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LA SANIDAD DE TODOS

Una tal Cristina Delgado, con quien no me une relación alguna y con quien jamás he tenido un hijo, publica hoy esta columna en las páginas de opinión de Heraldo de Aragón. Si esta les sabe a poco, que sepan que podrán encontrarla cada dos miércoles en esas mismas páginas (Nota al margen: está escaneada porque, como el resto de contenidos de la edición impresa, no se puede encontrar en la web).

CHARLATANES

Que la culpa no es de las cosas, sino de las personas que las rompen, lo teníamos bastante claro, pero de vez en cuando necesitamos pruebas que renueven nuestra fe. Por cada cien libros de templarios y de chascarrillos de Buenafuente necesitamos al menos uno de Vila-Matas para seguir creyendo en la letra impresa. Por cada diez anuncios de Carmen Machi necesitamos un desnudo telefónico de Scarlett Johanson para seguir creyendo en la belleza femenina. Por cada sesión de David Guetta necesitamos tres discos de Steve Earle para seguir creyendo en la música como transmisora de emociones (aquí la proporción se invierte porque lo de este tipo es muy fuerte).

Y por cada cien mil horas de programación de Telecinco necesitamos al menos un programa como los que factura José A. Pérez para conservar la fe en que se pueden hacer cosas televisivas muy dignas, interesantes y brillantes sin necesidad de sonar aburrido o viejuno.

Acabo de ver Escépticos, la producción de este señor (conocido a lo largo y ancho de la internet por su blog Mi mesa cojea) para ETB, y lo he podido ver en la web de la cadena, tranquilamente, sin desesperarme buscando un archivo avi en vaya usted a saber qué página yonki. Para quienes aún no lo sepan, es una serie documental donde trata de desmontar unos cuantos mitos en torno a lo esotérico y demás (). Este capítulo me ha interesado especialmente porque estaba dedicado a la so called medicina alternativa, con excepción de la homeopatía que —anuncian— tendrá su propio capítulo más adelante.

El ritmo es ágil; el tono, amable, y la factura, limpia y lineal. Periodismo clásico: primero preguntan a los acupunturistas, chakristas, reflexologistas y charlatanistas, y después contrastan sus afirmaciones con las de expertos reconocidos, médicos y científicos de varias ramas.

El buen periodismo deja que cada cual se retrate. Y Escépticos no es nada nuevo en ese sentido. Quizá la forma y la estructura sí lo sean en parte, pero en esencia es periodismo del de toda la vida: reducir un fenómeno complejo a las voces de algunos protagonistas cuidadosamente escogidos para conformar un relato con ellos. Un relato que no explica todo, pero sí que proporciona las claves suficientes para que el público se aproxime al asunto con rigor y pueda profundizar más en él. Fácil, ¿no? Pues no ha de serlo tanto, cuando se ven tan pocos ejemplos últimamente.

No, hacer buen periodismo nunca fue fácil, pero esa es otra historia.

De todo el programa me quedo con las declaraciones de una señorita —no recuerdo si reflexóloga o masajista de chakras o qué— que no tiene empacho alguno en impartir una lección sobre cáncer. Según ella, la enfermedad es un desequilibrio del cuerpo fruto de un exceso de actitud negativa. Somos unos amargados y esa amargura nos acaba provocando cáncer. Y dice más: un cáncer de hígado indica que la persona es colérica; un cáncer de garganta indica que la persona se ha callado muchas cosas (en ese caso, yo debo de estar ganándome uno bien gordo). Y así, y así, y así.

Son fascinantes los raseros morales de esta sociedad que no tolera que se pasen por televisión imágenes de los atentados del 11-M por respeto a las víctimas, pero que permite —y a menudo alienta— a gente como esta afirmar monstruosidades tales en cualquier foro sin que a nadie le preocupe la ofensa que los pacientes oncológicos y sus familias puedan sufrir. O los mismos médicos oncólogos, que después de pasarse toda la vida estudiando y aprendiendo de una exigentísima y desalentadora práctica clínica, tienen que escuchar con educación a gente así, reprimiendo el instinto natural de estrangularla.

La teoría de que la enfermedad es una especie de castigo —divino o no— que sufrimos por nuestros males puede tener un pase moral en el caso de las dolencias que se producen por un envenenamiento consciente (es decir: podemos afirmar que un fumador se ha ganado a pulso un cáncer de pulmón, pero sería una hijoputez hacer lo mismo refiriéndonos a un minero con silicosis), pero se convierten en puros y simples insultos para todos aquellos enfermos crónicos que sufren con resignación y paciencia sus males. Yo, por ejemplo.

O mi difunto hijo.

Invitaría a esta señorita a visitar una planta de oncología pediátrica y a exponer sus audaces teorías ante los padres y los enfermos. Que les diga que, además de putas, tienen que poner la cama, que todo se soluciona con un poquito de alegría y unas sonrisitas.

Por cierto, hay un mito en torno al cáncer que ha demostrado una y otra vez su carácter de ídem (mito: creencia falsa e infundada que una gran cantidad de gente toma por cierta según un fenómeno que ciertos filósofos conocen como intersubjetividad): en contra de lo que muchos psicólogos e incluso algún médico cree, la actitud del paciente no influye en el pronóstico ni para bien ni para mal. No importa que te deprimas o que bailes: tu curación no va a depender de eso. Es preferible que bailes porque siempre es mejor ser feliz a ser desgraciado, pero nada más.

En fin, me ha gustado mucho Escépticos. Me hace confiar en que todavía hoy se puede hacer buena tele en este país. Enhorabuena a José A. Pérez y a su equipo.

UNA CRÍTICA LITERARIA SUTIL

Mi opinión sobre los libros sobre por, para, ante, cabe, bajo y de cáncer.

SIGUEN SIN CONTESTAR

Hace unas semanas escribí esto en mi homilía dominical en Heraldo de Aragón:

No saben, no contestan

Como los antiguos ‘singles’, las noticias suelen tener una cara B que apenas se escucha y que solo alcanzan a comprender los que están afectados directamente por ella. Déjenme que les ‘pinche’ la cara B de una noticia que ha llenado unas cuantas páginas y unos cuantos minutos en periódicos y televisiones.

En septiembre de 2010, el Congreso aprobó una proposición no de ley que instaba al Gobierno a crear un permiso retribuido para padres de niños con cáncer o con alguna enfermedad muy grave que requiera largas hospitalizaciones y cuidados constantes. La proposición original, presentada por la diputada convergente Conxa Tarruella (que es enfermera de profesión, fue directora de Infancia de la Generalitat de Cataluña y ha demostrado una sensibilidad especial para estas situaciones), era clara y directa, respondiendo sin ambages a buena parte de las demandas que las asociaciones de padres de niños oncológicos llevaban años planteando. Antes de su aprobación, sufrió varias enmiendas del PP y del PSOE que, a fuerza de matizar e hilar fino, hicieron el texto ambiguo y farragoso, y quizá en estas reescrituras esté el origen de los problemas posteriores.

La proposición no de ley se tradujo en una modificación de la Ley General de la Seguridad Social y del Estatuto de los Trabajadores que se publicó en el BOE el 23 de diciembre, con entrada en vigor el pasado 1 de enero. Se suponía que a partir de entonces, los afectados podrían empezar los trámites para solicitar el permiso, pero no ha sido así, porque todavía no está redactado el reglamento que desarrolla la norma. Y, sin reglamento, nadie sabe a qué atenerse: ni siquiera se especifica qué tipo de enfermedades entran en el permiso. La Seguridad Social ha preparado unos impresos para solicitar las prestaciones, pero no sirven de nada, porque los funcionarios encargados de tramitarlas no saben cómo hacerlo. Ni las asociaciones de padres de niños oncológicos, ni las empresas —que deben tramitar una parte del papeleo y no encuentran interlocución en la Seguridad Social—, ni nadie parece saber nada del asunto.

Muchos afectados se preguntan por qué ha entrado en vigor una norma sin reglamento, por qué hay unos impresos que no se pueden presentar y por qué se juega con tanta impunidad con su sufrimiento. Si tienen la necesidad de solicitar un permiso en el trabajo, es precisamente porque no disponen de tiempo ni de capacidad para enfrentarse a una maraña burocrática de funcionarios que se encogen de hombros y musitan ‘vuelva-usted-mañana’. La buena voluntad que inspiraba la proposición original se ha visto adulterada por la insensibilidad posterior tanto de los legisladores como de los responsables de tramitar los permisos. Unos permisos que no están pensados para los padres, sino para unos niños que necesitan los cuidados constantes de sus progenitores dentro y fuera del hospital.

Cuando un niño es diagnosticado de cáncer, nada alivia el dolor de su familia. El del menor está en manos de los excelentes profesionales que, por fortuna, trabajan en nuestros hospitales públicos, pero para el dolor no físico de sus familiares no hay remedio alguno. Lo único que su entorno y la sociedad pueden hacer es facilitarles un poco la vida, despreocuparles de las pequeñas miserias ajenas a su drama. Y eso, parece que la Administración no lo ha entendido aún.

Hoy, 27 de marzo, hace un mes que tendría que haber entrado en vigor el reglamento, pero la administración sigue sin saber ni contestar. Para paliar un poco esta vergüenza, los técnicos de la Seguridad Social —funcionarios de carrera, no políticos— han elaborado unas instrucciones provisionales para empezar a tramitar esos permisos. Han tenido que ser unos trabajadores de la administración quienes, extralimitándose de sus funciones, den una respuesta, aunque sea incompleta. Pero, por lo menos, tienen voluntad de darla y no se escudan en el hispano “es que yo soy un mandao”. Son mandaos, pero intentan corregir los errores de sus mandos.

Cada año se diagnostican en España entre 700 y 1.200 casos de cáncer en menores de 15 años. Es una incidencia mínima, son unas tasas irrisorias si se comparan con las del cáncer en adultos. Es un problema que jode a un número muy reducido de personas, absolutamente insignificante. Los afectados no llenamos un auditorio mediano. Y esa es la única explicación a esta vergonzosa desidia: que aunque decidiéramos protestar en la puerta de un ministerio, ni siquiera dificultaríamos la circulación por la acera.

Y precisamente debido nuestro insignificante número es muy fácil ponerle remedio a nuestro irrisorio problema, a un coste igualmente insignificante. La solución adoptada se corresponde parcialmente con lo que proponían las asociaciones de padres, pero todo su mérito se viene abajo si luego son incapaces de ponerla en práctica, tres meses después de su entrada en vigor.

Un niño con cáncer necesita a sus padres full time. No es un beneficio para estos, sino para él. Y, actualmente, para que esto pueda hacerse realidad, dependemos de la buena voluntad de las empresas que nos contratan, de sus mutuas y de nuestros médicos de atención primaria, y esto nos deja absolutamente desprotegidos. En nuestra situación, no se nos puede dejar al albur de terceras personas que no están obligadas a ser comprensivas (quizá no legalmente, aunque es posible que sí moralmente, y que quienes no lo sean merezcan el calificativo de hijos de puta y el desprecio social). Hay padres que, al dolor inaguantable que sufren, se han tenido que enfrentar a juicios, despidos y tediosas peleas burocráticas. Lo mínimo que puede hacer el Estado por nosotros es librarnos de torturas añadidas. Y este limbo es una más, suma incomodidad a lo ya insoportable.

A todos los responsables parlamentarios y ministeriales sobre los que recae la tramitación de ese reglamento: sé que no les importamos una puta mierda, porque lo están demostrando sobradamente. Sé que nuestras voces no alcanzan el volumen suficiente para incomodar sus conciencias. Sólo les deseo que, si tienen la pésima fortuna de encontrarse en una situación como la nuestra, no se tropiecen al otro lado de la ventanilla con gente tan incompetente, chapucera e indolente como ustedes.

Porque, además, les añadiré que su incompetencia, chapucería e indolencia queda mucho más en evidencia en un terreno saturado de excelentísimos profesionales. Por suerte, en el aspecto sanitario, estamos atendidos por unos médicos entregados, voluntariosos y altamente capacitados, apoyados por un personal sensible a nuestras cuitas excepcionales, y auxiliados por una serie de profesionales (psicólogos, trabajadores sociales y gente de las asociaciones de padres) irreprochables, que trabajan con unos niveles altísimos de exigencia y que no se permiten despistes ni perezas. Frente a ellos, frente a tanta gente dando lo mejor de sí cada día, dando la batalla por esos niños que a ustedes les importan tres cojones, su incompetencia es mucho más dolorosa y sangrante. ¿Cómo se llama al tipo que por acción u omisión hace daño a alguien que ya está arrasado de dolor? Creo que en castellano existen varios epítetos para referirse a él. Escojan el que mejor les cuadre.