FÉLIX

No sé aún muy bien qué escribir, pero siento que debo escribir algo y no me voy a quedar callado.

Hacía tiempo que no sabía mucho de Félix. Mis circunstancias y las suyas, pero especialmente las mías, nos habían distanciado un poco. Él medio vivía (porque lo hacía a caballo con su domicilio de Zaragoza) retirado de la ciudad en un pueblo y se dejaba ver poco por los saraos donde antaño era protagonista, y yo llevaba demasiado tiempo retirado de todo y de todos, atento sólo al ritmo cardíaco y a la respiración de mi hijo Pablo.

He encontrado esta foto de Félix en la librería Los Portadores de Sueños, donde Eva Cosculluela y Félix González llorarán con rabia por uno de sus clientes, amigos y propagandistas más entusiastas. Portadores le debe mucho a Félix.

Cuando a mi cachorro le diagnosticaron la enfermedad, Félix estuvo ahí, ofreciendo el consuelo que sabía que podía ofrecer y que a mí me iba a venir bien: el llanto en la barra de un bar y un puñado de libros para entretener el tedio del hospital. Era una norma entre nosotros. Siempre que nos veíamos, Félix acababa regalándome un libro. Y si no me regalaba nada, a los pocos días recibía en el periódico un  sobre de una editorial con una novedad de la que habíamos estado hablando y una notita del editor que decía: «Estuve con Félix Romeo el otro día y me comentó que este libro te interesa mucho. Espero que lo disfrutes». A mí me encantaban esos detalles. Más que como un amigo, me hacía sentir como una campesina cortejada.

No se le escapaba nada, no olvidaba ni una referencia, y cuando mencionabas a un autor que tú suponías oscuro y de tu exclusivo conocimiento, él soltaba un speech en el que te demostraba que lo había leído hacía mucho tiempo, y luego buscaba entre sus libros el título más raro de ese autor y te lo regalaba. Todo lo convertía en juego y en reto intelectual. Una vez discutimos a propósito de unas ediciones en español de Boris Souvarine. Yo le aseguraba que eran unos libros que se tradujeron en los años treinta en la editorial Cénit (con ilustraciones de un aragonés, por cierto), y que no se habían vuelto a editar nunca en español. Y él se emperró en que sí, que había reediciones de los tiempos de la Transición. Yo, que había hecho búsquedas bibliográficas, le insistía en que no, y estaba tan contento por ganarle la batalla: Google y las bibliotecas universitarias se habían puesto de mi lado esa vez. Hasta que, pasadas unas semanas, apareció con una bolsita y tres libritos de viejo: no sólo había localizado las reediciones de los años setenta que yo aseguraba que no existían, sino que las había comprado para regalármelas. Lo que le debió de costar ganarme ese reto, con Amazon y la Wikipedia en su contra, pero no rebló hasta que lo consiguió.

Porque Félix era tozudo. Tenía los rasgos arquetípicos de un aragonés.

Ya apenas teníamos relación, esa es la verdad. La última vez que compartimos mesa y mantel fue en primavera, cuando Guillermo Busutil presentó su libro en Zaragoza, y yo estaba muy contento porque, por primera vez en muchos meses, las cosas iban bien con mi hijo, teníamos muchísimas esperanzas. Se alegró un montón, me dio un abrazo rompecostillas de esos que solía dar, nos emplazamos a tomar una cerveza con calma antes de que mi chica y yo nos mudáramos a Barcelona para que trataran a nuestro hijo, y ya no volvimos a vernos.

Pero tengo muchas deudas con él que ya no podré saldar. En eso tampoco soy muy original: era fácil quedar en deuda con Félix porque era un ser inverosímilmente generoso. En un mundo donde priman la sospecha, la envidia y la zancadilla, Félix había construido una sociedad que se basaba en la amistad y en la prédica generosa de las virtudes ajenas. Si te consideraba merecedor de ella, claro, no era una predicación indiscriminada. Y yo tuve la inmensa suerte de merecerlas.

En cuanto se enteraba de que estabas escribiendo algo, se ofrecía a leerlo y, si le gustaba, a recomendarlo a tal o cual editor. Siento haber sido demasiado receloso con mi obra, pero sólo le di a leer una cosa que acabó en la basura, porque era el sitio que merecía. Se interesaba mucho por lo que hacía la gente: ¿qué escribes, qué estás leyendo, qué proyectos tienes? Y había que detallar todo lo que estabas haciendo, aunque en realidad estuvieras tocándote las gónadas o afectado por una parálisis creativa que no podías confesarle. Y él escuchaba con mucha atención, y apostillaba, y recomendaba lecturas, y sugería cambios de enfoque. A veces, se apasionaba por lo que hacías con más fuerza de la que tú mismo sentías.

Pero si luego cometías la osadía de preguntarle a él qué estaba escribiendo, siempre respondía con evasivas. Ya sabes, cositas de por aquí, tonterías de por allá… Ni siquiera Antón Castro sabía exactamente en qué andaba. «Ya sabes que Félix es un hombre muy misterioso —me decía a veces, cuando comentábamos su hermetismo—: lo quiere saber todo de ti, pero es muy reservado con sus cosas». Así era: casi nadie sabía qué estaba haciendo hasta que lo tenía casi hecho.

Yo le instaba a escribir de la cárcel. A veces, intentaba que lo hiciera para el periódico, si había algún motivo que lo justificara, y siempre se negó. La cárcel le dolía mucho. Pero, aunque no escribía, sí que hablaba de ella, y contaba muchas historias de su compañero de celda, Santiago Dulong. Le fascinaba la vida de ese homicida.

Hasta que una tarde, como muchas otras, me llamó al móvil: «¿Estás en el Heraldo? Anda, bájate a la Factoría y nos tomamos una cañita». Lo hacía a menudo cuando paseaba por el centro y cruzaba por la puerta del periódico, pero ese día lo encontré más feliz —más félix— de lo habitual. Fue al grano rápidamente: quería que lo ayudase a recabar información sobre el juicio a Santiago Dulong. «¡Madre mía, Félix, al fin vas a escribir sobre él!». Bajó la mirada, pero asintió: quería componer un libro, al estilo de Amarillo, sobre su compañero de celda. A mí me alegró mucho y le ayudé buscando unos cuantos papelotes, pero cuando le hube ayudado ya no supe más de su proyecto, no quiso contarme nada y llegué a pensar que lo había abandonado. Hace unos meses me enteré de que estaba terminándolo.

El entusiasmo de Félix me animó a escribir en una época en que mi intención era abandonar todas mis ilusiones literarias. Creo que, sin su aliento, no habría terminado ni un solo libro. Y sé que no soy el único que le debe algo así. Si alguna vez mi obra merece ser leída como la obra de un escritor interesante, en buena medida será gracias a él, que me empujó cuando yo no tenía claro si merecía la pena el esfuerzo.

Compartíamos muchas filias, entre ellas, la francofilia. Yo viajaba a menudo a Francia, y cada vez que se enteraba de que subía, me encargaba que le comprase un par de números de Les Inrockuptibles. Por él me aficioné a esa revista. Pero la más rara filia de todas, y probablemente la que menos le sospechaba el público, era una que tenía que ver con Joan Fuster.

Fuster fue un escritor valenciano al que cierto nacionalismo catalán atribuye el padrinazgo o la invención de la idea de los països catalans. Tiene un libro muy influyente en el pensamiento catalanista de raíz valenciana titulado Nosaltres els valencians, que yo conocía bien por mi pasado valenciano. En él describe el proceso de aculturización que el País Valenciano sufrió a partir del siglo XVIII, impulsado por una burguesía agrícola y caciquil. En realidad, es una especie de alegato contra Blasco Ibáñez como epítome del valenciano castellanizante que reduce su cultura vernácula a un cuadro folclórico. Pero lo que de verdad me gustaba de Fuster era —y es— su prosa: escribía en un catalán arcaizante, muy señorial, que a ratos recordaba al Josep Pla más paisajista, y su sonoridad era melodiosa y dulce. De hecho, Fuster era también poeta, y Lluís Llach compuso una canción con uno de sus poemas.

Félix conocía muy bien la obra de Fuster, aunque lo que más admiraba de él era un hecho extraliterario. Fuster fue un autodidacta sin formación universitaria, pero, al final de su vida, por sus méritos intelectuales, le concedieron un doctorado honoris causa. Y un doctorado honoris causa, por muy honoris causa que sea, sigue siendo un doctorado que habilita para dar clases en la universidad. Por tanto, Fuster pudo terminar sus días dictando clases, lo que le aseguró un retiro digno y le alejó de la intemperie y de la amenaza del desahucio.

«Algo así me haría mucha ilusión que me pasara a mí», me confesó una vez. Porque Félix, como Fuster, no tenía título universitario, y le preocupaba mucho la intemperie a la que esta situación le podía condenar en su vejez. Creo, de hecho, que había decidido sacárselo al fin, pero lo que de verdad le hubiera hecho ilusión es que le pasara lo que a Fuster. Y, desde luego, Félix no hubiera sido un mal profesor.

Aunque llevábamos tiempo sin tener apenas relación, las últimas veces que coincidí con él siempre se quejaba de la situación de provisionalidad en la que vivía. Estaba cansado de vivir a salto de mata y ansiaba un puesto que le garantizase un dinerito fijo sin tener que salir a buscarlo. Y eso que tuvo suerte y pudo hacer en la vida lo que buenamente le dio la gana, pero pagó por ello el precio de la incertidumbre y de ver cómo la forma que había escogido para ganarse el pan era cada vez más un camino estrecho que no tenía salida y en el que cada vez iba a encontrar menos compañeros. Se sabía un animal en extinción: todos sus amigos acababan colocándose de una forma u otra y él no encontraba un nido donde acurrucarse, seguía machacando teclados de ordenador hasta dejarlos exhaustos. «Sergio —me dijo una vez—, los que no tenemos fortuna ni mecenas tenemos que entender la escritura como un trabajo físico. No somos intelectuales, somos currantes de las letras, como Josep Pla, como tantos otros. Otros pueden permitirse el lujo de vivir esto como un capricho bohemio, pero nosotros tenemos que dedicarle mucho esfuerzo y llenar muchas páginas. Somos currantes, hostia, currantes, nada de intelectuales».

No sabía qué escribir y ahora podría pasarme todo el día escribiendo. Me guardaré las historias y el anecdotario para otra ocasión y lamentaré no haber tomado esa cerveza que nos debíamos y que nos seguiremos debiendo siempre. Me quedaré con la dedicatoria que me hizo en el ejemplar que me regaló de Amarillo: «¡Gracias por quererme!», la encabezaba. No, Félix, gracias a ti por querernos tanto.

7 Respuestas a FÉLIX

  1. No tuve nunca el gusto de conocerle pero a través de sus textos se me antojaba una buena persona, un amigo de sus amigos. Ahora se que lo que percibía era cierto. Descanse en paz, Félix, sabiendo que ha sido uno de los grandes: los que su legado habita en la esencia de quienes le rodearon.

  2. Tuve la suerte de encontrar a Félix Romeo por medio de su novela titulada Dibujos Animados que me regaló una persona muy querida. Al principio, me soprendió su estilo con tantas reiteraciones e indecisiones. Pero la forma de ser de sus protagonistas, como la de El Verdadero Noroeste, en Relatos para un fin de Milenio me entró muy adentro. Leo bastante, pero, lo confieso, con un ritmo un poco sosegado. Pero tengo presente a la mente este estilo tan peculiar.
    Y, como pocas veces me corto, quiser expresarle mi admiración y la jubilación que sentí al leerlo. Por casualidad, y bastante curiosidad, encontré en una página, un enlace a una dirección de correo y le escribí, ya está claro, de manera muy torpe, lo que me habían proporcionado de felicidad estas lecturas. Por mi mayor sorpresa, me contestó un poco después con una líneas muy amables, y me contó que le gustaba mi ciudad −Toulouse, Francia. Me habló, entre otras cosas del Museo de “Les Abattoirs”, que presenta obras contemporráneas. Me conmovió esta manera de estar siempre al acecho de toda forma de creación artística.
    Después, lo seguí en las páginas de Letras Libres, en el Heraldo, y, cuando podía, en los podcasts de Radio3. Siempre me interesaba su mirada entusiasta sobre el arte y la literatura.
    Lamento esta pérdida funesta. Lo lamento por el panorama cultural español y europeo.

    Mi pésame a todos los suyos.

  3. Me pasa como a ti, pero solo a medias: siento que debería escribir algo para Félix… pero no me atrevo. No he escrito nada. Pero voy a guardar con muchísimo cariño esas palabras suyas que nos dejas aquí: “los que no tenemos fortuna ni mecenas…”

    Iba a continuar hablando de él y de esa cita, y no me sale. No me sale escribir de él en pasado.

  4. Me encanta la delicadeza con la que has escrito esto.

  5. Te he visto fugazmente en el entierro y cuando te iba a saludar ya no estabas. Me ha encantado la semblanza de tu relación con Félix, él me habló mucho de tí y te apreciaba mucho. Quería que un día comiésemos los tres. Ya no podrá ser. Lo de los tres. Pero quizás podámos hacerlo nosotros, quizás podamos hacer una especie de club de amigos de Félix, no sé….creo que le gustaría.
    En cualquier caso que sepas que aprecio lo que escribes y cómo lo escribes.
    Pepe Cerdá

  6. Anda, Sergio, bórrale el móvil de ahí al estalentao de Pepe. Ayyyy…

  7. Yo tampoco le conocí personalmente. Los múltiples e impresionantes panegíricos me han hecho comenzar con su lectura y le he escrito una “Carta en sepia a Félix Romeo”: http://inficcion.wordpress.com/2011/11/02/carta-en-sepia-a-felix-romeo/

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