Archivo mensual: marzo 2010

MÁS HOOLIGANS Y UNIVERSITARIOS

Pensando esta noche mientras le cambiaba el pañal a mi chicazo -una actividad de lo más hooligan-, he descubierto que lo que me molesta de la frase del munícipe de Salou del post anterior no es el elitismo demodé y cateto que pone de manifiesto, sino la poca confianza que deposita en los universitarios. ¿Qué está diciendo? ¿Que unos universitarios no son capaces de comportarse como hooligan? ¿Que no tienen materia testicular suficiente para arrasar tres o cuatro pueblos costeros? ¿Que son unas nenazas remilgadas incapaces de trasegar un hectolitro de sangría barata de trago?

Desde que lo aprendimos en los teóricos de la postmodernidad, sabemos que la identidad del individuo en las sociedades actuales ya no se construye sobre una sola lealtad. Ya no somos solo proletarios, bebedores de cerveza Ámbar o forofos del Atlético de Madrid. Ahora podemos ser muchas cosas al mismo tiempo. Susanna Griso nos ha enseñado en los anuncios de Actimel que se puede ser periodista y madre. Hans Delbrück, cuyo cerebro se conserva en una vitrina en un pueblo de Transilvania en la peli El jovencito Frankenstein, era científico y santo. Muchos curas irlandeses -y de muchas otras diócesis- han puesto mucho empeño en ser tan buenos sacerdotes como desvirgadores de culitos tiernos. Y un cura manchego fue un paso más allá e hizo compatibles su sacerdocio y su condición de puto.

Siempre habrá individuos como Jaume Matas, que sólo tienen una cara, aunque sea de hormigón con estructura reforzada, pero la mayoría de nosotros podemos ser varias cosas a la vez sin problemas. ¿Por qué no se puede ser universitario y hooligan? De acuerdo que es difícil ser al mismo tiempo, pongamos por caso, fan de Joaquín Sabina y un tipo con una conversación interesante. Hay cosas que chocan, que reaccionan negativamente cuando las pones juntas en la misma persona, pero doy fe de que el hooliganismo es perfectamente compatible con estar matriculado en un centro de educación superior.

UNIVERSITARIOS, NO HOOLIGANS

Leído en El País:

Las críticas por fomentar el llamado turismo de borrachera resultan inaceptables para el Ayuntamiento de Salou. “Queremos expresar nuestra indignación por los que intentan perjudicar la imagen de la localidad”, señaló ayer el Consistorio en un comunicado para subrayar que la reunión de miles de 9.000 universitarios no alienta el desmadre etílico.

Y sigue la nota:

“Todo dentro de los límites de la normalidad que no alteran la convivencia ni el orden público. Son universitarios, no hooligans”, subrayó un portavoz municipal.

Ah, bueno, vale. Pase usted, señor universitario. Perdóneme por haber confundido su asertiva vomitina y sus cultivados orines con otras de origen plebeyo e iletrado. ¿Cómo no he apreciado que la perfecta parábola que dibuja el chorro de su micción sobre mi cara está ejecutada por alguien con la sólida formación que sólo las vetustas universidades británicas pueden proporcionar? Discúlpeme si por un momento he confundido la gracia y el ingenio de su chispeante discurso con los berridos informes y afiebrados de un gañán descargamuelles.

Son universitarios, no hooligans, dice el portavoz municipal, y se queda tan ancho.

A simple vista, parecen nueve mil veinteañeros puestos hasta las trancas de garrafón y de pastillas de coloricos y más salidos que el perro de Scooby Doo en una carrera de galgas. A alguien desinformado le podría sonar al arranque de un programa de Callejeros, pero no, es una reunión distendida de jóvenes intelectuales que se dan cita en ese bello enclave de la costa catalana para departir sobre la validez del legado monetarista de Keynes o el significado último de la lingüística de Ferdinand de Saussure. Puede que alguno tome un martini de más y se entusiasme al defender los principios sociológicos de Max Weber, faltando sin querer al respeto de algún catedrático de su alma mater, pero enseguida son acallados por la mayoría, que mantiene el tono chic y le da un punto sofisticado a la localidad tarraconense.

Hay que joderse: ahora resulta que los universitarios no se emborrachan, se achispan; no berrean, se expresan; no echan la pota, se indisponen, y no follan como conejos enjaulados, se ayuntan en sentidos arrumacos.

Menos mal que son universitarios: a saber la que hubieran liado unos gualtrapas con un cursillo de CEAC a medio acabar.

INQUINA

Hace unos días llegó al correo genérico de nuestra sección en el periódico un mail encolerizado de una mujer que decía ser profesora de lengua y estaba indignadísima de ver constantemente cómo publicábamos palabros como deuvedé, márquetin o cedé y que dejáramos sin acentuar los pronombres demostrativos. En términos muy ásperos, nos daba una lección de ortografía y de escritura de siglas en el idioma español. Como me habían dejado solo al timón ese día, me tocó atajar el asunto y responderle, con mi proverbial y seductora amabilidad, que esas cosas que ella percibía como monstruosos errores fruto de nuestra inabarcable ignorancia no eran más que normas de estilo adoptadas por la dirección del periódico siguiendo recomendaciones de la Fundación del Español Urgente (Fundéu). Podría o no estar de acuerdo con ellas, y podrían o no responder a las normas aceptadas al uso, pero respondían a una decisión consciente, no eran resultado de una deficiente escolarización.

La mujer no volvió a escribir para darme las gracias por la explicación -que me llevó unos minutos de tiempo que a la empresa que me paga le cuesta dinero, ya que podría haberlo dedicado a otras tareas más productivas y rentables-. Su silencio me confirmó dos cosas: que estaba ante una señora muy maleducada que no me gustaría tener como profesora de lengua de mi hijo, y que lo último que le preocupaba era la ortografía y la ortotipografía del idioma castellano. Lo que quería era echar una buena bronca y que a alguien se le cayera el pelo.

Los periódicos -y supongo que los medios en general- son un gran catalizador de malos rollos. Cumplen una función terapéutica básica que debería de estar subvencionada por el Estado, pues si toda esa ira no se canalizara a través de la correspondencia y de las llamadas telefónicas -y a veces, horror, hasta de visitas personales-, acabaría desbordada en forma de eclosión social, con guillotinas y muchedumbres recorriendo las calles con antorchas en busca de cuerpos a los que linchar.

Lo que se ve en la sección Cartas al director es sólo la punta del iceberg. Cada plumilla, cada pequeño gacetillero, cada personita que alguna vez ha colocado su nombre junto a un texto impreso en un periódico, se ha encontrado con su cruz particular. Hay mucha gente con muchas ganas de zurrarnos la badana, y ay del que deposicione una errata, ay del que confunda un Paco con un Francisco, ay del que se vea infectado por un lapsus calami.

Porque somos humanos, y nos cansamos, oímos mal, nos dejamos un decimal al hacer una suma, abrimos paréntesis que nos olvidamos de cerrar y escribimos a trompicones mientras treinta teléfonos suenan a nuestro alrededor y un jefe nos grita de todo menos bonitos. No es excusa, pero es así: un periódico no se hace en un laboratorio insonorizado y ajeno a las pasiones del mundo, por lo que se asume generalmente que va a haber un porcentaje más o menos razonable de deslices. Porque, muchas veces, todas esas mierdecillas resisten a la cadena de revisiones y llegan al kiosco en forma de cagadas. ¿Inevitables? Nada es inevitable, pero salvando los errores graves y los que pueden comprometer la credibilidad del medio o del firmante -o de la persona cuyas palabras se entrecomillan-, por lo general, son lo bastante nimios como para que un lector razonablemente educado los pase por alto con elegancia. Sólo cuando la cantidad y reiteración se hacen insufribles está justificada la ira del lector, que yo entiendo que ha de ser proporcional al fallo criticado.

Porque hay gente que se agarra unos choteos mayúsculos por erratas minúsculas de manual.

Y ojito que no te coja tirria uno de estos amargados de estilográfica afilada.

Yo, como todos, he recibido tortas a granel, por mail, carta, teléfono y en persona. Va en el sueldo. Pero tengo guardados tres o cuatro episodios un poco más inquietantes.

Durante una temporada, me persiguió un señor que escribía largas cartas a mano recriminándole al director de mi periódico alguna errata. Creo que lo peor que llegó a pillarme fue un baile de fechas. El hecho de que enviara sus diatribas directamente al director y no a mí indicaba que lo que buscaba no era que me enmendara, sino que se me cayera el poco pelo que me quedaba. De hecho, así lo manifestó en una misiva, a la que adjuntó cinco euros para colaborar en los costes de mi despido si la empresa no tenía dinero para financiarlo.

Creo que tras un intercambio epistolar con el propio director -yo me negué a responderle, ya que las cartas no iban dirigidas a mí, y no creo que supiera que me las entregaban-, desistió de su obsesión. Yo soy feliciano y despreocupado, pero este tipo me creó cierta paranoia: ese señor la tenía tomada conmigo, le irritaba sobremanera lo que escribía y quería verme sufrir. No llegué a atisbar el origen de su odio, pero era profundo.

Por pura deformación profesional, indagué quién era y si habíamos tenido alguna relación o desencuentro en el pasado y yo lo había olvidado, pero resultó ser un comerciante del centro de la ciudad al que yo jamás había entrevistado ni citado, ni a él ni a su negocio. Estuve tentado de acercarme por su establecimiento y devolverle los cinco euros, pero luego pensé: qué coño, les daré uso. Y me compré una caja de preservativos. Bueno, parte de una caja, que van más caros. Así transformé su inquina en amor.

THE SOUTH WILL RISE AGAIN

Me ha faltado tiempo para echar a la petaca del iPod los últimos tragos de Drive-by Truckers: The Big To-do. Palabras mayores, amigos.

(Nota al margen.- Hablando de petacas: lo que empezó como una broma se está convirtiendo en una pequeña colección. En la tienda de HBO de Nueva York me compré hace un año una petaca con el logo de Deadwood, la serie-western, grabado. Hace unos meses me agencié otra petaca más serie, cortesía de Jim Beam -espero que no sea un premio por gran consumidor-, y el otro día descubrimos en la placita de Santa Cruz una tienda de productos rusos en la que no pude resistirme a comprar una petaca con la efigie de Lenin y el escudo de los zares. Todo junto y en rojo, a mogollón. Puedo considerar ya oficialmente que este es el comienzo de una hermosa colección, y las acepto como obsequio si en sus viajes o andanzas  encuentran algunas curiosas, divertidas, exóticas o estrambóticas)

Drive-by Truckers son una de las mejores cosas que le han pasado al rock en la última década. NQ Arbukle dice en una bellísima canción cantada con su amiga Carolyn Mark y titulada Officer Down: “It’s hard to be a good man listening to the Drive-by Truckers”. Es jodido ser un buen hombre escuchando a los Drive-by Truckers. Buen hombre no en el sentido moral, sino en el sentido convencional, de vida ordenada, calma, constreñida. De hecho, Officer Down habla de dos nómadas, de borrachos que se arrastran de motel en motel. O de parejas aburridas, demasiado abúlicas hasta para odiarse, que sueñan con caer borrachas de motel en motel.

Patterson Hood, alma y cuerpo de Drive-by Truckers, tiene el espíritu de los viejos músicos vagabundos. Es el último beat, el último hipster: un homeless intelectual (o mejor, un beggar, como se dice en el inglés de Inglaterra, que tiene una connotación más bohemia y menos social).

Cuando Patterson Hood empezó a despuntar en esto de la música, su rollo estaba muy desprestigiado. Y sigue estándolo, en cierta forma. Su reivindicación del rock sureño, y muy en especial de los Lynyrd Skynyrd, no caía bien en los círculos urbanos donde triunfaba el pop ñoño y lánguido. Los Skynyrd eran rednecks desaliñados, tíos ignorantes nietos del Ku Klux Klan y votantes de Bush junior. Hasta que la corriente de la americana no empezó a dominar el mercado indie, Hood no encontró un público receptivo interesado en su reinvención del paisaje sonoro del Deep South.

Su rollo es complejo, y a la vez, más simple que un zapato: coge la potencia del rock más bronco y peleón que vieron los billares de los pueblos de las marismas y lo recompone al gusto con elementos tradicionales y con hallazgos instrumentales rescatados de los desvanes de la guerra de secesión. Investiga y crea al mismo tiempo, hurgando en esas casonas ruinosas que salían en Lo que el viento se llevó y que hoy están pobladas por white trash. Sin hacerle ascos, por supuesto, a la herencia negra. Su inspiración -y los músicos que recluta- está en los campos de Georgia y Alabama, y su público, en las ciudades de la costa este y de Europa.

El resultado es un rock sólido, compacto, honesto, duro y sucio, que entra hasta el oído interno sin pedir permiso a la oreja. Pero también algo sutil, sofisticado, etéreo, gracias sobre todo a unas letras complejas que a veces parecen cuentos fantásticos. La canción que abre su último disco se titula Daddy Learned To Fly, y empieza: “Daddy’s gone away / and no one can tell me why. / Mamma’s been so sad / since daddy learned to fly”.

El cierre es brutal y toda una declaración de intenciones, una bofetada para modernos y relamidos fashion-victims del pop: una versión salvaje y furiosa del Strutter de Kiss. Disfrútenla en versión original, con todo el maquillaje y la horterada sin complejos:

NYC

Nuestra querida Isabel está pasando una temporada en Nueva York y lo cuenta en su blog 55 días en NY. En él se puede apreciar hasta qué punto las ciudades se abren como vulvas ante quien sabe recorrerlas con mimo, respeto y audacia.

Rescato tres estampas callejeras neoyorquinas cazadas por mi Nikon. Son todas de Brooklyn.

Calle hispana al sur de Brooklyn Heights:

Más hispanos, en el antiguo barrio judío bajo el puente de Williamsbourg:

Cosas rusas, en Little Russia-by-the-sea, en Coney Island:

ALGUNAS FOTOS DE LA CURRITA

Como buen sebaldiano, creo que toda historia tiene que tener sus fotos, y ayer no puse ninguna.

Esta es la Currita en Madrid en los años 60:

En el mismo sitio, el mismo día, con mi madre y mi tío:

Sola, en algún lugar de los años 60 que no es Madrid:

El fotógrafo es siempre José Molina, mi abuelo, que revelaba sus placas en el baño de su casa, con una bombillita roja.

CURRITA

Viendo Up in the air y hablando de tiburones sobrehumanos que se crecen en entornos de plástico recauchutado, me he acordado de mi adorable abuela.

La familia de Venezuela y muchos allegados la llamaban Currita, pero el dulce sobrenombre no le hacía justicia. Nada dulce le hacía justicia: mi abuela acuñó la actitud punk cuarenta años antes de que a Johnny Rotten le saliera la primera caries.

Su carácter destroyer la convertía en una abuela especialmente divertida para los niños. Por ejemplo, con su famosa cara de miedo. Una vez, en los columpios, un chaval mayor me vetó el paso al tobogán. Mi abuela se acercó a él discretamente y, sin que nadie lo viera, le puso su cara de miedo. El niño se cagó, creo que incluso literalmente, y salió corriendo como si hubiera visto emerger del suelo a Freddie Krugger, Frankenstein, Alien y la niña del exorcista juntos y arrojándose vómito entre sí. A los pocos minutos, el niño volvió de la mano de su progenitora, que se encaró con la Currita, la cual, con la cara más angelical y desamparada que supo poner, convenció a la señora de que su hijo había sufrido sin duda una alucinación. Quizá un brote esquizoide.

Cuando crecí, censuré la maldad de cuento de mi abuela, aunque tenía sus ratos entrañables. Por ejemplo, era pródiga, y en cuanto asomaba el buen tiempo le encantaba cenar en la terraza de la glorieta de Embajadores. Una noche, estando con ella -yo tendría unos 19, calculo-, se acercó una chica pidiendo dinero y mi abuela le dijo: “Dinero no te doy, pero, si tienes hambre, te invito a lo que quieras”.

La muchacha se sentó en una mesa libre y se tomó un bocadillo y una caña que pagó mi abuela. Yo la miré enternecido. ¿Será posible que Currita-Terminator se haya redimido al fin?, pensé. ¿Ha encontrado la paz, ha tenido una epifanía en este cálido anochecer?

Por suerte, mi embrujo duró poco. En cuanto la chica se puso fuera del alcance de su voz, la Currita dijo: “Supongo que lo necesitará de verdad, y si no, Dios se encargará de castigarla”.

No fue lo que dijo, sino cómo lo dijo: la saña que ponía en las palabras. Deseaba con pasión que ese dios en el que dudo mucho que creyera descargara su furia contra la pobre chica. Si un rayo la hubiera fulminado en ese momento, se habría carcajeado.

Mi abuela deja al George Clooney de Up in the air a la altura del barro. Mi abuela era algo más que una superviviente, era una depredadora, una mujer que habría disfrutado de cabalgar junto a Vlad el Empalador por los campos sangrientos de Valaquia cortando cabezas de turcos y clavándolas en picas para aterrorizar a los campesinos.

O no, nunca lo sabremos: por suerte para el mundo, no acumuló ningún poder.

Vale, mi abuela nunca alardeó de su condición depredadora, no la cultivó y nunca la utilizó sistemáticamente: no se convirtió en un tiburón de Wall Street ni en un profesional despiadado como el George Clooney de la peli. Pero, a su modo, hizo cosas mucho más duras.

¿Cómo, si no, se explica que saliera adelante tras quedarse embarazada en plena guerra civil, madre soltera en el Madrid humeante y devastado de 1939? ¿Cómo, si no, se explica que lograra esconder el pasado republicano de su familia y entablara una extraña y nunca aclarada amistad con Pilar Primo de Rivera, de la que recibía regalitos para complementar las magras raciones de la cartilla -regalitos que alimentaban también al hermano de mi abuela, ex combatiente republicano escondido en su casa, que se metía debajo de la cama cuando la dama falangista iba de visita-?

Se llama supervivencia, pero yo creo que hay algo más, mucho más. Porque los supervivientes sufren, tienen sentido del sacrificio y del dolor y, hasta donde yo sé, mi abuela se desenvolvía con la naturalidad de un pez en agua calma. No era maquiavélica ni manipuladora de un modo consciente. No era Lady Macbeth. Le salía natural, toda su vida le salió natural, sin que mediara una ambición ni un objetivo. La Currita hizo desgraciados a unos pocos: podía hacer llorar con una frase y no se le descomponía el rostro, no le conmovía el llanto ajeno.

Sospecho -y es una sospecha horrible- que no supo querer a nadie. Cuando hablaba de amigos o de alguien de la familia siempre decía: “Son muy buenos, me quieren mucho”. La bondad se suponía en el amor que sentían hacia ella, pero nunca le oí expresar el sentimiento recíproco. Eran buenos porque la querían, pero ella no les quería.

Y eso, señores, da mucho miedo.

PS.- No me tomen por mal nieto: escribo esto con cierta admiración. Pasados los años, con la distancia que da el tiempo, lo veo todo con muchísimo humor y creo que haber tenido una familia tan disfuncional en algunos aspectos me ha hecho más rico y me ha enseñado a ser más abierto, a admirar, entender y gozar la extravagancia. Por lo demás, una de las diversiones más recurrentes que tenemos mi hermano y yo es evocar historias truculentas de la Currita, especialmente ante auditorios neófitos, que se espantan con más facilidad, para carcajeo nuestro, claro. Además, con estos balbuceos me entreno para cumplir una vieja exigencia que me hacen mi hermano y mi madre: escribir sobre mi felliniana familia. Poco a poco, no se me apresuren, que todavía no he encontrado el tono ni la forma.

LA NO-GENTE

Cuando criticamos los finales felices, muchas veces la crítica es malinterpretada o torticeramente interpretada: se nos tacha de biliosos, malapatas, gruñones, envidiosos, gualtrapas y avaros de cuento. Así que dejaré una cosa clara: no detesto los finales felices porque sí ni detesto todos los finales felices. Sólo odio los complacientes, los que infantilizan al público, los que imponen unos ñoños timoratos que nos suponen incapaces de asumir lo áspero del vivir —y, por tanto, que no vamos a dejarnos el dinero en una historia que incida en esa aspereza—.

Por eso me molesta el final de Up in the air, aunque no sea un happy end estrictamente hablando. Me molesta por previsible, condescendiente y asquerosamente moralista. No lo destriparé —aunque seguramente todos ustedes podrán anticiparlo a los cinco minutos de empezar la peli—, pero que conste que es una mierda.

Especialmente, porque Up in the air es una gran peli que sería mucho más grande con un final negro o, al menos, abierto. Una gran comedia con fondo trágico —esto es, una tragicomedia—: la historia de un hijo de puta satisfecho de su hijoputez que vive viajando, contento por no tener hogar, de vivir en aviones, hoteles y aeropuertos, en esos sitios que cierta antropología de vuelo rasante llama los no-lugares.

Me gustan muchas cosas de Up in the air, pero me quedo con el retrato que se hace de esos no-lugares y de la no-gente que los puebla. Una no-gente que, según la observación de un amigo obligado un tiempo a vivir como el prota de esta peli, compra compulsiva y ostentosamente en los duty free porque gana muchísimo dinero y no tiene tiempo libre para gastarlo (con lo cual, gana demasiado dinero).

Se habla muy mal de los no-lugares. El inventor del concepto, el antropólogo Marc Augé, lo acuñó en plan malrollero, como un síntoma de la disolución del individuo en la sociedad postmoderna y bla, bla, bla. Parece que un tipo con un poco de sensibilidad y con una chispa de viejo humanismo hormigueando todavía en su interior ha de sentir pavor por esos sitios. Y, efectivamente: todo en ellos está medido, homologado, protocolizado y escenificado de tal forma que domine en ellos una sensación de asepsia y de control. Yo creo que su condición de no-lugares, a diferencia de lo que argumenta Augé —que habla más de yuxtaposición de espacios que remiten a uno solo—, se debe a que tienen todo lo necesario para ser un lugar pero les falta la condición suficiente: la impregnación humana. Es decir: la emotividad, la capacidad de ligarse a hechos y personas.

Son impermeables a la historia y a todo lo que hace interesante un sitio. Por eso parece inconcebible que alguien pueda prosperar en un ecosistema así. Y, sin embargo, haberlos, haylos. La gracia de Up in the air es que va más allá del lloriqueo apocalíptico habitual y se centra en documentar esa fauna que vive y es feliz en aeropuertos, cadenas hoteleras y agencias de alquiler de coches. Un mundo de plástico donde todos los sentimientos socialmente aceptables se escurren sin dejar mancha y donde un depredador hijo de la gran puta —incluso un depredador con la sonrisa encantadora de George Clooney— sabe crecer y multiplicarse.

Up in the air plantea este asunto con mucho talento y mucha gracia, con grandes dosis de acidez y no poca bestialidad. Me ha gustado.

A VECES SE LEE CADA COSA…

Vicente Verdú, en su artículo de hoy, La crisis pide un mesías, cita a Ortega y Gasset —citar a Ortega y Gasset es ya como hacer un chiste de Martes y Trece, ¿no?— y añade tras la cita:

Asombrosamente, parece copiar, punto por punto, el artículo de Carlos Mendo que El País publicó ayer.

Hombre, señor Verdú, no joda. ¿No será más probable que Carlos Mendo copie punto por punto a Ortega y Gasset? Lo digo porque, teoría de la relatividad al margen, veo difícil que un texto de 1930 se refiera a uno de 2010, pero me parece de lo más normal lo contrario. Por una simple cuestión cronológica, vaya.

Aunque todo pudiera ser: a lo mejor eso es lo que llaman estar adelantado a su tiempo, y Ortega ya pudo leer en 1930 lo que Mendo escribiría en 2010 y dijo: “Esto lo copio yo en un momentín y aquí no se entera nadie”. Lo raro es que, pudiendo ver el futuro, prefiriera leer un soporífero texto de Carlos Mendo a enterarse de la combinación ganadora del superbote del Euromillones. Eso sí que es filosofía en el sentido etimológico (esto es, amor a la sabiduría, suponiendo que lo que suelta Mendo por su páncreas sea una forma de sabiduría).

Me iba a quedar en el chascarrillo, pero como hoy me he levantado de muy buen humor, voy más allá de la broma.

Entiendo perfectamente lo que quiere decir Verdú: ante situaciones sociales parecidas (la de 1929 y la actual), los pensadores elucubran respuestas similares, lo que parece refrendar la lucidez y certeza de sus pensamientos. Yo no diría tanto: si se dicen cosas similares ante situaciones asimilables es porque esas cosas ya se han dicho antes. Es decir, es lo que se espera que diga un determinado tipo de intelectual ante una determinada situación.

En un entierro, la gente da el pésame; en un ágape se dice “buen provecho”, y ante una crisis en Europa, los intelectuales conservadores hablan de falta de liderazgo y de la obscena prepotencia de las masas. Son convenciones sociales, no análisis infalibles. Y ojito, porque tampoco Ortega era original en ese sentido: buena parte de las cosas que dice en La rebelión de las masas ya las dijo Spengler en La decadencia de Occidente.

Mi opinión —sin duda influida por la absorbente lectura de Tony Judt— es que estos lamentos que se escuchan a intervalos —y que tienen su reflejo en la literatura: por ejemplo, en Thomas Mann— no son más que delirios de un trauma. Los europeos no asumimos que hemos dejado de ser los amos del mundo y nos seguimos comportando como tales, por eso nos frustramos.

Nos pasa como a esos Yorkshire Terrier: después de una serie de cruces y mutaciones genéticas salvajes, nos hemos visto achicados a menos de la mitad de nuestro tamaño en unas pocas generaciones. Esos perros tienen un cuerpo enano, pero su cerebro sigue pensando que son grandes, e instan a su cuerpo a hacer cosas que físicamente no puede hacer. Por eso se frustran, no entienden qué les pasa y se pasan el día ladrando. Por eso, si su dueño no los trata bien y educa su autoestima, acaban siendo unos perros amargados y marrulleros que no aguanta nadie.

Europa se derrumbó en 1914 y, desde entonces, se lame las heridas. No entiende qué ha pasado, en qué momento dejó de importar. Por eso Spengler, por eso Ortega y por eso Mendo. Son ladridos de impotencia de un Yorkshire Terrier.

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PD.- A veces se lee cada cosa… pero en plan bien. La prensa estará agonizante (qué me van a contar ustedes a mí, y será mejor que yo a ustedes no les cuente nada), pero algunas mañanas de sábado regurgita algunas perlas. Todas juntas no dan para un collar, pero alegran la vista un rato y se pueden guardar en un estuchito.

La primera, el artículo que Muñoz Molina dedica a Delibes en Babelia. ¿Puedo decir que me ha emocionado el final, que he sentido verdadera congoja por la muerte de este hombre?

La segunda, una entrevista a Chuck Palahniuk (sí, hombre, el de El club de la lucha, ¿se sitúan ya?) hecha por Antonio Fontana en ABCD (al igual que con el artículo de Verdú, no encuentro el link). No la cito por la entrevista en sí, sino por esta frase que voy a enmarcar:

Si describes el mundo fiel y despiadadamente, todo el dramatismo de las relaciones recíprocas humanas cae esencialmente en lo absurdo.

Hasta aquí la revista de prensa de hoy.

DECONSTRUCTING JUAN DE MAIRENA

En el anterior post escribí la frase:

Don’t ask, just look.

Qué genial es el inglés. A mí me encanta precisamente lo que más parece irritar a los defensores de las esencias castellanas (¿Eau de Churre et Mérine?): su concisión, su economía expresiva —qué poca economía expresiva hay en la locución economía expresiva—, su capacidad de concentrar significados muy precisos en brevísimos monosílabos, así como su libertad para culebrear entre las cosas modernas y asimilar nuevas palabras con forma de onomatopeya con un chasquido de dedos. Fíjense en esta frase: cuatro sílabas. Precisión, rigor, sencillez.

A diferencia de las lenguas latinas, el inglés es un idioma más apegado a lo cotidiano que a los libros, y por eso sus escritores pueden componer libros que salen de la vida y vuelven a ella, sin pararse en ninguna biblioteca en el camino.

En español se puede decir también con sencillez. Una traducción apresurada y más o menos literal de esa frase sería:

No preguntes, sólo mira.

Pero esa estructura suena un poco rara en español, especialmente en el castellano escrito, que tiene una acusada tendencia formalista (como demuestra la expresión “acusada tendencia formalista”). Además, la forma imperativa del verbo mirar tiene en español un sesgo de orden que admite mal el tono de sugerencia, que es el que queremos darle a esta frase, así que lo más seguro es que el redactor prefiriera un verbo más culto, menos agresivo y aparentemente más preciso, como observar:

No preguntes, sólo observa.

Ahí se ha complicado muchísimo la frase. Observar es una palabra que ha pasado del latín al español casi intacta, manteniendo la bs, de pronunciación difícil, lo que indica que su incorporación al idioma es tardía. Es, por tanto, un cultismo, un rasgo atenuado de pedantería. Ya nos hemos alejado mucho del directo y eficaz don’t ask, just look.

Además, es muy probable que, en una redacción normal en castellano, ese “no preguntes” suene cojo. Cualquier redactor despistado estaría tentado de usar la doble negación, muy habitual en el idioma que usted y yo compartimos:

No preguntes nada, sólo observa.

La estructura está ya a varios años luz de la original inglesa. Le hemos quitado toda su gracia. Hemos hecho como los franceses con la comida: embadurnarla de salsas espesas e hipercalóricas que camuflan el producto principal hasta el punto de no poder distinguir si es carne o pescado.

Y eso, siendo sencillos, haciendo lo que normalmente hacemos al hablar o al escribir en un registro no excesivamente culto ni elevado.

Veamos qué pasa ahora si esta frase la escribiera un periodista del siglo XXI, entrenado en el arte de la concreción y la frase impactante, con ganas de epatar a su redactor-jefe con su dominio de las oraciones subordinadas:

Y es que, resulta conveniente no realizar cuestiones, siendo preferible la opción de limitarse a observar el tema.

Si el periodista acaba de volver de un congreso sobre Nuevos Retos Metacomunicacionales en la Era del Manager Devolopement Integrado en Partículas Morfológicas de Twitter, Facebook y Fraggel Rock y, además, da clases en la universidad, probablemente su traducción de “don’t ask, just look” se parecería a esto:

En las actuales circunstancias, creo aconsejable apostillar, sin ánimo de ser exhaustivo, y cediéndole de inmediato la palabra a Su Alteza el Príncipe de Asturias, que nos hace el honor de presidir este modesto cónclave y alumbrarnos con la luz cegadora de su preparación académica y su vocación democrática, que hay factores de riesgo inherentes al problema que desaconsejan realizar una actividad interrogativa en estos momentos de desarrollo de la coyuntura. Citando a Maynard, en su ya clásico estudio Approaching Asskissing: A Hipster Prospective, las acciones más adecuadas que resultaría procedente -y, aún diría más, pertinente- emprender para no dañar el cash flow implicarían acceder a una profundización dinámica en los procesos de sinergia entre observante y observado, buscando puntos de encuentro para un posterior crecimiento exponencial de los mercados.

¿Y tú, cómo traducirías la frase?

NO SE ME PIERDAN

Últimamente me topo con mucha tontunez a propósito de Perdidos. Tengo en mi mesa del periódico un libro titulado, con dos testículos, La filosofía de Perdidos. No sé si en la misma colección hay otro título sobre La filosofía del paté de olivas negras. El ABCD, que pasa por ser —y así lo pienso— el mejor suplemento cultural de la prensa española, y quizás el único que merece tal consideración, le dedicó una portada a la serie cuando se estrenó la nueva temporada.

Vamos, que hay una parte de la so called intelectualidad que está que no defeca con el paradigma (sic) que inauguran los náufragos aéreos.

Pos bueno, pos fale, pos malegro.

En el otro lado están los odiadores de Perdidos. Aquellos que no paran de gritarnos, desde su letraherida atalaya: “¡Arrepentíos, no escuchéis al falso profeta de Perdidos! ¡Bajo ese disfraz de serie cool y pretenciosa sólo hay vacío, marketing, filfa, gaseosa esbafada!”.

Pos bueno, pos fale, pos malegro.

El problema que tiene Perdidos es que no se ve con la actitud adecuada. El discurso intelectualoide que han alimentado algunos —y los propios creadores de la cosa, claro— ha cegado a alguna gente por lo general bastante lúcida y avispada.

Perdidos no puede decepcionar porque nunca prometió nada. Es una serie para ser deglutida, no paladeada.

Para que la experiencia no sea dolorosa —e incluso para que aporte cierto placer— hay que disfrutarla de la misma forma que uno se comería un whoper o que ligaría con una choni en Pachá a las cinco de la madrugada. Es decir: sin ninguna expectativa. Si te zampas un whoper pensando que estás ante un plato de tres estrellas Michelin o te metes en la cama con una perra arrabalera con piercings en las glándulas suprarrenales pensando que has encontrado un amor como el de Tristán e Isolda, la has cagado.

Con Perdidos pasa lo mismo: que no es Ingmar Bergman, cojones, que es puro y simple entretenimiento, relleno audiovisual con pornografía californiana de baja intensidad. Un chicle para engañar el hambre.

Y eso —oh, intensos del mundo— no es malo. No hay que sentirse culpable por atiborrarse de comida basura de cuando en cuando o por follar con una analfabeta poligonera con sociopatías diagnosticadas y dos tetas de silicona operadas en una clínica low cost con un crédito de Cofidis. Que en la vida no todo va a ser Brahms y trajes de raya diplomática.

Yo me trago Perdidos con gusto y sin hacerme preguntas. ¿Que ahora sale un humo negro con puños? Pos bueno. ¿Que resulta que se han inventado un templo con un samurai que habla combinando sílabas al azar? Pos fale. ¿Que pretenden hacerme creer que Hugo, con sus 700 kilos de peso, es capaz de andar cuatro horas por la selva con medio botellín de agua y dos galletas rancias? Pos malegro.

Don’t ask, just look.

A esto me refiero con el porno de baja intensidad.

Es una mezcolanza absurda de géneros, como una canción de Macaco, pero sin ser irritante: aventuras, ciencia-ficción, terror, superhéroes, la ya citada pornografía californiana… Todo a mogollón y sin solución de continuidad, con unos actores francamente malos que, por exigencias de guión, sólo saben poner cara de susto. Cada capítulo dura 45 minutos, la ración adecuada. Si durara más, sería insoportable: justo cuando la trama empieza a hacer aguas, cierran con la previsible sorpresa (noten la tentativa de oxímoron), y a otra cosa.

Como no exige esfuerzo intelectual ninguno, cuando termina el episodio pueden volver a sus lecturas (o relecturas, no quisiera ofenderles) de Jean-Paul Sartre.

FALLERET

Con las fallas no hay humor. Lo sabe bien Pepe Ribas, que en 1976 publicó un famoso Dossier Fallas en Ajoblanco y desató lo que entonces se llamó la ira blavera (es decir, la ira valencianista facha, llamada blavera por el color azul -blau en valenciano-catalán-, ya que una franja lateral de ese color es lo que distingue la bandera valenciana de la catalana). Lo escribieron varios jóvenes periodistas valencianos. Uno de ellos, Javier Valenzuela, fue luego corresponsal de El País en Washington y hoy ejerce de supertacañón en ese mismo periódico.

En ese dossier se reinterpretaba el barroquismo de las fallas en clave pagana y libertaria, como un carnaval de primavera, como una expresión antiestatal y salvaje. Y se exponían muestras extremas, como un comentario de la película La fallera mecánica, en la que un travesti ejerce de fallera mayor (lo cual supone la sublimación del personaje de fallera mayor, su agotamiento natural).

La furia blava se desató a lo bestia. Los devotos de la tradición, la carcundia más halitósica de Valencia, rugió y arrastró a las masas tras su rugido. En la redacción de Ajoblanco empezaron a recibirse cartas insultantes; luego, amenazantes. Más tarde, avisos de bomba. Se convocaron manifestaciones en Valencia y se fletaron autobuses para ir a Barcelona a dar una paliza a esos catalanes de mierda que se atrevían a reírse de su sagrada fiesta. El consejo de ministros, aún franquista, también ladró, e impuso el secuestro del número -que ya se había agotado- y un multazo de 120.000 pesetas de las de antes (la multa iba para los responsables de la revista, no para quienes amenazaban de muerte a esos mismos responsables, y eso que las amenazas de aquellos años había que tomarlas muy en serio: en diciembre de 1977 una bomba destrozó la redacción de la revista de humor Papus, matando al conserje, que era el único que estaba en ese momento en el lugar).

Al final, el follón, una vez salvado el pellejo, les vino estupendamente. Gracias a él, la tirada de Ajoblanco se multiplicó por 12 en un año. Las fallas convirtieron a la revista en la leyenda que es hoy.

Yo concuerdo completamente con la visión fallera que se daba en ese dossier. Y concuerdo porque para mí las fallas son territorio infantil y, por tanto, explorador y salvaje. Desde que tengo rizos en los genitales habré estado tres o cuatro veces en fallas, y siempre en Valencia capital, de visitante, un poco al margen de la fiesta. Nunca he vuelto a las fallas del pueblo de mi infancia.

Porque yo fui falleret. No fallero, pues me faltaban palmos de altura, pero sí falleret.

A los no valencianos les cuesta entender que las fallas son una fiesta competitiva que escenifica -en un ring inofensivo y aparentemente no violento, al margen de la pólvora de las tracas y mascletàs- los conflictos sociales más dolorosos. Esto se ve más en un pueblo, pero también en Valencia.

Hay fallas de ricos, de modernos, de pijos, de comunistas -sí, de comunistas-, de marujonas, de artistonas, de obreros, de zafios verbeneros, de tradicionalistas, de estirados, de marginales y de pobres de solemnidad. Ingresar en un casal faller es muchas veces una cuestión de militancia, de significación política, de afirmación grupal.

En mi pueblo había siete fallas -no sé las que habrá ahora-. La mía se llamaba la falla del Prado y era de las desgraciadas: en el concurso que premiaba a los mejores monumentos solíamos quedar los sextos de siete. Por suerte, había una aún peor, La Marina, formada por los cuatro residentes de la urbanización playera, que ponía poco interés en los ninots, quizá porque estaba formada por jubilados madrileños que no terminaban de entender de qué iba la vaina.

Nuestra falla era fea y pobre, pero era nuestra, qué cojones, y los chavales íbamos con la frente bien alta ante los de la falla del Portal o la de La Vía, que casi siempre ganaban los primeros premios con portentosas y audaces construcciones diseñadas por reputadísimos maestros falleros. Recuerdo que la falla del Portal, algunos años, podía visitarse por dentro. No pocas veces planeamos aprovechar esa coyuntura para dejar un par de petardos allí y quemarla antes de tiempo.

Dios, cómo les odiábamos. Los más tontos y relamidos del cole eran del Portal o de La Vía.

Ellos tendrían el poder, pero nosotros teníamos pólvora a voluntad, mucho rencor social y unos padres permisivos que nos dejaban correr por la calle a deshoras.

No os contaré la de perradas que les hicimos, pero sí os diré que, cuando nos descubrían, los mayores de nuestra falla nos protegían. Aquello era como una mafia, y los falleros veían con buenos ojos que sus cachorros se adiestraran en el arte del sabotaje y la guerra de guerrillas.

Mi falla era fea y pobre. Mi falla no despertaba interés, la gente pasaba de largo frente a ella y a más de uno se le escapaba un suspiro de compasión ante esos ninots tan toscos y con tan poca gracia.

La meua falla era lletja, però tenia dignitat.

Dignidad e historia.

Su nombre se debía al Prado Comarcal: unas naves enormes donde, desde el siglo XIX, se instalaba un mercado hortofrutícula donde los propios llauradors vendían sus productos recién traídos del campo. Cuando, tras la guerra civil, la producción de naranjas se hizo intensiva -casi industrial- y se orientó sobre todo a la exportación, desapareciendo muchos pequeños propietarios, el Prado Comarcal dejó de tener sentido. Yo no lo vi funcionar, pero recuerdo las naves, altas, solitarias, enormes, con cristaleras sobre un tejadillo. Recuerdo haber jugado a las canicas bajo sus techos y al escondite entre sus columnas.

Como todo lo que pierde utilidad, al final sucumbió: el ayuntamiento destruyó el Prado, que era una de las señas de identidad del pueblo, y construyó un par de edificios y un pequeño hospital. A mucha gente del pueblo no le hizo ninguna gracia ese atentado patrimonial en un lugar no precisamente sobrado de monumentos, y uno de los puntales de la protesta fue la falla Prado, abanderada nostálgica de un pasado pretendidamente arcádico y blascoibañecista, anterior al bombazo urbanístico y al alicatado de las playas, poblado por inocentes llauradors que preparaban amorosas paellas al aire libre, sobre mimadas brasas de sarmientos.

En nuestros blusones y trajes de fallero llevábamos bordada la silueta de una de esas naves perdidas en nombre de un supuesto progreso. Y eso, creo ahora y sospechaba entonces, nos hacía mejores que las otras fallas.

Eso sí, en sadismo éramos iguales que el resto: gozábamos como perras al ver llorar a nuestra fallera mayor. Porque una fallera mayor que no llora con sentimiento en la cremà merece ser arrojada a las llamas.

Y cómo lloraban esas chicas. Qué bien lloraban las muy zorras.

Un día tengo que volver a verlas llorar.

CORREOS

Entro en Correos, y los chicos que que van delante de mí están enviando un paquete a Shanghai.

Yo llevo uno para Buenos Aires.

Para que luego digan que somos un muermo provinciano sin interés por el mundo exterior.

Por cierto, facturar el paquetito -muy liviano, de verdad- al otro lado del charco y del ecuador por correo ordinario me cuesta 10 euracos. Por un poco más, casi se lo llevo en persona.

Hace un tiempo me dio por vender algunos vinilos por e-Bay, y un japonés me compró tres o cuatro de Obús. Eran espantosos, pero hoy me arrepiento un poco de haberlos vendido. Me hacían gracia. En cualquier caso, los despaché en un timo en toda regla: a mí me costaron 500 pesetas o así en su día, y el pobre japonés pagó casi cien euros por cada uno.

Me sentí un poco mala persona, pero el chico estaba tan entusiasmado con tener los vinilos de Obús que me callé como una meretriz diplomada de Ho Chi Minh City. En Correos, el funcionario me dijo que con esas señas lo más normal sería que devolviesen el paquete. Yo recé una plegaria a San Bakunin por que no ocurriera, pues ya me había fundido la pasta del japonés en vicios varios y me sería muy doloroso restituirla.

El japonés me escribió casi todos los días interesándose por sus discos -en inglés, claro; de español, ni papa- hasta que, unos 20 días después, le llegaron al fin y terminó nuestra monocorde relación epistolar.

Ese día me quité del eBay. Ahora, por correo sólo mando regalos, no vendo nada.

BUÑUELESQUE

Puede ser que al convertirme en padre haya perdido la capacidad de apreciar las sutilezas. A lo mejor ahora todo lo veo en trazo grueso, como corresponde a un viejo burgués preocupado por el bienestar de su cachorro.

No lo descarto.

Pero creo que, en este caso, el problema no es mío.

Nos metimos a ver la exposición sobre los 80 años de Un perro andaluz que se puede ver estos días en la Lonja de Zaragoza.

Un plan buñuelesco.

Vaya por delante que -oh, pecado, pecado- Buñuel nunca ha sido referente mío. Será por edad, será por ignorancia, pero, aun reconociendo su genio, nunca he sentido gran cosa por su cine. Por tanto, no negaré cierta indiferencia ante algunos materiales que a otros le provocarán una gran emoción, tambores de Calanda incluidos.

El caso es que no entendí nada de la exposición. No entendí qué me querían contar, qué pertinencia tenían los objetos y documentos expuestos, de qué iba el asunto. Las cartelas no se leían por falta de perspectiva, las vitrinas estaban montadas a piñón, formando pasillos estrechísimos, y mi miopía me impedía leer el 90% de los documentos.

Mi impresión es que habían acumulado unos cuantos zarrios —algunos directamente relacionados con Buñuel y su mundo; otros, incomprensibles, como un cartel de El silencio de los corderos— sin ningún criterio ni discurso. Si por lo menos hubiera habido un criterio surrealista, la cosa tendría sentido, pero incluso el surrealismo tiene unas normas.

En una de las vitrinas había expuesto un libro de mi ilustre vecino de página dominical Agustín Sánchez Vidal, probablemente uno de los mayores expertos buñuelistas del mundo. Pero era un ejemplar prestado de una biblioteca, con la pegatina de la signatura en el lomo, ni se habían molestado en coger un libro sin usar. En otra vitrina había unas fotocopias a color.

En fin, sin comentarios: un poco cutre. Por decir algo bonito.

Por lo menos, se podía ver Un perro andaluz. Y un par de documentales sobre la peli y sobre Buñuel. Estupendo, pero para eso no hacía falta una exposición en el espacio más noble de la ciudad: con un ciclo en la Filmoteca se solucionaba. Y con mucha más elegancia.

Mi hijo Pablo, en cambio, disfrutó un montón de la exposición. Le llevé en brazos todo el tiempo y miró con mucha curiosidad cada objeto. Cuando llegamos a casa, le contó todo lo que había visto a su amigo, el Señor Elefante:

El Señor Elefante no salió muy convencido. Le dijo: “Pablo, creo que la exposición era un poco cutre. Desde luego, era cutre para la Lonja, que se supone que es un sitio para cosas curradas y mimadas”.

Pero Pablo se empeñó en defender la expo. Le habló de las vitrinas, de las luces y del ojo que se rasga con una cuchilla. De hecho, amenazó al Señor Elefante con hacer eso con su ojo si no le daba la razón, pero el Señor Elefante tiene mucho carácter y no rebló ni por esas. Dijo: “Me da igual, mis ojos son de felpa”.

Aunque no me lo ha dicho, creo que lo que más le moló a Pablo fue verse reflejado en las vitrinas.

A mí, si quieres que te diga la verdad, también fue lo que más me gustó.

Porque al menos Pablo es novedoso e inesperado. Es fresco. Buñuel, ya me perdonarán, huele un poco. Creo que no se le hace ningún favor con el machaque institucional al que se le somete.

Cuando participé en un par de reuniones sobre la candidatura de Zaragoza a Capital Cultural Europea, una de las cosas que nos dijeron fue: “La candidatura tiene tres pilares innegociables: Goya, Buñuel y el mudéjar”.

Santiago y cierra España.

Eso es imaginación. Así se ganan las maratones, con más de lo mismo, con la misma receta cansina, con los mismos tópicos autocomplacientes que llevan fermentando en esta tierra décadas y décadas.

Y el Señor Elefante le pregunta a Pablo: “¿Qué les habrá hecho Buñuel para que abusen de él de esta manera?”

Y Pablo respondió: “Ahí me has pillao, tengo que pensar más sobre eso”.

MALAS COMPAÑÍAS

Dice hoy Muñoz Molina en su artículo babélico-sabatino:

Mientras tantos estábamos callados, o no nos enterábamos, el actor Guillermo Toledo eligió para sí mismo el papel que sin duda considerará más ilustre, el de insultar a un perseguido desde la cima de su privilegio, el de llamar traidor y terrorista a un pobre hombre que jamás pudo tener ni una fracción del bienestar ni de la libertad que el señor Toledo y los que le jalean disfrutan sin peligro. Yo pensaba que ser de izquierdas era estar a favor de la igualdad justiciera de los seres humanos, del derecho de cada uno a vivir soberanamente su vida. No imaginaba que duraría tanto la costumbre estalinista de injuriar a los perseguidos y a los asesinados.

A mí, la verdad, mucho más graves que las palabras de Guillermo Toledo, que simplemente me parecieron el autorretrato de un tontico de muy limitadas entendederas y muy pagado de sí mismo, me han parecido las reacciones desatadas en ese grupo de actores que con machacona tozudez se esfuerza por encajar sin fisuras en la caricatura que la derechona hace de él. Esa especie de manifiesto que sacaron sus amigos en el que se presentaba a Toledo como víctima de un linchamiento es absolutamente demencial.

Dejando al margen el abuso que se hace del sustantivo linchamiento (según la RAE, linchar es “ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo”, y creo que hay que estirar mucho el sentido figurado para aplicarlo por analogía a situaciones como esta), ¿estamos todos locos? Porque el caso que nos ocupa es bien sencillo. Habrá otras cuestiones que puedan suscitar matiz y controversia, pero un preso muerto en huelga de hambre es algo bien clarito que no admite segundas interpretaciones: Toledo se ha cubierto de mierda él solito. Si alguien quiere compartir con él la montaña de excrementos es libre de hacerlo, pero eso sólo hará que se amontonen más zurullos, no librarán a su amigo de su carga correspondiente, sino que recibirán ellos la suya propia.

Es curioso que el estalinismo haya resistido como actitud social en ciertos sectores privilegiados de Occidente -mucho más en Europa que en Estados Unidos-. Es un discurso monolítico que se apropia de la representación de “la izquierda”, y cualquier crítica o ataque contra él es sistemáticamente desactivado con el epíteto de “derechista”.

Vuelvo a Postguerra, de Tony Judt. Lean con atención, a ver si encuentran las siete diferencias, y presten atención a la negrita, que es mía:

Así pues, en un lado de la línea divisoria de la cultura europea estaban los comunistas y sus amigos y apólogos: los progresistas y “antifascistas”. En el otro, mucho más numeroso (fuera del bloque soviético) pero también claramente heterogéneo, estaban los anticomunistas. Dado que los anticomunistas cubrían toda la gama desde los trotskistas hasta los neofascistas, los críticos de la URSS a menudo se encontraban compartiendo una plataforma o una demanda con personas cuya política aborrecían. Estas nefastas alianzas constituían un blanco perfecto para la polémica soviética y a veces era difícil persuadir a los críticos liberales del comunismo para que expresaran sus opiniones en público por miedo a ser tachados de reaccionarios. Como Arthur Koestler explicó en 1948 ante un numeroso público en el Carnegie Hall, en Nueva York: “No puedes evitar que la gente tenga razón por motivos equivocados (…). Este temor a encontrarse en malas compañías no constituye una expresión de pureza política, sino de falta de confianza en uno mismo”.

Hace no mucho escribí aquí un par de ideas confusas al respecto, en un artículo que titulé Barricadas.

La frase de Koestler es demoledora: “No puedes evitar que la gente tenga razón por motivos equivocados”. El silogismo, desde el punto de vista de estos herederos -de palabra, no de obra- de Stalin es claro:

La derechona me critica.

Tú me criticas.

Luego, tú eres la derechona.

Razonamiento lógico impecable y tremendamente eficaz para conseguir tres objetivos: consolidar la cohesión grupal, mantener a raya a los adversarios naturales y desmontar la disidencia interna.

Yo también me callo muchas cosas para no dar pie a la ejecución de ese resorte lógico que te deja solo dos opciones: o darle la razón y buscar el calor de un nuevo hogar en otro grupo con idéntica estructura pero distintos discursos -véase esa extraña casa del rencor llena de ‘ex algo’ llamada UPyD- o quedarte solo en medio del páramo, apestado.

Pero aquí no tengo dudas: lo de Guillermo Toledo nos insulta a todos. Decir a estas alturas que hay huelguistas de hambre de primera y de segunda división, en función de si su protesta está dirigida contra Marruecos o contra Cuba, que hay oprimidos buenos y oprimidos malos que sólo quieren jodernos al resto con su situación oprimida es para mear y no echar gota.

Por eso, cada vez más, el único sitio donde me siento realmente a gusto es Amnistía Internacional, donde no se escuchan esas cosas. Acabaré limitándome a ellos. Si no existiera AI, no sé dónde iríamos la gente como yo.

Al campo a reeducarnos, supongo.