Archivo mensual: diciembre 2011

PARA 2012

El año que termina no se puede calificar de mierda. Se queda corto. Ha sido el peor de mi vida, de la vivida y de la por vivir, y no puedo despedirlo más que con insultos y patadas. Y porque no tengo armas de fuego.

Nada me consuela ni me va a consolar, pero el año que está a punto de empezar promete buenas perspectivas. Al menos, en eso tan difuso y falsamente solemne que llamamos vida profesional. Trabajo no me va a faltar. Y, de momento, ganas de trabajar, tampoco. Me gustaría aprovechar este impasse de balances y buenos propósitos para anunciarles, en plan promo, algunas de las cosas que van a pasarme en los próximos meses. Sólo un adelanto de asuntos que están ya cerrados, firmados y garantizados. Hay otras cosas en el aire, y otras historietas menores que se irán anunciando a su debido tiempo.

Mi agenda empezará el 25 de enero. Ese día, la Fnac ha programado un club de lectura de El restaurante favorito de Nina Hagen en el Fórum de la tienda de Plaza de España de Zaragoza. Compartiremos un vino y charlaremos de lo que gusten. Si se han leído el libro, les invito a que vengan a comentarlo o a insultarme (no me agredan, eso sí que se lo ruego, usen sólo la violencia verbal). Y si no, acérquense, que pasaremos un buen rato igualmente. Firmaré ejemplares si alguien gusta. No hay fechas confirmadas, pero entre enero y febrero espero presentar este libro también en Huesca y Barcelona, entre otros sitios. Ya lo anunciaré en su momento.

Esto es lo más cercano en el tiempo, pero no es, ni mucho menos, lo más importante. Esto se lo reservo a la publicación de mi novela, que saldrá en marzo, y posiblemente no sólo en España, sino también en algún país latinoamericano. Se titula No habrá más enemigo y trata de… Pues no lo sé muy bien. ¿De sexo? Puede, pero no sólo. Creo que habla del aburrimiento, de la añoranza por vidas aventureras que no tenemos y de la imposibilidad de ser un buen padre. Hay algún que otro asesinato y muchas ganas de follar. En fin, yo qué sé. Dicen que toda escritura es autobiográfica, incluso la de Lovecraft y así. Dejémoslo en que hay sexo y crímenes, como en la Biblia, pero más chulo, sin sermones. Violencia y porno gratuitos.

El lanzamiento será en marzo, y la sacaremos de paseo en abril y mayo, coincidiendo con las ferias del libro y los Sant Jordi varios. Se augura una agenda apretadita, me va a tocar hacer kilómetros. De momento, tengo que corregir las pruebas, que no es poco trabajo. Recuerden el título: No habrá más enemigo.

También en torno a marzo se presentará un proyecto colectivo en el que he participado. Una conocida bodega va a lanzar una remesa de vino de 2011 en cuyas etiquetas se incluyen microrrelatos de jóvenes autores. Han seleccionado a diez escritores, entre los que estoy yo, y nos han encargado cuatro microrrelatos a cada uno. No doy más detalles concretos porque montarán una campaña de prensa cuando se lance y no les voy a chafar la sorpresa. Esta historia me hace mucha ilusión. Siempre me gusta participar en cosas que se salgan de lo convencional.

Sin salir de lo literario, también he sido incluido en una antología de cuentos que saldrá publicada en Bulgaria. Rada Panchovska, la traductora y editora, ha escogido mi cuento Calle Velarde, de Malas influencias, para presentarme a las amorosas lectoras búlgaras. Estoy deseando leerme en alfabeto cirílico. Esto no sé si se presentará en el Instituto Cervantes de Sofía, pero si es así, que me vayan esperando, que yo ese viaje no me lo pierdo. Dicen que Bulgaria es como el Hollywood europeo del porno, y me gustaría que hiciesen una adaptación pornográfica de mis cuentos. Hay muchos escritores con novelas adaptadas en películas, pero, ¿cuántas de esas pelis son porno? Marcaría un antes y un después.

Esto es el futuro inmediato, los primeros meses del año. Hay otras historias que se concretarán más adelante y que están pensadas a más largo plazo, de las que hablaré cuando toque.

En el terreno periodístico la cosa pinta bien, pero apenas puedo adelantar nada, pues aún estamos en la zona de los proyectos y de las promesas sin concretar. Es ya casi totalmente segura mi incorporación como colaborador a una radio, puede que me involucre mucho en una conocida revista y merodean dos o tres asuntos catódicos todavía en fase de cigoto (ni siquiera embrionaria). Aunque confío en que irán saliendo y concretándose. Yo no anuncio las cosas sin firmar los papeles antes, no soy de los que venden la piel antes de cazarla. Si no se tuerce el asunto, voy a dar la brasa en unos cuantos sitios más de los que tengo por costumbre. Y uno de los proyectos es bien bonito. Pero basta, cállate ya, Sergio, que lo gafas.

Por último, y aunque esto se publicitará la semana que viene, anticipo que el 3 de marzo estaré en Madrid participando en un interesantísimo encuentro de blogs literarios, con nombres ilustres del panorama nacional. Pueden salir cosas muy chulas de esa jornada. Ese mismo día, por la tarde, firmaré ejemplares en una librería de la capital. No necesariamente míos: me encantaría firmar ejemplares del libro de Punset o de la dieta Dukan. Y después, espero cenar y emborracharme en buena compañía, ése es el único punto del orden del día que tengo claro.

Ocupado, voy a estar. Ya que no ficho en una oficina ni percibo nómina, tengo que mantener una agenda ajetreada para que no me llamen vago ni parásito. ¿Me hará feliz el trabajo? No creo. Pero la ética del trabajo me permitirá fingir que sí. Y, a fin de cuentas, ¿qué es la vida sino una representación? Sin fingimientos no seríamos nada, ni orgasmos tendríamos.

No les deseo feliz año porque ya no sé desear felicidad, pero sí que espero que no me abandonen en este empeño por mantener la cabeza alta y el motor en marcha. Prometo sonreír, no quejarme demasiado y ser un buen compañero.

Pásenlo bien y quiéranse mucho.

LO SUPERFICIAL

¿Es tarde para incluir una addenda a la lista de mis mejores libros de 2011? No había leído aún esta obrita de Alejandro Zambra (lo primero suyo que leo, la verdad, y voy a agenciarme sus otras dos novelas) y lo merece: Formas de volver a casa.

La compré en primavera, cuando salió, en uno de esos larguísimos paseos que me obligaba a dar por Barcelona para sacudirme el olor a hospital y a suicidio. Era uno de los must de la temporada librera, y me lo llevé de La Central junto con El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron (Mondadori), advertido de que ambos hablaban de padres e hijos y memorias familiares. Leí el libro de Pron una noche hospitalaria, y me dejó bastante frío, sin llegar a disgustarme, y puede que esta gelidez tuviera la culpa de que olvidara la obra de Zambra. De pronto, enfrentarme a su lectura me causaba una pereza infinita.

Y allí lo dejé, enterrado en una pila de ilegibles, desganado por siempre. No estaba de humor para padres e hijos, y si encima la cosa iba de allendes y pinochetes, el sopor me vencía. Lo siento, pero yo oigo hablar del Palacio de la Moneda y me duermo. Y como me vengan con que si Neruda esto o Víctor Jara lo otro, es que me sale la vena nihilista y pasota y me pongo insoportable. Casi me pica el cuerpo del contacto con la pana y con las canciones de Joan Manuel Serrat.

Pero alguien de mi completa confianza elogió el libro hace unos días, así que lo rescaté. Y lo devoré en apenas tres horas.

Como he tardado tanto en leerlo, ya han salido reseñas suyas por doquier, y uno de los reproches más recurrentes que he leído en un garbeo por Google es que no es un libro sólido, que no está bien armado, que  contiene buenas ideas pero no se desarrollan… Y he pensado: ¿habremos leído lo mismo estos críticos y yo? A veces me cansa la obsesión rusa de algunos críticos, que quieren que todo sea Tolstoi. Quieren novelones, libros para señores convalecientes, donde nada quede insinuado y todo esté bien descrito y bien narrado. Hasta el detalle. Si no encuentran eso, se sienten estafados y acusan al autor de vago o de incompetente.

Contra lo que dice el Código Penal, yo no creo que haya delitos sin móvil. En la literatura, no. Y si la intención del autor no era armar un novelón perfectamente engrasado, difícilmente se le puede acusar de no haber conseguido lo que no quería conseguir. Reprochar la ausencia de algo que no se prometió roza lo paranoico. Como esas locas que se enamoran de los locutores de radio nocturna y les persiguen y les secuestran diciéndoles: «Me prometiste que te casarías conmigo, cabrón, y ahora vas a sufrir por no haber querido a la pobre María Antonia». No, María Antonia, estaba haciendo un programa de radio, no te lo decía a ti, estaba en el guión.

Pues eso: no, señor crítico, yo no quería escribir Guerra y paz, no me puede culpar por no haberla escrito.

Viene esto a cuento porque Formas de volver a casa es minimalista por vocación desde la primera página. Desde antes incluso: el título ya da muchas pistas. Guerra y paz también da pistas en su título, si se dan cuenta. Y Crimen y castigo, también. Ya intuyes desde la cubierta que el autor viene fuerte, que aquello no es para nenazas impresionables, sino para machos-machos que no se dejan nada en el plato. En cambio, una obrita intitulada Formas de volver a casa ya nos está diciendo que las mujeres y los hombres afeminados son bienvenidos, que en sus páginas no se va a hablar a gritos ni se va a decidir el destino de los grandes imperios, que hay más vino blanco y licores digestivos que Rioja tinto y vodka. Es difícil no verlo, resulta obvio para cualquier lector con dos ojos no muy dañados.

Formas de volver a casa es un libro sutil (no sé si llamarlo novela, aunque el género es tan elástico que aguanta cualquier obra que contenga narraciones), un dibujo sin colorear, una especie de aguafuerte, si me permiten el símil pictórico —en el que las grandes novelas rusas serían lienzos de Velázquez—. Es a la vez una novela fallida y el diario en el que el escritor consigna su fracaso novelístico y vital. Metaliteratura, vaya, nada nuevo. Entre medias, una trama muy tenue que mezcla el conflicto generacional con la historia política y las relaciones amorosas en la linde de la madurez, cuando los jóvenes empezamos a dejar de serlo. Todo ello, con una enunciación suave y directa. Minimalista al fin.

Pero nada de esto convierte en interesante el librito. Lo que lo hace especial y emocionante es la actitud que lo impregna. Se lo comenté el otro día a un amigo escritor con el que suelo hablar de literatura (algo extrañísimo: los escritores apenas hablan de literatura. Hablan de otros escritores, de política, de periodistas y de dinero, pero de literatura, poco): me importa poco la técnica y el estilo de un libro, siempre que éste transpire honestidad. Estoy harto de trampantojos y de malabaristas. Al leer, quiero encontrar una mirada limpia y sincera. Me gusta sentir que el autor es algo parecido a un amigo y que el libro discurre como una conversación, y esto se resume en una única exigencia: quiero sentir que al autor le importa lo que está contando, que su voz se involucra y se hace presente.

Para mí, ése es el único compromiso que un escritor debe asumir. Y en Alejandro Zambra lo encuentro. Su prosa, contenida y cuidadita, como un coqueto jardín vertical, contiene el temblor de la vida. De su vida. Y sólo por eso merece la pena ser leído. Dice hacia el final:

Recordamos más bien los ruidos de las imágenes. Y a veces, al escribir, limpiamos todo, como si de ese modo avanzáramos hacia algún lado. Deberíamos simplemente describir esos ruidos, esas manchas en la memoria. Esa selección arbitraria, nada más. Por eso mentimos tanto, al final. Por eso un libro es siempre el reverso de otro libro inmenso y raro. Un libro ilegible y genuino que traducimos, que traicionamos por el hábito de una prosa pasable.

Dejar las cosas en bruto, no traducir, no limpiar. Hay algo grunge en esta actitud, algo de amor por lo primigenio y de repudio por el maquillaje y el engolamiento. Algo que me atrae, claro.

No sólo no me molesta su minimalismo, sino que se lo agradezco. Lo entiendo como una invitación a fisgonear y como una forma de respetar al lector: es casi un insulto darle todo masticadito, dejarle claro qué debe pensar y sentir ante la historia que se le cuenta. Abierto y sutil, como la relación de los dos personajes.

Porque —y casi todos los críticos parecen haber pasado por alto esto, que me parece a mí tan evidente— Formas de volver a casa se duele de lo superficial desde la propia superficialidad. Zambra se duele de no poder penetrar el mundo y sus seres, de que todo (las relaciones con sus padres, su propia relación de pareja y su relación con la historia y con el país que le ha tocado vivir) pase tan sin sentirse, sin dejarse conocer, sin poderse asimilar. Es un libro superficial sobre lo superficial de la vida, sobre el deseo frustrado de ver y de sentir más de lo que las personas y las cosas nos dejan ver y sentir.

No será Guerra y paz, pero no le hace falta. Un librito precioso que interpela sin decir apenas nada. Sin gritos, sin sermones, despacito.

MECENAS

Cultura. Gente de la cultura. Creadores. Artistas. Al conjurar ese campo semántico, se desatan las reacciones. Generalmente, de uñas largas. Atrás quedaron los tiempos en que sus protas caían simpáticos. Muchos antiguos popes, descabalgados de sus púlpitos, vagan por las calles con la mirada perdida, escribiendo artículos lacrimógenos en los que se preguntan en qué momento dejó de amarles la masa . Quienes no han entendido lo que ha pasado en estos diez últimos años han devenido fósiles rancios, piedras que ni siquiera son de Rosetta, cuya sabiduría no importa ya, oráculos en paro a quienes nadie consulta nada.

No es que los demás tengamos muy claro qué ha pasado, qué está pasando o qué va a pasar. Ojalá fuéramos tan listos. Simplemente, vemos que eso que los economistas llaman el know-how de las industrias culturales ha perdido su valor. Ante una sociedad que sigue escuchando música, que sigue viendo pelis y que sigue leyendo libros, son cada vez menos capaces de colocar sus productos. ¿Cómo es posible? Por la piratería, responden, y vuelven la cabeza al Estado exigiendo que la policía actúe: ¡al ladrón, se están llevando nuestro dinero, al ladrón, al ladrón!

Sin embargo, la so called piratería es simplemente la manifestación de una realidad más atroz: la de una industria superada por la tecnología y por la evolución de los tiempos, que en lugar de buscar la forma de llegar a sus públicos —que siguen ahí, probablemente más numerosos que antaño— les ha puesto cortafuegos, se ha cerrado, se ha exhibido ceñuda y desconfiada y ha preferido aferrarse a privilegios que ninguna realidad económica podía sostener. En el empeño, han secuestrado el Estado, lo han utilizado con ademanes mafiosos, como quien se conecta a un respirador artificial.

Es difícil dudar de que hemos asistido a un fin de ciclo o a un cambio de paradigma cultural parecido al que supuso la aparición de la imprenta, pero no parece acertada la metáfora que asimila los cambios sociales a los naturales. En la sociedad no hay cosas inevitables: la voluntad de las personas y las decisiones que unos pocos toman influyen en un sentido o en otro, y en estos diez años hemos sufrido tantísimas decisiones desastrosas y han sido tantos los idiotas con cargo —en el Estado y en las empresas aludidas— que han accionado los botones equivocados, que el desastre no se puede adjetivar como inevitable.

Por lo poco que ha dejado entrever el nuevo gobierno, parece que las cosas van a seguir por ese camino. Se ha anunciado una ley del mecenazgo, de cuyas líneas maestras casi nada sabemos. Sí que sabemos ya que su argumentación está construida sobre una falacia. José Ignacio Wert, en la toma de posesión de su secretario de Estado de Cultura, José María Lasalle, dijo, refiriéndose a este proyecto legislativo:

«El Estado no es en ningún caso un fabricante de cultura. Es un depositario, un dinamizador, un relé de coordinación y distribución de la creación y el patrimonio cultural. No es el dueño de la cultura, sino apenas el responsable de que crezca y pase a la siguiente generación en las mejores condiciones posibles».

De acuerdo, stricto sensu, el Estado no es un fabricante de cultura. Los fabricantes son quienes la trabajan con sus manos, quienes la crean, y por eso son pedantemente reconocidos con el título de creadores. Pero el Estado hace mucho más que depositar, dinamizar, coordinar y distribuir. El Estado instiga la creación cultural, porque todas esas acciones enumeradas por el ministro (depositar, dinamizar, coordinar y distribuir) no son operaciones técnicas, sino que tienen una gran carga ideológica. Al elegir qué depositar y qué olvidar; qué dinamizar y qué ralentizar; cómo coordinar y en qué orden jerárquico, y qué distribuir y qué almacenar, no está fabricando cultura, pero sí está fabricando un orden y un modelo cultural.

Muchos adalides liberales sostienen la falacia de que la cultura no precisa del Estado para existir, pero la historia es terca y desmonta una y otra vez ese argumento. Al menos, en lo que se refiere a la cultura occidental, la existencia del arte es indisoluble de la del Estado. No hace falta remontarse a los griegos (aunque podríamos), nos basta con echar la vista atrás hasta la Italia del Renacimiento, cuna de la producción cultural tal y como la entendemos ahora, con la idea del autor individual y de su libre albedrío como ejes fundamentales del arte. Fueron los papas y los príncipes de las ciudades italianas (es decir, el Estado moderno en su forma primigenia) quienes diseñaron ese modelo y quienes fortalecieron la idea del artista como genio, libre y sagrado. El Estado-Leviatán ha financiado —cuando ha sido necesario— y promovido —siempre— esa cultura. Cuando el príncipe Carlos Augusto de Sajonia fichó a Goethe como escritor protegido en Weimar, estaba consolidando una forma de cultura que encontraría su última y más completa formulación legislativa en el concepto de excepción cultural del ministro francés Jack Lang, y su expresión más grandiosa, industrial y apabullante en Hollywood. Lo que cambió en el siglo XIX fue la irrupción del público, la rebelión de las masas. Fue una cuestión de cambio de escala, no de modelo: lo que antes servía para cuatro cortesanos, ahora valía para todo el mundo, para una sociedad que había ido a la escuela y podía comprar libros y ver obras de teatro, pero los axiomas del Renacimiento siguieron inalterados, con el autor quieto en su pedestal. De Miguel Ángel a los Beatles sólo cambia el tamaño del público, pero el concepto que los enmarca y los hace posibles es el mismo.

Sin Estado no hay cultura tal y como la entendemos. Sin Estado no habría Capilla Sixtina ni Fausto de Goethe, pero tampoco películas de Alfred Hitchcock ni urinarios de Marcel Duchamp. Ni Shakespeare ni el Quijote, ni el Louvre ni Jackson Pollock. Sin Estado, tampoco tendríamos el ensayo Liberales, escrito por José María Lasalle.

Negar la unívoca e indisoluble relación entre Estado y cultura sólo puede conducir a dos escenarios: a la desaparición del fenómeno cultural tal y como lo hemos conocido desde el siglo XV, con la disolución de la idea del autor individual y el hundimiento de cánones y disciplinas artísticas, o al engaño. Porque quien niegue esa relación puede estar interesado, como tantos otros antes que él, en generar una cultura a su servicio. Cambiando las formas de promoción, lo que en realidad se está cambiando es la composición de la corte, sustituyendo a unos cortesanos por otros.

Para quienes nos preocupan estas cosas, creo que el futuro inmediato no pasa por asumir la falacia liberal y esperar que surja una cultura espontánea de no se sabe qué oscuros recovecos inexplorados de la sociedad, sino de asimilar dos asertos: que la cultura tal y como la conocemos en Occidente es una creación del Estado y que nos gusta esa cultura tal y como la conocemos, en sus líneas generales. Es decir, nos gusta que haya escritores que escriban buenos libros, nos gusta que haya directores de cine que rueden buenas pelis y nos gusta que haya artistas y músicos que nos emocionen con sus hallazgos. Y que incluso nos gustaría a nosotros tener la posibilidad de ser escritores, artistas o lo que sea. Puede que no nos gusten tanto otras cosas, pero, al menos en mi caso, ninguna corruptela o disfunción, que diría un estructuralista barbudo, es tan grave como para anular el sistema de por sí. Quiero decir: el modelo que permite que un montón de mediocres semiágrafos chupen del bote saltando de Instituto Cervantes en Instituto Cervantes es el mismo modelo que ha fabricado las novelas de Henry Miller y de Proust. Así que, de momento, la balanza está inclinada en el lado positivo. Si el precio para que surja un Proust cada cien años es aguantar a unos poetastros que escriben havía con uve, estoy dispuesto a pagarlo.

Si estamos de acuerdo en eso, el siguiente paso es demostrar que el Estado del siglo XXI no es el del siglo XV y que la palabra democracia es algo más que un instrumento de retórica solemne. Si la soberanía del Estado reside en nosotros, y el Estado genera una u otra forma de cultura, no deberíamos permitir que una camarilla usurpe nuestra voluntad. La cultura creada en un estado democrático tendría que ser democrática también, y son los ciudadanos quienes deberían decidir el modelo a seguir.

Una cosa buena que tiene la indisoluble unión de la cultura al Estado es que permite rastrear la verdadera naturaleza de éste. Si la democracia fuera real, no podría resultarles tan sencillo a unos pocos interesados secuestrar el discurso y promover un modelo cultural a su antojo y capricho. Si esto sucede es porque los mecanismos democráticos no son más fuertes ni más transparentes que en tiempos de Cánovas y Sagasta.

¿Podemos demostrarlo? ¿Es este Estado distinto del de los papas y los Médicis? ¿Tenemos voz y estamos dispuestos a usarla? Esas son las preguntas cuya respuesta puede sacarnos del atolladero. Lo demás es retórica.

NINA HAGEN EN LOS PAPELES

Hoy sale un reseñón de El restaurante favorito de Nina Hagen en el suplemento literario de Heraldo de Aragón. Casi una página, agüita. Ni que yo fuera ministrable o algo. Se han debido de equivocar, querían hablar del otro Del Molino, ese al que le gustan los toros y fuma puros.

Aquí la pego.

PD ibérica.- Mi libro no está sólo en los papeles (señores de la RAE, observen la importancia de una tilde: mi libro no está sólo en los papeles significa algo muy distinto de mi libro no está solo en los papeles. Pero ustedes verán, oh, guardianes de la lengua). Mi editor me manda una foto digna de Bigas Luna: el libro expuesto en Bodegas Almau, una centenaria y reconocida tasca de Zaragoza a la que acuden los modernos del lugar, atraídos sin duda por su aire antañón y sus barriles de madera. Ya saben ustedes que Miguel Ángel, el infatigable tabernero, organiza exposiciones y conciertos para satisfacer a su postmoderna clientela. Allí se vende también mi libro, expuesto junto al castizo Reservado el derecho de admisión. Y se mancha con la grasilla del jamón. Qué cutrerío más entrañable.

ENFERMOS

Fantástica la nueva serie de moda, la que dicen que se va a llevar todos los premios del mundo y la que hay que ver para estar enterado de las cosas del catódico mundo. Se llama Boss, y la protagoniza (y produce) un Kelsey Grammer que no recuerda en nada al Frasier que le hiciera galácticamente famoso.

Aquí es el alcalde de Chicago. Un grandísimo hijo de la grandísima puta cuyo reinado (de terror, construido a base de líos mafiosos, chantajes y algún que otro muerto) se derrumba. Quienes le apoyaron le dan la espalda y sus cortesanos le traicionan. Tiene tantos puñales clavados en el costillar trasero que parece un puerco espín.

Pero no quería hablar de la serie ni hacer una aburrida evisceración de sus episodios, tramas o personajes. Quería hablar de su punto de partida y de su principal eje argumental: Tom Kane (pues así se llama el cabronazo) se muere.

Lo sabemos desde el minuto uno del primer episodio, así que no estoy estropeando ninguna sorpresa. Tiene una rara enfermedad neurodegenerativa sin cura que lo va a llevar a la tumba en relativamente poco tiempo. Su obsesión es ocultar los síntomas del mal, mantenerse en el poder cueste lo que cueste y no mostrarse débil ante sus (muchísimos) enemigos.

Lo que me inquieta del planteamiento es el mar de fondo que trae: el uso de la enfermedad como metáfora de la corrupción moral. Como su expresión y como su castigo.

En realidad, la serie no expone esta postura de forma abierta en ningún momento. Es demasiado buena como para resbalar en la proclama mitinera o en la moraleja de Samaniego. Pero tampoco muestra elementos que nieguen o imposibiliten esta interpretación. Y quien calla, otorga.

Fue Susan Sontag, en un ensayo que se ha quedado un poco anticuado (La enfermedad y sus metáforas), quien estudió la imagen moral de las enfermedades y cómo la sociedad ha tendido a asociar la corrupción del cuerpo con la corrupción ética o de valores. Y viceversa. ¿Cuántas veces hemos oído a tipos con sotana quejarse de que esta sociedad está “enferma”?

Que Boss caiga en una superchería tan manida y estimule una visión tan grosera del castigo divino, tal y como se ve en el bíblico Libro de Daniel, desmerece su grandeza. Que en la Edad Media, o incluso en el siglo XIX, se interpretara la enfermedad como un azote de dios por los pecados terrenales, podía tener un pase. Pero que en el siglo XXI, con todo lo que sabemos de nuestros genes, de las bacterias y de la bioquímica del cuerpo humano, sigamos viendo las cosas igual, es una pena.

Deberíamos actualizarnos un poco. Y ojo, que no lo planteo como una crítica moralista (mis reparos sobre lo que leo y veo nunca van por ahí), sino estética: el arte debe engastarse en su tiempo y asumir las verdades y conocimientos que tiene. No hacerlo es empeñarse en seguir contando que la Tierra es plana cuando la ciencia estableció hace mucho que es redonda.

LA HORA VIOLETA

No entiendo a la gente que no viaja. No a la que no viaja por imposibilidad financiera, claro, sino a quienes, teniendo la cartera rebosante de billetazos, prefieren verlos pudrirse antes que dilapidarlos de cuando en cuando en una huida de su barrio. Yo prefiero quitarme de comer antes que quitarme de viajar. Aunque sea al pueblo de al lado. Un cambio de paisaje periódico es tan higiénico para el alma y la mente como una ducha lo es para el cuerpo.

Cuando viajo, suelo llevarme un ordenadorcito con la esperanza, siempre vana, de avanzar un poco en lo que sea que esté escribiendo en ese momento. Por supuesto, nunca redacto ni una línea, y los días se me van entre paseos, conversaciones (lo que se habla en los viajes) y, en el caso londinense que nos acaba de ocupar, pintas de cerveza. Pero lo que sea que tenga entre manos sigue obsesionándome y ocupando casi todos mis pensamientos. Yo estoy viendo una exposición en la British Library, o zampándome un pato Pekín en una tasca china del Soho, o bebiendo mi cuarta pinta en un bareto de Candem Town cuyo DJ lleva una chaqueta de chándal con capucha que se le cae todo el tiempo y se vuelve a colocar, empeñado en que la fuerza de la gravedad no boicotee su espíritu moderno. Y, mientras hago todas estas cosas, charlo con Cris, me río y ejerzo a veces de traductor simultáneo. Pero mi mente no está sintonizada con el momento, y piensa y repiensa en todo aquello que debería estar escribiendo y no escribo. Corrijo mentalmente, compongo pasajes nuevos, me peleo con el narrador.

En cierto sentido, los días de viaje son más productivos que los días de escritura. Esa forma de pensar sin pensar, esa obsesión despreocupada, me ayuda a avanzar más que un mes de escritura de machaca atado al ordenador, y, de vez en cuando, hace visibles las revelaciones allí donde se me presentan. Y eso, para un miope como yo, es importante.

Llevo un tiempo escribiendo un libro extraño que sólo los más cercanos a mí conocen. Espero rematar la primera versión muy pronto, pero la escritura no fluye con rapidez porque avanza por un canal sin lubricante. La penetración es dolorosa, y tengo que parar a menudo. Escribo a pequeños tramos, porque una inmersión completa en el libro me provocaría una muerte rápida por colapso. Como los buceadores que suben demasiado rápido. Hago incursiones guerrilleras: esto no se puede ganar con grandes batallas a cielo abierto, como una novela tradicional. Este combate requiere precisión, sorpresa y ocultamiento.

(Nota al margen: este libro no tiene nada que ver con la novela que saldrá publicada en marzo y de la que pronto hablaré).

No contaré gran cosa. Sólo responderé a una única pregunta: sí, es autobiográfico. Y sí, tiene que ver con dolores que no se expresan con gritos convencionales.

La escritura está lo bastante avanzada como para que tenga claras incluso las citas que van a presidir el atrio del libro. Un detalle que, como quizá algunos sepan, para mí es muy importante. En este caso va a haber dos frases, y es de la segunda de la que quiero hablar.

Leí La tierra baldía cuando hay que leerla, en la adolescencia letraherida. Y no me enteré de una puta mierda. Pero se me quedó grabado un verso:

Te mostraré el miedo en un puñado de polvo.

En inglés es mucho más sobrecogedor:

I will show you fear in a handful of dust.

Hace un par de meses, en una novela que estaba leyendo, lo vi citado. Inserto en el texto en plan anecdótico, casi con ironía, como el topic (o el trope, que diría con más propiedad un profe de literatura inglesa) desgastado que es. Después del primer verso de La tierra baldía (“Abril es el mes más cruel”), éste es uno de los más citados y crípticos. Hay cientos de estudios dedicados a su exégesis. El simbolismo de Eliot ha dado para muchas discusiones eruditas, y sigue alimentándolas. No soy, por tanto, nada original: mis ojos retuvieron las mismas palabras que miles de personas mucho más inteligentes retuvieron antes que yo.

Pero encontrarlo citado en clave despreocupada me incomodó. Y, a la vez, me emocionó. Fue como tropezarse con un viejo y querido amigo a quien hace mucho que no ves y en quien no piensas a menudo, pero en cuya compañía sientes un calor y una sensación uterina de hogar que no disfrutas con mucha más gente.

Así que lo rumié, lo rumié y lo volví a rumiar, y decidí usarlo como cita en el libro. Porque mi libro va de eso, de enseñar el miedo en un puñado de polvo, y si T. S. Eliot encontró las palabras justas en su poema, ¿quién soy yo para corregírselas o para despreciarlas? Por mucho que la reiteración y el resobe académico las hayan convertido en un lugar común vacío, para mí conservan intacta toda su potencia significativa. Un montón de estirados eruditos y un porrón de poetastros asexuados no bastan para desactivar un verso tan grande.

Así estaba yo, pensando en miedos que se enseñan en puñados de polvo, cuando un libro me asaltó en una de esas megalibrerías londinenses.

A Handful of Dust. Un puñado de polvo. Qué casualidad. La expresión en el título de una novela de un autor, Evelyn Waugh, que me resulta muy simpático (él como personaje bastante más que sus libros, pero esa es otra historia).

Lo empiezo a hojear, y al abrir la cita inicial, me encuentro esto:

La estrofa con el verso de Eliot. La novela se titula así por Eliot. Compruebo las fechas. Waugh publicó A Handful of Dust en 1934, doce años después de la aparición de La tierra baldía, en 1922. Para el novelista no era, por tanto, un verso muerto. El poema de Eliot era aún un texto vivo, impregnado de contemporaneidad, que apelaba directamente a gente como Evelyn Waugh.

Y, sin embargo, Waugh no lo usa para componer algo tan oscuro, simbólico y preapocalíptico como The Waste Land, sino como título de una de sus novelitas bestsellers, una comedia ácida llena de diálogos afilados sobre adulterios y trepillas en la decadente high society del Londres postvictoriano. Rebaja la carga del verso para instalarlo en un ámbito más propio del folletín. La novela, como tantas otras de Waugh, retrata la caída ridícula y extemporánea de la aristocracia británica. Un canto de cisne, que se suele decir.

Lo aplaudo, la verdad. Quizá es el ejemplo más temprano de desdramatización de un tópico de Eliot. Supongo que no le haría ninguna gracia que su obra se reclamase como inspiración para libritos dirigidos a un público, si no grande, sí mucho más amplio que el que leía los inextricables poemas del estirado americano (que era tan estirado, que ni siquiera soportaba la idea de ser americano y quiso ser londinense).

Mi siguiente impulso fue correr a la sección de Poetry —que, en España, suele estar desierta, si es que existe, pero que en esa librería era muy amplia y estaba llena de chicos delgados con cara triste— y buscar una edición bonita de The Waste Land. La encontré rápido. Muy bonita. Y muy barata también.

Paso por caja y, aprovechando que estoy solo, ya que Cris se ha marchado a otra parte de la ciudad a otros menesteres, me meto en el pub donde hemos quedado luego, que a esa hora está tan baldío como la tierra de Eliot, pido una pinta y me pongo a leer. Y tengo que hacer esfuerzos para no llorar. Por muy vacío que esté el sitio, no es lugar ni momento. Me concentro en la lectura y mantengo el miedo fuertemente apretado en un puñado de polvo.

Y es allí, en ese pub desierto de una ciudad extraña e irreal (unreal city, llama a Londres Eliot varias veces en su poema), donde creo entender al fin lo que quería decir Eliot. Y felicito al adolescente letraherido e imbécil que fui, porque, aunque no comprendió en su día nada con la cabeza, intuyó algo con las tripas. Algo que era verdad, que estaba en los versos, al alcance de todos los que hayan visto el miedo en un puñado de polvo. En la hora violeta.

At the violet hour, when the eyes and back
Turn upward from the desk, when the human engine waits
Like a taxi throbbing waiting.

Que yo traduzca a Eliot es lo más parecido a una blasfemia que se me puede ocurrir, pero, poco más o menos, estos versos dicen:

En la hora violeta, cuando los ojos y las espaldas
se levantan del escritorio, cuando el motor humano
espera como un taxi parado en marcha.

A veces me siento suspendido en una eterna hora violeta, hipnotizado por el miedo que me mostraron y del que no puedo apartar la vista. Otros salen de esa hora violeta, se levantan y se van, se montan en ese taxi que les lleva a algún sitio deseado. Yo ni vengo ni voy. Me quedo con el motor del cuerpo estremecido, en punto muerto, sin poder meter la primera marcha y salir de la parada.

Pero eso no lo sabía cuando era un adolescente. En aquellos días no me imaginé nunca atrapado en una hora violeta. Es más: en aquellos días envidiaba a los escritores atormentados y quería que el sufrimiento me elevara a las habitaciones secretas del Parnaso. Pero, ahora que vivo en la eterna hora violeta y encuentro en mi vida el dolor que puede justificar una actitud de sabiduría apocalíptica, nada deseo más que sentir que el taxi arranca y me lleva lejos, a algún teatro del West End, a alguna fiesta de borrachos cínicos y carcajeantes. Cualquier cosa antes que esta espera, que esta hora violeta que vibra para nada, que no concluye ninguna jornada ni promete velada alguna.

Cualquier cosa menos Eliot.

OUT OF ORDER

Si no contesto o no actualizo, ni aquí ni en Twitter, no es por mala educación, es que estoy pasando unos días en Londres y no me apetece pasarlos en un Starbucks enchufado al wifi. Nos vemos a la vuelta, si no actualizo antes.

ONCE LIBROS DE DOS MIL ONCE

Como buen desordenado que soy, me gusta hacer listas. Así me creo una ficción de orden, jerarquizo el mundo y me convenzo de que el caos que hay en mi mesa y en mi ordenador tiene un significado que sólo yo soy capaz de ver. Por eso, y porque me apetecía recapitular, que estas fechas son muy de recapitular, les ofrezco esta lista de mis once mejores libros de 2011. Con varias advertencias preliminares.

La primera es que se trata de libros editados en 2011, con el ISBN inscrito en este año. No es, por tanto, una lista de los libros que más me han gustado del 2011, pues este año he leído muchos otros publicados otros años e incluso editados en otros siglos. Y puedo decir que bastantes de esos me han gustado mucho más que la mayoría de los que están en esta lista, pero quiero ceñirme a lo que ha pasado este año, a las latest news. Lo pretérito lo guardaré para mí.

La segunda salvedad es que he procurado escoger libros que he reseñado en este blog. Hay algunos títulos editados en 2011 que me han gustado bastante pero que no he comentado aquí, porque no voy a compartir todo lo que leo, algo me tendré que guardar para mí. Esos, con una excepción que verán a su debido tiempo, se han quedado fuera de los candidatos al top-11.

La tercera salvedad tiene que ver con las editoriales. Ya saben ustedes que soy un lector escorado hacia la edición independiente y pequeñita, y que, por norma general, no me encontrarán husmeando entre los más vendidos de las librerías. He procurado que esa vocación se refleje en la lista, y eso me ha obligado a dejar fuera algunos títulos de una editorial en concreto para que la cosa quede variadita. Me refiero a Libros del Silencio. Algunas de las mejores cosas que me he llevado a los ojos en 2011 llevan su sello, y por eso, tres de los once títulos les pertenecen. Me he reprimido para no incluir dos o tres más. Lamentablemente, al final he descubierto que las editoriales majors no lo son sólo por su volumen de facturación, sino porque son capaces de atraer a los mejores y más eficaces escritores, con más oficio y veteranía. Por eso, al final, Mondadori, Tusquets —dos títulos cada uno— y Seix Barral tienen su hueco en la lista. Decencia obliga.

Y la cuarta y última advertencia tiene que ver con mis limitaciones: no he leído ni El mapa y el territorio, de Houellebecq, ni Libertad, de Franzen, consideradas por muchos críticos como lo mejorcito del año. Yo no puedo juzgarlas. Es ocioso decirlo, pero hablo de lo que leo, no de lo que otros dicen que hay que leer.

Por último, el orden sí indica preferencia. Es una jerarquía, y la cosa va de menos a más agrado. Las razones, en cada escalón. Ah, y se me olvidaba: en aras de la transparencia, añado al final una nota de mi relación con los autores, tal y como hace Vicente Luis Mora en su blog. Para que luego no digan que si mira tú qué tal y pascual.

TOP 11.

Antonio Orejudo, Un momento de descanso, Tusquets Editores (comentario en el blog, aquí).

No es la mejor novela de Orejudo, pero es un Orejudo, al fin y al cabo, y eso, en un panorama pobretón y predecible como el que sufre la literatura española, siempre es un marchamo de calidad. Me gustaría que estuviera más alto en la lista, pero se trata de un Orejudo menor, algo reiterativo con respecto a los tics de estilo que tanto éxito le han dado. Este año se ha reeditado también Ventajas de viajar en tren. Para muchos, su mejor novela (no para mí, yo prefiero Fabulosas narraciones por historias). Pero es una reedición y no cuenta como novela nueva.

Relación con el autor: absolutamente ninguna.

TOP 10.
Javier Avilés, Constatación brutal del presente, Libros del Silencio (comentario en el blog, aquí).

Inclasificable, a ratos ilegible, mareante e incluso desquiciante. Una de las cosas más originales que se han publicado en España en clave metaliteraria. Una reflexión sobre el arte y la necesidad de narrar hecha desde la narración misma. Un libro para escritores y para gente muy interesada por estas cuestiones. Javier Avilés escribe de puta madre, con mucho nervio, y compone una especie de relato de misterio en el que lo importante es seguir leyendo. Lo que quizá hubiera querido ser El nombre de la rosa si no fuera un best seller. Lo incluyo en el top-11 por original, periférico y audaz. Disfruté mucho y me hizo pensar. Y no me hace disfrutar ni me hace pensar cualquier cosa.

Relación con el autor: intercambio esporádico de mails cordiales a propósito de su libro. Ah, y nos seguimos mutuamente en Twitter, donde es un tipo gracioso.

TOP-9.

Marian Womack, Memoria de la nieve, Tropo Editores.

No he escrito de este libro en el blog por escrúpulos éticos y profesionales (es mi editorial, y no sólo me publican libros, sino que trabajo con ellos y son mis amigos, así que cualquier promoción de sus títulos por mi parte se puede malinterpretar), pero estaría siendo muy injusto si lo excluyera de esta lista. No me avergüenza confesar que he llorado leyendo esta preciosa y delicada nouvelle, escrita con una sensibilidad a caballo entre lo lisérgico y lo esotérico. Quizá fue el momento en el que la leí, pero los fantasmas que se aparecen en sillones orejeros de los fríos salones de Oxford me emocionaron muchísimo. Historias sobre el amor y la muerte, o sobre amores que se congelan tras la muerte, como esa nieve que cubre todas las tramas y todos los escenarios. Sutil, lírica, íntima y extraña. Hay quien ha acusado a la autora de inconsistencia narrativa, pero yo creo que no hay pecado sin intención, y Womack —gaditana y rusófila, por cierto; el apellido lo toma de su marido, el poeta inglés transterrado a Madrid James Womack— no ha querido escribir una novela sólida, sino un libro de sensaciones, epidérmico y, sí, por qué no decirlo, poético.

Relación con la autora: epistolar, muy simpática en el trato por email.

TOP-8.

Francisco Ferrer Lerín, Familias como la mía, Tusquets Editores (comentario en el blog, aquí).

Bruta, a ratos soez, con tendencia al salvajismo, pero escrita con la elegancia y rectitud que sólo un ex novísimo (o casi novísimo) puede conseguir. Con un humor negro que me recordaba a ratos al de Rafael Azcona y que se inserta en la mejor tradición hispana —¿por qué los escritores españoles se empeñan en ser tan serios y solemnes si venimos del Lazarillo y del Quijote, que son chiste sobre chiste?—, Ferrer Lerín presenta una obra antiintelectual que a ratos se comporta como una roman à clef. Retuerce su autobiografía y la convierte en un delirio criminal con banda sonora ibérica. A no perderse el proyecto de convertir la provincia de Teruel en un territorio para hacer desaparecer cadáveres de ajusticiados a través de los muladares. Lo que Bigas Luna podría haber hecho si tuviera talento para ello.

Relación con el autor: colgó mi reseña en su blog y nos escribimos a propósito de ciertos juicios míos sobre su novela que él no compartía. No llegamos a una entente, pero quedamos como amigos.

TOP-7.

Colin Wilson, Ritual en la oscuridad, Libros del Silencio (comentario en el blog, aquí).

Hablé de él hace muy poco, así que no voy a insistir volviendo sobre el tema. Un  descubrimiento y un autor a investigar. Esperamos que lleguen más traducciones. Por cierto, Javier Calvo vuelve a confirmar aquí que es uno de los mejores traductores del inglés: todo suena natural en los libros que él traduce y sabe recrear el registro coloquial como pocos.

Relación con el autor: ninguna, vive muy lejos, habla muy raro y dicen que le gustan los ovnis, así que tampoco tengo muchas ganas de conocerlo si se diera el caso.

TOP-6.

Alberto Olmos, Ejército enemigo, Mondadori ().

El otro día presentó Olmos este libro en Zaragoza. El presentador oficial era Manuel Vilas, pero se indispuso, y mi amigo Ángel Gracia, baranda del Fórum de la Fnac, me llamó en tono un poco suplicante pidiéndome que estuviera en la mesa. No ejercí de maestro de ceremonias, pero sí instigué una conversación con Alberto en la que me felicité, en nombre de los lectores literarios, del éxito de este libro, porque representa la emergencia de una literatura diferente a la que estamos acostumbrados y a la que hasta ahora defendían los popes en este país. Visto con cierta distancia, ahora me parece que la principal virtud de Ejército enemigo y del ruido que está haciendo es que ha sacado del armario a una generación de autores jóvenes que quizá anuncien un necesario y refrescante relevo. Porque, hablando en plata, estamos hasta los eggs de los tipos que hicieron la Transición y sus monsergas de posguerra.

Relación con el autor: moderadamente etílica, de mesa, mantel y barra de bar. Amigable y cariñosa en lo epistolar.

TOP-5.

Manuel Jabois, Irse a Madrid, Pepitas de Calabaza (comentario en el blog, aquí).

Un columnista comme il faut. Un articulista de los de antes pero con el estilo de ahora. Lo que me gustaría encontrar en los periódicos y nunca encuentro. Un escritor elegante y socarrón, un cronista con estilo, un mago de la primera persona del singular. Los artículos de Manuel Jabois son delicatessen periodística y diluyen las fronteras entre lo literario y lo gacetillero. Una patada periférica, desde la lejana y brumosa Pontevedra, al ombliguista y mediocre centralismo que practican muchos de los que escriben en los papeles. Chapó.

Relación con el autor: dejó una vez un comentario en este blog que creo que ni siquiera respondí, maleducado que soy.

TOP 4.

Art Spiegelman, Metamaus, Pantheon (comentario en el blog, aquí).

Este no lo van a encontrar en su librería, tendrán que pedirlo a los americanos, pues de momento sólo se ha publicado allá, en una editorial de Nueva York. Y si no leen inglés, olvídense de él. Metamaus es una reflexión sobre el cómic Maus en su vigésimo aniversario. Se compone, básicamente, de una larga conversación con Spiegelman en la que se explaya sobre un montón de cuestiones relativas al proceso de creación de Maus, a su repercusión y, en definitiva, a qué piensa del arte, de la literatura, de los cómics y de la fijación del discurso histórico oficial a través de los relatos de ficción narrativa. Esto suena muy intelectual, y lo es: ¿qué esperaban de un artista judío neoyorquino? Esta gente no sabe hablar sin citar a tres filósofos de la Escuela de Frankfurt. Pero, a la vez, es muy oxigenante y transpira honestidad. En estos tiempos tan dominados por intelectuales naif y por descubridores del Mediterráneo que se expresan con palabras polisilábicas que se inventan sobre la marcha, da mucho gusto dejarse seducir por la voz de un artista honesto que es capaz de pensar sobre su oficio en forma socrática, sin aspirar a auspiciar cánones o a inspirar preceptos. Un lujazo de libro, imprescindible para todos los que se quedaron fascinados por el cómic.

Relación con el autor: le amo en la distancia y oculto entre la masa, con un océano de por medio, sin aspirar siquiera a que su mirada se cruce con la mía. Ay (suspiro melancólico).

TOP-3.

Celso Castro, astillas, Libros del Silencio (comentario en el blog, aquí).

Y llegamos a la medallita de bronce. Merecidísima. Es el descubrimiento de 2011. Si estos fueran unos premios de cine, se llevaría el de actor revelación o mejor director novel, aunque astillas no sea su primera novela. Es, de hecho, la segunda de una trilogía que empieza por el afinador de habitaciones (todo en minúsculas, por favor, estamos ante un escritor minusculista que no usa nunca las mayúsculas). Una historia de fantasmas y de niños bien huerfanitos en una Coruña drogadicta y subidita de calentura sexual. Es un libro que habla de las cosas importantes de la vida: follar y… No me acuerdo de cuál era la segunda. Una Bildungsroman con resabios de Henry Miller y lamentos de poeta, pero con un sentido del humor lo bastante poderoso como para compensar el malditismo.

Relación con el autor: ninguna de las ningunísimas, ¿no les he dicho ya que vive en Galicia? Pues, ¿qué más quieren saber?. Por cierto, hay dos gallegos en esta lista. Me mosquea. ¿No estaré haciendo méritos inconscientes para el nuevo presidente de este país con burdos guiños a sus paisanos?

TOP-2.

Ignacio Martínez de Pisón, El día de mañana, Seix-Barral ().

Medallita de plata para el amigo Pisón. Por la mejor novela que ha escrito hasta la fecha, con la que creo que ha dejado definitivamente atrás su etapa de contaminación sebaldiana. Una novela redonda, de estructura muy compleja y planteamientos poco complacientes con la narrativa española al uso, que promueve una revisión del pasado en un sentido distinto al que aventura Pisón. Además, es un libro comercial en el mejor de los sentidos, que admite varios niveles de lectura y es capaz de satisfacer al lector literario más elitista y al que sólo busca entretenimiento. Un alarde de técnica y de pulso narrativos. Una novela que sólo puede escribir alguien con el oficio y el alma de artesano stajanovista de Martínez de Pisón. La leí en dos tardes.

Relación con el autor: difundió algunos elogios desproporcionados sobre mi anterior librito, Soldados en el jardín de la paz, y hemos compartido mesa, risas y mantel. Las copas, cada uno las bebía de su vaso, sin compartirlas.

TOP-1.

Edmundo Paz Soldán, Norte, Mondadori (comentario en el blog, aquí).

Quizá sea por la cercanía de su lectura, que conservo aún muy fresca, pero tengo muy buenas sensaciones en el paladar lector. Un amigo a quien se la recomendé la calificó de un must, un imprescindible. Paz Soldán es una de las voces más interesantes de la literatura en español, y este thriller ambicioso es puro nervio, una prosa llena de capas, que baila por todos los registros del idioma para componer un friso duro, sin sentimentalismos ni cursilerías. Asesinos en serie, locos, chicas colgadas de colgados… Todo mola en este libro vibrante, que avanza en torbellinos. No creo que haya muchos escritores contemporáneos a la altura de Paz Soldán, que combinen un estilo poderoso y dúctil con una técnica narrativa muy depurada y más propia de un norteamericano que de un hispano. Quizá porque vive en Estados Unidos. Maravilloso. Como escritor, ante libros así, sólo puedo sentir envidia. Y no de la buena.

Relación con el autor: qué más quisiera yo. Si tuviera amigos así, no tendría que aguantarles a ustedes (uy, ¿he dicho esto con el micro abierto?).

¿Y ustedes? ¿Han leído algo o el porno gratis online ha absorbido todo su tiempo en 2011? ¿Algo que debamos saber, algún libro que haya cambiado sus vidas en estos doce meses? Por favor, estamos deseosos de sus recomendaciones. Déjenlas en los comentarios para que podamos gozar de ellas. Eso sí: en la medida de lo posible, que sean títulos publicados en 2011, que a Valle-Inclán y a García Lorca ya los leímos en el insti.

VIOLADORES Y VIOLADOS

Como sé que dos o tres de ustedes cometen la insensatez de dejarse guiar por los libros que aquí comento para cuando visitan su librería o su biblioteca (saben que no me hago responsable ni admito reclamaciones), voy a escribir acerca de un par de títulos recientes que quizá amenicen sus deprimentes días navideños. Por lo menos, ninguno de los dos suena a villancico ni habla de fraternidad ni de hijos pródigos ni de esas mierdas tan propias de estas entrañables fiestas.

No mezclo las dos por sus semejanzas sino por sus diferencias. A saber:

Uno tiene una portada potable, sin ser de las más brillantes de una editorial (Libros del Silencio) que nos tiene acostumbrados a portadas muy rechulas:

El otro tiene una portada espantosa, como de Harlequín premenopáusico:

Uno está escrito por un hombre; el otro, por una mujer. Uno, por un inglés; el otro, por una americana. Uno, por un escritor fracasado que se volvió tarumba de pura derrota; el otro, por una autora muy vendida y muy bien criticada que todos los años se postula al Nobel. Uno es muy largo; el otro, muy breve, apenas una nouvelle.

Es difícil encontrar libros con más antagonismos entre sí. Los une el hecho de que ambas novelas hablan de violencia, pero una, desde la perspectiva de un criminal, y la otra, desde el punto de vista de unas víctimas. ¿Adivinan cuál es cuál?

Exacto: las víctimas siempre se llevan la portada fea.

La novela de Colin Wilson es extraña y difícil de asimilar para un lector  moderno, porque trasgrede casi todas las convenciones del arte narrativo e incurre en bastantes de los vicios que muchos deploramos en los malos escritores y que, quienes damos talleres literarios, intentamos corregir y hacer notar a nuestros polluelos. Y, sin embargo, es tal el talento del autor y tan sugestivo el planteamiento de la obra que convierte todos esos errores en virtudes.

En cambio, la novela de Joyce Carol Oates es casi perfecta, de una técnica impecable y audaz. Ritmo medido, información dosificada y administrada con sabiduría y estructura caleidoscópica, con narradores extraños que a veces se expresan en segunda persona y parecen hablar desde un presente que es futuro. Pero falla en lo principal, en ese reducto que la técnica no puede suplir: la emoción. Conforme avanzo en la lectura, menos me interesa el drama que me están contando, menos implicado estoy con la tragedia de la protagonista (a la vista del título, creo que no destripo nada si les digo que es una mujer a la que violan). Porque Oates acaba poniendo su impecable y soberbia técnica narrativa, digna de una Messi de las letras, al servicio de una tesis política en lugar de al servicio de sus personajes. Oates quiere demostrarnos algo y convencernos de una idea, y para ello no duda en forzar la máquina hasta hacer zozobrar la verosimilitud del relato.

No tengo nada en contra de la novela feminista ni de ninguna otra novela ideológica, siempre y cuando se respete el pacto de lectura y el relato sea coherente con sus propios planteamientos narrativos. Y aquí no lo es.

Me explico: Teena Maguire es violada salvajemente en presencia de su hija de doce años por una panda de adolescentes puestos de metanfetamina. La agresión casi la mata, y cuando se recupera, tiene que enfrentarse al juicio y a una especie de segunda violación, esta vez social. Resulta que el pueblo y la opinión pública no simpatizan con ella, insinúan que era una guarra que iba provocando y acaba despertándose cierta corriente de empatía hacia los animales que la atacaron. El planteamiento es sugerente y creo que no faltarán víctimas de violación que se sientan identificadas con ese sentimiento de indefensión y de vapuleo social («algo habrá hecho», «las visten como putas», etc.). Pero, para expresarlo, Oates dibuja unas situaciones demasiado burdas. No me creo ese linchamiento, especialmente con la mala reputación que tienen los delincuentes sexuales. Parece que está hablando de una aldea de Arabia Saudí. El machismo institucional, en las sociedades occidentales, se manifiesta de maneras mucho más sutiles. Oates crea monstruos que no existen o que no se atreverían a vilipendiar a una víctima de violación. Sencillamente, porque, diga lo que diga Oates, las víctimas tienen un carácter sagrado en nuestras sociedades. Quien las mancilla, sufre el repudio social. Y eso no se refleja en la novela.

Pero incluso eso podría tener un pase —o no molestar tanto— si el presunto mensaje o moraleja de la historia no se pareciese tanto a un episodio de El equipo A: la justicia no funciona, no protege a las víctimas, así que hay que tomarse la venganza por la mano. Lo hace un policía que se va cargando uno a uno a los violadores. Lo que empieza siendo un alegato feminista acaba sonando a un reclamo fascista. Y no es la primera vez que, bajo un maquillaje progresista, los novelistas realmente existentes nos cuelan discursos reaccionarios de populismo subido de tono que dejan los argumentos de Harry el Sucio a la altura de una diatriba socialdemócrata.

Hay, a pesar de todo, muchos aciertos, especialmente en cómo narra la destrucción psíquica de la protagonista y cómo se recluye y rechaza el mundo, pero el empeño por politizar el relato lo enfría mucho y acaba rompiendo su hechizo. Además, sucumbe al happyending de la forma más cursi que imaginarse pueda (¡con campanas de boda! Para que las sufragistas se retuerzan en sus tumbas: doscientos años de lucha para acabar de tul ilusión. Hay que joderse), lo que confirma que los escritores más aficionados a la violencia son finalmente los más tiernos.

(Alberto Olmos dijo el otro día cuando estuvo por este pueblo que los escritores cursis suelen ser unos hijos de puta, y los duros, bellísimas y amables personas. Lo suscribo y brindo de nuevo por ello, hics. Al menos, en lo que a Olmos se refiere, es verdad, un tipo encantador).

Ritual en la oscuridad es, ya desde el título, otra cosa. Para mí, mejor, más genuinamente literaria, más parecida a lo que yo pienso que debe ser la buena literatura.

El principal vicio de los que aludía al principio en el que incurre esta obra inglesa tiene que ver con el prejuicio dialógico que padecemos muchos lectores: sospechamos de las novelas que tienen páginas y páginas de diálogos. Y esta, queridos míos, es un diálogo de 600 páginas.

¿Por qué somos muchos —bueno, quizá no tantos, a la vista de los cosos que se publican hoy en día— los que creemos que un exceso de diálogo es síntoma de una escritura mala? Porque el diálogo, cuando no se utiliza en sus dosis adecuadas, deviene relleno o, lo que es peor, sustitutivo de la narración. Las malas novelas policíacas están llenas de diálogos informativos, cuya única finalidad es facilitar datos al lector; y las malas novelas en general están llenas de diálogos café con leche, del tipo:

—Buenos días.
—Buenos días.
—¿Descansó el señor?
—Divinamente.
—Y yo que me alegro. ¿Tomará café o té?
—Té, por favor, con una nubecita de leche.
—¿Limón también?
—No, sólo la leche, gracias.
—¿Querrá tostadas o pastas?
—No sé decidirme… A ver…

Y así, hasta que el lector, desesperado, empieza a pasar páginas gritando: «¡Cómete las putas pastas y métete el té por el culo!». Ante los diálogos café con leche que se prolongan páginas y páginas, el lector agudo e intelectual se pregunta, irritado: «Pero, vamos a ver, ¿aquí cuándo dejan de hablar y se ponen a follar?».

Pues eso. Espero que haya quedado clara la cuestión del prejuicio dialógico.

Sin embargo, en esta novela, aunque hay algunos ejemplos de esas conversaciones café con leche, por lo general, es muy interesante la estructura dialógica, pues aquí funciona en clave platónica (de diálogo socrático-platónico, vaya: repasen el BUP si no saben de qué hablo). En las conversaciones se intercambian ideas. Ideas muy interesantes. Básicamente dos. A saber:

a) ¿Merece la pena el esfuerzo de follarse a todas las mujeres del mundo, o el sexo no es tan la hostia como nos lo han vendido y con un polvo de vez en cuando vamos servidos?

b) Si te enamoras de alguien que resulta ser un asesino destripador de prostitutas, ¿le ríes las gracias o acudes a la policía?

La respuesta a la pregunta a) es: con un polvo de vez en cuando vamos servidos, pero con todas las mujeres del mundo. O, al menos, con todas las apetecibles que se crucen por nuestro camino. Y a la pregunta b) es: le ríes las gracias, faltaría más, ¿para qué están los amigos-amantes, si no?

A diferencia del librito de Oates, este no quiere moralizar, no busca enseñarnos lo perverso y machista que es el mundo, sino que juega con la amoralidad para hacer aflorar nuestras contradicciones éticas. Al final de la novela se plantea: ¿qué diferencia hay entre un funcionario del Tercer Reich, por muy segundón e ignorante del genocidio que fuera, y un encubridor de un asesino en serie? ¿Son mejores las razones de uno que las del otro?

¿Por qué me ha parecido mejor la novela de Wilson que la de Oates? Básicamente, porque, aun siendo aproximaciones al mismo problema desde enfoques contrapuestos, la de Wilson quiere hacerme pensar. Pensar a secas, sin complemento circunstancial. En cambio, Oates quiere hacerme pensar de una determinada forma, la suya: aspira a convencerme de que su elección moral equivale a una verdad ontológica. Quiere señalarme la divisoria entre buenos y malos y busca una forma de que los malos paguen su maldad. Ésa es la diferencia entre la literatura y el editorial de un periódico.

La buena literatura, la que me interesa, la que me enseña algo de la vida y de mí mismo, no diagnostica sociedades ni postula remedios. Para eso ya está el ensayo y el periodismo. Y una narradora como Joyce Carol Oates debería saberlo. Confío en que no lo sepa, porque si retuerce las cosas a sabiendas, está cometiendo un fraude literario, y a mí me gusta creer en la honestidad de los buenos escritores. Aunque, si no lo sabe, mejor que no lo descubra, porque el día que abandone su vocación panfletera y de denuncia y se ponga a escribir literatura al servicio de la literatura, la borrarán de la lista de candidatos al Nobel.

GRUPO DE ROCK SERIO BUSCA

Ya es famoso el anuncio que Barry (Jack Black en la versión peliculera) coloca en la tienda de discos de Rob en la nickhornbyana Alta fidelidad: «Grupo de rock busca guitarrista, bajista y batería». ¿No sería más razonable que pusiera «cantante busca unirse a banda de rock»?, le objetaban sus amiguitos, entre la irritación y el cachondeo. Pero Barry tenía muy claro que el grupo era él.

Un amigo me ha chivado un anuncio real aparecido en la página del Cipaj (información juvenil movida y promovida por el ayuntamiento) que publica Heraldo de Aragón:

Grupo de rock serio busca batería.

Ya no son serias sólo las señoritas que se ofrecen a cuidad niños ni los pintores (españoles, también destacado) que pintan tu casa con un presupuesto muy económico. Queridos todos: vivimos tiempos en que las bandas de rock también son serias. Como los ingenieros de caminos, oiga. Esta es la España que nos deja ZP, este es el mundo que nos toca vivir.

La seriedad, esa peste silenciosa y aburrida, ha alcanzado sus últimos objetivos militares, cautivo y desarmado el ejército cómico.

¿Cómo puede asociarse la seriedad con el rock? Es más, ¿cómo puede asociarse la seriedad con cualquier forma de espectáculo?

Jethro Tull, que son unos señores escoceses —bueno, un señor escocés llamado Ian Anderson— que llevan cuarenta años dándole a la flautilla, sacaron en 1971 un disco conceptual, Aqualung. La crítica lo frió hasta achicharrarlo, y una de las más contundentes refutaciones, puede que en el New Musical Express, proclamaba con fastidio y crueldad británica: «Vaya, ahora resulta que Ian Anderson quiere que pensemos».

¿Qué le reprochaban? Su seriedad, que quisiera poner al público grave y solemne con su música cuando lo que de verdad quería la muchachada era drogarse un poco y refrotar su pliegue inguinal con el correspondiente de la hippie de al lado. Que de eso va esta historia, Ian, que no te enteras, contreras, le dijeron los críticos (lo de contreras se decía mucho en 1971).

Contra la seriedad se rebeló el punk pocos años después, encontrando una sana y eufórica respuesta en una chavalería empachada de discos conceptuales y de solos de teclado de cuarenta y tres minutos que no habían abierto ninguna puerta de la percepción —puede que ni siquiera una rendija—. Sólo los japoneses, que quizá vivan desde hace mucho tiempo al otro lado de esa puerta, siguieron asistiendo con educación y calma a los pasotes del rock progresivo y sinfónico, casi hasta nuestros días.

No soy dogmático ni doy consejos (prefiero recurrir directamente al asesinato, las razones y los discursos me fatigan y no hay nada que inspire mayor obediencia que una cabeza clavada en una pica a la vista del populacho. Las palabras, fíjense, me agotan, prefiero vencer a convencer), pero en esta ocasión seré magnánimo y os desengañaré con mi evangélico poder de persuasión, oh, pobres y muy solemnes criaturas: la seriedad es el camino más equivocado para que alguien os tome en serio.

O peor: es el más ridículo de los caminos para ser tomado en serio.

Alguien que asume la seriedad como una actitud está haciéndole el trabajo por adelantado a sus caricaturistas.

Para mí, la seriedad de un artista (me da igual que sea músico, escritor o hacedor de performances acrobáticas) es indicio de muchas cosas, todas ellas nefastas. La seriedad denota inseguridad, prevención ante las reacciones del público, una más que plausible y nada disimulada mediocridad y una incapacidad enorme para la autocrítica, la corrección y la valoración de la propia obra. Todas estas cosas son minusvalías para cualquier artista que quiera hacer algo interesante. Puede que tenga algo que decir, pero las capacidades de crecimiento y aprendizaje, imprescindibles para encontrar la propia voz del artista, están considerablemente mermadas. Alguien serio rara vez se mueve: no sabe ir ni más allá de sí mismo ni más acá de sí mismo, pues su pose lo paraliza tanto para explorar espacios donde no se siente seguro —y donde su seriedad puede fracturarse— como para renegar de lo ya hecho y, en consecuencia, superarlo y superarse.

Un ejemplo de escritor con actitud seria: Gabriel García Márquez. Un ejemplo de escritor con actitud despreocupada: Mario Vargas Llosa. Ambos fueron amigos una vez, ambos fueron pares. Hoy, uno es un vejestorio que babea incoherencias y el otro es un autor que —a pesar de decepciones enormes como la de su última novela, que me pareció espantosa— sigue avanzando y sigue proponiendo cosas interesantes, preocupándose por refrescar su literatura, en permanente búsqueda de ese no-sé-qué que persiguen los artistas. El primero, solemne, se enmohece en su propia grandeza. El otro, se airea y puede que incluso siga follando con alegría, renovando en cada polvo los votos de una juventud nunca abandonada del todo.

La actitud, lo he descubierto con el tiempo, y cada vez estoy más convencido de ello, hace al artista. Quien descubre esta verdad muy pronto y la aúna a su talento, tiene muchas posibilidades de hacer cosas grandes en la vida. Cuanto más tardes en darte cuenta y menor sea tu talento, más posibilidades tendrás de acabar yaciendo entre las miasmas de tu propia solemnidad, eternamente mediocre y ridículo.

Hay demasiada gente queriendo ser seria. Demasiada gente dolida por no sé qué misteriosos dolores que nunca se explicitan. Demasiado poeta que ve la intensidad reflejada en el blanco pulido de su nevera llena de productos Hacendado o en la pobrecita desgracia de los niños de Somalia a los que vio de lejos en un safari.

Sylvia Plath, poeta a la que dediqué un cuento de mi libro Malas influencias [inserción publicitaria], no se suicidó: implosionó ahogada en su propia solemnidad, obsesionada con el crecimiento de sus propias uñas (literalmente), aislada y ensimismada en un apartamento gélido. Por eso ella, como personaje, es más interesante que los poemas que escribió. Por eso escribimos sobre ella y no sobre su poesía. Pero eso es un fracaso enorme —y si no se hubiera suicidado, nadie escribiría de ella, ahora sería una anciana olvidada y amargada—: todo autor honesto quiere que su obra le trascienda, no trascender él mismo su obra por una anécdota cualquiera.

Y sí, el suicidio es también una anécdota. Todo lo es, al fin y al cabo.

Lo habéis comprobado en el post anterior: siempre que se bromea sobre algo, salta un ofendido. El humor tiene un poder que la seriedad nunca tendrá. Un tipo serio puede dejar indiferente a la concurrencia o dormirla, pero un buen chiste siempre molestará a alguien. Al menos, eso nos llevamos por delante.

Mi consejo como dentista es: no seáis serios, no os dejéis vencer por ese virus que todo lo invade. La seriedad se logra en la honestidad de la obra bien armada y en la originalidad e intensidad de lo que dices y de cómo lo dices, pero como actitud vital y artística es un lastre insufrible. Practicad un poquito de self-deprecation, no le hagáis el trabajo a vuestros caricaturistas. Y, sobre todo, procurad ser agradables: pensad que estáis en una fiesta con más gente, y que la única estrategia de supervivencia en ella es la seducción. Nadie seduce tomándose en serio a sí mismo. O, por lo menos, nadie seduce así a alguien interesante: lo más probable es que acabes ligando con una tipa o un tipo tan imbécil como tú. Ya sabéis, dios los cría. La cuestión es: ¿queréis vivir rodeados de imbéciles seriotes como vosotros o realmente queréis llegar con vuestro arte a todo el mundo? En la respuesta a esa pregunta encontraréis la clave.

Y ya está, que me empiezo a parecer a un panfleto de Paulo Coelho y, encima, les estoy tuteando, como si nos hubieran presentado o algo así.

Tomen como ejemplo a Marlon Brando, el más intenso de los actores que el mundo ha dado, que acabó siendo el mejor de su arte y oficio por pura diversión, porque vio que aquello molaba y decidió intentar hacerlo lo mejor posible. Pero, para ello, antes tuvo que hacer algo de self-deprecation e insistir en todas las entrevistas que él se había convertido en actor porque era un inútil, porque no sabía hacer ninguna otra cosa ni se creía con talento ni vocación para nada. Incluida la interpretación, cuya vocación, aseguraba, fue sobrevenida: ya que he encontrado algo que hago bien, voy a intentar hacerlo lo mejor posible, se dijo. Pero sin tontadas ni mesianismos, sin ánimo ninguno de cambiar el mundo. Ni siquiera de cambiarse a sí mismo.

Así son los putos genios, rara vez suenan serios.

CUIDADO CON LOS ESTÍNJERS

La prensa se empeñaba en llamarlos skin heads, pero las madres del barrio los conocían como estínjers. Quizá no por desconocimiento del inglés, sino por una sofisticada metonimia: una cabeza afeitada semeja un culo, y en el centro del culo hay un esfínter. De esfínter a estínjer va un paso. Quiero creer que es por eso y no porque no entendieran el inglés, que en mi barrio todo el mundo hablaba inglés.

«¡Cuidado con los estínjers!», advertían las madres antes de cualquier salida vespertino-nocturna. O: «No te vistas así, que vas a provocar a los estínjers».

Era tal la paranoia que abundaban las confusiones. Cualquier cráneo pelado devenía un estínjer en potencia a ojos de una madre protectora. «¿Pues no se habrá hecho estínjer el hijo de la Dolores?». «Joder, mamá, no, que le están dando quimioterapia, si estuviste ayer en el hospital visitándole y todo». «Bueno, tú, por si acaso, cuando le veas, te cruzas de acera, y si te grita jailjilter, tú sigues caminando como si nada».

Los estínjers actuaban en manada, porque, por separado, eran unos mierdas. Eso se decía: tú coges a un estínjer a solas y se caga del susto, pero en pandilla son muy gallitos.

Gallitos: jerga viejuna. Tópicos de West Side Story.

Había debates: ¿se puede rehabilitar un estínjer? ¿Es un estínjer un nazi de verdad o un típico producto del lumpenproletariado sin conciencia política? ¿Acaso si a un estínjer le pinchan, no sangra? ¿Qué hacer si su hijo se convierte en un estínjer?, se preguntaba Mercedes Milá con un lejano brillo de suspicacia en los ojos.

Luego vino una peli en blanco y negro que no se parecía nada a West Side Story. Se titulaba American History X, e iba de un estínjer arrepentido que intentaba salvar a su hermano de ser un estínjer. Gustó mucho, la película. Retrataba muy bien la génesis de la violencia, decían los críticos.

La génesis de la violencia. Casi nada.

Yo, como no he visto la génesis de la violencia, no les sé decir si la retrataba bien o mal. Sí que sé que era un tanto aburrida, muy pretenciosa y muy simplona. Los estínjers que salían en ella se parecían demasiado a los estínjers que imaginaban las madres de mi barrio, y las madres de mi barrio siempre imaginaban muy mal las cosas porque tendían a imaginar lo que Matías Prats les decía que imaginaran, así que yo no me creía mucho a los estínjers de American History X. Además, la peli la pasaban en las clases de Ética del insti y tal, y todas las pelis que pasaban en la clase de Ética eran un coñazo. Bueno, mejor una peli que aguantar un rollo profesoral, pensábamos, pero aun así.

El caso es que yo nunca fui atacado por un estínjer. Y eso que hice muchos méritos. Llevaba el pelo largo y volvía a casa solo por la noche, cautivo y desarmado cual ejército rojo. Una vez, un amigo me regaló una camiseta muy chula con una hoz y un martillo y las siglas CCCP, que son las siglas de la URSS en ruso. Otro amigo llevaba otra camiseta con la leyenda: KGB, Still Watching You!. Pero él conservó la suya y a mí me tiraron la mía. A mi madre le parecía muy peligroso que me paseara por ahí provocando de esa manera a los estínjers. «La semana pasada —siempre era la semana pasada— cogieron a un chaval en el metro de Madrid con un pin del Che Guevara —siempre era el metro de Madrid con el pin del Che Guevara— y ahora está en la UCI de un hospital sin determinar, pero muy bueno en eso de curar heridas de estínjers». Pues vaya. Manzanas traigo, solía responder yo.

Qué casualidad, a un amigo, los estínjers le dieron una paliza o le quisieron pegar y él les devolvió las hostias o algo así. Pero es que a ese amigo siempre le estaban pasando cosas raras que nadie podía comprobar, pues nunca sucedían delante de testigos. Él fue el único conocido que dijo ser atacado por un grupo de estínjers que recorrían el barrio en misión de caza. Yo, la verdad, no me lo creí. Pensé que le resultaba más cómodo inventar una historia verosímil para su madre, escenificando uno de sus terrores de barrio más recurrentes, que contar alguna cruda verdad probablemente relacionada con el tráfico de estupefacientes al menudeo y con un camello que quería dar una lección a un niñato que estaba vendiendo demasiada mierda en su zona.

Pero qué sabía yo de violencia urbana y juvenil. Qué sabía yo de estínjers. En cambio, de tráfico de estupefacientes en mi barrio y de la mala hostia que gastaban los camellos sí que sabía un poco. También estaba al corriente de la estupidez intrínseca de mi amigo, que nunca se postuló a ningún Nobel.

Un periodista muy intrépido se infiltró entre los estínjers. Y escribió un libro que se vendió mucho, y tuvo que cambiar de identidad y esconderse, el periodista. Fue muy impactante todo. Muy valiente, el periodista. El libro gustó mucho.

A mí me pareció que estaba muy mal escrito, pero lo que más me molestó fue que la mitad de sus páginas eran experiencias sin contraste ni verificación posible, y la otra mitad eran pasajes fusilados de libros de sociología y de historia reciente de los movimientos juveniles. Y como yo ya me sabía cómo nació el rollo oi! y no soy hombre de fe —y, por tanto, no puedo creer el testimonio de alguien que no aporta sustento ninguno de su credibilidad, ya que oculta hasta su propio nombre y ni siquiera responde de sus afirmaciones con su cara y su DNI—, el impactante y valiente libro me pareció un bluff.

Vamos, que yo también escribía un libro de esos de infiltrado entre los estínjers. Con recopilar las leyendas que circulaban entre las madres del barrio y narrarlas en primera persona diciendo que las he visto, está hecho. A ver quién tiene huevos de rebatirme a mí nada. A mí, cuidadín, que he estado con los estínjers y sé cómo las gastan. A mí, que he visto el horror, tío, el fucking horror. A mí, que me fumo un puro con el coronel Kurtz todas las mañanas mientras huelo el napalm y soy el novio de la muerte.

Los estínjers eran las meigas de nuestro barrio. Haberlos, húbolos, pero, ¿quién los había visto? Yo no, desde luego, y nunca me sentí amenazado por ellos.

Los estínjers existían, y hacían de las suyas, claro. De vez en cuando, hasta mataban a alguien. El chaval ese de Donosti que fue a ver un partido de la Real Sociedad al Vicente Calderón, por ejemplo. Pero ni mi barrio ni otros estaban sojuzgados por sus pasotes violentos. Había más miedo que realidades a las que temer, y muchas más leyendas que noticias. Leyendas que envalentonaban y hacían fuertes a los cuatro o cinco engendros que conformaban aquella especie de avanzadilla neofascista.

Hoy, sin embargo, parece que ya no hay estínjers. No se oye hablar de ellos, desaparecieron sin dejar rastro. ¿Qué pasó? ¿Terminaron la FP y se montaron un taller de tunning? ¿Acabaron Derecho y consiguieron un escaño de eurodiputado por Falange Auténtica? ¿Se rehabilitaron, como el estínjer de American History X, y ahora se dedican a dar charlas sobre control de la ira en institutos públicos y escuelas de negocios?

No lo sé, el caso es que desaparecieron, como tantas otras cosas de los años noventa, como los pantalones con muchos bolsillos y como Lydia Bosch. A los pantalones con muchos bolsillos los sustituyeron los chinos del H&M; a Lydia Bosch, Carmen Machi, y a los estínjers, nadie. Hay un vacío en la violencia juvenil que urge rellenar. Hay millones de madres en toda España deseando algo que temer: no pueden quedarse tan tranquilas mientras sus hijos se van por ahí de botellón. Tienen que estar aterrorizadas por algo, démosles motivos, inventemos unos nuevos estínjers. Estínjers reloaded.

¿Es que estamos tan idiotizados por Belén Esteban que no somos capaces de inventar ni una sola amenaza urbana?