Archivo mensual: agosto 2011

PRENZLAUER BERG

Ya nos gustó mucho la primera vez que estuvimos, y ahora nos gusta de una forma dolorosa y profunda. De todas las capitales de Europa, en ninguna me gustaría más vivir que en Berlín. Y de todos los barrios de Berlín, en ninguno nos gustaría más vivir que en Prenzlauer Berg.

Es casi una utopía urbanística: residencial y divertido, silencioso y agitado, tranquilo y vibrante. Padres jóvenes como nosotros pasean a sus cachorros en carritos y en bicis. No es raro ver a padres treintañeros acompañando hasta a tres hijos. La tasa de natalidad está desbocada aquí, parece propia del Opus. Padres jóvenes y militantemente informales (no se ve ni una corbata, ni un peinadito de ejecutivo) y hasta abuelas jóvenes que todavía exhiben trazas de algún pasado punki en sus pelos orgullosamente blancos.

Niños, niños y niños por todas partes. Y bares y tiendas y galerías de arte. Y un café que se llama Frida Kahlo atendido por una mexicana y una argentina desordenadamente alegres que no paran de reírse mientras culebrean entre las mesas y donde sueño con pasar mis tardes ociosas escribiendo en este mismo ordenador.

Prenzlauer Berg es un buen nido y la confirmación de una teoría urbanística que dice que si las ciudades se diseñan teniendo en cuenta a los niños, se convierten en armoniosamente vivibles. Y sin necesidad de montar la utopía en un extrarradio polvoriento y con cara de perro: en el mismo centro de Berlín, a veinte minutos andando de Alexanderplatz.

Quisiéramos comprar uno de los pisos rehabilitados de Prenzlauer Berg y quedarnos aquí una temporada, a ver el barrio desde nuestras ventanas, a oír a los hijos de las demás jugar en el Kindergarten, a curarnos en este sanatorio urbano.

Hoy llueve en Berlín y los edificios grises de Leipziegerstrasse parecen aún más grises y sucios. Pero nos gusta. Nos sienta bien esta ciudad.

A CADA CERDO, SU SAN MARTÍN

El problema de estos escritores ingleses que los españoles hemos conocido en formato amarillo anagramesco es que son tan escandalosamente pulcros y brillantes en la construcción de sus novelas que muchas veces las convierten en preciosos artefactos insulsos, en obras de ingeniería perfectamente ensambladas, altamente eficientes e inmejorablemente diseñadas, pero sin un resquicio de humanidad, sin un hálito de esa sustancia inaprensible que algunos todavía llamamos arte. O literatura.

No es el caso absoluto de McEwan en Solar, aunque el libro se ahoga al final en un exceso de alardes técnicos. Está construido en tres actos, con una estructura clásica de planteamiento-nudo-desenlace, pero, si bien el arranque es un poderoso relato en el que todo funciona y que permite abrir abismos hacia lo no dicho (hacia lo radicalmente humano) desde la ironía y la elipsis, y la segunda es una sublime demostración de músculo literario, una clase magistral de cómo narrar en varios planos temporales desde un presente acotado y anodino —un día en la vida del protagonista—, dosificando el ritmo y la tensión y empujando el lector hacia un clímax no por previsible menos intenso, el desenlace es una cagada fenomenal. La tercera parte, pura técnica de novelista, desbarata cualquier atisbo de literatura que pudiera encontrarse en el resto del libro.

Para empezar, que las novelas precisen de un cierre donde todas las tramas abiertas se resuelven es casi una grosería para con el lector inteligente. Que todos los ríos y afluentes deban confluir en un grande finale para que caiga el telón mientras empiezan los aplausos o se lea ‘The End’ en la pantalla es pueril, como si nos recompensaran por habernos portado bien y haber llegado diligentemente a la página 352 (en la edición española). Pero la necesidad de cerrar las novelas puede no tener importancia si en el empeño de cerrarlas el novelista no desbarata todo su trabajo anterior. Aquí, casi se lo carga. O quizá se lo carga del todo.

No soy refractario al canon. Hay exigencias que me parece recomendable seguir. Por ejemplo, los ingleses consideran imprescindible que una novela sea divertida. Los críticos puntúan mal las que no lo son o las que no aciertan con los chistes. Eso no pasa en el canon continental, ni siquiera en el resto del mundo anglosajón. No estaría de más que el humor fuese un criterio fundamental de evaluación de una obra literaria. Muchos tristes españoles iban a tener que espabilar con rapidez si así fuera. Pero hay otros requisitos canónicos —que no son tales, sino que más bien son rutinas comerciales, falsas creencias sobre los secretos del éxito editorial— que merecerían ser prohibidos por decreto ley.

Prohibir un precepto es otra forma de dictar preceptos, pero no me afeen el discurso señalándome paradojas, que me estaba quedando todo muy fino.

La cuestión es: Solar, de Ian McEwan. Narra en tres actos la vida crepuscular de Michael Beard, un físico que fue Nobel hace mucho tiempo pero que lleva décadas viviendo de sinecuras, asesoramientos y mamoneos institucionales. Sabe más de estrechar manos de políticos y de periodistas que de física teórica (de hecho, le cuesta ponerse al día, y se pierde en las sutilezas de la teoría de cuerdas). Con el tema del cambio climático ve un filón donde seguir exprimiendo la pródiga teta de las instituciones públicas, y se pone a dirigir un centro de energías renovables en cuya misión no cree y cuyas investigaciones solo aspira a postergar el mayor tiempo posible para eternizar su poltrona.

Como se ve, Beard es un individuo detestable, y a partir de este planteamiento, McEwan le va a llevar de enredo en enredo, con las dosis de comedia cuidadosamente medidas, gag tras gag, hasta que las distintas tramas se saturan y llegan a un punto insostenible. Todo el relato avanza in crescendo, complicando más y más la vida personal y profesional de Beard, que perpetra una mezquindad tras otra, perdiendo todas las ocasiones de redención que se le presentan.

Y eso está bien: McEwan deja claro que el personaje no se va a caer del caballo, que no tiene escrúpulos. En ningún momento nos sugiere que la resolución vaya a tener moraleja. Te lo agradecemos, Ian. Nada peor que el cuento del lobito que se arrepiente de zampar corderos.

Pero, en cambio, y por exigencias de técnica novelística pura (o de ingeniería novelística, diría yo), el libro se derrumba hacia otra moraleja, no por distinta más aceptable. Cuando las tramas se saturan, el protagonista se ve acorralado. Todo el mal que ha hecho en su vida le estalla en la cara en la escena final. Con artimañas casi chapuceras, como si se le estuviera acabando el papel, McEwan descarga sobre su protagonista un enorme castigo por todas las putadas que ha hecho en la vida. La moraleja es obvia: a todo cerdo le llega su San Martín.

Fenomenal, entonces. Los hijos de puta reciben su justo castigo. Cierro el libro y me quedo tranquilo: al final, quien la hace, la paga, nadie se sale de rositas. Arrieritos somos.

Pues no, señor McEwan, no me lo trago. Los hijos de puta rara vez reciben castigo alguno. Se les oye reírse desde sus habitaciones vip en los puticlubs de la Castellana. Nos llega el tufillo de sus puros desde el palco del Bernabéu. Nos tragamos sus discursos cada día de las fuerzas armadas. Quizá de vez en cuando alguno de estos cerdos sufre un ocasional y casi siempre fortuito San Martín, pero por lo general son gatos que caen de pie. El Michael Beard real jamás acabaría como el Michael Beard de la novela.

Y esta concesión a la justicia poética es un insulto a la inteligencia de los lectores que, día tras día, tienen que aguantar la halitosis de sus Michael Beard particulares. No está bien dar falsas esperanzas a la gente. Y peor está hacerlo con literatura mal encolada, cerrada con premura al pretendido gusto del consumidor.

Solar habría sido un libro muy interesante si Michael Beard sale ganando y las tramas se quedan en un suspense, sin necesidad de ser atadas. Pero el libro concluye, y al concluir con bajada de telón, se rebaja a un librito de circunstancias que pronto olvidaremos, en cuanto le den el Booker o alguno de esos premios tan prestigiosos.

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Off Topic.- Para huir de una ciudad que, ahora mismo, nos hace daño de tan cargada que está de risas, recuerdos y gente querida, nos largamos en un avión muy grande a un país que no tiene nada que ver con este, donde la comparación es completa y absolutamente imposible. De hecho, cuando lean esto es probable que nosotros estemos arrastrándonos ya por Barajas. Si tengo ganas y los hoteles me dejan su wifi, puede que escriba con ánimo de evasión y fantasía. Si no, espero que nos encontremos a la vuelta, con otras fuerzas y una tristeza algo más macerada y tierna. Hasta la vista.

VADILLO, EL REDENTOR

¿Me permiten ustedes que distraiga el tedio y la tristeza de este insoportable  midsummer escribiendo sobre la actualidad? Hace mucho que no lo hago y me apetece comprobar si sigo siendo capaz de hilvanar dos ideas con sentido. Además, voy a hablar sobre actualidad local o autonómica, algo a lo que tampoco me dedico con mucha frecuencia ni entusiasmo. Pero la ocasión lo merece.

Mientras en casa vadeábamos ríos de horror conradiano en busca de nuestro particular coronel Kurtz, en el mundo cultureta aragonés estallaba una tormenta de verano de intensidad media. Bien es sabido que el PP ha desalojado al PSOE en el Gobierno de Aragón, que controlaba en coalición con el PAR desde 1999. Luisa Fernanda Rudi formó su ejecutivo con los primeros calores veraniegos y nombró consejera de Cultura a Dolores Serrat, una política bregada y fiel al partido que había sido su portavoz en el Ayuntamiento de Zaragoza durante los últimos años. Serrat debía nombrar a los dos directores generales que gestionan las dos grandes áreas de su competencia: Patrimonio y Cultura. Para el primero, escogió a Javier Callizo, un polémico ex consejero de Cultura bajo cuyo mandato empezó uno de los culebrones más vergonzosos y escandalosos de la historia reciente de Aragón, el del Teatro Fleta: un edificio de altísimo valor arquitectónico y simbólico que fue destruido y en el que se han dilapidado cientos de millones de euros en operaciones turbias sin que, más de una década después, se haya llegado a una solución.

Colocar a Callizo de director general de Patrimonio ya era algo así como poner a Nerón a dirigir los bomberos. Pero el nombramiento que más polémica ha causado ha sido el de director general de Cultura. Para este cargo, Dolores Serrat ha confiado en Humberto Vadillo, un personaje poco conocido hasta ahora fuera de los círculos peperos, pero muy significado ideológicamente.

Hasta aquí los antecendentes para foranos.

Humberto Vadillo es colaborador de Libertad Digital y era muy activo en el mundo de los blogs y las redes sociales. Y es en internet donde la gente ha leído sus opiniones sobre los asuntos que, como alto cargo responsable del diseño, planificación y gestión de las políticas culturales del Gobierno de Aragón, va a tratar y sobre los que va a tener —o tiene ya— poder de decisión.

Como Daniel Gascón ha escrito en un artículo muy medido y razonable sobre el tema, Vadillo es un hooligan, uno de esos personajes a los que ciertas cadenas de radio y TDT nos han acostumbrado en la última década. Hay veces que sus opiniones ni siquiera parecen tales y no pasan de ocurrencias ofensivas o ladridos desentonados. Niega con supuestos chistes la existencia de la lengua aragonesa, y cuestiona, contra toda prueba filológica, que se hable catalán en Aragón, pero lo más importante es que secunda o jalea ese runrún machacón contra los titiriteros. Desprecia a los artistas, a los músicos, a los cineastas y a los escritores, y por sus artículos (¡sobre cultura!) en Libertad Digital se puede deducir que ignora por completo cualquier manifestación cultural contemporánea y que, para él, el arte murió con las vanguardias históricas.

Su forma de despreciar el mundo de la cultura es grosera y altanera, más propia de un taxista o de un legionario retirado que de alguien que aspira a ser tomado en serio en ámbitos de responsabilidad. Y todas sus opiniones han sido expresadas con contundencia y reiteración desde mucho antes de su nombramiento, por lo que los ciudadanos hemos de entender este como una declaración de intenciones por parte del Partido Popular. Como casi siempre, el medio es el mensaje: cuesta mucho creer que Dolores Serrat o Luisa Fernanda Rudi no estuvieran al tanto de las aristas del perfil de Humberto Vadillo antes de proponerle para el cargo que ocupa. Pero, si no lo estaban y aspiran a que los ciudadanos en general y los culturetas en particular nos creamos que van a gestionar la res publica con seriedad, respeto y sentido del decoro, harían bien en rectificar este nombramiento y buscar a una persona competente, razonable y que sea capaz de sostener opiniones fundadas y sensatas sobre las materias que va a gestionar. Seguro que no falta gente así en las filas del partido o en sus aledaños. A mí, sin pensar mucho, se me ocurren varios nombres que serían bien recibidos.

Por otro lado, el nombramiento de Vadillo ha venido acompañado por una investigación abierta al Festival Luna Lunera, sobre el que el PP asegura tener sospechas de varias irregularidades en su gestión. Que se investigue y que se depuren las responsabilidades que hagan falta, por supuesto. Con el dinero público no se puede jugar ni un poco. Pero no deja de sorprenderme que, habiendo tantos frentes posibles por donde atacar, el PP haya decidido empezar por cuestiones culturales de muy poca enjundia. Habiendo aeropuertos sin aviones, empresas públicas de oscuro funcionamiento, asesores muy bien pagados de ignota función y operaciones especulativas a gran escala y más bien turbias sobre las que no se da ninguna explicación, extraña que empiecen a morder por trozos tan periféricos y prescindibles.

Será que les tenían ganas a los titiriteros. Será que han visto llegado el momento de cobrarse su venganza o de dar a sus hooligans un poco de carnaza para que se entretengan un rato. Una parte no despreciable de la base electoral del PP gozará viendo sufrir a esa farándula que se figuran hipersubvencionada, decadente y sodomita. Aplaudirán el castigo a Nabucodonosor y clamarán por una limpieza bíblica y ejemplar.

No seré yo quien defienda sin peros un mundo cultural que, efectivamente, ampara a individuos y prácticas eminentemente corruptas o, cuando menos, parásitas de las instituciones públicas. Creo que es necesario un cambio valiente y profundo en la forma en que el gobierno autonómico (o los gobiernos autonómicos, no creo que haya mucha diferencias de unos a otros) se relaciona con el mundo de la cultura y lo promueve o subvenciona. Hay mucho trabajo por hacer y muchas inercias enfermizas y caciquiles que podar, pero precisamente porque el trabajo es complicado y exige sondas de profundidad, no se puede encargar a alguien que carece de la sensibilidad y las habilidades políticas y sociales necesarias. No necesitamos a un hooligan, sino a personas discretas, competentes y trabajadoras, que conozcan a fondo el terreno que pisan y sepan desactivar las minas que hay en él. Necesitamos artificieros, no bombarderos.

Sólo nos queda confiar en que, pasado el entusiasmo inicial tras las elecciones, el PP se reacomode como el partido convencional y perpetuador del sistema que es cuando gobierna (o cuando lo hace sin presiones). Nos queda confiar en que se rindan a la realidad y que esas mismas inercias se acaben imponiendo a los ladridos de quienes nos quieren salvar de nosotros mismos. Porque yo sigo prefiriendo un sistema corrupto, imperfecto y perfectible que una utopía diseñada por redentores de espada y puño en la mesa.

NINGUNA ESTRELLA MENOR

Agnes Daroca, ilustradora, artista, diseñadora, ex asistente a alguno de mis talleres y creo que, ahora, también autora de literatura infantil, me envía este dibujo que hizo para mi hijo Pablo. Emocionado —y con permiso de Agnes—, lo comparto con ustedes.

EN EL GUIÑO DE UNA MUCHACHA

La pena no es compacta ni estable. Es huidiza como el mar. Le influyen las fases de la Luna y la rotación de la Tierra y los eructos de magma y los accidentes de buques petroleros. A veces, la pena es seca y fría, como un poso en el fondo de una taza sin fregar. A ratos, se calienta y hierve. Cambia de forma, de textura y de intensidad, pero nunca se ausenta. Es un fluido nuevo que debo asimilar en mi cuerpo. Tengo que vivir con él como vivo con mi sangre o con mi linfa o con mi saliva.

Hasta hoy, la pena me había paralizado. No podía escribir una sola línea. Pero hoy han salido varias cosas publicadas sobre la muerte de mi hijo. Tres que yo sepa. Si alguien ha hecho algo más, por favor, que me lo diga. Una es de Antonio Aramayona, en un artículo aparecido hoy en El Periódico de Aragón (se puede leer aquí). La otra es del fiel lector de mis chorradas David L. Cardiel, a quien no tengo el gusto de conocer fuera del mundo internáutico (leer aquí). La tercera ha salido en un blog titulado Pretérita e imperfecta, de cuya anónima autora creo sospechar la identidad, pero no me atrevo a aventurarlo ().

Quería agradecer el gesto a todos los que han mostrado algo de cariño por lo que estamos pasando, por este dolor y esta ausencia que lo llenan todo —incluida la avalancha de comentarios recibidos en el blog y las decenas de correos electrónicos que no he podido contestar y que seguramente no podré responder nunca—. Pero el motivo de este post no es ese. O, al menos, no es el motivo principal. Si he salido un rato de mi madriguera de silencio es para hacer algo que rara vez hacemos los padres que pasamos por algo así.

Los agradecimientos suelen reservarse para los momentos triunfales. Se agradecen los premios, no las nominaciones. Se agradece el esfuerzo siempre que conduzca a la victoria, pero se ignora en la derrota. Hoy, desde la derrota, y en nombre también de mi chica, quiero mostrar públicamente mi gratitud a las doctoras Carlota Calvo, Ana Carboné, Ascensión Muñoz y Carmen Rodríguez-Vigil, así como a los médicos residentes a su cargo y a los enfermeros, enfermeras y auxiliares de la Unidad de Oncopediatría del Hospital Miguel Servet de Zaragoza. Asimismo quiero expresar mis más emocionadas gracias a las doctoras Teresa Olivé e Izaskun Elorza y al resto del equipo médico a su cargo en la Unidad de Trasplante Hematopoyético del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona, así como a las enfermeras y auxiliares. Gracias por vuestra entrega más allá de las exigencias que marcan los usos profesionales, gracias por vuestra sabiduría, por vuestro esfuerzo, por vuestro talento y por vuestra sensibilidad. Gracias por poner a disposición de nuestro hijo todos los recursos, técnicas y conocimientos que la ciencia médica más avanzada puede ofrecer hoy en día. Sabemos que hemos estado en las mejores manos, pero el monstruo era demasiado grande y fuerte. Sabemos que se ha hecho todo lo posible y que si Pablo, en vez de ser el hijo de unos periodistas lo hubiera sido de Bill Gates, no habría recibido mejores cuidados ni tratamientos.

Tenemos una sanidad pública excelente que estamos a punto de echar a perder de manera irremediable, y no somos conscientes de lo grave que esto puede ser. Me arde el corazón cada vez que un energúmeno ignorante vocifera la palabra copago o despilfarro o qué me sé yo, agitando, en el mejor de los casos, unos titulares biliosos y mentirosos o unas estadísticas demagógicas. Se opina con mucha ligereza de algo demasiado importante, y muchos de los que más gritan harían un favor al mundo introduciéndose sus palabras por el recto, bien hondas.

Cuando tenga más fuerzas, me gustaría abrir otro debate, tangencialmente relacionado con este, dado que afecta a las políticas sanitarias, pero quiero aprovechar que las hordas de grupies papales están ya tomando posiciones en Madrid para proponerles una cosa: que se acerquen a mí, pero no escudados en internet o en un nick cobarde, ni parapetados detrás de un púlpito en forma de medio de comunicación, ni desde el micrófono con el que animan sus cotarros. Sentados frente a mí, cara a cara. Les pediría que me mirasen a los ojos y me explicasen por qué mi hijo ha tenido que padecer varios días de dolores insoportables antes de morir, a pesar de la morfina y de todas las drogas paliativas que le administramos. Que me digan por qué mi hijo agonizó durante días ante la mirada impotente de sus padres. Que me digan por qué a mi hijo se le negó una compasión que cualquier veterinario ofrece a las mascotas moribundas.

Les escucho, pero que esgriman sus razones mirándome a los ojos.

Mientras espero esa explicación, me quedo escuchando viejas canciones de Springsteen, que es el único que consigue darme un poco de calma en estos tiempos. Escucho —y de ahí el título de este post— la vieja Glory Days. Son tres historias de losers, de gente que perdió su oportunidad y, mientras intenta asimilar su condición, aprovecha cualquier momento para evocar sus días de gloria, aquellos que se entreveraban en el guiño de una muchacha (“in the wink of a young girl’s eye”).

Y ahora, también, escribo. Entre las muchas frases entrecortadas de llanto que he escuchado estos días resuena una que me dijo: “Escribe, no dejes de escribir. Si no escribes, estarás en las últimas de verdad”.

Escribo, luego sigo en pie.

SILENCIO

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Cesare Pavese).

Ha venido y no tenía tus ojos. Ha venido y no tenía ojos.

Ha venido.

GRACIAS

Estoy apabullado por las muestras de cariño tanto de los amigos como de los lectores desconocidos y de los que habéis pasado por aquí. No puedo ni pretendo responderos a todos, pero sí quería dejar constancia de mi gratitud y de la de toda mi familia. No son días felices, sigo sin saber cuándo volveré al blog, pero no descarto usarlo como divertimento para evacuar parte de la pena por la vía del humor o, simplemente, de la de escribir de asuntos que nada tengan que ver con mi dolor.

Sigo aquí. En silencio. Esperando lo que nadie quiere esperar. Con los dientes apretados, sin poder dormir.

Pero no me olvido de este rincón que tantas veces me ha salvado de la asfixia. No me olvido de lo bien que corre el aire por aquí, de lo libre y sencillo que me siento en este espacio ni del cariño desinteresado y anónimo que he recibido en él.

Gracias. Espero volver pronto aquí. Quizá mañana. Quizá no.