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AJOBLANCO

¿Me permiten refrescar un poco el ambiente? Llevo muchos posts con la bilirrubina alta y hay que entonarse, ponerse veraniego.

¿Me permiten compartir con ustedes mi receta de ajoblanco?

A comienzos de los 70, Pepe Ribas comía en una tasca de Barcelona con unos amigos. Estaban de resaca, seguramente habían estado de juerga en la Zeleste la noche anterior. A Ribas le rondaba desde hacía tiempo montar una revista que canalizara todo ese ambiente que entonces se llamaba contracultural, y que lo proyectase a toda España. Y ese mediodía tuvo una epifanía. Pidió ajoblanco y, al llevarse la cuchara a la boca, lo vio claro: el ajoblanco resume y condensa el legado de los siglos, el presente austero y las ansias de futuro de los pueblos hispanos. Mucho más que el gazpacho, dónde iba a parar. Porque los ingredientes del gazpacho sólo se encuentran donde hay huerta, pero un ajoblanco se puede preparar en cualquier latitud y longitud de la Península. Es austero, fresco, inteligente, rápido, audaz, potente. Así que se levantó y proclamó que su revista se llamaría Ajoblanco.

Y fue un éxito. Casi una leyenda de la cultura periodística española.

No me atrevería a sublimar tanto el ajoblanco, pero he de reconocer que soy fan y que me gusta prepararlo por litros. En casa, soy el ajoblanquista oficial, y aunque su receta, de puro clásica, tan reducida a lo esencial y a la raíz de la tierra, admite pocas variaciones, la he pulido con el paso del tiempo hasta hacerla mía. ¿Me permiten que comparta con ustedes mi ajoblanco?

No daré proporciones, porque hablar de decilitros y de gramos entre cocinillas es un insulto. Hay que referirse a pizcas, saludos, alegrías, suspiros y buenos remojones, que cada uno interpretará según su gusto y según su audacia. Simplemente, piensen que tienen que jugar con el agua  y con la almendra para alcanzar una textura más líquida o más cercana a una crema. Cada cual sabrá qué le place más llevarse a la boca.

Hay que proveerse de un buen manojo de almendras crudas. La variedad marcona es la más socorrida y la que dicta el canon. Asegúrense de la calidad del producto, que no haya ninguna de un color sospechoso o de una blandura irritante: una almendra en mal estado puede amargar todo el plato.

Limpitas y pulcras, al vaso de la batidora. Yo gasto una americana, pero con la Moulinex de toda la vida les vale igualmente, aunque tendrán que hacer músculo y presionar como perforador petrolífero.

Para tres o cuatro personas bastará un diente de ajo. Cuidado con el ajo: mi teoría es que tiene que hacerse notar, que para eso da nombre al plato, pero sin ser hegemónico. Mi ajoblanco tiende a la suavidad y a que se noten las almendras. Quiere dar placer un ratito, pero no quiere quedarse toda la tarde en la boca y en el estómago como una visita pesada.

Se trocea el ajo no muy fino y se incorpora.

Se cortan un par de rebanadas de pan de la víspera, se colocan en lo alto del vaso y se rocían generosamente con un chorro de vinagre de Jerez (y si no tienen de Jerez, no se molesten y prescindan de este paso, no insulten a mi ajoblanco con un vinagrillo de esos de oferta macerados en vaya usted a saber qué sobacos).

Antes, en este paso, echaba el aceite de oliva (tiene que ser virgen extra y de calidad fetén, de esos que pringan el alma al mirarlos), pero he aprendido una técnica mejor. Si la batidora es buena, bastará con que echen un leve chorrito de agua ahora y le den a triturar a conciencia. Si no es tan buena, habrá que aguarlo sin cuartel. Hay quien usa leche. Yo no soy partidario: en frío, es más fácil que se corte al incorporar el aceite.

Cuando hayan conseguido una buena pasta, incorporen la sal y una buena cantidad de pimienta negra recién molida, añadan el resto del agua, si lo necesitara, y vuelvan a triturar, añadiendo agua hasta conseguir la textura deseada.

Y ahora viene el truco. Vuelquen la pasta en un bol y, armados de una varilla, viertan poco a poco ese aceite de los domingos mientras remueven con furia onanista sin interrupciones. Se trata de que entre aire mientras se incorpora la grasa para que ligue y emulsione, como si fuera una mahonesa.

Ármense ahora de un chino o de un colador y un cazo y pasen por él el ajoblanco, presionando con el cazo para exprimir bien el líquido y dejar fuera los trozos más bastos de almendra. Conseguirán así una textura uniforme y sin impurezas.

Corrijan el punto de sal y ya tienen su sopa fría de almendras aka ajoblanco aka gazpacho de almendras.

Bueno, no, no lo tienen: hay que ponerlo a enfriar. Se toma muy frío, casi helado. Cuanto más baja sea la temperatura con que llegue a la mesa, más matices.

En el momento de servir, con un sacabolas pueden destripar uno de esos portentosos melones que hay en las fruterías y dejar dos o tres esferas a modo de icebergs dulces. En otoño, coloquen unas uvas recién vendimiadas -incluso unas uvas tintas, el contraste con el blanco es muy agradable- La decoración también admite un poco de cebollino picado y un par de hojas de hierbabuena, que compensan con su frescor la contundencia del ajo y de la almendra. Incluso les aceptaría sin enfadarme un par de rodajas muy finas de pepino fresco recién cortadas.

En las copas, un vino blanco verdejo a punto de helarse, más gélido que la mirada de Bette Davis cuando miraba como sabía.

Y si con eso no tienen una epifanía como la que sufrió Pepe Ribas aquel mediodía del Barcelona tardofranquistas es que no tienen alma ni corazón ni nada que les haga humanos.

Buen provecho.

FALLERET

Con las fallas no hay humor. Lo sabe bien Pepe Ribas, que en 1976 publicó un famoso Dossier Fallas en Ajoblanco y desató lo que entonces se llamó la ira blavera (es decir, la ira valencianista facha, llamada blavera por el color azul -blau en valenciano-catalán-, ya que una franja lateral de ese color es lo que distingue la bandera valenciana de la catalana). Lo escribieron varios jóvenes periodistas valencianos. Uno de ellos, Javier Valenzuela, fue luego corresponsal de El País en Washington y hoy ejerce de supertacañón en ese mismo periódico.

En ese dossier se reinterpretaba el barroquismo de las fallas en clave pagana y libertaria, como un carnaval de primavera, como una expresión antiestatal y salvaje. Y se exponían muestras extremas, como un comentario de la película La fallera mecánica, en la que un travesti ejerce de fallera mayor (lo cual supone la sublimación del personaje de fallera mayor, su agotamiento natural).

La furia blava se desató a lo bestia. Los devotos de la tradición, la carcundia más halitósica de Valencia, rugió y arrastró a las masas tras su rugido. En la redacción de Ajoblanco empezaron a recibirse cartas insultantes; luego, amenazantes. Más tarde, avisos de bomba. Se convocaron manifestaciones en Valencia y se fletaron autobuses para ir a Barcelona a dar una paliza a esos catalanes de mierda que se atrevían a reírse de su sagrada fiesta. El consejo de ministros, aún franquista, también ladró, e impuso el secuestro del número -que ya se había agotado- y un multazo de 120.000 pesetas de las de antes (la multa iba para los responsables de la revista, no para quienes amenazaban de muerte a esos mismos responsables, y eso que las amenazas de aquellos años había que tomarlas muy en serio: en diciembre de 1977 una bomba destrozó la redacción de la revista de humor Papus, matando al conserje, que era el único que estaba en ese momento en el lugar).

Al final, el follón, una vez salvado el pellejo, les vino estupendamente. Gracias a él, la tirada de Ajoblanco se multiplicó por 12 en un año. Las fallas convirtieron a la revista en la leyenda que es hoy.

Yo concuerdo completamente con la visión fallera que se daba en ese dossier. Y concuerdo porque para mí las fallas son territorio infantil y, por tanto, explorador y salvaje. Desde que tengo rizos en los genitales habré estado tres o cuatro veces en fallas, y siempre en Valencia capital, de visitante, un poco al margen de la fiesta. Nunca he vuelto a las fallas del pueblo de mi infancia.

Porque yo fui falleret. No fallero, pues me faltaban palmos de altura, pero sí falleret.

A los no valencianos les cuesta entender que las fallas son una fiesta competitiva que escenifica -en un ring inofensivo y aparentemente no violento, al margen de la pólvora de las tracas y mascletàs- los conflictos sociales más dolorosos. Esto se ve más en un pueblo, pero también en Valencia.

Hay fallas de ricos, de modernos, de pijos, de comunistas -sí, de comunistas-, de marujonas, de artistonas, de obreros, de zafios verbeneros, de tradicionalistas, de estirados, de marginales y de pobres de solemnidad. Ingresar en un casal faller es muchas veces una cuestión de militancia, de significación política, de afirmación grupal.

En mi pueblo había siete fallas -no sé las que habrá ahora-. La mía se llamaba la falla del Prado y era de las desgraciadas: en el concurso que premiaba a los mejores monumentos solíamos quedar los sextos de siete. Por suerte, había una aún peor, La Marina, formada por los cuatro residentes de la urbanización playera, que ponía poco interés en los ninots, quizá porque estaba formada por jubilados madrileños que no terminaban de entender de qué iba la vaina.

Nuestra falla era fea y pobre, pero era nuestra, qué cojones, y los chavales íbamos con la frente bien alta ante los de la falla del Portal o la de La Vía, que casi siempre ganaban los primeros premios con portentosas y audaces construcciones diseñadas por reputadísimos maestros falleros. Recuerdo que la falla del Portal, algunos años, podía visitarse por dentro. No pocas veces planeamos aprovechar esa coyuntura para dejar un par de petardos allí y quemarla antes de tiempo.

Dios, cómo les odiábamos. Los más tontos y relamidos del cole eran del Portal o de La Vía.

Ellos tendrían el poder, pero nosotros teníamos pólvora a voluntad, mucho rencor social y unos padres permisivos que nos dejaban correr por la calle a deshoras.

No os contaré la de perradas que les hicimos, pero sí os diré que, cuando nos descubrían, los mayores de nuestra falla nos protegían. Aquello era como una mafia, y los falleros veían con buenos ojos que sus cachorros se adiestraran en el arte del sabotaje y la guerra de guerrillas.

Mi falla era fea y pobre. Mi falla no despertaba interés, la gente pasaba de largo frente a ella y a más de uno se le escapaba un suspiro de compasión ante esos ninots tan toscos y con tan poca gracia.

La meua falla era lletja, però tenia dignitat.

Dignidad e historia.

Su nombre se debía al Prado Comarcal: unas naves enormes donde, desde el siglo XIX, se instalaba un mercado hortofrutícula donde los propios llauradors vendían sus productos recién traídos del campo. Cuando, tras la guerra civil, la producción de naranjas se hizo intensiva -casi industrial- y se orientó sobre todo a la exportación, desapareciendo muchos pequeños propietarios, el Prado Comarcal dejó de tener sentido. Yo no lo vi funcionar, pero recuerdo las naves, altas, solitarias, enormes, con cristaleras sobre un tejadillo. Recuerdo haber jugado a las canicas bajo sus techos y al escondite entre sus columnas.

Como todo lo que pierde utilidad, al final sucumbió: el ayuntamiento destruyó el Prado, que era una de las señas de identidad del pueblo, y construyó un par de edificios y un pequeño hospital. A mucha gente del pueblo no le hizo ninguna gracia ese atentado patrimonial en un lugar no precisamente sobrado de monumentos, y uno de los puntales de la protesta fue la falla Prado, abanderada nostálgica de un pasado pretendidamente arcádico y blascoibañecista, anterior al bombazo urbanístico y al alicatado de las playas, poblado por inocentes llauradors que preparaban amorosas paellas al aire libre, sobre mimadas brasas de sarmientos.

En nuestros blusones y trajes de fallero llevábamos bordada la silueta de una de esas naves perdidas en nombre de un supuesto progreso. Y eso, creo ahora y sospechaba entonces, nos hacía mejores que las otras fallas.

Eso sí, en sadismo éramos iguales que el resto: gozábamos como perras al ver llorar a nuestra fallera mayor. Porque una fallera mayor que no llora con sentimiento en la cremà merece ser arrojada a las llamas.

Y cómo lloraban esas chicas. Qué bien lloraban las muy zorras.

Un día tengo que volver a verlas llorar.

MÁS PADRES E HIJOS

Hace unos días hablé aquí de Maus y de otras obras que exploran la difícil y dolorosa relación entre padres e hijos desde la perspectiva del hijo. Y aquí estoy, emocionado perdido de nuevo, después de ver el pase que La 2 ha emitido de Bucarest: la memoria perdida. Ya no me arrepiento de haberme quedado en casa y no haber ido a un concierto que me apetecía mucho ver (me remordía la conciencia aparcar al cachorro con su madre, qué le voy a hacer, y además, me ha fallado el colega con el que iba a ir). El documental ha hecho que mereciera la pena el muermo hogareño.

No sé por qué no lo vi en su día. Hoy, recién muerto Jordi Solé Tura, era obligada su emisión. Albert Solé, periodista e hijo de Jordi, decidió rodarlo cuando a su padre le diagnosticaron Alzheimer. Es un sencillo, honesto y dolorosísimo buceo en la vida de su padre, cuyos recuerdos se van descomponiendo. Hablan sus viejos camaradas, sus enemigos, las mujeres que le amaron y los tipos que le detestaron políticamente. Es una obra muy extraña en estos lares. Los españoles, tan aparentemente expansivos, somos muy pudorosos al explorar nuestros sentimientos y nuestros conflictos más punzantes. La desnudez con la que Albert se muestra y a la que expone a su familia es rara en una sociedad acostumbrada a encerrar el dolor en casa.

Es precioso, una declaración de amor devastadora e incondicional. Una catarsis que no sé si habrá ayudado a Albert a pasar el trance de la desintegración de su padre con menos dolor, pero que seguro que le ha servido para entender, con una clarividencia nunca antes sentida, el verdadero e invisible cordón umbilical que le ha unido a su padre. Supongo que el dolor será el mismo, no creo que haya consuelo alguno en estos casos, pero al tratar de comprender quién fue su padre, ha estado más cerca de él de lo que nunca estuvo en los momentos de expansión y lucidez.

Muy cercano al entorno de Solé Tura, el de esa clase media universitaria barcelonesa del tardofranquismo, me viene a la cabeza el libro de memorias de Pepe Rivas, Los 70 a destajo. Es una crónica del primer Ajoblanco, y, con la excusa, aparece retratada la Barcelona de la transición, con un montón de personajes entre los que aparecen también Jordi y Albert Solé. En ese libro, Rivas se desata y se confiesa sin ningún pudor, conflictos sexuales incluidos, y creo que algunas de las páginas más emocionantes de la obra son las que dedica a la relación con su padre, viejo burgués de la vieja Barcelona ligado al franquismo. Partiendo del desacuerdo más radical, del desencuentro más absoluto, Rivas va narrando cómo, poco a poco, las líneas divergentes de la brecha generacional fueron convergiendo hasta el entendimiento mutuo. Ambos se admiraban y se reconocían, y para Pepe, ese reconocimiento tuvo mucha importancia.

Los padres dan para mucha literatura (como narración, incluyo Bucarest: la memoria perdida en la categoría de literatura). Y, cuando se traza con sencillez y honestidad, generalmente es buena literatura. Intensa, de altísima carga emocional, una de las más terribles exploraciones de nuestra condición humana: desmontar y volver a montar a esos personajes siempre oscuros, que siempre guardan algún secreto, a los que a veces odiamos y con los que casi nunca estamos de acuerdo nos tiene que enseñar por fuerza muchas cosas de nosotros mismos. Y todo aprendizaje, si se hace bien y hasta sus últimas consecuencias, es doloroso.