PONER CARA DE IDIOTA

España hace huelga y yo sufro en silencio mi resaca. El miércoles fue un día genial del que me resulta imposible hacer la crónica, aunque me gustaría intentarlo.

Presentábamos No habrá más enemigo en la Fnac de Zaragoza, la primera de las presentaciones majors (en abril tocan Madrid y Barcelona, entre otras ciudades). Jugaba en casa, pero siempre ronda un comecome que presagia el fracaso: demasiada gente que excusa su asistencia, miedo a hablar ante una sala vacía. Miguel Serrano y yo llegamos un poco tarde porque habíamos quedado para entonarnos en una terraza cercana, y el camarero, en lugar de un Jim Beam con hielo mondo y lirondo, decidió vaciar media botella en mi vaso, obligándome a beber un cuádruple bourbon. Quería lubricar el garganchón, no llegar a la Fnac a gatas. Así que, cuando entramos, ya estaba todo el público sentadito. Muy formal y silencioso, en perfecto orden y respeto, como si esperara que les diera la comunión o les repartiera unos exámenes y les dijera: “No les den la vuelta hasta que yo les diga y contesten con boli azul o negro”.

Foto: Pedro Zapater.

Intimidaba el silencio, pero nos sentamos sin que se nos notara la turbación y, tras una presentación de Ángel Gracia, baranda de la Fnac y, sin embargo, amigo, empezamos a rajar. Miguel y yo habíamos acordado plantear el acto como una conversación sobre la novela y sobre literatura. La verdad es que me impresionó mucho ver cómo sacaba del interior del libro unas chuletas llenas hasta los márgenes de notas de letra apretada y aplicada, para asegurarse de que no se saltaba ningún punto. Me va a pillar, pensé, sabe de mi novela mucho más que yo, la ha pensado con más aplicación y talento que yo, a ver qué digo.

Y, efectivamente, sabía de mi novela muchísimo más que yo y descubrió claves que yo mismo sólo había intuido, como el papel que desempeñan los jugadores y el juego y su carga simbólica. Ahí aproveché para meterme un poco con mi amado Cortázar y con sus tutores franceses de Robbe-Grillet y el grupo Ou.Li.Po. La gente que entiende la vida como un juego, vine a decir, tiene una capacidad de empatía muy limitada, utilizan el juego para no enfrentarse a la vida real, con sus afectos y sus miserias.

Dios, qué cosa de autoayuda me está quedando, pensé, pero estaba lanzado y no podía parar. Hablamos de muchas cosas, pero fundamentalmente de pornografía, que es un tema que gusta mucho en general, y al final solté un pequeño rollete sobre Tolstoi y el final de Guerra y paz, con el pobre Bejuzov caminando entre las calles de un Moscú en llamas y lleno de cadáveres amontonados, buscando a su amigo Bolkonsky, a quien cree muerto. Muerto por nada, muerto por esa forma de estupidez de masas llamada patriotismo, muerto por imbécil. Y elogié la perplejidad de Bejuzov por las calles del Moscú arrasado por los franceses, y dije que la perplejidad y la cara de idiota son las únicas formas inteligentes de moverse por la vida, que sólo los imbéciles y los gilipollas caminan seguros y fanfarrones, identificando a los malos y a los buenos y llevando en el bolsillo de la americana una teoría siempre bien fundamentada sobre las jerarquías y los resortes que hacen girar el mundo.

Y una mierda. No sabéis nada: detrás de cada corbata y de cada sonrisa sarcástica y de cada mirada paternalista sólo hay un cerebro incapaz de pensar algo más complicado que un dos más dos son cuatro.

Esa es la grandeza de Guerra y paz, que va de la amistad de dos hombres antagónicos que se influyen el uno en el otro: Bejuzov es muy inteligente, y por eso actúa como un panoli y todos se ríen de él. Bolkonsky, en cambio, es un tonto ridículo, de buen corazón, pero más simple que una ameba aplastada, y por eso es objeto de admiración y deseo y tiene que sacudirse el éxito social como un Justin Bieber cualquiera. A lo largo de la novela, sin embargo, Bejuzov se va volviendo un poco más tonto, y Bolkonsky, entre batalla y batalla y entre epifanía y epifanía, se va volviendo un poco más listo. Como el Quijote que se vuelve más Sancho y el Sancho que se vuelve más Quijote.

Pero la actitud sensata es la del Bejuzov inteligente, la mirada alelada, la incomprensión más absoluta de esa vida imposible de comprender. Y animé a leer la novela con la misma cara de idiota de Bejuzov. Si lees el libro a lo Bolkonsky, con las verdades del editorial de El País por delante, no vas a entender una mierda. Ni de mi libro ni de ningún otro, salvo quizá los de la sección de autoayuda y los de Pérez-Reverte.

En el turno de preguntas, alguien me interrogó sobre la perspectiva de género en mi novela. Confieso que no comprendí la pregunta, pero no quería parecer ni un poco grosero, así que contesté algo que supongo que no satisfizo en absoluto la curiosidad del lector. Mis disculpas.

Luego vinieron los vinos, los abrazos y las risas. Me encantó saludar a un montón de gente (me voy a dejar a muchos más de la mitad), pero me dio mucho gusto encontrarme con Juan Domínguez Lasierra, viejo maestro de varias generaciones de periodistas (entre ellas, la mía); con los chicos de la tele, Pablo Carreras, Natalia Chicón, Javier Romero y otros más; los hermanos Ortiz Albero, el poeta Miguel Ángel y el comiquero Álvaro (que este año publicará Cenizas, una genial novela gráfica, en la prestigiosísima editorial Astiberri); a Isabel Cebrián (que me gritó desde la platea porque estaba espoileando la novela); a Juan Antonio Gordón, que exuda felicidad (o la finge con grandísima verosimilitud); a los incombustibles amigos del Heraldo, Mapi Rodríguez, Paula Figols, Pedro Zapater (que escribió una crónica que puedes leer pinchando aquí) o Pablo Ferrer (a quien vi entre el público pero luego no encontré, se me escurrió); a Manolo Vilas, que gozó con el vino que se sirvió, porque era de su tierra, y María Ángeles Naval; a Óscar Sipán, que llegó por las justas; al crítico de teatro (y, sin embargo, amiguísimo) Joaquín Melguizo y su mujer Zoya —que se comprometieron a invitarnos uno de estos días a comer un gulasch como el que sale en la novela—; a la ilustradora Agnes Daroca; a la tweetstar , y a unos cuantos más cuyas caras vi pero luego no encontré en los corrillos, y a otros muchos que me olvido en esta injusta y cortísima enumeración.

Los inrockuptibles nos fuimos a las cercanas Bodegas Almau. Era lo suyo: las Almau son un escenario recurrente de la novela, y allí empezamos a maltratar de verdad el hígado. Cuando estábamos en ello, se presentó el gran Pepe Cerdá, que había tenido que ausentarse de la presentación y, con su torrente habitual, habló de París, de pintura y de muchos amigos presentes y ausentes. Cerdá es la carne que inspira uno de los personajes del libro, el de Herzen, circunstancia que le había ocultado deliberadamente hasta ayer (aunque es un secreto que se le desvela a cualquiera que lea la novela). Por supuesto, a todos les faltó tiempo para decírselo. «¡No jodas que salgo ahí!», bramó encantado. Por supuesto que sí. Un personaje medio fugaz pero muy importante. Miguel Serrano y yo somos muy fans de las pinturas de Cerdá, de ese toque inquietante de sus paisajes postindustriales, de esa luz inverosímil que muchos han asociado a Hopper, y me gustó que dijera que las describo bien en la novela, que las ha reconocido.

Cerdá es grande.

Cenamos en la plaza de Santa Cruz, otro de los escenarios de la novela, en una especie de tournée sideral por los escondrijos del libro —y allí se engancharon mis queridérrimos Santiago Paniagua y Ana Usieto, mis brother-and-sister-in-arms—, y acabamos bebiéndonos el agua de los tiestos en una cercana boîte.

Acabé con cara de idiota buscando la luz verde de algún taxi, mientras los piquetes nocturnos se reunían en las esquinas del centro de la ciudad, bien entrada la madrugada. Me miré en el retrovisor del taxi para asegurarme de que tenía una buena cara de lelo, que el taxista tuviera la certeza de que podía cobrarme de más o darme un rodeo porque mi cara traslucía idiotez y perplejidad en dosis cercanas a la muerte cerebral. Porque así me sentía: completamente idiota y exhausto, postorgásmico y agradecido. Casi feliz. Casi humano.

Gracias por la juerga, amigos. Este idiota andaba necesitado de algo así.

ESTA TARDE, EN ZARAGOZA…

Huelga decir que están todos invitados.

Para abrir boca, esta página correspondiente al Mondosonoro de abril.

COMO UN CHINO QUE VA A CASA

Creo que no es cierto que los hombres queramos, como Ulises, regresar a nuestro hogar. No todos estamos tan locos para querer algo así. En una carta maravillosa, Franz Kafka dijo acerca de su estado de ánimo en el momento de escribir esa misiva (de amor, la envió a Felice Bauer): «Me siento como un chino que va a casa». No dijo que volviera a casa, sino que iba. Es una frase que me recuerda a Bob Dylan al comienzo de No Direction Home: «Salí para encontrar el hogar que había dejado hacía tiempo, y no podía recordar exactamente en dónde estaba, pero se hallaba en el camino. Y al encontrar lo que me encontré en el camino todo era tal como lo había imaginado. En realidad, no tenía ninguna ambición, no creo que tuviera ambición para nada. Nací muy lejos de donde se supone que debo estar, y por lo tanto voy de camino a mi hogar».

Enrique Vila-Matas, Aire de Dylan, página 309.

Me fascina la manera que tiene Vila-Matas de cachondearse de todo y, con su ironía —fina, anglosajona, sin ningún pegote de grosería latina—, decir siempre las cosas más serias. Su Aire de Dylan es una carcajada y una parodia, pero también es una novela trágica sobre la identidad y sobre la herencia que nuestros padres nos imponen. Una novela del desencanto de la senectud y, a la vez, una Künstlerroman. Un relato sobre la lucha generacional y, a la vez, una burla que ridiculiza toda la cultura y la literatura contemporáneas.

No voy a destripar ni diseccionar la novela. Prefiero hablar de algo más personal, de ese aire de Dylan que impregna tantos y tantos libros. Incluido el mío, incluida esa novelita titulada No habrá más enemigo que (alerta de autopromo) se presentará en Zaragoza el próximo miércoles. Es decir, que prefiero hablar de mis cosas, aunque sean a propósito del libro de Vila-Matas.

Bob Dylan es un estereotipo. Es un recurso gastado, un artista de artistas, una referencia caduca y naftalinosa. Dylan es influyente porque ha sabido convertirse en un aire que contamina buena parte de la cultura occidental. Especialmente, la literaria. Un artista no es influyente porque influya en el público, sino porque lo hace en otros creadores. Sólo así, su aire persiste, pegajoso e insoslayable.

Bob Dylan es el epítome de la lucha generacional. Un judío que se cambia de nombre y adopta el de un poeta borracho y violento, que se inventa un personaje para huir de su hogar. Dylan es un tipo que siempre está huyendo de casa, que siempre está renegando de sus padres, que siempre se está oponiendo a ellos. Por eso se inventa un nuevo personaje cada cierto tiempo, por eso hay tantos Dylan. Dylan es la huida constante, el empeño ridículo y vano de construirnos una identidad propia que no le deba nada al padre, a ese cabrón castrador que nos imaginó como una versión mejorada de sí mismo.

Vilnius Lancastre, el protagonista de Aire de Dylan, se parece al Dylan joven y odia a su recientemente difunto padre. Odia todo lo que fue y todo lo que hizo, y se esfuerza por convertirse en su antagonista. Pero, cuando su padre muere, éste empieza a infiltrarse en sus pensamientos y en sus sueños. Su fantasma se adueña del hijo hasta el punto de ir convirtiéndolo poco a poco en él, en un juego lleno de referencias a Hamlet (en realidad, es una parodia de Hamlet). Con esa tensión, Vila-Matas se burla —y admira al mismo tiempo— de nuestro empeño dylaniano, de nuestra obcecación por salir a la carretera, no direction home.

Para muchos escritores (pienso, por ejemplo, en mi querido Rodrigo Fresán, sin irme muy lejos), Dylan es la libertad hipster, la anarquía creativa, la búsqueda del genio a través de la introspección y el individualismo. Sin embargo, para mí, la figura de Bob Dylan es, esencialmente, un icono de ruptura generacional, de afirmación del hijo frente al padre. Y en ese sentido aparece en mi novela. Vila-Matas convierte este aire de Dylan en el leitmotiv central de su libro, empezando por el título, y va muchísimo más lejos que mis leves apuntes y citas, que no dejan de ser más que una música de fondo. Pero el sentido de su figura es el mismo que yo manejo.

En No habrá más enemigo, Dylan suena en la radio de dos coches. Pincho tres canciones suyas en mi novela. Las tres, de la misma época, del Dylan de los 70, que es el Dylan que más me interesa, el más nihilista y solipsista: Oh Sister, Gotta Serve Somebody y Knokin’ On Heaven’s Door.

Oh Sister es una especie de cántico de San Juan de la Cruz, con ambigüedad incestuosa. Si se interpreta en su sentido literal, habla de dos hermanos que desafian la figura del padre de la forma más brutal posible: follando entre ellos. Gotta Serve Somebody es una carcajada descreída sobre la ingenuidad de quienes creen que podrán ser libres algún día y no rendirán cuentas a ninguna autoridad. Knockin’ On Heaven’s Door pertenece a la banda sonora de Pat Garrett and Billy The Kid y es un canto fúnebre. Esta última, en mi novela, contrapesa la escena de un funeral: pretende subrayar la austeridad de un dolor real expresado con elegancia y contención frente a la hiperbólica escenificación de un ritual fúnebre pueblerino.

Siempre recurro a Dylan cuando quiero representar la naturalidad y la honestidad frente a la impostura barroca del mundo. Es paradójico que alguien tan complicado y que ha vestido tantas pieles, tantos disfraces y ha querido ser tantas personas distintas me evoque anhelos de autenticidad (si no le tuviera tanto miedo a esa palabra, diría de pureza), pero creo que Dylan, ese Dylan estereotipado y resobado, es la síntesis dialéctica de la contradicción entre realidad y deseo: Dylan es consciente de que nunca encontrará su identidad huyendo del hogar y negando al padre, pero la conciencia de esa imposibilidad no le impide que su vida sea un intento constante de huida.

Puede que Dylan esté muerto y se haya convertido en un lugar común, pero, como alegoría, sigue siendo pertinente. De hecho, no tiene otro sentido que el alegórico. Dylan hace tiempo que sólo es su aire, el que sopla en libros como este de Vila-Matas.

Aire de Dylan me ha divertido mucho, pero también me ha emocionado. Y no sé si esto se debe a la habilidad narrativa de Vila-Matas o a que me estoy volviendo gilipollas perdido. O a ambas razones.

YO TAMBIÉN QUIERO SER ALEMÁN

Ayer participé en una mesa redonda sobre comunicación y cultura dentro de las jornadas organizadas por + Cultura Aragón, y ahora (en realidad, aunque lo publico por la mañana, escribo esto de madrugada, completamente desvelado después de un día extremadamente agotador y algo deprimente) me apetece repensar algunas de las cosas que dije y escuché.

Básicamente, planteé algo así como que nos parecíamos a la orquesta del Titanic, fingiendo que todo fluye con normalidad e ignoramos que el barco se hunde y que pronto moriremos todos. Me refería tanto a los medios de comunicación como a la industria cultural. ¿Qué sentido tiene hablar de unos y de otros y de sus respectivas funciones y relaciones cuando su existencia es meramente formal, cuando ya nada importa, cuando hace tiempo que la vía de agua se hizo imposible de achicar? Pero la metáfora (o el símil, más bien) no era acertada, porque ahora intuyo que la actitud de la orquesta del Titanic es la sensata, que lo ridículo es correr y gritar y lanzarse al agua helada a chapotear con un flotador.

Hace muchos años, fui a visitar a un pariente que agonizaba en una planta de oncología de un hospital de Madrid. Era la época en la que todavía se podía fumar en los hospitales (al menos, en las escaleras y en los sitios marginales) y yo, por entonces, fumaba. Más o menos, porque nunca he sido un fumador de verdad. El caso es que me salí a echar un pitillo a la escalera y, mientras estaba allí, un señor mayor con bata me pidió un cigarro. No me lo pensé: se lo ofrecí encantado y le di fuego. Pero, nada más encendérselo, el hombre rompió a toser. Lo de romper fue literal: aquel señor se troceaba y se deshacía con una tos cavernosa que daba miedo. Temí que fuera a caer escalera abajo entre convulsiones y ni siquiera supe reaccionar. Me quedé mirándole como un imbécil. Cuando pasó el ataque de tos, el hombre se enderezó, se aclaró la garganta y chupó una larguísima y placentera calada mientras me daba la espalda y se asomaba a la ventana.

En aquel momento me sentí un desgraciado. El hombre del batín había salido de una puerta con un rótulo enorme en el que se leía: ONCOLOGÍA. Y yo le había dado un cigarro. Con dos cojones. ¿Por qué no le daba una pistola cargada, que al menos no le provocaría tos? Sin embargo, hoy estoy convencido de que hice bien, de que debería haberle regalado el paquete de tabaco entero. Al fin y al cabo, de aquel cigarrillo no se iba a morir. Ni de los siguientes. Cuando todo está perdido, ¿para qué andarnos con miramientos? Si estamos en primavera y sabemos que nunca llegaremos a enterarnos de qué se llevará en la temporada otoño-invierno porque para entonces nos habremos convertido en compost, fumémonos todos los cartones que nos apetezcan.

Si no hay remedio, sirvan otra ronda. Y luego otra. Y si nos tienen que quitar algo, que siempre sea lo bailao. Hollywood, que es el gran compilador de la filosofía epicúrea, lo dejó claro en Casablanca: el mundo se acaba y nosotros nos enamoramos. ¿Es que se puede hacer otra cosa mientras se acaba el mundo? Que sigan tocando, que corra el tabaco.

Por eso no está mal debatir sobre estos temas. Hablemos del sexo de los ángeles, convirtámonos en teólogos de dioses muertos, finjamos que tiene arreglo lo que jamás lo tuvo. Es como bailar un vals, una forma digna y valiente de hacer mutis. ¿Encontraremos una salvación? Seguramente, no, pero en el empeño nos lo pasaremos bien y pondremos a parir a los hijos de puta que nos han llevado a esto y celebraremos que ahora somos los dueños de nuestros destinos, aunque no importe que esos destinos tengan el mismo vuelo que un pañuelo con mocos arrojado al suelo.

Nunca antes se consumió tanta información y tantos productos culturales. Y nunca antes los medios de comunicación y las industrias culturales importaron tan poco. Subrayemos la paradoja, encojámonos de hombros y confiemos en que algún día alguien encuentre la manera de que quienes escriben, declaman, pintan, cantan y dan noticias puedan vivir de su curro. No que se hagan ricos, ni siquiera que aspiren a tener un apartamento en Salou. Con unos ingresos moderadamente dignos, la mayoría se conformaría. No somos buitres, no estamos en esto por la pasta (y si alguno lo está, es rematadamente gilipollas y se ha equivocado de sitio).

En el turno de preguntas hubo una chica (cuyo nombre no recuerdo, lo siento) que planteó algo que sonaba nuevo pero que en realidad es lo de siempre. Dijo que ella sabe muchísimo de fútbol a su pesar, aunque no le gusta, pero como los medios están dando la matraca con el fútbol a todas horas, no le queda más remedio que saber quién es Messi, Mourinho y la madre que los parió a todos, que dicen que se quedó anchísima. Sin embargo, como los medios no hablan de casi nada que huela a cultura, ¿no será ese el problema, que la población no puede llegar a enterarse de que existe un mundo maravilloso de gente creativa y molona capaz de abrir las mentes como si fueran abrelatas lisérgicos?

Yo le pregunté a la chica del público si ella tenía algún problema para enterarse de la vida y milagros de los autores, actores, musicólogos o figurinistas que le interesaran, si le suponía algún inconveniente que no salieran en el Telediario y tuviera que buscarlos por internet. Y me dijo que no, pero que el problema no era ella (siempre sale el viejo Sartre: el infierno son los demás), que se trataba de que la cultura saliera de su gueto y de sus canales endogámicos, y preguntaba si sería posible que unas pequeñas empresas, al margen de los grandes medios, ampliasen esos círculos.

En ese momento, se armó cierto revuelo y perdí el uso de la palabra, la cosa se fue por otros derroteros y me quedé con las ganas de llegar al sitio donde quería ir a parar con mi absurda interpelación, así que lo suelto aquí. En el empeño por demonizar a los medios de comunicación y a la turbia gentuza que hemos trabajado en ellos —y trabajamos, que yo sigo cobrando de algunos—, es habitual otorgarles un poder que nunca han tenido. Se argumenta que Telecinco y Belén Esteban embrutecen a la gente sin caer en la cuenta de que la gente suele venir embrutecida de su casa. El enfoque es justamente el contrario: Belén Esteban es un síntoma de la enfermedad y no su causa.

Es absurdo pedirle a los medios de comunicación que corrijan un problema estructural y básico que tiene que ver con la educación y con la socialización. Aunque Telecinco se convirtiera en la versión pedante del Canal Arte y, en vez de Sálvame, le diera por emitir a todas horas pelis de Kieslowski, óperas postexperimentales norcoreanas y discursos de Foucault sin subtítulos, eso no repercutiría en una ampliación de públicos. Nada de eso nos haría más cultos. Simplemente, le quitaríamos a un montón de gente su tema de conversación en la peluquería. Hay que aclarar si fue antes el huevo o la gallina, y lo que muchas veces de forma despectiva se llama alta cultura (y también muchísimas formas de la cultura popular) precisa de un público formado con un gusto educado. Y el gusto no se forma en dos días, no surge de la nada. Para que haya una masa crítica de personas capaces de gozar con ciertas manifestaciones hace falta un sistema educativo muy diferente al que tenemos y unos mecanismos de socialización completamente distintos. El problema no es la comunicación: es mucho más básico y dramático.

¿Nos da envidia que en Alemania se emitan programas de literatura en prime time con grandes audiencias y que eso repercuta en un mercado del libro poderoso? ¿Se nos cae la baba al ver la exquisitez de la producción de programas de la BBC, sus complejas e inteligentísimas ficciones, su refinamiento y su rigor? ¿Se nos hace el culo pepsicola cuando vamos una ciudad como Aarhus, en Dinamarca, apenas un poblachón del tamaño de Pamplona, que organiza un festival de grupos emergentes en el que se vuelca toda la población, con un exitazo de público que ningún festival de similares características al sur de los Pirineos podría soñar ni puesto hasta las trancas de metanfetamina y Vicks Vaporubs?

Pues claro que  sí, nos morimos de la envidia y nos sentimos paletos. Y entonces volvemos a España y montamos programas de libros como los alemanes, algún entusiasta intenta hacer algo a lo BBC en alguna tele y otros se dedican a programar festivales superchulos y ambiciosos. Y, cuando lo hacemos, resulta que nadie nos hace ni puto caso. No hay nadie al otro lado. ¿Cómo es posible, si estas cosas lo petan en el Benelux? ¿Por qué en España sólo interesa a mi madre y a esa chica rara y pálida que se sentaba al final de la clase y tenía cicatrices chungas en las muñecas?

Y le echamos la culpa a Telecinco y a Belén Esteban, pero ellos no tienen la culpa. La culpa es nuestra por empezar la casa por el tejado. Para tener esos programas de libros, esos festivales y esas BBC, hacen falta varias generaciones de inversión en un sistema educativo, hacen falta universidades de verdad, y no caricaturas como las que tenemos en España, hace falta una gran masa crítica de población empleada en cuadros medios y en sectores productivos que no tengan que ver con la construcción de apartamentos en Torrevieja. Para ser alemanes no basta con parecer alemanes. Hay que estudiar mucho para ser alemán.

Disculpen el exabrupto clasista (o no, es meramente descriptivo), pero España sigue siendo fundamentalmente un país de camareros, albañiles y peluqueras donde una grandísima parte de la población apenas tiene unos estudios secundarios y donde muchos de los que han pasado por la universidad han obtenido un título sin abrir uno solo de los libros de la biblioteca a la que acudían a deglutir unas fotocopias llenas de abreviaturas. ¿Quieren saber por qué no funciona el periodismo cultural? ¿Quieren saber por qué el único periodismo que funciona es el del Carrusel Deportivo? Echen un vistazo a sus vecinos y encontrarán la respuesta. O comparen la Universidad de Cambridge con la Complutense. Por ejemplo.

Yo también quiero ser alemán, pero me parece que lo conseguiré mucho antes yéndome a Alemania que intentando convertir mi país en Alemania.

DANDO LA BRASA

Mañana, miércoles, a las 10 de la madrugada, estaré en el Centro de Historias de Zaragoza, donde se celebran las primeras Jornadas Aragón, Comunidad Cultural, que organiza el colectivo +Cultura, que ha tenido la gentileza (o la terrible equivocación) de invitarme a participar. Las jornadas empiezan hoy, la entrada es gratuita (previa inscripción), pero mi número actúa mañana. Podéis consultar el programa pinchando aquí. Este es el plan previsto en mi sesión:

10:00- 13:00 CUARTA SESIÓN
Cultura y comunicación.  ¿Pueden los medios contribuir a un mejor conocimiento de las prácticas culturales y al mantenimiento y la ampliación de públicos con información de calidad?

Ponentes:

  • Ignacio Bazarra, Cultura Agencia EFE. Madrid
  • Carmen Ruiz, Directora de informativos radio y televisión CARTV, poeta
  • Sergio del Molino, periodista y escritor
  • Melania Bentué, periodista, conocedora de la experiencia informativa 2.0
  • Cristina Fallarás, escritora, periodista, editora a través de Internet
  • Chuse Fernández  Cotenax, coordinador TEA FM, Taller de Radio Creativa
  • Mercedes García Ucelay, periodista especializada en economía y empresa

Presentador y Moderador: Miguel Angel Yusta. Asociación Aragonesa de Escritores.
Relatores:  Iguacel Elhombre. Presidente de PROCURA. Profesionales de la Cultura en Aragón,  Stéphanie Tirloy,  miembro de +Cultura y Alfonso Plou,  Escritor y dramaturgo

Me encanta, porque soy el que lleva el rótulo más anodino y generalista, y me parece estupendo. En realidad, me hubiera encantado que me presentaran como Sergio del Molino, científico y santo. O: Sergio del Molino, épico comensal de El Boñar de León, donde, en una ocasión, a punto estuvo de terminar uno de sus pantagruélicos cocidos. Pero no coló ninguna de las dos.

Somos tres hombres y tres mujeres, una mesa paritaria. Yo intentaré no ser muy brasas y participar en el debate, que lo que mola de estas cosas es que los ponentes discutan y se peguen. Somos todos muy educados, y a esas horas estaremos sobrios, pero aún así confío en que haya algo de tensión. Espero, en cualquier caso, que lo pasemos bien. Hablaré en serio, lo prometo. Muy en serio, pero con amenidad.

ENEMIGO, BY GUILLERMO BUSUTIL

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Esto salió este sábado en La Opinión de Málaga. La considero una de las mejores y más hondas lecturas que se han hecho de mi novela. Por si a alguien le importa (que no creo).

ENEMIGO, BY ANTÓN CASTRO

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