Archivo de la etiqueta: Televisión

SERIES PUBLIRRETRO

Cuando vi, hace muy poco, el primer capítulo de Boardwalk Empire, pensé: ya está, se acabaron las series, otra cosa que nos han roto. Han sido diez años muy buenos, pero toca despedirse. Hemos perdido la inocencia, han llegado los sordos de siempre a jodernos el concierto. Es cuestión de tiempo que todas esas series que tanto nos han hecho disfrutar, que tanto han rejuvenecido la apolillada narrativa audiovisual (el propio término, narrativa audiovisual, apesta a polilla y a estantería de profesor estructuralista con agorafobia), se vayan agostando hasta reducirse a un cliché, a un producto estandarizado y previsible sin ningún resabio de su fuerza y frescura originales. Habrá que irse a otro sitio.

Boardwalk Empire es el primer toque de trompeta y, aunque todavía quedan muchas series que nos calman el mono y nos dan marcha (ya casi escribo como Leticia Sabater, si es que esa moza escribe), tenemos que empezar a observar hacia qué playas están emigrando los narradores que nos molan, para ir comprando un billete y tener un buen sitio cuando empiece la juerga. Es decir, para poder ser los primeros en decir: lo mejor de la nueva narrativa audiovisual (sic) ya no está en las series, si no en [whatever].

Sólo he visto un capítulo de una serie que tiene tres temporadas, así que soy un sátiro, un canalla, un truhán y un vividor que no tiene argumentos para sustentar sus desprecios. Así es. De hecho, me han instado a aguantar, que la cosa mejora, que es de maduración lenta, que patatín, que patatán. Puede que me esté perdiendo algo sublime, pero asumo el riesgo: no voy a ver treinta capítulos con la esperanza de que, a fuerza de insistir, explote la epifanía. Con el primero me vale, gracias. Yo no tuve que acostarme cincuenta veces con mi chica para decidir si me gustaba o no. Lo supe antes incluso de acostarme la primera vez, y si los de Boardwalk Empire son incapaces de seducirme al first touch, que se piren a ligar con otro más feo y más borracho. Conmigo, lo tienen claro, por mucho que me insistan en que estoy despreciando a mi media langosta.

Porque aclaremos una cosa: detrás de esta serie de nombre impronunciable para un hispano corrientito se esconden (más bien, se exhiben) Martin Scorsese y Terence Winter. Al primero ya le conocen todos, y el segundo fue uno de los papás de Los Soprano. Es decir, dos tipos a quienes se les supone cierta pericia. Dos so called genios. Dos putos amos del cotarro. Dos individuos cuyas palabras son celebradas y veneradas por millones de auxiliares administrativos y camareros que ahorran para la matrícula de la escuela de Cristina Rota. Cuando usted dice buenos días, simplemente está diciendo buenos días, pero cuando Scorsese dice buenos días, al menos diez doctorandos diseccionan morfológica, sintáctica y estilísticamente ese buenos días, no vaya a estar escondido el secreto de su genialidad entre el buenos y el días y se nos escape sin aprehenderlo y nunca lleguemos a entender la magnificencia del sintagma.

Es decir: ojito con estos dos. Y eso apuntaba la promo de la serie: ojito con estos dos, que esto no la ha hecho cualquiera.

Por tanto, si la serie la hubieran firmado dos tipos que dan los buenos días sin que a nadie le importe que los den, estaría mejor dispuesto para concederle una segunda o una tercera oportunidad. Pero con estos, ni hablar. Si no son capaces de atraparme en los primeros diez minutos, que se olviden de mí. Y si no, que no sean tan geniales.

Boardwalk Empire (leáse, el primer capítulo de Boardwalk Empire) es una serie Publirretro. ¿Conocen el fenómeno Publirretro? Es una empresa de mi pueblo que se dedica a decorar tabernas irlandesas y tascas así como antiguas. Cogen un bar normal y corriente, incluso majo, y lo transforman en un sitio vintage lleno de anuncios de los años veinte con niños meando en un orinal, carteles viejunos de Coca-cola, mapas de Irlanda del siglo XIX, retratos de señores antiguos con mucha barba que parecen el abuelo del dueño y fundador del local (pero que en realidad son variaciones de Friedrich Engels), un montón de trastos viejos como de época (que si una máquina de coser Singer, que si una prensadora de gamusinos, que si una guillotina francesa…) y unos recortes de periódico con señoras con miriñaque y tal. Un suelo de madera envejecida y unas mesas y sillas de ídem con barniz tosco, y listo. Por supuesto, toda esa quincallería es falsa, está fabricada ex profeso y hasta el óxido y la decoloración son artificiales. Pero como la gente quería tener muchas tabernas irlandesas y muchas tabernas de los años veinte, Publirretro tuvo mucho éxito y se hinchó a decorar sitios. Ahora ha remitido un poco la fiebre, pero hubo un tiempo en que todos los sitios eran Publirretro, incluso los bares recién abiertos en edificios recién construidos en barrios recién urbanizados en ciudades que ni siquiera existían en los años veinte. Todo era años veinte hace pocos años.

Pues eso es Boardwalk Empire, un trabajo de Publirretro. Dijeron: vamos a hacer una serie de época, y la vamos a hacer con mucha pasta, porque tenemos a dos grandísimos genios detrás que todo lo hacen genial, así que no os cortéis, queremos mogollón de vestiditos de esos de los años veinte, y mucho atrezo de los años veinte, méteme bien de anuncios antiguos, y muchos decorados muy grandes, que se vea que nos hemos dejado el parné, vamos a recrear hasta el aire que respiraban.

Una vez que tuvieron un montón de quincallería de época, había que rellenar la serie con algún contenido. Pues qué sé yo, dijeron los genios: algo de época. ¿Qué pasaba en los años veinte?

—La prohibición —dijo Billy, un prometedor becario recién llegado de la Universidad Agraria de Arkansas y cuya gorra de John Deere todo el mundo celebraba como una deliciosa ironía.

Eso es, Billy, la prohibición, apunta, apunta. ¿Qué más?

—¡Al Capone! —anunció Wynona, otra flamante becaria con un Máster en Postsituacionismo Postescénico por la Universidad de Michigan.

Espléndido, Wynona, veo que no sólo eres bella y esbelta, apuntó un políticamente incorrecto Scorsese, sino que también aportas ideas geniales. Ya tenemos prohibición y Al Capone. Cáspitas, esta serie se escribe sola. ¿Algo más típico de los años veinte?

—¡Enfelmedades venéleas! —rugió Ling Wo Sei, brillantísimo talento coreano que había abandonado su carrera como neurofisiólogo en el MIT para centrarse en su sueño de servir cafés del Starbucks a Martin Scorsese.

Espléndido, Ling Wo Sei, pero se dice venéreas. Venga, tráenos unos cafés a todos para celebrar tu portentoso ingenio. Prohibición, Al Capone, venéreas… No sé, creo que nos falta algo para ganar un Globo de Oro. Bueno, uno seguro que nos lo dan, por lo de Publirretro, pero para ganar dos Globos de Oro a lo mejor necesitamos algo más de época. ¿Qué es algo muy típico de los años veinte que se nos está escapando?

—¿Violencia machista? —sugirió con un susurro y divino y dulce acento Graciela Gonsálvez de Amorebieta Vizcaína y Ayahuasca, primera en su promoción en la Universidad de Cochabamba y becada con una Fulbright para estudiar los cambios de peinado de Leonardo di Caprio en la filmografía de Scorsese.

Premio para la linda Graciela de ojos negros y ardor latino, murmuró Marty imitando el acento de Río Grande. Además, así tenemos una conexión con una lacra actual. Subraya lo de lacra, que siempre queda bien en las notas de prensa. Bueno, pues creo que con estos magníficos elementos tiramos diez o quince temporadas. En el primer capítulo habrá que meterlo todo para impactar al espectador, su buena dosis de Al Capone, de venéreas o de algo equivalente, un tipo zurrando a su torda (perdón, no quise decirlo así, o tal vez sí) y la prohibición. Se me ocurre que podría empezar con el prota dando un discurso en favor de la prohibición y que, al salir de la sala, saque una petaca de la chaqueta y le pegue un buen trago. Es sólo una idea, no hace falta que sea tan obvio. No sé, trabajadlo un poco, que yo me voy a descansar mi genio.

Y así se paren las grandes series. Así se forjan las grandes historias. Y, sobre todo, así se acaba la época de las grandes series: cuando Scorsese metió sus sucias manos en ellas. Con lo bien que estábamos sin sufrir a ningún genio.

NINGÚN NIÑO SUFRIÓ

Durante la escritura de este post, ningún animal sufrió daños ni maltrato. Salvo la vaca cuyas tripas he devorado en forma de callos deliciosamente especiados a la madrileña. Ay, los callos, esa maravilla gastronómica que compartimos los países de este rincón de Europa. Hay callos en España, pero también son muy devorados en Francia (trippes à la basque, son los más populares), en Portugal (las tripas a moda do Porto, el plato estrella de Oporto, que se come con judías) y en Italia (trippa alla fiorentina, los más parecidos a la versión madrileña del asunto). Disculpen, me he ido por los cerros tripeiros, me he perdido en la flora instestinal de los herbívoros. Yo quería hablar de otras cosas.

La advertencia que encabezaba este post se refiere a Luck, la serie que iba a protagonizar Dustin Hoffman en HBO y que se ha cancelado después de que tres caballos murieran durante el rodaje de uno de los episodios.

Hace falta ser bruto para matar a tres caballos en un rodaje, pero a mí me escama tanto escrúpulo con el maltrato animal en el cine y en la televisión y que no se tengan en cuenta otros maltratos incluso más graves. Además, no me creo nada que los animales no sufran: el recurrente aviso de que ningún animal etcétera, etcétera es una confesión implícita de culpabilidad. Como cuando una novela o una película advierte de que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Y una mierda. Cuando nos dicen eso, ya sabemos que cualquier parecido con la realidad está deliberadamente calculado.

Pero nos curamos en salud. Y los lectores-espectadores aceptamos barco.

Sin embargo, dice mucho de nuestra gazmoñería e hipocresía repugnantes que no hayamos obligado a los realizadores a incluir un aviso en sus producciones que diga: «En el transcurso de este rodaje, ningún niño fue maltratado». Porque no paramos de ver a niños maltratados en series, anuncios y películas. Y nos da igual.

No entiendo qué oscuro y avaricioso mecanismo lleva a unos padres a ofrecer a sus bebés de pocos meses para rodar una escena. Y mucho menos, cuando el guión de la escena estipula que el niño ha de llorar. Porque un bebé o un niño de pocos años no interpreta: su llanto es siempre real. Si vemos sus lágrimas es porque está jodido de verdad. Y a mí no me cabe en la cabeza que nos llevemos las manos a la ídem porque salga un perrillo corriendo en una peli y exijamos todas las garantías de que ese perrillo no ha sido azuzado ni importunado en modo alguno para su actuación ante la cámara, pero nos parezca estupendo que unos padres comercien con el llanto de su retoño.

Llámenme pazguato, pero a mí me escandaliza mucho. Yo les quitaría la custodia, pues es evidente que no respetan lo suficiente a su hijo.

Observen este anuncio, por ejemplo:

¿Ustedes dónde creen que aprendió a interpretar este bebé? ¿En la escuela de Cristina Rota o en el Actor’s Studio? ¿Qué técnicas emplea para dotar de verosimilitud dramática su llanto? ¿Será un actor del método? ¿Cómo lo hace?

No lo piensen más, que se lo digo yo: basta con tener unos padres lo bastante cabrones como para hacerle sufrir en un plató y cobrar por sus lágrimas. Pero no se preocupen, que ningún polluelo de avestruz sufrió durante el rodaje del anuncio. Sólo lo hizo un niño. Y, ¿a quién cojones le importa un niño?

A ustedes, desde luego, no. Y a sus padres, menos.

DECONSTRUCCIÓN X

Parodia sobre parodia. Esa es la marca de la so-called postmodernidad que nos ha tocado vivir. Me gusta decir, con los ya viejunos Def con Dos, que la culpa de todo la tiene Yoko Ono, pero esta vez hay que señalar a un gabacho: Jacques Derrida. Él fue quien se inventó el término deconstrucción. En realidad, se lo copió a Heidegger (ya saben que los franceses no hacen más que copiar a los alemanes: hasta el chucrut les han robado. Una vez discutí varias horas con un francés que defiende que el chucrut es alsaciano y, por tanto, francesísimo, y que los alemanes no tienen ningún derecho a reclamarlo), pero llevándolo al límite de su potencia significativa, atiborrándolo semánticamente hasta que reventó.

La deconstrucción, el mantra del postestructuralismo, se ha tomado como coartada intelectual para demasiadas parodias. Lo que muchos cachondos y chistosos llevan décadas haciendo no es más que deconstruir los géneros, destriparlos para ponerlos en evidencia y dejar a la vista su inanidad —y, a la vez, y paradójicamente, proclamar su grandeza—. Como esos gays estetas (tan deconstruidos ellos, por otra parte) capaces de calificar de divina y horrorosa una misma canción, película o camisa de lentejuelas en la misma frase.

Deconstruir es un ejercicio intelectualmente muy agradecido, que requiere poco esfuerzo mental y cosecha grandes aplausos. Los deconstructores burdos son el alma de cualquier fiesta y se parecen a esos monologuistas que evidencian el absurdo de la vida cotidiana con solo enunciarlo. Sin embargo, deconstruir con sutileza es más complicado. Y utilizar la deconstrucción como herramienta para construir un relato que vaya más allá de la deconstrucción misma es un trabajo digno de genios. Cualquiera sabe desarmar los resortes de un género literario manido y cualquier chistoso puede armar un par de bromas ingeniosas con ellos. Pero no todo el mundo sabe ir más allá y adentrarse en otras sintaxis y semánticas que parten de los códigos viejos, obsoletos y destripados. Es la diferencia entre escribir el Quijote y hacer un monólogo del Club de la Comedia sobre novelas de caballerías.

Ahora que todo el mundo ve y alaba las series de la tele parece difícil recordar que hubo un tiempo en que nadie escribía ensayos filosóficos sobre ellas y que nadie que aspirase a una mínima solvencia intelectual defendía ese producto menor, hijo bastardo, deforme y baboso del cine —esa sí, pasión de almas refinadas que se podía gozar sin culpa—. Por eso, los grandes títulos anteriores a la legitimación literaria de las series han quedado desatendidos, sin premios Nobel que les ladren. Sin embargo, hay una que, a mi juicio, supo dar el salto de la deconstrucción a la construcción, erigiéndose en obra seminal. Una serie que, desde las más obvias y trilladas convenciones de género, supo desguazarlas primero para abrir una brecha después y desbrozar el camino para otros que no están dispuestos a reconocerle su talante pionero.

Esta serie se llamaba Expediente X.

La evolución de las aventuras de Mulder y Scully es magistral. Expediente X empezó siendo una propuesta del montón, incluso bastante mala, tirando a pésima. Una mezcla de género policial con terror y con una ambientación de road-movie. Agatha Christie reescrita por Stephen King y unos cuantos plagios de Ridley Scott en el tono y unas cuantas referencias apagadas al universo de Dashiell Hammet (Mulder es un héroe típico de novela negra). Lo tenía todo para ser un divertimento de usar y tirar, con unos hilos argumentales de lo más endebles y unos personajes de escaso recorrido dramático. Las dos primeras temporadas, y en especial la primera, son basura de sobremesa no mucho mejor que Amar en tiempos revueltos. Con una producción más digna y unos actores más resultones, pero detritus de subgénero, perfectamente olvidable. Y lo que es peor: inane, sin un componente kitsch o trash lo bastante acentuado como para despertar interés en los decodificadores aberrantes. Esto era porque estaba pensada para todos los públicos. Por tanto, los aspectos más disparatados del aparataje sobrenatural —que podían atraer a un sector del público marginal y onanista, aunque muy rentable— estaban muy moderados.

En consecuencia, era un coñazo que, en el mejor de los casos, se dejaba ver.

Sin embargo, a partir de la tercera temporada, la cosa cambió. Ayudó mucho la enorme química de los dos actores protagonistas, que destilaba un morbo salvaje y permitía a los guionistas jugar con dobles intenciones y con unas muy agradecidas y lubricantes (para la trama) tensiones sexuales no resueltas. Pero lo fundamental fue el afinado sentido de la ironía de los creadores, que trabajaron bien sus intuiciones y supieron moldear algo sugerente. Sabían que tenían una historia fascinante entre manos y que disponían de los elementos dramáticos y narrativos necesarios para construir algo grande. Sólo tenían que atreverse y seguir su instinto.

Nunca vimos así a Scully, pero así nos la imaginábamos siempre.

Por suerte, lo siguieron. A partir de esa temporada, Expediente X se convierte en otra cosa. Los episodios empiezan a explotar el imaginario tanto de la ciencia-ficción y del terror como de los conspiranoicos y de los locos por los misterios siderales y fantasmagóricos. Se ríen de ellos. Cada trama se llena de elementos humorísticos cada vez más evidentes y agresivos, hasta el punto de que, pasadas las temporadas, uno ya no sabe si alguien se está tomando en serio a los ovnis o a los chupacabras. ¿Esto no iba de misterios y así? ¿Esto no iba dirigido a los que graban psicofonías y ven espectros de fantasmas victorianos asomados en cada ventana de cada foto que sacan? Pues no. Esto es otra cosa. O se ha ido convirtiendo en otra cosa.

Los misterios que se proponen son cada vez más audaces y delirantes. Algunos parecen cuentos de Cortázar, y otros pueden incluirse en el repertorio de lo real maravilloso. Ayuda mucho la atmósfera escogida: Expediente X es una serie de escenarios marginales. A veces, de no man’s land. Pueblos perdidos en mitad de la llanura, casetas polvorientas aisladas junto a una carretera comarcal, gasolineras y moteles, sobre todo, moteles. Expediente X es una serie de moteles y de sheriffs de pueblo. Nunca se presenta un misterio urbano, nunca hay nada que investigar en el centro de Nueva York o de Chicago. El terror, nos dicen, está ahí fuera, en el campo, entre los paletos. De hecho, el terror es el campo: la barbarie está allí, donde la ciudad no llega. Es una vuelta de tuerca al mito argentino de civilización o barbarie, que en Estados Unidos se expresó en la doctrina político-mística del destino manifiesto. Mulder y Scully son civilizadores, las fronteras de la razón y de la gente bien vestida ante la barbarie que crece en el agro salvaje y sin escolarizar.

Al poetizar y politizar el paisaje, los guionistas podían jugar con otro mito, listo para ser deconstruido: la imagen que los americanos tienen de sí mismos. Se retrata una América arruinada y apolillada, absolutamente vencida. Recurriendo al imaginario rural y de carretera, tan explotado por los escritores sureños (Faulkner, Dorothy Parker) y por los beat (hay mucho Kerouac en Expediente X), levantan una poderosa metáfora de la decadencia del imperio. Deconstruyen un tópico para abrir una nueva posibilidad de significados. La América que recorren Mulder y Scully es una nación de palurdos enloquecidos por terrores abominables que ellos mismos han creado desde su propia putrefacción.

Pero lo importante es la evolución de las tramas de los episodios. Cuando ya han ridiculizado todo el repertorio clásico de misterios ufológicos, fantasmagóricos, criptozoológicos, vampirescos y licántropos, se inventan unos de nuevo cuño, inspirados, como he escrito más arriba, en lo real maravilloso. Esto alcanza su cénit en la temporada sexta, cuyo segundo episodio se titula Drive, y es uno de los más extraños y hermosos.

El misterio de ese capítulo consiste en un hombre que no puede dejar de conducir hacia el oeste. Su familia ha sido afectada por algo (¿un virus, un algo alienígena? No se sabe) que provoca unos dolores de cabeza horribles que sólo se alivian cuando viajan hacia el oeste a gran velocidad. Si se detienen, el dolor se vuelve insoportable, hasta que la cabeza estalla. Ya ha muerto su mujer, y él intenta salvarse conduciendo a toda tralla. Secuestra a Mulder para que conduzca por él. Hasta que se le acaba el país y tiene que parar ante el océano.

Mulder conduce hacia el oeste para que a su secuestrador no le estalle la cabeza.

¿No es hermoso? Si Borges hubiera escrito algo así, ahora se estudiaría en todas las universidades. Pero, claro, es una puta serie de ovnis. Si los prejuicios dejaran ver la historia con la nitidez adecuada, a un espectador avisado no le costaría intuir aquí una alegoría de la mitología estadounidense, de ese mito fundacional construido hacia el oeste (to the West, to the West, que cantaban los colonos), con una obsesión tan ruda y molesta como ese dolor de cabeza. Una nación empeñada en ir cada vez más deprisa hacia una meta desconocida, sin conciencia de sus propios límites, víctima de su propia ambición.

En esa misma temporada hay un episodio doble titulado Dreamland en el que las conciencias o cerebros de Mulder y de un hombre de negro del Área 51 (los temibles men in black, no tan temibles después de Will Smith) se intercambian por no se sabe qué extraña grieta en el continuo espacio-tiempo (tienen el buen gusto de no explicarlo). El hombre de negro es un burócrata gris, cincuentón y entrado en carnes casado con una mujer a la que odia y con una hija insoportable. Viven en una casa enorme cuya hipoteca le asfixia y el banco no deja de achucharles. Y, de repente, este desgraciado al borde del colapso nervioso se encuentra metido en el cuerpo y en la vida de Mulder. Y le mola mogollón. De pronto, es joven, resultón, soltero y con un apartamento superguay de renta asequible. Así que lucha por quedarse en ese cuerpo nuevo, mientras Mulder sufre la mierda de vida del hombre de negro. La ironía, el humor, la vuelta de tuerca a todos los tópicos de los conspiranoicos (eso de presentar a los terribles hombres de negro como burócratas aburridos y plastas sin ningún misterio es genial) y la habilidad para manejar el ritmo de la historia hacen que estos dos episodios sean magistrales. Una cumbre en la escalada autoparódica y paródica de la serie. La mejor deconstrucción.

Unos capítulos después hay uno que se titula The Rain King, que funciona directamente como un cuento. Mulder y Scully investigan un pueblo donde suceden los fenómenos meteorológicos más raros de Estados Unidos. El tiempo es mucho más que inestable: en un mismo día nieva, sufren huracanes y olas de calor tropical. Al final, resulta que el hombre del tiempo de la televisión local está enamorado de una chica que está casada con un tipo muy turbio y ridículo, y es la frustración por ese amor no correspondido la que provoca todos esos desajustes. Así que Mulder ejerce de casamentero.

¿No es maravilloso? La mezcla de ternura, humor y absurdo está muy bien planteada en estos episodios, que para mí son el culmen de la obra.

Con esto, Expediente X descubrió una forma de superar las barreras de los géneros y de plantear la sutileza como estrategia de seducción hacia el espectador. Fue muy pedagógico: enseñó al televidente medio, consumidor de esparto prefabricado, que no era necesario explicarlo todo, que hay universos de significados no explícitos que una buena historia puede invitar a explorar y que verlo todo es no ver nada en realidad. Con su audacia, permitió a otras series abrir camino y trasladar unas cortesías y unas formas de acercarse al espectador absolutamente inéditas en la tele. Expediente X nos trató como a adultos, y puede que fuera una de las primeras veces que la tele nos trataba como a tales. Partió de la deconstrucción para inaugurar una nueva forma de mirar desde el mainstream. Experimentó en carne viva, y todavía no se lo ha agradecido nadie.

ENFERMOS

Fantástica la nueva serie de moda, la que dicen que se va a llevar todos los premios del mundo y la que hay que ver para estar enterado de las cosas del catódico mundo. Se llama Boss, y la protagoniza (y produce) un Kelsey Grammer que no recuerda en nada al Frasier que le hiciera galácticamente famoso.

Aquí es el alcalde de Chicago. Un grandísimo hijo de la grandísima puta cuyo reinado (de terror, construido a base de líos mafiosos, chantajes y algún que otro muerto) se derrumba. Quienes le apoyaron le dan la espalda y sus cortesanos le traicionan. Tiene tantos puñales clavados en el costillar trasero que parece un puerco espín.

Pero no quería hablar de la serie ni hacer una aburrida evisceración de sus episodios, tramas o personajes. Quería hablar de su punto de partida y de su principal eje argumental: Tom Kane (pues así se llama el cabronazo) se muere.

Lo sabemos desde el minuto uno del primer episodio, así que no estoy estropeando ninguna sorpresa. Tiene una rara enfermedad neurodegenerativa sin cura que lo va a llevar a la tumba en relativamente poco tiempo. Su obsesión es ocultar los síntomas del mal, mantenerse en el poder cueste lo que cueste y no mostrarse débil ante sus (muchísimos) enemigos.

Lo que me inquieta del planteamiento es el mar de fondo que trae: el uso de la enfermedad como metáfora de la corrupción moral. Como su expresión y como su castigo.

En realidad, la serie no expone esta postura de forma abierta en ningún momento. Es demasiado buena como para resbalar en la proclama mitinera o en la moraleja de Samaniego. Pero tampoco muestra elementos que nieguen o imposibiliten esta interpretación. Y quien calla, otorga.

Fue Susan Sontag, en un ensayo que se ha quedado un poco anticuado (La enfermedad y sus metáforas), quien estudió la imagen moral de las enfermedades y cómo la sociedad ha tendido a asociar la corrupción del cuerpo con la corrupción ética o de valores. Y viceversa. ¿Cuántas veces hemos oído a tipos con sotana quejarse de que esta sociedad está “enferma”?

Que Boss caiga en una superchería tan manida y estimule una visión tan grosera del castigo divino, tal y como se ve en el bíblico Libro de Daniel, desmerece su grandeza. Que en la Edad Media, o incluso en el siglo XIX, se interpretara la enfermedad como un azote de dios por los pecados terrenales, podía tener un pase. Pero que en el siglo XXI, con todo lo que sabemos de nuestros genes, de las bacterias y de la bioquímica del cuerpo humano, sigamos viendo las cosas igual, es una pena.

Deberíamos actualizarnos un poco. Y ojo, que no lo planteo como una crítica moralista (mis reparos sobre lo que leo y veo nunca van por ahí), sino estética: el arte debe engastarse en su tiempo y asumir las verdades y conocimientos que tiene. No hacerlo es empeñarse en seguir contando que la Tierra es plana cuando la ciencia estableció hace mucho que es redonda.

CHARLATANES

Que la culpa no es de las cosas, sino de las personas que las rompen, lo teníamos bastante claro, pero de vez en cuando necesitamos pruebas que renueven nuestra fe. Por cada cien libros de templarios y de chascarrillos de Buenafuente necesitamos al menos uno de Vila-Matas para seguir creyendo en la letra impresa. Por cada diez anuncios de Carmen Machi necesitamos un desnudo telefónico de Scarlett Johanson para seguir creyendo en la belleza femenina. Por cada sesión de David Guetta necesitamos tres discos de Steve Earle para seguir creyendo en la música como transmisora de emociones (aquí la proporción se invierte porque lo de este tipo es muy fuerte).

Y por cada cien mil horas de programación de Telecinco necesitamos al menos un programa como los que factura José A. Pérez para conservar la fe en que se pueden hacer cosas televisivas muy dignas, interesantes y brillantes sin necesidad de sonar aburrido o viejuno.

Acabo de ver Escépticos, la producción de este señor (conocido a lo largo y ancho de la internet por su blog Mi mesa cojea) para ETB, y lo he podido ver en la web de la cadena, tranquilamente, sin desesperarme buscando un archivo avi en vaya usted a saber qué página yonki. Para quienes aún no lo sepan, es una serie documental donde trata de desmontar unos cuantos mitos en torno a lo esotérico y demás (). Este capítulo me ha interesado especialmente porque estaba dedicado a la so called medicina alternativa, con excepción de la homeopatía que —anuncian— tendrá su propio capítulo más adelante.

El ritmo es ágil; el tono, amable, y la factura, limpia y lineal. Periodismo clásico: primero preguntan a los acupunturistas, chakristas, reflexologistas y charlatanistas, y después contrastan sus afirmaciones con las de expertos reconocidos, médicos y científicos de varias ramas.

El buen periodismo deja que cada cual se retrate. Y Escépticos no es nada nuevo en ese sentido. Quizá la forma y la estructura sí lo sean en parte, pero en esencia es periodismo del de toda la vida: reducir un fenómeno complejo a las voces de algunos protagonistas cuidadosamente escogidos para conformar un relato con ellos. Un relato que no explica todo, pero sí que proporciona las claves suficientes para que el público se aproxime al asunto con rigor y pueda profundizar más en él. Fácil, ¿no? Pues no ha de serlo tanto, cuando se ven tan pocos ejemplos últimamente.

No, hacer buen periodismo nunca fue fácil, pero esa es otra historia.

De todo el programa me quedo con las declaraciones de una señorita —no recuerdo si reflexóloga o masajista de chakras o qué— que no tiene empacho alguno en impartir una lección sobre cáncer. Según ella, la enfermedad es un desequilibrio del cuerpo fruto de un exceso de actitud negativa. Somos unos amargados y esa amargura nos acaba provocando cáncer. Y dice más: un cáncer de hígado indica que la persona es colérica; un cáncer de garganta indica que la persona se ha callado muchas cosas (en ese caso, yo debo de estar ganándome uno bien gordo). Y así, y así, y así.

Son fascinantes los raseros morales de esta sociedad que no tolera que se pasen por televisión imágenes de los atentados del 11-M por respeto a las víctimas, pero que permite —y a menudo alienta— a gente como esta afirmar monstruosidades tales en cualquier foro sin que a nadie le preocupe la ofensa que los pacientes oncológicos y sus familias puedan sufrir. O los mismos médicos oncólogos, que después de pasarse toda la vida estudiando y aprendiendo de una exigentísima y desalentadora práctica clínica, tienen que escuchar con educación a gente así, reprimiendo el instinto natural de estrangularla.

La teoría de que la enfermedad es una especie de castigo —divino o no— que sufrimos por nuestros males puede tener un pase moral en el caso de las dolencias que se producen por un envenenamiento consciente (es decir: podemos afirmar que un fumador se ha ganado a pulso un cáncer de pulmón, pero sería una hijoputez hacer lo mismo refiriéndonos a un minero con silicosis), pero se convierten en puros y simples insultos para todos aquellos enfermos crónicos que sufren con resignación y paciencia sus males. Yo, por ejemplo.

O mi difunto hijo.

Invitaría a esta señorita a visitar una planta de oncología pediátrica y a exponer sus audaces teorías ante los padres y los enfermos. Que les diga que, además de putas, tienen que poner la cama, que todo se soluciona con un poquito de alegría y unas sonrisitas.

Por cierto, hay un mito en torno al cáncer que ha demostrado una y otra vez su carácter de ídem (mito: creencia falsa e infundada que una gran cantidad de gente toma por cierta según un fenómeno que ciertos filósofos conocen como intersubjetividad): en contra de lo que muchos psicólogos e incluso algún médico cree, la actitud del paciente no influye en el pronóstico ni para bien ni para mal. No importa que te deprimas o que bailes: tu curación no va a depender de eso. Es preferible que bailes porque siempre es mejor ser feliz a ser desgraciado, pero nada más.

En fin, me ha gustado mucho Escépticos. Me hace confiar en que todavía hoy se puede hacer buena tele en este país. Enhorabuena a José A. Pérez y a su equipo.

LA HORA DE LOS FEOS

Antes, cuando era sociable y me dejaba ver, me lo decían mucho: «Del Molino —o Moulin (pronúnciese Mulán)—, tienes que escribir de esto. En el periódico, en el blog o donde sea, pero tienes que escribir sobre esto». Generalmente, sonreía y me llevaba la cerveza a la boca. A veces, incluso asentía antes de cambiar de tema, aunque no me tomaba demasiadas molestias en fingir que la propuesta, hablando con sutileza, me resbalaba por la bolsa escrotal. Pero como hace mucho tiempo que nadie me insta a escribir sobre algo, me hizo mucha ilusión que me lo propusieran, así que voy a hacer caso.

El caso es: una amiga periodista que podría colocarse holgadamente en la televisión autonómica pero a la que no le da la gana porque a ella, lo que es la tele en todas sus variantes, le produce náuseas. Aunque le digo que es una pena, porque dará «muy bien en cámara» (en realidad, puede que no me anduviera con remilgos y que dijera claramente: «Con lo buena que estás, vas a triunfar a lo grande»). Esto da pie a un debate sobre televisión y niñas monas, y que qué vergüenza que una carita bonita y unas tetas enhiestas y firmes se antepongan al rigor y al talento profesionales. Ahí es cuando dice: «Escribe sobre esto».

—¿Qué pasa, que un feo no puede trabajar en televisión? —proclama, indignada.

—¡Pero si la tele está llena de feos! No se ven más que adefesios y adefesias con voces horrísonas. Los tiempos en que lo bello era hegemónico quedaron atrás hace mucho. Además —concluyo—, yo soy partidario de que los feos sean apartados de la tele por principio. Hombre, si son graciosos o tienen algún talento especial, podemos hacer excepciones con ellos. Pero, por norma general, los feos, a la radio o a escribir en los periódicos, que para eso están

Supongo que todo responde a la saturación berlusconiana de los años noventa. Cuando Valerio Lazarov atragantó las pantallas con silicona y olor a coño («¡Esas faldas más cortas, quiero que el espectador huela a coño!», dicen que gritaba en los platós de la primera Telecinco), por fuerza tenía que producirse una reacción contraria. Es una ley física. En algún estudio de mercado se detectó el hartazgo del durmiente de sofá medio, que ya no aguantaba una sola teta operada más, que no se tragaba ese frenesí de cirugía plástica y brillantina y que reclamaba algo más auténtico y verosímil. De la misma forma que el porno siliconado, depilado y acrobático de las mansiones de California entró en decadencia y fue sustituido por ese otro porno casero de amas de casa con michelines que se lo montan encima de la lavadora, la tele se empezó a llenar de tipos normales y corrientes.

Qué bien lo entendió Emilio Aragón, que nos coló a la mismísima Carmen Machi, una actriz que no habría podido triunfar en la época de las mamachichos, pero cuyas evidentes limitaciones (bajita, no muy agraciada, con una voz espantosa y una más que cuestionable vis cómica cuyo único y sobreexplotado recurso técnico consistía en berrear como una portera de antaño) se convirtieron en virtudes para un espectador que acababa de descubrir los encantos de su barrio de mierda. Justo en el momento en que su barrio de mierda se llenaba de rumanos y necesitaba reivindicar un pedigrí cañí que nunca consistió en otra cosa más que en mugre, menudeo de estupefacientes adulterados y escolarizaciones fracasadas.

Si Pamela Anderson concentraba todas las aberraciones del modelo anterior, propio de los noventa, Carmen Machi es el súmmum de la tendencia actual. La publicidad prescindió de los cuerpos esculturales y de las voces moduladas y se lió a hacer anuncios con tipos calvos y bajitos o con muchachas de mentón prominente y voz de pito. La marca de jabones Dove quiso hacer un poco de filosofía protofeminista al respecto, diciendo algo así como que la belleza no sólo está en lo bello (¿?). Hasta a Interviú le dio por sacar a chonis de pechos flácidos y celulitis que el Photoshop no borraba. Puede que incluso utilizaran el Photoshop para añadir celulitis allí donde no había, para que la chica pareciera más normal, más como nosotros.

Y, sin embargo, los guapos conservaban un reducto casi inexpugnable: los informativos. La moda de los feos con las voces discordantes no llegó allí. Por suerte, añado yo. Por lo visto, los ejecutivos de las cadenas coincidían en que un atentado de ETA o un desplome bursátil narrados por Carmen Machi contenían un grado de dadaísmo absolutamente insoportable. Tan guapas eran ellas —especialmente, ellas—, que hasta el propio príncipe Felipe le dijo al rey, mientras veían juntos un Telediario: «Papá, qué chica tan mona, ¿me la compras?». Y papá, complaciente, llamó a Pedro Erquicia para que le hiciera un presupuesto.

Y es en los informativos donde una chica o un chico bien plataos pueden aspirar a hacer carrera. Dice mi amiga que esto supone una banalización de la información, pero yo creo que un ser feo o mal diseñado puede banalizar mucho más el presunto ejercicio periodístico: un individuo pulcro, guapo y con voz de barítono garantiza una asepsia en el discurso, es capaz de atraer la atención sobre él y, al mantenerse hierático y profesional, acaba centrando la atención en lo que dice, que en su boquita de piñón suena tan creíble y sólido como si saliera de la boca del mismo Moisés.

Además, y esto no es lo de menos, a mí me gusta ver a gente guapa. Llámenme superficial, pervertido o lo que quieran, pero donde esté una cara bonita, que se quiten los feos. Y no me desagrada que alguien rematadamente bello utilice su propia belleza para triunfar o llamar la atención. ¿Por qué no, si ese alguien tiene algo de lo que la mayoría de la gente carece? ¿Qué más da que no se haya esforzado por tenerlo, que le venga de fábrica? Pues mejor para él.

Espero que el movimiento feísta se sature como se saturó el de la silicona y las vigilantas de la playa, y pronto vuelvan a reinar los hermosos y las hermosas. Los guapos no deberían pasar hambre, siempre deberían encontrar a alguien que les pusiera un plato caliente a cambio de dejar que les miremos un rato. O ni eso, gratis, sin intercambio comercial.

El Imperio Romano empezó a resquebrajarse cuando los cristianos pusieron de moda el look mártir-devorado-por-los-leones-y-con-las-tetas-colgando. Cuando cambiaron a sus dioses violadores de abdominales perfectos por enclenques sociópatas con la mirada perdida de tanto predicar el evangelio, a los bárbaros no les costó nada arrasar su imperio.

O miren la URSS: cuando la estética estalinista de obreros fornidos y gigantes que arreaban con fiereza al yunque del capitalismo fue sustituida por la blanda retórica de la perestroika y sus amas de casa tristonas y cansinas, bastó un soplido para que todo se fuera a la mierda.

Yo abogo por los guapos, y ya que, de momento, sólo triunfan en los informativos, reclamo que mantengan su cuota de poder en ellos, que no reblen. Y la próxima estrella que me gustaría ver brillar en prime time es esta moza:

Se llama Raquel Martínez y la foto no le hace justicia. Tienen que verla de madrugada, presentando el informativo del Canal 24h de TVE. Sólo espero que, cuando gane el PP, la nueva dirección de la cadena piense en ella para un horario más conveniente, que las dos de la mañana no son horas.

Además, ¿les cuento un secretito? Esta chica hace un cameo en mi novela —que saldrá publicada en unos meses—. Breve, pero significativo.

Mientras tanto, algunos seguiremos trasnochando un poquito.

MAD MEN

Nuestros amigos de la tele no nos dejan abandonados. Los de la tele americana, claro. Ya ha empezado la nueva temporada de Mad Men. He visto el primer episodio y puedo anunciar que la cosa promete. Arranca con elipsis -después del incierto final de la pasada temporada- y apunta buenas tramas, con los personajes desplazados del lugar en el que habían madurado y obligados a adaptarse al nuevo hábitat.

Varios escritores amiguetes y conocidos me han dicho alguna vez, sabiendo de mis aficiones catódicas: “Pero, ¿por qué tanto revuelo? Si en el fondo no son más que folletines como los del siglo XIX”.

Sí y no. Y en el caso de que así fuera, tampoco sería un argumento denigratorio.

En fin, que sí que hay para tanto. Cuando el cine nos ha abandonado como una mala madre, después de lo mucho que nos ha mimado y de lo mucho que le hemos querido. Cuando ya quedan muy pocos directores capaces de seducirnos como nos seducían hasta hace poco más de diez años, las series nos surten de todas esas emociones pantallosas sin las que ya no sabemos vivir. O sin las que no queremos vivir.

No me hagan explicarlo, por favor. A ustedes les gusta el fútbol y yo no les reprocho nada, déjenme a mí con mis vicios.

PROVINCIANOS POR EL MUNDO

Creo que se acaba Aragoneses por el mundo. De las otras autonomías, no saben no contestan.

Puede que sea el comienzo del fin de la saturación reporteril-viajera. La tele española, cuando engancha un formato que funciona, lo exprime hasta que pierde toda su gracia. Y cuando ya ha perdido su gracia y huele a chotuno, lo retuerce un poco más hasta que sólo quedan las raspas. Y con las raspas hace un caldo. Y lo que sobra del caldo se lo echa a un arroz.

Se hacen parodias del género. Y parodias de las parodias. Y llega un momento en el que las parodias de las parodias suenan más frescas y verosímiles que el formato original.

Sospecho que los programas de reporteros aguantarán una temporada más, porque creo que aún quedan dos indigentes del barrio de las 3000 de Sevilla que no han salido aún fumando droga, y un ama de casa de Pontevedra que no ha explicado su receta de pulpitos con padrón. Pero, cuando salgan, el formato habrá muerto al fin y todos podremos descansar en paz.

En el caso de Aragoneses por el mundo, siempre recordaremos cómo los reporteros azuzaban a los protas para que dijeran algo bonito de su pueblo y cuánto lo echaban de menos, con resultados desiguales.

La cosa era más o menos así:

Reportero.- Bueno, ya hemos visto que vives en una ciudad espléndida de California donde has alcanzado un éxito tremendo en tu profesión, en la que te postulas como candidato al Nobel. Hemos paseado por tu agradable mansión, hemos conocido a tu esposa, que además de estar más buena que el pan, tiene cuatro premios Pulitzer, y a tus hijos, sanotes y felicísimos. También nos has presentado a tus muchos amigos, entre los que se cuentan Clint Eastwood y Martin Scorsese y hemos visto lo mucho que te quieren y te admiran en esta ciudad. Pero, dime una cosica: ¿a que estás deseando volver a Lumpiaque?

El aludido suele poner cara de circunstancias. Se le lee el pensamiento, que se transparenta en la frente. Piensa: “Ni de putísima coña vuelvo a poner yo un pie en ese agujero infecto que huele a bosta de ñu y donde mueren todos los sueños. No pienso volver ni en vacaciones”. Pero se ve obligado a decir: “Bueno… No sé… La vida, que da muchas vueltas, nunca se sabe”.

Uno de los momentos más delirantes que presencié en el programa fue cuando entrevistaron a un arquitecto que vivía en Los Ángeles. El buen hombre les llevó al Getty Museum y les enseñó un montón de sitios majos de la ciudad, pero al reportero sólo se le ocurrió preguntar: “Pero, bueno, tú, como arquitecto, estarás deseando volver a Aragón, que aquí no tienen el románico del Pirineo, ¿eh?”. La cara del arquitecto, que le acababa de enseñar edificios de Frank Lloyd Wright y rascacielos de formas imposibles, fue de poema.

¡El románico aragonés! Hay que joderse.

Provincianos por el mundo deberían haber titulado algunos capítulos. O La ciudad no es para mí. O La ignorancia, esa atrevida e impredecible furcia.

Había varios tipos de personajes en Aragoneses por el mundo (equiparables a los del resto de autonomías).

  • El emigrante antañón. Los que se instalaron en los años 60 para no volver. Tienen cónyuges e hijos talludicos y criados en sus países de adopción, hablan con cierto deje de ese país y sus recuerdos de España son borrosos y desubicados. Se emocionan con facilidad cuando se les habla de su pueblo. Tienden a expresarse con una torpeza más que excusable y son unos pésimos cicerones que gustan de enseñar los tópicos más kitsch y de peor gusto de la ciudad en la que viven.
  • El emigrante fashion-molón. Chóbenes sobradamente preparados con trabajos chulos muy bien pagados en ciudades modernas. Sus parejas suelen ser del lugar o de un tercer país, y llevan su mismo rollo. Están encantados con su vida y con su país de elección, pero son educados y no hacen cortes de mangas cuando les hablan de volver. En este grupo se encuadran también los cerebritos de postgrado con becas chupiguay. En general, son majos, habladores y excelentes guías turísticos. Conviene hacer caso a sus recomendacioens si se piensa viajar a esas ciudades.

Estas dos categorías sociológicas son las normales y las mayoritarias, pero, supongo que para rellenar, en muchas entregas se incluía una nueva, ciertamente fascinante: los erasmus.

Partamos de una premisa -que, como todas las premisas, se convierte en falsedad al generalizarse, pero que para hacer unas risas, sirve-: los erasmus pasan por un país, pero el país no pasa por ellos.

Los erasmus que salen en estos programas viven en pisos-comuna poblados por españoles. En la nevera tienen cientos de tuppers con comida de la mama. Hasta la cerveza que beben se la han traído de España, porque es más barata, y el único léxico que manejan del idioma del país que les acoge es el relacionado con to drink y con to fuck.

El guión siempre es igual:

El reportero les pregunta si echan mucho de menos Zaragoza. Y ellos prorrumpen en ayes y alaridos de nostalgia: “¡Muchísimo, muchísimo, esto es insoportable, aquí no hay sol y la gente habla raro!”. El reportero inquiere: “¿Lleváis mucho tiempo aquí?”. Y ellos contestan: “Llegamos la semana pasada”.

Después de enseñarles el piso, les llevan a la taberna McGiffin’s o McCartney’s o McKinnegan’s o McConan’s o McGregor’s. Siempre es una taberna irlandesa, aunque la ciudad esté en una isla del Egeo. Y allí, en torno a medias pintas de Guinnes (“no te puedes pedir una entera, que aquí todo es muy caro”), se juntan con otros trescientos españoles.

Sacas la conclusión de que su vida se desenvuelve entre el piso-comuna y la taberna McGiffin’s o McCartney’s o McKinnegan’s o McConan’s o McGregor’s, con alguna visita ocasional a la universidad en la que están matriculados. Creo que muchos vuelven a España sabiendo menos inglés del que hablaban al marcharse.

Hasta siempre, Aragoneses por el mundo, qué buenos ratos nos has hecho pasar, y a cuántos padres de erasmus has desengañado.

FUCK YOU, YOU FUCKING FUCKERS!

¿Cómo se podría traducir Fuck You, You Fucking Fuckers?

Lo intentaré. Sería algo así como: “Que os den por el culo, putísimos hijos de la grandísima puta”.

Más o menos. Pero en español no refleja la intensidad que heriría los oídos de un anglohablante bien educado. No es casualidad que el inglés tenga un repertorio de insultos más limitado que el español: están peor vistos (debido en parte a un agudo clasismo extraño en las sociedades mediterráneas: en España estamos acostumbrados a que los marqueses se expresen como carreteros. En las sociedades anglosajonas, no: dime cómo hablas y te diré cuánto dinero tienes, es su lema) y suenan espantosamente peor. Especialmente, cuando los dice la persona inesperada. En este caso, el autor de este gloriosísimo Fuck You, You Fucking Fuckers -frase que debería pasar ya a la historia de la televisión- es Creighton Bernette, personaje de Treme, la nueva serie de los creadores de The Wire, interpretado por su sacrosanta majestad John Goodman.

De Treme ya he escrito en el periódico (lo pegaré aquí mañana). Es una serie al estilo de The Wire ambientada en el Nueva Orleans recién destruido por el Katrina. La acción empieza tres meses después del huracán y se centra en el barrio de Tremè.

Creighton Bernette/John Goodman es un profesor de literatura de la universidad y un novelista enamorado hasta las trancas de su ciudad, Nueva Orleans. Como profesor está desencantado, como novelista, atascadísimo (y acuciado por su agente), y como habitante de Nueva Orleans, está harto, cabreadísimo, con una ira desatada.

La serie arranca con una entrevista que le están haciendo para la tele en la que monta una bronca fenomenal delante de su propia hija. Cuando llegan a casa, la madre le pregunta a la hija: “¿Soltó muchos tacos frente a la cámara?”. Y la hija responde: “Los normales, y terminó con una referencia clásica a un arzobispo, un pepino y un orificio”.

Para canalizar su rabia por el abandono al que Estados Unidos ha sometido a Nueva Orleans, Bernette descubre Youtube. No da clases, la novela no avanza y su mujer y su hija están ocupadas en sus cosas. Así que pasa las horas solo en casa delante del ordenador, y se convierte en portavoz de la rabia de toda una ciudad. Su primer mensaje en Youtube es glorioso. Esta es la escena. Está en inglés sin subtitular, pero he sido gentil con los que elegisteis francés en el insti y, sin cargo adicional, he traducido abajo el speech entero:

Hola, Youtube. Soy Creighton Bernette, de Nueva Orleans. Sí, seguimos aquí. Sólo quiero comentar algunas cosillas a todos los que se preguntan qué hacer con nuestra ciudad: chúpenmela. Preguntáis: ¿por qué reconstruirla? Y yo os respondo: que os den por culo. Reconstruisteis Chicago después del incendio, reconstruisteis San Francisco después del terremoto. Dejadme que os diga algo: cualquier cosa buena que pueda tener Chicago viene de otro lugar, y San Francisco es un carísimo agujero con colinas (Pausa para beber). Para Houston y Atlanta, debo decir: chupad mis peludos cojones. Habéis acogido a miles de vecinos nuestros, pero, ¿sabéis qué? Seguís siendo una mierda. Nosotros tenemos más cultura en un solo barrio que vosotros en todos vuestros enormes suburbios de crecimiento incontrolado. A Nueva York: que os den también. Fuisteis atacados por un puñado de gilipollas fundamentalistas y el dinero federal os ha llovido como pétalos de rosa. ¡Toda nuestra puta costa quedó destruida y todavía estamos esperando a que alguien nos dé un puto dólar, por el amor de dios! Pero vosotros queréis apagar Nueva Orleans, cancelar el carnaval. Pues dejadme deciros algo: el martes 28 de febrero, allí donde cojones viváis, sólo será otro gris, deprimente y asqueroso martes. Pero aquí será Mardi Gras. Fuck You, You Fucking Fuckers!

Un profesor de literatura colega de Bernette le dice que ese Fuck You, You Fucking Fuckers tiene la fuerza de todo Shakespeare. “En ocasiones, solo cabe expresar la rabia de la forma más primaria y directa posible”.

¿Cuántas veces al día sentís la necesidad de gritar Fuck You, You Fucking Fuckers?

NO FUTURE (ADDENDA)

A propósito de lo que se decía en el anterior post.

Mi amiga Ana Usieto escribe hoy un paginón sobre ‘Perdidos’ en el periódico donde ella y yo trabajamos, y en el que expresa bastante mejor que yo algunas de las cositas que pretendía apuntar en la última entrada. Atentos a esta idea:

Además, el perfil medio del espectador de ‘Lost’ coincide con personas jóvenes, habituadas a manejarse con las nuevas tecnologías e, incluso, con el inglés. La manía dobladora del audiovisual español es otro de los factores que empujan a las audiencias hacia la red. Así las cosas, la tele queda para espectadores que no pueden con los subtítulos o que se manejan poco en internet. Y, en el caso del capítulo emitido ayer, para los que querían a toda costa evitar que alguien les chafara el final a lo largo del día. Por si fuera poco, el plausible y pionero esfuerzo de Cuatro por ofrecer el capítulo en abierto, y en versión original subtitulada, solo media hora después que en Estados Unidos, no ha respondido a las expectativas.

Efectivamente, la televisión se está convirtiendo -al menos, en este lado del charco; al menos, en este lado de los Pirineos- en una cosa para viejos, carcas e iletrados. Quizá se explicaría así la deriva de la programación de la última década y cómo Belén Esteban se ha convertido en la diva más inverosímil de la historia del show business. El público joven, urbano y culto ha huido (ha sido expulsado, más bien) del territorio catódico y busca refugio en internet.

Esto supone la sentencia de muerte de la tele. Belén Esteban es pan para hoy y hambre para mañana (mucho pan, un atracón de pan, una jartá de migaza reseca, toda una panificadora que ingresa mucha pasta, pero es un pelotazo fugaz que no dejará tras de sí más que vacío). Porque el ‘target’ de Esteban, formado por gente mayor, sin recursos, sin formación y sin inquietudes, no interesa a casi ningún anunciante. No son consumidores: no se gastan el dinero en restaurantes, no compran en Zara, no se van un verano a aprender inglés a Dublín, no se interesan por casi ningún producto que no esté expuesto en los estantes del Dia de su barrio.

Con ese público puede tirar Intereconomía (de hecho, con ese público tira Intereconomía), pero una ‘major’ necesita más para sobrevivir a largo plazo. Por muy tonta que se haya vuelto la caja tonta, necesita de los listos con poder adquisitivo para mantenerse. Perdón, quiero decir: los anunciantes necesitan de los listos para poder mantenerse. Tengan en cuenta que las campañas que dejan panoja son las bonicas de BMW y de Calvin Klein. Cualquier gualtrapilla que trabaje en el departamento de publicidad de una tele puede conseguir un anuncio de estropajos de Hipercor, pero lo que un buen comercial de un medio ansía por encima de todas las cosas es firmar contratos de cochazos, rebajas de El Corte Inglés y colonias de las caras.

Sin anunciantes, no hay tele. Es así de simple. La desbandada de la inversión publicitaria -que ha obligado a fusionar cadenas y tal- se atribuye a la crisis. A lo mejor la crisis es otra, menos coyuntural de lo que muchos se piensan.

NO FUTURE

El título de la canción de los Sex Pistols me parece el más apropiado y directo. Esto se acaba, señores. Los apocalípticos han ganado a los integrados. Yo empecé siendo un integrado, me pasé a la masa gris de los ni fu ni fa y he acabado por convertirme en apocalíptico.

Qué remedio.

Los que trabajamos en la prensa tenemos el oído interno irritado de tanto oír hablar de crisis y de callejón sin salida. El oído y otras partes del cuerpo, también con forma de orificio. Se habla mucho, dentro y fuera de la profesión, del jodidísimo momento que atraviesan los periódicos en papel (todavía no salvados por la panacea digital). De la radio también se habla mucho. Pero qué poco de la televisión. Y qué jodida está.

Está tan jodida, que ninguno de los debates tradicionalmente asociados a ella tiene relevancia ya (véase: televisión pública vs. privada, documentales de La 2 vs. Jorge Javier Vázquez, servicio público vs. entretenimiento, cultura vs. pan y circo, interés de Estado vs. interés comercial, etcétera: ya nada de eso importa).

Lo que está en juego es la supervivencia misma del medio.

Se acaba de confirmar con lo que ha pasado con el final de Perdidos.

Fuera de Estados Unidos, el mundo entero ha visto Perdidos por internet. En España empezó emitiéndose en TVE, dio muchos tumbos en la programación hasta acabar desapareciendo de la parrilla. Luego fue rescatada por Cuatro. A pesar de todos los esfuerzos de marketing catódico de este canal, las emisiones registraban una audiencia discreta tirando a muy pobre, y eso que en las dos últimas temporadas se han emitido los capítulos con menos de una semana de diferencia con respecto a Estados Unidos. Eso, para las mastodónticas y vetustas televisiones españolas, ha supuesto un esfuerzo brutal. Se les notaba intención de ponerse las pilas.

Pero no era suficiente: siete días era demasiado tiempo. Para cuando Cuatro (o Fox, en las plataformas de pago) emitían el capítulo, todos los interesados lo habían visto, revisto, comentado, deglutido, vomitado y vuelto a ingerir para defecarlo y reciclar las heces en compost ecológico. Cuatro les ofrecía material muy viejo, prácticamente de desecho.

Por eso, lo que hicieron con el final era tremendamente acertado. Por fin parecían haber comprendido qué necesitaban para contrarrestar el imperio de internet.

Digo parecía, porque es difícil hacerlo peor de lo que lo han hecho.

La emisión de Cuatro fue vergonzosa, un insulto con regueldo al espectador. No cabe en ninguna cabeza que unas teles que pueden retransmitir en directo con éxito y fluidez algo tan complejo como unos juegos olímpicos o una carrera de fórmula 1 no sean capaces de ofrecer con un mínimo de calidad lo que un tipo de un pueblo de la sierra de Atapuerca con un ordenador de segunda mano y un ADSL de medio mega es capaz de hacer en media tarde.

No fueron capaces de subtitular un capítulo, cuando los “voluntarios” de la red lo tienen traducido, subtitulado, corregido y colgado en la web una hora después de su emisión en USA.

Tampoco supieron dar una respuesta a la menor complicación técnica que se les presentó.

Se comieron seis minutos y ni siquiera se disculparon.

¿Tan difícil era parar la emisión un par de minutos, colocar un cartelito de “enseguida volvemos, disculpen las molestias”, arreglarlo todo con un poco de cabeza y retomar el capítulo? ¿No había nadie con medio dedo de frente trabajando en Cuatro esa mañana? ¿Me están diciendo que un señor de pueblo con una conexión churrutera a internet puede más que una cadena de televisión nacional española?

Pues apaga y vámonos.

Pero aún hay más: no emitieron un fucking anuncio.

¿Qué hacían los comerciales? ¿Cómo no estaba la emisión saturada de marcas de colonia y de yogures para el estreñimiento? ¿Es que, de repente, a los malos malísimos ejecutivos les ha dado por el rollo zen y desprecian el vil metal? ¿Ya no quieren ganar dinero con su trabajo?

La pregunta es: ¿para qué coño han hecho esto si ni sabían hacerlo ni querían hacerlo, puesto que no han buscado anunciantes?

Se les presentó la ocasión en bandeja, tenían en sus manos arrancar una nueva estrategia que garantizara su supervivencia y pusiera un poco de coto a las descargas por las que tanto lloran. Y la han cagado, pero a base de bien.

Y esto, queridos amigos, es sintomático de enfermedad terminal: cuando fallan las facultades básicas, cuando el cuerpo ya no controla los esfínteres, cuando es incapaz de llevarse la comida a la boca sin ayuda, la cosa está muy chunga.

Si los médicos no auguran una mejora pronta, yo me inclinaría por la eutanasia.

ESTE BLOG DE USTEDES, EN LA TELE

Los chicos de Clic!, el magacín de chóbenes para chóbenes de Aragón Televisión, la autonómica suya y mía, han sacado una pequeña pieza con este blog. Gracias a Manu, el redactor del programa, y a su cámara, que se vinieron a grabar a mi leonera hogareña para descubrir el rinconcito desde el que hago esto.

Empieza en el minuto 12 del vídeo, por si quieren saltarse los preliminares.

POSTHUMOR

El otro día leí una crítica de la peli de Rick Gervais -desde el décimo dry martini de Winston Churchill y desde El sentido de la vida de los Monty Python, lo mejor que le ha pasado al humor inglés- en la que vi escrito el palabro posthumor.

Posthumor. O poshumor, no recuerdo bien. Posthumor puede ser el mago malvado de una novela fantástica (“¡Nuestras huestes de elfos arios vencerán a los hebraicos y cabalísticos secuaces del oscuro Posthumor! Los internaremos en parajes aislados y fabricaremos jabón con sus adiposidades”, diría Aguafiestor, el rey de Amarguia). O un trocito de tejido cancerígeno que el cirujano no ha podido extirpar (“Lo siento mucho: no le propondría una nueva operación para limpiar el posthumor si no se me hubiera caído la alianza de matrimonio en su abdomen en la primera. Entiéndame, debo recuperarla”).

Quizá es esa sensación de relax que te deja una buena carcajada en el diafragma, o la orina manchando tu ropa después de una jartá de reír (vulgo, mearse de risa).

Posthumor, más allá del humor.

¿Qué hay más allá del humor? ¿Alguien ha visto el final del Arco Iris?

A ver, no es que Ricky Gervais vaya más allá del humor, es que utiliza el humor como una herramienta. A él no le interesa contar un chiste, sino que el chiste ayude a modelar una historia. No se queda en el gag ni en la carcajada. Tanto en The Office como en la maravillosísima Extras, lo que busca Gervais es parodiar una sociedad patética y miserable. Un retrato del fracaso. Por eso, quien busque un repertorio de gracietas en las series de Gervais se va a llevar un chasco y, muy probablemente, acabará con mal cuerpo y maldiciendo el mundo en el que vive.

Tragicomedia, que decían Calisto y Melibea. Bueno, en realidad, lo decía la Celestina: los dos tórtolos no le acabaron de ver la gracia a la historia.

¿Saben ustedes que tenemos un posthumorista a lo Rick Gervais en España? Para mi gusto, tan bueno como Gervais. Aunque, como es español, no es ni el 5% de popular y relevante que el inglés. Mientras el autor de Extras es uno de los tíos más conocidos y admirados del orbe anglosajón, el nuestro culebrea todavía en ese terreno de nadie entre el underground (que ya ha abandonado por desborde) y el mundo de las majors (que se resisten a abrirle las puertas de par en par, y eso que estuvo nominado para un Oscar).

Se llama Nacho Vigalondo, y el hecho de que no lo tengamos hasta en la sopa y de que siga siendo un tío de culto dice muy poco de este país tan pagado de sí mismo. Nosotros somos más de Belén Esteban. Peor para nosotros.

Vigalondo es un tipo incapaz de hacer un chiste y quedarse en él: sus gags son tragicomedias, dejan un regusto amargo e incómodo. Hablan del fracaso, que es uno de esos temas universales que no se agotan, que siempre encuentran reescrituras. Sus dos primeros cortos (7.35 de la mañana y Choque) prometían lo que Álex de la Iglesia quería dar pero no era capaz.

Una de las últimas cosas que ha hecho se titula El monologuista mierder, para Muchachada Nui.

Cómo juega con la incomodidad, alargando los tiempos, machacando al pobre monologuista. Cómo convierte en pesadilla lo que parecía un gag inocente.

¿Es eso posthumor? No, señores: eso se llama talento.

ICE ROAD TRUCKERS

Estoy enganchado a una maravilla catódica llamada Ice Road Truckers, traducida al español como Desafío bajo cero y emitida -al igual que en Estados Unidos- por el Canal de Historia. Lleva tres temporadas, de las cuales he visto dos.

Es épica pura, salvaje, arrogante, brutal. Bajo el formato de un ‘reality-documental’, Ice Road Truckers cuenta la vida de los camioneros del hielo canadienses: unos tipos que se dedican a conducir descomunales camionacos sobre lagos y trozos de océano helados, en lo más crudo del invierno ártico, para transportar maquinaria pesada de explotaciones mineras y yacimientos petrolíferos, así como suministros y todo lo que necesiten esas estructuras perdidas en el lejano norte e instaladas sobre el hielo.

Esta gente curra unos pocos meses al año, mientras el hielo aguanta el peso de los camiones -que circulan sobre carreteras trazadas puliendo la superficie gélida-, y lo hace a destajo: cobran por entregas, y compiten entre sí para hacer más viajes que los demás. Conducen catorce o dieciséis horas diarias y, cuando llegan al poblado de los currelas, se emborrachan en el pub hasta que se derrumban y alguien les despierta para el siguiente viaje. Cuando despunta la primavera, los más curtidos, los que han logrado descargar más trailers en menos tiempo, se piran a Florida o a algún sitio del Caribe a fundirse en juergas y daikiris la pasta que han amasado en la noche del Ártico. Unos pocos vuelven con sus familias al sur de Canadá o a Estados Unidos, pero los más son lobos solitarios, tíos salvajes, nómadas y con un punto sociópata que gozan con el peligro y la bronca.

La vida de estos macarras podría inspirar un novelón. A Zola le habría encantado, aunque creo que le sacaría más partido uno de esos directores alemanes fascinados por la claustrofobia y por el límite de la experiencia humana. Pienso en Wolfgang Petersen y su Das Boot. A falta de una ficción a la altura, ha inspirado un estupendo programa de la tele.

Es un grupo duro que se precia de su dureza: los novatos son tratados con crueldad. Tienen que hacer muchas entregas, y hacerlas sin quejarse y sin poner cara de susto, para ganarse el respeto de los veteranos. No hay piedad para los que cometen errores que puedan averiar los camiones, y las estrictas normas de seguridad sólo son de obligado cumplimiento para los pipiolos: los veteranos del lugar pueden hacer lo que les pete, incluso carreras y adelantamientos temerarios por el hielo. Cualquier cosa con tal de joder al rival y ganarle en número de viajes.

A veces, se les estropea la calefacción a 30 grados bajo cero y a 100 kilómetros del siguiente punto de respostaje o ayuda. Y los pobres desgraciados tienen que soportar las burlas de los compañeros por la radio.

Al público yanki, obsesionado con el poderío de las máquinas y la dictadura de la ingeniería, le mola ver cómo resuelven los problemas técnicos, cómo sortean un trozo de hielo hundido y cómo hacen para medir el grosor y la resistencia de la capa helada. Yo, que soy de letras por estudios y por espíritu, me emociono mucho más con las escenas marginales: cuando los protas se bajan de la cabina y se emborrachan en el pub; cuando hablan con sus novias desde su habitación; cuando visitan al jefe del sindicato en un cuartito inmundo lleno de tablones de anuncios y de formularios; cuando se cabrean con el mecánico que les echa la bronca por no tratar bien a las máquinas…

Me dan ganas de ser un ice road trucker. Me dan ganas de tragarme mi orgullo de novato y demostrar a esos fantoches que puedo conducir mi camión 500 kilómetros por un lago helado de noche y escuchando en bucle el Flirtin’ With Disaster de Molly Hatchet.

Por desgracia, ni siquiera tengo carnet de conducir, pero me conformaría con ser el camarero del pub y decirles con el rostro ceñudo y una bayeta en el hombro que ya han bebido suficiente por esa noche y que es hora de irse al catre.

NO SE ME PIERDAN

Últimamente me topo con mucha tontunez a propósito de Perdidos. Tengo en mi mesa del periódico un libro titulado, con dos testículos, La filosofía de Perdidos. No sé si en la misma colección hay otro título sobre La filosofía del paté de olivas negras. El ABCD, que pasa por ser —y así lo pienso— el mejor suplemento cultural de la prensa española, y quizás el único que merece tal consideración, le dedicó una portada a la serie cuando se estrenó la nueva temporada.

Vamos, que hay una parte de la so called intelectualidad que está que no defeca con el paradigma (sic) que inauguran los náufragos aéreos.

Pos bueno, pos fale, pos malegro.

En el otro lado están los odiadores de Perdidos. Aquellos que no paran de gritarnos, desde su letraherida atalaya: “¡Arrepentíos, no escuchéis al falso profeta de Perdidos! ¡Bajo ese disfraz de serie cool y pretenciosa sólo hay vacío, marketing, filfa, gaseosa esbafada!”.

Pos bueno, pos fale, pos malegro.

El problema que tiene Perdidos es que no se ve con la actitud adecuada. El discurso intelectualoide que han alimentado algunos —y los propios creadores de la cosa, claro— ha cegado a alguna gente por lo general bastante lúcida y avispada.

Perdidos no puede decepcionar porque nunca prometió nada. Es una serie para ser deglutida, no paladeada.

Para que la experiencia no sea dolorosa —e incluso para que aporte cierto placer— hay que disfrutarla de la misma forma que uno se comería un whoper o que ligaría con una choni en Pachá a las cinco de la madrugada. Es decir: sin ninguna expectativa. Si te zampas un whoper pensando que estás ante un plato de tres estrellas Michelin o te metes en la cama con una perra arrabalera con piercings en las glándulas suprarrenales pensando que has encontrado un amor como el de Tristán e Isolda, la has cagado.

Con Perdidos pasa lo mismo: que no es Ingmar Bergman, cojones, que es puro y simple entretenimiento, relleno audiovisual con pornografía californiana de baja intensidad. Un chicle para engañar el hambre.

Y eso —oh, intensos del mundo— no es malo. No hay que sentirse culpable por atiborrarse de comida basura de cuando en cuando o por follar con una analfabeta poligonera con sociopatías diagnosticadas y dos tetas de silicona operadas en una clínica low cost con un crédito de Cofidis. Que en la vida no todo va a ser Brahms y trajes de raya diplomática.

Yo me trago Perdidos con gusto y sin hacerme preguntas. ¿Que ahora sale un humo negro con puños? Pos bueno. ¿Que resulta que se han inventado un templo con un samurai que habla combinando sílabas al azar? Pos fale. ¿Que pretenden hacerme creer que Hugo, con sus 700 kilos de peso, es capaz de andar cuatro horas por la selva con medio botellín de agua y dos galletas rancias? Pos malegro.

Don’t ask, just look.

A esto me refiero con el porno de baja intensidad.

Es una mezcolanza absurda de géneros, como una canción de Macaco, pero sin ser irritante: aventuras, ciencia-ficción, terror, superhéroes, la ya citada pornografía californiana… Todo a mogollón y sin solución de continuidad, con unos actores francamente malos que, por exigencias de guión, sólo saben poner cara de susto. Cada capítulo dura 45 minutos, la ración adecuada. Si durara más, sería insoportable: justo cuando la trama empieza a hacer aguas, cierran con la previsible sorpresa (noten la tentativa de oxímoron), y a otra cosa.

Como no exige esfuerzo intelectual ninguno, cuando termina el episodio pueden volver a sus lecturas (o relecturas, no quisiera ofenderles) de Jean-Paul Sartre.