Aunque el papel prensa amarillea apenas ha salido de la rotativa y está prácticamente obsoleto media hora después de llegar al kiosco, sé que hay locos a los que les gusta leer periódicos atrasados y ponerse al día de artículos que no pudieron leer en su momento. Para esos desactualizados, he aquí mi texto de La ciudad pixelada del domingo pasado, que sonaba viejo ya antes incluso de que empezara a escribirlo. Pero eso es porque su autor suena viejuno y cascarrabioso también. No me lo tengan en cuenta, es el frío, que me agarrota. Lo que no se ve viejo en absoluto es el dibujo de Álvaro Ortiz que ilustra esta pequeña memez mía, una fantasía de aire hopperiano. Álvaro es un genio de lo suyo, pero no hace falta que yo lo diga, claro. Yo le paso la primera versión de los artículos, la que está llena de gazapos y de erratones, y sobre eso él crea lo que le da la gana.
Por cierto, tras el parón navideño, mis articulitos de Los famas vuelven este viernes al suplemento MVT de Heraldo. Por si hay algún improbable lector interesado.
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Los paraísos artificiales (1)

Casi todo lo que tiene mala prensa disfruta de muy buena literatura. Lo que se condena con graves sentencias en el diario se adora con susurros y frases leves en los libros.
La noche, por ejemplo, cuyo embrujo ya cantaba el castizo Lope de Vega mucho antes que el cosmopolita Baudelaire: “Noche, fabricadora de embelecos, / loca, imaginativa, quimerista, / que muestras al que en ti su buen conquista / los montes llanos y los mares secos”.
Pocas cosas se han glorificado tanto como la noche: refugio de canallas, territorio de seductores, zona de sombras y de máscaras… El Estado, nuestras abuelas y hasta los periódicos nos previenen contra ella y, muy en especial, contra los peligrosísimos paraísos artificiales que florecen como el moho en sus esquinas. ¿Y qué mejor reclamo que una buena prohibición? ¿Cómo no acudir con ansia a gozar de eso que tanto escandaliza a la autoridad competente?
Me gustó mucho una crónica de los años 30 de este diario que rescató hace poco Mariano García en la que se narraba una noche en el ‘Barrio Chino’ de Zaragoza. Un matrimonio forastero había oído hablar de la existencia de ese nido de crápulas en el entorno de la calle Verónica y le pidió al periodista que se lo enseñase. La frustración de los visitantes fue enorme: aquello no tenía encanto ninguno, solo había unos cuantos bares con camareros desabridos donde tipos abúlicos y ociosos bebían cerveza hasta el amanecer. ¿Eso era la bohemia? Pues vaya chasco, qué aburrimiento, qué vulgaridad, qué falta de ‘charme’ y de ‘glamour’.
Algo parecido me encontré releyendo ‘La novela de un literato’, de Rafael Cansinos Assens, crónica de la bohemia literaria madrileña de principios de siglo XX. Uno de sus personajes, el filósofo apodado Zaratustra, se despacha así mientras vuelve a casa de amanecida: “¿Qué hacen esos bohemios, sino lo mismo que los oficinistas?… Girar siempre en la misma noria, levantarse en la tarde, salir a la busca del amigo generoso, venir a sentarse a la mesa del café a decir idioteces, hasta que se hace de día y los echa el camarero. ¿Es más ordenada la vida de un oficinista? Y, además, el oficinista es más dueño que ellos de sí mismo; tiene sus domingos, cobra su sueldo y no tiene que mendigar la media tostada (…). El oficinista tiene su novia o su querida, pero estos tipos, ¿qué tienen? ¡Si hasta las busconas los desprecian! Estos no son bohemios, sino hampones”.
Como cualquier otro, yo también me he dejado seducir por los cantos de los paraísos artificiales, pero quizá porque ya me bato en retirada -tener hijos, salvo excepciones, suele arrastrarte al lado diurno de la existencia- o porque tiendo a no creerme a los entusiastas declamadores de su propia felicidad, intuyo que los embelecos de la noche están sobrevalorados tanto por los crápulas como por los mojigatos. Ni los unos gozan tanto, ni los otros debieran condenar con tanta ridiculez unas bacanales mucho más prosaicas de lo que imaginan.
Es más, aun a riesgo de sonar espantosamente viejuno, les diré que muchas madrugadas me he sentido obligado a proclamar mi felicidad noctámbula -reprimiendo con fuerza los bostezos- en antros llenos de gente aburridísima que se creía genial. Cuando, en realidad, mi único deseo era verme tirado en el sofá de mi casa, con un cola-cao calentito y una buena peli de gángsters.
Yo nunca encontré esos paraísos, pero a lo mejor no los busqué bien.