Archivo mensual: abril 2011

GOYTISOLO, EL SABIO VELOZ

Vaya por delante mi admiración hacia la obra de Juan Goytisolo, hacia su propia persona y hasta hacia su calva, por la que pasaría gustoso un décimo de lotería del Niño si el incomprendido -aunque reiteradamente premiado- prócer de las letras me lo permitiera. Queda dicho para que luego no me vengan sus grupies a llamarme sucio huevón envidioso: este texto no va contra Goytisolo, que bastante tendrá el pobre con intentar escribir en paz en la ruidosa ciudad que habita. Este texto es mofa, burla y befa de una jocosa crónica aparecida hoy en El País ().

Antecedentes: hay un atentado en Marrakech. Alguien en El País -probablemente, Juan Cruz- grita a la sección de Internacional: “¡Hay que llamar a Goytisolo, que vive al lado!”. En la sección de Internacional responden: “¿Goytiqué?”. Aclarada la confusión inicial, y desfibrilado el corazón de Juan Cruz, que se ha taquicardiado con la reacción de los becarios de Internacional, alguien recibe la ingrata tarea de charlar con Goytisolo y llenar cuatro columnacas con sus palabras.

Bien, hay muchas formas de cumplir esta tarea, y la que hemos visto publicada es probablemente de las más indignas, pues hace quedar a Goytisolo como un mamón y un esclavista. Y ya es mala pata hacer quedar así a los amigos.

Para empezar, resulta que Goytisolo “estaba trabajando” cuando estalló la bomba. Joder, qué casualidad: a los escritores las cosas siempre les pillan trabajando. Nunca les pillan en plena sodomía o defecando en un parterre. Los escritores siempre trabajan. Quizá por eso yo nunca pasaré de escribidor, porque las cosas siempre me sorprenden hurgándome la nariz.

Dejemos de lado que Goytisolo, minutos después del atentado, ya tiene clara la autoría y la finalidad. Es un intelectual, no se esperaba menos de él. Lo que me sorprende es este párrafo:

Goytisolo explica que, al oír la explosión, envió inmediatamente a alguien a la calle a recabar información. “Volvió a la media hora y me dijo que había habido una explosión de bombonas de gas en el café Argana”. Eran las primeras hipótesis. El novelista tardó poco en acercarse en persona al lugar del suceso, situado a unos 200 metros en línea recta de su hogar, pero al que debe llegar callejeando por la medina. “Al cabo de media hora fui a la plaza. La gente del zoco, casi todos conocidos míos, decía que había explotado algo, una bombona de gas, una bomba…”. La situación todavía era muy confusa.

A ver si me aclaro: Goytisolo oye una bomba explotar y “envía a alguien”. ¿A quién? Lo ignoramos, y esta ocultación suena turbia. No sólo porque nos da mal rollo imaginarnos que el escritor tiene “alguien” permanentemente a su servicio y lo bastante lacayuno como para no merecer una mención más explícita, sino porque es incapaz de salir él mismo a ver qué pasa. Ve tú, querido, viene a decir, que si hay jaleo prefiero que partan tu cara, que es mucho menos popular y reconocida que la mía.

El misterioso emisario -suponemos que embozado en una capa española y con un sombrero de tres picos- regresa al cabo de media hora con las primeras informaciones. Entonces, Goytisolo decide salir. Dice que está a 200 metros, pero que recorrer esa distancia le lleva otra media hora (el doble que a su emisario, al que le ha bastado media hora para ir, enterarse de lo que pasa e informar a su amo: ya sabemos quién conoce mejor los atajos de la medina). Es decir, que, por lo menos, ha pasado una hora desde que oyera la explosión que se ha producido al ladito de su casa hasta que ha visto los destrozos. Qué tipo más curioso: mientras las hordas marroquíes se lanzan en desorden a cotillear la desgracia ajena, Goytisolo se lo toma con calma, como si la cosa no fuera con él, probablemente fastidiado de que le hayan interrumpido a mitad de una metáfora genial. Y el redactor apostilla que, más de una hora después del atentado, la situación seguía siendo “muy confusa”. Por dios, una hora después ya se conocían los detalles hasta en Pyongyang, no me jodan.

Lento pero seguro, el prócer alcanza la plaza y observa el escenario de la tragedia. En resumen, según El País: mucha policía, muchas ambulancias y muchos turistas haciendo fotos.

Revelador testimonio. Estremecedor, incluso. No me extraña que le dediquen casi una página, porque nos aporta una versión inédita, fascinante e inimaginada de lo que fue el atentado. Cómo se nota que es un novelista y que ve la realidad con ojos distintos a los del resto.

Para rematar la crónica, este parrafito:

El español más conocido de Marraquech teme que, junto a las otras consecuencias, el atentado perjudique a la industria local del turismo, de la que viven buena parte de sus vecinos.

No, perdonen ustedes, señores de El País: el español más conocido de Marrakech es catalán y se llama Guardiola. O Iniesta, si me apuran. Pero dejando esta cuestión al margen, noten la sutil capacidad de análisis del escritor y como prevé posibles daños para el turismo, algo que a nadie se le hubiera ocurrido.

Lo reitero: no me meto con Goytisolo, que el hombre bastante haría con atender la llamada, sino con el relleno fatuo y paleto de casi una página que no aporta absolutamente nada. Y luego se extrañan de que no se venden periódicos.

Espero que no me tachen de frívolo si dejo que el resto de la vida siga y hable aquí de cosas no cancerígenas.

Como el libro que me acabo de terminar: El día de mañana, de Ignacio Martínez de Pisón.

No hace mucho, en una reputada librería, un editor me elogió a Martínez de Pisón como “ese escritor que encuentra siempre la frase exacta, la forma de decir precisa, que no puede ser dicha de otra forma”. La conversación viró en ese momento a otros temas y me quedé con las ganas de expresar mi desacuerdo. Si lo que el editor quería decir era que Martínez de Pisón es un esteta del lenguaje, un proustiano colocador de mots justs, nada más lejos de la realidad: Pisón es prosista (y no proustista) en toda la extensión del término. Sí que es -y quizá a esa virtud aludía el editor-, en cambio, un narrador despiadadamente eficaz, que sabe subordinar el efectismo del lenguaje a la estructura del relato y a la comprensión de la acción narrada.

Por eso parece que las novelas de Pisón son tan fáciles, que fluyen tan risueñamente, cuando en realidad son artefactos literarios complejísimos y muy bien engrasados, en los que cada tuerca y cada rosca cuenta.

A mí Pisón me gusta cada vez más. Es un escritor que crece sin salirse de su forma de entender la literatura -que, en su caso, no creo que pueda desgranarse en una poética- y, a la vez, sin anquilosarse en una fórmula que ha demostrado que conecta con el público. No se repite y, a la vez, sigue haciendo lo mismo. Y en El día de mañana ha alcanzado una cumbre: ha escrito una de sus mejores obras, si no la mejor hasta la fecha. Es un narrador en estado de gracia, en la plenitud de su oficio, y da gusto disfrutarlo.

Alguna vez he dicho que Pisón es un escritor transversal, en el sentido de que es capaz de satisfacer a los paladares literarios más refinados, como el de Vila-Matas, y de colmar las ansias pequeñoburguesas de las abonadas al Círculo de Lectores. En ese sentido, es una rara avis, es casi un escritor francés, una especie de Houellebecq recatado -a veces, porque cuando le da por ponerse guarro, sabe hacerlo bien-. En esta novela combina una estructura muy compleja con una narración muy fluida. No se le ven las tramoyas: el relato avanza sin dificultad por un laberinto de voces y narradores que alteran el punto de vista cada pocas páginas hasta formar un caleidoscopio que, en otras manos, sonaría a barullo, pero que en las suyas aparece claro y ordenado.

El día de mañana cuenta la historia de Justo Gil Tello, un emigrante aragonés que llega a Barcelona en los 60 y acaba convirtiéndose en chivato de la brigada Político Social de la policía franquista y en cabecilla ultraderechista en la transición, y lo hace a través del testimonio de las personas que le conocieron y trataron desde su llegada a la ciudad hasta su muerte. Justo, por tanto, es una ausencia, un fantasma del pasado en las vidas de todos ellos: toda la novela está armada sobre algo que no es y que para algunos fue a medias o de una forma muy difusa. El resultado es una especie de documental en el que se trata de desentrañar el enigma de la vida de Justo.

Porque Justo es un misterio para todos los que le conocieron: la multiplicidad de los puntos de vista hace que el personaje tenga varias caras, todas incompletas, todas interesadas. Para unos es un hijo de puta; para otros, un hijo ejemplar; para algunos, un vivillo, un paleto o un trepa. Cada narrador atisba un poquito de la verdad, y sólo el lector, al disponer de todos los puntos de vista, puede comprender y juzgar al personaje. Nos ahorramos, así, la molesta moraleja tan cara a la literatura que trata del pasado reciende de España.

Temáticamente, El día de mañana es un descenso a los infiernos, una caída progresiva del personaje que, al final, se redime en cierta forma, dando una forma canónica al relato. Pero su redención no basta: el mal que ha hecho es demasiado grande y él mismo facilita su castigo.

Hay una cosa que me ha gustado mucho, y que me suele gustar mucho de Pisón en general: la presencia de la ciudad, que acaba convertida en un personaje más. La relación y descripción de lugares reales dan vida a Barcelona, que palpita como algo más que como un escenario. Sin tensiones ni remansos poéticos, por el puro frenesí del relato, la ciudad acapara buena parte de la atención y va mutando, de territorio hostil en los años de la llegada del emigrante, a territorio de conquista y escondite en los tiempos posteriores.

Una obra mayor de un escritor en racha. Y transversal, no lo olviden: pocos escritores pueden presumir de gustar por igual a un catedrático de Epistemología y a una maruja de Parla.

QUIÉN TIENE LA COLA MÁS LARGA

Nuestros días han cambiado. Son días putos, días de encierro, días de miedo. Pero también de esperanza. Apenas me llegan bocanadas del mundo exterior, y las que consiguen acariciar el pecho no alcanzan para que expire algo en este blog, en este cuadernito de apuntes que por fuerza he de dejar un poco abandanado.

Las condiciones del trasplante de Pablo nos obligan a un régimen de vida aún más espartano que el que llevábamos. Ya no trabajo, he delegado o pospuesto todas mis tareas. Sólo mantendré mis artículos del Heraldo. Ni siquiera sé qué diantres pasa con mi nuevo libro, ya me preocuparé a la vuelta, si es que he de preocuparme (mi concepto de preocupación ha cambiado sensiblemente). Durante el tiempo que dure esto, durante estas espero que no muy largas semanas, tengo que volcarme exclusivamente en Pablo, en consolarle y abrazarle en ese cubículo aséptico en el que le hemos encerrado junto a la ladera del Tibidabo. Como en la canción de Loquillo, pero con un dolor real, no con los sentimientos impostados y de producción estandarizada de la música pop.

Intentaré pasarme por aquí cada pocos días a dejar un hatadito de palabras, aunque es posible que muchas veces no tenga nada que contar.

Nada que contar aquí. Nada que me atreva a contar aquí.

Porque sí que estoy contando en otro lugar de este ordenador al que ustedes no tienen acceso.

Pienso en la paternidad. Y, a veces, escribo sobre ella.

Pienso en la paternidad como una mancha de sangre. Pero no, esto no lo van a entender. Necesitan leer todo lo demás para entenderlo, y no estoy seguro de que vaya a dejar leer todo lo demás. Quién sabe. Primero tendré que entender qué mierdas estoy escribiendo, para qué y para quién.

En realidad, para quién, no. Eso lo tengo claro: el destinatario de mis palabras es mi hijo.

Hoy he tenido el día libre. Cris y yo nos alternamos en turnos de 24 horas para el cuidado de Pablo -no podemos estar los dos a la vez con él- y, una vez sacudido el olor de hospital y dormida una preceptiva siesta, si hay fuerzas, en nuestros días libres salimos a dar una vuelta por Barcelona. Hoy era Sant Jordi. Hoy había colas, unas colas como no veía desde la Expo de Zaragoza.

Grupis de la firma, coleccionistas del garabato. No entiendo cómo un escritor normalito, del montón, se presta a participar en Sant Jordi. Les ves ahí, junto a su cartel modestito, con el boli inactivo entre los dedos y una sonrisa pasotil de lo-importante-es-participar. Con la cabeza alta, dejan que la tinta del boli se seque y la pila de sus libros se mantenga estable mientras la masa humana le olisquea sin detenerse. “Este no es famoso, cari, a mí no me suena de ná”.

En otras casetas, los Punset, los Javier Sierra, las Almudena Grandes y los Javier Cercas compiten por ver quién tiene la cola más grande. Los escritores del montón ni siquiera entran en la competición: castrados, no tienen cola que enseñar.

Porque la cosa va de longitudes y grosores. Hay tipos que congregan masas sedientas de un garabato suyo. Y en Sant Jordi hay mucha gente predispuesta a las colas. En cuanto se detecta una cola larga, menudean los codazos: “Hosti, tú, mira qué larga es esa, seguro que está ahí el Buenafuente o el Gabilondo o el Jiménez del Oso”. Y corren a hacer la cola más grande. Las colas grandes son como imanes que atraen a más gente que hace más grande la cola. Gente que, estoy convencido, no sabe para qué cojones está haciendo cola.

Es lo que toca: marchar todos juntos, y yo el primero (o en el lugar que me toque en la fila, sin armar escándalo) por la senda promocional.

Qué jartá de gente, de verdad.

Por eso a mí me dan ternura los miembros del pelotón que piensan que lo importante es participar, que se sienten felices por el solo hecho de pasar un día en la calle agasajado por dos o tres amigos libreros. Les envidio: no sé cómo soportan las colas que se forman frente a Eduard Punset. Yo les barrería con una metralleta si fuera ellos. Yo soy muy mirado para mi cola y no aguantaría que se constatara en público que Punset la tiene mucho más larga que yo.

Yo no firmaría en Sant Jordi si no me garantizan una cola de igual tamaño que la de Almudena Grandes. Que contraten a tipos, que recluten a yonquis de Callejeros, que regalen dosis de metadona a quien se ponga en mi cola, pero que no me luzca pequeñita y arrugada ante el fenomenal poderío de Almudena. O de Punset, eso sí que sería humillante: un anciano con la cola grande no es algo grato de ver.

Tras un paseo por las Ramblas y el Paseo de Gracia, me siento como si hubiera visto un maratón de porno gay: he contemplado muchísimas colas y no he participado en los tocamientos de ninguna de ellas. Así que, saturado de fornicie, he cogido el metro y me he vuelto a nuestro piso franco, donde he instalado el internet con el que escribo esto y me he puesto a leer a Francisco Casavella. El día del Watusi, una laguna imperdonable en mis lecturas que relleno estos días. Es una literatura brutal, salvaje e hipnótica. Barcelona años 70. Violencia, rumba y sexo sin lavar. Una maravilla que se disfruta mejor en la ciudad en que fue engendrada y en cuya acción transcurre.

Una lástima que Francisco Casavella no esté vivo para firmar en este Sant Jordi. Es el único escritor por cuyo autógrafo me comería una cola. Y seguro que la suya era entretenida y en ella se daría de beber.

En El día de Watusi leo una frase que a partir de hoy voy a tomar como divisa vital:

La tarea consiste en demostrar que este mundo puede ser doloroso, hasta infernal, pero no es serio.

Desde mi dolor y desde mi infierno, lo suscribo. Esto no es serio.

Y TODO ES VANIDAD

En contra de lo anunciado, no voy a estar el domingo firmando ejemplares de mi recién horneado libro. El lunes a primerísima hora de la mañana tenemos que estar en Barcelona para empezar la preparación del trasplante de Pablo, así que aprovecharemos para viajar el domingo con calma y, si hace bueno, pasear y comer en la Barceloneta, que nos vendrá bien airearnos un poco.

En cualquier caso, creo que quienes no puedan esperar, podrán encontrar el libro en las casetas de Portadores de Sueños, de Cálamo o de la Fnac. Pregunten, que en alguna estará, y prometo añadirle una firma en cuanto se pueda. En la presentación, sin ir más lejos.

Aquí estoy yo, parapetado tras el primer ejemplar que ha salido de mi caja:

Me he quedado bastante tranquilo al saber que a Pablo le ha gustado y que lo ha destrozado con confianza y familiaridad. Eso es síntoma de que tiene un pase:

A quien he visto menos convencido es a mi tocayo Sergio Navarro, el editor del microsello Anorak Ediciones (en cuya colección Eclécticos sale El restaurante favorito de Nina Hagen). Observen su cara de desgana y su profundo disgusto. Ni siquiera se ve el título del libro:

Aviso para despistados: este libro no es mi novela. Esa tardará aún en hacerse presente. Ya iré informando. El restaurante favorito de Nina Hagen es una miscelánea. La nota de contra, para que se hagan una idea de qué va la vaina, dice así:

«Me llamo Sergio y soy adicto a los gofres con chocolate. Sólo con choco­late. Nada de natas, nada de helados, nada de mermeladas ni de siropes. Gofre con chocolate. Y hoy he recaído».

Este no-libro no te cambiará la vida, no aspira a cambiártela. No hay en él verdades reveladas, no aprenderás a hacer nada y no te convertirás en alguien mejor ni peor de lo que ya eres. Este relleno y su autor se complacen en ser inútiles y aspiran a alcanzar la inutilidad perfecta y absoluta o, al menos, un tipo de inutilidad que escandalice a los vicepresidentes de la CEOE y que esté tipificada en el Código Penal.

Sobre la obra de Sergio del Molino han dicho:

«Entre las frases puede escucharse una música que confunde a W. G. Sebald con los historiadores grecolatinos, un ritmo que oscila entre la audacia de los periodistas y la inventiva de los fabuladores». Hilario J. Rodríguez, Abc

«Una escritura muy cuidada, consciente, sin pedantería ni rebuscamiento». José Giménez Corbatón, Heraldo de Aragón

«Entre el suicidio, la destrucción y el asesinato, sus personajes siempre caminan por la cuerda floja». Juan Jacinto Muñoz Rengel, RNE (Radio Nacional de España)

«Sus mundos son sólidas arquitecturas que el lector visitará sin notar que pasa de su edificio mental a otro literario, artístico, mágico inclusive». Julio Espinosa, Literaturas.com

«Sin pelos en la lengua y con una imaginación y una meticulosidad desbordantes a la hora de construir personajes». Óscar Pérez Perruca, Zona de Obras

Seguiremos informando.

EL DÍA QUE QUISE SER DEL PP

Antes de nada: muchísimas gracias por todas vuestras palabras. Espero que en unos meses podamos celebrar algo mucho mejor. Vuestro cariño nos da fuerzas.

Pero ahora, si me lo permiten, y por consideración con ustedes, retomaré el hilo del blog. Y dado que pronto nos mudaremos una temporada a Barcelona y los contenidos de este rincón se volverán asquerosamente cosmopolitas, postmodernos y propios de cantautores uruguayos con sombrero borsalino —estoy pensando en escribir el blog en inglés por hacerlo más barcelonés y todo—, voy a escribir una última entrada localista y deprimentemente provinciana. Para ir soltando lastre y quitándome el pelo de la dehesa.

Ayer estuve en un acto del Partido Popular. Sí, no me miren así, uno tiene que velar por su futuro y el de su familia, y está claro que con ustedes no hago carrera ni me compraré jamás un chalecito en La Moraleja. El candidato a la alcaldía de Zaragoza por ese partido, Eloy Suárez, montaba un sarao para exponer a los culturetas oficiales de la ciudad el apartado cultural de su programa. Inexplicablemente —así de mal asesorados estarán— uno de los miembros del “selecto grupo de la elite cultural zaragozana” (sic, según el texto de la convocatoria) era yo, un tipo que dice muchos tacos, se amodorra en el sofá con capítulos repetidos de The Office y ni siquiera es capaz de apreciar la belleza de los goles de Messi o de distinguir a un delantero centro de un tiesto con geranios.

Y no sólo eso: una vez en el acto resultó que dicho selecto grupo éramos los de siempre (LDS, para abreviar, que somos postmodernos). Algunos buenos amigos, otros excelentes conocidos y varios allegados de bares de copas. Con escasas diferencias —la salvedad de unos cuantos entes tan significados con los socialistas que su modo de vida podía peligrar seriamente si se dejan ver en una movida del PP—, la misma “elite cultural” que es invitada a los saraos municipales del PSOE gobernante. Se confirma, pues, que el bipartidismo sólo lo es en apariencia, pues a la hora de la verdad los dos partidos no sólo dicen lo mismo, sino que se lo dicen a la misma gente. Al menos, en lo que a materia cultural se refiere. Entre Intereconomía y La Sexta sólo media una cuestión de gusto o de modulación de la voz.

En cualquier caso, se agradece la invitación, especialmente porque venía cursada por Sebastián Contín, concejal popular en el ayuntamiento y persona de la que me constan su afabilidad e inteligencia, aunque sólo nos tratemos por mail.

No me quedé a los canapés, así que no sé si la cosa se animó luego, pero el acto consistió básicamente en El Candidato leyendo unas cuartillas ante el silencio soporizado de la concurrencia. Leyendo cansinamente y sin gracia, sin demostrar ni por casualidad el más leve interés por lo que se estaba comunicando.

Tras una larguísima introducción llena de consabidísimos lugares comunes (tan comunes que ya son casi lugares prostitutos), se desgranaron los cinco puntos fundamentales del programa cultural. Cinco puntos que se resumen en uno: el PP no tiene un programa cultural para la ciudad, tan sólo una serie de propuestas inconexas que de tan generales e indefinidas pueden ser apoyadas por cualquiera. Hasta la CNT podría hacer suyo ese programa, ya que habla de cositas tan mínimas que nadie puede contradecir.

Es verdad que no hay parné y que no están los tiempos para proponer nada, pero, ¿de verdad que no hay nadie en el PP capaz de articular un proyecto cultural para desarrollar en cuatro años de gobierno? Aunque luego no se cumpla. Aunque luego, en el improbable caso de que ganen las elecciones, se vean obligados a desdecirse: con echarle la culpa al PSOE, que dejó las arcas vacías y el ayuntamiento hipotecado, santas pascuas. Pero que digan algo, por dios, especialmente en un momento en el que el PSOE ha agotado su crédito como gestor cultural y se ha cargado todo aquello que merecía la pena en la ciudad. Lo tenían a huevo: se trataba de disparar a un paquidermo moribundo y fofo, cualquier pequeña cosita bien fundamentada habría sido mejor que lo que hace ahora el ayuntamiento.

Pero ni por esas: estos no cazan ni con las presas borrachas y enjauladas.

Las dos propuestas destacadas fueron crear una Casa de la Jota Aragonesa y pintar las cúpulas del Pilar que están todavía sin pintar. Agüita. No sólo son dos propuestas que podrían haberse planteado en 1962 o en 1916 (o en 1750, si me apuran), sino que son tan laterales y coyunturales que no merecen figurar en programa electoral alguno, salvo como relleno al final.

Yo sabré muy poquito de estas cosas, pero lo suficiente como para tener claro que un programa cultural debe plantearse varias preguntas:

-¿Para qué y a quién sirve un programa cultural? No es lo mismo hacerlo pensando en los ciudadanos que en los productores, y si se piensa en los productores —algo que no debiera hacer una administración pública, pero en fin—, en qué parte de ellos: los empresarios o los creadores.

-¿Qué objetivos se persiguen y qué papel ha de jugar la administración en su consecución? ¿El de un mecenas? ¿El de un facilitador? ¿El de un divulgador? ¿El de un censor y guardián de las buenas costumbres? ¿El de un aplaudidor?

-¿De qué medios se disponen para esos objetivos o de qué forma se van a pertrechar de ellos?

-Y por último, una vez se tienen claras las respuestas a estas preguntas: ¿qué propuestas concretas, y en qué calendario, van a plasmar en la práctica esa estrategia teórica?

No se engañen, en el PSOE tampoco saben nada de esto. Del resto de los partidos, no sé, porque no me han invitado a saraos similares, pero no tiene pinta de que sepan. Lo que contó Eloy Suárez, enumerando una serie de ocurrencias a vuelapluma (que si haremos un festival de cine, que si montaremos un recital de poesía…) no es un programa cultural. Y eso que algunas de las ocurrencias desgranadas, justo es que lo diga, proceden de algunos textos míos. Al menos dos de los puntos presentados son ideas que he argumentado en artículos, como se han encargado de hacerme saber. Y, por mucho que me halague o que me irrite, que tanto da, no puedo dejar de notar que mis ideas no están pensadas para que se incorporen a un programa electoral, porque no tienen entidad suficiente para eso. Son, más bien, materia de debate público y, si han de inspirar algo, que sean medidas concretas, no relleno mitinero.

A mí me ha quedado claro: la política cultural les importa lo mismo que a mí la victoria de la selección española en el mundial. Okeis, lo pillo, de acuerdo. Pero, en ese caso, dejémonos de liturgias vanas que sólo aprovechan a los que van preguntando qué hay de lo suyo, que somos todos muy mayores. Pasen de la cultura, que daño no les ha hecho. Es preferible que la ignoren a que intenten adormecerla con sus arrumacos paternales. Y no soy de los que piensan que la mejor política cultural es que no haya política cultural. No, mi anarquismo es hogareño: creo que una administración local —la estatal o la autonómica, quizá no tanto— puede hacer mucho por mejorar y dar lustre a estos asuntos, especialmente porque trabaja a pie de obra, desde la perspectiva que interesa, la ciudadana. Pero no así. Para este viaje sobran tantas alforjas.

Qué desilusión, yo que iba dispuesto a dejarme seducir por la retórica del PP… Fui en caballo y todo, para escenificar mi propia caída de Saulo de Tarso. Nada me habría gustado más que salir de allí vestido con un buen traje de sastre, fumándome un puro dominicano —cubano, ¡jamás!— y con la promesa de un carguito modesto pero bien retribuido en algún oscuro organismo semipúblico. Pero no ha habido manera. Tendré que seguir probando con otros partidos.

TÚNELES

La metáfora del túnel es recurrente, manida, sobada, vieja, inútil. Un cliché sin significado alguno.

Pero certera.

El túnel te impide ver lo que hay fuera y no deja que los demás te vean. El túnel es incómodo y no ofrece alternativas: no hay más remedio que caminar con la esperanza de encontrar la salida. No hay desvíos ni atajos: una sola ruta posible y oscuridad. Por él avanzamos como mulos con anteojeras, automatizados, con la mayor parte del cerebro apagado, alerta la zona del reptil, ese núcleo de pura supervivencia, esos impulsos eléctricos que te mantienen de pie y que guían tus rutinas de militar espartano, día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto.

El túnel es una metáfora que no significa nada, como tampoco significan nada el infierno ni lo dantesco. Y, sin embargo, las usamos porque parece que con ellas se nos entiende un poco.

Y una mierda. No se puede entender con clichés. No puedo decir que vivo en un infierno porque no sé qué es un infierno, no puedo imaginármelo.

Para transmitir lo que vivo debo contar lo que vivo de la forma más precisa y neutra posible. Lo haré. Ahora sé que lo haré. A ratos lo estoy haciendo ya. Pero no será ahora ni en este espacio ni en este tiempo.

Por seguir con los clichés resobados: cuando sales del túnel, la luz te hace daño a los ojos y la brisa hiere tu piel. Parpadeas, te palpas la ropa y las carnes, y poco a poco vas redescubriendo los aromas, los sabores, los colores y las texturas del mundo exterior. Todo tu cerebro vuelve a funcionar a pleno rendimiento y el núcleo reptiliano se aletarga. Vuelves a reconocer el placer y, también, el dolor.

Porque en el túnel no se siente dolor. Lo reconoces luego. En el túnel avanzas y sobrevives.

Fuera del túnel redescubres esa vida que parecía tan lejana, esos amigos con los que ya sólo sabías llorar y todas esas pequeñas risas que hacían grandes tus días. Hay cosas que ya nunca será igual, pero no tardas en darte cuenta de que todo puede volver a ser bastante parecido. En muchos aspectos, mucho mejor incluso.

No he contado casi nada de lo que hemos vivido en el túnel. He preferido escribir de otras cosas. Unos pocos amigos y allegados, los que no habéis podido estar en la primera línea de la batalla —no los que no han querido estar, perdiendo desgraciadamente el título de amigos, si es que alguna vez lo tuvieron: ustedes sabrán, pero procuren no acercarse nunca más a mí, por favor—, habéis sido informados con unos larguísimos mails periódicos en los que intentaba transmitir, con asepsia y serenidad, las últimas noticias de nuestra mierda. Los demás no han sabido nada. O muy poco.

A esos les puedo contar ahora que lo hemos pasado muy mal. En septiembre, como muchos lectores de este rincón sabéis, a mi hijo Pablo le diagnosticaron una leucemia que resultó ser especialmente grave, con muy mal pronóstico y en un estado avanzado. Tan avanzado que los médicos pensaban que podía morir antes de recibir la quimioterapia: su cuerpo estaba tan afectado que creían que en cualquier momento podía colapsarse en un fallo multiorgánico.

Afortunadamente, no fue así. Se le pudo administrar el tratamiento y pareció ir bien al principio. Aunque la primera respuesta fue catalogada de lenta, pronto lograron una remisión completa que consigné aquí con mucha alegría.

Más tarde, la cosa se complicó. Mucho incluso. El tratamiento no daba resultado y las expectativas se fueron cerrando. Ingresos hospitalarios larguísimos y temporadas de dolor. Cada noticia era peor que la anterior. No es este el momento ni el lugar de detallar todo esto, y es difícil que alguien que no ha pasado por ello pueda siquiera imaginárselo. Sólo diré que la situación llegó a estar más que negra, y que agotamos todos los cartuchos que la medicina actual tiene en su canana.

Pero con la última bala, literalmente con la última bala, acertaron. Aunque había pocas posibilidades y el método empleado era no exactamente experimental, pero sí muy poco ortodoxo y sin apenas antecedentes en la literatura médica, lograron una remisión completa que permite a nuestro hijo recibir un trasplante de médula.

Por suerte, tenemos un donante genéticamente idéntico a Pablo y ya nos han confirmado la fecha en la que va a tener lugar. El proceso que queda es todavía largo, pero nos abre muy buenas perspectivas.

Estamos felices, nos sentimos fuera del túnel, aunque sabemos que aún debemos recorrer un trecho de él. Y si he escrito esto tan aparentemente impúdico y con el pecho tan aparentemente descubierto no sólo es para agradecer el cariño de aquellos de vosotros que no conozco personalmente, pero que me habéis arropado sin saber a ciencia cierta qué ocurría en nuestro pequeño y mísero mundo, sino también para decirle públicamente a ese donante del que no sabemos nada más aparte de su código genético, que no tendremos años ni palabras ni bienes ni besos en nuestras vidas para agradecérselo. Muchas gracias, estés donde estés y seas quien seas.

Y a ti también. Gracias por todos esos mensajes de cariño que no he podido ni sabido contestar. Envolveos en este genérico abrazo hecho de palabras en este rincón que tan bien habéis sabido hacer vuestro y que desde hace cinco años ahoga mis penas y amplifica mis alegrías.

Gracias.

NO PARECE UN LIBRO MÍO

¡Tacháaaaaaaaaaaaaaaaaan!

He aquí, en rigurosa exclusiva, la portada de El restaurante favorito de Nina Hagen, mi nuevo libro. El diseño y la ilustración son obra de Ariel Soliz, un artista boliviano afincado en este lado del charco mucho más inteligente y sensible que yo, ya que ha sabido transformar mis ideas primigenias, burdas y balbuceadas en breves ráfagas alcohólicas, en esta maravilla naïf, con la trama gruesa y los colores saturados, con ese rojo tierra y sucio dominando la composición.

Yo le dije: “Quiero que la portada transmita la idea de pereza, de inutilidad, de desidia, de pasotismo extremo”. Y le propuse algunos delirios que fueron convenientemente desechados. La idea, vinculada con Nina Hagen y cierto punk aristocrático, era de un fin de fiesta, de paisaje devastado después de la diversión, y manejamos variaciones de habitaciones desordenadas y sucias para transmitir ese efecto. Al final, Ariel se inclinó por tunear esta foto tomada en una casa semiabandonada. Creo que yo he tenido un sofá idéntico en alguno de mis muchos domicilios.

El resultado es punki-hogareño. La combinación que buscaba.

Con esta portada, como comprenderán, no importan las mierdas que yo haya podido escribir dentro. Sobran las palabras, especialmente las mías. El libro es relleno para que la portada se sostenga.

Este 17 de abril, el próximo domingo, si nada lo impide, estaré firmando ejemplares en la avenida de Independencia de Zaragoza, en la caseta de Anorak Ediciones, un ratito por la mañana y otro por la tarde. Si se pasan, prometo ir correctamente vestido, pero no prometo estar sobrio si han pasado unas cuantas horas y me han traído muchas bebidas.

Estamos cerrando una presentación muy especial en Zaragoza. En un sitio muy original donde nunca se ha presentado un libro. Habrá música en directo y me presentará una queridísima y admiradísima amiga que me ha hecho el honor de aceptar el ingrato papel de decir algo agradable de mí en público y que suene creíble. Más adelante cerraremos presentaciones en Madrid y Barcelona, pero eso está en el aire.

Iré informando a lo largo de esta semana. Espero que os guste (la portada, digo, del libro ya sé que diréis que es una mierda).

EL OTRO

¿De verdad nos indigna tanto el articulito de Salvador Sostres en El Mundo (que, por cierto, se puede seguir leyendo en un montón de sitios. Entre otros, aquí mismo)? Yo no creo que haya para tanto sofoco, la verdad, aun a riesgo de que la fiscalía me mande una citación. En inglés hay un término, que nosotros traducimos por exageración, pero que es más específico y concreto: overeaction. Sobrerreacción, una reacción desproporcionada a un estímulo.

A ver, lejos de mí sacarle la cara, no vaya a ser que me la partan a mí también: la violencia me repugna tanto como a ti. Probablemente mucho más que a ti. Cualquier tipo de violencia, salvo la simulada en los videojuegos. No soporto ni siquiera los gritos ni a la gente exaltada que escupe al hablar. Me incomodan y repugnan mucho los taxistas, que son de los seres más violentos que conozco, no te digo más. Pero creo que el debate sobre la violencia hogareña contra las mujeres hace tiempo que se salió de madre.

En primer lugar, porque varios años de presión social y de reformas legales y de campañas gubernamentales se están mostrando completamente ineficaces. Las políticas para reducir los accidentes de tráfico son un éxito, pero las encaminadas a reducir los asesinatos de mujeres hacen aguas. A pesar de todo el griterío y de todas las fiscalías y de todos los grupos especiales de policías y de todas las medidas de protección y de todos los artículos y reportajes publicados y de toda la presión social y de toda la repulsa ciudadana y de las canciones de Bebe y de todo, todo y todo, el número de mujeres asesinadas por sus presuntas parejas se mantiene más o menos estable año tras año. Las reducciones son mínimas y los asesinos y maltratadores siguen asesinando y maltratando con la misma intensidad. Aumentan las denuncias, pero no decrecen las víctimas.

Esto supone un fracaso evidente de una política de Estado que involucra a algunas de las instituciones más poderosas y representativas de la sociedad civil. Pero, en lugar de asumir ese fracaso y de debatir qué otros enfoques podrían adoptarse para ser más eficaces, es mucho más fácil culpar al machismo ambiente y a opiniones más o menos aberrantes que se leen y se escuchan en los medio, judicializándolas si es preciso.

Ana María Pérez del Campo, presidenta de la Federación de Asociaciones de Mujeres Separadas y Divorciadas, ha llegado a insinuar que la publicación de artículos como el de Salvador Sostres puede provocar que las mujeres no se atrevan a denunciar. Sinceramente, me parece que se atribuye a este artículo en especial y a toda la prensa en general un poder y una influencia que está muy lejos de tener.

Sostres ha pecado de torpeza y de no saber, aparentemente, dónde estaba expresándose. Efectivamente, no importa que repita hasta tres veces que no justifica el asesinato de la mujer. Da igual. Las tribunas periodísticas no están para estas cosas, sino para lo blanco o lo negro. Los grises morales no encajan, no se entienden, molestan.

En el fondo, lo que plantea Sostres no es muy distinto de lo que planteaba la filósofa Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo. Sí se puede criticar a Sostres es por no haberlo hecho con la elegancia y claridad de Arendt y no entender que ciertos debates no se pueden abrir en ciertos foros.

Me explico.

La estrategia fundamental que se sigue con la violencia de género es parecida a la que se siguió contra el nazismo. En realidad, todas las estrategias de deslegitimación de algo que se quiere erradicar de la sociedad, ya sean los nazis, los maltratadores de mujeres o los terroristas etarras, han seguido una misma pauta desde mediados del siglo XX: la deshumanización. Para excluir esa lacra (por emplear un lenguaje periodísticamente aceptable) se tienen que romper todos los posibles puentes de empatía que haya con sus protagonistas-culpables. Y, para ello, hay que demostrar que no son humanos, que no son como nosotros, que no sienten como nosotros. Y esto se puede conseguir a base de mensajes machacones y persistentes, inculcando el miedo al otro y el miedo a ser asimilado como “el otro”. El otro es el infierno, lo no humano. Los humanos somos nosotros, y si asumimos que ellos no se mueven por impulsos humanos, sino que su maldad procede de otra dimensión, no sólo estaremos a salvo de ellos, sino que estaremos en disposición de eliminarlos y de apartarlos para siempre del conjunto de los humanos. Para volver al redil de la humanidad tendrán que reasumir su condición humana, lo que implicará que rechacen tajantemente su pasado inhumano y lo asuman como tal.

Ya lo hizo Francisco de Goya en Los fusilamientos. Al pintar al pelotón de fusilamiento de espaldas y como un solo bloque deshumanizó a los franceses, los convirtió en una máquina de matar demoníaca e incomprensible, los despojó de cualquier sentimiento humano y, por tanto, cercenó cualquier atisbo de empatía hacia ellos. No se podía adoptar el punto de vista de los franceses porque los franceses no eran humanos y sus emociones y sentimientos eran absolutamente incomprensibles para un humano. No había comunicación posible.

Esta estrategia se ha seguido siempre, cada vez de forma más sistemática y eficaz. El cine ha presentado a los nazis como “bestias pardas” monolíticas e indiferenciadas. Los etarras son igualmente monstruos. Cualquier persona que intente ver a estos elementos como humanos y que intente ponerse en su piel para entender por qué hacen lo que hacen se convierte inmediatamente en sospechosa: ¿qué quieres comprender?, le preguntarán. No hay nada que entender, recházalo y punto. E y punto quiere decir y punto: no vale rechazarlo y, acto seguido, en otro nivel de discurso, analizar sus motivaciones o buscar explicaciones. No, el rechazo se sirve solo, no puede ir acompañado de nada que pueda servir para dar una imagen humana de lo que, a fin de cuentas, es un ser humano.

Esto es propaganda que puede ser útil —aunque en el caso de la violencia contra las mujeres se está viendo que no lo es mucho— para conseguir los objetivos de deslegitimación social, pero que no sirve para debatir y que resulta inaceptable para pensar con seriedad.

Lo que Hannah Arendt vino a decir fue: “No se engañen, los nazis son tan humanos como usted y como yo, no son monstruos del averno, no son fieras incomprensibles, son seres que sienten, ven, oyen y piensan como usted y como yo”. Es, de nuevo, el discurso del judío del Mercader de Venecia: “¿Acaso si me pincháis, no sangro?”.

Parece obvio, pero desmontar una propaganda tiene su precio. Si asumimos que los nazis —o los etarras, o los maltratadores— son tan humanos como nosotros, tendremos que asumir también que nuestra posición de fortaleza moral es muy frágil y que cualquiera puede caer del lado de los so called monstruos. Es más, dice Arendt: el totalitarismo no es una imposición externa a los individuos, los alemanes no fueron sus víctimas, sino sus propiciadores, y lo propiciaron atendiendo a sus impulsos humanos. El horror del nazismo, insiste, es que estaba integrado por pacíficos y civilizados señores de clase media que, simplemente, hacían su trabajo y cumplían con su deber. Sin conspiraciones, sin santos griales, sin hipnosis de masas.

Entender que el horror está en nosotros y que habita en una casa con jardín y no en una oscura mazmorra con chispas y fuego desbarata cualquier propaganda. Entender esto nos permite adoptar el punto de vista del nazi, del etarra y del maltratador, ya que sus emociones e impulsos no son distintas de las nuestras. Visto así, el infierno no parece tan incomprensible, y la grandeza moral no reside en rechazarlo —honestamente: rechazar el infierno y señalar a los malos no es tan difícil—, sino en saber conservar nuestra integridad moral cuando sea preciso. Arendt nos preguntaba a todos: ¿están seguros de que, en unas circunstancias sociales parecidas a las de la Alemania de los años 30, ustedes, tan demócratas, tan antifascistas, tan puros de corazón, no se convertirían en los nazis más exaltados? A todos nos gusta pensar que, llegado el caso, ayudaremos a nuestro vecino judío y lo esconderemos en el desván, pero es mucho más probable que seamos los que lo denunciemos a la Gestapo.

El cine de Michael Haneke y parte de la literatura de Elfriede Jelinek tratan de eso, y no es casualidad que los dos sean austriacos, es decir, ciudadanos de un país que no ha resuelto su pasado nazi.

Concluyendo: ¿podemos entender a un maltratador y al mismo tiempo condenarlo? Podemos, claro que podemos. Sólo con un ejercicio de hipocresía podemos decir que no comprendemos el mecanismo de un crimen pasional. ¿O no entendemos la literatura de Patricia Highsmith? Si los policías que investigan los crímenes no entendieran las motivaciones que llevan a los asesinos a matar no podrían justificar sus móviles. Y para entender una motivación no hay más remedio que empatizar con el otro, que ponerse en su lugar. ¿Cómo dan los detectives de Seven con el asesino en serie? Pensando como él, sintiendo como siente él, poniéndose en su lugar. Pero no se convierten en él: entender a alguien no implica compartir ni aceptar lo que ese alguien hace.

Ahora bien, está claro que una tribuna periodística no es el sitio para estos debates. Para eso está la literatura y los libros de filosofía. No le pidan peras al olmo, por dios.

GURÚ, ¿CÓMO QUIERES MENTES PURAS?

La búsqueda de Google normas twitter da 36,2 millones de resultados.

Entre los resultados de la primera página, estos:

10 normas de seguridad para usar Twitter en el aula | tecnoTIC.com

La búsqueda en inglés Twitter rules es mucho mejor: 544 millones de resultados (teniendo en cuenta que Twitter rules significa tanto “normas de Twitter” como “Twitter manda”).

Vamos, que no es difícil concluir que el público está ávido de instrucciones de uso de ese coso llamado Twitter, y que, por suerte, los expertos en la materia son abuntantísimos. Ojalá hubiera habido tantísimos gurús del futbolín en mis años de mocedad, pues nos hubiéramos ahorrado muchas peleas y diatribas: según los barrios o las pandillas, era lícito hacer la ruleta, o no valían los goles marcados con la defensa, o no se podía tirar hacia atrás. Cuántos ojos morados y cuántas amistades truncadas se habrían evitado de haber tenido la misma información sobre lo que se puede y no se puede hacer que tenemos los tuiteros.

Cuesta creer que una cosita tan sencilla necesite de una regulación jurídica mucho mayor que la del Código Penal, el Código Civil, el Código Canónico y la de la Ley de Enjuiciamiento Civil juntos. En serio: escribir frasecitas y darle al enter no puede ser tan complicado. Entender a Wittgenstein es complicado y requiere años de estudio; entender Twitter está al alcance de cualquier púber y requiere media hora de trasteo para dominar todos sus arcanos. O, al menos, para desenvolverse con soltura en un nivel de usuario.

Uno de estos mandamientos:

No hay que molestar a los otros twiteros enviando mensajes constantemente. Resulta cansador y ocupa demasiado espacio y atención. Si se tiene tanto que decir quizá sea mejor un blog.

Cansadora y hasta faeminadora es la obsesión de los gurús por optimizar (sic) nuestro éxito en Twitter. Por lo visto, hay gente que cobra por recomendarnos que no es bonito tuitear mientras cagamos y describir en el tuit el aroma y la textura de nuestro output intestinal, o que es de buena educación responder a quienes nos hablan. Algunos son menos obvios y nos llaman malos tuiteros por seguir a gente inadecuada, que no aporta información o que cuenta su vida en vez de retuitear artículos del Financial Times, y hasta nos riñen por contar chistes en Twitter o por no ponernos todo lo solemnes que cabe esperar de unos profesionales responsables.

Pero los gurús no se conforman con ordenar nuestra conducta: reflexionan sobre ella y su sentido. Un tuitero que además es periodista, ¿es antes periodista o tuitero? ¿Habla en nombre de su empresa o de sí mismo? ¿El tuitero, nace o se hace? ¿Twitter es uno y trino, como su nombre indica? ¿Hay un tuitero en la luna, junto al gallego aquel? ¿Influyen los tuiteros en la excepcional e imparable racha del Barça, o acelerarán su decadencia? ¿Los 140 caracteres de los tuits están pensados para cerebros poco evolucionados como el de Leire Pajín?

La diferencia con los gurús de lo cotidiano es que estos son apestados sociales que reparten papelitos por las calles, mientras que los gurús de Twitter dan charlas en el MIT, tienen blogs en elmundo.es y venden a las empresas carísimas estrategias de marketing en internet.

Cuando José María Íñigo (el gran José María Íñigo, prodigio de voz, poderosa presencia escénica, refinada educación à la ancienne) se hizo de Twitter muchos le seguimos tras darnos cuenta de que su único propósito era contar un montón de chistes por minuto. Un bombardeo masivo de humor blanco y tierno que a unos pocos miles de personas, al parecer, nos hace mucha gracia. Pero no se la hace a los expertos de la cosa de Twitter. Una seguidora pronto tuiteó: “Por favor, que alguien le explique a este abuelito (sic y resic) que Twitter no es para contar chistes viejos”. Son los mismos que se indignan de que Bisbal o Paquirrín tengan cuenta en Twitter, como si la cosa no fuera gratuita y sencilla. Vamos, hombre: si Bisbal y Paquirrín se manejan con los 140 caracteres, el asunto no puede tener mucho misterio, no creo que precise de catedráticos ni doctores en la materia.

¿Para qué es Twitter, queridos expertos? ¿Por qué José María Íñigo es peor tuitero que uno de esos plastas que se pasan la vida poniendo enlaces de charletas de marketing de tres al cuarto? Son preguntas retóricas, aviso, no sea que haya un gurú en la sala dispuesto a hacer una presentación en Power Point (o en su equivalente de Apple) explicándomelo.

La Polla Records, en su glorificado disco Salve, tenía una canción titulada El gurú, cuya letra sigue siendo válida para los gurús de la interné:

¿No te bastó ver haciendo el imbécil a los hippies?
¿No ves que tenemos desequilibrio y neurosis?
¿Cómo quieres mentes puras si cagamos juntos?

TIRARSE EL PISTO

Entre los placeres recobrados con la vuelta al hogar está el de cocinar. Y hoy cocino algo que para mí es primavera pura y brotes de infancia.

Hoy me estoy tirando el pisto.

El pisto manchego es uno de mis platos favoritos y una de esas creaciones culturales que justifican una civilización y dan testimonio de su sensibilidad, de su inteligencia y de su capacidad para construir la felicidad a partir de los elementos que se encuentran más a mano.

Mi pisto es una versión modificada del que aprendí de mi madre y, como todos los platos sencillos, sólo lo es en apariencia, pues requiere mucha práctica dominar sus secretos y alcanzar lo sublime en su ejecución. Como todos los platos de pastores, exige mucha paciencia antes y después de comerlo: se equivocan quienes lo quieren convertir en fast food. Es una comida que, si se hace bien, se adapta mal a las imposiciones urbanas.

Después de haber hecho miles de pistos (tal vez millones) he llegado a la conclusión de que hay dos secretos fundamentales para conseguir uno que merezca llevar el apellido de La Mancha: la destreza con la tabla y el cuchillo y el control de la temperatura y de los tiempos de cocción. El objetivo es que el pisto se convierta en una especie de compota cuyos ingredientes, aunque sean visibles, no destaquen en la boca y formen un sabor integrado e irreductible. Para conseguir eso hace falta una cocción lenta y muy paciente. Cuanto más bajo esté el fuego y más tiempo permanezca en la sartén, mejor saldrá.

Mi receta, que no es de las más ortodoxas, es esta:

Lamino unos dientes de ajo y los doro sobre un chorro generoso de aceite de oliva. En muchos sitios de La Mancha y de Castilla siguen utilizando ajos enteros que sirven en el plato sin pelar. Es una vieja costumbre posadera para ganarse la confianza del cliente y que éste sepa que se han usado ajos de verdad y no le han engañado. Yo apelo a la confianza del comensal y no le dejo ver los ajos, que se pierden en el refrito. Ahora, en temporada, añado unos ajetes tiernos troceados, que le dan un aire más primaveral. Cuando están dorados, incorporo una cebolla de Fuentes bien picada. En cuanto se empieza a pochar, pimiento rojo y pimiento verde en dados similares a los de la cebolla. En cuanto se ablandan, los calabacines en dados algo más gruesos. Añado sal y dejo que se poche lentamente. Cuando ya todo está un poco integrado, añado el tomate triturado (sé que la ortodoxia pide tomates pelados en dados, pero yo soy más cómodo y me gusta más la textura que deja el triturado de lata). Corrijo de sal, muelo una buena cantidad de pimienta, remuevo y dejo que se haga a fuego muy lento. A media cocción añado un chile cortado en dos, para que le dé un toque picante y más americano a un plato que, a mi entender, es muy americano (excepto la cebolla y el ajo, todos sus ingredientes proceden de América y no existían en la Península antes del siglo XVI). Yo veo el pisto un poco mesoamericano y creo que se puede gozar hasta el éxtasis embutido en unas tortillas de maíz con unas tiras de pollo frito, al puritito estilo mexicano.

Pero como más me gusta es alla maniera tradicional: con su huevo frito, en plato hondo y con un buen y recio pan al lado. Es un plato vegetariano, pero para vegetarianos muy machos, más para toros que para gacelas.

En el sur de Francia tienen una versión llamada ratatuille, uno de los pilares de la cocina provenzal y occitana y leitmotiv de una famosa peli de Pixar. Pero el ratatuille, que he tenido el placer de disfrutar en tascas de la vieja Niza, tiene diferencias conceptuales importantes con el pisto manchego, y no sólo por el repertorio de ingredientes (que incorpora la a mi entender molesta y disonante berenjena). El pisto es más bien una compota en la que prima la textura melosa y compacta, mientras que el ratatuille respeta los puntos de cocción de las verduras y tiende a presentarlas casi al dente, con lo que se convierte más bien en una especie de parrillada sui generis y no en un guiso reducido y sin fisuras.

Pasa lo mismo con las fritadas que se comen en Aragón y en casi toda la Ribera del Ebro: son equivalentes al pisto sólo en apariencia. No sólo porque muchas de ellas llevan patata, sino porque también tienden a respetar la esencia de los ingredientes. El pisto no respeta nada, es comunista puro: la individualidad de cada una de las verduras queda totalmente destruida en beneficio del conjunto. Esa es su grandeza. Un pisto no se puede deconstruir: un pisto está unido o no es pisto. Y de ahí que el rojo sanguinolento predomine en el plato. El pisto es totalitarista y sofoca en tomate cualquier conato de disidencia gustativa.

El pisto para mí es primavera y una de esas cosas que me ligan a una especie de tradición familiar. Lo aprendí de mi madre y se lo vi hacer a mi abuela muchas veces. Lo he modificado a mi gusto, pero respetando lo heredado, porque, como le pasa al crítico gastronómico de la peli Ratatuille, su sabor, su aroma y su textura son mi pura infancia, son parte de mi yo irreductible, de ese mínimo repertorio de cosas que jamás podré romper sin romperme a mí mismo para siempre.

Que aproveche.