Archivo mensual: noviembre 2011

EL FIN DEL MUNDO

Dejemos por un momento de hablar de mi librico.

Hablemos, por ejemplo, del apocalipsis. O de milienarismo, cojones ya. El milienarismo va a llegarrrrr.

¿No se han dado cuenta? ¿No han percibido las atronadoras señales que lo anuncian? Las trompetas de Jericó son una tontería al lado de estos glaciares que se derriten, de esos gobiernos que se hunden, de esas selvas que se deforestan, de esas bolsas que rojean, de esas hipotecas que no se pagan y de esos periódicos que no se leen. Is this the end of the world as we know it?, que cantaban aquellos.

Con la que está cayendo, que dicen los otros.

Todo pinta mal, ciertamente, especialmente para los europeos. Es posible que las antiguas colonias asiáticas estén haciendo planes para repartirse los despojos de su vieja metrópolis, comprando su deuda y prestándole dinero a intereses de usura, pero la histeria colectiva —o la histeria mediática, más bien— fatiga muchísimo. El discurso se parece demasiado a una admonición bíblica como para no ser una, y tan inocua y fabulosa como cualquiera de las contenidas en el Apocalipsis o en los delirios babeantes del más senil de los profetas barbiblanquecinos. Falta poco para que el gallinero público se parezca al Speakers Corner, con sus locuelos subidos en cajones anunciando el fin de los días.

No niego la veracidad del discurso, pero no me digan que no es sospechosa la coincidencia estructural y estilística del Libro de Daniel, por ejemplo, con buena parte de las cosas que están pasando ahora.

Una de las historias principales de ese libro es la del pobrecico Nabucodonosor, emperador de Babilonia. Básicamente, dice que los babilonios eran una gente muy juerguista y viciosa, y el tal Nabucodonosor era el más malo malote de todos. Los babilonios estaban todo el día que si ahora te sodomizo, que si ahora cometo adulterio, que si ahora me cepillo a mi madre… Y lo que más odiaban en el mundo era a los judíos, en el papel de hormiguitas en esta protoversión porno de La cigarra y la hormiga. Nabucodonosor persiguió y aniquiló al pueblo elegido, tocando las gónadas de un tal Yahvé. El Innombrable fue y le dijo: mira, Nabuco, pase que tu gente esté todo el día fornicio que te fornicio; vale que quieras construir una torre soberbia que toque los cielos y se me clave en el culo; vale que estéis todo el día amorraos a la litrona y al porramen y ni siquiera abráis las ventanas para ventilar, pero lo de que me toquéis a mis judíos, no, eso sí que no. Hartito me tienes, Nabuco, hartito.

Y entonces vino lo de la Torre de Babel y su confusión de lenguas y todas las desgracias que cayeron sobre Nabucodonosor y su pueblo por malos y salidorros.

Hay toda una corriente teológica en ciertos ámbitos rabínicos que trata de dilucidar quién fue más pernicioso para los judíos, si Hitler o Nabucodonosor. Y aún no lo tienen claro. Ni siquiera les ayuda saber que el Nabucodonosor del Libro de Daniel fue un personaje de ficción y Hitler, no.

La arqueología y la investigación histórica han demostrado sobradamente que el Nabucodonosor real (el segundo de ese nombre), que existió y gobernó sobre Babilonia —lo que hoy sería, Irak, Siria y parte de Irán— en el siglo VII a. d. C. no fue de los peores sátrapas que han visto la tierra. De hecho, fue un gran constructor de infraestructuras básicas para el desarrollo de su país (incluidas escuelas), y su reinado se describe como un periodo de estabilidad y prosperidad, no sólo económica, sino cultural, pues era lo contrario a un bruto. Fue algo parecido a un déspota ilustrado, un Carlos III de la Antigüedad, vaya, o un Médici. En cualquier caso, nada que ver con lo que dice de él la Biblia. Sin embargo, al señor que escribió el Libro de Daniel no le caía simpático, y lo convirtió en uno de los malos más malosos de la historia. Pésima suerte, habiendo tantos malos para elegir, que escogiera a uno que no lo era especialmente o no en un grado mayor que otros tiranos de la época.

La cuestión es que los babilonios fueron castigados por su forma de vida, porque estaban corruptos. Y la corrupción, en la Biblia, siempre se paga con fuego y destrucción. Ya sea en Babilonia, ya sea en Sodoma, ya sea en Gomorra. Hasta que no llegó Jesús y dijo aquello de tirar la primera piedra, a las putas y a sus clientes se les quemaba con alegría.

¿No les resulta familiar el esquema de descomposición moral-castigo? ¿No están casi todos los discursos políticos y sociales —incluso culturales— construidos sobre él? ¿No estamos repitiendo una y otra vez la historia de Nabucodonosor? Hasta la arqueología se empeña en dar la razón: quien ha visitado las ruinas de Pompeya ha visto el lupanar y sus frescos, que se guardan en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Pues algún beatillo sumó dos y dos y dijo que los pompeyanos habían sido barridos por el Vesuvio por estar todo el día folla que te folla. El castigo divino, again.

El cambio climático se presenta como un castigo por nuestros excesos. Hemos sido malos y lo vamos a pagar. La crisis financiara, ídem de ídem: no sólo se echa la culpa a los banqueros y a sus amigos, sino que se extiende a toda una población laxa y permisiva, que no ha ahorrado, que ha gastado lo que tenía, que se ha dejado arrastrar a una orgía de codicia y despilfarro, y así nos va. Recibimos el justo castigo por nuestra corrupción. A Yahvé se le han hinchado las pelotas y nos va a mandar uno de sus tormentos ejemplares. Nos lo merecemos, por sodomitas y por adorar al becerro de oro en vez de apretarnos el cilicio y ayunar como es debido.

A mí, personalmente, me repele mucho que la realidad se encuadre en ese esquema apocalíptico tan evidente y ramplón. Estoy cansado de escuchar admoniciones y, la verdad, me dan mucho miedo quienes, armados de una fregona justiciera y un bote de aguarrás moral, se presentan con la intención de limpiar toda nuestra mierda y atacar los males de raíz. Siempre que han surgido limpiadores semejantes han acabado dejándolo todo hecho un asco, llenito de cabezas guillotinadas o de humo de horno crematorio alemán o de prisioneros arrastrando piedras por Siberia. Yo prefiero seguir viviendo en la inmundicia que sufrir o apuntarme a la limpieza que se propone.

Porque me gustaría saber cuál es el estado virginal que se quiere restaurar. Me alucina que tengan tan claro en qué momento se torció todo y cómo se puede volver a esa edad de la inocencia donde éramos felices y virtuosos. ¿Cuándo fue eso? ¿Qué tiempo fue aquel, sin corruptos ni corruptores, sin señores que gritaban y con niños bien peinados?

Quizá ustedes se sientan sucios, mezquinos y merecedores de un castigo. Fustíguense si quieren, pero déjennos a los demás en paz, que estábamos muy calentitos en nuestra Sodoma. Lo siento mucho, pero no puedo sentirme responsable de los males del mundo, no puedo vivir pidiendo perdón, no estoy dispuesto a asumir culpas que no creo tener. Y tampoco quiero que me las echen ustedes. ¿Puedo hacer algo por cambiar las cosas a mejor? Seguramente, pero si no lo hago, no merezco ninguna furia divina. Y si la sufro, si el Apocalipsis sobreviene al fin, moriré sin arrepentimiento y sin confesión: asesíneme, dios del cambio climático y de las finanzas internacionales, pero no espere que le suplique clemencia ni que le ofrezca mi bondad ni mi alma manchada a cambio.

Puestos a elegir una muerte, prefiero ahogarme en un lodazal de corrupción que fenecer a manos de uno de los purificadores del mundo.

Puestos a hablar de fines del mundo, prefiero hablar del milienarismo de Arrabal que del milenarismo santurrón.

HERE COMES A REGULAR

Este es el vídeo (amateur y en plano fijo, aviso, pero se ve y se oye admirablemente bien) de la presentación de El restaurante favorito de Nina Hagen en Los Portadores de Sueños el miércoles pasado.

Fue un día excepcional, y creo que no le he agradecido lo suficiente a Ana Usieto (a otra gente tampoco, pero mi deuda es mucho más grande con Ana) el cariño y el esfuerzo gastados. Le hice pasar un mal rato y en algún momento me he sentido culpable por haberla puesto en ese brete, pero cuando aceptó me hizo muy feliz, y lo que dijo y cómo lo dijo me hacen temblar aún las canillas, sean lo que sean las canillas.

Es cierto que nuestra relación funciona mejor en el registro somarda que en el floral, pero el miércoles estuvo sublime e hizo de la presentación lo que yo quería que fuera: una celebración, un abrazo colectivo, un cariño desprejuiciado. Para disquisiciones académicas y comentarios de texto filológicos ya están los pelmazos de siempre: yo quería compartir ese rato con mis amigos, con la gente a la que quiero y que me quiere. Y Usieto ocupa uno de los sitios más altos y cómodos de ese escalafón.

En las entrevistas y crónicas sobre el libro que han ido saliendo esta semana en los medios se ha destacado mucho la ocurrencia del pijama. Y está bien, resume estupendamente el espíritu de la obra, pero yo quería aprovechar este post para llamar la atención sobre una cosa que parece protocolaria y que todo el mundo pasa por alto —yo el primero— cuando lee un libro: la cita inicial.

No es extraño, porque, como muchas otras historias de la liturgia librera, ha perdido buena parte del sentido y ha quedado como un ritual vacío o un mero adorno para que el autor exhiba la longitud y profundidad de sus insondables lecturas. Pero en mi caso no es así. O no he querido que fuera así. La que encabeza El restaurante favorito de Nina Hagen no es un verso de un gran poeta ni una sentencia de un filósofo tremebundo, sino unas palabras de un songwriter yanqui (lo siento, traduciría songwriter por cantautor, pero es que, en España, cantautor es un término tan roñosamente cargado de connotaciones que me parece un insulto equiparar la actitud y el trabajo de un songwriter americano con la mediocridad melosa de un cantautor patrio): Paul Westerberg. Es una estrofa de una canción titulada Here Comes A Regular que dice así:

Here comes a regular.
Call out your name.
Here comes a regular.
Am I the only one who feels ashamed?

El regular de la canción se erige en contraposición a los specials. En otro verso dice: «Everybody wants to be special here». Todo el mundo aquí quiere ser especial. Pero la canción planta en el centro del cuadro a un regular, a un tipo corriente, y remite a una estética invernal y springsteeniana con la que me siento muy cómodo. Un sitio de cerveza y pantalones vaqueros, un espacio de gente conformada, pero no por ello conformista. Frente a los que se desviven por epatar, por pisar el cuello del vecino y por llamar desesperadamente la atención para alimentar egos voraces y desquiciados, nos situamos los regulars, los que poblamos las canciones de John Mellencamp, los que no tenemos miedo de enseñar los dientes en una carcajada.

Y es esa la estética que me pertenece y a la que pertenezco. Una estética cómoda y amigable, ajena a las modas, mucho más parecida a la de un pub cervecero que a la de un club minimalista. A todas estas cosas remite el concepto “pijamista”. Y creo que la presentación del miércoles fue un punto de encuentro para los que nos sentimos cercanos a esa forma calmada y amigable de vivir la vida.

Hoy me he cruzado con un bicho venenoso, con una de las pocas personas que conozco que considero nocivas y cuyo trato desaconsejaría vivamente a cualquiera. Alguien a quien he visto hacer cosas miserables y de la que sospecho cosas muchísimo más miserables, la típica persona que no querrías tener a tu lado en el caso de que surja un Cuarto Reich, pues sabes que te delatará a las SS en cuanto tenga ocasión. Me ha preguntado por este libro y he tratado de ser educado. Se ha sorprendido cuando le he dicho que la librería estaba llena a reventar y me ha mirado con lástima impostada. Yo le he dejado atrás afianzado en mi actitud de regular y plenamente consciente —por intuición pura— de que el desgraciado es él. Porque yo, pese a no tener de mi hijo más que sus fotos y el recuerdo de su olor, soy un tipo afortunado, porque la gente que me quiere así me hace sentir. Y esta persona, en cambio, tiene que caminar mirando hacia atrás por miedo a ser apuñalada por alguna de sus víctimas.

Dice un proverbio árabe que si te sientas en la puerta de tu casa verás pasar el cadáver de tu enemigo. Yo me contento con adivinar la soledad y la envidia en sus ojos.

Durante la enfermedad y muerte de mi hijo he descubierto lo mejor de las mejores personas y he terminado por despreciar lo peor de las peores. Y tiene cojones que yo, que soy un regular derrotado y dolorosamente consciente de mi derrota, me sienta envidiado por uno de esos specials que tan claro han manifestado siempre su desprecio.

Los regulars, los pijameros, llevamos la razón. No dejéis que uno de estos petimetres os la quite.

ME HAN PILLADO EN PIJAMA

Lo que pego a continuación es la entrevista que sale hoy en las páginas de Cultura de Heraldo de Aragón. El que está tirado en el suelo soy yo, y el que formula las preguntas y me hace parecer un poco menos idiota de lo que en realidad soy es Mariano García, un tipo que empieza a merecerse un monumento (y no por esta cosa, precisamente). Lo digo sin hipérbole ni ánimo de halagar: esta entrevista es una de las cosas que más orgullo me han hecho sentir desde que publiqué mis primeras letritas. Qué cojones: yo sólo hacía libros para que algún día me entrevistara Mariano García. Ya lo he conseguido. Ya me puedo retirar.

Creo que hoy también me sacan en una radio y en los informativos de la tele autonómica. Y, a las 20.00, si andan por Zaragoza, están todos invitados a un brindis en vaso de plástico en Los Portadores de Sueños (c/Blancas, 4). Si la emoción me lo permite, diré algunas palabritas y charlaré en público con Ana Usieto (otro honor igual de grande que esta entrevista).

No sé qué alegría tan grande siente uno el día de su boda, pero dudo mucho que sea mayor que la que siento yo hoy, con tanta buena gente alrededor.

SÁDICOS

No lo he terminado aún, así que no dictaré sentencia sobre el libro —aunque me está gustando mucho—, pero no me resisto a citar esta porción de galante diálogo british (toda la novela es en realidad un galante diálogo british).

Austin Nunne, decadente y millonario alcohólico, acaba de confesar a Gerard Sorme, prota de Ritual en la oscuridad, su filiación sádica, además de homosexual. Estamos en los años cincuenta, aclaro. Sorme reacciona con naturalidad y dice:

—Disculpa mi ignorancia, ¿pero qué te impide satisfacer tus necesidades? Debe de haber gente que…, bueno, lo haga de forma profesional.
—Tú no lo entiendes, Gerard. La hay, es cierto. Pero… No sé como explicarlo. A ver: si tú sientes deseo sexual puedes contar con el hecho de que vas a encontrar a una mujer que quiera lo que tú tienes. Pero el sentido mismo del sadismo es… desear lo que alguien no quiere dar. Si la otra persona quiere darlo, ya no es lo mismo.

He aquí magistralmente refutadas varias décadas de educación sexual.

En Plataforma, de Michel Houellebecq, hay un momento muy desagradable en que los protas descubren un club de sado y deciden, tras ver una sesión de latigazos y cosas con cuero, que eso no es sexo. Los dos personajes, pervertidos hasta el extremo de montar una red mundial de turismo sexual, comprueban que el sadismo es algo inasumible en términos liberales. El autor francés lo enuncia en plan metafísico (para eso es francés), pero Colin Wilson lo expresa con un empirismo diáfano: si hay consentimiento, no puede haber sadismo. Será otra cosa, una pantomima, un teatrillo. No basta que se junten un sádico y un masoquista: el masoquista no puede ser una víctima legítima de un sádico.

La paradoja es clara y, por supuesto, irresoluble. Integrar el sadismo en un repertorio de juegos sexuales supone descargarlo de todo significado: un sádico no juega a hacer daño, sino que lo hace en serio.

La novela de Wilson es una sugerente aproximación a esta paradoja y a cómo puede dinamitar una concepción liberal de las relaciones humanas. Siguiendo la estela de Thomas de Quincey y de Oscar Wilde, Wilson fabula sobre su convicción de que la condición humana es inexpugnable y no consiente simplificaciones de contrato social o de otras teleologías democráticas. Hay aspectos de algunas personalidades que sólo admiten la represión o la liberación criminal.

Mola este Colin Wilson. Ya contaré más cosas cuando me acabe la novela. Está en Libros del Silencio, por cierto, es una de sus novedades de este final de 2011.

PD.- Quizá guarde un poco de silencio estos días por aquí, pero será porque estoy haciendo ruido en otros foros. Esta semana es un poco dura, con la presentación del libro y la promo y esas cosas. Ya les anunciaré dónde podrán verme/leerme/escucharme estos días, que tengo alguna entrevistilla que otra. Esta mañana he ido a la peluquería. No les digo más.

SU TURNO

No sé si ha ganado Sagasta o Cánovas del Castillo. Como en el siglo XIX, los dos presidenciables llevaban barba. Como en el siglo XIX, los dos presidenciables eran ancianos. Y, como en el siglo XIX, los dos presidenciables fingían con escasas dotes interpretativas que participaban en una contienda democrática. Es difícil distinguirlos.

De verdad que cada día me cuesta más encontrar las siete diferencias entre este turnismo y el de la Restauración. Máxime cuando hasta las propias reglas del juego se esconden y se presentan de una forma muy distinta a la realidad. Por ejemplo: que una buena parte de los españoles crean estar votando a Rajoy o a Rubalcaba, cuando esa posibilidad está reservada a aquellos ciudadanos censados en la circunscripción electoral de Madrid. O que se presente a estos individuos como “candidatos a la presidencia del Gobierno” mucho antes de que esa candidatura se formalice en las Cortes Generales (pues son los diputados y senadores quienes eligen con su voto al jefe de gobierno y no los ciudadanos).

¿Y qué más da? Cuanto más se falsee y se caricaturice el verdadero funcionamiento del sistema parlamentario español, más fácil será que unos pocos lo manipulen a su conveniencia. La realidad es que hemos llegado a un punto en el que casi todos los mecanismos institucionales del Estado son mera tramoya para sostener un tinglado muy simple manejado por un reducido grupo de señores. Como en la época de los caciques y los pucherazos, todo está perfectamente medido para que dos grandes familias se turnen en armonía, como dos clanes mafiosos que gestionan una entente para repartirse el cotarro sin estorbarse entre sí.

Ahora, tras las elecciones, debería llegar otro turnismo, el de los cesantes galdosianos que olisquean las puertas de los despachos preguntando qué hay de lo suyo. La lástima es que, esta vez, esos cesantes van a ser más galdosianos y garbanceros que nunca, pues hay bien poco que repartir y muchos suplicantes en la cola. Veamos cómo se disputan los despojos. Sentémonos los demás a disfrutar de la riña de gatos. Será divertido ver cómo se pelean por las raspas que Merkel y el baranda del BCE les arrojarán por la ventana.

Cuando haya terminado la pelea —durará poco, enseguida se repartirá la miseria—, empecemos los demás a hacer planes de exilio. Yo ya me he comprado una maletita de madera.

EL INMENSO NORTE

Disculpen el abandono al que someto al blog estos días (nunca he entendido por qué los abandonos se someten, en vez de dejarlos estar), pero, entre promociones, correcciones y demás líos que riman con testículos, no encuentro el minuto de paz necesario para alimentar a esta mala bestia. Aunque voy a aprovechar que ahora no me ve nadie para recomendarles una lectura muy apropiada para un finde otoñal y tristuno.

Aunque me gusta mucho el diseño de los libros de Mondadori (yo soy muy de Mondadori, así en general, y me encantaría que me ficharan algún día en su equipo de alevines; tengo un buen elixir bucal y no me importaría usarlo si el proceso de selección lo requiere), no me suelen gustar las fotos de sus portadas. Me parece que pecan de obvios y perezosos demasiadas veces y que abusan del catálogo de Getty Images, pero con Norte, de Edmundo Paz Soldán, han acertado de lleno. Qué portadaza. Esa luz crepuscular y sucia, esos raíles viejos, ese destino manifiesto insinuado en las traviesas…

El anterior título de Paz Soldán, Los vivos y los muertos, me decepcionó bastante —quizá porque lo leí después de Río Fugitivo, su deslumbrante, violenta e hipnótica primera novela—, así que cuando un amigo me recomendó vivamente este Norte, lo cogí con reparos, y ni siquiera su excelente portada me animó a la lectura. Pero no habían pasado ni veinte páginas cuando me di cuenta de que lo de Los vivos y los muertos fue un bache sin importancia en la carrera de un escritor soberbio, uno de los autores con mejor sentido del ritmo narrativo que se pueden leer hoy en español.

Norte cuenta tres historias cruzadas (es decir, que, en realidad, son tres nouvelles mezcladas entre sí que ni siquiera convergen más que somera y tangencialmente) de latinos al norte del Río Grande, de latinos atrapados en ese gigantesco norte donde a veces se vuelven del todo invisibles. Con esta premisa tan política, Paz Soldán tenía todas las papeletas para que el libro le saliera un melodrama infumable de pobrecitos buenos y de ricos malos, pero el resultado está muy lejos de ese maniqueísmo panfletero porque lo que quiere el novelista es contar historias, y las cuenta de puta madre.

Además, es difícil caer en el lado cursi de la fuerza con relatos tan duros y despiadados como los que componen Norte. El eje central es la historia de un asesino en serie, el Railroad Killer, un mexicano que cruza la frontera de polizón en trenes de carga y aprovecha para asaltar las casas que quedan cerca de las vías. Mata a sus víctimas —siempre mujeres— con rituales cada vez más macabros y cruentos de los que Paz Soldán no omite detalle. Esta parte de la historia está contada desde el punto de vista del asesino, con una voz nerviosa, resentida, enferma y muy convincente.

A todo serial killer le acaba saliendo un Van Helsing, un perseguidor meticuloso y obsesivo que acaba parándole los pies. Ese papel lo desempeña aquí otro mexicano, un ranger de Texas a duras penas integrado en su país de adopción —sus hijos se burlan de él por lo grosero de su acento hispano, no mitigado por los años— a quien le preocupan mucho las consecuencias que un asesino en serie de origen latino puedan tener en una sociedad muy predispuesta a la xenofobia. De hecho, el Railroad Killer acaba despertando una paranoia racista en la población anglo, pero es de agradecer que el autor se contente con insinuarla y no deje que la novela se quede varada en aguas propias de un editorial de periódico.

Las otras dos historias —un esquizofrénico mexicano retenido en un manicomio de California donde le descubren unas portentosas dotes para la pintura y una estudiante boliviana de una universidad de Texas enamorada de un profesor argentino cocainómano y profundamente hijo de puta— tienen menos fuerza que la del Railroad Killer, pero ayudan a conformar una voz coral que acaba dando sentido y profundidad a la novela. Es la voz del desarraigo, de los que no tienen sitio, de los verdaderos outsiders perdidos en el norte inmenso y hostil.

El policía que persigue al Railroad Killer reflexiona en un momento:

«Le hubiera encantado vivir en el siglo diecinueve, ese país extraño con ciencias como la frenología y la antropología criminal, que aseguraban conocer la identidad del asesino con sólo ver la forma de los huesos del cráneo, el tipo de mandíbula. Quedaban rasgos de esos tiempos en el lenguaje —tiene cara de boxeador—, pero ya no la ciencia. Uno se ahorraría de tantos problemas si, con sólo ver la cara de un vecino, pudiera decir si era capaz de matar a alguien, si, con sólo ver la cara de su pareja, pudiera concluir cuán dispuesta estaba al engaño, a la mentira».

Esta es una de las claves soterradas de la novela, la imposibilidad de aferrarse a ninguna certeza, y la pregunta pertinente es: ¿estamos dispuestos a ahorrarnos esos problemas o realmente vivimos para buscarlos?

Una gran novela, de verdad.

SIENTO SER PESADO, PERO…

FRANKITSCHMO

Me ha cautivado Metamaus, el libro de conversaciones con Art Spiegelman a propósito del vigésimo quinto aniversario de su obra Maus. Dice cosas muy interesantes acerca de su concepción, de su proceso creativo y de la conmoción que supuso su éxito, que ha determinado la vida posterior del dibujante y de su familia. Interesantes y mosqueantemente cercanas a reflexiones y sentimientos que yo mismo he tenido —no como triunfal y prestigiosísimo autor de cómics ni como hijo de un superviviente del Holocausto, claro, pero sí como lector y como escribiente que se ha formado una opinión y ha cultivado una actitud con respecto al arte y sus miserias, y puede que con respecto a la paternidad y a las relaciones filiales también, pero esa es otra historia—. No deja de ser inquietante sentir que tengo mucho más en común con un señor neoyorquino treinta años mayor que yo y a quien ni siquiera conozco que con la mayoría de las personas de mi generación con las que trato a menudo. Es preocupante y debería hacérmelo mirar. Quizá lo haga algún día.

No voy a entrar en pormenores, sólo quiero rescatar un par de citas sobre la relación entre el arte y el genocidio judío de la Segunda Guerra Mundial. Las pongo primero en inglés y luego las paso al castellano con la mejor de mis voluntades, pidiendo disculpas de antemano por mi impericia y desaliño como traductor amateur.

Dice Spiegelman:

A lot of popular culture about the death camps turns into Holokitsch. It sentimentalizes, it allows people a facile route back to just how life-affirming life is or something.

Esto es, para los que se fumaron las clases de inglés:

Mucha de la cultura popular acerca de los campos de exterminio se ha vuelto Holokitsch. Se sentimentaliza, ofrece a la gente una sencilla explicación de hasta qué punto la vida es una afirmación de la vida o algo así.

Me encanta el neologismo Holokitsch. Creo que resume bastante bien todas esas producciones literario-cinematográficas en las que ustedes están pensando.

Sigue Spiegelman, unos párrafos más abajo:

The Holocaust has become a trope, sometimes used admirably, as in Roman Polansky’s The Pianist, or sometimes meretriciously, like in Roberto Benigni’s Life is Beautiful. Almost every year there’s another documentary or fiction film up for some Academy Award in this category.

Esto es:

El Holocausto se ha convertido en un leitmotiv, utilizado admirablemente en ocasiones, como en El pianista, de Roman Polansky, y chabacanamente otras veces, como en La vida es bella, de Roberto Benigni. Casi cada año aparece otro documental o película de ficción para algún premio de la academia en esta categoría.

Bien, ahora voy a introducir unos sutiles cambios en ambos párrafos. Observen:

Mucha de la cultura popular acerca de la guerra civil se ha vuelto frankitschmo. Se sentimentaliza, ofrece a la gente una sencilla explicación de hasta qué punto la vida es una afirmación de la vida o algo así.

Y también:

La guerra civil y la posguerra se han convertido en un leitmotiv, utilizado admirablemente en ocasiones, como en Canciones para después de una guerra, de Basilio Martín Patino, y chabacanamente otras veces, como en Amar con huevos revueltos, de Yoquemesé Loquesea. Casi cada año aparece otro documental o película de ficción para algún premio de la academia en esta categoría.

Banalidad, mistificación, cursilería, mal gusto, ñoñez, melodrama barato y exprimidor de glándulas lacrimales de señoras seniles. Estas son algunas de las objeciones gruesas que se podrían hacer a buena parte de los títulos que se amontonan sobre un asunto del que algunos tienen aún la desfachatez de denunciar que existe un manto de silencio sobre él. Con los metros de película que se ha rodado sobre la guerra civil se podría alcanzar la luna, y con los libros que se han publicado sobre el tema se llenaban dos Everests.

Y, sin embargo, es cierto que no se ha escrito aún el gran relato que fije ese episodio histórico. No existe nada parecido —pero ni por el forro— a Lo que el viento se llevó o a Guerra y paz. Quizá argumenten algunos que la época de los grandes relatos quedó atrás, que ahora vivimos en tiempos de canapés y libros bajos en grasa, pero no deja de ser sintomático que la inmensa mayoría de lo que se produce sobre el particular sea gazmoño y vergonzante. Es tan grande el empacho que sufrimos que es muy probable que haga imposible la aparición de una obra grande y reveladora. Si alguna vez hubo un Tolstoi español con el talento y la disposición de ánimo necesarias para tal empeño, lo más seguro es que haya desistido de él, completamente asqueado de tanta cursilería barata. Han agotado el drama hasta reducirlo a su más esencial caricatura. Creo que, con honestidad artística, sólo se puede abordar la guerra civil hoy en día como parodia. La única aproximación seria que se puede hacer es a través del humor. Es el único flanco inexplorado, el único resquicio que la corrección oficialista ha dejado para buscar vetas literarias.

Ya se saben la fórmula: Comedia = tragedia + tiempo.

La cuestión aquí no es si el tiempo transcurrido es el suficiente para que, sumado a la tragedia, dé como resultado la comedia, sino si tiene algún interés literario volver a remover las mismas mierdecillas que tantos cursis y fatuos han removido con anterioridad. ¿No será mucho más honesto dejarlas estar? Como escribidor y como lector, creo que los autores que vuelven una y otra vez sobre este leitmotiv lo hacen con un marcado talante oportunista. No tanto por un oportunismo crematístico, sino para acaparar los premios, porque es mucho más fácil ganar un Goya con una peli en la que una actriz de moda vestida de miliciana enseña una teta que con una historia actual cuyo tema no sea el mismo que el del editorial de El País.

Cuando Art Spiegelman publicó Maus aún no había una saturación tan enorme de novelas y pelis sobre el Holocausto. Pero, a pesar de eso, según cuenta en Metamaus, le preocupaba mucho que su obra se deslizase hacia esa vertiente lacrimógena y maniquea —Holokitsch—. Sin embargo, tampoco quería que, en el empeño, su libro rezumase un cinismo que no sentía. La clave para encontrar el tono se la dio su terapeuta —qué judío, qué neoyorquino, qué woodyallenescamente apropiado—, otro superviviente de los campos de exterminio. Este psicólogo era de los más reputados de Manhattan, pero cobraba poco y tenía fama de excéntrico. Dedicaba muchas horas a trabajos sociales con chavales de la calle y en centros comunitarios, y por la noche tenía una consulta privada muy informal. A veces, trataba a Spiegelman mientras paseaba a su perro, y en uno de esos paseos le confesó que él —el psicólogo—, en realidad, era un nihilista.

¿Cómo un nihilista?, le dijo Spiegelman. Entonces, ¿por qué dedicaba tanto tiempo a estos trabajos sociales y a ayudar gratis a gente que lo necesitaba? «Bueno —respondió—, decidí que comportarme éticamente era la cosa más nihilista que podía hacer».

Este pensamiento inspiró a Spiegelman para componer Maus en una estética austera, que no subrayara la tragedia (pues todo subrayado es una banalización) pero que tampoco la tratara con desapego. Todo en Maus está muy medido, todo es muy sutil y, por ello, todo acaba sonando honesto. Hay una voz muy poderosa que no busca nuestra lágrima ni nuestro acuerdo. Una voz que, simplemente, busca expresarse.

Eso echo yo de menos en las obras sobre la guerra y la posguerra en España. El día que encuentre una así, me reconciliaré con el género. Hasta entonces, diré: qué coñazo viejuno de fascistas malos y de milicianos buenos.

UNA EXPLICACIÓN

En verdad quería dejar la explicación prometida en el anterior post para más adelante, por aquello de que no hay que hacer promesas que no estés dispuesto a incumplir bellacamente. Hoy me apetecía escribir sobre la infancia como territorio maldito y salvaje, a propósito de unas cosas que he leído de Art Spiegelman, de una conversación muy subida de grados etílicos con un amigo que antes era poeta y ahora se tira a la prosa —con absoluto acierto, a mi entender— y de un proyecto novelero que tengo bastante avanzado en la región occipital de mi cabeza. Pero al final se me ha hecho tarde, he tenido un día muy largo y no me veo con la disposición anímica e intelectual necesarias para meterme con uno de esos posts que tanto les gusta leer a ustedes (contador de visitas dixit) y tan poco comentar (quizá porque digo tantas tonterías que no merecen comentario alguno).

Es decir, hablando en andaluz: questoy floho.

Por ello, y sin que sirva de precedente, honraré la palabra dada y les explicaré el extraño caso del libro que no se llegó a publicar cuando estaba publicado. Y empezaré por el principio, que es por donde se empiezan estas cosas.

Once upon a time un chico encanecido que escribía un blog sin importarle mucho si alguien al otro lado le leía. Pero parecía que sí. Al menos, una persona le leía. Y mucho. Muchísimo, quizá. Y esa persona se llamaba como el chico encanecido. Digámosle Sergio, Sergio Navarro.

El tal Sergio Navarro proclamábase fan del chico levemente encanecido (tampoco vayan a pensar que soy Copito de Nieve), y el chico levemente encanecido no se tomaba nada en serio los piropos y zalamerías que le prodigaba, suponiendo que se las decía a todas. Hasta que el tal fan exigió una cita para tratar de un proyecto interesante.

Dios mío, pensó el chico levemente encanecido, si hemos de vernos, que sea de día y con testigos. ¿Cómo se llamaba la novela esa de Stephen King en la que Kathy Bates se sienta sobre la cara de su escritor favorito y lo ahoga a pedos? Bueno, como sea, ya saben a cuál me refiero. El chico no estaba acostumbrado a tener fans, no sabía de qué iba eso, pero tenía una dilatada experiencia de relaciones sentimentales con mujeres psiquiátricamente trastornadas, así que sabía reconocer el destello esquizoide en el parpadeo de los ojos. Él había sobrevivido ileso a muchas locas con acceso a excelentes juegos de cuchillos de cocina, así que no se iba a dejar pillar desprevenido.

Quedaron una tarde en la plaza de San Francisco de Zaragoza. No se atreverá a atacarme aquí, pensó el chico levemente encanecido, y si lo hace, podré pedir ayuda y todos estos niños y ancianos acudirán prestos en mi auxilio. Y allí, el tocayo fan le comunicó que se había hecho editor. Así, sin más. Había montado un sello editorial con pretensiones de exquisitez libresca y, con ademán de Uncle Sam en cartel de reclutamiento, señaló al chico y le gritó: «I want you for my label army».

Honrado, pero todavía inmerso en su relativamente reciente paternidad y en la escritura de una novela que le tenía un tanto desquiciado, el chico levemente encanecido aceptó con la condición de que no le robara mucho tiempo, que no podía comprometerse a grandes cosas. El fan-editor dijo que sin problemas, que quería una recopilación de artículos, que no le interesaba la ficción.

¿Una recopilación de artículos?, repuso el chico, un poco decepcionado porque su fan-editor no daba muestras perceptibles de ir a transformarse pronto en Kathy Bates y atarle a una cama. No sé si me convence, dijo: el chico que escribía un blog entendió que lo propio en estos casos es hacerse el interesante. El chico que escribía un blog había visto muchas películas.

Se negoció, se vieron más veces y tomaron más cervezas (el chico) y cafés (el fan-editor), hasta que se concretó un proyecto de libro. El chico aceptó a cambio de dos cosas: que el libro tuviera unidad y coherencia internas —de tal forma que acabaran contando una especie de historia o crearan un significado de conjunto parecido al de un poemario—, que los textos se retocaran y reescribieran a fondo y que pudiese darles un sesgo personal para que el resultado se acabara pareciendo más a un dietario que a una antología de artículos. Se aceptó, se brindó y se empezó a trabajar.

El proceso de pulido y reescritura fue más complicado y laborioso de lo esperado, pero el chico consiguió que el libro no se pareciese en nada a una colección de artículos, que fuera otra cosa y que ni siquiera los lectores más pertinaces tuvieran una sensación de déjà lu. Hasta a la pareja del chico le pareció bien y opinó que el libro funcionaba estupendamente. Así que siguieron con ello.

En esas estaban, corta que te pega, corrige que te corrige, reescribe que te reescribe, cuando al hijo del chico levemente encanecido le diagnosticaron una cosa malísima que trastocó su vida y la de su pareja para siempre. Pero el chico le dijo al fan-editor que quería seguir adelante, que el trabajo le ayudaba, y que quería tener alegrías en ese tiempo de mierda, que no andaba sobrado de ellas, y un libro siempre es una alegría.

Se preparó una edición para tenerla lista en los días de la Feria del Libro. Se previno a los libreros, se preparó el terreno, se empezó a hacer un poco de ruido. Pero no se llegó a tiempo por una serie de imprevistos. La Feria se echaba encima y no había tiempo de que la imprenta entregara la tirada. Así que se decidió tirar unos ejemplares rápidos para vender en la feria y esperar a tener la tirada completa y distribuida más adelante. Al chico le pareció bien, pero cuando le entregaron los ejemplares de urgencia se dio cuenta de que eran demasiado urgentes. La edición era una birria mayúscula, aquello no podía venderse. Aquello no podía ni enseñarse a una madre.

No importó, no hubo mayor conflicto porque el hijo del chico, que esperaba un donante de médula, lo encontró, y les llamaron para irse corriendo a Barcelona a recibirlo. Se tenían que ir al día siguiente de la supuesta firma de ejemplares del chico en la feria. Así que se suspendió todo y, durante unos largos meses, no hubo libro al que hacer caso ni otro problema que no tuviera que ver con su hijo.

Lo de su hijo acabó, como bien saben todos. Y, tras un descanso, el fan-editor se ofreció a retomar el proyecto y a hacerlo con paciencia y serenidad. Al chico le pareció bien tener algo en lo que ocupar su mente y en el que podía incluir un pequeño homenaje a su hijo. Revisó todo el texto, se horrorizó ante algunas cosas y cambió muchas más hasta dejar irreconocible aquella primera edición fallida. Escribió un nuevo prólogo y lo entregó al diseñador, que se curró un nuevo libro, mucho más esmerado y limpio, con una cubierta que respetaba la idea original pero mejorándola muchísimo, y lo llevaron a un impresor con fama de exquisito.

Y así están hoy, a punto de ver en la calle el único y original El restaurante favorito de Nina Hagen. Dicen quienes lo han leído que tiene fuerza, que mola. Yo —recupero aquí la primera persona, si no les importa—, sinceramente, no lo sé, me siento incapaz de defenderlo. Sólo sé que lo he hecho lo mejor posible, de la forma más honesta que conozco y procurando ofrecer un libro que no me avergüence y que puedan leer con gusto tanto quienes me conocen y me tienen algún aprecio, por remoto que sea, como los demás. He intentado ser respetuoso con el lector, ponerme en su piel sin dejar de habitar la mía, y me he negado a ser un compilador. En cualquier caso, he sido un recreador. He tomado los artículos como materiales en bruto sobre los que trabajar para construir otra cosa. Y creo que, en cierta forma, lo he conseguido.

Pero no importa lo que yo piense, porque dentro de nada podrán juzgarlo ustedes.

Y esta es la historia del libro que no fue y del libro que ha sido.

TODO A PUNTO

Mi editor visitó la semana pasada la imprenta donde facturan mi nuevo libro y me mandó esta artística composición fotográfica con algunos pliegos y cubiertas. Hoy la cosa está mucho más armada, y aunque aún no tengo ningún ejemplar en mi poder, espero recibir algunos en cuestión de horas. A las tiendas llegará la semana que viene.

Sé que os debo una explicación, y como alcalde vuestro que soy, os la voy a dar. Pero no ahora, la dejaré para el siguiente post. La explicación (y las disculpas) van dirigidas a aquellos que se recorrieron las librerías en primavera preguntando por un libro con el mismo título que este pero que no existía (y a los libreros amigos que me llamaban por teléfono preguntándome qué cojones pasaba con ese puto libro que le pedían sus clientes), a pesar de que yo había contado aquí que sí existía (y que, como algunos recordarán por las fotos aquí publicadas, tenía la cubierta roja). Os contaré esa historia mañana.

Hoy, simplemente, os informo de que el verdadero y único El restaurante favorito de Nina Hagen se presentará en sociedad el próximo miércoles 23 de noviembre en la librería Los Portadores de Sueños de Zaragoza. Seguramente, a las 20.00. Será un sarao informal y entre amigos. Tan entre amigos, que quien me va a presentar es casi mi hermana. No lo es por genética, pero sí por afectos. Para vosotros es la periodista Ana Usieto. Para mí es mi Ana. Y es un honor grandísimo que haya aceptado el marrón que le he endilgado de no poner a parir mi libro en un foro público. Menos mal que luego la invitaré a cenar (creo que pagará el editor, en cualquier caso, así que pediremos lo más caro de la carta).

Quería deciros que estáis todos invitados. Probablemente organizaremos más saraos en otras ciudades, y a su debido tiempo los iré anunciando. Pero os digo desde ya que si sois libreros o conocéis a algún librero de vuestra ciudad que puede estar interesado en montar una presentación, que se ponga en contacto conmigo o con el editor y lo hablamos. Estoy abierto a todo tipo de propuestas.

Y las explicaciones, mañana.

EL DÍA DE PABLO

Esta es la columna que Cris ha publicado hoy en las páginas de opinión de Heraldo de Aragón. Yo no la firmo, pero la suscribo en cada letra y en cada espacio entre las letras. Comprenderán que hoy no estamos para muchas juergas. No me busquen, que no me van a encontrar, déjenlo para mañana.

EXPERTOS EN CORBATAS

No he visto el debate. No me interesa nada. Y creo que tampoco le interesa mucho a los miles de millones de personas que, según las entusiastas cifras de audiencia que se publicarán hoy, lo han seguido. Me atrevería a decir que a los candidatos —a ellos menos que a nadie— tampoco les importa.

Es muy optimista llamar debate a lo que no llega a ser ni un careo judicial, y es ciertamente deprimente que la discusión sobre la res pública se haya reducido a un nivel retórico tan paupérrimo que no alcanza ni la caricatura ni la autoparodia. Pero así estamos, todos tan contentos, analizando gestos y modulaciones de la voz de dos señores mayores con escasa o nula telegenia. Dos pasmaos que hablan mirando a cámara procurando que el eco de sus propias palabras no les distraiga.

Entiendo que las interpretaciones escénicas de un Al Pacino o de un Marlon Brando dan para mucho análisis. Lo que transmiten, cómo lo transmiten, qué parte hay de técnica y qué de talento bruto, cómo consiguen emocionarnos con un simple arqueo de cejas… Pero de dos burócratas oscuros que guiñan los ojos al ser deslumbrados por los focos y se trastabillan al hablar, ¿qué se puede sacar en claro?

Pase que nos hagan tragar esta cochambrosa y ridícula puesta en escena como un sano ejercicio democrático. Pase que, falseando por completo el funcionamiento del sistema representativo parlamentario por el que se rige España, nos vendan como candidatos a la presidencia del gobierno a dos señores que, simplemente, son los cabezas de lista de sus partidos por una sola circunscripción electoral (de las 52 que hay). Pase que se intente vender la idea —a fuerza de repetirla— de que sólo hay dos partidos políticos en España.  Pase incluso que estos dos señores hayan decidido por su cuenta y riesgo que la letra ‘d’ de los participios regulares terminados en -ado es tan muda como la hache, y que tengamos que oírles decir, con el consecuente daño auditivo, terminao, arruinao o pasao. Y pase también que algún periodista se crea de verdad que esto tiene una trascendencia mayor que la de un episodio repetido de Aquí no hay quien viva (más quisieran ellos, por otra parte).

Acepto todas estas cosas sin ganas de darle Tres en Uno a la guillotina que guardo en el trastero. Pero lo que de verdad me toca los gitanales es que nos pasemos no sé cuántos días con los analistas y los politólogos monopolizando el discurso de los medios, con su sofisticado y gramaticalmente obsceno derroche de bobadas y sutiles hallazgos de memeces.

Que alguien que presume de solvencia intelectual me venga a argumentar por qué ganó Fulano o por qué perdió Mengano basándose en los más chabacanos tópicos de la psicología transaccional (probablemente, sin saber siquiera qué cosa es la psicología transaccional) me fatiga muchísimo. Que señores que se creen muy listos —y que generalmente juzgan mi trabajo y el de otros como yo como rellenos, chorraditas o entretenimiento para ociosos y marujas. Y eso, cuando quieren ser generosos y educados— llenen columnas y columnas y minutos y minutos analizando gestos anodinos, sudoraciones intrascendentes o tics irrelevantes, me deja pasmado y da la medida exacta de la calidad que la democracia y el periodismo tienen en España.

Un país avanzado y culto de verdad podría tolerar estas pantomimas, pero relegándolas a un lugar secundario. The Toronto Star, uno de los principales diarios canadienses, nave nodriza de un montón de cabeceras regionales y famoso porque uno de sus corresponsales europeos fue un señor llamado Ernest Hemingway, lleva su Politics Page hacia la mitad del diario, y apenas la deja ver en su web. Las noticias locales de corte social y, muchas veces, cultural, son las que destacan más. Los dimes y diretes del politiqueo se consideran aburridos asuntos de gestión que, por normalidad democrática, no deberían ocupar el centro de la atención pública. O, al menos, no anegarlo todo. Quizá no sea casual que este periódico, aun con la caída en picado de la prensa, conserve gracias a esta línea una gran tirada de casi medio millón de ejemplares.

¿Por qué no somos un poco más canadienses? Quizá porque para eso tendríamos que haber estudiado más, tener mejores universidades y un Estado del bienestar digno de ese nombre. Es obvio que necesitamos mucha más democracia para poder desentendernos de la democracia y relegar sus cuitas administrativas al oscuro rincón de las cosas aburridas que se atienden entre bostezos. Pero somos un país de taxistas y tenderos gritones. Un país de ágrafos que atienden aborregados los desquiciados y pedantes discursos de unos expertos en nudos de corbatas y en sudoración facial que se hacen pasar por guardianes de la democracia o algo así. Y cuando el sarao este acabe, cambiarán a Telecinco para ver qué dice la Esteban de todo esto. O de lo que sea. Lo importante es que haya gritos. No temo que se ofendan y quemen mi casa con sus antorchas de masa enfurecida, porque sé que los poquísimos individuos que hayan llegado hasta esta línea del artículo son más canadienses que españoles y, por tanto, no se sentirán aludidos.

Me gustaría decir con los tristes esos de la Generación del 27 que me duele España. Pero me da más asquete que otra cosa. En días como estos, me siento extranjero y me pregunto cómo me sentará un plumas bien abrigado y un gorro polar para pasar calentito el crudo invierno canadiense.

POR QUÉ ‘CANTANDO BAJO LA LLUVIA’ ES MÁS PUNK QUE ‘LA NARANJA MECÁNICA’

Warning! Achtung! Attention! ¡Cuidau! Este es un post largo, pero tiene muchos vídeos. Puede no ser adecuado para leer en la oficina mientras se finge estar cuadrando una hoja de Excel con sumo empeño profesional, pero a lo mejor les entretiene un rato hogareño en el que puedan conectar los altavoces y gozar de estos fragmentos cinéfilos tan bien escogidos. Avisados quedan, luego no se me quejen.

Estoy aterrado por un descubrimiento que me sitúa ideológicamente más allá de la axila derecha de Juan Manuel de Prada, pero que no puedo negar ni disimular por más tiempo. Observen esta secuencia:

Y, ahora, observen esta otra que no he podido incrustar porque la productora impide a You Tube compartir el código html, así que sólo puedo linkarla ().

A Clockwork Orange inauguró una estética de ultraviolencia juvenil que ha creado escuela y ha influido en autores tan turbios y desasosegantes como Michael Hanecke. Es más que obvio que los cachorros psicópatas de Funny Games tienen mucho que ver con la pandilla de Alex en la peli de Kubrick (que antes fue novela de Anthony Burgess).

En otra clave, esta influencia puede rastrearse hasta en Nacho Vigalondo:

Aunque yo creo que todos los asesinos jóvenes y bien plantaos de la historia del cine remiten a uno solo, mi querido Joseph Cotten en La sombra de una duda. Pero esa es otra historia, no me desviaré.

No es necesario explicar esto, pero la asociación de Singing in the Rain con una escena violenta funciona porque tanto la canción como la película a la que pertenece se asumían en los años setenta como la condensación de lo ñoño. Eran el símbolo de una estética —y del mundo vinculado a ella— cándida, superficial y estúpida, incapaz de aprehender la complejidad de la condición humana ni de dar cuenta de su brutalidad. El asalto y violación de la casa del escritor (del propio Anthony Burgess: con frecuencia se olvida que esta escena, germen de la novela, está basada en un hecho real que vivieron el autor y su esposa embarazada, que fueron atacados en 1944 por una panda de soldados americanos borrachos que acababan de ser desmovilizados y corrían completamente descontrolados por las calles de Londres. Su mujer fue violada y sufrió un aborto) coreografiada en plan musical de los años dorados tiene un obvio carácter transgresor que se anticipa unos pocos meses a la eclosión punk en Inglaterra. Es evidente la lectura presuntamente subliminal: se acabó lo que se daba. Ustedes, ancianos, no entienden nada y el mundo que quieren hacernos heredar no es más que una mentira cursi y complaciente. Les vamos a atizar con su propio discurso, se lo vamos a hacer tragar. Literalmente.

Aunque, políticamente, Burgess era conservador («una especie de anarquista», decía él mismo, aunque anarquista de derechas y monárquico), la crítica ha interpretado tanto la novela como la película en una clave abiertamente marxista. La violencia como expresión de un malestar. Una violencia nihilista porque no está canalizada políticamente y no responde más que a la incapacidad del capitalismo de regenerarse e incorporar al juego a sus propios hijos.

A Clockwork Orange es una reflexión intelectualizada sobre el nihilismo. Y precisamente por eso, ha envejecido mal. Muy mal.

El punk no se entiende sin el nihilismo. Aunque muchas de sus principales figuras estaban muy politizadas (en distintos grados: desde la militancia marxista rigurosa y entregada de The Clash hasta el incomprensible batiburrillo ecléctico del rock radikal vasco), en esencia, es un fenómeno apolítico. Esto es así porque no es una música, ni una estética, ni un movimiento cultural. El punk, básicamente, es una actitud ante tus contemporáneos. Y sólo quienes han entendido esto con claridad pueden mantener y cultivar su espíritu hoy y reconocer manifestaciones punk en lugares y épocas atípicas. Quienes se quedan en lo accesorio sólo consiguen pergeñar parodias adolescentes (por más que lo adolescente, en general, tenga mucho que ver con la inspiración de la actitud).

El punk es una respuesta ácida y desprejuiciada a un mundo acartonado y viejuno. Es una explosión de nihilismo vitalista, si se me acepta el oxímoron, y permite un amplio surtido de expresiones. Esto se comprueba sin salir de lo que fue estrictamente el movimiento musical: poco o nada tenían que ver The Clash con The Ramones. De hecho, su estética y sus principios estaban en las antípodas los unos de los otros, casi parecían sus respectivos reversos tenebrosos. The Ramones eran el mercado, el analfabetismo y la burricie, y The Clash, la ingenuidad revolucionaria, el rescate intelectual de sonidos folclóricos y la creación artística consciente, planificada y orientada a un fin. Y, sin embargo, ambos eran punk. Ambos compartían una misma actitud primigenia y visceral.

En ese sentido, ¿qué mejor que un nihilista para expresar una actitud fundamentalmente ídem? Y, en el siglo XX, ¿dónde podían encontrarse los mejores nihilistas, los más refinados, los más pasotas? Entre los marxistas del círculo de Bloomsbury, no, ciertamente. Tampoco entre los intelectuales orgánicos de le Parti Communiste Français. La mejor camada de nihilistas que el mundo moderno ha dado se criaba con salud y champán en las colinas de Hollywood, a la sombra de una industria enorme que ingresaba dólares por toneladas. Allí, en los idílicos años de la posguerra mundial, retozaban unos jóvenes listillos, los cráneos más privilegiados de su generación. Y mientras sus pares europeos o incluso neoyorquinos suspiraban existencializados perdidos y reprimían las náuseas de sus seres y sus nadas, ellos mercaban su talento narrativo y dramático por mansiones, Channel, cocaína y Dom Perignon.

¿A quién podía importarle menos el mundo y sus miserias que a un guionista o  a un director del Hollywood de los años cincuenta? Tipos sumamente inteligentes, que debían sus contratos laborales a su talento y que vivían en una orgía fantástica de vino y rosas. Tenían el móvil y la oportunidad para reírse de un mundo que les resultaba completamente indiferente.

Hemos visto en los libros de Budd Schulberg y en las memorias de tantos actores, guionistas y directores cómo esa gente expresaba su joie de vivre de una forma brutalmente cínica. Tipos como Hitchcock o Wilder estaban dotados de un humor cruel y de un sarcasmo más corrosivo que el ácido sulfúrico, y es ingenuo pensar que toda esa cabronería se quedaba constreñida en el ámbito privado sin contagiar a su obra.

Una mirada atenta al cine de aquellos años descubre que lo ñoño y melifluo de algunas producciones familiares no es más que un maquillaje cuando no una parodia brutal y descarnada. Los jóvenes punk de los setenta expresaron su nihilismo con una estética sucia que se oponía por igual a lo melindroso y mojigato de la generación que hizo la guerra (sus padres) como a lo naïf de sus hermanos mayores hippies. Y fue tan grande el ruido que hicieron, y era a su vez tan poderoso el desencanto de la beat generation que precedió todo el asunto, que durante mucho tiempo nos impidió ver que esos jóvenes perfumados y engominados de los cincuenta eran mucho más duros y corrosivos.

Seth MacFarlane, creador de los dibujos animados Padre de Familia, se dio cuenta enseguida. Miren esta cancioncilla de Singing in the rain:

Y, ahora, echen un vistazo a esta parodia contenida en un episodio de la tercera temporada (la calidad es muy mala, pero es la mejor copia que he encontrado en You Tube):

Seth MacFarlane ha parodiado todos los números musicales de Singing in the rain, y otros muchos de los que protagonizó Gene Kelly. Generalmente, se interpreta este recurso como una expresión de la afición que MacFarlane tiene por los musicales, y él mismo ha bromeado diciendo que esta obsesión le acerca «al lado más gay de su audiencia». Pero poco a poco he ido reparando en que la cosa va más allá de los musicales: MacFarlane ha intuido que en la estética meliflua del cine de los años cincuenta hay un potente chorro de transgresión que se puede revisar y explotar hoy. Viendo Singing in the rain te das cuenta de que todo el espíritu demoledor de Padre de familia está ya contenido (y, en muchos casos, amplificado) en ese musical tan supuestamente amable.

Singing in the rain tiene un ritmo trepidante y un arranque absolutamente destructivo en el que, en unas poquísimas secuencias, se cuenta la vida de dos gualtrapas que, desde los márgenes más alejados de la sociedad, se abren paso hasta el corazón mismo del star system. Pero no consiguen su éxito siendo trepas ni utilizando los recursos de ascenso que el propio sistema ofrece, sino boicoteándolo. Don y Cosmo dominan el show business porque entienden que there’s no business like show business. Es decir, porque saben que ese negocio no es para gente formal y madrugadora, sino para golfos y caraduras. El relato de cómo Don y Cosmo se abren paso hasta la cumbre es, además de una de las secuencias más divertidas de la historia del cine, un ejemplo de cinismo perfecto.

Porque lo que viene a contar Singing in the rain es: señoras, señores, querido público, nosotros somos así. El cartón-piedra no se limita a los decorados, no hay ni un gramo de autenticidad en esto que a ustedes tanto les emociona. Y, sin embargo, aquí estamos nosotros y ahí están ustedes. Esto es una farsa, les engañamos y ustedes se dejan engañar con gusto. El mensaje de la peli es lo más anticorporativista que se pueda enunciar desde un colectivo corporativo.

Me responderán que la parodia no es un recurso propio del punk, que el punk va en serio, pero la seriedad no es un atributo necesario de lo punk. El humor es una forma mucho más eficaz de desarmar discursos, y mucho más demoledora.

Lo que viene a decir Singing in the rain —pese a su previsible e insoslayable happy end— es muy parecido a uno de los axiomas más repetidos de la cultura punk, y probablemente una de las frases más escritas en las carpetas escolares de los años ochenta: «Si el mundo es una basura, seamos las flores del vertedero». La película descansa sobre el reconocimiento de la farsa que sostiene el mundo, y de que la única forma de mantenerte en ella es asumiendo la impostura y burlándote de ella, utilizándola.

En los setenta, muchos punks exhibieron esvásticas como provocación estética. Sabían que era un símbolo tabú para la generación de sus padres y, banalizándolo, buscaban cabrear a sus viejos. The Sex Pistols las enseñaron en la misma BBC, provocando un grave escándalo que, sumado a otros, les dejó sin compañía discográfica (EMI retiró de las tiendas su único disco, Never Mind The Bollocks). Pero esto, que tantos sofocos e indignaciones levantó en su momento, no era más que una adolescentada. Era punk en lo que tiene de primario, pero difícilmente podía calificarse de creación cultural. Singing in the rain, en cambio, es una sofisticada obra de arte erigida sobre los mismos principios que inspiraban a esos chavales con cresta.

Frente a esa ironía refinada, frente a ese nihilismo desprejuiciado y cantarín, los empeños intelectualoides de reflexionar sobre la violencia suenan pueriles. Es mucho más sofisticada y profunda una parodia bailable de Gene Kelly que una soflama seudomarxista con banda sonora de Beethoven. Seth MacFarlane se dio cuenta, y no es el único. Otros vendrán a descubrir poco a poco la enorme y muy cruel ironía que esconden los años cincuenta.

BRUTAL

Entre mis manías como lector se cuenta una que llevo peor: no soporto los pasajes en que se narran sueños. Aunque a veces pueden ser significativos y tener una gran potencia simbólica que agranda y profundiza el relato, por lo general me parecen rellenos confusos y absolutamente prescindibles. He probado a saltarme algunos y siempre compruebo que no me pierdo nada, que la historia funciona a la perfección sin atender a las revelaciones oníricas que el autor se ha esmerado tanto por explicitar. Me pasa lo mismo con ciertos fotógrafos que usan el blanco y negro para dotar a sus obras de una intensidad que no tienen. Contando sueños parece que dices algo, pero sólo engañas a los lectores bisoños. Al resto, nos irritas y nos invitas a leer en diagonal. Y para mí, la lectura en diagonal es la prueba del algodón: sólo la mala literatura la soporta. Un libro bueno no admite otra lectura que no sea la de pasar los ojos de una letra a otra hasta completar todas las que hay impresas sin saltar ni una.

Hago una excepción a mi manía antionírica con su alteza H. P. Lovecraft y con un puñado muy exclusivo de escritores entre los que, desde hoy, tengo que incluir al argentino Carlos Busqued, cuya primera y hasta la fecha única novela, Bajo este sol tremendo, acabo de terminar. En ellos, los sueños no sólo no molestan, sino que apuntalan y dan sentido a la narración.

Bajo este sol tremendo tiene un argumento fácil de condensar en una sinopsis, pero esa sinopsis apenas diría nada de lo que es el libro en realidad. Una novela muy breve, 182 páginas de letra gorda Anagrama style, que tiene la virtud de leerse como un puñetazo en el estómago. Es dura (hard-boiled, que dirían los americanos con mucho más acierto semántico), seca y el ejemplo perfecto de lo que planteaba el otro día: pudiendo narrar, ¿para qué perorar? La clave de la fuerza de este texto es que no opina, no reflexiona, no piensa ni nos insta a pensar: sólo relata las acciones de un grupo de infelices depravados que viven más allá de los límites de lo outsider. Sin juicios de valor, sin moralinas, sin nada que no sea técnica narrativa pura y dura. Acción, descripción, acción. Las cosas pasan sin adjetivos que no sean calificativos. Las metáforas y las imágenes no existen, cada palabra significa lo que significa. Un insecto venenoso es un insecto venenoso. Un perro tuerto es un perro tuerto. Una maqueta de un avión B-36 del ejército americano es una maqueta de un avión B-36 del ejército americano.

Bajo este sol tremendo cuenta, en secuencias alternas, dos historias que se cruzan al principio y al final, atando la estructura del libro circularmente. La narración es lineal, sin analepsis ni prolepsis ni elipsis. Sobria y machacona, con un narrador en tercera persona que adopta el punto de vista de cada personaje (son tres, fundamentalmente) y que asume su abulia sin cuestionarse nada.

Hay secuestros, hay asesinatos brutales, hay pornografía sádica y hay miseria y pereza. Intuyendo mucho, puede decirse que el libro cuenta el proceso de animalización de unos seres que un día fueron humanos y han renunciado a serlo. Hay un solo elemento simbólico en el relato, pero insertado en él: todos los personajes ven mucha televisión, y en la tele sólo hay documentales de animales o bélicos. También hay muchos animales fuera de la tele: elefantes, peces, una especie de salamandra y, sobre todo, muchos insectos. Y el simbolismo consiste en que los personajes miran a los animales tanto en la tele como en la realidad, pero al final no sabemos si son los animales los que les observan a ellos. En realidad, da lo mismo quién observe a quien, porque la brutalidad y la conducta instintiva acaban siendo idénticas en los animales y en los humanos. Y los sueños son fundamentales en esta configuración, pues a través de ellos, los personajes van disociando la realidad o asimilándola como extraña a ellos mismos. Tener pesadillas con los sucesos horripilantes que les pasan, en vez de forzarles a reaccionar, intensifica su parálisis y su anemia emocional. Es como si toda esa brutalidad que provocan o en la que viven inmersos no vaya con ellos. Acaban percibiéndola con la misma indiferencia con la que ven la tele.

Lo bueno de Busqued es que consigue un efecto demoledor con una economía expresiva muy estricta, que le ha tenido que costar un esfuerzo enorme. Está muy pulido este texto, se lo ha tenido que currar muchísimo para dejarlo limpio de basurilla retórica o de moralina. Porque el instinto natural del escritor es escribir más de la cuenta. Es muy difícil presentar a los personajes sin enjuiciarlos o sin llevar de la mano el lector hacia la conclusión que el autor quiere que saque. También es muy difícil contar cosas tremendas sin ser tremendista. Ambos retos los supera muy bien.

Habrá que estar atento a este Carlos Busqued. Este debut es más que brillante, es brutal. Mantener el tipo le va a costar, pero ahora tiene que medirse en distancias más largas y demostrar que lo suyo no es un simple golpe de efecto, que detrás de este talento hay un novelista grande. Es lo malo de empezar prometiendo mucho, que luego tienes que estar a la altura de tu propia obra.