Vivo en una ciudad que fundaron los romanos para controlar una zona poblada por iberos, gente que tenía su lengua y su cultura y su tierra. Los romanos les impusieron el latín como lengua, junto con su cultura, su religión, sus dioses y su forma de comer y de divertirse. La cultura ibera desapareció en la invasora, perviviendo sólo en aquellos mínimos aspectos asimilables por los romanos.
Luego, la ciudad romana pasó a estar controlada por los visigodos, unos tipos que hablaban una lengua germánica que abandonaron por el latín que se hablaba aquí, que ya empezaba a ser muy distinto del latín que se hablaba en Roma -como el latín que se hablaba en la Roma de entonces era sustancialmente distinto del latín que hablaba Julio César-. Antes de los visigodos ya había llegado una religión nueva que no era oriunda de la ciudad, que llegaba de Palestina a través de Roma y de la estructura estatal del imperio romano. Completamente impuesta vía decreto imperial.
Los visigodos demostraron ser los invasores menos invasores de todos, pues se quedaron con la lengua y la religión de los invadidos, pero aportaron también muchas palabras y muchas costumbres nuevas. De nuevo, impuestas, pues eran invasores.
Luego vinieron los musulmanes, que rebautizaron la ciudad, o la adaptaron a la fonética árabe. Otra imposición de cultura, lengua, religión y costumbres. Esta vez, llegadas desde la península Arábiga a través del norte de África.
Del norte llegaron otros invasores, que vendieron la burra de que “reconquistaban” lo que simplemente conquistaban. Volvieron a imponer una religión foránea y una lengua romance, un latín absolutamente desvirtuado, que se había formado en las montañas de los Pirineos. Y, como siempre, se asimiló la imposición.
Más tarde, esa lengua romance, junto con las costumbres, leyes y rasgos culturales de ese reino fundado en las montañas pirenaicas, se fueron marginando en favor de otras costumbres, otras leyes y otros rasgos culturales venidos de un reino superior que se comportaba como potencia imperial (como lo que era). La lengua castellana sustituyó definitiva y totalmente a la aragonesa en el siglo XV.
Y eso, sin pasar del siglo XV. Es decir, que vivo en una ciudad cuya cultura, lengua, tradiciones, legado artístico y religiones han sido siempre impuestas desde fuera, por inmigrantes o conquistadores. Una ciudad -y podría decir que un país, pero no lo compliquemos- que no ha sido cuna de ninguna de las señas de identidad de las que presume y que se ha limitado a asimilar, voluntariamente o por la fuerza, elementos bárbaros.
¿Podría decirme entonces alguien por qué hay tanto guardián de las esencias mosqueado con la fiesta de Halloween? Si quieren vivir “lo nuestro” y prescindir de toda aportación extraña, que empiecen por desaprender el castellano, por rechazar el cristianismo, invento oriental, y por refutar a todos los artistas de la historia del lugar, empezando por Goya, ese afrancesado que se formó en Italia y cultivó una tradición artística cuya génesis más plausible habría que buscar en la Toscana y no en Fuendetodos. Que empiecen a quitar capas de influencia extranjera en su cultura -incluyendo también este alfabeto latino en el que escribo- y que, para ser consecuentes con su esencialismo, se vistan con unas pieles sin curtir y se vayan a vivir a una choza neolítica como hacían los iberos, que, por lo que sabemos, son los únicos que no llegaron a la zona como inmigrantes, que ya estaban aquí antes que los demás.
Aunque eso tampoco es cierto: llegaron, como el resto de los miembros de la especie homo sapiens, del valle del Rif. Hasta allí deberían remontarse para no encontrar contaminación extranjera y para sentirse tan puros como el director de un campo de exterminio nazi.
A los demás, happy Halloween, boys and girls!