Vaya por delante mi admiración hacia la obra de Juan Goytisolo, hacia su propia persona y hasta hacia su calva, por la que pasaría gustoso un décimo de lotería del Niño si el incomprendido -aunque reiteradamente premiado- prócer de las letras me lo permitiera. Queda dicho para que luego no me vengan sus grupies a llamarme sucio huevón envidioso: este texto no va contra Goytisolo, que bastante tendrá el pobre con intentar escribir en paz en la ruidosa ciudad que habita. Este texto es mofa, burla y befa de una jocosa crónica aparecida hoy en El País ().
Antecedentes: hay un atentado en Marrakech. Alguien en El País -probablemente, Juan Cruz- grita a la sección de Internacional: “¡Hay que llamar a Goytisolo, que vive al lado!”. En la sección de Internacional responden: “¿Goytiqué?”. Aclarada la confusión inicial, y desfibrilado el corazón de Juan Cruz, que se ha taquicardiado con la reacción de los becarios de Internacional, alguien recibe la ingrata tarea de charlar con Goytisolo y llenar cuatro columnacas con sus palabras.
Bien, hay muchas formas de cumplir esta tarea, y la que hemos visto publicada es probablemente de las más indignas, pues hace quedar a Goytisolo como un mamón y un esclavista. Y ya es mala pata hacer quedar así a los amigos.
Para empezar, resulta que Goytisolo “estaba trabajando” cuando estalló la bomba. Joder, qué casualidad: a los escritores las cosas siempre les pillan trabajando. Nunca les pillan en plena sodomía o defecando en un parterre. Los escritores siempre trabajan. Quizá por eso yo nunca pasaré de escribidor, porque las cosas siempre me sorprenden hurgándome la nariz.
Dejemos de lado que Goytisolo, minutos después del atentado, ya tiene clara la autoría y la finalidad. Es un intelectual, no se esperaba menos de él. Lo que me sorprende es este párrafo:
Goytisolo explica que, al oír la explosión, envió inmediatamente a alguien a la calle a recabar información. “Volvió a la media hora y me dijo que había habido una explosión de bombonas de gas en el café Argana”. Eran las primeras hipótesis. El novelista tardó poco en acercarse en persona al lugar del suceso, situado a unos 200 metros en línea recta de su hogar, pero al que debe llegar callejeando por la medina. “Al cabo de media hora fui a la plaza. La gente del zoco, casi todos conocidos míos, decía que había explotado algo, una bombona de gas, una bomba…”. La situación todavía era muy confusa.
A ver si me aclaro: Goytisolo oye una bomba explotar y “envía a alguien”. ¿A quién? Lo ignoramos, y esta ocultación suena turbia. No sólo porque nos da mal rollo imaginarnos que el escritor tiene “alguien” permanentemente a su servicio y lo bastante lacayuno como para no merecer una mención más explícita, sino porque es incapaz de salir él mismo a ver qué pasa. Ve tú, querido, viene a decir, que si hay jaleo prefiero que partan tu cara, que es mucho menos popular y reconocida que la mía.
El misterioso emisario -suponemos que embozado en una capa española y con un sombrero de tres picos- regresa al cabo de media hora con las primeras informaciones. Entonces, Goytisolo decide salir. Dice que está a 200 metros, pero que recorrer esa distancia le lleva otra media hora (el doble que a su emisario, al que le ha bastado media hora para ir, enterarse de lo que pasa e informar a su amo: ya sabemos quién conoce mejor los atajos de la medina). Es decir, que, por lo menos, ha pasado una hora desde que oyera la explosión que se ha producido al ladito de su casa hasta que ha visto los destrozos. Qué tipo más curioso: mientras las hordas marroquíes se lanzan en desorden a cotillear la desgracia ajena, Goytisolo se lo toma con calma, como si la cosa no fuera con él, probablemente fastidiado de que le hayan interrumpido a mitad de una metáfora genial. Y el redactor apostilla que, más de una hora después del atentado, la situación seguía siendo “muy confusa”. Por dios, una hora después ya se conocían los detalles hasta en Pyongyang, no me jodan.
Lento pero seguro, el prócer alcanza la plaza y observa el escenario de la tragedia. En resumen, según El País: mucha policía, muchas ambulancias y muchos turistas haciendo fotos.
Revelador testimonio. Estremecedor, incluso. No me extraña que le dediquen casi una página, porque nos aporta una versión inédita, fascinante e inimaginada de lo que fue el atentado. Cómo se nota que es un novelista y que ve la realidad con ojos distintos a los del resto.
Para rematar la crónica, este parrafito:
El español más conocido de Marraquech teme que, junto a las otras consecuencias, el atentado perjudique a la industria local del turismo, de la que viven buena parte de sus vecinos.
No, perdonen ustedes, señores de El País: el español más conocido de Marrakech es catalán y se llama Guardiola. O Iniesta, si me apuran. Pero dejando esta cuestión al margen, noten la sutil capacidad de análisis del escritor y como prevé posibles daños para el turismo, algo que a nadie se le hubiera ocurrido.
Lo reitero: no me meto con Goytisolo, que el hombre bastante haría con atender la llamada, sino con el relleno fatuo y paleto de casi una página que no aporta absolutamente nada. Y luego se extrañan de que no se venden periódicos.