Archivo mensual: octubre 2010

BARBARISMOS

Vivo en una ciudad que fundaron los romanos para controlar una zona poblada por iberos, gente que tenía su lengua y su cultura y su tierra. Los romanos les impusieron el latín como lengua, junto con su cultura, su religión, sus dioses y su forma de comer y de divertirse. La cultura ibera desapareció en la invasora, perviviendo sólo en aquellos mínimos aspectos asimilables por los romanos.

Luego, la ciudad romana pasó a estar controlada por los visigodos, unos tipos que hablaban una lengua germánica que abandonaron por el latín que se hablaba aquí, que ya empezaba a ser muy distinto del latín que se hablaba en Roma -como el latín que se hablaba en la Roma de entonces era sustancialmente distinto del latín que hablaba Julio César-. Antes de los visigodos ya había llegado una religión nueva que no era oriunda de la ciudad, que llegaba de Palestina a través de Roma y de la estructura estatal del imperio romano. Completamente impuesta vía decreto imperial.

Los visigodos demostraron ser los invasores menos invasores de todos, pues se quedaron con la lengua y la religión de los invadidos, pero aportaron también muchas palabras y muchas costumbres nuevas. De nuevo, impuestas, pues eran invasores.

Luego vinieron los musulmanes, que rebautizaron la ciudad, o la adaptaron a la fonética árabe. Otra imposición de cultura, lengua, religión y costumbres. Esta vez, llegadas desde la península Arábiga a través del norte de África.

Del norte llegaron otros invasores, que vendieron la burra de que “reconquistaban” lo que simplemente conquistaban. Volvieron a imponer una religión foránea y una lengua romance, un latín absolutamente desvirtuado, que se había formado en las montañas de los Pirineos. Y, como siempre, se asimiló la imposición.

Más tarde, esa lengua romance, junto con las costumbres, leyes y rasgos culturales de ese reino fundado en las montañas pirenaicas, se fueron marginando en favor de otras costumbres, otras leyes y otros rasgos culturales venidos de un reino superior que se comportaba como potencia imperial (como lo que era). La lengua castellana sustituyó definitiva y totalmente a la aragonesa en el siglo XV.

Y eso, sin pasar del siglo XV. Es decir, que vivo en una ciudad cuya cultura, lengua, tradiciones, legado artístico y religiones han sido siempre impuestas desde fuera, por inmigrantes o conquistadores. Una ciudad -y podría decir que un país, pero no lo compliquemos- que no ha sido cuna de ninguna de las señas de identidad de las que presume y que se ha limitado a asimilar, voluntariamente o por la fuerza, elementos bárbaros.

¿Podría decirme entonces alguien por qué hay tanto guardián de las esencias mosqueado con la fiesta de Halloween? Si quieren vivir “lo nuestro” y prescindir de toda aportación extraña, que empiecen por desaprender el castellano, por rechazar el cristianismo, invento oriental, y por refutar a todos los artistas de la historia del lugar, empezando por Goya, ese afrancesado que se formó en Italia y cultivó una tradición artística cuya génesis más plausible habría que buscar en la Toscana y no en Fuendetodos. Que empiecen a quitar capas de influencia extranjera en su cultura -incluyendo también este alfabeto latino en el que escribo- y que, para ser consecuentes con su esencialismo, se vistan con unas pieles sin curtir y se vayan a vivir a una choza neolítica como hacían los iberos, que, por lo que sabemos, son los únicos que no llegaron a la zona como inmigrantes, que ya estaban aquí antes que los demás.

Aunque eso tampoco es cierto: llegaron, como el resto de los miembros de la especie homo sapiens, del valle del Rif. Hasta allí deberían remontarse para no encontrar contaminación extranjera y para sentirse tan puros como el director de un campo de exterminio nazi.

A los demás, happy Halloween, boys and girls!

KIRCHNER

Leo en la crónica de El País sobre el duelo de Argentina tras la muerte de Kirchner que “decenas de miles de argentinos se instalaron en disciplinadas y largas filas” en la Avenida de Mayo para despedir al prócer.

¿Disciplinadas?

Me parece a mí que Soledad Gallego-Díaz, corresponsal y prócer a su vez del periodismo hispanoescribiente, ha visto las filas desde lejos. O eso, o se ha equivocado de país, porque los argentinos son biológicamente incapaces de formar una cola disciplinada. En fin, me lo creeré por ser ella quien lo dice.

Pero servidor, que asistió a la toma de posesión de Cristina Fernández de Kirchner en Buenos Aires (quiero decir que dio la casualidad de que estábamos en Buenos Aires cuando se celebró el sarao, y fuimos a verlo en plan cotilla), y ha visto a los argentinos de rollo catártico-callejero, está en disposición de dudar ese orden y ese sosiego.

Cuando dijimos a nuestros amigos que queríamos ir a Avenida de Mayo a ver la que se montaba, nos miraron como si estuviéramos locos y nos dijeron que nos iban a abrir la cabeza, que aquello estaría lleno de piqueteros, que la policía cargaría, que habría tiros, que nos quedásemos tranquilitos en casa o en un restaurante de algún barrio muy alejado de Plaza de Mayo.

Por supuesto, estas advertencias hacían más atractivo todo. Así que cogimos un taxi y le pedimos que nos dejara lo más cerca posible de Florida y Lavalle.

-¿Florida y Lavalle? -se volvió, pensando y estando a punto de añadir el consabido “galleguitos de mierda”-. No, allá no voy. Eso está lleno de piqueteros y de cholos.

Se negó a llevarnos. Paramos otro taxi y este accedió a dejarnos en el Obelisco, a unos 15 minutos caminando del mogollón celebrativo. Menos era nada.

Allí descubrimos el secreto mejor guardado de Argentina: que no es un país blanco y europeo. Contra lo que cuenta la historia oficial, no todos los indios perecieron en la llamada Conquista del Desierto. Allí había un montón de mestizos y de tipos con caras en las que se contaban más de tres trazos indígenas. Gente venida de Tucumán, de Córdoba, de las lejanas y andinas provincias del norte, de Santiago del Estero o de Salta. Y gente del mismísimo Gran Buenos Aires sin ningún rastro de genes europeos en su facha. Por momentos, Cris y yo éramos los únicos blancos caucásicos de una masa mestiza, apiñada y canturreante, que celebraba la presidencia de Cristina como si del advenimiento de una nueva Evita se tratara.

Así que marchamos con ellos por Avenida de Mayo hasta la plaza de ídem, donde se había montado un escenario que tapaba la Casa Rosada y donde salieron la presidenta y el presidente consorte, aclamados como si fueran los Rolling Stones.

Estas son algunas de las fotos que hice ese día.

Aquí, la Avenida de Mayo después de la batalla:

Esta señora desaparesida social, recién salida de una viñeta de Historias de la puta mili, de Ivá:

Marchando por la Avenida de Mayo:

En el escenario de Plaza de Mayo. Las banderas y pancartas no dejaban ver nada, ni siquiera las pantallas gigantes:

La susodicha (hoy viuda de), entonando el Sólo le pido a dios que cantaba la también fallecida Mercedes Sosa, alias la Negra:

Y aquí, pequeñitos, entrevistos entre la selva de pancartas, el hoy fallecido y su viuda, saludando a las masas descamisadas como los nuevos Perones que eran:

Y tras esta euforia populista, nos fuimos a cenar al restaurante más caro y esnob que encontramos (en una ciudad llena de ese tipo de establecimientos). Para sacudirnos de encima el olor a pueblo exaltado. Supongo que los que estaban en el escenario hicieron lo mismo.

FELICIDAD

Leo en el maravilloso libro Opio en las nubes, del colombiano Rafael Chaparro:

De pronto, la felicidad era ir al wc, cagar en paz, pensar en paz, amar en paz, odiar en paz.

Para el antropólogo José Antonio Jáuregui, de quien tuve el honor de ser alumno, la felicidad era poder mear después de expulsar unos cálculos biliares. Lo contaba explicando en un croquis el proceso de la expulsión de las piedras. Y concluía: “No existe el placer, como no existe la oscuridad. El placer es la ausencia de dolor o de molestia”.

No existe la felicidad, como no existe el placer. La felicidad es la ausencia de tristeza.

Hace mucho tiempo, ser felices nos parecía el colmo de la estulticia. Escribíamos idioteces torturadas, loábamos a los suicidas y pensábamos que la felicidad sólo estaba al alcance de los imbéciles. “La vida no consiste en ser feliz -decía Miguelón-, la vida sólo consiste en vivir”.

¿Cómo íbamos a perseguir una banalidad tan grande? La felicidad estaba fuera de nuestras coordenadas. O nosotros estábamos fuera. Éramos absolutamente exógenos, materia doliente.

Y como no nos dolía nada, más allá de los picores propios de la edad, buscábamos la melancolía y nos inventábamos motivos para afinar nuestra cara triste, nuestra infinita contrición.

Hay tantas cosas por las que llorar cuando no se tiene por qué llorar.

El I Congreso de la Felicidad que ha montado Coca-cola (el caballo de Espartero los tenía pequeñitos a su lado) parece darnos una razón retrospectiva. Cada vez que se banaliza sobre el tema, cada vez que sale a la venta un nuevo libro de autoayuda y cada vez que algún imbécil elogia el optimismo, los tristes que fuimos asentimos como asienten los tristes: con la mirada entornada.

La felicidad, como dice Sven, el personaje de Chaparro, era ir al wc. Lo aprendimos tarde, pero lo aprendimos. La felicidad es no aullar de dolor al mear. La felicidad es dormir de un tirón sin dolores de espalda.

Lo aprendimos tarde, pero lo aprendimos.

Hoy, para mí la felicidad ha sido una cocina. Un cuchillo deslizándose sobre una tabla de madera y un sofrito haciendo ruido sobre aceite caliente. La felicidad soy yo en la cocina y mi hijo mirándome y gritando, comiendo colines y trozos de pan. Mi hijo calvo con su cabeza brillante y lisa. Mi hijo, al que quiero tanto que no puedo mirar sin que me duelan todas las vísceras.

Cuando fuimos imbéciles renunciamos a la felicidad y la cambiamos por una intensidad impostada. Pero eso estaba bien: se puede renunciar a algo, es una opción. Ahora no renuncio, me han hecho renunciar, se ha vuelto algo inalcanzable, mucho más que lejano, un imposible.

La felicidad era cagar en un wc, y cuando te das cuenta, te arrepientes de no haber cagado más y mejor, de no haber gozado de cada rato sentado en un wc. Porque es mentira: cuando el telón cae, nada, ni cagar en un wc, ni mear sin piedras en la uretra, ni picar setas de temporada en la tabla de tu cocina, son nada parecido a la felicidad.

Nos elogian nuestra entereza, nos elogian nuestra capacidad para seguir adelante, para reír, para trabajar, para seguir soñando y escribiendo. Pero, ¿es que acaso tenemos otra opción? Estamos condenados a perseguir ese simulacro de felicidad, porque no podemos permitirnos el lujo de tirarnos por una ventana o de reventarnos el hígado o de encerrarnos en el fondo de un agujero y no comer ni beber nunca más, que es lo que realmente nos apetece. Eso son lujos. Lo nuestro es seguir y ser felices, aunque nos rompamos el alma en el empeño. Cualquier otra opción está descartada por lujosa.

Seguiremos pensando que la felicidad es cagar en el wc, aunque ya no encontremos alivio en ello.

PEDAGOGÍA

Zapatero cambia el gobierno y lo llena de gente con “capacidad de explicación”. Los disléxicos, los tipos con frenillo, Najwa Nimri, Pocholo Martínez Bordiú, la cantante de Dover y todos los que tienen dificultades para hacer comprensible alguna frase que salga de su boca se van a quedar con las ganas de ser ministros. Ha llegado la era de los nuevos Demóstenes. El espíritu de Cicerón revive en la arena política. Los cadáveres de Gladstone, Castelar y Alfredo Kraus se estremecen de gustirrinín. Sus discípulos van a tomar el mando con voces viriles y verbos seductores.

El gobierno busca pedagogos. Y Rubalcaba, que es el que más pinta tiene de jefe de estudios de instituto público de Leganés, se va a poner didáctico. Porque, para Zapatero, el problema que tenemos los españoles es que no entendemos bien la acción del gobierno. No porque seamos cortos de entendederas (no, por dios, hay entre nosotros gente capaz de resolver ecuaciones de segundo grado y de escribir en Twitter con una excelente media de sólo cuatro faltas de ortografía por twitt), sino porque ellos no han sabido explicarse. Que una cosa es saber mucho y otra saber transmitir los conocimientos. Así que ahora nos vamos a poner cómodos formando un corro en torno a Rubal (la cercanía y el colegueo son fundamentales para una buena pedagogía) y vamos a aprender a desaprender cómo se deshacen las cosas.

Venga, apliquémonos en la clase, a ver si sacamos buena nota.

Lo que no me explico es cómo no se les ha ocurrido a otros antes. No es un problema de política, es un problema de comunicación.

Supongo que, una vez aplicada, la fórmula Rubal será estudiada en las escuelas de negocios y puesta en práctica por todos los cuadros medios de todas las grandes empresas de este país. El jefe reunirá a sus curritos y les dirá:

—Mirad, el problema es que no hemos comunicado adecuadamente nuestra política. La vamos a explicar bien y ya veréis cómo os mola mogollón.

—Si lo tenemos muy clarito —dirá un díscolo, probablemente sordo y solterón—: cada día nos hacéis trabajar más, nos pagáis menos, nos despedís con menos pasta y nos escupís y vejáis con más garbo y desvergüenza. Está clarísimo: sois unos hijos de la gran puta.

—No, Manolito —repondrá, paciente, el jefe-pedagogo—. El problema es que nos percibís como unos hijos de puta porque hemos fallado a la hora de implementar políticas de comunicación que prevengan contra la percepción del hijoputismo. Pero lo vamos a solucionar en un par de sesiones con estos powerpoints que he preparado en siete tonos del color corporativo de la empresa.

El poderoso tiene un problema psicológico inexplicable. No le basta con ejercer su dominio, no le basta con subyugar y mantener por los suelos a sus esclavos: además, quiere que sus esclavos le amen y se arrastren proclamando su amor incondicional por el amo. Dicho en términos epistemológicos: quieren darnos por el culo, pero que nosotros sintamos que nos están haciendo el amor.

Pues sólo eso faltaba. Agradecidos deberían de estar de mantener su Palacio de Invierno intacto y sin muchedumbres bolcheviques a la vista. ¿No podrían conformarse con eso, con poder ponerse corbata sin miedo a la guillotina?

PD.- Sí, escribo relajado, escribo casi feliz. Estamos en casa. Todos. El horror no ha terminado, pero al menos ha aflojado su presión y nos ha permitido salir del hospital un tiempo. No sabemos cuánto, esperemos que sean unos cuantos días. Besos a todos.

LA COMUNIDAD INOPERANTE

Aunque resulte difícil de asumir, en medio de la más negra negrura, seguimos riendo, seguimos leyendo y seguimos manteniéndonos gozosamente absurdos. También en Auschwitz se contaban chistes y se recitaban estrofas de La divina comedia. Lean a Primo Levi si no me creen.

Así que, no sin culpabilidad, leemos. Y leemos cosas recientes. El otro día me devoré de un tirón, en lo que dura una siesta de Pablo, Literatura de izquierda, de Damián Tabarovsky (Periférica). Y me entusiasmé como hacía tiempo que no me entusiasmaba con un librito que habla de cosas de juntaletras.

Tengo la fea costumbre de doblar las páginas de los libros para marcar los pasajes que me interesan, y cuando terminé este, parecía un acordeón por la cantidad de dobleces que llevaba en sus escasas 163 páginas. Así que, cuando llegó Cris al hospital y descubrió mi destrozo librero, concluyó: “Vaya, se ve que te ha entusiasmado muchísimo el Tabarovsky”.

Maldita, cómo me conoce. ¿Qué compenetración marital hay que tener para deducir los estados de ánimo y los gustos del simple manoseo de un objeto? Esto es peor que cuando termina mis frases o se adelanta a mis chistes.

Así que hablamos de Tabarovsky y le cité algunos pasajes. Por ejemplo, este:

Es cierto: poner en cuestión nuestras creencias es una frase pretenciosa, algo rimbombante, y hasta puede volverse hueca. Concedido. Pero es el único juego que vale la pena jugar. Obstaculizar las creencias es el único riesgo que vale la pena correr para un escritor. No ya generar creencias nuevas: obstaculizar las existentes.

O este otro:

Cuando el escritor cree en la transparencia del lenguaje, cuando no sospecha de él, cuando lo imagina funcional; o aún peor, cuando imagina haberlo dominado bajo el triste nombre de estilo; tres palabritas punto, tres palabritas punto, y así; escribir sin comas, aplicar al cuento la estética del taller literario; cuando el escritor se propone escribir novelas con personajes bien construidos, creíbles, historias interesantes, atrapantes, inteligentes, desenlaces sorprendentes, definitivos, o de cualquier otro tipo -la misma idea de desenlace ya es desagradable-; en fin, en esos casos, el escritor es sólo un escritor de libros.

Y le hablo de la comunidad inoperante en la que Tabarovsky propone fundar la literatura de izquierda, que no es una izquierda política: es una izquierda literaria, cuya revolución es estrictamente literaria y que sólo tiene consecuencias literarias.

-¿La comunidad inoperante? -masculla, más que pregunta, mi señora, percibiendo en lo acalorado de mi discurso que no voy por el camino correcto, que estoy tomando un atajo hacia los territorios de la cuenta bancaria en números rojos y que, si no es por ella, la familia se hundirá en un mundo de buhardillas sin televisión por cable y muebles recogidos de la calle.

Sí, la comunidad inoperante: un territorio que no es territorio. Un espacio al margen del mercado y de la academia, que son los dos polos en los que fermenta el fenómeno literario. Un lugar donde el texto sólo es texto y sólo se busca a sí mismo, sin ninguna utilidad. Es más: son textos absolutamente inútiles, que no explican ni argumentan, que son refractarios a la explicación y a la argumentación. Una comunidad compuesta por personas que no están unidas por ningún interés y cuya obsesión literaria aboca irremediablemente a la soledad.

Una comunidad de escritores solos, inoperantes e inútiles.

-Ajá -objeta Cristina-. Entonces, ¿el tal Tabarovsky, por qué publica en una editorial y concede entrevistas a El País? Que se marche él a la comunidad inoperante, que predique con el ejemplo.

-No seas simplista, mujer -me revuelvo digno-. Mira, aquí cita a Georges Perec…

-Ay, Perec, qué pereza, qué pesados sois todos con Perec, eso no puede ir a ningún lado.

-Mira esta otra cita:

No se trata de ignorar el nuevo canon, de hacer como si nada hubiera sucedido; al contrario, hay que tomar nota de lo ocurrido, y después embestir contra ellos; atravesarlos, hacer saltar sus textos como salta la banca en el casino. ¿Qué ocurre con quien hace saltar la banca? Es expulsado. Obviamente expulsado de la literatura del café con leche (más que expulsado: nunca fue aceptado), pero a la vez expulsado del nuevo canon; no por ignorarlo, por hacer como si el nuevo canon no existiese, sino por haberse vuelto anómalo también para él, haberse vuelto inasimilable; poco confiable, un desviado.

Ese sin lugar es el sitio de la literatura de izquierda, allí imagina la comunidad inoperante. Desde ese lugar habla: es el escritor sin público.

-Total -dice Cris volviéndose a Pablo, que intenta meterse en la boca un trozo de pan casi tan grande como su cara, demostrando ser el más inteligente de los tres-, hijo mío, que papá va a seguir escribiendo esas cosas raras suyas que parecen novelas y luego no lo son, o al revés, y no lleva intención de sacarnos de pobres con una historia contada como dios manda que venda su millón largo de ejemplares y que vayan leyendo las señoras mayores en el metro.

Bueno, yo lo habría dicho con más elegancia. Pero, en resumidas cuentas, sí, eso es. Así que sólo me queda jugar una baza:

-Ya sabías que era un policía cuando te casaste conmigo. No intentes cambiarme, nena.

VARGASLLOSISMOS

Cuantísima razón tiene Javier Cercas en su artículo de hoy en El País, titulado La izquierda y Vargas Llosa. Se han leído tantas tontuneces al respecto (los artículos aparecidos en el diario Público son especialmente tontunacos), que ya era hora de leer algo sensato y razonable. Yo mismo he de hacer un poco de autocrítica por haber publicado en Heraldo.es este parrafín, fruto de las prisas y de la ofuscación:

Luego está el Vargas Llosa opinador y político. El Vargas Llosa liberal que tanto irrita a mucha gente -entre la que me puedo incluir en muchos momentos-, pero ese Vargas Llosa tiene poco que ver con el escritor que nos fascina, que es el que ha ganado el Nobel.

Sí, yo también creí necesario dejar claro que mi admiración es literaria y no ideológica. Como si la precisión fuera pertinente en algún sentido. ¿Por qué lo hice? Por gilipollez supina, no puede haber otra explicación.

Es curioso lo que ha pasado con el Nobel de Vargas Llosa. La derechona lo ha celebrado como propio, alzando la copa de vino (Ribera de Duero, of course) y gritando: “Chupaos esa, progres de mierda”. La presunta izquierda realmente existente, por su parte, se ha apresurado a postrarse ante el escritor, al tiempo que reprobaba al ogro político. Actitudes ambas más propias del forofismo iletrado que de sinceros admiradores de un autor cuya obra está más allá de lo admirable.

Vargas Llosa es un intelectual. Quizá sea el último intelectual, en el sentido zoliano del término. Es un producto del siglo XX, un anacronismo y, como tal, perteneciente a una categoría irreductible e imposible de transcribir en contextos ajenos a su propia naturaleza.

Me explico.

Vargas Llosa es un ejemplo paradigmático de intelectual clásico. Es decir: un artista que ha alcanzado un altísimo prestigio indiscutible e indiscutido en su campo y que, amparado en él, participa en el ágora defendiendo sus ideas políticas y sociales, aprovechando su influencia y popularidad para divulgar su pensamiento. Y lo hace con absoluta independencia, basando su argumento de autoridad en el hecho de que no le guía más interés que ser fiel a su conciencia y a sus ideales, al margen de organizaciones y sistemas ideológicos.

Esto, por sí solo, no bastaría para convertirlo en un intelectual clásico. Es necesario para ello una disposición abierta a la polémica, al debate y a la discusión elevada y respetuosa. Respetuosa con las personas, no necesariamente con las ideas ajenas. Y Vargas Llosa lo ha cumplido siempre. Nadie podrá decir que no se ha desenvuelto en la esfera pública siguiendo unos estrictos códigos de caballerosidad, siempre acentuados por su sesgo dandy.

Evidentemente, estos atributos son incomprensibles e inasumibles para una masa de forofos y de coreadores de consignas, jaleados por tertulianos siempre dispuestos a reciclar seudoargumentos de quinta mano y a hablar de oídas, repitiendo tópicos planos que, a fuerza de reiterados, acaban convertidos en verdades, como toscamente enunció Goebbles (hay una formulación epistemológica más refinada de este fenómeno, que se conoce como intersubjetividad: un aserto subjetivo convencionalmente compartido por la mayoría puede acabar percibiéndose como algo objetivo que, lógica y retóricamente, no lo es. Esto es: coma caca, mil millones de moscas no pueden estar equivocadas).

A fuerza de repetir que Vargas Llosa es un fachuzo, todas sus opiniones acaban interpretándose en esa clave, aunque no haya en ellas ningún elemento que permita inferir ese juicio.

Cercas cita a George Orwell y a Albert Camus como antecedentes de esa cerrazón izquierdista (que yo calificaría de estalinista, si es que ese ismo tiene alguna entidad ideológica más allá de la acepción peyorativa). Muy bien citados: ambos fueron repudiados a izquierda y a derecha, y creo que la reivindicación que cierta derechona hace de las ideas de Vargas Llosa no sería tal si se hubieran detenido a leer con calma sus escritos políticos. Pero se olvida de una figura muy importante de la intelectualidad europea del siglo XX, y la más pertinente para este debate: Arthur Koestler.

Koestler fue el primero que se atrevió a decir en voz alta que había miedo entre muchos intelectuales a enunciar ciertas ideas, que daban rodeos y perífrasis kilométricas para hacerlas pasar por lo que no eran. Decía Koestler que el miedo a coincidir con el contrario anulaba el debate y lo silenciaba. Es decir: no se expresaban ciertas opiniones por miedo a ser tachado de fascista o de trotskista o de capitalista o de crucigramista.

Es lo que Elisabeth Noelle-Neumann llamó “la espiral del silencio”, una teoría sociológica muy famosa: los individuos esconden sus verdaderas opiniones para no ser tildados de algo que no son, y así, la escena pública queda acaparada por los matones, por los que siempre señalan con el dedo, por los que no tienen interés alguno en debatir, sino en imponer. Al no atrevernos a hablar para que no nos llamen tal cosa, les damos implícitamente la razón y les otorgamos legitimidad absoluta para que mangoneen a su antojo.

Koestler quiso romper esa espiral del silencio y defendió la expresión individual de las ideas. Sólo así puede generarse un debate, y sólo así podremos decir que nuestro espacio público es un ágora libre y no una plaza custodiada por delatores y soldados con el seguro del arma levantado.

Si he de elegir entre Vargas Llosa y el silencio impuesto por los de siempre, nos veremos en el lado de don Mario. Sin dudarlo.

PD.- Muchas gracias, again, por vuestros comentarios y cariños (especialmente al caballero Rodrigo). No puedo dar las buenas noticias esperadas porque no han resultado tales (aunque tampoco necesariamente catastróficas, dejémoslas en regulares o en decepcionantes). Seguimos en la lucha, pero ahora es un poquito más difícil y con la moral levemente tocada. Besos a millares.

MÁS ALLÁ DE LA LITERATURA

En las larguísimas noches del hospital, cuando Pablo duerme, yo escribo y leo. Avanzo furibundamente en mi novela, cuyas tramas se acercan al punto de reunión mientras intento no perder de vista la máxima de Chéjov: “No te pierdas creando demasiados personajes, céntrate en dos: él y ella”. En la novela hay unos cuantos personajes, pero todos sirven para explicar a él y a ella.

También leo. Devoro, más bien, a Tolstoi. Guerra y paz lo leí en una adolescencia que ahora percibo lejanísima e inencontrable, y entonces me pareció un soberano coñazo. Lo terminé por disciplina lectora, por un pundonor de letraherido que perdí hace mucho tiempo. Pero hoy, cuando no me duelen prendas abandonar los libros que me disgustan tras el segundo capítulo, encuentro en Guerra y paz una fuente inagotable de sabiduría narrativa. Qué manera de construir los personajes, qué plasticidad descriptiva, qué eficacia en los diálogos, qué sencillez tan complejamente trabajada. Qué maravilla.

Yo, pacifista que siente arcadas irreprimibles cuando las fuerzas armadas anuncian su buenrollero curro por la tele, me emociono con la desatada épica de las batallas napoleónicas.

Y entre toda esa enormidad literaria, me tropiezo con perlas filosóficas que parecen escritas en letra pequeña, como quien hace un apunte marginal, pero que resultan ser dianas certeras. Les copio este parrafito (las negritas son mías):

Rostov, poco a poco, ante la presencia de Berg, poco grata para él, adoptó de nuevo el tono anterior de húsar valentón, y animándose les contó acerca de sus andanzas en Schengraben exactamente como cuentan las batallas los que han tomado parte en ellas, es decir, como les gustaría que hubieran sucedido, como lo han oído de otros narradores, como fuera más hermoso contarlas, no exactamente como han sucedido. Rostov era un joven sincero, él no hubiera dicho nunca una mentira intencionadamente y en su intención, al comenzar el relato, estaba contarlo todo tal como había sido, pero imperceptible, involuntaria e inevitablemente para sí, cambió a la fantasía, el embuste e incluso a la vanagloria. En realidad, ¿cómo podía él contarlo? Es posible que le fuera necesario contárselo así a sus oyentes, los cuales, al igual que él mismo (lo sabía muy bien), habían escuchado ya en multitud de ocasiones relatos sobre ataques y se habían hecho una idea de lo que era un ataque y esperan exactamente ese relato. ¿Cómo podía él, destruyendo sus ideas preconcebidas, contar algo de hecho completamente diferente? O bien no le hubieran creído, o aún peor hubieran pensado que el mismo Rostov era culpable de que a él no le hubiera sucedido lo que habitualmente sucede en los relatos de los ataques de caballería. No les podía contar sencillamente que fueron todos al trote, que se cayó del caballo, se dislocó el brazo y con un acopio de fuerzas huyó de los franceses al bosque.

He aquí formulados, hace 150 años, los términos de un debate muy vivo entre los historiadores. Que se lo digan a mi amigo Javier Rodrigo, que de estas cosas sabe un porrón. Que le pregunten sobre la utilidad de las fuentes orales y de la historiografía basada en ellas. Hasta qué punto distorsionamos nuestros propios recuerdos inconscientemente. O que me lo pregunten a mí, que en mis años de reporterito me acostumbré a ver cómo la gente construye los relatos de su vida de una forma absolutamente estereotipada. ¿Es nuestra vida lo que contamos, o la que suponemos que ha sido nuestra vida? ¿O la que suponemos que debería de haber sido nuestra vida?

¿Cómo narraré yo estos días aciagos y la enfermedad de mi hijo? ¿Sabré ceñirme a lo que vivo y siento ahora, o adaptaré mi relato para que encaje en el patrón de familia-azotada-por-una-terrible-enfermedad? Creo que ya me está pasando lo segundo: cuando vamos conociendo a otros padres que están viviendo lo mismo que nosotros, nos reconocemos unos en los relatos de los otros, hasta el punto de que podemos confundir nuestras historias y crear un panrelato, una historia salpicada de tópicos comunes en la que nos reconocemos porque tiene una trama conocida y predecible.

Ya casi nadie se acuerda de Enric Marco, ese señor que se hizo pasar por superviviente de Mauthausen y que engañó a todo el mundo durante muchos años. Daba charlas, escribía artículos y contaba su experiencia en todos los foros que se encontraba, y llegó a presidir la Amical de Mauthausen. Ni los propios supervivientes sospecharon la impostura. ¿Por qué? Porque construyó sus relatos cumpliendo las expectativas de la audiencia, porque su historia encajaba con los tópicos de la vida de un superviviente.

Es uno de los leitmotivs de la obra del escritor John Banville, que tiene una novela titulada explícitamente Imposturas, y que trata de un tipo que ha usurpado la identidad de un superviviente del Holocausto (que no sobrevivió, claro) y está a punto de ser descubierto.

Pero no hace falta que el engaño sea consciente. Mentimos y nos mentimos constantemente. Relatamos nuestras historias de amor no como sucedieron, sino como variantes de algunas de las historias de amor que la literatura y el cine han codificado. La naturaleza imita al arte. Construimos el relato de nuestra vida siguiendo modelos conocidos, y por eso el cadete Rostov, de Guerra y paz, cuenta la batalla siguiendo el patrón de los relatos de batallas.

Y quizá por eso otros callan. Porque son demasiado conscientes de la distancia que hay entre lo que han vivido y lo que son capaces de contar. Mi abuelo, por ejemplo, que combatió en dos de las más cruentas batallas de la guerra civil y fue herido en una de ellas, jamás relató nada que no fueran anécdotas de retaguardia y chascarrillos sin importancia. Cuando se le preguntaba por la realidad del campo de batalla, por los muertos, por las bombas y por los tiros, siempre guardaba silencio. Y mientras callaba, iba acumulando una biblioteca de libros de la guerra civil. Libros que relataban lo que él había vivido y sobre los que no comentaba nada. Quizá, pienso yo, porque no se reconocía en ellos.

Yo sufro un síndrome contrario al de mi abuelo. Tengo una pulsión verbal desaforada, necesito dar forma escrita a lo que me sucede, pero al mismo tiempo me aterra que lo que me sucede acabe devorado por el macrorrelato codificado y comprensible para todos los públicos. Porque eso lo devaluaría. Si no hay zonas de sombra, si no hay lugares dolorosísimos donde sólo se puede entrar con metáforas y con adjetivos cuidadosamente escogidos, es que estoy relatando una mentira.

Se lo dijo a Cris la madre de otro chaval con leucemia: “¿No os sucede que, por más que halléis cariño y comprensión en vuestro entorno, por más que os quieran y que os escuchen, sentís que nadie os entiende realmente? ¿No creéis que sólo los padres que estamos viviendo lo mismo nos entendemos de verdad, comprendemos todo este dolor?”. Y sí, es cierto: en los silencios nos encontramos. En la parte no dicha del relato, en lo innecesario de la explicación. Allí nos damos la mano, más allá de las mentiras socialmente aceptables, más allá de la literatura.

P. D.- Estoy impartiendo un taller literario donde trato algunas de estas cuestiones. Intento que los alumnos utilicen su propia vida como material literario, y les llevaré este pasaje de Tolstoi para debatir en la próxima sesión.

P. D.- Estamos pendientes de los resultados de una prueba de la que prefiero no dar detalles hasta estar seguro, pero puede que tengamos pronto alguna buena noticia. Gracias por la fuerza que nos dais.

EXOTISMOS

Como ahora soy un hombre presuntamente libre (un empresario individual, según la jerga jurídica de la Agencia Tributaria, aunque sigo vistiendo como un becario gregario), me puedo permitir pequeños lujos que me estaban vetados cuando pertenecía a la redacción de un medio de comunicación. Entre ellos, escribir a la defensora del lector de El País. La de veces que me he quedado con las ganas de enviar una de esas cartas tan polite, tan british y tan engoladas. Ahora me he dado el gustazo. No sé si me harán caso (probablemente, no), pero el placer de sentirme un lector ofendido ya no me lo quita nadie. Aquí os dejo lo que le acabo de enviar a Milagros Pérez Oliva, defensora del lector de El País:

Estimada Milagros:

Quizá le escriba un poco tarde, pues han pasado unos días desde su publicación, pero confío en que tome en consideración mi sugerencia. El 27 de septiembre de 2010, El País publicó un estupendo reportaje titulado “El sur se escribe con eñe” (aquí, en la versión digital), que daba cuenta de un grupo emergente de autores africanos que escriben en castellano y que protagonizaron parte de la programación del Hay Festival de Segovia. Nada que objetar al contenido del texto, que me pareció un ejercicio de excelente periodismo cultural, divulgando al lector común claves que sólo están al alcance del especialista.

Mi crítica va dirigida al responsable o a los responsables que decidieron incluir esta pieza en la subsección “Tendencias”, segregada del bloque general de la sección de Cultura, sin que en el texto se justifique esta adscripción. El contenido -un reportaje sobre escritores redactado a propósito de un gran festival literario- es propio de la sección de Cultura. Es más, el tono y el fondo del artículo insisten en la idea de que los autores africanos luchan por alcanzar una “normalidad” en el panorama literario hispánico y quieren sacudirse la etiqueta “exótica”. ¿Por qué no, en aras de ese deseo, evidentemente compartido por el autor de la pieza, ha aparecido con “normalidad” en las páginas culturales, en lugar de en las “exóticas” de Tendencias?

Le incluyo dos extractos representativos del texto: “A partir del 5 de octubre, se celebrará un congreso cuyo título va dejando de ser un exotismo: África y escrituras periféricas en español”. “La recepción en España es el gran problema de unos escritores cuya primera aspiración es ser vistos para poder ser leídos”. Es obvia la comprensible alineación del periodista con las aspiraciones de estos autores, que parece que no ha sido compartida por sus jefes.

Desde mi punto de vista, la adscripción del texto a la sección Tendencias invalida el loable propósito divulgativo del artículo, ya que trata a estos escritores como productos no literarios, indignos de aparecer en las páginas culturales en pie de igualdad con sus colegas europeos. Es algo más que una cuestión de elegancia y resiente gravemente la credibilidad de una parte del periódico, ya que algunos lectores nos preguntamos qué procesos internos de la redacción han conducido a relegar un contenido puramente cultural a las esquinas de lo exótico, y no quisiéramos hacer elucubraciones perversas y fuera de lugar sobre el color de la piel de los protagonistas del reportaje.

Sin otro particular, le agradezco su interés y quedo a su disposición.

UN ESCRITOR VIVO

Me llaman mis compis del Heraldo (debería escribir ex compañeros, pero después de la intensísima marea de cariño y de calor que nos ha llegado irradiada desde la redacción del periódico, no puedo poner el prefijo ex delante).

-¿Te apetece escribir unas líneas sobre Vargas Llosa?

Un pensamiento me azota el córtex: hostias, se ha muerto Vargas Llosa, qué putada.

No, me aclaran enseguida: ha ganado el Nobel.

Joder, lo que hace el hospital, cómo te aísla del mundo.

Pues claro que me apetecía escribir unas líneas. Raudas y veloces. Me puse a teclear en el acto, contento, sinceramente contento. Cuando vives en medio del horror, se agradecen ver deslices de racionalidad y de sentido común. No todo es absurdo, no todo es injusto. A veces, quienes lo merecen, obtienen su recompensa.

Bravo, Mario. Les mandé un articulito de circunstancias, un textito nimio escrito a vuelateclado que se publicó en la edición digital. Os lo cuelgo aquí también, para que veáis que empiezo a ser capaz de ocupar la cabeza en otras cosas. De hecho, he empezado algunos de los trabajitos que tenía proyectados hacer cuando dejé el periódico. Poquito a poco, a mucho menos que a medio gas, pero intento arrancar. Por mi propia salud mental, básicamente.

En fin, este es el texto-felicitación al grandísimo Mario Vargas Llosa.

Un escritor vivo

Como si fuera una moraleja de alguna de sus novelas, Mario Vargas Llosa ha conseguido su sueño cuando ya había renunciado a él, sabedor de que su condición de eterno aspirante le incapacitaba para recibir el Nobel que hoy, más que justamente, le han concedido. No solo es un premio a uno de los escritores más torrenciales y apasionados de la literatura en español, ni a uno de los más influyentes y traducidos -aunque, curiosamente, poco imitados-, sino que es un premio a la literatura viva. El Nobel lo ha recibido un escritor vivo en el más pleno sentido de la palabra: un autor cuyas obras están incompletas, porque sigue creando con la misma rabia febril que en su juventud, siempre buscando, siempre intentando dar un paso más.

Distanciado de sus compañeros del ‘boom’, se diferencia de ellos en su arrolladora vitalidad, de la que no es síntoma menor su plateada pelambrera. Frente a su nervio y a su pasión, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y los pocos supervivientes de aquellos fantásticos latinoamericanos parecen elefantes cansados camino del cementerio. Mientras los demás languidecen, repitiéndose a sí mismos, contando las mismas batallitas bajo la manta, retirados en casas polvorientas donde peregrinan sus cada vez más añosos discípulos, Vargas Llosa se ríe de sarao en sarao, de Madrid a París, de París a Nueva York, de Nueva York a Buenos Aires, o a Los Ángeles, o a donde toque. O a su querida Lima, tan lejana y tan presente. Vargas Llosa es un torbellino insaciable que produce toneladas de letras a diario y que ha sabido levantar una obra coherente y a la vez extraordinariamente diversa, con un ansia obsesiva por superarse y por exprimir al máximo las posibilidades del arte narrativo.

Vargas Llosa ha sido costumbrista, experimental, realista mágico, realista a secas, postvanguardista, humorista, serio, elitista, popular, urbano y rural. Vargas Llosa ha sido muchos Vargas Llosa, y muchas veces, Vargas Llosa ha negado a Vargas Llosa. Pero en todos ellos hay un núcleo reconocible que tiene forma de pasión. La pasión por contar historias.

Luego está el Vargas Llosa opinador y político. El Vargas Llosa liberal que tanto irrita a mucha gente -entre la que me puedo incluir en muchos momentos-, pero ese Vargas Llosa tiene poco que ver con el escritor que nos fascina, que es el que ha ganado el Nobel.

A Vargas Llosa se le reivindica poco. Quizá por su enorme éxito. Si hubiera fracasado, le habrían salido muchos discípulos, pero como es un tipo que se ha hecho millonario con sus libros, no puede ser muy bien querido en la República de las Letras. Sin embargo, no faltan jóvenes latinoamericanos que recogen su testigo. Entre ellos, uno de los más admirables, según mi pobre entender, es el boliviano Edmundo Paz Soldán que hizo una reescritura de ‘La ciudad y los perros‘ absolutamente magistral. Todos ellos estarán secretamente orgullosos del premio que acaba de recibir, aunque en público lo desdeñen.

Enhorabuena, Mario. Hoy es un día de fiesta para todos los que escriben y leen en español.

CARPE DIEM

Como en los ratos muertos me da por leer, y una de las cosas que leo es prensa, estoy leyendo los periódicos como hacía años que no los leía: de arriba abajo. Y unos de los tics que más me están irritando, al margen del uso aberrante del lenguaje (vamos a ver, compañeros: que no existen personas anónimas, ni empresarios anónimos. Que todos tienen nombre y un folio en el registro civil, que las anónimas son sus obras, si es que no las firman) es la obsesión de los reportajes sobre la “generación perdida”. Esos jóvenes que sufren la crisis con pavor, miedo y caquitas.

De acuerdo en que, en mi situación actual, tiendo a relativizarlo todo con un exceso impropio. De acuerdo en que me la sopla todo y que los dramas de las canciones de amor me suenan insultantes al lado de lo que me toca vivir a mí, pero hay cosas que no. Incluso aunque mi vida fuera normal.

Leo en uno de esos reportajes: “A Fulanita, de 22 años, le quedan tres asignaturas para terminar Chorrología, y contempla el futuro con una gran ansiedad”.

O me tropiezo con una carta al director en la que una universitaria expresa su enorme angustia ante su futura no incorporación al mercado laboral.

Fulanita, de 22 años, joven universitaria… ¿He leído bien?

¿Pero estamos todos tontos o qué nos pasa?

No me pondré como ejemplo de nada, pero mi mayor preocupación a los 22 años era con quién quería follar y si podía convencerla de que follara conmigo. Y hasta donde me alcanzaba la vista, en mi entorno a todo el mundo le pasaba más o menos lo mismo, con variaciones de tono y forma, claro. Algunos buscaban el amor, que es una manera fina de expresarlo, pero la cosa, en cualquier caso, iba de fluidos.

Bueno, miento: también nos preocupaba mucho la hora de cierre de nuestro bar favorito y no ser víctimas de la siguiente broma pesada que se le ocurriera al grupo de colegas.

¿Angustia por el futuro laboral? Si acaso, por una enfermedad de transmisión sexual.

¿Qué le ha pasado a esta juventud, que suena tan anciana?

Por favor, acepten esto de este viejo prematuro que les habla. No es un consejo, es un imperativo taxativo: gócenla, comadres y compadres. Gócenla en serio, corten las rosas del huerto de Ronsard y no penen por los rincones por un futuro que a nadie le importa y que, por propia definición, es ignoto. Follen, beban, amen, lean, viajen, pártanse de risa con sus amigos, vacíen muchas noches en blanco. Lo demás, ya vendrá.

Gócenla, muchachos, porque cuando menos se lo esperen, cuando crean tener amarrado ese futuro que tantas horas de sueño les ha quitado, cuando todos sus planes parezcan encarrilarse hacia la meta deseada, puede que una oncóloga les invite a tomar asiento y les quite la respiración y el alma. Y si ese día llega -y nadie está a salvo de él-, el mercado laboral, Zapatero, los sindicatos y el FMI les van a parecer tan pequeños y ajenos que no van a ser capaces ni de reconocerlos.

Si ese día les llega -y no se lo deseo a nadie-, procuren que les sorprenda ya bien pertrechados de experiencias y bien felices, y que sus pequeñas ambiciones no les hayan impedido gozar de lo que les hace sentir vivos.

Si ese día les llega, que por lo menos puedan suspirar: “Que me quiten lo bailao”. Créanme: no es consuelo menor.