Archivo mensual: julio 2011

UNA CRÍTICA LITERARIA SUTIL

Mi opinión sobre los libros sobre por, para, ante, cabe, bajo y de cáncer.

TOCA EL TAMBOR BAJITO

El folklore inglés llegó a Estados Unidos y se convirtió en folk, en canciones del desierto. Echó raíces en la llanura seca y cambió la humedad de los bosques por la entonación arenosa, de la misma forma que cambió el whisky por el bourbon y las hadas por las serpientes de cascabel. Las canciones, sin embargo, siguieron hablando de lo mismo. Fueron las mismas, pero en la inmensidad de América implosionaron y se hicieron universales.

Muchas de las canciones que viajaron con los emigrantes desde Inglaterra, Escocia o Irlanda hablan de moribundos y de funerales. Generalmente, de canallas moribundos. Pueden ser un lamento en primera persona en el que el cabrón buscavidas se arrepiente o se reafirma en sus cabronadas, o una narración en tercera persona donde se cuenta el entierro o los últimos momentos del prota y se aliña todo con algunos apuntes biográficos (hay un subgénero en el tango muy parecido). Creo que la última gran muestra de esta larguísima tradición es de 1986 y se titula The Body Of An American, de The Pogues. Y suena, muy acertadamente, en el último capítulo de The Wire, en el falso funeral de MacNulty. La canción narra el adiós de Jim Dwyer, un emigrante irlandés que “nunca se metió en una pelea que no fuera correcta”. El estribillo dice: “I’m a free born man of the USA”.

Una de las que más me gustan la conocemos gracias a Led Zeppelin, que la incluyeron en su tercer disco, de 1970. Se titula Gallows Pole (La horca), y los folkloristas han documentado las primeras versiones de este texto en el siglo XIX, aunque se hizo muy popular en los años 30. Cuenta la historia de un condenado que pide a su familia y a sus amigos que le den plata y oro para sobornar al verdugo y librarse de la horca. A todos les pregunta, en estribillo recurrente: “¿Qué me habéis traído para librarme de la horca?”.

Pero la más emocionante de todas, y la que con más fuerza ha llegado a nuestros días es The Streets Of Laredo, un canto fúnebre que encoge el alma. Los investigadores han documentado las primeras versiones o protoversiones de esta canción en Inglaterra en el siglo XVIII, aunque se cree que sus orígenes son mucho más antiguos. Pero fue en Estados Unidos donde se impregnó de referencias locales, se ambientó en Laredo, Texas, justo en la frontera con México, y la historia pasó a ser protagonizada por un “young cowboy”.

Hay cientos de versiones de esta canción y un montón de referencias y guiños a ella en la música popular americana del siglo XX. Es uno de los temas más citados y parafraseados del pop y del folk. Entre sus versionadores están Joan Baez, Bing Crosby o Suzanne Vega, así como indies actuales como Paul Westenberg. Suena en la banda sonora de Brokeback Mountain e inspiró a Billy Bragg para componer la melodía de una de las letras inéditas de Woody Guthrie.

Pero quien más y mejores versiones hizo de las calles de Laredo fue Johnny Cash. Grabó varias, desde los años 60 hasta su muerte, pero la más emocionante y la que, para mí, marca un standard definitivo, es la que grabó en 2002, un año antes de morir, en el cuarto volumen de su disco de versiones del “True West” (American IV: The Man Comes Around). Es la que pincho aquí.

En ella, un Cash de 70 años, con toda la arena del desierto en la voz, que se rompe allí donde solía sonar nítida, le da toda la emoción al adiós del vaquero.

El narrador camina por las calles de Laredo y se encuentra a un joven envuelto en sábanas blancas que le pide que se siente a su lado y escuche su triste historia: “Me han pegado un tiro en el pecho y voy a morir hoy”.

El joven le relata cómo quiere que sea su funeral, y al final, se cuenta ese funeral, tal y como el vaquero herido quería que fuese. Le reclama:

Get six jolly cowboys to carry my coffin,
Get six pretty maidens to bear up my pall.
Put bunches of roses all over my coffin,
Roses to deaden the clods as they fall.

Esto es:

Consigue seis vaqueros alegres que carguen mi ataúd,
consigue seis bellas damas que tiendan mi mortaja,
coloca ramos de rosas sobre mi ataúd,
rosas que amortigüen los golpes de los terrones mientras caen.

En el cortejo, pide que el tambor se toque bajito: “Beat the drum slowly”.

Escucho The Streets Of Laredo en la voz del viejo Johnny Cash, ya moribundo, ya plenamente identificado con ese cowboy baleado en el pecho, y no puedo hacer ya otra cosa. La pincho aquí como banda sonora de una previsible ausencia. No sé cuándo volveré a pasarme por este blog. Puede que lo haga asiduamente o puede que tarde bastante. Dependerá de mis necesidades, de lo que me reclame el dolor.

Vienen tiempos oscuros, pero no os voy a pedir que os sentéis a escuchar mi triste historia.

UN PAÍS APARTE

Aunque todo el mundo se queja de que en España no hay una lista de libros más vendidos fiable (en Estados Unidos, por ejemplo, la que publica The New York Times es canónica e indiscutida, es algo así como el Billboard de la literatura, una estadística que los editores y libreros consideran veraz e independiente; aquí, cada periódico publica una distinta y ninguna se toma como referencia para la gente que trabaja en el mundo del libro, porque cada una de ellas se elabora con criterios distintos y casi siempre opacos), lo cierto es que todas se parecen bastante. Cambia el orden de los títulos, pero, en esencia, en todas aparecen prácticamente los mismos. Esto se debe, según muchos críticos, a que casi todos los medios elaboran sus listas consultando a grandes cadenas y a grandes librerías, en una muestra muy reducida y poco representativa en términos estadísticos (y sin ningún rigor metodológico, hecha con la cuenta de la vieja).

Y es cierto que, cuando mis queridos libreros me cuentan qué libros les funcionan mejor, hay grandes distorsiones con las listas de más vendidos oficiales, pero es obvio que el público lector de esas librerías tampoco es representativo de la gran masa que curiosea por El Corte Inglés, que es la que interesa a los jefes de marketing y a los ejecutivos de Planeta. De hecho, mi segundo libro fue el más vendido en dos prestigiosas librerías de mi ciudad durante casi un mes. Un amigo librero me dijo que, en su local, había vendido más que Saramago, y hasta un dependiente de la Fnac se me acercó un día que estaba tonteando por ahí para decirme lo sorprendido que estaba de lo mucho que se estaba vendiendo el libro, que, efectivamente, había pasado de estar escondido en la estantería en el mogollón de la letra “M” a exhibirse panzudo en el mostrador de destacados con una pegatina de “La Fnac recomienda”.

Fue un éxito local y efímero, obviamente, pero no es un caso aislado, todas las librerías y hasta las tiendas de la Fnac tienen algunas de estas distorsiones. Por separado, son anécdotas que no llegan ni a excepciones a la norma, pero todas juntas hablan de un mercado bastante más diverso del que se refleja en las listas de más vendidos. No mucha gente leyendo muchas cosas distintas frente a una gran masa leyendo unas pocas cosas muy parecidas.

Es decir, que las listas de libros más vendidos no hablan de mí ni de la gente lectora a la que me considero afín. Cuando mis amiguetes libreros me cuentan sus ventas puedo sentirme parcialmente representado, creo que estoy incluido en su estadística. Al menos, puedo decir que me interesa o puedo sentir curiosidad por la mitad de los títulos que citan. Sin embargo, cuando veo las listas de los diarios, no me reconozco en ningún lado. Esta es la de esta semana, elaborada por un bloguero que se toma el trabajo de “sacar la media” de las principales listas que se publican en España:

1. Albert Espinosa, Si tú me dices ven, lo dejo todo todo… pero dime ven.

2. Isabel Allende, El cuaderno de Maya.

3. John Verdon, No abras los ojos.

4. Kate Morton, El jardín olvidado.

5. Marías Dueñas, El tiempo entre costuras.

6. Sarah Lark, En el país de la nube blanca.

7. George R. R. Martin, Juego de tronos: canción de hielo y fuego 1

8. Camilla Läckberg, Las huellas imborrables

9. Haruki Murakami, 1Q84

10. Javier Marías, Los enamoramientos

De toda esta lista, sólo siento un interés levemente moderado por el de Javier Marías. Podría atreverme, con animus injuriandi y como título para entretener mis estancias en el WC, con Murakami, y con los demás haría una hoguera de San Juan. Bueno, quizá el de Isabel Allende me lo llevaría también al baño para cuando terminara de hacer lo que hago mientras leo a Murakami, y el de Albert Espinosa lo envolvería en un papel bonito y se lo regalaría a alguien que me cayera muy muy mal.

La primera y fácil conclusión es que vivo fuera del mundo, que tengo un patológico desinterés por las cosas que interesan y gustan a mis congéneres y que un Estado responsable debería plantearse seriamente si merece la pena renovarme el pasaporte o el DNI, dado que no comparto gran cosa con el resto de ciudadanos. Pero luego me doy cuenta de que casi ninguno de estos títulos está en el escaparate de mis librerías favoritas, ni en las mesas de recomendaciones. Por tanto, es una lista que no habla de esas librerías ni de sus clientes. Y esas librerías y su clientela, por escasa que sea, forma un ecosistema sólido. Quizá irrelevante, restringido a unos pocos centenares de personas que leen cosas muy raras, pero vivo.

Somos un país aparte. Una especie de San Marino o Andorra. Un territorio insignificante y aislado, pero que sigue ahí contra todos los pronósticos de todos los gurús y contra todas las estadísticas de libros más vendidos.

LA ZIUDAD SUBTERRANEA (SIC)

Hoy ha sido un día espantoso, y cuando un escribidor usa el adjetivo espantoso es que la cosa espanta de verdad. No marchan bien las cosas en Chez Del Molino y el miedo domina un poco el ambiente. No obstante (cuando un escribidor escribe “no obstante” es que está en las últimas), confiamos en que todo quede en un susto sin consecuencias.

En este día horrible, he abierto el ordenador para relajarme un poquito y me he encontrado una alerta de Google criticona. Llevaba tiempo sin despertar la ira de nadie y empezaba a preocuparme, la verdad, pero ya veo que ahí fuera no descansan. En un blog titulado la ziudad subterranea, me dedican este párrafo a propósito de mi último artículo en Heraldo de Aragón:

Voy a dedicar esta entrada a uno de mis mejores lectores. A Sergio del Molino de Heraldo, que encontró el nombre de su sección telepáticamente de un descarte operacional y que ultimamente no encuentra ideas para ganarse el cariño de sus lectores. Veamos el proceso de asimilación y tranformación. Tengo pendiente un artículo sobre esa anomalía del occidente civilizado que se llama MUNDO DEL ARTE ZARAGOZANO, es decir; ese LODAZAL GROTESCO DE IGNORANCIA Y FEALDAD.

Tengo por norma ignorar los mensajes que no se me remiten directamente, pero ya he dicho que no tengo el mejor de mis días, así que he buscado el mail de contacto de ese blog anónimo y le he mandado esta nota que paso a compartir con ustedes. Disculpen que las aburra con estas tonterías.

Querido anónimo de la ziudad subterranea:

No entiendo por qué me dedica usted una entrada de su blog. Quiero decir que no sé si es para halagarme o para insultarme. Sospecho que para lo segundo, aunque de verdad que no estoy nada seguro. Sólo quería aclararle que, salvo que me descubra su identidad y caiga en la cuenta de quién es usted, estoy casi totalmente seguro de que no soy lector suyo, por lo que la dedicatoria “a uno de mis mejores lectores” es radicalmente falaz (a no ser que me demuestre lo contrario: lo cierto es que leo a mucha gente y procuro estar al día, y usted podría ser alguien a quien sigo, pero no reconozco su estilo ni, por lo que he ojeado en su blog, compartimos afinidades ni me interesa gran cosa lo que usted cuenta. Al menos, en ese foro).

Le escribo porque no he entendido nada del breve párrafo en el que me cita, ni sé de qué proceso de asimilación y “tranformación” (sic) me habla. Pero ha despertado mi curiosidad, y le agradecería, sin acritud alguna, que me desvelase en qué consiste y qué tengo yo que ver con lodazal alguno. Le aseguro que soy muy limpio y que evito transitar por barrizales. ¿Acaso hemos coincidido usted y yo en algún barro? Lo dudo mucho, porque no los frecuento. De hecho, en el último año he frecuentado pocos sitios que no sean mi casa o un hospital.

Tampoco he entendido eso de que encontré el título de mi sección “telepáticamente de un descarte operacional”. Lamento ser un ignorante y no comprender en absoluto a qué se refiere.

Sí que estoy en disposición de aclararle que mi segundo apellido no es “de Heraldo”, y que mis ideas no van destinadas a ganarme el cariño de mis lectores. Bastante tengo con que me sirvan para cumplir con mis obligaciones periodísticas. De cariño ando sobrado por otras partes, y espero seguir así muchos años, sin necesidad de mendigar amor a mis lectores, que bastante hacen con leerme como para encima quererme.

Por último, le agradezco que haya entretenido cinco minutos de mi angustiosa vida. No atravieso el mejor de los momentos, por razones que conocen quienes sí son mis lectores -por cómo habla usted de mí deduzco que sólo es mi lector de forma parcial y restringida a mis escritos en Heraldo de Aragón- y me encanta que me den motivos para explayarme. Si usted fuera mi lector sabría que tengo varios canales abiertos de comunicación directa con ellos, y dado que no los ha usado y ni siquiera ha linkado mi blog, deduzco que desconoce unos y otro, pero eso no le impide abrir debate público. En tal caso, doy por hecho que no le importará que publique en mi blog el contenido íntegro de este mail con una cita a su artículo. Disculpe que no acompañe link, pero no quisiera regalarle visitas hasta saber si sus intenciones son amistosas u hostiles.

Suyo afectísimo,


Sergio del Molino

LAMENTACIONES DE UN PREPUCIO

El humor como estrategia demostrativa. O mostrativa. Un humor que no esconde, que no opera como elipsis para no encarar el dolor o para no exponerlo, sino para mostrarlo en toda su crudeza, sin eufemismos ni alegorías.

Supongo que un autor europeo encararía las cosas que se cuentan en Lamentaciones de un prepucio (espléndida edición de Blakie Books, aunque creo que necesita una revisión ortotipográfica más esmerada) con amplias perífrasis conceptuales, con páginas de alta densidad lírica, con recursos de psicoanálisis y con toda la artillería existencialista aprendida en los libros.

Para empezar, un europeo no titularía su libro Lamentaciones de un prepucio.

Shalom Auslander cuenta en esta autoficción su infancia y adolescencia en una familia judía ortodoxa. Lo hace alternando dos planos temporales: el presente, en el que el narrador tiene 35 años y va a tener un hijo con su mujer no judía, y el pasado en una comunidad pequeña eminentemente judía y notablemente aislada del entorno. El libro —como todo libro honesto, diría yo— es un intento por comprender (iba a poner una tentativa de comprensión, pero luego he recordado que no estoy escribiendo para una revista literaria) la propia vida y sus contradicciones: Auslander ha acabado asqueado del rollo judío, ha hecho todo lo posible por ofender y transgredir la religión heredada de sus padres, odia todo lo que huela a religión y ha construido su vida adulta en los términos más laicos y no kosher posibles. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos por desjudaizarse, no ha conseguido erradicar de su mente el miedo al castigo divino. Está convencido de que todos los pecados que ha cometido tendrán sus consecuencias, y que éstas no las sufrirá sólo él, sino que afectarán a su mujer y a su todavía no nacido hijo.

De hecho, una prueba prenatal indica que el feto tiene muchas posibilidades de tener síndrome de Down, y aunque luego se demuestra que ha sido un error de los médicos, que han interpretado mal los análisis, Auslander sigue convencido de que eso ha sido una advertencia divina que anticipa la devastadora furia del porvenir.

Y así vive, maldiciendo a Yahvé (al cabrón de Yahvé, al hijo de puta de Yahvé… En el libro se refiere a él de muchas maneras) y esperando con miedo su venganza inevitable.

Lamentaciones de un prepucio cuenta cosas muy duras de un modo muy divertido —impagables las páginas en las que se atiborra a escondidas de comida basura hecha de carne de cerdo o cuando encuentra la Piedra de la Pornografía—. Es un drama en tono de comedia, y funciona muy bien porque probablemente la comedia sea la forma más eficaz y directa de contar un drama. Habla de una familia opresiva, de un padre violento y alcoholizado, de una madre anulada, de una educación religiosa embrutecedora y brutal, de un empeño de vivir de espaldas al mundo y de lo doloroso que es elegir entre el mundo o tu familia.

La conclusión, aun expresada en tono humorístico, no puede ser más devastadora: Auslander cree que hay daños irreparables. Aunque los adultos podamos reinventar nuestra vida y luchar por convertirnos en algo parecido a lo que queremos ser —o, al menos, en distanciarnos lo máximo posible de lo que no queremos ser de ninguna de las maneras—, hay reductos inexpugnables, hay heridas que no podemos sanar. Pueden ser más grandes o más pequeñas, pueden afectar a un órgano vital o ser arañazos superficiales, pero existen, están ahí y tenemos que aprender a vivir con ellas como se vive con una minusvalía.

Y lo más importante de todo: son heridas causadas por quienes nos trajeron al mundo. Heridas que traemos de las casas de nuestros padres.

Un libro divertidísimo y hondo. Un libro que ningún europeo escribiría jamás, tienes que ser un judío norteamericano para que te salga bien algo así.

GAUDÍ

Hay cosas que no se pueden decir en voz alta. La sociedad tiene mucho aguante y, pese a las apariencias de la corrección política, consiente casi todo a casi todo el mundo.

Respeta a los que nos aburrimos con el fútbol.

Respeta a los que no vemos Telecinco.

Respeta a los que no jugamos a la lotería.

Respeta a los que escuchamos música que no está en politono.

Respeta a los que leemos cosas que muy rara vez aparecen en una lista de los más vendidos.

Respeta, en fin, a los que escribimos blogs de madrugada entre semana porque ninguna oficina nos espera por la mañana, y además hemos elegido nosotros que no nos espere, sin dar chance a que la oficina decida prescindir de nosotros.

Todos los que nos encuadramos en estos supuestos podemos llevar una vida más o menos normal sin miedo a que nos agredan o nos escupan por la calle o nos persigan masas enfurecidas con antorchas.

Pero hay algunas cosas que siguen vetadas, cuya confesión puede condenar al confesor al destierro y al desprecio inapelables.

Hoy quiero confesar una de esas cosas.

Señoras, caballeros: no me gusta Gaudí.

Diré más: me repatea el orto Gaudí, me marean sus curvas, me empalagan sus trencadises y me relinchan sus arcos y sus columnas torcidas.

El otro día, paseábamos mi doña, mi cachorro y yo por el paseo de Gracia y vimos anunciadas unas espléndidas veladas de jazz en la azotea de La Pedrera. Me acordé de inmediato de mi amigo Ángel, carabanchelero de pro, a quien una vez le confesé que había asistido a varias veladas en una especie de café cantante muy esnob y muy decadente de la calle Huertas de Madrid que se llamaba —y se seguirá llamando— La Fídula.

—¡Hostia, macho, no me jodas! ¡Qué coñazo, las noches de La Fístula! —me respondió.

Para mí, La Fídula ya no fue nunca más La Fídula. Quedó convenientemente rebautizado.

En ese paseo barcelonés no me limité a recordar mentalmente la anécdota, sino que decidí compartirla con mi doña imitando las carcajadas de Ángel y añadiendo que, para mí, pasar una exquisita velada de jazz en La Pedrera sería como si me sacaran una fístula. Luego siguió una de mis habituales e hiperbólicas andanadas contra el genio de Reus que improviso con el exclusivo fin de chinchar a Cris.

Lo dije demasiado alto y me sorprendió la cantidad de personas que había en la cola de La Pedrera que entendían el español. Va a ser verdad que está de moda estudiarlo entre los guiris. Miraron a mi doña y a mi chico con lástima infinita: “Pobres, parecen listos y aseados, qué pena que tengan que sufrir a ese australopithecus que no muestra el debido y babeante respeto ante Gaudí”.

Sí, sé que ustedes también lo piensan, que no podrán mirar a este blog a la cara a partir de ahora.

Maldigo a Japón, porque sin japoneses, los edificios de Gaudí hoy serían gratos mamotretos desarrollistas, torres de vidrio mate con sucursales del Sepu y oficinas de Verti Seguros. A punto estuvieron: en la honda noche estética del desarrollismo, los inquilinos de esas hoy idolatradas construcciones las modificaban como les daba la gana, con el tradicional respeto hacia la arquitectura que los promotores inmobiliarios y los comerciantes españoles han demostrado siempre. Pero llegaron los japoneses, que flipaban mucho con Gaudí, y Gaudí se convirtió en un sacaperras más rentable que un casino de Las Vegas: los japos llegaban, soltaban la mosca, echaban unas fotos y se iban. Y no sólo eso: pusieron buena parte de la pasta que hacía falta para terminar esa oda monstrenca al horror vacui que es la Sagrada Familia.

Juro que cuando se debatía el trazado del AVE por Barcelona y se ponía el grito en el cielo por que podía afectar a la Sagrada Familia yo estaba por besar al ingeniero firmante del proyecto del túnel. Seguro que era de los míos, un benefactor de la humanidad, alguien a quien no dejaron usar su tuneladora para hacer un favor estético a todos y eliminar ese coso gigantesco.

Con Gaudí ha pasado algo parecido a lo que sucedió con Eugenio Sué, un mediocre folletinista parisino del siglo XIX que escribió un best-seller titulado Los misterios de París. Era pura bazofia reaccionaria, un panfleto sentimentaloide y gazmoño a cuyo lado los libros de autoayuda de Punset son alegatos bakuninistas. Y, sin embargo, el público semiágrafo al que iban dirigidos lo interpretó como una llamada a la acción directa, como un catecismo revolucionario. Se cree que pudo tener cierta influencia retórica en la Comuna de París, y Umberto Eco lo citó como ejemplo clásico de decodificación aberrante.

Gaudí también ha sido aberrantemente decodificado. Ni una sola de las lecturas que el arquitecto quería que se hicieran de su obra domina ni es relevante para los espectadores de hoy. Es difícil que los turistas que acuden embelesados a extasiarse ante tal derroche de fantasía piensen que esa arquitectura se erigió al servicio de dos ideas: el integrismo católico y un catalanismo rancio y teocrático inspirado en buena medida por el obispo de Vic, Torras i Bages, que quería hacer de Cataluña una especie de Irán católico, custodio de las esencias de la cristiandad e iluminador del orbe cristiano con su piedad y devoción sumas.

Pocos artes se han construido tan a la contra de su tiempo como el de Gaudí, puesto al servicio de un fariseísmo industrial y paternalista en una ciudad cuya población vivía en unas condiciones no muy diferentes de las que puede vivir un trabajador de Bombay o de una gran ciudad en expansión china, entregado al capricho de un mecenas tan mesiánico como el propio artista, Eusebi Güell.

Lo que hoy se lee como audacia y modernidad no era más que aroma de sacristía y teocracia, aderezado con un nacionalismo feroz —con leyenda del Santo Grial incluida— cuya expresión política no habría desagradado a un ayatolá o a un Karadzic. Fariseísmo kitsch, vaya.

Es posible que le debamos a Dalí y a los surrealistas la visión amable y juguetona que disfrutamos hoy, pero los japoneses han contribuido mucho más.

Y bien, me dirán, ¿qué más da? Se puede gozar de Gaudí prescindiendo de las circunstancias. También gozamos del Vaticano o de la Capilla Sixtina sin considerar el espíritu fanático de la contrarreforma.

Pues sí, se puede. Yo, desde luego, soy incapaz, pero reconozco que es un problema estrictamente mío.

También se puede gozar del entrañable Walt Disney obviando lo mucho que deseaba exterminar a todos los judíos y lo simpatiquísimo que le caía Adolf Hitler. Se puede, sin duda, pero cuando se sabe que ciertas cavernas invocan a ciertos dioses y que ciertos personajes rubios y con ojos azules hablan de la belleza de una raza superior, qué quieren que les diga.

Es decir, cuando el medio es el mensaje, cuando la obra no sólo es expresión de un sentir y un pensar, sino que es una herramienta al servicio de su realización, a mí me es difícil desligar artista y arte. Y no digo que eso sea lo que me repugne de Gaudí: podría pasarlo por alto si su obra me transmitiera una emoción que no fuera el desprendimiento de retina.

Soy un chaval de barrio de gustos sencillos. Ahora, sí, péguenme si quieren.

COMO LA VIDA MISMA

Por instinto, cada vez que leo o escucho la frase “El fútbol es como la vida”, me pongo en guardia. Cualquier símil deportivo con la vida me anticipa un discurso cursi, ñoño, falso y bien recargado de tópicos.

Tuve un amigo navarro muy aficionado al frontón que también me explicaba que “el frontón es como la vida”. Eman, ereman, las voces de la pelota vasca. Dar y recibir. “Unos atizan y otros están a verlas venir, eso es el frontón, y eso es la vida”.

Para que la comparación con la vida tuviera un sentido sería preciso que supiéramos antes qué cojones es la vida.

Pero de vez en cuando te encuentras con cosas muy sabias y sensatas. Por ejemplo, en esta entrevista-monólogo de César Luis Menotti que publica El País. Soy de los que se salta la sección de deportes, pero hay días en que merece ser leída por cosas como esta:

El fútbol es como la vida, no te levantas a las seis de la mañana y te pones a buscar a la mujer de tu vida. La encuentras o no. Cada vez que la tocan, quieren ganar el partido. Es terrible, una verticalidad, un espanto. Para qué queremos un enganche si no tenemos a quién asistir. En el Barcelona hay asistidotes que tienen a quién asistir. Hay mas pases que goles. Y de eso se trata, de pasarse la pelota. No es tan difícil.

Cada vez que la tocan quieren ganar el partido.

Yo, como cualquier otro angry young man, también quería ganar el partido cada vez que la tocaba, pero desde que asumí que todo consiste en dar pases gozo mucho más de todo y disfruto del partido.

Hay una obsesión por ganar el partido cada vez que se toca la bola. En todos los ámbitos. Si no encuentras a tu pareja perfecta a la primera, eres un pringao; si no llegas a director en dos patadas en tu curro, eres un pringao; si no te conviertes en leyenda al publicar tu primer libro, eres un pringao; si cuando te emancipas no lo haces con una hipoteca a 50 años y te vas a compartir piso, todos los habitantes de ese piso sois unos pringaos.

La dialéctica winners-losers ha trascendido América y se ha instalado en estos plácidos y sesteantes lares. ¿Estilo de vida mediterráneo? Y una mierda. Aquí la presión no distingue climas ni paisajes.

Quienes abogan por la calma, quienes avanzan despacio por su camino, gozándolo y aprendiendo, tocando la pelota, pronto devienen seres marginales, vagabundos del dharma.

Nos queda el consuelo de saber que, cuando todo lo demás haya ardido, cuando no quede rastro ni memoria de tantas estrellas fugaces, nosotros seguiremos pasándonos la bola, disfrutando y aprendiendo.

Consuelo de tontos, como todos los consuelos.

UN LARGO OLOR A PAN

Por motivos que muchos de los habituales entenderéis fácilmente, estoy releyendo Mortal y rosa. Francisco Umbral llevó la autoficción a su cumbre cuando ningún crítico usaba aún la etiqueta. Creo que pagó un precio por ello: las carnes que desnudó en la literatura tuvieron que ser cubiertas por un personaje que el mundo juzgó detestable. Dice una de sus biógrafas que no encontró ni una sola persona que hablara bien de él (quizá salvando a María España), y supongo que para el gran público quedó como ese fantoche extemporáneo que venía a hablar de su libro.

No sé qué quedará de Umbral ni que queda ya de él. Sospecho que su obra va a quedar escondida, se irá empequeñeciendo hasta convertirse en eso que se llama “de culto”.

Es posible que a toda la literatura le pase eso en el futuro y su destino sea acabar siendo tema de conversación de la poca gente rara que no ve Telecinco.

Releo Mortal y rosa y no voy a reseñar cuánto comprendo lo que en el libro se cuenta. No sólo entiendo cada párrafo, cada palabra y cada letra, sino los espacios entre letras, los interlineados y los márgenes. Entiendo lo que está escrito y lo que no pudo escribirse, pero cuyo latido ensordece como el corazón delator de Edgar Allan Poe. Ese maldito corazón.

Por si acaso hay entre ustedes muchos damnificados de la Logse, quizá convenga aclarar sumariamente que Mortal y rosa es la obra maestra de Umbral y apareció publicada en 1975, pero fue escrita entre el verano de 1973 y el otoño de 1974. Sus primeros esbozos se pergeñaron en 1971, y pretendían ser el testimonio del crecimiento del hijo del autor, Pincho. Pero, en mitad del proceso de escritura de esa obra que quería ser una reflexión lírica sobre la primera infancia y los vínculos entre padres e hijos, a Pincho le diagnosticaron una leucemia, a conscuencia de la cual murió. El libro que pretendía hablar del comienzo y de la perpetuación de la vida se convirtió en un llanto quedo y desesperado, en una canto elegíaco.

Soldadito rubio que mandaba en el mundo, te perdí para siempre.

Lloro. Intento leerle a Cris algunos pasajes en voz alta y soy incapaz de entonar sin que se me quiebre la voz. No creo que nadie haya expresado con tanta precisión y hondura lo que he sentido, lo que todavía siento. Estoy leyendo algunas piezas literarias en torno a la leucemia y la pérdida, y nada, absolutamente nada, alcanza la densidad y concreción casi absoluta del libro de Umbral.

Lo leí hace muchos años y hoy puedo decir que no había entendido nada. Es ahora cuando comprendo todo el dolor, hasta el punto de que no puedo pasar mucho rato seguido leyéndolo. Necesito pararme y tomar aliento, contar algún chiste, abrir una cerveza, zapear por la tele.

«Estoy oyendo crecer a mi hijo», condensa Umbral, y nada puede ser añadido a esa frase.

Pero no sólo entiendo lo que hay que entender, sino que me sorprendo al encontrar una poética que coincide con la que intento practicar —poética explícita, la verdad, no tengo, pues si la tuviera me vería obligado a estar a su altura en mis libros, y casi nadie sabe estar a la altura de uno mismo; yo, desde luego, no lo estoy y casi he renunciado a estarlo—. Leo:

Hay que dar los olores en lo que se escribe. Antes, cuando era un escritor joven y responsable, quería describir minuciosamente las situaciones, los lugares. Luego comprende uno que basta con dar un olor o un color. Al lector le basta. Al lector le sirve esto mucho más. Dice Baroja de una calle que era larga y olía a pan. Ya está. Un largo olor a pan. Para qué más.

Me ha gustado mucho esta idea porque creo que esa novela de mi autoría de la que pronto espero poder anunciar buenas novedades es muy olfativa. Los aromas tienen mucha importancia, las cosas y las personas huelen mucho, incluso hay olores fantasma, y el olor es el principal recurso descriptivo que he empleado. Mi memoria, en buena medida, es olfativa, y he procurado que el texto huela a muchas cosas, como si estuviera escrito para ciegos.

Una calle larga que olía a pan. Tiene razón Baroja: para qué más.

MALOS POLVOS

Gracias a Alberto Olmos he descubierto un divertido blog que recopila, según su título, . Bueno, que está recopilando, porque de momento sólo hay nueve, esperamos que vayan sumando.

Creo que narrar un polvo es uno de los retos técnicos que definen a un escritor. En él se nota su temple y su capacidad. Y hay vacas sagradas que hacen agua en las escenas de cama. Puede que porque también naufraguen a la hora de follar de verdad, qué sé yo.

He escogido uno de los polvos compilados para comentarlo aquí, como si estuviéramos en uno de mis talleres de escritura creativa, pero gratis. Aprovéchense, que es una oferta de verano.

El fragmento corresponde al libro Tarzán y el filósofo desnudo, de Rodrigo Parra Sandoval. Autor y libro me son completamente desconocidos, así que me limitaré a comentar lo que aquí copio, sin prejuicios de ningún tipo. He aquí el pasaje porno (lo copio entero y luego voy desglosando por partes):

Estábamos en mi estudio aunque en realidad parecía más ser el cuarto de trabajo del general Alejandro Munévar: las paredes totalmente cubiertas de libros, un escritorio de madera, una máquina de escribir, papeles, borradores de trabajos sin terminar, a medio corregir. Escuchábamos . Súbitamente Ofelia sacó de su baúl, el baúl que siempre ha tenido en su pieza de mujer casada, que perteneció primero al general y luego a Alicia, un viejo baúl reforzado con correas de cobre, cuatro cuadernos y un diario que tenían títulos en grandes letras: tres de ellos se llamaban Tiempo negro –uno contenía poemas bajo el mismo título–, un cuarto estaba conformado por mis ensayos filosóficos fallidos y el quinto era el diario de Ofelia. Daba la impresión de que todos se llamaban igual: Tiempo negro y de que en realidad constituían una sola obra. De esta manera me hacía yo parte de un extenso libro escrito a cinco manos por diferentes generaciones de una misma familia, cada uno continuado por otro escritor. Me sentí rama de un árbol, parte de una comunidad familiar cuyo dudoso destino era escribir y resolver la vida a pistoletazos.
Ofelia comenzó a arrancar las hojas de los cuadernos y los iba esparciendo en el suelo de madera, los tiraba al aire y fue así formando un colchón de papel. Cuando hubo terminado alzó los brazos como si fuera a volar, tomó su blusa por la espalda y la sacó, después subió una pierna y se quitó el zapato y la media rosada de algodón. Apareció un pie de mediano tamaño, bien formado, con un talón enrojecido por la concentración de sangre. Hizo lo mismo con el otro pie tratando de seguir la música de Lohengrin. Entonces entendí que había iniciado un striptease. ¿Intentaba unir el espíritu de su familia disperso en hojas por el suelo con el erotismo de su cuerpo en un afán por recobrar la unidad, la integración de la cultura y la biología?
En seguida Ofelia hizo disparar el cierre del corpiño y brotaron sus senos ofrecidos y esplendorosos, erguidos, de muchacha de quince años. Imitó sin éxito los movimientos provocativos de una cabaretera y fue poco a poco bajando los ceñidos pantalones hasta que apareció el endemoniado matorral entre las piernas. La ingenuidad de sus movimientos que intentaban mostrar una falsa experiencia, la obviedad de su provocadora inocencia de mujer y la terrible fascinación de su cuerpo desnudo sobre la deshojada cultura familiar me encendieron la hombría.

Rodamos desnudos por el suelo cubierto de papeles en acrobacias pasionales hasta que logré el cálido placer de la penetración y pude sentir el abundante manar de sus aguas que erotizaban mis ensayos filosóficos, la guerrera historia de general Alejandrino Munévar, la inescrutable osadía de Alicia, el diario de Ofelia y los misteriosos poemas: ahora esos lánguidos escritos estaban definitivamente impregnados de pasión, olían a pasión, llevaban dentro de ellos el fuego de una pasión. Olían a pasión, llevaban dentro de ellos el fuego de una pasión. ¿Es así como debe escribirse, con sudor de abrazos, con gemidos de coito, con abluciones sexuales, con secreciones de la biología sobre la cultura?

«Estábamos en mi estudio aunque en realidad parecía más ser el cuarto de trabajo del general Alejandro Munévar: las paredes totalmente cubiertas de libros, un escritorio de madera, una máquina de escribir, papeles, borradores de trabajos sin terminar, a medio corregir.» Descripción intelectualizante: libros, papelotes, trabajos sin terminar, a medio corregir. ¿De verdad se puede dilucidar de un simple vistazo si un trabajo está a medio corregir o listo para la imprenta? Es más, ¿importa eso para la acción? Ignoro si el general Alejandro Munévar es un personaje de la novela o una referencia innecesaria y pedante.

«Súbitamente Ofelia sacó de su baúl, el baúl que siempre ha tenido en su pieza de mujer casada, que perteneció primero al general y luego a Alicia, un viejo baúl reforzado con correas de cobre, cuatro cuadernos y un diario que tenían títulos en grandes letras: tres de ellos se llamaban Tiempo negro –uno contenía poemas bajo el mismo título–, un cuarto estaba conformado por mis ensayos filosóficos fallidos y el quinto era el diario de Ofelia. Daba la impresión de que todos se llamaban igual: Tiempo negro y de que en realidad constituían una sola obra». Llegados a este punto, el lector empieza a preguntarse: ¿y cuándo se folla aquí? Porque yo sólo veo putos libros y cuadernos. Lo de que Ofelia sacó “súbitamente”, como si le diera un ataque de epilepsia y sintiera la histérica necesidad de abrir el baúl, pase, pero, ¿es necesario que nos den tantos detalles sobre el baúl? ¿Es que tenemos cara de anticuarios, quieren que lo tasemos? A no ser que “súbitamente” se pongan a follar como bonobos sobre el baúl, no necesitamos saber tanto. Es más: ¿por qué en un estudio lleno de libros y papeles se guardan algunos en un baúl? Cinco libros, entre ellos “mis ensayos filosóficos fallidos”. Amos anda, no me jodas. Tiempo negro es el que me estás poniendo a mí.

«Ofelia comenzó a arrancar las hojas de los cuadernos y los iba esparciendo en el suelo de madera, los tiraba al aire y fue así formando un colchón de papel. Cuando hubo terminado alzó los brazos como si fuera a volar, tomó su blusa por la espalda y la sacó, después subió una pierna y se quitó el zapato y la media rosada de algodón.» Al margen de que hay un error de concordancia de tiempo verbal (si comenzó a arrancar, no los iba esparciendo, sino que los fue esparciendo), no terminamos de entender si Ofelia es en realidad Najwa Nimri en plena performance en Pachá Ibiza. El protagonista, en pasaje que hemos omitido en este desglose, dice sentirse extasiado y orgullosísimo de esos libros, pero asiste sin hacer comentarios a su destrucción. Luego no sería la cosa para tanto y nos podría haber ahorrado su enumeración exhaustiva y cargante, amén de que tendríamos mejor concepto de él, porque todo aquel que dice ser autor de un ensayo filosófico fallido es catalogado sumariamente de gilipollas o de tontoelculo, según el habla del español que se maneje. Ofelia, de pie, estira la pierna y se quita el zapato. Ignoramos si Ofelia es bailarina residente del Bolshoi o padece una malformación en las articulaciones. En cualquier caso, llevamos un montón de líneas y aquí aún no ha pasado nada, salvo unos ensayos filosóficos fallidos.

«Apareció un pie de mediano tamaño, bien formado, con un talón enrojecido por la concentración de sangre.» ¡Aleluya! Por fin enseñamos cacho. ¡Un pie de tamaño mediano con el talón enrojecido por la concentración de sangre, nada menos! Difícil concebir algo más excitante. Al menos, si eres podólogo. La descripción es también digna de un manual de podología, y la apreciación “bien formado”, podría ser la de un veterinario o la de un fabricante de calzado. En ningún caso la de un amante erecto y deseoso de meterse ese talón enrojecido en la boca.

«Hizo lo mismo con el otro pie tratando de seguir la música de Lohengrin. Entonces entendí que había iniciado un striptease Joder, chaval, no me extraña que tus ensayos filosóficos sean fallidos, porque no has tardado nada en percatarte de que la chica se estaba despelotando delante de ti. “Me di cuenta de que había iniciado un striptease”. No, hijo, no, lo había iniciado (sic) hacía veinte minutos, aunque comprendo tu confusión: a mí me seguía pareciendo una intervención artística de Najwa Nimri. Lohengrin debe de ser la versión colombiana de Carlos Jean.

«¿Intentaba unir el espíritu de su familia disperso en hojas por el suelo con el erotismo de su cuerpo en un afán por recobrar la unidad, la integración de la cultura y la biología?» ¿Y yo qué cojones sé? Si tú no lo tienes claro y ni siquiera te pone palote, que andas a vueltas con la integración de la cultura y la biología, ¿qué voy a saber yo, que pasaba por aquí y vivo en Zaragoza? En cualquier caso, calificar de “erotismo” la exhibición de un pie de tamaño medio, bien formado, con el talón enrojecido por la acumulación de sangre es audaz. Sin duda. Casi postmoderno.

«En seguida Ofelia hizo disparar el cierre del corpiño y brotaron sus senos ofrecidos y esplendorosos, erguidos, de muchacha de quince años. Imitó sin éxito los movimientos provocativos de una cabaretera y fue poco a poco bajando los ceñidos pantalones hasta que apareció el endemoniado matorral entre las piernas.» ¿Enseguida? Aquí no se hace nada enseguida. Tú no has estado en las fiestas de un pueblo y te has ido con una peñista a las eras. Entonces sabrías lo que es “enseguida”. Aquí llevamos un montón de rato esperando que la chica enseñe las tetas, y cuando al fin lo hace resulta que son unos “senos ofrecidos y esplendorosos, erguidos, de muchacha de quince años”. Vamos a ver, querido filósofo fallido: la taxonomía de los senos es rica y variada, pero no existen los “ofrecidos y esplendorosos”. Sí los erguidos, pero conviene especificar más. No sabemos si son pequeños o grandes (o medianos y bien formados), si los pezones se expanden o son puntitos, si son blandos o duros, si tienen pecas, si miran de frente o bizquean. Joder, que me has descrito el puto talón y me niegas la descripción de las tetas, que es lo que importa. Y lo mismo con “endemoniado matorral”. ¿De qué estás hablando? Había abundancia de vello, sin duda, pero hay que especificar más y rehuir el uso de adjetivos como “endemoniado”, que no describen ni ayudan a imaginar nada. Y una corrección anatómica: lo que está entre las piernas no es precisamente el matorral.

En este punto quería yo insistir: un polvo tiene que excitar, y para ello, su narración ha de estar jerarquizada. No se puede describir en detalle los putos apuntes a medio corregir y las correas del baúl para luego no decir nada de las tetas. Esto es un fraude manifiesto, por mojigatería o por incapacidad narrativa, pero los lectores no deberíamos consentirlos. Si nos cuentan un polvo, tenemos derecho a que nos pongan cachondos y no a que nos aburran con enmarañados matorrales.

«La ingenuidad de sus movimientos que intentaban mostrar una falsa experiencia, la obviedad de su provocadora inocencia de mujer y la terrible fascinación de su cuerpo desnudo sobre la deshojada cultura familiar me encendieron la hombría.» Hombre, tú, cuidado, que llega Nacho Vidal. La obviedad de su provocadora inocencia no será tan obvia cuando te ha costado tantísimo enterarte de que quería echar un polvete contigo, y la terrible fascinación no pasará de discreta curiosidad, habida cuenta de las gélidas reacciones observadas en el narrador. ¿Qué más tiene que hacer la chica para encender tu hombría, joder? Que hasta bailecitos guarros te monta, y tú ahí, preocupado por la cultura y la biología. En fin, bien está lo que acaba erecto. Otros ni siquiera habrían llegado a encender ni un mechero. Pero estamos llegando ya al final de la narración justo donde debería empezar. Nos perdemos en los preliminares, especialmente si no los identificamos como tales.

«Rodamos desnudos por el suelo cubierto de papeles en acrobacias pasionales hasta que logré el cálido placer de la penetración y pude sentir el abundante manar de sus aguas que erotizaban mis ensayos filosóficos, la guerrera historia de general Alejandrino Munévar, la inescrutable osadía de Alicia, el diario de Ofelia y los misteriosos poemas: ahora esos lánguidos escritos estaban definitivamente impregnados de pasión, olían a pasión, llevaban dentro de ellos el fuego de una pasión. Olían a pasión, llevaban dentro de ellos el fuego de una pasión. ¿Es así como debe escribirse, con sudor de abrazos, con gemidos de coito, con abluciones sexuales, con secreciones de la biología sobre la cultura?». No, rotundamente, no, no es así como debe escribirse. Para empezar, penetración es jerga anatómica, adecuada para una charla de educación sexual pero no para narrar un polvo. ¿Alguien ha pedido alguna vez, en un arrebato de pasión: “¡Penétrame, Pepito, penétrame!”? Tampoco parece adecuado hablar del “abundante manar de sus aguas”, porque, además de ser una imagen manida y vacía de significado, no sabemos exactamente a qué parte del coito se refiere. ¿Quiere decir que la chica se corrió? ¿Mucho, escandalosamente? Pues dilo, coño, dilo. Dejaré sin comentar lo de gemidos de coito, expresión que desacreditaría por sí sola la obra entera del Marqués de Sade si la encontráramos en ella.

En resumen, muchas líneas y poco sexo. Muchos talones y pocas tetas. Muchos ensayos filosóficos y poco ejercicio pélvico. Un desastre, uno de los peores polvos que he leído en tiempos, y los he leído muy malos. El lector es incapaz de imaginarse nada, tiene que recurrir a su propio contexto, rellenar los huecos que al autor no le ha dado la gana completar, y acaba componiendo un polvo estándar y mecánico. Hay que estar muy salido o haber estado expuesto a muy poca pornografía para que este pasaje encienda la hombría o la mujería de nadie.

Y con esto me he cavado mi propia tumba, porque mi novela, esa que ya está casi atada y cuya publicación espero poder anunciar después del verano, está llenita de polvos. Cerca de la mitad es pura pornografía. Y si con ella no consigo despertar ni un chisporrotazo de hombría o de mujería en los lectores, podréis meterme este post por el orto. Sin connotaciones eróticas.

INFLAMACIÓN TESTICULAR

No me las quiero dar de fino analista ni pecar de ingenuo (¿existe el pecado de ingenuidad? Consultaré con mi rabino), pero puede que estemos presenciando el fin de una era. Puede que lo de Bautista y la SGAE tenga una importancia simbólica que, unida a las movilizaciones del 15-M y a los procesos judiciales abiertos por la corrupción municipal y autonómica, vaticine un cambio, si no de ciclo, sí de sensibilidad.

Cualquier médico sabe que la inflamación testicular es síntoma de que algo grave ocurre. Y la cantidad de gente que tiene los huevos hinchados sólo puede manifestar que hay una especie de epidemia, si no letal, sí muy incómoda y resistente a los medicamentos.

Como bien indicaba Diego A. Manrique en el perfil a vuelapluma que trazó sobre Teddy Bautista:

De todos modos, resultaba imposible discutir con él: sabía más sobre los mecanismos de SGAE que cualquiera e ignoraba las percepciones públicas. Y la Sociedad se había transformado en un monstruo tan complejo como el PRI mexicano, con un sistema de representación que garantizaba la perpetuación del clan dominante y que tapaba cualquier escándalo (que los hubo, y no precisamente los aireados por la prensa de cobro a festivales benéficos o espionaje en bodas).

Algo tan complejo como el PRI mexicano. Ahí está la clave.

En poco más de 30 años, España ha pasado de ser un Estado dictatorial regido por cuatro clanes familiares que se repartían la tarta del poder a su conveniencia, a una aparente democracia moderna y descollante. El quiebre se escenificó en los años 80, sin que nadie apreciase cómo era posible que un país pudiera pasar del 23-F a la gomina de Mario Conde sin transición. De repente, el oscuro, mugriento y goteroso desván del franquismo se había transformado en un ático soleado con aires de Mies van der Rohe y litografías de Rothko, y nadie había visto a los obreros trabajar. Probablemente lo hicieron de noche, mientras los curritos dormíamos.

Nos acostamos con chaquetas de pana heredadas de nuestros primos y nos despertamos con camisas de Zara. Mi generación pasó de merendar Nocilla (los días buenos) y Tulipán (los días normales) a hacerse un erasmus en Helsinki y manejarse con desparpajo en ese inglés internacional de los bares universitarios. Vivimos el cambio sin darnos cuenta.

Y, sin embargo, algo tuvo que pasar. La “modélica” transición no fue un milagro y el Estado no se había transformado de la noche a la mañana en una socialdemocracia escandinava. Como se descubrió en la Barcelona olímpica, los alardes de diseño y las luces de neón maquillaban una realidad de pisos desarrollistas con aluminosis y techos de amianto y de yonquis desterrados al arrabal.

Como el PRI mexicano. Esa es la clave. Teddy Bautista es representativo de un tipo de oportunista que aprovechó los agujeros del Estado y sus mecanismos oligárquicos para convertirse en un neocacique, en una especie de godfather capaz de manejar muchos hilos mediante redes de favores y chantajes sibilinos. Bautista es uno más de los muchos que han proliferado en España aprovechándose de un Estado débil y deudor de la autarquía.

Cuando los partidos políticos se retiran a negociar a puerta cerrada sus “pactos de gobernabilidad” también están funcionando como estructuras paraestatales, familias que manejan el cotarro y hablan de las cosas serias cuando los niños (nosotros) se han ido a la cama. La política parlamentaria se ha convertido en una liturgia vacía: todo el mundo sabe que las decisiones se toman en despachos muy lejanos de las sedes legislativas, y que en ellas sólo se escenifica lo ya pactado. Se rubrica, para que el pueblo se dé por enterado. Pero en los debates parlamentarios no se debate ni se propone ni se plantea nada. Todo ha sido ya debatido, propuesto y planteado de antemano en el reservado correspondiente.

Esta costumbre de arreglar las cosas con discreción (como defienden públicamente muchos políticos, entre ellos, Rubalcaba, que no se corta en pedir a la prensa que dejen trabajar a la gente sin preguntar cosas, para que las negociaciones no se agosten) es propia de la mafia, no de un Estado que se quiere democrático. ¿Por qué temen tanto el escrutinio público? ¿Qué tienen que perder?

Todo. Tienen todo por perder. En realidad, la política española actual se diferencia poco del turnismo de Cánovas y Sagasta. Sólo una minúscula porción de decisiones (si es que hay alguna porción) está en manos de los ciudadanos. Lo demás son apaños entre bambalinas que alientan teorías conspiranoicas. ¿Para qué quiere el presidente del Gobierno, por ejemplo, una “oficina económica”, cuyo director —cargo oscuro de designación directa que no rinde cuentas ante nadie y que es desconocido por todos— tiene una influencia directísima en las decisiones del presidente? ¿Para qué está el Ministerio de Economía, entonces?

Entre iguales se entienden. Y quien comprende las sutilezas del poder, quien sabe moverse en sus restaurantes, quien sabe decir las palabras adecuadas a la gente oportuna, tiene posibilidades de acaparar prebendas y de gestionar parcelas de poder sin rendir cuentas a nadie. Un Estado incompleto y débil, voluntariamente entregado a los intereses de unas cuantas familias, se deja parasitar gozosamente por los caciques y por los cortesanos. Delega en ellos funciones que no quiere o no puede asumir, y no sólo les deja hacer, sino que permite que medren a su costa.

En el fondo, las Cortes no han podido acabar con la Corte. Lo que funciona de verdad es una corte, con sus susurros, su pago de favores, sus conssegliere y sus condotieros. Y sus miembros parecen no ser conscientes de lo indigno de su conducta, de lo ridículo de su comportamiento y de lo hirientes que resultan sus manejos las pocas veces que la prensa —que forma parte del entramado y, por tanto, lo legitima— los enseña. Y la cultura, ámbito natural de expansión de los cortesanos como Bautista, jamás ha funcionado democráticamente.

No habían venido obreros a reformar el desván franquista para transformarlo en ático democrático. Sólo se habían hecho unas ñapas: bajo el estucado, el hedor y las humedades se mantenían y seguían creciendo. Estoy convencido de que un censo de las familias más poderosas en 1936 y otro de las familias que controlan España hoy tendrían pocas diferencias y en ambos se repetirían los mismos apellidos.

Los cortesanos no han entendido que el turnismo de Cánovas y Sagasta suena especialmente mostrenco en una sociedad culta, con muchos jóvenes universitarios que visten camisas de Zara y estudian en universidades suecas, en sociedades verdaderamente socialdemócratas. Que no somos braceros analfabetos a los que se puede manejar a base de pucherazos. Que hemos consentido pero que estamos ya más que hartos de ver cómo trasiegan y murmuran como si no estuviéramos delante, mirando cómo se dan la mano y se guiñan los ojos.

Y todavía entienden menos que tengamos posibilidad de expresar nuestro cabreo, que los medios ya no sean una fortaleza inaccesible controlada por ellos, que cualquier gualtrapa pueda tener una gran audiencia si se lo curra con una simple conexión de ADSL.

En una verdadera democracia, los Teddy Bautista no tendrían ninguna posibilidad de erigirse en reyezuelos.

CIFRAS Y LETRAS

El gasto militar del Estado español previsto para 2011 es de 17.244,75 millones de euros (según el cálculo que cada año realiza el Centre d’Estudis per a la Pau JM Delás, que suma el presupuesto aprobado en las Cortes y el resto de partidas vinculadas o no al Ministerio de Defensa, pero directamente relacionadas con el ejército y su funcionamiento. Se puede leer su último informe aquí).

La deuda estimada del sistema nacional de salud español oscila entre 11.000 y 15.000 millones de euros, según las fuentes. Es decir, que podría liquidarse de una vez con el dinero destinado a gastos militares y aún sobrarían entre 2.200 y 6.200 millones).

En 2011, el Ministerio de Industria tiene pensado gastar euros en programas de promoción comercial e internacionalización de la empresa.

El Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas tiene un presupuesto anual de 45 millones de euros, de los cuales solo 24 proceden del Ministerio de Ciencia e Innovación. El resto son aportaciones privadas.

El Consejo de Estado, un órgano consultivo de funciones de “alto asesoramiento” a las altas instituciones (todo muy alto) cuyas decisiones no vinculan a nadie y cuyos miembros son nombrados sin atender a ninguna elección ni escrutinio público, tiene un presupuesto en 2011 de . El de la Casa Real es de 8.434.280 euros, y en él no se contemplan las partidas referidas a la seguridad de sus miembros y residencias (que se computan en los presupuestos del Ministerio del Interior) ni el coste de los viajes oficiales (que corre a cuenta del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación). Por tanto, y descontando esos conceptos, ambas instituciones cuestan casi 19 millones de euros.

El coste medio de construcción de un centro de atención primaria de barrio es de 5 o 7 millones de euros.

Un avión Eurofighter Typhoon cuesta alrededor de 90 millones de euros.

Son cifras demagógicas, claro que sí, pero teniendo en cuenta el runrún que corroe el sistema sanitario, los salvajes y muy ultrajantes recortes que ya se están viviendo en Cataluña, y seguirán en el resto del país, la insistencia en el copago, la revisión de la cartera de prestaciones y el descrédito generalizado que muchos sectores a los que beneficiaría directamente el desplome de la sanidad pública, cuando te empiece a dar ese dolor en el pecho y pidas entre jadeos una ambulancia, ¿preferirás entonces que España tenga muchos Eurofighters y muchos soldaditos? ¿Te salvarán ellos del infarto de miocardio?

Es probable que sí, porque un soldado español todo lo puede y tiene una vocación humanitaria que te cagas (por emplear jerga marcial). Pero, por si acaso, yo preferiría que el dinero de nuestros impuestos se distribuyera de otra forma.