HIJOS DE

Alberto Olmos ha escrito un post muy interesante titulado

Es muy interesante porque dice cosas que muchos pensamos pero rara vez nos atrevemos a enunciar: porque te llaman envidioso, mediocre, insidioso, acomplejado y alguna otra cosa terminada en oso y en ado. Dice Alberto Olmos que, en el mundillo cultureta, no todos partimos del mismo sitio, que no es lo mismo ser hijo de (aunque eso suponga también un lastre que a muchos les obligue a cambiar el orden de sus apellidos y a inventarse seudónimos) que hijo de nadie. De nadie que pinte o haya pintado algo en panorama cultural alguno. Por ello, opone dos tipos de conocimiento: el activo y el pasivo. Los hijos de están llenitos de conocimientos pasivos. El hijo de un reputado filósofo no ha tenido que aprender quién es Jacques Derrida ni el hijo de un reputado escritor ha tenido que esforzarse por saber quién coño fue Thomas Mann. Son cosas que le vienen de serie, claras ventajas competitivas frente a quienes hemos tenido que descubrirlo por nuestros propios medios o con un conocimiento activo.

Yo, creo que ya lo he contado alguna vez, no fui consciente de esto hasta que entré en la universidad, y los años posteriores han sido una constatación ininterrumpida de esta convicción.

Pongo ejemplos de los amigos que tengo y he tenido, que es lo mejor para entenderlo todo.

Una amiga creció en una alegre casa forrada de libros, algunos de ellos, escritos por sus padres, y otros simplemente prologados. En su juventud, habían editado una colección de clásicos populares que estaba en la casa de mis abuelos, y yo podía entonces comer en pie de igualdad con ellos, con los que para mí sólo eran los nombres que leía al pie de los prólogos de unos volúmenes en los que leí por primera vez a Dickens o a Gógol. En esas comidas lo mismo hablábamos de la poesía de Hölderlin o del teatro de Meyerhold. Yo me tenía que esforzar, me daba la sensación de estar sometido a examen constantemente, y me costaba entender que ese era el líquido amniótico de mi amiga, que para ella Hölderlin y Meyerhold eran tan familiares como para mí la sintonía de Estudio Estadio.

Otra amiga era hija de un prestigioso realizador de TVE que estaba detrás de algunas de las mejores producciones documentales de los 80. Tenían una terraza espléndida desde la que se veía medio Madrid y yo iba mucho a fumar porros, beber mojitos y ver alguna de las miles de pelis que tenían en su filmoteca privada. En esa casa se hablaba con soltura de los planos-secuencia de Hitchcock y del significado último del Dreyer tardío. De nuevo —y, esta vez, con los porros y los mojitos, me costaba más estar a la altura—, me sentía con aquella gente como en un examen.

El padre de uno de mis mejores amigos fue uno de los refundadores del PSOE y por su casa pasaban de niño futuros y pasados ministros y en las sobremesas se contaban anécdotas de Alfonso Guerra y compañía. Pera él, esas cosas también formaban parte de su bagaje, de la normalidad cotidiana.

Lo he vuelto a ver al leer Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, donde narra la relación con su padre, reputado pintor. Hay algunas páginas en las que padre e hijo hablan de pintura, y Giralt Torrente demuestra en ellas una sensibilidad y unos conocimientos que no son aprendidos, que se los ha inoculado su padre con su vida y su trabajo.

Casi como ciencia infusa.

Pero algunos tuvimos que echarnos al mundo desnudos, desde el barrio. Podemos decir que todo lo que sabemos sobre literatura, periodismo y esas cosas a las que nos hemos dedicado lo hemos aprendido por nuestra cuenta porque no lo podíamos sacar de nuestras casas. No traíamos maletas. Nuestros padres nos lo decían: estudia, hijo, estudia, porque no te podemos legar nada más que la capacidad de aprender. Y muchos hemos llegado al mismo punto que esos hijos de e, incluso, les hemos superado. Por muy modesta y precaria que sea mi posición, estoy situado en un lugar mucho más avanzado del mundillo cultureta que los tres amigos a los que he aludido, a pesar de que ellos tenían el viento a favor y yo en contra.

A veces, me da la sensación de que ellos no entienden el esfuerzo que hemos hecho, las horas que hemos gastado, las dioptrías que hemos perdido. Si no se tuerce mucho la cosa, mi hijo tendrá la ventaja competitiva que yo envidiaba en esos amigos: mi hijo crecerá en una casa tapizada de libros, unos pocos de ellos, escritos por su padre, y se familiarizará desde muy pequeño con nombres y términos que otros tendrán que aprender por su cuenta. Espero que sepa apreciarlo y no lo tome como una prerrogativa o un privilegio de sangre o qué sé yo.

Porque, así como he visto a algunos especímenes hijos de brillar con un talento muchas veces superior al de sus padres, he visto a otros muchos agostarse, marchitados en su propia complacencia, creyendo que ya lo tenían todo y que sólo les quedaba esperar a que cayera la fruta del árbol (de hecho, recuerdo al hijo de un conocido filósofo tirado en un sofá a sus veinte años largos puesto de porros de la mañana a la noche y sin intención alguna de abrir un libro si no era para hacer una boquilla con las guardas).

Al final, efectivamente, cuenta lo que demuestras. Pero la ventaja competitiva es tan poderosa que muchas veces te impide incluso demostrarlo. Hay demasiados sitios que siguen midiendo el pedigrí de los aspirantes.

Es difícil entender lo que digo, por eso se recurren a categorías como la envidia o el resentimiento social. Puede ser. Pero también sé que hay muchos que saben de lo que hablo. Lo sabe, por ejemplo, mi compi de instituto que nació en Francia en medio de la vendimia a la que acudían sus padres como emigrantes, que ahora es doctor y físico teórico en una universidad alemana. Lo sabe un chaval de las callejas del sur de Madrid que ahora gestiona una revistaza. Lo sabe la respetada y muy seria periodista que comparte vida conmigo.

Lo sabemos quienes no terminamos de sentirnos partícipes de ningún mundo: somos intrusos mugrientos en las casas forradas de libros donde se habla de Hölderlin y somos pijos altivos en las calles de los barrios donde crecimos. No es un trauma, pero es una incomodidad que nos lleva a pensar que el único lugar verdaderamente nuestro es nuestra propia casa.

9 respuestas a HIJOS DE

  1. Rondabandarra

    Por eso cuando nos juntamos en una de esas casas nos encontramos tan a gusto, hablando de alta literatura y contando chistes de Chiquito de la Calzada. Por eso, y por las botellas de moscatel que son un visto y no visto.

  2. Buenas noches, Sergio! Os he leío atentamente tanto a Alberto como a ti… y buff, este post se clava en el alma, porque de algun manera miro atrás y solo veo una calle mugrienta, ejemplares del Reader’s Digets y algún Vargas Llosa perdido en el cuarto de estar, porque las gentes siempre hemos vivido, crecido y hecho los deberes en un cuarto de estar con brasero. Y sé lo que cuesta abrir algunas puertas, lo pesadas que siguen siendo, lo intruso que en ocasiones me siento. Por eso abro los ojos, escucho, tomo notas en mi libretita: para seguir sorprendiéndome, admirando a un cantante, aprendiendo eternamente.
    Gracias, y no sabes cuánto, por este texto.
    Abrazo!

  3. Para mí, esa es la diferencia entre hacerse a uno mismo o no.

  4. En mi opinión, el artículo y las vivencias que relatas no hacen más que demostrarme que lo de la producción social de individuos por parte de la sociedad o la educación, nanai. Y menos mal que somos quienes somos, no quienes nos han hecho. Ufff.

  5. viajeroaitaca

    Muy buen post. Yo soy de los que tenían que leer la Encarta para saber quién era Norman Mailer. Todo es mucho más difícil.

    Por cierto, esta tarde me he cruzado contigo y he pensado en saludarte y felicitarte por el blog; pero me ha dado apuro. Así que lo digo por escrito. Bravo!

  6. Algunos, incluso, nunca tuvimos amigos cuyos padres fueran literatos, cineastas o políticos. Todo lo más policías municipales o carteros. No sé de dónde sacáis esas amistades. Las élites suelen ser impermeables con la chusmal. En un colegio público de Usera no se conoce a “un refundador del PSOE”. Para fumar porros y beber mojitos en una terraza con vistas hay que formar parte de esa élite: tienen derecho de admisión.

  7. Ese derecho de admisión se sortea fácilmente gracias a dos cosas llamadas universidad pública y becas universitarias. Si compartes clase con ellos es fácil entablar amistad, incluso para un troglodita asocial como yo. Te aseguro que jamás en mi vida he pertenecido a élite alguna. Ni siquiera en mi casa, donde soy el último mono.

  8. Tengo una solución: castración química para políticxs, empresarixs e intelectuales superguays. Así su descendencia no consumirá toda la droga.
    ¿Y cómo se sentiría alguien así si su hijo quisiera ser fontanero?

  9. Pingback: Sofía Coppola: valentía y coherencia | Aprendiz de guionista

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