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DANDO LA BRASA

Mañana, miércoles, a las 10 de la madrugada, estaré en el Centro de Historias de Zaragoza, donde se celebran las primeras Jornadas Aragón, Comunidad Cultural, que organiza el colectivo +Cultura, que ha tenido la gentileza (o la terrible equivocación) de invitarme a participar. Las jornadas empiezan hoy, la entrada es gratuita (previa inscripción), pero mi número actúa mañana. Podéis consultar el programa pinchando aquí. Este es el plan previsto en mi sesión:

10:00- 13:00 CUARTA SESIÓN
Cultura y comunicación.  ¿Pueden los medios contribuir a un mejor conocimiento de las prácticas culturales y al mantenimiento y la ampliación de públicos con información de calidad?

Ponentes:

  • Ignacio Bazarra, Cultura Agencia EFE. Madrid
  • Carmen Ruiz, Directora de informativos radio y televisión CARTV, poeta
  • Sergio del Molino, periodista y escritor
  • Melania Bentué, periodista, conocedora de la experiencia informativa 2.0
  • Cristina Fallarás, escritora, periodista, editora a través de Internet
  • Chuse Fernández  Cotenax, coordinador TEA FM, Taller de Radio Creativa
  • Mercedes García Ucelay, periodista especializada en economía y empresa

Presentador y Moderador: Miguel Angel Yusta. Asociación Aragonesa de Escritores.
Relatores:  Iguacel Elhombre. Presidente de PROCURA. Profesionales de la Cultura en Aragón,  Stéphanie Tirloy,  miembro de +Cultura y Alfonso Plou,  Escritor y dramaturgo

Me encanta, porque soy el que lleva el rótulo más anodino y generalista, y me parece estupendo. En realidad, me hubiera encantado que me presentaran como Sergio del Molino, científico y santo. O: Sergio del Molino, épico comensal de El Boñar de León, donde, en una ocasión, a punto estuvo de terminar uno de sus pantagruélicos cocidos. Pero no coló ninguna de las dos.

Somos tres hombres y tres mujeres, una mesa paritaria. Yo intentaré no ser muy brasas y participar en el debate, que lo que mola de estas cosas es que los ponentes discutan y se peguen. Somos todos muy educados, y a esas horas estaremos sobrios, pero aún así confío en que haya algo de tensión. Espero, en cualquier caso, que lo pasemos bien. Hablaré en serio, lo prometo. Muy en serio, pero con amenidad.

MECENAS

Cultura. Gente de la cultura. Creadores. Artistas. Al conjurar ese campo semántico, se desatan las reacciones. Generalmente, de uñas largas. Atrás quedaron los tiempos en que sus protas caían simpáticos. Muchos antiguos popes, descabalgados de sus púlpitos, vagan por las calles con la mirada perdida, escribiendo artículos lacrimógenos en los que se preguntan en qué momento dejó de amarles la masa . Quienes no han entendido lo que ha pasado en estos diez últimos años han devenido fósiles rancios, piedras que ni siquiera son de Rosetta, cuya sabiduría no importa ya, oráculos en paro a quienes nadie consulta nada.

No es que los demás tengamos muy claro qué ha pasado, qué está pasando o qué va a pasar. Ojalá fuéramos tan listos. Simplemente, vemos que eso que los economistas llaman el know-how de las industrias culturales ha perdido su valor. Ante una sociedad que sigue escuchando música, que sigue viendo pelis y que sigue leyendo libros, son cada vez menos capaces de colocar sus productos. ¿Cómo es posible? Por la piratería, responden, y vuelven la cabeza al Estado exigiendo que la policía actúe: ¡al ladrón, se están llevando nuestro dinero, al ladrón, al ladrón!

Sin embargo, la so called piratería es simplemente la manifestación de una realidad más atroz: la de una industria superada por la tecnología y por la evolución de los tiempos, que en lugar de buscar la forma de llegar a sus públicos —que siguen ahí, probablemente más numerosos que antaño— les ha puesto cortafuegos, se ha cerrado, se ha exhibido ceñuda y desconfiada y ha preferido aferrarse a privilegios que ninguna realidad económica podía sostener. En el empeño, han secuestrado el Estado, lo han utilizado con ademanes mafiosos, como quien se conecta a un respirador artificial.

Es difícil dudar de que hemos asistido a un fin de ciclo o a un cambio de paradigma cultural parecido al que supuso la aparición de la imprenta, pero no parece acertada la metáfora que asimila los cambios sociales a los naturales. En la sociedad no hay cosas inevitables: la voluntad de las personas y las decisiones que unos pocos toman influyen en un sentido o en otro, y en estos diez años hemos sufrido tantísimas decisiones desastrosas y han sido tantos los idiotas con cargo —en el Estado y en las empresas aludidas— que han accionado los botones equivocados, que el desastre no se puede adjetivar como inevitable.

Por lo poco que ha dejado entrever el nuevo gobierno, parece que las cosas van a seguir por ese camino. Se ha anunciado una ley del mecenazgo, de cuyas líneas maestras casi nada sabemos. Sí que sabemos ya que su argumentación está construida sobre una falacia. José Ignacio Wert, en la toma de posesión de su secretario de Estado de Cultura, José María Lasalle, dijo, refiriéndose a este proyecto legislativo:

«El Estado no es en ningún caso un fabricante de cultura. Es un depositario, un dinamizador, un relé de coordinación y distribución de la creación y el patrimonio cultural. No es el dueño de la cultura, sino apenas el responsable de que crezca y pase a la siguiente generación en las mejores condiciones posibles».

De acuerdo, stricto sensu, el Estado no es un fabricante de cultura. Los fabricantes son quienes la trabajan con sus manos, quienes la crean, y por eso son pedantemente reconocidos con el título de creadores. Pero el Estado hace mucho más que depositar, dinamizar, coordinar y distribuir. El Estado instiga la creación cultural, porque todas esas acciones enumeradas por el ministro (depositar, dinamizar, coordinar y distribuir) no son operaciones técnicas, sino que tienen una gran carga ideológica. Al elegir qué depositar y qué olvidar; qué dinamizar y qué ralentizar; cómo coordinar y en qué orden jerárquico, y qué distribuir y qué almacenar, no está fabricando cultura, pero sí está fabricando un orden y un modelo cultural.

Muchos adalides liberales sostienen la falacia de que la cultura no precisa del Estado para existir, pero la historia es terca y desmonta una y otra vez ese argumento. Al menos, en lo que se refiere a la cultura occidental, la existencia del arte es indisoluble de la del Estado. No hace falta remontarse a los griegos (aunque podríamos), nos basta con echar la vista atrás hasta la Italia del Renacimiento, cuna de la producción cultural tal y como la entendemos ahora, con la idea del autor individual y de su libre albedrío como ejes fundamentales del arte. Fueron los papas y los príncipes de las ciudades italianas (es decir, el Estado moderno en su forma primigenia) quienes diseñaron ese modelo y quienes fortalecieron la idea del artista como genio, libre y sagrado. El Estado-Leviatán ha financiado —cuando ha sido necesario— y promovido —siempre— esa cultura. Cuando el príncipe Carlos Augusto de Sajonia fichó a Goethe como escritor protegido en Weimar, estaba consolidando una forma de cultura que encontraría su última y más completa formulación legislativa en el concepto de excepción cultural del ministro francés Jack Lang, y su expresión más grandiosa, industrial y apabullante en Hollywood. Lo que cambió en el siglo XIX fue la irrupción del público, la rebelión de las masas. Fue una cuestión de cambio de escala, no de modelo: lo que antes servía para cuatro cortesanos, ahora valía para todo el mundo, para una sociedad que había ido a la escuela y podía comprar libros y ver obras de teatro, pero los axiomas del Renacimiento siguieron inalterados, con el autor quieto en su pedestal. De Miguel Ángel a los Beatles sólo cambia el tamaño del público, pero el concepto que los enmarca y los hace posibles es el mismo.

Sin Estado no hay cultura tal y como la entendemos. Sin Estado no habría Capilla Sixtina ni Fausto de Goethe, pero tampoco películas de Alfred Hitchcock ni urinarios de Marcel Duchamp. Ni Shakespeare ni el Quijote, ni el Louvre ni Jackson Pollock. Sin Estado, tampoco tendríamos el ensayo Liberales, escrito por José María Lasalle.

Negar la unívoca e indisoluble relación entre Estado y cultura sólo puede conducir a dos escenarios: a la desaparición del fenómeno cultural tal y como lo hemos conocido desde el siglo XV, con la disolución de la idea del autor individual y el hundimiento de cánones y disciplinas artísticas, o al engaño. Porque quien niegue esa relación puede estar interesado, como tantos otros antes que él, en generar una cultura a su servicio. Cambiando las formas de promoción, lo que en realidad se está cambiando es la composición de la corte, sustituyendo a unos cortesanos por otros.

Para quienes nos preocupan estas cosas, creo que el futuro inmediato no pasa por asumir la falacia liberal y esperar que surja una cultura espontánea de no se sabe qué oscuros recovecos inexplorados de la sociedad, sino de asimilar dos asertos: que la cultura tal y como la conocemos en Occidente es una creación del Estado y que nos gusta esa cultura tal y como la conocemos, en sus líneas generales. Es decir, nos gusta que haya escritores que escriban buenos libros, nos gusta que haya directores de cine que rueden buenas pelis y nos gusta que haya artistas y músicos que nos emocionen con sus hallazgos. Y que incluso nos gustaría a nosotros tener la posibilidad de ser escritores, artistas o lo que sea. Puede que no nos gusten tanto otras cosas, pero, al menos en mi caso, ninguna corruptela o disfunción, que diría un estructuralista barbudo, es tan grave como para anular el sistema de por sí. Quiero decir: el modelo que permite que un montón de mediocres semiágrafos chupen del bote saltando de Instituto Cervantes en Instituto Cervantes es el mismo modelo que ha fabricado las novelas de Henry Miller y de Proust. Así que, de momento, la balanza está inclinada en el lado positivo. Si el precio para que surja un Proust cada cien años es aguantar a unos poetastros que escriben havía con uve, estoy dispuesto a pagarlo.

Si estamos de acuerdo en eso, el siguiente paso es demostrar que el Estado del siglo XXI no es el del siglo XV y que la palabra democracia es algo más que un instrumento de retórica solemne. Si la soberanía del Estado reside en nosotros, y el Estado genera una u otra forma de cultura, no deberíamos permitir que una camarilla usurpe nuestra voluntad. La cultura creada en un estado democrático tendría que ser democrática también, y son los ciudadanos quienes deberían decidir el modelo a seguir.

Una cosa buena que tiene la indisoluble unión de la cultura al Estado es que permite rastrear la verdadera naturaleza de éste. Si la democracia fuera real, no podría resultarles tan sencillo a unos pocos interesados secuestrar el discurso y promover un modelo cultural a su antojo y capricho. Si esto sucede es porque los mecanismos democráticos no son más fuertes ni más transparentes que en tiempos de Cánovas y Sagasta.

¿Podemos demostrarlo? ¿Es este Estado distinto del de los papas y los Médicis? ¿Tenemos voz y estamos dispuestos a usarla? Esas son las preguntas cuya respuesta puede sacarnos del atolladero. Lo demás es retórica.

VADILLO, EL REDENTOR

¿Me permiten ustedes que distraiga el tedio y la tristeza de este insoportable  midsummer escribiendo sobre la actualidad? Hace mucho que no lo hago y me apetece comprobar si sigo siendo capaz de hilvanar dos ideas con sentido. Además, voy a hablar sobre actualidad local o autonómica, algo a lo que tampoco me dedico con mucha frecuencia ni entusiasmo. Pero la ocasión lo merece.

Mientras en casa vadeábamos ríos de horror conradiano en busca de nuestro particular coronel Kurtz, en el mundo cultureta aragonés estallaba una tormenta de verano de intensidad media. Bien es sabido que el PP ha desalojado al PSOE en el Gobierno de Aragón, que controlaba en coalición con el PAR desde 1999. Luisa Fernanda Rudi formó su ejecutivo con los primeros calores veraniegos y nombró consejera de Cultura a Dolores Serrat, una política bregada y fiel al partido que había sido su portavoz en el Ayuntamiento de Zaragoza durante los últimos años. Serrat debía nombrar a los dos directores generales que gestionan las dos grandes áreas de su competencia: Patrimonio y Cultura. Para el primero, escogió a Javier Callizo, un polémico ex consejero de Cultura bajo cuyo mandato empezó uno de los culebrones más vergonzosos y escandalosos de la historia reciente de Aragón, el del Teatro Fleta: un edificio de altísimo valor arquitectónico y simbólico que fue destruido y en el que se han dilapidado cientos de millones de euros en operaciones turbias sin que, más de una década después, se haya llegado a una solución.

Colocar a Callizo de director general de Patrimonio ya era algo así como poner a Nerón a dirigir los bomberos. Pero el nombramiento que más polémica ha causado ha sido el de director general de Cultura. Para este cargo, Dolores Serrat ha confiado en Humberto Vadillo, un personaje poco conocido hasta ahora fuera de los círculos peperos, pero muy significado ideológicamente.

Hasta aquí los antecendentes para foranos.

Humberto Vadillo es colaborador de Libertad Digital y era muy activo en el mundo de los blogs y las redes sociales. Y es en internet donde la gente ha leído sus opiniones sobre los asuntos que, como alto cargo responsable del diseño, planificación y gestión de las políticas culturales del Gobierno de Aragón, va a tratar y sobre los que va a tener —o tiene ya— poder de decisión.

Como Daniel Gascón ha escrito en un artículo muy medido y razonable sobre el tema, Vadillo es un hooligan, uno de esos personajes a los que ciertas cadenas de radio y TDT nos han acostumbrado en la última década. Hay veces que sus opiniones ni siquiera parecen tales y no pasan de ocurrencias ofensivas o ladridos desentonados. Niega con supuestos chistes la existencia de la lengua aragonesa, y cuestiona, contra toda prueba filológica, que se hable catalán en Aragón, pero lo más importante es que secunda o jalea ese runrún machacón contra los titiriteros. Desprecia a los artistas, a los músicos, a los cineastas y a los escritores, y por sus artículos (¡sobre cultura!) en Libertad Digital se puede deducir que ignora por completo cualquier manifestación cultural contemporánea y que, para él, el arte murió con las vanguardias históricas.

Su forma de despreciar el mundo de la cultura es grosera y altanera, más propia de un taxista o de un legionario retirado que de alguien que aspira a ser tomado en serio en ámbitos de responsabilidad. Y todas sus opiniones han sido expresadas con contundencia y reiteración desde mucho antes de su nombramiento, por lo que los ciudadanos hemos de entender este como una declaración de intenciones por parte del Partido Popular. Como casi siempre, el medio es el mensaje: cuesta mucho creer que Dolores Serrat o Luisa Fernanda Rudi no estuvieran al tanto de las aristas del perfil de Humberto Vadillo antes de proponerle para el cargo que ocupa. Pero, si no lo estaban y aspiran a que los ciudadanos en general y los culturetas en particular nos creamos que van a gestionar la res publica con seriedad, respeto y sentido del decoro, harían bien en rectificar este nombramiento y buscar a una persona competente, razonable y que sea capaz de sostener opiniones fundadas y sensatas sobre las materias que va a gestionar. Seguro que no falta gente así en las filas del partido o en sus aledaños. A mí, sin pensar mucho, se me ocurren varios nombres que serían bien recibidos.

Por otro lado, el nombramiento de Vadillo ha venido acompañado por una investigación abierta al Festival Luna Lunera, sobre el que el PP asegura tener sospechas de varias irregularidades en su gestión. Que se investigue y que se depuren las responsabilidades que hagan falta, por supuesto. Con el dinero público no se puede jugar ni un poco. Pero no deja de sorprenderme que, habiendo tantos frentes posibles por donde atacar, el PP haya decidido empezar por cuestiones culturales de muy poca enjundia. Habiendo aeropuertos sin aviones, empresas públicas de oscuro funcionamiento, asesores muy bien pagados de ignota función y operaciones especulativas a gran escala y más bien turbias sobre las que no se da ninguna explicación, extraña que empiecen a morder por trozos tan periféricos y prescindibles.

Será que les tenían ganas a los titiriteros. Será que han visto llegado el momento de cobrarse su venganza o de dar a sus hooligans un poco de carnaza para que se entretengan un rato. Una parte no despreciable de la base electoral del PP gozará viendo sufrir a esa farándula que se figuran hipersubvencionada, decadente y sodomita. Aplaudirán el castigo a Nabucodonosor y clamarán por una limpieza bíblica y ejemplar.

No seré yo quien defienda sin peros un mundo cultural que, efectivamente, ampara a individuos y prácticas eminentemente corruptas o, cuando menos, parásitas de las instituciones públicas. Creo que es necesario un cambio valiente y profundo en la forma en que el gobierno autonómico (o los gobiernos autonómicos, no creo que haya mucha diferencias de unos a otros) se relaciona con el mundo de la cultura y lo promueve o subvenciona. Hay mucho trabajo por hacer y muchas inercias enfermizas y caciquiles que podar, pero precisamente porque el trabajo es complicado y exige sondas de profundidad, no se puede encargar a alguien que carece de la sensibilidad y las habilidades políticas y sociales necesarias. No necesitamos a un hooligan, sino a personas discretas, competentes y trabajadoras, que conozcan a fondo el terreno que pisan y sepan desactivar las minas que hay en él. Necesitamos artificieros, no bombarderos.

Sólo nos queda confiar en que, pasado el entusiasmo inicial tras las elecciones, el PP se reacomode como el partido convencional y perpetuador del sistema que es cuando gobierna (o cuando lo hace sin presiones). Nos queda confiar en que se rindan a la realidad y que esas mismas inercias se acaben imponiendo a los ladridos de quienes nos quieren salvar de nosotros mismos. Porque yo sigo prefiriendo un sistema corrupto, imperfecto y perfectible que una utopía diseñada por redentores de espada y puño en la mesa.

LA CULTURA COMO RELIGIÓN

Un comentarista que firma como Javier subraya en el anterior post el carácter religioso de los lamentos de CAM sobre los que volqué las miasmas de mi resaca. Yo calificaba el artículo de CAM de homilía y de sermón, pues está lleno de lamentos sobre el inminente apocalipsis y de llamamientos a la salvación.

No se insiste lo bastante en el carácter religioso de la cultura, pero es obvio que lo que en Occidente conocemos como cultura cuenta con todos los atributos de una religión: tiene sacerdotes, inquisidores que mantienen a los ortodoxos en el buen camino y queman a los heterodoxos —los cuales, a su vez, pueden crear sus propias sectas marginales fuera de la pompa oficial, pero con idéntico fanatismo— y fieles creyentes. También dispone de un aparato estatal que se legitima en ella y sostiene sus ritos y sus jerarquías a cambio de la pleitesía cortesana. Con reales academias, con premios nacionales, cátedras y ediciones conmemorativas.

Tomemos como ejemplo clásico la presentación de un libro. Su liturgia es calcada de una misa: hay un oficiante, un objeto que se reverencia —el propio libro, forma sagrada— y unos fieles que comulgan con él. Y, con muchísima frecuencia, hay un representante del poder terrenal (un concejal, un alcalde, un ministro, un decano de Filología Románica o un académico de la RAE) que legitima la celebración como parte nuclear del statu quo.

Y, como en toda religión, la liturgia es hueca, hace mucho tiempo que sus oficiantes dejaron de creer en ella (que levante la mano el obispo que cree de verdad en dios). Se escenifica por costumbre y porque se considera necesaria para conservar el poder que otorga el carácter sagrado de la cultura, pero ni el autor, ni el presentador, ni los concejales, ni buena parte del público se creen una mierda de lo que está pasando.

Para que una religión funcione, es imprescindible que sus responsables no crean en ella. Cuando cae en manos de los fanáticos, se convierte en un poder en sí mismo, no en lo que debe ser sociológicamente una religión: una garantía, un instrumento de dominación al servicio del poder, pero no la dominación misma.

Esa es la cultura cuya extinción lamenta CAM, aunque está por ver que vaya a extinguirse. La corte necesita cortesanos. El poder sin su representación no existe, porque no tiene capacidad de imponerse más que por la fuerza. Y la cultura ha demostrado tener la suficiente potencia sagrada como para fomentar el respeto del vulgo, mientras que sus responsables han demostrado ser lo suficientemente mansos y cumplidores con las exigencias del poder. Pero si llega el día en que las novelas, las canciones y los cuadros se escriben, se componen y se pintan porque sí y no por el prestigio y el aura sacerdotal que imponen a sus hacedores, a la gente como CAM se le acabará el chollo. Ese día está lejos. De momento, quien escribe una novela, compone una canción o pinta un cuadro simplemente por la pulsión de escribir una novela, componer una canción o pintar un cuadro, sigue siendo un hereje, alguien forzado a vivir en los márgenes de la cultura. Como Céline. Como Genet. O como todos esos artistas suicidas que nunca llamaron a la puerta de ningún ministerio.

EMPANADA AÑOS 30

Anoche volví a las cinco de la mañana de un sarao en Madrid, así que reconozco que no tengo la cabeza muy ligera. Además, cené con dos grandísimos amigos (qué bien hacen los amigos cuando vives en el horror), y entre los tres liquidamos tres botellas de rosado-de-la-casa en lo de las crepes de Malasaña, así que, a la falta de sueño, añádanle una buena resaca. Por tanto, estoy investido de esa lucidez que sólo el mal humor matutino puede proporcionar y que me faculta para reconocer las gilipolleces al instante, sin la cesura de la civilización que nos obliga a contemporizar con las tontadas que se emiten públicamente.

Abro El País y leo La cultura sin cultura, homilía a cargo de César Antonio Molina, gallego, ex ministro y cultivador de canas en el coco.

Abro El País, leo La cultura sin cultura y vuelvo a la portada. Miro debajo de la mancheta. Pone: jueves, 25 de noviembre de 2010. Vuelvo al sermón del ex ministro, me froto los ojos y constato la fecha en el ordenador: thursday, nov. 25th.

Pues no he viajado en el tiempo.

Por un momento me parecía estar en 1930. Porque fue por esas fechas cuando Ortega y Gasset publicó La rebelión de las masas. Y cuando la Escuela de Fráncfort empezó a regar sus lamentos sobre lo que poco después se conocería como industria cultural. Y cuando Ilya Ehremburg, que era la versión soviética de baratillo de Ernest Hemingway, escribió su opúsculo Fábrica de sueños, en el que nos alertaba de lo peligrosísimo que era Hollywood con sus galanes engominados y sus divas pechugonas.

De eso escribe César Antonio Molina, que se acaba de leer un libro de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy titulado La cultura-mundo, cuyas páginas le han causado una honda impresión. No me extraña. Es un libro -según el ex ministro, porque es obvio que yo no me lo he leído- repleto de revelaciones, con más ideas útiles que un catálogo de Ikea. Lipovetsky y Serroy nos informan, por ejemplo, de que “hoy se escucha más a un cantante, a un deportista, o a una estrella del star-system que a un intelectual”. O: “La cultura humanista está hoy abandonada por jóvenes entregados al becerro de oro de las redes de comunicación”. O: “La cultura se convierte en industria, en la forma de un complejo mediático-comercial que es el motor del crecimiento de las naciones desarrolladas”.

Madre mía, qué panorama. ¿Esto lo saben en Madrid? ¿Está el presidente al tanto de estos desastres? ¿Sabían ustedes algo de todo esto? Qué horror, qué espanto y, sobre todo, vaya novedad.

Pero no se crean ustedes que los autores de La cultura-mundo se detienen ante tan magnas revelaciones. Su intelecto va mucho más allá. Han observado a sus hijos adolescentes y, en lugar de decirles, como haríamos ustedes y yo: “Niño, sal a la calle un rato y ventila la habitación, que huele a mamut con diarrea. Qué barbaridad, hijo, 48 horas seguidas con el feisbuk, el guor of gourcraf y el puto porno, que se te van a caer los ojos en el teclado. Anda, vete por ahí a los Sanfermines, a ver si ligas con una australiana y te pierdo de vista unos años”.

En cambio, ellos, que son filósofos, aprovechan la circunstancia para filosofar, y nos regalan esta filosofada: “Internet es un peligro para el vínculo social, añaden los autores de La cultura-mundo, en la medida en que, en el ciberespacio, los individuos se comunican continuamente, pero se ven cada vez menos. En esta era digital los individuos llevan una vida abstracta e informatizada, en vez de tener experiencias juntos quedan enclaustrados por las nuevas tecnologías”.

Yo creía que el Mediterráneo era un mar muy conocido y cartografiado desde la más remota antigüedad, pero parece que hay gente que en el siglo XXI todavía no ha oído hablar de los fenicios ni de los piratas de Orán y se sienta en la playa de Benidorm elucubrando un nombre para esa sorprendente masa de agua que se extiende ante sus ojos y que nadie antes que ellos ha descubierto.

Así está César Antonio Molina, con su cuaderno moleskine en la playita de Benidorm, pensando: “Lo llamaré Mare Nostrum, que es latín y quedará bien en mis poemas”.

Es cansino leer una y otra vez las mismas bobadas quejosas y curiles. Especialmente, cuando no se aporta ni un solo dato empírico, ni un sólo retazo de realidad, ni un sólo ejemplo. Todo elucubración, todo también tú, Bruto, hijo mío, todo in hac lacrimarum valle (sí, yo también estudié latín y leí La Celestina en el insti, pero ni siquiera eso me vacunó contra la escritura de blogs).

“Internet es un peligro para el vínculo social”. ¿En qué se basa esa afirmación? ¿En que los intelectuales lo sienten como un peligro? ¿Desde cuando los sentimientos se aceptan como axiomas?

Pero no hagamos más sangre y vayamos a las conclusiones, que se me está pasando la resaca y corro el riesgo de escribir algo decente. Desesperado, el poeta-ministro (toma oxímoron de los buenos) se pregunta:

En una civilización así, ¿qué queda de los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental? ¿Qué clase de ser humano producirá esta nueva civilización?

Leamos de nuevo: los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental. ¿Qué ideales fueron esos? ¿El ideal de la expulsión de los judíos y moriscos? ¿El de llevar el virus de la viruela al Caribe? ¿El que movía el timón de los barcos negreros? ¿El de los niños de las inclusas británicas que retrató Charles Dickens? ¿El de los irlandeses criados en granjas para alimentar a los ingleses, como quería Malthus? ¿O quizá se refiere al ideal de ese pedazo de humanista llamado Adolf Hitler y su afición a jugar al Risk sobre un tablero real? ¿O al que motivó el crimen de Puerto Hurraco?

No sé qué historia de la civilización occidental le enseñaron a César Antonio Molina en su Galicia natal, pero difiere considerablemente de la que aprendí yo, que estaba llena de matanzas, sádicos, ricos que se orinan sobre pobres, pobres que muy de vez en cuando se orinan sobre los ricos, deportaciones, fuego y torturas. Pero si a César Antonio Molina le dijeron que la historia de Occidente (¿se refiere a Europa?) fue algo así como una velada de caballeros filósofos que intercambiaban versos alejandrinos mientras fumaban en pipa en las butacas del Reform Club de Londres, no le llevaré la contraria. Pero si mira por las ventanas del salón en el que departen Sócrates, Martín Lutero y Voltaire, verá las bombas caer y a los soldados de las SS violando a judías de seis años. Pero tendrá que mirar él, porque ni a Sócrates, ni a Martín Lutero ni a Voltaire le importan una mierda la suerte de las niñas judías de seis años.

No soy ni quiero ser un optimista, pero cualquier persona que no viva encerrada en su siglo XIX particular puede refutar fácilmente los lugares comunes esnobs y demodés que fundamentan artículos como este. Cualquiera puede ver que esas ideas (nacidas con Spengler, con Heidegger, con el propio Thomas Mann, con Ortega y Gasset y con Adorno y Horkheimer) han sido periclitadas por la fuerza de los acontecimientos.

Este discurso elitista obvia capciosamente una serie de hechos que contribuyen a dibujar un panorama muy distinto: en los años 30, el analfabetismo aún no estaba erradicado en Europa (y era una lacra en países como España o Italia, tan cultos, con sus cervantes y sus dantes) y la enseñanza superior era coto exclusivo de una reducidísima élite, que era la misma que leía, iba a conciertos y se paseaba por las pinacotecas. Hoy vivimos en una sociedad sin analfabetos y con un gran porcentaje de la población que ha pasado por la universidad. Los receptores y emisores culturales se han ampliado no sólo cuantitativa, sino cualitativamente. Hoy hay más novelistas, más músicos, más editoriales y más artistas que en los años 20, 30 y 40. Y, lo que es más importante: hoy hay más gente interesada por sus obras, y capaces de entenderlas y de gozarlas, que en los años 20, 30 o 40.

En los años 20, 30 y 40 yo no habría tenido ninguna posibilidad de escribir y publicar un libro, y mucho menos de trabajar en un periódico. Y sólo con mucha suerte, esfuerzo y sangre habría podido llegar a la universidad. Muchos de mis amigos que hoy son escritores proceden de familias que eran analfabetas hace dos o tres generaciones.

Lo que ha cambiado es que el público y los creadores han dejado de ser actores políticos. Es normal que así sea, puesto que ya no se identifican con una élite. Hoy, los novelistas, los músicos y los artistas se reclutan de entre todas las clases sociales y su interés no puede estar unido al destino de una burguesía rectora y poderosa. Su discurso, por tanto, se ha vuelto menos público -se ha atomizado, que dirían los sociólogos listillos- y mucho más heterogéneo. La esfera política no les interesa, ellos están a otras cosas. No quieren transformar ni perpetuar ningún mundo: sólo quieren escribir, cantar, pintar, hacer sus cosas. Y su público quiere eso de ellos: no les pide que sean referentes morales ni que les guíen en el camino a la salvación.

Y eso es cojonudo: la cultura se ha democratizado y ha perdido su carácter sagrado. Además, internet ha multiplicado exponencialmente las voces, dinamitando la hegemonía de la que disfrutaban los intelectuales como únicos actores de la esfera pública.

Lo que echan de menos César Antonio Molina y los filósofos franceses no es la cultura como tal, sino su cultura. Echan de menos los tiempos en los que ellos hablaban y los demás escuchaban. Echan de menos los tiempos en los que ellos escribían una tribuna en El País y un bloguero de tres al cuarto no tenía posibilidad alguna de rebatirle ni de debatir con él.

Echan de menos el poder, que es la droga más pegajosa que existe, por eso andan con estas empanadas mentales que suenan a los años 30.

ENCIERROS

Lo intenté. Me presenté en la facultad de Relaciones Laborales de mi alma mater, la Complu. La puerta estaba custodiada por Rossy de Palma. Firme, con los brazos cruzados.

—Hola, buenas, que venía al encierro.

Rossy de Palma me miró de arriba abajo con desconfianza, me hizo un gesto desdeñoso indicando que aguardara y se llevó el walkie-talkie a la boca.

—Oiga, jefe, don Pedro, que aquí hay otro que quiere encerrarse. Cambio.

(Interferencias) —¿Quién cojones es? (interferencias). Cambio.

Mirándome a mí:

—¿Quién cojones eres?

—Esto… Sergio… Sergio del Molino. Le puedo enseñar el DNI —dije llevándome la mano al bolsillo de la americana.

—¡Cuidado, lleva un arma! —gritó De Palma desenfundando su 38 especial y apuntándome a los ojos— ¡Código azul, código azul, alerta, alerta!

—Eh, no, solo llevo la cartera: treinta euros en billetes y algo de calderilla. Se lo doy todo, no se preocupe.

Rossy cogió la cartera, ceñuda. —Tranquilos, compañeros, falsa alarma, es sólo un panoli —informó por el walkie-talkie. Contó los billetes y la calderilla— ¿Sólo llevas esto, mamón? Bueno, te lo cojo todo menos el metrobús, para que no tengas que volver andando a la cloaca de mediocridad de la que procedes.

—Gra-gracias, señora de Rossy, digo Palma, Rossy de.

—Bueno, así que tú eres… —frunce el ceño para leer bien el DNI— Sergio do Pio… do Palomino. Vaya, una vez hice una escena porno con un tal Lauren di Palomino. ¿No serás familia suya?

—No creo, mi familia es muy del opus, el porno lo hacían en la intimidad. Esto… Venía a unirme al encierro por lo de Garzón.

—No tan deprisa, gacelita. Espera aquí, que compruebe quién eres y a ver si el jefe está conforme.

Se metió adentro, dejando la puerta entornada. En el interior distinguí el lomo plateado de Pedro Almodóvar —el líder de la manada, eso lo aprendí de Gorilas en la niebla—, la calva brillantísima de Pepe Viyuela y el deslumbrante genio de Pepe Sacristán, que interpretaba con Pilar Bardem un número de Don Quijote. El musical para entretener a los congregados. En un diván departía Luis García Montero con una copa de coñac Carlos V. Un momento: ¡no era un diván! Era la propia Almudena Grandes, que acogía en su regazo a su poético marido mientras ella, para entretenerse, escribía en un iPad una novela de 900 páginas sobre el encierro. Debía de ir por la 563, más o menos. “Mierda, Luisín, no me aclaro con el teclado del cacharro este. No me van a quedar unos diálogos verosímiles”, se quejaba con amor.

Fue todo lo que vi, pues Rossy, tras intercambiar unas breves frases con Almodóvar-Lomo Plateado, volvió a salir, cerrando bien la puerta tras de sí, y devolviéndome el DNI me dijo:

—Lo siento, no está en la lista.

—¿Qué lista? Pero, ¿esto no era un acto reivindicativo?

—Lo siento, no está en la lista, y échese a un lado, que está obstruyendo el paso.

—Pero… Esto… ¡Viva el juez Garzón! ¡Muerte al Supremo! ¡Arriba la Esteban!

—No insista, no monte el número o tendré que llamar a seguridad.

Seguridad asomó de repente, alertada por mis gritos. Eran Chus Lampreave y Juanjo Ballesta con uniformes de Prosegur. Ballesta iba diciendo: “Es mentira lo de que le metí de hostias a ese tío en el pueblo aquel. Y, en todo caso, se lo buscó él, y le volvería a romper la jeta si me lo volviera a encontrar. Puto soplapollas. Pero ya sabes que no soy violento, Chus, soy un juguete roto, eso es todo”.

—A ver, ¿qué pasa aquí? —inquirió la agente Lampreave. Iba a hacerle notar que la gorra le quedaba un poco grande, pero no lo juzgué oportuno.

—Nada, Chus, está todo controlado. Este tal Palomino, que es hermano de un actor porno y quiere sumarse al encierro.

—¿Hermano de un actor porno? —dijo Lampreave, y añadió, con el castizo sentido común que caracteriza a sus personajes— Pues chica, déjale entrar, porque nos ha fallado Nacho Vidal a última hora, que tenía que hacer de jurado en un premio de postpoesía, y no tenemos representación de la industria pornográfica.

—No, pero si yo no me llamo Palomino ni soy hermano de un actor porno. Mi hermano es ingeniero, un chico muy serio y formal. Me llamo Del Molino.

—Joder, aclárese de una vez, que me está poniendo la cabeza gorda —gritó De Palma—. ¿Usted qué méritos tiene para entrar? A ver, ¿es usted miembro del mundo de la cultura?

—Hombre, he escrito un par de libritos, soy periodista, y Juan Aguirre, el de Amaral, lee mi blog cuando no está de gira.

—Aguirre… Aguirre… Por Aguirre no me viene nada en la lista. Además, usted habrá escrito la de dios, no digo yo que no, pero mírese, alma de cántaro: va vestido del H&M, esas zapatillas no son de marca y no tiene suficientes canas en la barba como para ser admitido en un tête-à-tête con nuestro líder. Por no hablar de que el cupo de escritores ya está completo.

—Pero… Pero yo apoyo al juez Garzón contra la ignominia de Falange Española. Yo fui a ver la peli de Medem sobre Euskadi. ¡Y pagué mi entrada! Yo no compro en el top-manta y no uso el e-mule más que para el porno. ¡Tengo derecho a entrar ahí!

De Palma, Lampreave y Ballesta se carcajearon ante mis súplicas. Ballesta, sin dejar de reír, sacó la porra y me indicó:

—Venga, paso ligero, chaval, que no me quiero manchar el uniforme con tus sesos, que lo acabo de recoger del tinte.

—Pero…

—Joder, qué tío más insistente —terció Lampreave—. Juanjo, al pilón con él.

—Hecho, jefa.

No recordaba que hubiera un pilón en mitad de la Ciudad Universitaria —y juro que hay pocos rincones de ella en los que no me haya sentado a beber cerveza—, pero lo había. Parece que lo habían puesto ahí para estos casos. Acabé en él bien remojado, mientras a lo lejos oía que el encierro se estaba desmadrando: Almodóvar-Lomo Plateado estaba cantando Voy a ser mamá a dúo con Marcos Ana y un coro de represaliados del franquismo.

Joder, qué juerga me perdí. Maldita sea.

MONEY, MONEY, MONEY

Ayer El País dedicó dos paginones un tanto abstrusos -en su línea- a hablar de la polémica sobre las subvenciones culturales en España.

A mi entender, es un debate interesado auspiciado por los odiadores de so called by the neocon titiriteros (¿despectivamente?), que solo parecen estar en contra de las ayudas públicas cuando se dan a quien no les gusta. No parecen incómodos con la financiación de la energía nuclear o de la Fundación Faes.

Hace un par de años hice una apertura dominical dedicada a la fiesta de los toros. A la moribunda fiesta de los toros: hablé de su rentabilidad, del escaso público que congrega y del paupérrimo rendimiento que tienen las plazas, que son infraestructuras que, salvo excepciones, programan espectáculos una semana al año y permanecen vacías el resto. Ni siquiera las ganaderías de reses bravas son rentables, según me reconocían un par de empreasarios en el reportaje. El Estado -en todos sus niveles, del central al municipal- mantiene vivo el tinglao con subvenciones directas y encubiertas que, sin embargo, no bastan para que el negocio mantenga un equilibrio en sus cuentas.

A ello hay que unir que una parte no despreciable de la población -que no sé calcular, pero que se intuye numerosa- percibe las corridas como un espectáculo zafio, bárbaro, desagradable o, en el mejor de los casos, como algo rancio susceptible de ser ignorado.

Y, sin embargo, no se debate no ya su supresión -como plantean en Cataluña-, sino la conveniencia de la provisión de fondos públicos para algo que resulta evidente que concierne a una minoría. Pero se da la matraca constantemente con el tema de las subvenciones culturales. Si se descubre que una compañía de Alpedrete ha recibido unos eurillos para un montaje de La cantante calva o que a un escritor le han dado una beca ramplona para dedicarse seis meses a escribir una novela, se arma la de dios.

Que sí, que hay mucho mamoneo y mucho trinque, todos los sabemos. Y clientelismo, y pago a estómagos agradecidos y enaltecimientos del mediocre que alaba al cacique de turno.

Y también es cierto que se producen de cuando en cuando escándalos sonados -sin distinción de colores políticos: peperos, socialistas y nacionalistas, todos tienen lo suyo y barren para su feudo- que hacen rechinar los dientes: cuando un gobierno autonómico paga 15 millones de euros por una peli de propaganda conmemorativa que apenas se vio en los cines -poca propaganda pudo hacer-; cuando otro gobierno autonómico le dio a un solo músico para un solo disco más pasta de la que destina a los músicos locales en todo un año…

Y no me hagan hablar de Aragón, que tengo un hijo al que dar de comer.

Chanchullos los hay, para qué negarlos. Incluso de los gordos y de los muy gordos. Pero estos hechos puntuales no son representativos de nada. Al margen de clientelismos y tomaduras de pelo, la realidad es que el dinero público que se invierte en cultura en España es raquítico si se lo compara con otros países europeos. No solo eso: está mal gestionado y no suele llegar a los sectores interesados.

Hablaré de mí, para que no digan. El año pasado publiqué dos libros, y ambos contaron con subvenciones públicas, aunque los editaron empresas privadas. En total, recibieron unos 4.000 euros de ayuda que no cobré yo, sino los editores -no desvelo ningún secreto: las ayudas son públicas y aparecen en el BOE-. ¿Se habrían dejado de publicar las obras sin esas ayudas? Quiero creer que no, pero es posible que los editores se lo hubieran pensado un poco más. ¿Han sido determinantes esos 4.000 euros para su publicación? No, ya que no cubren ni los costes básicos: hay muchos libros con subvención que luego resultan ser deficitarios, cuyos editores no recuperan ni el precio de la tinta, no ya del papel (no es mi caso, me dicen que estoy en números positivos en los dos: las editoriales han hecho negocio con los dos títulos. Poco, pero han ganado, no han palmado pasta, y eso es más de lo que pueden decir muchos sectores de relumbrón cuyos magnates van por la vida avasallando y exigiendo: es más de lo que puede decir Díaz Ferrán, por ejemplo).

¿Le interesaba a la administración, o tan siquiera a la sociedad, que alguien publicase esos dos libros míos? ¿Es España un lugar mejor desde que servidor tiene obras en el mercado? 

Rotundamente, no: no hay nada imprescindible, salvo el agua y el pan. Pero hasta ahora había más o menos un consenso social que decía que la creación cultural merecía el apoyo del Estado para su crecimiento y difusión, ya que se considera que acaba siendo patrimonio de todos y que todos los ciudadanos terminan beneficiándose de vivir en un país lo más inquieto y culto posible.

¿Sigue siendo válido ese consenso o nos vamos cada uno por nuestro lado?

Lo que quiero decir y creo que no digo nada bien con tanta vuelta y revuelta, es que el debate no debiera centrarse en los términos clásicos -que se marcan en el reportaje de El País y en todos los foros donde aparece esta polémica- entre financiación pública o mecenazgo privado. Es decir, entre el modelo latino y el anglosajón. Ni mecenas ni limosnas estatales. Lo deseable, desde mi modestísimo punto de vista, sería adaptar las políticas nórdicas -danesas, suecas, noruegas…- a la realidad local. Esto implicaría, básicamente, dos cosas: racionalizar y tecnificar la inversión pública en el sector cultural, asegurándose de que las partidas previstas se destinan a los objetivos marcados -objetivos a largo plazo, no de rellenar agujeros en la memoria de fin de año- y que esos objetivos vayan encaminados a la formación y consolidación de públicos cada vez más compactos y numerosos, pues es el público el único sustento real de una manifestación cultural. No sean ingenuos: el sector editorial -ni ningún otro de la llamada industria cultural- no se sostiene a base de ayudas de 4.000 euros. Y eso no significa que tengan que recibir más. Ni menos. Esa no es la cuestión: lo importante es que las ayudas tengan un sentido y una finalidad que la sociedad crea que merecen la pena.

Pero, claro, esto no da votos, es difícil de resumir en un programa electoral o en una consigna y sus resultados no se aprecian ni en uno ni en dos años. Así que, para qué hablar más.