Archivo mensual: mayo 2010

AFÁN RECAUDATORIO

Ya sé que no es popular, pero celebro mucho el ensañamiento sancionador contra los conductores. Celebro mucho que se les apriete el dogal, que se pongan trabas a la circulación de vehículos, que cada día sea un poco más incómodo para ellos moverse por las ciudades. Cada nueva queja de un conductor es una pequeña conquista de los peatones.

En general, reniego de la ley concebida como castigo y creo que las circunstancias de cada caso y la mal llamada ‘rehabilitación’ deben primar siempre por encima de la venganza o del ánimo justiciero. Pero el tráfico es el único terreno legal en el que soy partidario de la mano dura.

Con la reforma de la normativa de tráfico que acaba de entrar en vigor se va a multar con 200 euracos a los que aparquen mal. Estupendo, a ver si es verdad. Como decía el poeta: a ver si hay huevos de aplicarlo, a menos de un año de las elecciones municipales.

Muchos conductores se quejan de acoso, de “afán recaudatorio” (qué mantra más cacofónico), de que la administración se ceba en sus sufridos bolsillos de currante.

Mi percepción de peatón y paseante es muy otra. Mi impresión es que los munipas -posiblemente por consigna de la madre superiora- hacen la vista gorda. Solo así se explica la tranquilidad con la que el personal va dejando sus coches donde se le antoja, sabiendo que no son tantas las probabilidades de que la grúa y que merece la pena arriesgarse.

Dos ejemplos de mi ciudad.

En la esquina de Gran Vía con Sagasta (para los no zaragocicas: una de las esquinas más céntricas y transitadas de la ciudad) hay una farmacia gigantesca que abre todos los días hasta las diez de la noche. Sagasta es un bulevar en el que está prohibido aparcar o parar en toda su extensión, pero siempre hay tres o cuatro coches parados, ocupando un carril, en la puerta misma de la farmacia. Ponen las luces de posición y se meten a comprar supositorios.

Esto obliga a los muchos autobuses urbanos de las varias líneas que pasan por allí constantemente a sortear los coches de esos tipos que necesitan con tanta urgencia una tirita o una caja de condones que no pueden perder cinco o diez minutos buscando aparcamiento en las calles de alrededor. Para que ellos compren cómodos y sin demoras, algunos autobuses se quedan cruzados, el tráfico se atasca y los pasos de cebra se quedan bloqueados. Esto lo conoce cualquier zaragozano que pase de vez en cuando por ahí (es decir, todo el mundo), y estoy convencido de que bastarían un par de días en que los munipas se plantaran allí para disuadir de inmediato a los enfermitos de hacer la paradica en la farmacia.

Pero aún hay más. Un día, uno de los coches parados cuando yo pasaba por allí era un Audi de postín, aunque con las lunas sin tintar. Llegó una patrulla de la local. Todos los coches salieron escopetados al ver aparecer a la autoridad competente. Todos, menos el Audi, cuyo conductor esperaba recostado y tranquilo a que su señora terminara de comprar unos enemas vaginales y unos preservativos de sabor a callos con garbanzos para la fiestecita de esa noche.

Los munipas se paran detrás y le echan las luces. El del Audi ni se inmuta.

Los munipas dan un toque de sirena. El del Audi ni se inmuta.

Los munipas le gritan por la megafonía de su coche: “¡Circule!”. El del Audi ni se inmuta.

Un munipa se baja del coche patrulla, se acerca al Audi y le da unos golpecitos muy poco amables en la ventanilla. El del Audi le dice algo con mucha tranquilidad, sin bajar la ventanilla.

El munipa saca su block de recetas, y entonces el del Audi arranca y se pira… ¡para volver a pararse cincuenta metros más adelante! La cara del pobre munipa era un poema.

No sé cómo acabó la escena, pero supongo que se escucharía una variante del “usted no sabe con quién está hablando” o del aznariano: “¿Tú a mí me vas a decir que yo a ti?”. Es lo que tiene conducir un Audi, que la autoridad te persigue y te acosa. Pobriños.

Ejemplo número dos, mucho más habitual:

Un padre con un coche de bebé (por ejemplo, yo) se dispone a cruzar la calle por su paso de peatones con el rebaje preceptivo, para poder pasar el cochecito a la calzada. ¿Lo conseguirá? Pues lo tiene jodido, porque un pobre conductor acosado por el malvado ayuntamiento y empujado a la infracción y a una dolorosa huida al otro lado de la ley por el afán recaudatorio municipal, ha aparcado en todo el paso de peatones, justo enfrente del rebaje.

Al padre con el bebé le supone una incomodidad leve y pasajera. Le obligan a dar un rodeo y le ponen un poco de mal humor, pero a los pocos pasos se le ha olvidado el cabreo y sigue con sus cosas (hasta el siguiente paso de cebra bloqueado, claro). Sin embargo, el padre con el bebé piensa -como nunca había pensado antes- en un ciudadano que se mueva en silla de ruedas. O en un anciano que camine mal y tenga que ir con muletas o bastones. Los coches que bloquean los rebajes pueden convertir un simple paseo en un suplicio espantoso para esas personas.

Pero, obviamente: ¿a quién le importa un cojo o un viejo cuando hay un pobre ciudadano acosado por las multas que no encuentra aparcamiento en la puerta del bar?

El mensaje municipal es claro: coche gana a tullido. Si no fuera así, se pondrían los medios para retirar el coche y dejar paso libre al tullido.

El colmo lo vi el otro día, y estuve tentado de hacer una foto: el coche que bloqueaba el rebaje por el que yo pretendía cruzar tenía una tarjeta de minusválido.

Con dos cojones.

Todo acoso administrativo que sufra esa gente me parecerá escaso y necesario. Una ciudad donde los peatones puedan moverse a sus anchas y donde los coches lo tengan muy chungo y limitado será una ciudad mejor, una ciudad que merecerá más la pena, una ciudad que nos hará la vida más grata. Entérense: ir en coche no es un derecho, es un privilegio. De hecho, es potestad de los ayuntamientos permitir o no la circulación de vehículos por las calles (y está restringida a muchos: los camiones de más de cierto tonelaje o los vehículos agrícolas no pueden entrar en las ciudades y necesitan permisos especiales -con abono de tasas incluido- para cruzarlas). También es potestad de los ayuntamientos permitir aparcar o no en las calles que administra, y decidir si lo hace gratis o pagando y a qué precio. Muchos conductores confunden los términos y toman por derecho lo que es una concesión, una gracia, un detalle que el conjunto de los ciudadanos tiene con ellos, y que ellos agradecen no respetando los pasos de cebra y pasando junto a ellos a gran velocidad, como si no los vieran.

En cambio, que los ciudadanos-peatones puedan moverse con libertad y seguridad por la ciudad sí que es un derecho que las asministraciones están obligadas a salvaguardar. Fíjense qué cosas. ¿Se acuerdan del capítulo de Barrio Sésamo en el que se explicaba la diferencia entre derecho y privilegio?

Den gracias por esos privilegios (para cuyo ejercicio deben pagar un impuesto de circulación) y respeten las todavía pocas normas que limitan su circulación, y que espero que se vayan incrementando conforme avanzamos en la peatonalización.

Y si no son capaces de acatar unos mínimos de convivencia, pasen por caja y por el depósito de la grúa.

NO FUTURE (ADDENDA)

A propósito de lo que se decía en el anterior post.

Mi amiga Ana Usieto escribe hoy un paginón sobre ‘Perdidos’ en el periódico donde ella y yo trabajamos, y en el que expresa bastante mejor que yo algunas de las cositas que pretendía apuntar en la última entrada. Atentos a esta idea:

Además, el perfil medio del espectador de ‘Lost’ coincide con personas jóvenes, habituadas a manejarse con las nuevas tecnologías e, incluso, con el inglés. La manía dobladora del audiovisual español es otro de los factores que empujan a las audiencias hacia la red. Así las cosas, la tele queda para espectadores que no pueden con los subtítulos o que se manejan poco en internet. Y, en el caso del capítulo emitido ayer, para los que querían a toda costa evitar que alguien les chafara el final a lo largo del día. Por si fuera poco, el plausible y pionero esfuerzo de Cuatro por ofrecer el capítulo en abierto, y en versión original subtitulada, solo media hora después que en Estados Unidos, no ha respondido a las expectativas.

Efectivamente, la televisión se está convirtiendo -al menos, en este lado del charco; al menos, en este lado de los Pirineos- en una cosa para viejos, carcas e iletrados. Quizá se explicaría así la deriva de la programación de la última década y cómo Belén Esteban se ha convertido en la diva más inverosímil de la historia del show business. El público joven, urbano y culto ha huido (ha sido expulsado, más bien) del territorio catódico y busca refugio en internet.

Esto supone la sentencia de muerte de la tele. Belén Esteban es pan para hoy y hambre para mañana (mucho pan, un atracón de pan, una jartá de migaza reseca, toda una panificadora que ingresa mucha pasta, pero es un pelotazo fugaz que no dejará tras de sí más que vacío). Porque el ‘target’ de Esteban, formado por gente mayor, sin recursos, sin formación y sin inquietudes, no interesa a casi ningún anunciante. No son consumidores: no se gastan el dinero en restaurantes, no compran en Zara, no se van un verano a aprender inglés a Dublín, no se interesan por casi ningún producto que no esté expuesto en los estantes del Dia de su barrio.

Con ese público puede tirar Intereconomía (de hecho, con ese público tira Intereconomía), pero una ‘major’ necesita más para sobrevivir a largo plazo. Por muy tonta que se haya vuelto la caja tonta, necesita de los listos con poder adquisitivo para mantenerse. Perdón, quiero decir: los anunciantes necesitan de los listos para poder mantenerse. Tengan en cuenta que las campañas que dejan panoja son las bonicas de BMW y de Calvin Klein. Cualquier gualtrapilla que trabaje en el departamento de publicidad de una tele puede conseguir un anuncio de estropajos de Hipercor, pero lo que un buen comercial de un medio ansía por encima de todas las cosas es firmar contratos de cochazos, rebajas de El Corte Inglés y colonias de las caras.

Sin anunciantes, no hay tele. Es así de simple. La desbandada de la inversión publicitaria -que ha obligado a fusionar cadenas y tal- se atribuye a la crisis. A lo mejor la crisis es otra, menos coyuntural de lo que muchos se piensan.

NO FUTURE

El título de la canción de los Sex Pistols me parece el más apropiado y directo. Esto se acaba, señores. Los apocalípticos han ganado a los integrados. Yo empecé siendo un integrado, me pasé a la masa gris de los ni fu ni fa y he acabado por convertirme en apocalíptico.

Qué remedio.

Los que trabajamos en la prensa tenemos el oído interno irritado de tanto oír hablar de crisis y de callejón sin salida. El oído y otras partes del cuerpo, también con forma de orificio. Se habla mucho, dentro y fuera de la profesión, del jodidísimo momento que atraviesan los periódicos en papel (todavía no salvados por la panacea digital). De la radio también se habla mucho. Pero qué poco de la televisión. Y qué jodida está.

Está tan jodida, que ninguno de los debates tradicionalmente asociados a ella tiene relevancia ya (véase: televisión pública vs. privada, documentales de La 2 vs. Jorge Javier Vázquez, servicio público vs. entretenimiento, cultura vs. pan y circo, interés de Estado vs. interés comercial, etcétera: ya nada de eso importa).

Lo que está en juego es la supervivencia misma del medio.

Se acaba de confirmar con lo que ha pasado con el final de Perdidos.

Fuera de Estados Unidos, el mundo entero ha visto Perdidos por internet. En España empezó emitiéndose en TVE, dio muchos tumbos en la programación hasta acabar desapareciendo de la parrilla. Luego fue rescatada por Cuatro. A pesar de todos los esfuerzos de marketing catódico de este canal, las emisiones registraban una audiencia discreta tirando a muy pobre, y eso que en las dos últimas temporadas se han emitido los capítulos con menos de una semana de diferencia con respecto a Estados Unidos. Eso, para las mastodónticas y vetustas televisiones españolas, ha supuesto un esfuerzo brutal. Se les notaba intención de ponerse las pilas.

Pero no era suficiente: siete días era demasiado tiempo. Para cuando Cuatro (o Fox, en las plataformas de pago) emitían el capítulo, todos los interesados lo habían visto, revisto, comentado, deglutido, vomitado y vuelto a ingerir para defecarlo y reciclar las heces en compost ecológico. Cuatro les ofrecía material muy viejo, prácticamente de desecho.

Por eso, lo que hicieron con el final era tremendamente acertado. Por fin parecían haber comprendido qué necesitaban para contrarrestar el imperio de internet.

Digo parecía, porque es difícil hacerlo peor de lo que lo han hecho.

La emisión de Cuatro fue vergonzosa, un insulto con regueldo al espectador. No cabe en ninguna cabeza que unas teles que pueden retransmitir en directo con éxito y fluidez algo tan complejo como unos juegos olímpicos o una carrera de fórmula 1 no sean capaces de ofrecer con un mínimo de calidad lo que un tipo de un pueblo de la sierra de Atapuerca con un ordenador de segunda mano y un ADSL de medio mega es capaz de hacer en media tarde.

No fueron capaces de subtitular un capítulo, cuando los “voluntarios” de la red lo tienen traducido, subtitulado, corregido y colgado en la web una hora después de su emisión en USA.

Tampoco supieron dar una respuesta a la menor complicación técnica que se les presentó.

Se comieron seis minutos y ni siquiera se disculparon.

¿Tan difícil era parar la emisión un par de minutos, colocar un cartelito de “enseguida volvemos, disculpen las molestias”, arreglarlo todo con un poco de cabeza y retomar el capítulo? ¿No había nadie con medio dedo de frente trabajando en Cuatro esa mañana? ¿Me están diciendo que un señor de pueblo con una conexión churrutera a internet puede más que una cadena de televisión nacional española?

Pues apaga y vámonos.

Pero aún hay más: no emitieron un fucking anuncio.

¿Qué hacían los comerciales? ¿Cómo no estaba la emisión saturada de marcas de colonia y de yogures para el estreñimiento? ¿Es que, de repente, a los malos malísimos ejecutivos les ha dado por el rollo zen y desprecian el vil metal? ¿Ya no quieren ganar dinero con su trabajo?

La pregunta es: ¿para qué coño han hecho esto si ni sabían hacerlo ni querían hacerlo, puesto que no han buscado anunciantes?

Se les presentó la ocasión en bandeja, tenían en sus manos arrancar una nueva estrategia que garantizara su supervivencia y pusiera un poco de coto a las descargas por las que tanto lloran. Y la han cagado, pero a base de bien.

Y esto, queridos amigos, es sintomático de enfermedad terminal: cuando fallan las facultades básicas, cuando el cuerpo ya no controla los esfínteres, cuando es incapaz de llevarse la comida a la boca sin ayuda, la cosa está muy chunga.

Si los médicos no auguran una mejora pronta, yo me inclinaría por la eutanasia.

ROCK THE CASHBA

El artículo de La ciudad pixelada de esta semana iba sobre Marsella. No lo tengo aquí para colgar, lo siento, tendrás que leerlo en el HERALDO en papel. Pero como premio de consolación y complemento, cuelgo unas foticos que hice en un mercado árabe que se monta en el barrio argelino todas las tardes. Son placas de un pobre aficionado sin pretensiones con mucho respeto hacia el arte de la fotografía: no juzguen mal mis petulancias de enfoques y encuadres, uno hace lo que puede, teniendo en cuenta su escaso talento y sus numerosas dioptrías. Creo que se explican solas sin necesidad de pies.

Y esto, un reducto francés en el corazón de la cashba marsellesa: una lechería de las de antes.

Por otro lado, he escrito una cosita sobre Woody Guthrie en el blog literario de Heraldo.es. ¿Pero Woody Guthrie no era un músico folk? ¿Qué coño pinta en un blog de literatura y de pedantillos letraheridos? ¿Qué es este sindios?

Calma, no me formen grupos. Pásense por aquí y sus dudas serán resueltas.

Feliz semana, amigos.

PD.- ¿Han visto ya el final de Perdidos? Mientras escribo esto, quedan horas para el desenlace, y yo, que presumo de despegado y de enmohecerme en mi torre de falso marfil (una cosa es que me guste el endiosamiento, y otra muy distinta, que esté a favor de la caza de elefantes), me he contagiado del furor de las masas. Ahí espero estar dentro de poco, con la legaña en el ojo, cual yonqui del fast food. Por si algún imponderable me impide pegarme a la tele, no me lo cuenten, por favor se lo pido. Bueno, sí, cuéntenmelo solo en el caso de que se produzca este desenlace: ¿la cosa acaba en orgía, como he predicho vairas veces, o nos quedaremos con las ganas, después de seis temporadas de porno insinuado de baja intensidad?

PD 2.- Acabo de verlo. Utilizando una sutil perífrasis y jerga narratológica, diré: ¡menudo truño! Pero un truño de elefante, uno de esos truños que, si te los encuentras en medio del campo, son imposibles de esquivar, uno de esos truños que te obligan a hundir el pie en ellos hasta la rodilla, en los que no puedes hacer nada para acabar salpicado de mierda. Juro que no albergaba expectativa alguna sobre Perdidos, sabía de sobra que la cosa era una tomadura de pelo, pero una tomadura de pelo entretenida. Lo del final no lo ha sido, se ha quedado en simple tomadura de pelo, en una chapuza de relleno, en un videoclip con pretensiones místicas. Un truñaco, vaya.

MQMF

MQMF son unas siglas que le hacen mucha gracia a Mario de los Santos. El Día del Libro del año pasado, que sufrimos juntos en el stand de la editorial rubricando ejemplares de Malas influencias, se lo pasó entero señalándome candidatas a MQMF.

-Por ahí va una MQMF -me decía.

Y efectivamente, por ahí marchaba, empujando su carrito o acarreando a su cachorro o llevándolo de la manita.

Sí, desengáñense: ¿de qué creen que hablamos los escritores con nuestros editores? ¿De literatura? Amos, no me jodan.

La MQMF, el objeto de deseo definitivo, la antipederastia.

Las siglas MQMF son una traducción libre al español de las originales inglesas: MILF.

MQMF: Madre Que Me Follaría.

MILF: Mother I’d Like to Fuck.

La erótica de la maternidad. La suprema guarrería, una erofilia que crece en un complicado y difuso territorio encajonado entre la ternura, la depravación de Torrente y los anuncios de jabón Dove.

No son excluyentes: ternura, depravación y compasión son países limítrofes con fronteras cambiantes en perpetuo litigio.

En la metatelevisiva serie 30 Rock crearon un falso reality titulado MILF Island, que en español creo que tradujeron como Madres cachondas. Era lo que su título prometía: un grupo de madres en bikini en una isla tropical con sus hijos adolescentes rivalizando por el premio. ¿Las pruebas? Lucha en el barro, medición de pechos y cualquier cosa machistorra y rastrera que se les pueda ocurrir. Demencial, aunque seguramente Telecinco ya lo haya superado en zafiedad.

En la tienda de la NBC de Nueva York vendían camisetas de MILF Island. No me compré ninguna porque pensé que en España nadie entendería el chiste.

No sé si es una MQMF (perdón anticipado por la grosería, si se lo toma como tal), porque ignoro si tiene o no hijos. Pero, si los tiene, Gloria Prado encaja en el perfil a la perfección.

Esta captura no le hace justicia.

Gloria Prado es la responsable de las conexiones del Telediario desde la Bolsa de Madrid. Como ustedes entenderán, a pesar de mi deformación profesional -que me lleva a retener nombres y caretos de periodistas que pasan desapercibidos a la mayoría del público-, jamás había prestado la más mínima atención a la información bursátil.

Es lo que tenemos los que estamos forrados de millones, que pagamos a otros para que nos lleven las cuentas.

Para mí, la conexión “desde el parqué”, con sus pantallitas llenas de numericos positivos y negativos, verdes y rojos, era una invitación a la siesta. Pero hace un tiempo, la cosa cambió. Se despertó en mí un creciente interés por las fluctuaciones del Ibex 35 y por si las eléctricas subían más que los bancos.

La razón, claro está, era Gloria Prado.

, donde he descubierto que sus admiradores son miles. Gente que, como yo, ha aprendido a apreciar la erótica de la prensa en papel salmón. Internet, ya se sabe, ha globalizado la obsesión sexual.

La puntillosa profesionalidad de Miss Prado, con esos aires de dominatrix de Chanel que gasta; su seriedad incorruptible y, al mismo tiempo, serena; sus peinados de doblón, y su voz, su modulada y femenina voz. Todo en ella hace que mi cartera de valores gane enteros y me den ganas de repartir dividendos.

Sergio Algora decía en La Costa Brava que las chicas de barrio levantan las manos y las chicas modernas enseñan las piernas. Yo también adoro a las pijas de mi ciudad, y todo en Gloria Prado rezuma pijerío.

A los chicos de barrio de porro y litrona nos molan secretamente las pijas.

Y si las pijas tienen apariencia de MQMF y saben de finanzas y de cash flow, ni te cuento.

Los chicos de barrio quizá acabemos casados con una chica de barrio. Quizá, para llevar a comer los domingos a casa de nuestros padres, elegimos a una modosa y curranta cajera de Mercadona del montón. Pero, cuando nos ponemos guarrotes, elegimos a las pijas de Visa Oro y papá autoritario.

¡Viva el Ibex 35! ¡Viva la información bursátil!

BROTES VERDES

Ya sé que con esto de la crisis lo suyo es llorar y llorar. Suena hasta de mal gusto contar cosas buenas que le pasan a uno, pero como este rinconcito es también un escaparate de autobombo, no puedo dejar de compartir algunas pequeñas alegrías. Quizá mañana me toque compartir penas. De momento, no es el caso.

En los últimos años he repartido semillitas por muchos y variados sembrados, y empiezo a sentir que algunos granitos empiezan tímidamente a germinar. No sé todavía si se convertirán en plantas y en jardines de fronda generosa. No sé si todo acabará bien. Lo bueno de no hacer planes concretos es que es imposible frustrarlos. Viviendo el minuto y disfrutando de las pequeñas recompensas del presente, todo fracaso es relativo. Quizá mi forma de pensar no sea la de un tiburón obsesionado por el éxito. Qué le voy a hacer si empatizo más con los perros pachones e hiperdomesticados que sestean en los porches y han perdido el instinto depredador.

Tengo dos pequeñas noticietas para compartir. Una, más difusa; la otra, más concreta.

La difusa tiene que ver con mi libro Soldados en el jardín de la paz. Con casi completa seguridad, se va a convertir en una exposición que se podrá ver en Zaragoza en 2011. La cosa está todavía en mantillas y la anuncio con las debidas precauciones, pero, salvo cataclismo presupuestario, se va a incluir en la programación del Centro de Historia del próximo año. Hay fechas bastante cerradas ya, aunque el asunto está en fase de anteproyecto y quedan muchas cosas por concretar. Entre ellas, el título de la expo y ciertos incómodos y poco decorosos flecos pecuniarios. El proyecto museográfico, que diseñará Beatriz Lucea con mi torpe colaboración de por medio, está bastante claro, pero buscamos sponsors. Desde ya, me visto de fraile de orden mendicante para sondear a candidatos a soltar la mosca, pero lo anuncio también aquí por si algún potentado lector quiere sacar a pasear la chequera y ejercer un mecenazgo. Su gesto será agradecido colocando un busto en bronce con su careto estilizado y sin arrugas en la galería de benefactores del blog. No es caro: el sablazo será leve, se lo aseguro. Aceptamos cualquier cosa excepto la tarjeta de socio del Vips.

Informaré de más cosas cuando se concreten, pero advierto de que la exposición se hará o no en función de imponderables consistoriales que no se aclararán hasta el otoño. De momento, como diría Ansar, estamos trabajando en ello.

La segunda noticieta es más plástica y ya tiene rúbrica sobre papel, así que puede considerarse oficial. Desde esta semana, mis asuntos literarios han dejado de pertenecerme: he sido fichado por The Ella Sher Literary Agency (página web en pruebas). No se asusten: pese a su nombre en inglés, la agencia está en Barcelona, pero como este mundillo se mueve entre Frankfurt y Nueva York, y entre Hawai y Bombay, sus miembros usan el inglés para hablar de sus cosas.

Ella Sher es una joven agente literaria italiana afincada en Barna que, a pesar de conocer como pocos el mundillo editorial barcelonés y de frecuentar tanto a indies como a majors, ha tenido el mal gusto y la mala pata de fijarse en mí y en mis escritos, y me ha ofrecido representarme en ese territorio de lobos y editores sedientos de best sellers. Quedamos en Barcelona, tomamos un café en la cafetería de La Central del Raval y sellamos nuestro trato escupiendo en las palmas de las manos y estrechándolas, como rudos hombres de negocios del Monopoly.

Solo puedo decir que Ella es una mujer más que encantadora y que estoy muy contento de haber caído en sus manos y de formar parte de su cartera de autores. A partir de ahora, si quieren tratar cualquier asunto literario que me concierna, deben dirigirse a ella, que sabrá cómo exprimir su billetera para mi provecho. A falta de material nuevo, se ha llevado mis dos libritos de paseo por Europa en busca de traducciones. Si consigue una en algún idioma raro y oscuro (rumano en dialecto moldavo, por ejemplo, o inuit del norte de Groenlandia), le invitaré a una cena a lo grande en algún caro y minimalista restaurante del Eixample, en Fonda Gaig o en alguno de esos a los que van los divinos vejestorios de la gauche divine.

That’s all, folks!

NO COMMENTS

Terrorífico. No tengo palabras. La teocracia está a la vuelta de la esquina.

Juicio oral y fianza de 192.000 euros contra Javier Krahe por “cocinar a Cristo”

Todos callados, todos arrodillados, todos en procesión. La Justicia ha hablado. Amén.

Lo de que no tengo palabras lo digo en serio: estoy seco, anonadado, bizqueo de puro susto.

EL HOMBRE DE LA MONTAÑA DE PLATA

Ronnie James Dio.

Casi nada.

Ha muerto. Ni siquiera sabía que tuviera cáncer.

67 añazos.

Poco más de metro y medio levantaba del suelo.

Y más feo que el feo de los hermanos Calatrava. Era como un manojo de espárragos galvanizado.

Pero grande, enorme.

Puro rock. Si hay una idea platónica de rock, Dio estaba al final de la caverna, muy cerquita de la luz.

Era italoamericano (su apellido real era Pavadona), así que sabía perfectamente qué significaba Dio en italiano. Una elección consciente, una humorada megalomaníaca para un músico de tamaño minúsculo, pero con una voz poderosa que retumbaba como la del mismo Dios.

O como la del Mago de Oz, que también era un ser pequeñito oculto tras un decorado.

De hecho, el grupo que le dio la fama se llamaba Rainbow, y es uno de los grupos de rock surgidos de una sola frase de la peli El Mago de Oz.

La frase (y el niño que llevo dentro todavía siente escalofríos al evocarla) la dice Dorothy al despertar en technicolor. Dice: “Toto, I think we’re not in Kansas anymore. We must be over the rainbow, rainbow!”.

Nombres de grupos que han salido de aquí: Toto, Kansas y Rainbow.

En Rainbow, el proyecto del desfasadísimo semidios Ritchie Blackmore, se estrenó con la bestial Man On The Silver Mountain, de 1975.

Desde entonces, Dio fue el hombre de la montaña de plata.

Un farsante simpático, un artesano humilde que fingía ser una estrella del rock. El feo de voz prodigiosa que se hizo rockero para ligar.

La casualidad ha querido que Dio haya estado rondándome estos últimos días, pues le he utilizado para caracterizar a uno de los personajes de eso que estoy escribiendo y que para simplificar llamaré novela.

Como regalito y homenaje póstumo, os pego el diálogo que escribí -y que todavía puede sufrir muchas modificaciones-. Como se ve, el personaje en cuestión es argentino. Está hablando del Live Evil, el directo de Black Sabbath con la voz de Dio:

—El Live Evil es insufrible del derecho y del revés. ¿Sabés que hay una muy buena con ese disco? ¿Te gusta el rock? ¿El hard rock? Bien, pues escuchá: es el directo que Black Sabbath grabó con Dio como cantante. Ronnie James Dio. Un tipo que se bautiza con el innombrable es ya bastante ridículo, ¿no creés? Lo preocupante en él no es la egomanía, sino su obviedad. Un individuo así no soporta trabajar con otros, y una banda de rock es pura dialéctica: es una síntesis que surge de la lucha de dos inconciliables. El genio individual contra la disciplina grupal. Si el genio individual se come el trabajo del equipo, la cosa se rompe. Y si el trabajo del equipo ahoga la expresión del genio individual, lo mismo. Es un equilibrio muy puto. Ahí tenés a los Beatles, que son el ejemplo típico. Dio no asumió esto nunca, y cuando grabaron el disco en directo, encizañó a Geezer Butler, el bajista, y le convenció de que Tommy Iommi era un tirano mediocre que les menospreciaba y que debían plantearle un ultimátum: o les dejaba el control de la banda, o se irían. La leyenda cuenta que hicieron algo mucho más artero. Cuando acabaron las mezclas del disco y ya estaba todo listo para empacarse, Dio y Butler entraron una noche en el estudio y remezclaron todos los masters, colocando en un primer plano la voz y el bajo, y dejando por atrás la batería y las guitarras. Dicen que Tommy Iommi se enfadó mucho cuando escuchó el disco definitivo, y que por eso los botó de la banda. No se sabe si esta leyenda es cierta, pero todos los que tenemos ese disco sabemos que, sin lugar a dudas, la voz y el bajo son dominantes y suenan por encima del resto de instrumentos. Y, ¿sabés qué? Que es un acierto. Pero ni aún así se salva: es un álbum horrible.

—Bonita historia, cuéntala en tu radio.

—No entendés: vos sos Butler y yo soy Dio.

Desde que leí el obituario lleva sonando en mi cabeza el arranque de The Mob Rules (canción que suena en la peli de dibujos animados Heavy Metal, en parte obra de Moebius), y ya me he convencido de que la mafia manda: “Cross the city and / tell the people that / something’s comin’ around”.

Grande, Dio, qué buenos ratos nos hiciste pasar.

UN MONJE EN LAS BOCAS DEL RÓDANO

Como todo el mundo sabe, los nombres de los departamentos franceses se deben al accidente geográfico más característico de la zona. Fue un empeño napoleónico, una forma de eliminar del mapa los nombres de los viejos condados, reinos y países anteriores a la Revolución. Era una obsesión positivista y un intento de eliminar por decreto el pasado feudal, el Ancien Régime.

Como si los accidentes geográficos no debieran su nombre a las personas, como si su denominación fuera inocente, aséptica, como si sus nombres no tuvieran ideología.

Conscientemente o no, los fríos administradores revolucionarios se permitieron licencias poéticas en el diseño de la nueva Francia. Por ejemplo, en el departamento de las Bocas del Ródano.

Como sucede en casi todos, los nombres departamentales se han quedado para uso puramente administrativo, pues la gente ha seguido llamando a sus regiones con sus nombres tradicionales. Las Bocas del Ródano eran y son la Camarga, el delta del río Ródano: una extensión de humedales y llanuras ventosas por las que corren los mejores caballos del país. Sin embargo, la potencia poética del nombre de las Bocas del Ródano sedujo hasta a los más impenitentes guardianes de las esencias más antiguas de la Provenza, hasta a los más antijacobinos. Hasta el propio Fredéric Mistral, el bardo provenzal.

Uno de sus poemas se titula precisamente El poema del Ródano, y fue escrito a sus orillas.

Mistral ganó el Nobel de Literatura en 1906, ex aequo con el español José Echegaray.

Echegaray es un escritor muerto, en el único sentido en el que puede morir un escritor: sus obras ni siquiera figuran en la lista de lecturas obligatorias de bachillerato. Nadie lo lee, nadie lo reivindica. Solo se le recuerda por las mofas que de él hizo Valle-Inclán.

Mistral está un poco menos muerto que Echegaray. Su cadáver literario está menos podrido, aún hay quien lo saca en procesión y lo usa como reliquia, sus poemas se leen en los planes de estudio de bachillerato, especialmente en los departamentos de la Provenza, y todavía se inauguran colegios y centros culturales que llevan su nombre.

No se le lee, pero se le recuerda y se le evoca con simpatía y ternura, y por toda la Provenza y buena parte del Languedoc, los edificios públicos tienen adheridas placas con versos suyos en occitano.

Placa con un texto de Mistral en Marsella.

Fredéric Mistral se gastó el dinero del Nobel en comprar un inmueble en Arles y en acondicionarlo para crear en él el Musée Arlatan (en buen francés, el gentilicio de Arles es arlesien, pero él invocó el gentilicio en occitano provenzal, que es el que mayoritariamente se usa hoy), considerado uno de los mejores museos etnográficos del mundo, un compendio-mausoleo de una cultura y una forma de vida tradicional, la de la vieja Provenza, irremediablemente perdidas a comienzos del siglo XX.

Mistral pasó sus últimos años en las Bocas del Ródano, hablando con los pescadores del delta, anotando sus expresiones y su léxico, empeñado en dar testimonio meticuloso de una lengua que moría con ellos. Para entonces, era dolorosamente consciente de que todos sus esfuerzos habían sido en vano, que el occitano jamás volvería a ocupar un espacio significativo en la esfera pública, que en el transcurso de una o dos generaciones se convertiría en la lengua muerta que ya es hoy, hablada por cuatro viejos que ni siquiera la usan como idioma vehicular.

Lo normal cuando se visita Arles es pensar en Van Gogh y en su cuadro del café de la noche. Yo pensaba en Mistral.

Por placer sentimental, me interesan mucho los fósiles romances que perduran en Europa, me gusta ver cómo algunas lenguas han resucitado después de una larga agonía y otras se han visto rematadas por el vapor, la electricidad y la televisión, que consiguieron lo que no lograron los edictos reales ni las furias jacobinas.

Una lengua que supo resurgir de sus cenizas fue el catalán. Una lengua que murió fue el occitano. Y sus historias son parejas.

Pablo y yo en Marsella, junto a un paisaje cantado por Mistral.

A finales del siglo XIX, por las mismas fechas en que surgía en Cataluña el movimiento literario-cultural de la Reinaxença, directamente responsable de la resurrección del catalán como lengua culta, pública y urbana (que culminó décadas después, en 1932, con la aprobación de unas normas ortográficas comunes para todos los catalanoescribientes, las todavía vigentes Normas de Castellón), Fredéric Mistral inaugura en la Provenza el felibridge, un movimiento muy parecido al de la Reinaxença (aunque mucho más oscurantista y mucho menos moderno) que pretendía devolver al occitano, especialmente en su variante oriental de provenzal, el esplendor robado.

El provenzal, la lengua literaria de la Europa medieval, la que cantaban los trovadores y con la que aprendió Petrarca a rimar para enamorar a su Laura, había sido prohibido por decreto real francés en el siglo XVI, y desde entonces había ido quedando relegado al campo, a los agricultores incultos, a las masas sin escolarizar en francés. Hablar provenzal era indicativo de ser pobre, iletrado y reaccionario.

¿Por qué fracasaron, mientras que sus equivalentes catalanes lograron su objetivo?

Aix-en-Provence, capital histórica de la Provenza.

Por muchas causas, no todas ellas claras. Para empezar, el catalán estaba en una situación mucho menos calamitosa que el provenzal y tenía una burguesía poderosa que simpatizaba con su causa. Además, el Estado español era más débil que el francés, y sus reacciones -muy a menudo, extremadamente violentas- encontraban una resistencia eficaz. En cambio, nada se oponía en la Provenza al triunfo del jacobinismo francés, que no admitía fisuras ni excepciones.

Pero, sobre todo, el fracaso de Mistral and friends se debe a que no supieron desactivar la instrumentalización política que la reacción hizo de ellos.

En Francia, una forma de manifestar el odio a la República y, por extensión, a la democracia, es manifestar el odio a la nación. Desde 1789, bandera tricolor y democracia van unidas indisolublemente. Los realistas, monárquicos y reaccionarios se acogen a la vieja flor de lis borbónica y evocan una Francia plural y multilingüe, en oposición a la Francia monolingüe de la República.

Es decir, que los monárquicos y los ultrarreaccionarios aprovecharon el movimiento de Mistral para darle un paraguas cultural a su sueño de una Francia sin república y sin democracia, al retorno de un rey con la cabeza sobre los hombros. Aprovecharon los estudios culturales y literarios del poeta provenzal para inventarse una Francia idílica muy parecida a la España que pintaban los carlistas: una Francia tradicional, arcaica, donde el francés no fuera impuesto por decreto y el campo triunfara sobre la ciudad.

Quisieron que Mistral se presentara como candidato monárquico, pero lo rechazó, y ese rechazo fue el principio de su fin. Salvó al provenzal de ser utilizado por la carcundia reaccionaria, pero lo dejó herido de muerte, en un callejón sin salida, dinamitando su única posibilidad de expresión política.

Así que se recluyó en Arles como un monje, en las Bocas del Ródano, encarnando en sus últimos años la agonía silenciosa de la lengua que amó y que intentó resucitar.

Cuando, pasado el mayo del 68, unos jóvenes cabreados con París y todo lo que significaba el Estado francés volvieron sus ojos al occitano para estudiarlo y reivindicarlo desde la orilla política opuesta, con renovados bríos urbanos, sin flores de lis ni caciquismos de baja estofa, ya era demasiado tarde. El occitano era entonces irrecuperable, no había marcha atrás.

Hay otros fósiles romances en Europa, pero ninguno tan triste como este.

ESTE BLOG DE USTEDES, EN LA TELE

Los chicos de Clic!, el magacín de chóbenes para chóbenes de Aragón Televisión, la autonómica suya y mía, han sacado una pequeña pieza con este blog. Gracias a Manu, el redactor del programa, y a su cámara, que se vinieron a grabar a mi leonera hogareña para descubrir el rinconcito desde el que hago esto.

Empieza en el minuto 12 del vídeo, por si quieren saltarse los preliminares.

HOMBRE RICO, HOMBRE POBRE

PRIMERA PARTE: HOMBRE RICO

Antes que nada, un vistazo al DRAE:

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bullabesa. (Del fr. bouillabaisse). f. Sopa de pescados y crustáceos, sazonada con especias fuertes, vino y aceite, que suele servirse con rebanadas de pan.

Añado yo: típica de Marsella y de la costa de la Provenza, donde se come con alioli y se ejerce casi como una religión. Ir a Marsella y no comer bullabesa es como pasar unas vacaciones en Valencia y no probar un grano de arroz.

Le pedimos a Michel que preguntara a alguno de sus clientes marselleses por sitios donde apretarse una buena bullabesa.

Un consejo: nunca pidáis recomendaciones a gente rica (como los clientes ricos de Michel), pues os recomendarán sitios de ricos.

Acabamos en la Plage des Catalans, que no tiene catalanes, y de playa, pues poquito: es más bien un terrero con vistas al mar. Allí está Chez Michel, el templo marsellés de la bullabesa. Una institución, un pilar de la ciudad, uno de esos lugares de peregrinación gastronómica a los que son tan aficionados los franceses.

Los precios están expuestos en la carta de la puerta. Supongo que para persuadir a la chusma, como cortafuegos de gañanes y destripaterrones.

-Glups, qué dolor. ¡Tropocientos eurazos por persona! Y súmale el vino y el apertivo de mierda que querrá pedirse el señor -dijo con cariño Cris. El señor, claro, soy yo.

Pero lo cierto es que habíamos caminado tres cuartos de hora empujando el carrito de Pablo por cuestas y recuestas de la costanera ciudad hasta llegar allí, y no nos apetecía quedarnos sin bullabesa y sin comida, pues no había más garitos a la vista.

-Venga, que estamos de vacaciones, un día es un día.

Y allí que entramos, azorados, pidiendo perdón por la existencia de Pablo (los restaurantes de alcurnia no son babyfriendly: a lo máximo que tienes derecho a aspirar en ellos si entras con un cachorro es a que los camareros no te escupan en la comida), y somos acomodados con cajas levemente destempladas en una mesa del fondo, lejos de los señores encorbatados que cierran negociazos al calor de un vinorro de cien euros.

Viene un chico vestido de marinerito a tomarnos nota. Pedimos bullabesa (¿es que se puede pedir otra cosa?), y el chaval nos advierte de que no debemos excedernos con los entrantes, pues es un plato copioso.

-Bueno, les voy a presentar a su bullabesa -dice el grumete antes de hacer mutis.

-¿Qué ha dicho? -pregunta Cris, que no ejerce de francófona, lo que me obliga a hacer una traducción simultánea que se me da muy mal.

-Igual lo he entendido mal -respondo-, pero juraría que ha dicho que nos va a presentar a nuestra bullabesa.

-Ah.

La interjección ah es siempre una buena respuesta en un restaurante de postín. Nada tiene que sorprenderte, has de proyectar una imagen mundana o decidida. Es decir: si no quieres que los camareros escupan en tu comida, no hay que perder de vista nunca la perspectiva del esputo.

A los dos minutos, el capitán Pescanova regresa con una cesta redonda de mimbre, la coloca ante nuestras narices y dice:

-Et voilà, ici arrive votre bouillabaisse.

En la cesta, colocados en una exquisita combinación de formas, tamaños y colores, lucen cinco pescadazos más frescos que la Bombi. Nos dice sus nombres y sus profesiones, pero las olvidamos al instante. La cesta parece la arena de un anfiteatro, y los peces crudos parecen decirnos, con sus ojos de gelatina: Ave, morituri te salutant. Estoy tentado de indultar al más bello de ser hervido en la cazuela.

Hasta ahí lo peculiar del ritual. La bullabesa, más que excelente, resulta soberbia. Una comilona exquisita y reventante que, según los folletos, procedía directamente de los pescadores que surten al restaurante: Chez Michel no compra en mercados. Eso es para pordioseros.

Por desgracia, a Pablo no le gustó tanto, e hizo su primera manifestación de malestar social. Algo protosocialista, casi luddita, rollo socialismo utópico de acción directa. Cuando trajeron el vino, puso una cara inconfundible para su madre y para mí. Los dos nos miramos e intercambiamos telepáticamente el desesperado pensamiento:

-¡No, aquí no, ahora no!

Pero sí: Pablo se cagó. A gusto. Y todo el local se enteró cuando Cris fue al baño a cambiarlo.

Fue solo el principio. Cuando llegaron los croutons con dos tipos de alioli (normal y con azafrán), Pablo arrancó a llorar, los comensales nos atravesaron con sus miradas de fuego, los camareros afinaron la puntería de sus esputos, el maître reparó de pronto en nuestras pintas troteras, sin traje, ni corbata, ni acento de París. Madre y padre nos turnamos para sacar al churumbel del local mientras el que se quedaba deglutía como podía una exquisitez que se enfriaba sin remedio.

Salimos de allí un poco más pobres, sin postre ni café, con la cabeza gacha, sintiéndonos malos clientes, maleducados conciudadanos y pésimos padres. Pero, eso sí, con el estómago lleno.

SEGUNDA PARTE: HOMBRE POBRE

Marsella es un poco lo que debió de ser Argel en los años cincuenta. Tiene su zoco, maravillosamente ambientado de aromas, colores y gente. Como viajar con un bebé te obliga a recogerte temprano, decidimos coger alguna morunez en un local de la cashba marsellesa para cenar en la habitación después de acostar al retoño.

Tras descartar varias tascas, pasamos por una que anunciaba un fantástico cous-cous à emporter a precios más que populares.

Entramos y nos atiende un amabilísimo señor que lo primero que hace es dedicarle unas cucamonas a Pablo. Responde a nuestra comanda con una sonrisa que le alcanza literalmente las orejas y nos pide que por favor nos sentemos mientras nos prepara y empaqueta el pedido. Cuando estamos sentados, se acerca y nos obsequia con dos vasitos de delicioso y reconstituyente té con menta para que entretengamos la espera. Bebida que, por supuesto, no nos cobra. Forma parte de la proverbial amabilidad árabe. De propina, más cucamonas para Pablo, y aparta un par de sillas para que podamos dejar el carro con más comodidad y amplitud.

Salimos de la tasca bienhumorados, reconciliados con el género humano. Gastronómicamente, no puedo decir que ese baratísimo y caserísimo cuscús sea el mejor que he comido en mi vida, pero dista muchísimo de ser el peor.

Sé que con el tiempo, cuando la memoria cribe los recuerdos de este viaje, los aromas especiados de ese trigo sarraceno que deglutimos en la penumbra de la habitación perdurarán por encima de la excelsa bullabesa del antipático restaurante.

Y ahora, llámenme demagogo. Me lo he ganado a pulso.

LA INVASIÓN DE LOS ULTRACUERPOS

Rompo mi promesa de no escribir. Permítanme un breve apunte antes de pirarme.

Montse Armengou es una veteranísima periodista de TV3, adscrita durante muchos años al laureado programa 30 minuts. No exagero si la considero una de las mejores reporteras y documentalistas televisivas que ha dado España, aunque casi nadie la conozca fuera de Cataluña. En su brillantísimo currículum figuran piezas como Las fosas del silencio (el primer trabajo periodístico que abordó en profundidad los esfuerzos que una asociación leonesa estaba haciendo para desenterrar a sus familiares asesinados durante la guerra y enterrados en cunetas, cuando nadie hablaba de ello ni suscitaba debate alguno), Los niños perdidos del franquismo (sobre los huérfanos de rojos asesinados o hijos de encarcelados, con los que la red de Auxilio Social de Falange traficó y entregó a familias de derechas que no podían tener hijos) o el estremecedor El convoy de los 927, un aterrador reportaje montado con testimonios de los supervivientes españoles de un tren que salió de la estación de Angulema con destino a Mauthausen.

El trabajo de Armengou es sobrio, honesto, pulcro, finamente documentado, sin histerismos ni dramatizaciones. Es de la escuela periodística que enseña que las tragedias no requieren acentos ni adjetivos: basta con mostrarlas con una enunciación limpia y lineal para que impacten con toda su fuerza. Armengou no pertenece a ese club de reporteros intrépidos que dan lecciones de moral porque dicen que han visto el horror y bla, bla, bla. Armengou ha cimentado su reputación sobre el trabajo aseado, paciente y artesano. Una rara avis en el periodismo español.

Su último documental se titula ¿Monarquía o República?, y debía haberse emitido en TV3 hace unos días. Pero la cadena lo sacó de la parrilla alegando que no respondía a las expectativas ni a los requerimientos del encargo.

Tras un enfrentamiento con la dirección de la autonómica, Armengou pidió amparo al Colegio de Periodistas de Cataluña. ¿Y adivinan qué? Que se lo han negado.

Supongo que Armengou esperaba una breve nota de respaldo y de lamento por la decisión de la cadena. Ni siquiera creo que aspirara a que el comunicado utilizase la palabra censura. Un par de sobrios párrafos que salvaran la dignidad de todos. Pero no, el Colegio considera que es una cuestión de “disparidad de criterios”.

A mí me cuesta entender que una periodista con tantos años de trayectoria, que conoce TV3 como nadie y que ha firmado algunos de los trabajos más representativos del periodismo que hace esa cadena, tenga dificultades para interpretar los criterios de la empresa. Todos los que pasamos un tiempo trabajando en un medio sabemos interpretar cada movimiento de cejas de la dirección. Aquí, y en la China Popular, que diría Carod-Rovira.

Tampoco me creo que les sorprendiera el resultado del trabajo de su periodista. Si querían un documental al dictado, plano y complaciente, obviamente, deberían habérselo encargado a otro.

El problema de Armengou es que ha llamado a los bomberos sin saber o sin querer enterarse de que el jefe de bomberos es también el jefe de los pirómanos.

Solo así puede explicarse que sean incapaces de dar la cara por alguien con una carrera tan sólida y veterana. Si ya ni los periodistas de la vieja escuela y de la talla de Armengou encuentran padrinazgo en ningún sitio, todos los demás nos podemos dar por bien jodidos.

Llevábamos mucho tiempo viendo a los bárbaros acampados en nuestra frontera y esperando su irrupción violenta. Pero esto se ha parecido más a la invasión de los ultracuerpos: un día nos hemos despertado y hemos descubierto que nuestros amigos y familiares han sido atacados por un virus extraterrestre, y debemos actuar como ellos si no queremos delatarnos.

Y todavía hay quien me pregunta por qué no pertenezco a ninguna asociación de periodistas.

Hala, y ahora sí que sí: me voy de vacaciones, amiguetes. Hasta la vuelta.

CAMPO DE PRUEBAS

Es intolerable: Pablo va a cumplir seis meses y todavía no ha salido de España. No podemos mantenerle más achatado, enclaustrado en este país de obispos y toreros. Tiene que salir por ahí.

Y eso vamos a hacer. Nos tomamos unas breves vacaciones. Al fin (largo, larguísimo suspiro de satisfacción).

Hace unos años instituimos sin darnos cuenta una tradición: viajar cada primavera a Francia. No importa el destino, pero es obligatorio pasar al menos una noche en suelo francés cada primavera.

Como toda tradición, su origen se pierde en una bruma imprecisa del amanecer de los tiempos, pero cuenta la leyenda que una botella de Burdeos y un croissant a medio masticar tuvieron algo que ver en su fundación.

El año pasado nos saltamos la costumbre, ya que la situación gestante de Cris no permitía grandes desplazamientos en coche (por eso nos fuimos a Estados Unidos, que es el país más parecido a Francia que encontramos en el mapamundi), y nos sentimos tan desolados como un sevillano en Helsinki que se pierde el Rocío y vaga por los bares de la capital finlandesa en busca de rebujitos con los que ahogar su pena.

Pero este año volvemos a las andadas, esperando que Pablo se acostumbre también a esta tradición. Aunque puede que, para cuando él sea mayor, Francia haya sido comprada por un fondo de inversores de capital de riesgo de los que se dedican a hacer rentables empresas obsoletas: deslocalizarían París, refundándolo en Bangladesh, y aplicarían una política de recortes obligando a las boulangeries a servir solo medias baguettes. O, lo que es peor: obligarían a Johnny Hallyday a raparse el tupé o a llevar pantalones holgados, o impondrían por ley el uso cepas californianas para elaborar Borgoña.

De todo son capaces estos depredadores.

Pero, mientras tanto, podremos seguir cultivando la tradición familiar. Este año toca la Provenza y un poquito del Languedoc. La vieja Marsella, con sus bullabesas y sus aires morunos, y el sol y la lavanda que infectaron las pupilas de los impresionistas.

Tópicos, topicazos a gogó. ¿A qué va uno a Francia si no es a sentir lo trillado, a comulgar con el lugar común? Si quisiéramos sorpresas viajaríamos a Uzbekistán.

Además, es un destino reposado y asequible para un bebé. Con los viajes con niños hay que ir como con los videojuegos: la pantalla uno es fácil, y conforme se van superando las pantallas y matando a los monstruos, la dificultad sube. Francia es una demo, un campo de pruebas.

De camino paramos en Barcelona, donde estará firmando el maestro Jacques Tardi en el Salón del Cómic. Soy muy fan de este hombre, pero entre unas cosas y otras -y un medio negociete literario que voy a aprovechar para hacer en Barna, y del que ya os daré cuenta cuando se firmen los papeles-, dudo mucho que pueda acercarme a su vera. Snif.

Ya os contaré qué tal a la vuelta, porque, aunque me llevo el portátil, estoy tan cansado que no sé si me apetecerá mucho glosar nada por el camino. Quisiera descansar de verdad, comiendo ricos platos provenzales y bebiendo vino, sin nada que me recuerde mi miserable vida de aporreateclados. La joie de vivre, mes amis.

À bientôt.

PD.- Para los que me acusan de aprovechar la mínima excusa para hablar de mi churumbel, esta es la cara que puso el chaval cuando le dijimos que nos íbamos de vacaciones:

ODA ZX

Hace apenas un año yo era un tipo joven, feliz, dicharachero. Un tipo que acababa de sacar su primer libro y podía beberse hasta el agua de los tiestos en una noche de parranda. Un tío despreocupado por el mañana, ignorante de muchas de las miserias que atolondran a adulto medio. Un tipo trasnochador, enamorado y con toda la vida por delante.

Un año después, soy un padre de familia que se acaba de convertir en copropietario de un coche nuevo. Siento el peso del planeta sobre mis rígidos omoplatos. Me siento como un Atlas cansado, de sonrisa apagada, sin brillo en los ojos.

Hace apenas unas semanas, mi conocimiento del mundo automovilístico se reducía a tres categorías: había coches pequeños, medianos y grandes. Los había también negros, grises, rojos, azules y hasta verdes. Los había también nuevos y viejos, y limpios y sucios. Y ya.

Bueno, miento: también sabía que había coches (muy pocos) que paraban en los pasos de cebra y otros (la mayoría) para cuyos conductores los peatones estábamos hechos de un material transparente o fuera del espectro de colores visible. Que había coches que paraban a tiempo en los semáforos y otros que aceleraban en ámbar. Coches que aparcaban en doble fila y coches que se hacían Zaragoza-Madrid en dos horitas sin pisarle demasiado.

En definitiva: lo poco que sabía de los coches hubiera preferido no saberlo. Es más, me esforzaba por mantenerme ignorante.

Desde hace unas semanas, gracias al proceloso empeño de comprar coche -que no se compra como el resto de las cosas: tienes que aguantar chapas de tíos con corbata y regatear como en un zoco-, distingo marcas y modelos. Veo pasar uno y valoro sus características y puedo calcular mentalmente su precio. También puedo calcular si el carrito de Pablo cabe o no en el maletero.

Si hace un año me dicen que iba a ser capaz de procesar mentalmente todas estas informaciones, me habría quitado la vida en el acto. A lo grande, eso sí, en plan Leaving Las Vegas, hasta que el hígado se me saliera por la boca hecho grumos.

En fin, amigos, estoy acabado.

Y lo peor de todo es que ni siquiera conduzco. Hace un par de años intenté sacarme el carnet de conducir y me apunté a una autoescuela. Pagué unos 400 euracos y me dieron un tocho lleno de dibujicos y preguntas tipo test.

¿Cuál es la tara de un semirremolque?, dices mientras clavas tu pupila en mi pupila azul.

El primer día empollé algo.

El segundo día hice como que empollaba. Al menos, me leía las hojas (había apoquinado 400 euros que empezaban a dolerme en el páncreas). De reojo, eso sí, con música de fondo y parando para merendar y comer galletitas.

El tercer día desistí, pero esperé una semana a decírselo a Cris.

Perdí 400 euros y me quedé con la dignidad seriamente dañada.

Y ahora yo, el peatón incapaz de contestar a una sola pregunta del teórico, se ha convertido en copropietario de un coche nuevecito.

Ni a Cris ni a mí nos entusiasma la automoción. Mientras nuestros amigos y familiares contribuían a renovar el parque automovilístico del país, nosotros persistíamos en nuestro viejísimo Citröen ZX cubierto por una espesa capa de mierda de varios países.

Con él hemos recorrido casi toda España, casi todo Portugal y buena parte de Francia. Hasta que no ha podido más.

Nos dio un susto gordo en Francia, donde un señor con bigote de un taller de Tours nos sopló 600 euros por dos transmisiones rotas. Entonces decidimos que no merecía la pena otra reparación por un coche que no valía ni 400 euros.

-A la siguiente avería, al desguace -convenimos con pena.

La siguiente avería llegó hace unas semanas. Así que nos fuimos de concesionarios, que es un plan espantoso para un lunes por la mañana.

Este es nuestro viejo ZX, a punto de ir al cielo de los coches:

Sin aire acondicionado, sin cierre centralizado, sin airbags, sin ABS, sin ordenador de a bordo, pero con un buen rollo de morirse que ya quisieran muchos turismos de gama alta.

Pocos coches habrán escuchado tantas carcajadas en su interior. Incluso cuando sus ocupantes cruzaban una meseta abrasada por el sol de agosto desde Huelva a Zaragoza con las ventanillas bajadas a tope y Lynyrd Skynyrd a toda pastilla en la radio. O cuando su conductora se tensaba maldiciendo las cordilleras europeas al tomar las cerradísimas curvas de los pasos fronterizos del Pirineo navarro.

O cuando, en un viaje a Asturias, se nos rompió la cerradura de la puerta del copiloto y me vi obligado a entrar y salir por la ventanilla durante una semana.

-Joder, ¿no os pagan lo bastante para comprar un coche nuevo? -nos reprochaban de cuando en cuando los propietarios de los monstruos de metal que rugen en las autopistas.

Pues claro que nos pagan lo bastante, pero preferimos gastárnoslo en gominolas.

Hasta que no ha habido vuelta atrás.

Descanse en paz, ZX. Contigo muere también nuestra juventud.