollas. Pero ya sabes que no soy violento, Chus, soy un juguete roto, eso es todo”.

—A ver, ¿qué pasa aquí? —inquirió la agente Lampreave. Iba a hacerle notar que la gorra le quedaba un poco grande, pero no lo juzgué oportuno.

—Nada, Chus, está todo controlado. Este tal Palomino, que es hermano de un actor porno y quiere sumarse al encierro.

—¿Hermano de un actor porno? —dijo Lampreave, y añadió, con el castizo sentido común que caracteriza a sus personajes— Pues chica, déjale entrar, porque nos ha fallado Nacho Vidal a última hora, que tenía que hacer de jurado en un premio de postpoesía, y no tenemos representación de la industria pornográfica.

—No, pero si yo no me llamo Palomino ni soy hermano de un actor porno. Mi hermano es ingeniero, un chico muy serio y formal. Me llamo Del Molino.

—Joder, aclárese de una vez, que me está poniendo la cabeza gorda —gritó De Palma—. ¿Usted qué méritos tiene para entrar? A ver, ¿es usted miembro del mundo de la cultura?

—Hombre, he escrito un par de libritos, soy periodista, y Juan Aguirre, el de Amaral, lee mi blog cuando no está de gira.

—Aguirre… Aguirre… Por Aguirre no me viene nada en la lista. Además, usted habrá escrito la de dios, no digo yo que no, pero mírese, alma de cántaro: va vestido del H&M, esas zapatillas no son de marca y no tiene suficientes canas en la barba como para ser admitido en un tête-à-tête con nuestro líder. Por no hablar de que el cupo de escritores ya está completo.

—Pero… Pero yo apoyo al juez Garzón contra la ignominia de Falange Española. Yo fui a ver la peli de Medem sobre Euskadi. ¡Y pagué mi entrada! Yo no compro en el top-manta y no uso el e-mule más que para el porno. ¡Tengo derecho a entrar ahí!

De Palma, Lampreave y Ballesta se carcajearon ante mis súplicas. Ballesta, sin dejar de reír, sacó la porra y me indicó:

—Venga, paso ligero, chaval, que no me quiero manchar el uniforme con tus sesos, que lo acabo de recoger del tinte.

—Pero…

—Joder, qué tío más insistente —terció Lampreave—. Juanjo, al pilón con él.

—Hecho, jefa.

No recordaba que hubiera un pilón en mitad de la Ciudad Universitaria —y juro que hay pocos rincones de ella en los que no me haya sentado a beber cerveza—, pero lo había. Parece que lo habían puesto ahí para estos casos. Acabé en él bien remojado, mientras a lo lejos oía que el encierro se estaba desmadrando: Almodóvar-Lomo Plateado estaba cantando Voy a ser mamá a dúo con Marcos Ana y un coro de represaliados del franquismo.

Joder, qué juerga me perdí. Maldita sea.

LAURIE ZIMMER

Tengo abandonada mi serie sobre actrices molonas olvidadas. No la voy a retomar ahora con el vigor que merece, pero acabo de ver Asalto a la comisaría del distrito 13 (la original, la de John Carpenter, la setentera y sucia, no la tontada de remake apastelado de hace unos años) y no me puedo resistir a escribir un par de líneas (no más, que no me responden los dedos) sobre esta chica:

Se llama Laurie Zimmer, y en la peli de Carpenter hace de Leight, una secretaria de la comisaría con unos ovarios como dos melones, templada y pasional. Es un personaje a la antigua usanza, una de estas chicas listas del cine, de mirada inteligente y gestos parcos, casi hieráticos. Aunque lo más destacable es su voz, su poderosísima voz: grave, con un punto de rotura, muy parecida a la de Lauren Bacall en sus años mozos. Pero esto es algo que -sí, llámenme pedante, elitista, mataperros, los que quieran- solo se aprecia en la versión original. En versión doblada, Zimmer pierde su principal atractivo, y por tanto, difícilmente conseguirá enamorarnos.

Pero la notita que quería hacer es que Zimmer es una de las piezas más extrañas que ha dado el cine. Se hizo bastante famosa con esta peli de Carpenter. Famosa en varios niveles, pues Carpenter es de esos autores capaces de llegar a un vastísimo público y de entusiasmar a la vez a una reducida cohorte de incondicionales sectarios. Es popular y de culto a la vez, una mezcla rara, y eso le permitió a Zimmer inspirar actos masturbatorios en varios niveles de sofisticación y perversión.

No se sabe bien si porque le abrumó el peso de la fama o no le ofrecieron papeles a su altura o se cansó del asunto, pero hizo un par de pelis francesas muy segundonas y, en 1979, tres años después de arrancar una carrera que la crítica calificaba de muy prometedora, desapareció sin dejar rastro, cerrando una de las trayectorias más breves de la historia del cine.

En 2003 fue la protagonista de una de las series de “¿Qué fue de…?” a las que tan aficionados son en la tele americana, y se descubrió entonces que se había casado, que se dedicaba a dar clases en un instituto cerca de San Francisco y que tenía dos hijos, uno músico y otro, artista de performances.

Qué desilusión. Con lo bien que disparaba contra los cholos la jodía.

NIÑOS OLVIDADOS

¿Os acordáis de esta ilustración?

Hoy, como todos los domingos, ha salido publicada La ciudad pixelada en HERALDO con el texto que inspiró este dibujo. Se titula Cuentos sin malos para niños olvidados. Helo aquí:

¿Y los niños? ¿Es que nadie piensa en los niños?”. La frase es una de las coletillas de ‘Los Simpson’, una guasa para burlarse de un cierto tipo de mojigato y, si hace tanta gracia -a mí me hace mucha gracia- es porque caricaturiza muy bien un estado de ánimo y un lugar común del debate público.

Pocas épocas ha habido tan preocupadas por la infancia como la nuestra. Y, probablemente, pocas épocas ha habido en las que los niños cuenten tan poco. La infancia es para nosotros un territorio que debe ser preservado, salvado, redimido, cuidado, limpiado con esmero. En el pasado, la infancia ha sido territorio indómito, de exploración, experimentos, aventuras y, sí, fracasos y sinsabores. Hoy proliferan los ‘defensores del menor’, asociaciones con nombre apocalíptico (Protégeles), leyes restrictivas, columpios acolchados y psicólogos infantiles.

La industria del videojuego, señalada como principal corruptora de la infancia, se ve obligada a seguir un estricto código de conducta que al cine dejó de exigírsele hace tiempo. Y entre los delirios más aberrantes está la reescritura de los cuentos infantiles para obviar personajes y episodios crueles o perversos. Hace unos años, el escritor James Finn Garner se burló de estos desvelos en una obra muy divertida, ‘Cuentos políticamente correctos’, en la que reescribía los clásicos a la luz de las exigencias pedagógicas más en boga. Garner -y yo también- lo tiene claro: la supresión de los malos de los cuentos desactiva su mecanismo moral, pues es la presencia del malvado y de la crueldad lo que permite transmitir la moraleja. Si todo es ideal, no hay conflicto; sin conflicto, no hay historia, y sin historia, el cuento es una pérdida de tiempo que ni enseña ni entretiene.

Es paradójico que toda esta paranoia hiperprotectora venga acompañada de un resurgir de la pedagogía de garrota. Se proclama el fracaso de la llamada ‘pedagogía del 68′, basada en un ‘buenismo’ (sic) que ha llenado los colegios de matones y las calles de adolescentes guarros adictos al botellón. Hace falta, dicen, un cirujano de hierro, alguien que meta en vereda a estos monstruos descontrolados, frutos de un mimo ingenuo y pernicioso. Los Gobiernos, siempre atentos al murmullo de sus votantes, se aprestan a dar gusto: en el Reino Unido se van a reimplantar los castigos corporales en las escuelas, y el presidente Sarkozy intenta reformar el sistema educativo francés en clave ‘hard’.

Ayer mismo, mientras paseaba a mi chaval, anduve un rato por detrás de una madre y un niño de unos seis años al que acababan de recoger del cole. El pequeño iba contándole a su progenitora, con lengua de trapo y profusión de aspavientos, muchas anécdotas de su día, atropellándose en su entusiasmo. Mientras, la madre ojeaba unos panfletos de propaganda y revisaba unos papeles, sin dirigir ni una mirada a su chico, sin asentir ni una sola vez, sin fingir que le estaba prestando algo de atención.

En las secciones de autoayuda de las librerías proliferan los manuales para que los niños duerman y obedezcan pronto, para que no molesten a unos padres ansiosos por librarse de ellos, por ir de vacaciones sin ellos, por aparcarlos y descansar de su parlanchina y agotadora presencia.

A lo mejor no haría falta tanta protección si les hiciéramos un poco más de caso. A lo mejor, de lo que tenemos que protegerles es de nuestra indiferencia y de unos adultos que los ven -y les hacen sentir- como un estorbo.

Hasta aquí mi articulito. El miércoles, en el mismo periódico que me soporta, Cristina Delgado publicó una columna titulada Educar a bofetones. Hela aquí:

Los maestros británicos podrán usar la fuerza en situaciones problemáticas. Podrán hacerlo para detener peleas o controlar a los alumnos que se porten mal. La noticia aparece solo unos días después de que una adolescente de 14 años haya acabado, presuntamente, con la vida de una compañera de instituto en la localidad toledana de Seseña, y todo, según parece, tras una pelea por un chico. Ante comportamientos así, hay quien defiende que la mano dura es la única respuesta posible para frenar la violencia en las aulas. Y, sin embargo, educación y violencia casan muy mal. Educar significa, según la RAE, «desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño», y mal se consigue eso a base de golpes. Los profesores se quejan de que la agresividad de los adolescentes se ha disparado en los últimos tiempos, y que se ha pasado de los regímenes del terror que imperaban hace unos años en los colegios a una libertad mal entendida que ha acabado con el respeto hacia los docentes. Pero el respeto no se recupera a bofetones. Y la mayoría de los chicos, cuyo comportamiento no tiene nada de violento, no merecen volver a un sistema educativo donde el miedo sea el protagonista. Son adolescentes, tienen la rebeldía tan disparada como las hormonas, pero deben ser tratados con ese respeto que se les exige a ellos. Y eso lo saben los profesores que, día tras día, se esfuerzan por ganarse el cariño de sus alumnos con imaginación y mucho esfuerzo. Ellos son de verdad educadores, y no aquellos que reclaman el uso de la fuerza. El tortazo que acaban de aprobar en los colegios británicos es la salida fácil, pero quienes necesitan aplicarlo solo demuestran su propia incapacidad como docentes. Educar es mucho más que mantener a los alumnos a raya.

Ambos textos tienen un mismo aire, ¿no? Será porque dos que duermen en el mismo colchón, ya se sabe. También tienen en común que se escribieron pensando en el mismo chaval, que no sabe que a sus cinco meses ya sale en los periódicos por partida doble, de madre y de padre.

La condescendencia, mirar por encima del hombro a la infancia, mostrar una incapacidad absoluta para ponerse en el lugar de tu chaval, cuando-seas-padre-comerás-huevos, son-cosas-de-críos, a-ti-lo-que-te-pasa-es-que-no-te-dieron-un-bofetón-a-tiempo, tú-te-callas-que-están-hablando-los-mayores,  a los niños hay que imponerles límites, bla, bla, bla. ¿Les suena?

Según los informes de la Asociación Española de Pediatría, en 2008 murieron en España 77 menores a consecuencia del maltrato infantil, la inmensísima mayoría de las veces ejercido por sus propios padres. Vuelvan a leer la cifra: 77 niños. Imaginen una fila de 77 niños. Casi cuatro aulas de colegio enteras muertas. Una masacre, vaya. Miles más sufren palizas, golpes y un régimen de terror psicológico del que nadie sabe nada y que probablemente condicionen las habilidades sociales del futuro adulto e hipotequen gravemente sus posibilidades de ser un poco feliz.

En el mismo año, las mujeres muertas a manos de sus parejas fueron 113. Sin embargo, no hay un escándalo proporcional por las muertes de los pequeños. El maltrato infantil no tiene la mala prensa de otras violencias hogareñas, y no dispone de un grupo de activistas que ejerza presión social para erradicarlo, ni de un ministerio. Hay una fiscalía de menores, pero creo que es más bien una “fiscalía contra menores”, diseñada para castigar a los que no han alcanzado la edad penal, no para protegerles.

Recuerdo la noche del día siguiente al que nació Pablo, en el hospital. En la habitación de al lado había un bebé que no paraba de llorar y no había forma de calmarle. Lo normal en un recién nacido. Una de las veces en que me estaba quedando dormido en la butaca, me despertaron unos gritos salvajes. Una voz masculina, llena de ira, clamaba: “¡Cállate! ¡Que te calles!”. Ese bebé no llevaba ni 24 horas en el mundo y ya se había comido una bronca violentísima de su padre. Por supuesto, ninguna enfermera entró a quitarle el niño de los brazos, nadie llamó a seguridad, ningún trabajador social apareció para retirarle la custodia a ese energúmeno descontrolado. Ni siquiera yo protesté. Me limité a estremecerme y a buscar la mirada de Cris, igual de espantada que la mía, sin comprender nada de la condición humana.

Nadie reprenderá a un padre que vea darle un guantazo a su hijo en el parque. Es más: en los pocos casos en que los jueces actúan y condenan a los progenitores por lo que estos consideran un simple correctivo, la sociedad se escandaliza en sentido contrario: “¡Qué barbaridad, a ver si no se va a poder tocar a los niños!”.

Pues claro que no. A ver si nos vamos enterando.

Sin embargo, sí que hay una opinión generalizada que condena los videojuegos y el ocio dirigido a los niños y púberes. Por lo visto, los niños no pueden ver la violencia, pero no pasa nada porque la sufran. Es lo que les toca.

Cris y yo nos equivocaremos millones de veces. Ni somos ni queremos ser infalibles. Tenemos un montón de dudas y demasiados consejeros contradictorios. A lo mejor, incluso nos equivocamos gravemente, y confiamos en saber hacernos perdonar. Pero a lo que no estamos dispuestos es a tomar el camino fácil y cómodo. El terror es la herramienta más efectiva y asequible para moldear hijos obedientes y que no molesten a las visitas.

Sé que mi hijo no me debe nada. Ni siquiera está obligado a quererme. Su amor y su respeto me los tendré que ganar, y mi objetivo es que, cuando yo sea una pasa arrugada en una mecedora a la que le recriminen que siempre está contando batallitas de cuando había libros (“¿qué son los libros?”, preguntarán los nietos. “Nada, cosas de viejo chocho, aberraciones que le daba por escribir a tu abuelo”, le explicará Pablo), mi hijo pueda sentir una leve chispa de orgullo sincero, sin condicionar. Eso, por fuerza, ha de costar, me lo tendré que ganar, no viene de serie en el paquete. Y, desde luego, los gritos y los golpes puntúan negativo en esta carrera. Quien piense lo contrario, que se lo haga mirar.

REPOSO

He llegado al límite de mis fuerzas al final de esta semana. Me encantaría retirarme un lustro sabático a… Ay, ni siquiera se me ocurre dónde podría ir. Hasta los sueños se me duermen.

En fin, que he currado mucho y siento que si me dan un golpe seco en la nuca, los ojos caerán como canicas sobre el teclado. Pero ha merecido la pena publicar cosas como esta, sobre Los hombres que no ataban a las mujeres. Échale un ojo.

Miguel Serrano Larraz (que acaba de ser padre, ya no me siento tan solo) es un tipo que me gusta mucho. No sólo por lo que escribe, sino porque es un tío majo, una compañía agradable y sedante (incluso en la euforia etílica). La gamberrada que acaba de hacer con Stieg Larsson es muy divertida. Me he carcajeado mucho leyendo la parodia Los hombres que no ataban a las mujeres. Ha sido mi bálsamo de Fierabrás en esta semana loca.

Por cierto, me acabo de acordar de qué lugar eligiría para retirarme. No es rural, es urbano. Pero como no hablo la lengua local, puedo sentirme extraño y distante.

Me gustaría estar en Berlín ahora mismo, oliendo la primavera en el Tiergarten por la mañana y bebiendo cerveza de trigo en una terracita de Hackescher Markt al anochecer.

Me contentaré con mirar esta foto, que tiré allí. Sedante feísmo postindustrial de Berlín Este bajo un cielo de Velázquez, con el pene de Alexanderplatz en el medio. Como un balneario para ratas. Me encanta.

TREINTA Y CUATRO EUROS

Hace cosa de un mes vino a casa una chica del INE a hacernos una encuesta sobre nuestros gastos e ingresos. Por lo visto, atender al INE es una obligación y te pueden multar si les das un portazo. No es como si te visitan los testigos de Jehová. Así que, dado que nos tenían cogidos por las gónadas, le dije a Cris que me dejara responder a mí.

-De eso nada, que tú siempre mientes en las encuestas.

Toma, pues claro. Es un pequeño placer saber que estás desbaratando una estadística. Luego, cuando pasan los datos en un informe, tú te puedes reír por dentro. Me encanta mentir en los cuestionarios y en las encuestas.

Cuando entramos en la oficina de turismo de una ciudad a pedir un plano y nos preguntan de dónde somos, me apresuro a responder, poniendo mucho acento aragonés: “De una aldea de Lugo”. O poniendo mucho acento madrileño: “De Málaga, de toda la vida”. O poniendo mucho acento catalán: “De Alcalá-Meco, es que tengo allí un pisito muy pequeño que me paga el Estado, pensión completa y diversión en las duchas”.

También me gusta -a veces- dar palique a los comerciales que llaman a casa. Una vez, en la covacha en la que vivíamos en Cuatro Caminos, sonó el teléfono una mañana en que estaba solo. Contesté.

-Buenos días, ¿sabe usted inglés?

-Ni miaja, mi arma -le respondí.

-¿Le interesaría aprender con nuestro método?

-Soy todo oídos.

-Es un método revolucionario para aprender desde casa en quince cómodas lecciones.

-No diga más, se lo compro, es justo lo que necesitaba, no sabe cuánto se lo agradezco. Lo único que le pido es que me llame en otro momento para concretar, porque ahora tengo mucha prisa y me tengo que ir.

-No se preocupe, dígame sus datos y le llamo para concretar. ¿Su nombre?

-Tome nota: Daniel Montesdeoca. Estaré mañana por la tarde en casa.

-Hasta mañana entonces.

A la tarde siguiente, Daniel Montesdeoca, hijodalgo, amigo, roomate y mi maestro en el arte de cocinar papas con mojo y guasacaca (variante isleño-venezolana del guacamole), recibió una llamada. Cogió el teléfono, y tras decir “sí, soy yo”, puso cara de pedo y se enzarzó en una discusión en la que negó tajante y agriamente haber estado interesado en un revolucionario método para aprender inglés. Cuando ya no me pude contener la risa, me miró, comprendiendo súbitamente, y musitó:

-Hijoputa…

A la encuestadora del INE le iba a decir que nuestra familia ingresa unos 100 euros al mes, pero que nuestros gastos son de unos 10.000.

Aunque, bien pensado, esa respuesta es bastante verosímil en España: podría ser la de un autónomo acostumbrado a cobrar “sin IVA”. O la del señor Bárcenas. O la del Bigotes.

Eso sí, cuando Cris me preguntaba por mis gastos del día para apuntarlos en la libretita de la encuesta, le decía: “Hoy he comprado un huevo de Fabergé, he invitado a 40 amigos donde Arzak y he reservado unos billetes para Australia en primera, y me han sobrado dos eurillos con los que he echado la quiniela”.

El caso es que  el INE aprieta pero no ahoga. Como recompensa por ser buenos ciudadanos que no alteran la estadística, nos han dado una gratificación de 34 eurazos. Sí, amigos, una pequeña fortuna. Nos los han abonado en una tarjetita Visa con ese saldo, así que no podíamos sumarlos a nuestro plan de pensiones, y Cris pensaba echar gasolina al coche con ellos.

Pues va a ser que no.

Hoy ha venido mi madre a ver merendar a su nieto (tenía entradas de primera fila, no se crean que lo ha visto desde el gallinero: podía sentir las babas de Pablo en la cara) y se ha traído a Goyo, el perro familiar, con ella.

Goyo anda tristón desde que nació Pablo porque ha dejado de ser el rey de la casa, así que busca formas de llamar la atención. Y el INE le ha dado una excusa excelente.

Esta noche, Goyo cagará 34 euros, pues lo que le falta a esta tarjeta está en su estómago:

Gracias por su colaboración, ponía. De nada, ha ladrado Goyo, moviendo el rabo satisfecho.

En otro orden de cosas -cómo me gusta emplear esta frasecilla de telediario-, Antón Castro me regaló ayer su último libro de poemas, Vivir del aire, con una bella, halagadora y excesiva dedicatoria manuscrita en su página de respeto. En ella me califica de “escritor dulce y airado a la vez”, lo que me ha dejado pensativo. Yo creía que la gente no me quería por mi dulzura ni por mis aspavientos, sino por mi cuerpo serrano. Pensaba que lo nuestro era solo físico, sexual, sin mandangas sentimentales.

Me he quedado meditabundo y tragicómico. Antón sí que es airado, que para eso “vive del aire”, como él dice.

PS.- A Cris no le he dicho lo de la tarjeta. Se acaba de enterar leyendo esto. Qué gracia, ¿no?

ICE ROAD TRUCKERS

Estoy enganchado a una maravilla catódica llamada Ice Road Truckers, traducida al español como Desafío bajo cero y emitida -al igual que en Estados Unidos- por el Canal de Historia. Lleva tres temporadas, de las cuales he visto dos.

Es épica pura, salvaje, arrogante, brutal. Bajo el formato de un ‘reality-documental’, Ice Road Truckers cuenta la vida de los camioneros del hielo canadienses: unos tipos que se dedican a conducir descomunales camionacos sobre lagos y trozos de océano helados, en lo más crudo del invierno ártico, para transportar maquinaria pesada de explotaciones mineras y yacimientos petrolíferos, así como suministros y todo lo que necesiten esas estructuras perdidas en el lejano norte e instaladas sobre el hielo.

Esta gente curra unos pocos meses al año, mientras el hielo aguanta el peso de los camiones -que circulan sobre carreteras trazadas puliendo la superficie gélida-, y lo hace a destajo: cobran por entregas, y compiten entre sí para hacer más viajes que los demás. Conducen catorce o dieciséis horas diarias y, cuando llegan al poblado de los currelas, se emborrachan en el pub hasta que se derrumban y alguien les despierta para el siguiente viaje. Cuando despunta la primavera, los más curtidos, los que han logrado descargar más trailers en menos tiempo, se piran a Florida o a algún sitio del Caribe a fundirse en juergas y daikiris la pasta que han amasado en la noche del Ártico. Unos pocos vuelven con sus familias al sur de Canadá o a Estados Unidos, pero los más son lobos solitarios, tíos salvajes, nómadas y con un punto sociópata que gozan con el peligro y la bronca.

La vida de estos macarras podría inspirar un novelón. A Zola le habría encantado, aunque creo que le sacaría más partido uno de esos directores alemanes fascinados por la claustrofobia y por el límite de la experiencia humana. Pienso en Wolfgang Petersen y su Das Boot. A falta de una ficción a la altura, ha inspirado un estupendo programa de la tele.

Es un grupo duro que se precia de su dureza: los novatos son tratados con crueldad. Tienen que hacer muchas entregas, y hacerlas sin quejarse y sin poner cara de susto, para ganarse el respeto de los veteranos. No hay piedad para los que cometen errores que puedan averiar los camiones, y las estrictas normas de seguridad sólo son de obligado cumplimiento para los pipiolos: los veteranos del lugar pueden hacer lo que les pete, incluso carreras y adelantamientos temerarios por el hielo. Cualquier cosa con tal de joder al rival y ganarle en número de viajes.

A veces, se les estropea la calefacción a 30 grados bajo cero y a 100 kilómetros del siguiente punto de respostaje o ayuda. Y los pobres desgraciados tienen que soportar las burlas de los compañeros por la radio.

Al público yanki, obsesionado con el poderío de las máquinas y la dictadura de la ingeniería, le mola ver cómo resuelven los problemas técnicos, cómo sortean un trozo de hielo hundido y cómo hacen para medir el grosor y la resistencia de la capa helada. Yo, que soy de letras por estudios y por espíritu, me emociono mucho más con las escenas marginales: cuando los protas se bajan de la cabina y se emborrachan en el pub; cuando hablan con sus novias desde su habitación; cuando visitan al jefe del sindicato en un cuartito inmundo lleno de tablones de anuncios y de formularios; cuando se cabrean con el mecánico que les echa la bronca por no tratar bien a las máquinas…

Me dan ganas de ser un ice road trucker. Me dan ganas de tragarme mi orgullo de novato y demostrar a esos fantoches que puedo conducir mi camión 500 kilómetros por un lago helado de noche y escuchando en bucle el Flirtin’ With Disaster de Molly Hatchet.

Por desgracia, ni siquiera tengo carnet de conducir, pero me conformaría con ser el camarero del pub y decirles con el rostro ceñudo y una bayeta en el hombro que ya han bebido suficiente por esa noche y que es hora de irse al catre.