UNA TESIS SOBRE ALBERTO OLMOS

¿Quién dijo que no se puede leer un libro al día? Sólo hace falta tedio hospitalario, ausencia absoluta de vida social y muchas ganas de gastarse los ojos. En cuatro días me he ventilado los cuatro libros de Alberto Olmos que me quedaban por leer, y ya he cumplido mi propósito obsesivo-compulsivo de leerme todo lo de este buen hombre. Me falta un librico que publicó una caja de ahorros. En otra vida será.

Y para que esta proeza lectora no quede en saco roto, voy a redactar una tesis doctoral sobre la obra literaria de Alberto Olmos. Así, en este ratejo nocturno, en lo que tardo en beberme los tres generosos dedazos de Jim Beam que me he servido a la salud de ustedes. Me doy un sobresaliente cum laude por adelantado, porque hoy me siento espléndido. Al loro, académicos del mundo, que aquí va un doctorando en plan metralla.

De su opera prima, A bordo del naufragio, ya hablé en otra ocasión. Les remito a lo ya escrito. Pero si faltaron a clase ese día les apunto que se trata de una novelita breve cuya acción transcurre en un solo día en Madrid —como el Ullyses, pero con menos páginas y sin irlandeses—, en un Madrid muy cercano al mío, pues tiene como centro la facultad en la que el autor y yo estudiamos unos años de nuestras vidas. Es técnicamente audaz, pues está narrado en segunda persona, alternando dos planos temporales: el día de la acción propiamente dicho y la infancia del autor, narrada en cursiva. Va de la soledad, de la putada de ser joven y triste, de las ganas de suicidarse. Mola. Me moló bastante. Transmite mucha verdad.

Venga, siguiente, que no hay tiempo.

Con Trenes hacia Tokio (2006), Alberto Olmos vuelve a la escena literaria después de estar muchos años ausente de ella —no es fácil ser un niño prodigio y quedar finalista del Herralde con 23 añitos—. Vuelve maduro. Ha estado viviendo en Japón, ha perdido pelo —se ve la evolución capilar en las fotos de solapa de sus libros— y ha ganado otro premio. De menos glamour que el Herralde, pero más efectivo, porque le abrió las puertas de Lengua de Trapo, la editorial que ha apostado firme por él este último lustro.

Trenes hacia Tokio es también muy breve, compuesta de muchos capitulitos breves, como una comida japonesa, y cuenta lo que le pareció a Olmos el país en el que vivió tres años. A ratos da la impresión de ser un diario o unas notas de viaje argamasadas con una fina trama novelesca. Todo muy normal: Japón no es como Murakami lo pinta, viene a decirnos. Japón —quién lo iba a pensar— es un país urbano y moderno lleno de gente urbana y moderna. Por haber, hay hasta imbéciles. Incluso hay algunas japonesas que no se agarran a la primera polla occidental que se les planta en la cara. Acabáramos, qué pagódica desilusión.

A mí Murakami me parece un plasta insufrible y vacuo, así que todo lo que sea denigrar su literatura, me parece bien.

Me gustó. Menos que A bordo del naufragio, pero mucho también. Estilo puntilloso —en su acepción pictórica—, narración en primera persona, narratividad pura, sin basura reflexiva ni moralina. Sólo hechos, sólo personas haciendo cosas. Mola.

Creo que El talento de los demás (2007) se escribió antes que Trenes hacia Tokio, aunque se publicara después —hay una alusión en Trenes a que el prota-narrador está escribiendo una novela sobre el talento; más pistas no se pueden dar—. El título es el mejor que se le ha ocurrido. Es un título cojonudo, de los que justifican una novela. Siempre digo que, si tienes un buen título, estás obligado a escribir un libro para ponérselo, aunque luego el libro sea una mierda.

¿Es El talento de los demás una mierda —nótese mi sutil juego de palabras, qué francés me ha quedado—? No, pero creo que es una novela fallida en más de un sentido. Desde luego, es menos interesante que las dos anteriores y también es mucho más ambiciosa, y cuando algo muy ambicioso queda por debajo de algo sencillo y breve, desluce mucho más.

Esta es una novela obsesiva que a ratos se hace un pelín pesada: que si el talento nace o se hace, que si se puede sobrevivir al propio talento, que si hay talentos muy destalentados, que si la felicidad está en la simpleza y que si la búsqueda de lo sublime es una memez. Mucho ensayo camuflado de novela. Pero, entre idea obsesiva e idea obsesiva, se cuela mucha literatura buena, mucho retrato generacional, mucha verdad.

Tiene tres partes El talento de los demás. La primera cuenta la triste historia de Mario Sut, violinista superdotado que pierde su don en plena cumbre. La segunda es una amalgama de voces en primera persona que descubre a un grupito de amigos que se creen muy talentosos, pero que son penosos y, lo que es peor: llegan a ser conscientes de su penosidad. La tercera —en la que rescata su querido recurso a narrar en segunda persona— cuenta el final de Mario Sut, ya convertido en teleoperador de telemarketing, que participa en un extraño concurso rollo Gran Hermano.

La tercera parte me gustó mucho. Encuentro en ella al Olmos que más me atrae, desatado, sin mesura, atento solo al ritmo de sus palabras. La primera, interesante, y la segunda, quizá demasiado larga, tiene demasiados subrayados —o demasiados personajes, qué sé yo—: demasiadas páginas para decirnos que esos tipos son unos imbéciles.

Creo que Olmos quiso hacer algo más grande y significativo de lo que finalmente le salió. Pero la novela se deja leer con gusto y, a ratos, hasta con pasión. Aunque sigo prefiriendo al Olmos de la distancia corta.

Y en Tatami (2008) volvemos a la distancia corta. Brevedad (123 páginas de letra gorda y apta para ancianos con presbicia), acotamiento de tiempo y lugar (la acción transcurre en un vuelo Madrid-Tokio) y concreción. Los editores tienen muchos prejuicios contra los libros finitos. Está comprobado que se venden peor que los tochos gordos, por aquello de que el comprador —que no el lector— valora los volúmenes al peso: si por el mismo precio me puedo llevar un Follet de 1.000 páginas que me dura todo el verano, ¿por qué coño voy a comprar esta cosita que se lee en media tarde?

Sin embargo, los doctorandos amateur que nos empeñamos en leer un libro al día agradecemos estas piezas que se devoran en hora y media y nos dejan tiempo para mirar porno en internet. Yo siempre le estoy muy agradecido a los autores de obritas breves, siendo como soy un rollero de los malos (el Negro Fontanarrosa llegaba a decir que los libros gordos le parecían casi una agresión, una falta de respeto al lector, como si no tuviera éste otra cosa que hacer que leer nuestras chorradas).

Tatami pretende explorar en la sexualidad como provocación. Eso está bien. Todo lo que sea glorificar guarradas nos parece estupendo (¿nos? ¿hay alguien conmigo? Creo que voy a dejar de rellenarme el vaso de Jim Beam). Una chica modosita se sienta en el avión al lado de un cerdaco sexual que le cuenta su vida como voyeur de una japonesita de 13 o 14 añitos. La chica se escandaliza y se pone cachonda a la vez. Se debate, no quiere oír más y sí quiere. Y, en estas, se acaba la novela, no hay tiempo de más.

Bravo. Me hubiera gustado ponerme algo más cachondo con los pasajes lúbricos, pero hay pocos escritores con los que consigo una erección. Disfruté de Tatami, es una lectura simpática y desengrasante.

Y llegamos a la última. El estatus (2009).

La verdad por delante: es su mejor novela. Lo cual no quiere decir que sea la que más he gozado. Una trama muy cuidada, muy a lo Henry James, y una peripecia a la vez sencilla y sofisticada. Sin división por capítulos, a lo bruto, y con alternancia de tres voces: un narrador omnisciente, los pensamientos de un portero mudo que se expresan entre paréntesis y un diálogo que tiene lugar en otro plano espacio-temporal que sólo al final de la novela se desvela.

Muy chula.

Una madre y una hija se mudan a la ciudad, a un piso señorial que ha alquilado el padre —siempre ausente, siempre de negocios en las islas— con un portero mudo y con trazas de retraso mental llamado Jesualdo. Contratan a una criada que no gusta nada a la madre y sí mucho a la niña, y reciben las visitas del administrador, de nombre Ichvolz. La acción transcurre en una ciudad indeterminada de un país indeterminado de una época indeterminada. A veces parece la belle époque, a veces parece un presente próximo, a veces no parece nada… Toda la narración transcurre en el interior del edificio. Psicología y claustrofobia femenina combinadas con posibles fantasmas y una especie de Frankenstein —el portero—, que a ratos parece inofensivo y a ratos no.

Henry James modernizado, vaya.

Todo en la novela funciona. Esta vez, la ambición del autor ha estado a la altura de los resultados. Y, sin embargo, no me llega tanto como otras obras menores de Olmos. Probablemente no sea culpa suya. Los mejores polvos suelen ser los improvisados, los que surgen tras una borrachera torpe en el suelo de la cocina, mientras que los planificados, por mucho que te curres la puesta en escena y te gastes dinero en el sex-shop, suelen dejarte frío.

El estatus no me deja frío, pero me hubiera gustado que me gustara más, ya que su autor se ha esforzado tanto en poner a punto un artilugio narrativo tan sofisticado.

Bueno, y vayamos ya a la conclusión, que la tesis se acaba.

Alberto Olmos es un escritor más que interesante. Tengo un problema generacional con él, y es que sé demasiado bien de lo que habla. Cuando retrata a los imbéciles de El talento de los demás, puede que esté retratando a los mismos imbéciles que yo he tratado y más o menos en la misma época en la que yo los he tratado. A veces me parece que me identifico más con sus libros por coincidencia generacional que por su literatura en sí. Me cuesta tomar distancia, y eso me gusta, es un elemento de enganche que no tengo con otros escritores. Por lo demás, creo que es un tío consciente de sus fallas y que en El estatus ha dado un gran paso hacia eso que todos anhelamos y que muy pocos encuentran: la concreción de la propia voz.

Olmos es un escritor interesante camino de convertirse en un gran escritor.

Si no se agosta, como le pasó a Garcinúñez en Amanece que no es poco.

3 Respuestas a UNA TESIS SOBRE ALBERTO OLMOS

  1. Tomando nota de los libros…

  2. Creo que en algun momento ‘Trenes hacia Tokio’ cayó en mis manos… pero por alguna razón fue directo a una caja… Pobre Olmos, qué maltrato. Si esa caja vuelve a aparecer alguna vez le voy a dar una oportunidad. Un abrazo, Sergio.

  3. A bordo del naufragio la he leido esta mañana de lunes 18-04. Me ha gustado mucho. Son curiosas las semejanzas con “otras” juventudes y como se repiten los mismos acojones, sentimientos, lecturas, imágenes…Tengo 57 años y al leer esta primera novela de A. Olmos afirmo que SÍ tiene nombre su protagonista, todos los que podemos identificarnos en sus experimentales 172 páginas. Un saludo

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