Leo en la crónica de El País sobre el duelo de Argentina tras la muerte de Kirchner que “decenas de miles de argentinos se instalaron en disciplinadas y largas filas” en la Avenida de Mayo para despedir al prócer.
¿Disciplinadas?
Me parece a mí que Soledad Gallego-Díaz, corresponsal y prócer a su vez del periodismo hispanoescribiente, ha visto las filas desde lejos. O eso, o se ha equivocado de país, porque los argentinos son biológicamente incapaces de formar una cola disciplinada. En fin, me lo creeré por ser ella quien lo dice.
Pero servidor, que asistió a la toma de posesión de Cristina Fernández de Kirchner en Buenos Aires (quiero decir que dio la casualidad de que estábamos en Buenos Aires cuando se celebró el sarao, y fuimos a verlo en plan cotilla), y ha visto a los argentinos de rollo catártico-callejero, está en disposición de dudar ese orden y ese sosiego.
Cuando dijimos a nuestros amigos que queríamos ir a Avenida de Mayo a ver la que se montaba, nos miraron como si estuviéramos locos y nos dijeron que nos iban a abrir la cabeza, que aquello estaría lleno de piqueteros, que la policía cargaría, que habría tiros, que nos quedásemos tranquilitos en casa o en un restaurante de algún barrio muy alejado de Plaza de Mayo.
Por supuesto, estas advertencias hacían más atractivo todo. Así que cogimos un taxi y le pedimos que nos dejara lo más cerca posible de Florida y Lavalle.
-¿Florida y Lavalle? -se volvió, pensando y estando a punto de añadir el consabido “galleguitos de mierda”-. No, allá no voy. Eso está lleno de piqueteros y de cholos.
Se negó a llevarnos. Paramos otro taxi y este accedió a dejarnos en el Obelisco, a unos 15 minutos caminando del mogollón celebrativo. Menos era nada.
Allí descubrimos el secreto mejor guardado de Argentina: que no es un país blanco y europeo. Contra lo que cuenta la historia oficial, no todos los indios perecieron en la llamada Conquista del Desierto. Allí había un montón de mestizos y de tipos con caras en las que se contaban más de tres trazos indígenas. Gente venida de Tucumán, de Córdoba, de las lejanas y andinas provincias del norte, de Santiago del Estero o de Salta. Y gente del mismísimo Gran Buenos Aires sin ningún rastro de genes europeos en su facha. Por momentos, Cris y yo éramos los únicos blancos caucásicos de una masa mestiza, apiñada y canturreante, que celebraba la presidencia de Cristina como si del advenimiento de una nueva Evita se tratara.
Así que marchamos con ellos por Avenida de Mayo hasta la plaza de ídem, donde se había montado un escenario que tapaba la Casa Rosada y donde salieron la presidenta y el presidente consorte, aclamados como si fueran los Rolling Stones.
Estas son algunas de las fotos que hice ese día.
Aquí, la Avenida de Mayo después de la batalla:
Esta señora desaparesida social, recién salida de una viñeta de Historias de la puta mili, de Ivá:
Marchando por la Avenida de Mayo:
En el escenario de Plaza de Mayo. Las banderas y pancartas no dejaban ver nada, ni siquiera las pantallas gigantes:
La susodicha (hoy viuda de), entonando el Sólo le pido a dios que cantaba la también fallecida Mercedes Sosa, alias la Negra:
Y aquí, pequeñitos, entrevistos entre la selva de pancartas, el hoy fallecido y su viuda, saludando a las masas descamisadas como los nuevos Perones que eran:
Y tras esta euforia populista, nos fuimos a cenar al restaurante más caro y esnob que encontramos (en una ciudad llena de ese tipo de establecimientos). Para sacudirnos de encima el olor a pueblo exaltado. Supongo que los que estaban en el escenario hicieron lo mismo.