«Todos queremos ser “guays” y se hace duro para algunos de nosotros reconocer que no lo somos».
Chuck Klosterman, Fargo Rock City
Banda sonora de este post (lo que atormenta a mis vecinos mientras escribo): Appetite for Destruction, de Guns n’ Roses. Ahora mismo, Axl berrea sobre los primeros fraseos de Slash en Welcome to the Jungle. En unos segundos, empezará a aullar la letra.
Voy a hablar de este libro: Fargo Rock City, de Chuck Klosterman (Es Pop Ediciones). El post es largo y contiene fotos que dan mucha vergüenza ajena (en mi caso, puede que un poco propia, también). Lo aviso por si alguien se lo quiere saltar o dejarlo para un momento más relajado.

Pese a mi supuesta bibliofilia, maltrato bastante los libros durante la lectura. Básicamente, me dedico a doblar la esquina de las páginas que contienen pasajes que me interesan, y se puede medir la intensidad de mi gozo lector por la cantidad de esquinitas dobladas que dejo. Si el volumen sobrevive intacto, el detective más torpe puede deducir que no me ha gustado mucho (o que me ha dejado indiferente, que es lo peor que me puede provocar un libro: hay obras que me irritan, y en mi irritación, doblo muchas esquinitas). Mi valoración crítica, por tanto, se mide en páginas estropeadas. Los reseñistas profesionales ponen nota a los títulos con estrellitas o tinteros o cualquier otro recurso tipográfico. Yo prefiero las esquinas dobladas.
Este libro lo he dejado hecho un acordeón. Ni siquiera cierra bien. Es decir, que lo he gozado como un perro sin castrar contra un sillón recién tapizado.
Dios, cómo me ha gustado. Es lo más inteligente, provocador, divertido, honesto y hondo que he leído en meses. Y no exagero ni un poco. Bueno, a lo mejor un pelín, sí, pero me da igual.
Debo aclarar, antes que nada, que me he sentido directamente interpelado, y puede que no sea ese tu caso. Es un libro escrito para personas como yo, para gente con un pasado que purgar. Si nunca has tenido una chupa de cuero, si no te has dejado de hablar con un amigo por decir que los nuevos Kiss eran una puta mierda, si no has sido capaz de argumentar durante horas por qué los más virtuosos dioses de la guitarra no valían un refrote de entrepierna de David Lee Roth, si no eras capaz de hacer un ranking de los mejores berridos de cantantes —en discos de estudio y en directo—, si no sabes qué significa el comodín de AC/DC y si no has sido la envidia de tus colegas por haber estrechado la mano de Angus Young, Fargo Rock City te puede interesar y divertir, pero difícilmente te emocionará. Al menos, hasta los niveles en que me ha emocionado a mí.
Porque ha llegado la hora de salir del armario: sí, fui heavy. No me gustó el heavy, fui heavy: era una condición vital. Y aunque luego crecí, refiné mi gusto y descubrí que la inmensa mayoría de aquella música era una grandísima mierda, terminé asumiendo que era mi grandísima mierda y que renegar de ella suponía renegar de mí mismo. Apenas la escucho ya. En las clasificaciones del iPod no creo que haya más de cinco o seis canciones que puedan considerarse heavies entre las cien más reproducidas (nota al margen: no quiere esto decir que ahora tenga mejor gusto. En muchos sentidos, soy más rústico hoy que cuando tenía dieciséis añitos). Y, sin embargo, durante unos años de mi vida, puede que los más importantes, los formativos e iniciáticos, el heavy fue lo principal. Me parecía inconcebible tener un amigo que no compartiera esa pasión y prácticamente todo nuestro ocio consistía en beber cerveza, escuchar música muy alta y hablar sobre esa música.
Si uno quiere disfrutar de cierta consideración social, debe guardarse esas cosas para uno mismo o, al menos, ironizar sobre ellas, dejar claro cuán estúpido fue uno y ser incapaz de reconocerse. Pero la verdad es que yo me sigo identificando con ese primate agitamelenas. No atemperé mi obsesión totalitaria debido a ningún hallazgo estético. No me caí de ningún caballo, cual Saulo de Tarso de Sub Pop. No cambié las camisetas de Iron Maiden por las camisas de franela por madurez: simplemente, dejé de ser absolutamente heavy para serlo sólo a medias porque descubrí que esa era la única forma de follar. Si quería tener vida sexual, debía distanciarme, ironizar, fingir que también me gustaba Pearl Jam y que le veía alguna gracia al hip hop, aunque me estomagase. Esa pose, combinada con cierta palabrería seudointelectual, podía funcionar. Y funcionó, ya lo creo que funcionó. Al parecer, la muerte de Kurt Cobain diseminó por los garitos rockeros a un montón de adolescentes siniestras y tristonas con la autoestima mellada que estaban deseando compartir sus fluidos con un alma gemela masculina que entendiera su sentido trágico de la vida. Y yo, si había que entender, entendía lo que fuera. Comprensión no me iba a faltar.
Pero, medio en secreto, tamizado por un cada vez más trabajado sarcasmo, seguía berreando el One de Metallica —fui uno de los tarugos que se cabrearon y dejaron de seguirlos cuando sacaron el disco Load, esa cosa insulsa y popera destinada triunfar en Los 40 Principales— y gritando con AC/DC no sé qué de un tío al que habían agarrado por los huevos. Literalmente: AC/DC no componen metáforas, todo es textual en ellos. Las bragas de tu hermana en los tobillos y los genitales cubiertos de aceite lubricante de sus letras no son símbolos de nada. Y gritábamos en bares sucios y negros donde las únicas chicas que había eran las primas gordas del pueblo de tu amigo, que se bebían su roncola en una esquina, entre aburridas y asustadas. No importaba que ellas nos vieran hacer el ridículo, ahí podíamos ser nosotros mismos, dado que el sexo estaba completa y rotundamente descartado.
La tesis del libro de Klosterman es muy seductora. Desde que Kurt Cobain se suicidó, o puede que un poco antes, la crítica musical ha denostado el heavy metal. No ha habido un estilo más ridiculizado y vilipendiado en toda la historia. Confesar tu admiración por él, aunque sólo te refieras a algún aspecto marginal o a un disco concreto, te desacreditaba intelectualmente ante cualquier interlocutor moderno —cuando se publicó ese libro, mucho; ahora, un poco menos—. El heavy es una música pretenciosa, innecesariamente barroca, de bajísima calidad compositiva, conservadora, reiterativa y sin el menor trasfondo o ambición creativa. Sonidos para primates envueltos en una estética que deja pequeño el término kitsch. Himnos para ser coreados por garrulos pueblerinos y onanistas con el bagaje intelectual de una sardina en lata.
Mötley Crüe, una burricie sexista y hormonada de muy mal gusto. Por eso molaban.
Klosterman lo asume. Es verdad, todas las objeciones que sus modernos y esnobs amigos le hacen dan en la diana (Klosterman es periodista y novelista y vive en Nueva York, así que imaginaos en qué ambiente se desenvuelve). Ninguna persona con un mínimo de gusto y sensibilidad puede refutarlas. Y, sin embargo, comenta (me voy a mis esquinitas dobladas):
Ninguna persona cultivada siente el más mínimo interés por el metal, ¿verdad? Pero luego se me ocurrió otra cosa: a mí me gusta el metal, y estoy como poco semialfabetizado. De hecho, muchos de los individuos más inteligentes que conocí en la universidad crecieron escuchando metal, igual que yo. Y es evidente que no éramos los únicos.
Yo podría haber escrito ese párrafo. Sigue:
¿Sabéis? Si alguien escribiera un ensayo afirmando que Thin Lizzy fue la columna vertebral de sus experiencias como adolescente a mediados de los setenta, hasta el último crítico de rock de Norteamérica se mostraría de acuerdo. Una discusión seria sobre el significado metafórico de Jailbreak resultaría completamente aceptable. La única diferencia es que yo creo que podemos mantener el mismo diálogo acerca de Slippery When Wet.
El asunto es: si el heavy metal fue tan importante para tantísima gente, y si muchas de esas personas, que han demostrado ser inteligentes y estar dotadas de una gran sensibilidad, se han emocionado y siguen gozando con unos buenos cabezazos —aunque ya no tengan melenas que sacudir—, no se puede despachar el fenómeno con un comentario desdeñoso. Se puede estudiar y se puede llegar al fondo de su significado. Porque significó algo: esos primates gritones y ridículos conectaron con muchísimos chavales con una intensidad y una pasión que rara vez se han visto en la historia de la cultura pop, con un gregarismo y una fidelidad muy superiores a la que los hippies sintieron nunca por sus pelmazos de ídolos. Sólo los Beatles, y durante un período brevísimo de su carrera, consiguieron algo parecido a lo que lograron los monstruos del metal en sus años de gloria. ¿Por qué pasó eso? ¿Qué tenían esas bandas de alcohólicos y obsesos sexuales que no tenía Bob Dylan o tan siquiera los Rolling Stones y que, desde luego, no ha vuelto a tener ningún otro movimiento musical posterior? ¿Y por qué despierta tanta aversión y rechazo en las élites de la cultura, hasta el punto de haber sido casi borrado de las historias del rock o despachado como una anécdota estrambótica y marginal, cuando lo marginal era lo que ahora se considera canónico?
Sebastian Bach, cantante de Skid Row: más allá de la androginia, un tío que casi era una chica guapa.
De eso va este libro, de responder a esa pregunta desde la propia pasión y la propia experiencia, en un formato muy poco convencional. Es un ensayo teórico muy libre entreverado con la autobiografía, escrito con una audacia que ya la quisieran para sí la inmensa mayoría de los escritores en español de mi generación y de las dos anteriores, con argumentos sorprendentes y fantásticos.
Para mi gusto, el libro es demasiado americano. Como está escrito desde un punto de vista personal, el autor se centra en el glam metal de California, con Guns N’ Roses como la realización más perfecta y artísticamente relevante del movimiento —y, a la vez, paradójicamente, como su punto final, su saturación definitiva—. En líneas generales, estoy de acuerdo, pero me molesta un poco su rechazo tan tajante del heavy británico. Es cierto que, en comparación con el playero metal de Los Ángeles, era mucho más triste, feo y con una carga sexual bastante más liviana, pero, al menos para un europeo como yo, fue tan importante o más que el americano. Cuestión de continentes, supongo.
Al menos coincidimos en una cosa fundamental: Metallica era un coñazo y nunca jamás nos tragamos un disco entero de tirón.
Escribe Klosterman, en el epílogo:
Hay cierta clase de individuos que se niegan a aceptar que el heavy metal fue importante o incluso ligeramente interesante. De hecho, la mera sugerencia parece cabrearles considerablemente.
De un tiempo a esta parte se han rehabilitado algunos nombres. Cierta crítica les concede mérito artístico y unos pocos grupos con ínfulas intelectuales (en Estados Unidos se les llama college bands, bandas para público universitario y, por lo tanto, refinado) han hecho versiones de canciones de tipos que hace unos años eran considerados la hez de la tierra. Ya es de buen tono sacar a colación a Kiss, por ejemplo (Drive by-Truckers tienen una versión cojonuda de Strutter), y se pueden hacer sampleos irónicos de Mötley Crüe, habida cuenta de que ellos mismos se ríen de sus propias poses. En algunos medios, Guns n’ Roses están plenamente rehabilitados como grupo seminal y renovador de cierta actitud punk, honesta y agresiva que el rock ha perdido.
Kiss, la frontera de lo grotesco.
Para muchos modernos, la frontera la marca Kiss. Todo lo que se sitúe más allá, estética y musicalmente, es imposible de reivindicar para alguien que pretenda ser tomado en serio en una discusión sofisticada.
Por ejemplo, nadie —ni siquiera yo, que he visto dos conciertos suyos— defendería a estos tiparracos:
Manowar. Estos tíos llevaban taparrabos. ¡Taparrabos! ¿Hace falta decir más? Pues sí, pero no es el momento.
Ni, por supuesto, a estos dementes que repelían hasta a mi yo quinceañero:
Se llamaban G-War, y no, no iban de coña. Por eso daban miedo de verdad.
La cuestión, como bien plantea Klosterman en su genial libro, es que a los heavies se la sudaba ser despreciados por los modernos. Les importaba tres cojones, ni siquiera dedicaban un pensamiento a las críticas de los esnobs. Y ahí radicaba su grandeza y su invulnerabilidad. De hecho, cuando los heavies se empezaron a ofender por las parodias y a protestar en cartas al director, su movimiento firmó su definitiva e inapelable sentencia de muerte. Cuando les importó la opinión de los demás, se acabó el chiste. Lo que queda de aquel glorioso heavy que encontró su más bella y rabiosa expresión en Guns N’ Roses es un puñado de iletrados aburridos en estado permanente de mosqueo y no muy diferentes de un espectador de Intereconomía.
La gracia del heavy consistía en su capacidad para crear un mundo divertido y autorreferencial inmune a los condicionantes culturales y sociales. Rock, cerveza y punto. De eso va la vida, chaval, déjate de hostias, decían las estrellas a sus fans. Un mensaje universal y hedonista que podía ser acogido por cualquier adolescente, con independencia de su condición y domicilio. Eso fue posible mientras sus grupos llenaban estadios. Cuando la cosa decayó y se fraccionó en cientos de sectas, a cual más siniestra y difícil de asimilar por lo mainstream, el mensaje se complicó. En resumen: cuando el satanismo dejó de ser la excusa para una juerga provocativa que escandalizara a unas cuantas monjas y alguien se lo tomó en serio, se terminó la fiesta.
Además de argumentaciones de un malabarismo intelectual asombroso —compara, por ejemplo, las canciones de la cara B del disco Lies de los Guns con los cuatro evangelios: así como la imagen moderna de Jesús es una mezcla de esas cuatro historias diferentes, la figura de Axl Rose se explica por una mezcla de esas cuatro canciones. Brillantísimo—, el libro está salpicado de perlas. Algunas citas:
Si alguna vez llego al punto en el que mi rutina diaria consiste en hablar de magia negra y meterme jaco en un castillo rural de Sussex, sabré que he llegado a lo más alto.
A pesar de que la letra de la canción habla de abrirse camino siendo un solitario, el director del vídeo interpretó el tema de un modo muy diferente y pareció pensar que la canción iba de una mujer que intenta follarse un coche.
Los críticos de rock continuamente cometen el error de pensar que los álbumes «disonantes» (es decir, «desafinados») que ellos aprecian están influyendo de algún modo en la cultura. Lo cierto es que a ningún oyente normal le importa un bledo ninguna maldita canción jamás creada por los New York Dolls. La única gente que ha escuchado su material son (a) críticos musicales, y (b) tipos que leen libros escritos por críticos musicales.
Como toda la gran música de los ochenta, la de Shout at the Devil era inadvertidamente postmoderna. Su importancia no tenía nada que ver con los conceptos manejados; su importancia residía en lo que simplemente era, de la manera más literal posible.
And so on.
Fantástico. Me reafirmo en lo escrito: de lo mejor, más audaz, profundo y divertido que me he llevado a los ojos en los últimos meses. Y si te parece una chorrada, me da igual: soy heavy, tío, paso de lo que opines.
Y ahora, me voy a abrir una cerveza y a poner You Could Be Mine, una canción que muchos odiamos en su día porque le gustaba a los pijos (estaba en la banda sonora de Terminator II), pero que al final hemos comprendido que mola más que todos los cantautores tristones y descuidadamente despeinados que hemos escuchado después.
Metal rules!
PS.- Un testimonio metalero: aquí estoy, retratado en la máquina de marcianitos del Rainbow. ¿Qué es el Rainbow? Una Meca heavy: el club de Sunset Strip, en Los Ángeles, donde nació Guns n’ Roses. Sigue siendo un garito rockero de intenso sabor y cerveza asequible. Qué noche aquella, qué ilusión me hizo ir al Rainbow.
