
El problema de estos escritores ingleses que los españoles hemos conocido en formato amarillo anagramesco es que son tan escandalosamente pulcros y brillantes en la construcción de sus novelas que muchas veces las convierten en preciosos artefactos insulsos, en obras de ingeniería perfectamente ensambladas, altamente eficientes e inmejorablemente diseñadas, pero sin un resquicio de humanidad, sin un hálito de esa sustancia inaprensible que algunos todavía llamamos arte. O literatura.
No es el caso absoluto de McEwan en Solar, aunque el libro se ahoga al final en un exceso de alardes técnicos. Está construido en tres actos, con una estructura clásica de planteamiento-nudo-desenlace, pero, si bien el arranque es un poderoso relato en el que todo funciona y que permite abrir abismos hacia lo no dicho (hacia lo radicalmente humano) desde la ironía y la elipsis, y la segunda es una sublime demostración de músculo literario, una clase magistral de cómo narrar en varios planos temporales desde un presente acotado y anodino —un día en la vida del protagonista—, dosificando el ritmo y la tensión y empujando el lector hacia un clímax no por previsible menos intenso, el desenlace es una cagada fenomenal. La tercera parte, pura técnica de novelista, desbarata cualquier atisbo de literatura que pudiera encontrarse en el resto del libro.
Para empezar, que las novelas precisen de un cierre donde todas las tramas abiertas se resuelven es casi una grosería para con el lector inteligente. Que todos los ríos y afluentes deban confluir en un grande finale para que caiga el telón mientras empiezan los aplausos o se lea ‘The End’ en la pantalla es pueril, como si nos recompensaran por habernos portado bien y haber llegado diligentemente a la página 352 (en la edición española). Pero la necesidad de cerrar las novelas puede no tener importancia si en el empeño de cerrarlas el novelista no desbarata todo su trabajo anterior. Aquí, casi se lo carga. O quizá se lo carga del todo.
No soy refractario al canon. Hay exigencias que me parece recomendable seguir. Por ejemplo, los ingleses consideran imprescindible que una novela sea divertida. Los críticos puntúan mal las que no lo son o las que no aciertan con los chistes. Eso no pasa en el canon continental, ni siquiera en el resto del mundo anglosajón. No estaría de más que el humor fuese un criterio fundamental de evaluación de una obra literaria. Muchos tristes españoles iban a tener que espabilar con rapidez si así fuera. Pero hay otros requisitos canónicos —que no son tales, sino que más bien son rutinas comerciales, falsas creencias sobre los secretos del éxito editorial— que merecerían ser prohibidos por decreto ley.
Prohibir un precepto es otra forma de dictar preceptos, pero no me afeen el discurso señalándome paradojas, que me estaba quedando todo muy fino.
La cuestión es: Solar, de Ian McEwan. Narra en tres actos la vida crepuscular de Michael Beard, un físico que fue Nobel hace mucho tiempo pero que lleva décadas viviendo de sinecuras, asesoramientos y mamoneos institucionales. Sabe más de estrechar manos de políticos y de periodistas que de física teórica (de hecho, le cuesta ponerse al día, y se pierde en las sutilezas de la teoría de cuerdas). Con el tema del cambio climático ve un filón donde seguir exprimiendo la pródiga teta de las instituciones públicas, y se pone a dirigir un centro de energías renovables en cuya misión no cree y cuyas investigaciones solo aspira a postergar el mayor tiempo posible para eternizar su poltrona.
Como se ve, Beard es un individuo detestable, y a partir de este planteamiento, McEwan le va a llevar de enredo en enredo, con las dosis de comedia cuidadosamente medidas, gag tras gag, hasta que las distintas tramas se saturan y llegan a un punto insostenible. Todo el relato avanza in crescendo, complicando más y más la vida personal y profesional de Beard, que perpetra una mezquindad tras otra, perdiendo todas las ocasiones de redención que se le presentan.
Y eso está bien: McEwan deja claro que el personaje no se va a caer del caballo, que no tiene escrúpulos. En ningún momento nos sugiere que la resolución vaya a tener moraleja. Te lo agradecemos, Ian. Nada peor que el cuento del lobito que se arrepiente de zampar corderos.
Pero, en cambio, y por exigencias de técnica novelística pura (o de ingeniería novelística, diría yo), el libro se derrumba hacia otra moraleja, no por distinta más aceptable. Cuando las tramas se saturan, el protagonista se ve acorralado. Todo el mal que ha hecho en su vida le estalla en la cara en la escena final. Con artimañas casi chapuceras, como si se le estuviera acabando el papel, McEwan descarga sobre su protagonista un enorme castigo por todas las putadas que ha hecho en la vida. La moraleja es obvia: a todo cerdo le llega su San Martín.
Fenomenal, entonces. Los hijos de puta reciben su justo castigo. Cierro el libro y me quedo tranquilo: al final, quien la hace, la paga, nadie se sale de rositas. Arrieritos somos.
Pues no, señor McEwan, no me lo trago. Los hijos de puta rara vez reciben castigo alguno. Se les oye reírse desde sus habitaciones vip en los puticlubs de la Castellana. Nos llega el tufillo de sus puros desde el palco del Bernabéu. Nos tragamos sus discursos cada día de las fuerzas armadas. Quizá de vez en cuando alguno de estos cerdos sufre un ocasional y casi siempre fortuito San Martín, pero por lo general son gatos que caen de pie. El Michael Beard real jamás acabaría como el Michael Beard de la novela.
Y esta concesión a la justicia poética es un insulto a la inteligencia de los lectores que, día tras día, tienen que aguantar la halitosis de sus Michael Beard particulares. No está bien dar falsas esperanzas a la gente. Y peor está hacerlo con literatura mal encolada, cerrada con premura al pretendido gusto del consumidor.
Solar habría sido un libro muy interesante si Michael Beard sale ganando y las tramas se quedan en un suspense, sin necesidad de ser atadas. Pero el libro concluye, y al concluir con bajada de telón, se rebaja a un librito de circunstancias que pronto olvidaremos, en cuanto le den el Booker o alguno de esos premios tan prestigiosos.
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Off Topic.- Para huir de una ciudad que, ahora mismo, nos hace daño de tan cargada que está de risas, recuerdos y gente querida, nos largamos en un avión muy grande a un país que no tiene nada que ver con este, donde la comparación es completa y absolutamente imposible. De hecho, cuando lean esto es probable que nosotros estemos arrastrándonos ya por Barajas. Si tengo ganas y los hoteles me dejan su wifi, puede que escriba con ánimo de evasión y fantasía. Si no, espero que nos encontremos a la vuelta, con otras fuerzas y una tristeza algo más macerada y tierna. Hasta la vista.