“Soy un embustero, pero no un falsario”
Enric Marco, en un reportaje publicado este domingo en El País
El caso de Enric Marco no ha sido suficientemente explotado, por eso es fácil volver sobre él, como hacía El País este domingo. El impostor, el tipo que se hizo pasar por superviviente de Mauthausen y abochornó a tanta gente, empezando por el so called movimiento de recuperación de la memoria histórica. Y no se ha explotado ni se ha hecho toda la sangre que podría hacerse porque a nadie le gusta reconocer que ha sido engañado. Todos los que se emocionaron con los relatos de Enric Marco, y entre los emocionados figuraban hasta ministros y presidentes del gobierno, eluden expresar su indignación porque equivaldría a reconocer su credulidad y su condición de pichones.
La reflexión ha quedado reducida a los petits comités de los historiadores. El ruido mediático de su momento no fue tal, y en cualquier caso fue exculpatorio para con los oídos que durante años habían escuchado complacidos las mentiras de este —sí— falsario.
Al fin y al cabo se trataba de un pobre viejo buscando un cariño y una atención que probablemente le habían sido negadas toda su vida. No era un infiltrado, sólo un loco con ansias de protagonismo.
La historia da para inspirar una novela —¿a qué estamos esperando?—: la identidad, la proyección de esa identidad hacia los demás, la política como liturgia y la historia como guión de esa liturgia. La literatura de Francisco Casavella habla de eso: la trilogía de El día del Watusi es una historia de falsarios, farsantes y de construcciones interesadas de las farsas. Todo se sustenta en imposturas interesadas que sirven a alguien para justificar su dominio o su mera existencia en el mundo. Héroes míticos cuya mitología se construye a posteriori con leyendas urbanas y evangelios más o menos autorizados.
Las víctimas se convirtieron en héroes en algún momento de la historia reciente. Alguien decidió que era rentable y conveniente que así fuera. Hasta hace bien poco, hasta tiempos que cualquiera de nosotros puede recordar sin esfuerzo, las víctimas eran seres dignos de conmiseración y de piedad. A lo máximo que podían aspirar era a nuestra pena, pero en ningún caso podían atribuirse una autoridad moral ni mucho menos un ascendente político o social.
Cuando Primo Levi regresó a Turín después de pasar por Auschwitz y de vagabundear por media Europa como un apestado —porque eso es lo que era: alguien que podía considerarse afortunado por seguir vivo y que no podía exigir ni reclamar ningún otro privilegio ni trato especial en un continente que todavía humeaba y tenía a los muertos sin enterrar—, empezó a escribir sus recuerdos de superviviente. Los terminó en 1946 y se los publicaron en 1947 bajo el título Se questo é un uomo. Si esto es un hombre. Se tiraron 2.000 ejemplares. Más de veinte años después, la mayoría seguían almacenados en la editorial, sin vender.
Hasta mediados de los 60, a Primo Levi no le conoció nadie. Fue entonces cuando su obra se reeditó y fue traducida a todos los idiomas de Europa (incluido el alemán), convirtiéndose en el testimonio fundamental de las víctimas del Holocausto. Tuvieron que pasar dos décadas para que las palabras de Levi interesaran a la gente, tuvo que crecer una nueva generación que no había vivido la guerra de sus padres para que el relato de las víctimas del nazismo encontrara un eco social y humano, desligado del debate político.
Si Levi acabó suicidándose o su muerte fue un accidente es lo de menos y puede que nunca lleguemos a saberlo. Pero lo que está fuera de toda duda es que jamás disfrutó de su papel de víctima ni del de presunto portavoz de los supervivientes. De hecho, tuvo palabras muy duras para consigo mismo y estaba convencido de que los que habían sobrevivido a los campos de exterminio no merecían el calificativo de víctimas, que las víctimas no podían hablar porque estaban muertas y que si ellos se habían salvado era porque eran moralmente inferiores a los muertos. Levi estaba convencido de que un prisionero sólo podía salir vivo del Lager si era mezquino, y que una buena persona no duraba ni un día en el campo de exterminio. Sólo rebajándote y convirtiéndote en un hijo de puta podías salir de allí por tu propio pie. Y él mismo no se corta en presentarse como una persona despreciable en algunos momentos del libro, y relata cómo maniobró para librarse de los trabajos forzados (que sufrían otros en su lugar) o cómo hacía para que las palizas del Kapo se las llevaran otros huesos que no fueran los suyos. Si esto es un hombre no es una idealización exculpatoria. De hecho, es muy distinto a otros testimonios de supervivientes, y quizá por eso, todavía hoy, sigue siendo una lectura incómoda: en su simpleza y desnudez vemos mucho de lo que somos y no queremos saber que somos. Primo Levi nos cuenta en qué pueden convertirse nuestras relaciones de poder —en el trabajo, en nuestra familia— si un sistema totalitario las condiciona.
Poco a poco, desde los años 60 hasta hoy, y a pesar del presunto suicidio de Primo Levi, las víctimas se han ido convirtiendo en referentes morales y, por tanto, en personas de prestigio. Al convertir su estigma en insignia, allanaron el camino para que los Enric Marco del mundo les parasitaran. La farsa de Marco no dice mucho del farsante, sino de las víctimas, de cómo la sociedad las ha convertido en heroínas y, al hacerlo, las ha encajado en un molde mitológico, estereotipándolas en un relato que complace y emociona a todo buen burgués.
Porque, al fin y al cabo, fingir lo que no se es no supone gran cosa. Francisco Umbral (un gran fingidor) dio muchas pistas de sí mismo en un ensayo literario que escribió sobre Valle-Inclán titulado Los botines blancos de piqué. Si bien era pobre en materia literaria e incluso biográfica, era rico en especulaciones, y la principal, el eje de todo el libro, era que Valle-Inclán se construyó su propia cabeza, que toda su obra —su Opera Omnia— era un dandismo llevado al paroxismo, que todo en Valle-Inclán era una sofisticada mentira. Pero, como era una mentira que no escondía ninguna verdad, acabó convirtiéndose en la única verdad. Valle-Inclán sólo era la máscara de Valle-Inclán: era un personaje inventado, pero tras él no había persona alguna.
Una vez discutí con un amigo escritor sobre este tema. Él defendía que el tan polémico carlismo de Valle-Inclán era una postura política sincera, que en absoluto era esa impostura estética que muchos han querido ver. Era carlista de verdad, le molaban los fueros y los reyes viejunos. La historia oficial dice que su carlismo era más una boutade para escandalizar a las señoritas de los salones que otra cosa. Yo le respondía a mi amigo: ¿y qué más da? ¿Boutade o militancia sincera, esnobismo o fanatismo? ¿Qué cambia las cosas? ¿De verdad se distingue tanto una pasión estética de una supuesta verdad moral?
Yo creo que no. Tanto si creía en el regreso de Don Carlos como si era una provocación, se trataba de algo que Valle-Inclán consideraba parte imprescindible de su personaje, algo que todos debíamos saber y que se esforzaba por comunicar. Lo que cuenta es la máscara, el personaje. La persona sólo es un soporte sin alma.
Todo es fingimiento, todos tenemos una cabeza por construir, todos intentamos encajar en alguno de los moldes que la sociedad nos ofrece. Y para ello no nos queda más remedio que adecuar nuestros relatos a las exigencias de ese molde. Algunos, como Enric Marco, han descubierto que un buen talento narrativo basta para triunfar en cualquier molde, mientras al otro lado haya gente dispuesta a creer. Y de creyentes está lleno el mundo.