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ESTA SEMANA, EN MADRID…

Todos ustedes serán bienvenidos. Y les recuerdo que Tipos Infames también vende vino, por lo que se abrirán unas botellas para brindar. Les espero.

MAQUIAVELO Y EL ELEFANTE

Qué daño nos hizo Maquiavelo. Qué daño nos hizo Shakespeare. Qué daño nos hizo Expediente X. Qué daño nos hicieron los periodistas que perseguían un Watergate. Entre todos nos han hecho creer que quienes mueven los hilos del poder lo hacen con manos finísimas, que son jugadores de ajedrez de afiladísima inteligencia que citan a Confucio y a Hobbes y tocan el violín mientras conspiran en habitaciones enmoquetadas.

Es un consuelo, ciertamente: ya que nos tenemos que dar por jodidos, siempre es preferible que nos joda alguien más listo que nosotros. Así podemos aducir la imposibilidad de la resistencia, así podemos resignarnos y ser medianamente felices. No podemos luchar contra una inteligencia superior. Por eso se hace muy cuesta arriba descubrir que muchos de quienes nos sojuzgan son sensiblemente más tontos que nosotros. ¿En qué lugar nos deja eso? ¿Cómo hemos llegado a dejarnos dominar por lerdos? Era mucho más cómodo creer en supervillanos megainteligentes del Club Bilderberg.

No pueden ser tan tontos, pensamos. Nos dicen: el rey es un fino estratega, un ambicioso que ha sabido conseguir y mantener la corona gracias a hábiles maniobras y sutilísimos equilibrios. Nos cuesta creerlo, porque la imagen que nos llega es la de un señor que, después de medio siglo dando discursos, no ha llegado a dominar ni los más básicos resortes de la oratoria o de la retórica, que ni siquiera sabe leer en voz alta. Y si se ha revelado incapaz de dominar una tarea tan rudimentaria, parece difícil que sepa desenvolverse con soltura en esferas mucho más complejas.

Pero nos decimos: es fachada, realmente tiene que haber una inteligencia portentosa encerrada en ese cuerpo. Seguro, vaya que sí. Sin embargo, el hombre sigue proyectando una imagen huraña, de habilidades sociales poco desarrolladas, que manda callar groseramente a un jefe de Estado en una conferencia de jefes de ídem y que abronca campechanamente a los periodistas cuando cuentan cosas que no le terminan de hacer gracia. Durante muchos años, hemos creído que su parquedad, su planitud y esa forma de mantenerse siempre en un segundo plano eran síntomas de discreción. Así nos lo han dicho, que todo formaba parte de una estrategia para que la monarquía se consolidara, pero empezamos a sospechar que a lo mejor no decía nada porque no tenía nada que decir.

Desde luego, una persona de inteligencia maquiavélica no se dejaría hacer esta foto.

Y no es el único: el poder, que tan glamouroso nos parecía, se parece mucho más a una partida de guiñote que a una de ajedrez. Observen las caras, modales, palabras y actitudes de tantos y tantos poderosos, de esos que deciden, de los que tienen capacidad para joder una parte sustancial de nuestras vidas. Esos rostros abotargados, esas miradas ovinas, esa notable incapacidad retórica. Fíjense bien en ellos y plantéense si detrás hay algo más o son realmente tan poco inteligentes como aparentan.

Mi teoría es: si se mueve como un pato, hace cuacua como un pato y parece un pato, lo más probable es que sea un pato. Mientras llegamos a esa convicción, consolémonos y sigamos pensando que hay una gran inteligencia escondida en algún lugar de esas cabezas de prócer.

BARCELONA ERA UNA FIESTA O VILA-MATAS, ¿POR QUÉ ME ODIAS?

Montar una presentación no deja de ser más que un trámite inocuo que se resuelve con un par de mails y una llamada de teléfono. No tiene mucho misterio, salvo cuando se complica. Pero hay presentaciones que nacen como yo, gafadas. Generalmente, estas tonterías no se cuentan nunca en foros públicos. Principalmente, porque aburren y no son interesantes, es como si una empresa te detallara su proceso de inventario o cómo empaquetan sus productos. Pero, en Barcelona, se dio tal cúmulo de desastres, que acabaron convirtiendo lo tedioso en divertido.

O en algo parecido a la diversión. Porque estas cosas sólo son divertidas cuando les pasan a los demás.

Paso número uno para montar una presentación: que alguien te presente. En tu ciudad, es fácil. Coges a un amigo, lo emborrachas a conciencia y le ofreces favores sexuales que no le vas a pagar, y ya está resuelto el trámite. Pero, cuando sales de tu pueblo, te tienen que buscar un maestro de ceremonias adecuado, alguien que te introduzca en la buena sociedad literaria del lugar. Mi agente, Ella Sher, me propuso a Álvaro Colomer, a quien yo no conocía personalmente, pero sigo en sus artículos de La Vanguardia. Álvaro recibió el libro, empezó a leerlo, dijo que sí, que me presentaba, y todos tan amigos. Pero la Fnac nos cambió la fecha que nos había dicho al principio, por una serie de pequeños malentendidos, y la nueva fecha no le encajó a Álvaro, que tenía que dar una clase a esas horas de ese día.

Yo: ¿Y no se puede mover el día?

Fnac: Por la gloria de mi madre, que es francesa y trotskysta, que no. ¿Tú sabes cómo está Barcelona de escritores en abril, fill meu? Abril es el mes más cruel, abril es Sant Jordi. En abril, hasta las piedras de Barcelona y hasta los mimos de las Ramblas presentan libros. Imposible, nain, nidecoña, noi del sucre.

Busquemos a alguien, pues. Y lo empiezo a buscar, sin saber lo mucho que iba a sufrir.

Recurro a Martínez de Pisón, Pisón de mi corazón, ¿te apetecería decir unas palabritas sobre mi novelita, ya que tienes la gran ventaja sobre otros de que la has leído y hasta escribiste un blurb para la faja?

Pisón: Me encantaría, pero ese día ya me he comprometido con Vila-Matas, que presenta su novela.

¿Cómo? ¿Qué? ¿Que Vila-Matas presenta en Barcelona a la misma hora que yo? Pues qué bien, haremos eco en la Fnac, no vendrá nadie de nadie.

Fnac: No te apures, que tenéis públicos distintos.

Yo: Sí, claro, su público lo conforman personas con atributos nítidamente humanos y capacidad adquisitiva,y el mío, amigos imaginarios. Son públicos distintos.

En el ínterin, una bella traductora a quien no nombraré porque no quiere protagonismos, alegó timidez extrema y pánico escénico para recharzarme. Llamé también a Rodrigo Fresán:

Fresán: Lo haría encantado, Sergio, pero ese día y a esa hora me he comprometido a presentar la novela de Juan Villoro en Barcelona.

Yo: ¡Villoro! ¿Tú también, hijo mío? Villoro y Vila-Matas. Dos contra uno, mierda para cada uno, que decían en el cole. Ya podréis, abusones, próceres de las letras, contra un joven mindundi como yo. Meteos con los de vuestro tamaño.

Hablo con Jordi Corominas, poeta, crítico y perejil de todas las salsas literarias.

Jordi: No busques más, Sergio, ya tienes presentador. Y luego nos vamos a beber unas cervezas sin a unos cuantos antros.

Yo: Genial, presentador y cicerones de antros en uno. Gracias, Jordi.

Jordi: De nada, tío.

Y así me quedo, tranquilito, hasta que la semana pasada se me ocurre mandarle un mail a Jordi para ver qué tal iba y cómo quedábamos para la presentación.

Jordi: Tío, asesíname, pero, ¿no era en junio?

Yo: No, es este miércoles. Abril, 11 de abril.

Jordi: No, no, no, me dijiste en junio. Mira, aquí está en tu mail: 11 de junio.

Yo: Mierda, es verdad, soy gilipollas, te pasé mal la fecha, qué atontao soy. Es que soy de letras y me lío con los calendarios.

Jordi: Este miércoles no puedo, me he comprometido a presentar a Vila-Matas.

Vila-Matas. Empiezo a escuchar mucho ese apellido compuesto y guionizado.

Yo: Bien, vale, de acuerdo, Jordi, ve en paz, pero lo que me dijiste de los antros sigue en pie, ¿no?

Jordi: Claro que sí.

Corro a escribir a Cristina Fallarás, en tono de súplica, contándole lo que llevo contado hasta aquí, diseminando unas cuantas lágrimas en el mail, como las enamoradas que empapaban el papel de las cartas que enviaban a sus novios en el frente.

Yo: Cristina, por favor, te estaré eternamente agradecido, te lo pido como favor especial.

Cristina: Perdona que me dé la risa, pero es que, hace una hora, me ha escrito Vila-Matas pidiéndome que participe en su presentación.

Yo: Nooooooooooooooooooooooooooooooooooooo.

Maldito Vila-Matas, otra vez te me has adelantado. Truenos, rayos y centellas, mi archienemigo me la ha vuelto a jurar. Pero, ¿cuántos escritores hacen falta para presentar una novela de Vila-Matas?

Bueno, quizá exagero, qué más quisiera yo que tener archienemigos como Vila-Matas. Mi verdadera archienemiga es una vecina nonagenaria que me espía por la mirilla y huele a pis.

Cristina: Pero tú tranquilo, que esto lo solucionamos rápido. ¿Te va bien Raúl Argemí?

Yo: I tant! La cuestión es si le voy yo bien a Raúl Argemí.

Varios mails después, cuando Raúl utilizó la palabra viejo en vocativo para referirse a mí supe que todo estaba all right. Y con sobresaliente: no sólo tenía salvada la presentación, sino que me presentaba un grande, un lobo gris de la novela negra.

Raúl me hizo el honor de leerse el libro en una sentada, y encima dice que le gustó, que lo disfrutó, y que apreció el personaje de Irigoyen. Yo, he de confesarlo, tenía miedo de lo que un argentino pudiera pensar del Irigoyen de mi novela, pero Argemí, que tuvo la desgracia de padecer la dictadura de Videla, lo dejó claro: «Yo conocí a muchos como él, está perfecto».

Yo: De hecho, está inspirado en un argentino real.

Argemí: Es que los argentinos somos unos hijos de puta.

Argemí no lo es. Ya se lo digo yo (hijo de puta, digo; argentino sí que lo es, incluso medio patagónico, que es una forma esencial y trascendental de ser argentino).

El pequeño cónclave de despistados y amigos que se reunió en la Fnac Triangle disfrutó del humor y de la labia de Argemí. Aquí se nos ve, tan panchos, como si Vila-Matas y Villoro no estuvieran llevándose la gloria en otros foros de la ciudad. El fotógrafo es Mario de los Santos.

Lo importante es que pasamos la noche bebendo muchos zumos de frutas y podría rematar esta especie de crónica patatera con un texto de negritas sobre una velada que se prolongó hasta muy tarde (en argot periodístico, es decir, en argot de oficios perdidos, un texto de negritas es una crónica social en la que se destacan en ídem los nombres de los famosetes y VIP que adornan con su fermosura el sarao que se reseña).

Acabamos en Il Giardinetto, un sitio de una bocacalle de Balmes al que solían acudir los pesados de la gauche divine. Y es verdad que la boîte es muy gauche divine, con una moqueta verde pistacho y camarero con pajarita. Los precios, sin embargo, no eran de 1960. Los tenían actualizados, los muy estetas. Allí pude saludar a Juan Villoro, el pérfido, que estaba emocionado porque acababa de descubrir que su abuelo no era de Barcelona, sino de un pueblo de Zaragoza. Apareció Rodrigo Fresán, que se retiró muy pronto, demostrando mucha inteligencia, y pude alternar con toda la cla de Vila-Matas, salvo con Vila-Matas itself, que se había ido hacía mucho. Mi venganza, por consiguiente, habrá de esperar.

Mientras tanto, me medio vengué brindando con pepsicolas con toda la corte de Vila-Matas. Por allí anduvieron Martínez de Pisón, Cristina Fallarás, la superagente literaria Mónica Martín y Jordi Corominas —que tiene pendiente llevarme a algún antro, porque un sitio que se llama Il Giardinetto no es un antro ni de coña—, entre otra mucha gente. Todos muy formales y bebiendo Bitter Kas y Fanta Limón.

Disfruté muy especialmente con Pablo Bieger, a quien algunos recordaréis de mi libro Soldados en el jardín de la paz, y con Javier Rodrigo, nuestro Javivi, con quien me puse sebaldiano o algo así (qué horror, qué mal me sienta el Trina de Melocotón, lo lamento, Javi, seguro que dije muchas tontadas). Me tomé un agua mineral con Álvaro Colomer, que se escapó después de su compromiso para asomarse a nuestro abrevadero, y conocí a Iván Repila, que ha publicado Una comedia canalla en Libros del Silencio. Iván es de Bilbao y practica el boxeo (un escritor boxeador: el viejo mito medieval de la espada y la pluma, un Jorge Manrique de la era Twitter), por lo que fue toda una temeridad por mi parte darle mi franca opinión (con gritos, aspavientos e imitaciones ofensivas) sobre la música de su admirado Enrique Bunbury. A punto estuvimos de acabar en la calle, como dos estibadores viejunos.

Es decir, que lo que se preveía como desastre, terminó en gran juerga con su epílogo de resaca y lagunas mentales. Como las buenas historias de amor.

La semana que viene toca presentar en Madrid. Dadme unos días para que mi hígado filtre todo el Nestea que trasegué en Barcelona y seguimos donde lo dejamos.

PD.- Al llegar a casa me encuentro con esta reseña en el blog de Maite Uró (pichar aquí para leer). Sirva como colofón a estas líneas de gratitud.

BARCELONA CALLING

Amiguetes y amiguetas, espero verles a todos este miércoles en la Fnac de Plaza de Catalunya.

En la crónica de este sarao, que escribiré a la vuelta, añadiré un despiece titulado Vila-Matas, ¿por qué me odias? Pero eso lo contaré después.

Mientras yo me muevo por la España plural y preapocalíptica, mi novela viaja en el tiempo y en el espacio.

Aquí la tienen, por ejemplo, presidiendo una comida en casa de mi amigo, el puntilloso crítico de teatro (y dramaturgo cuya obra vamos a ver publicada muy pronto) Joaquín Melguizo.

Sí, el de la foto de la botella de vino también soy yo. Y no es broma: Torrelongares comercializa cuatro modelos diferentes con cuatro microcuentos míos. Otro día les cuento, por si no se han enterado.

La señora de la foto es Helene Weigel, que fue también señora (tormentosa y a ratos) de Bertolt Brecht. Formaban pareja artística: Brecht escribía y Weigel interpretaba sus escritos en el Berliner Ensemble. Pero Weigel era, además de actriz de genio, una excepcional cocinera, y cuando terminaba la función, invitaba a un montón de gente a su casa y les preparaba guisos de su Austria natal. Era muy famoso su gulasch, un guisote que nadie debería comer a las dos de la madrugada.

Quienes hayan leído mi novela sabrán que el gulasch es una referencia extraña y recurrente. Se cocina los domingos y lo cocinan mujeres. Es así por Helene Weigel y porque creo que el gulasch es uno de esos platos que representa el respeto por la herencia paterna: en su salsa se liga la tradición familiar. Una tradición fuerte, centroeuropea, recia. Podría haber escogido el cocido o las croquetas, más ibéricas, pero como soy un raro y un esnob, escogí el gulasch. Por eso, Joaquín y su mujer, Zoya, nos invitaron a un ídem. En honor a mi novela y a Helene Weigel. Estoy convencido de que lo hizo más bueno que los de la mujer de Brecht.

Este es el viaje en el tiempo de mi novela, pero también ha viajado por Europa, o lo que queda de ella. Mi amigo Javier Rodrigo, historiador de la Universidad Autónoma de Barcelona, se fue hace unos días a dar una conferencia de sus cosas de historiador a Dublín y, en vez de llevarse una petaca de Anís del Mono o un montón de cocaína, como cualquier persona razonable, prefirió viajar acompañado de mi novela. Le hizo esta foto en la puerta del celebérrimo Trinity College, donde él oficiaba.

Es lo más cerca que mi obra va a estar nunca de las glorias académicas.

Vengan a la Fnac Triangle de Barcelona este miércoles, lo pasaremos bien.

FÍATE DE LOS CURSIS

Con la venia, señoría, yo, Sergio del Molino, que ejerzo mi propia defensa, aporto aquí la prueba número uno:

«Con ese aspecto de chico tan educado que tienes, dicho sea esto con todo el cariño del mundo, la verdad es que impacta ese sexo tan duro que hay en tu novela».

Miguel Mena, en espléndida entrevista a mi personita educada en la Cadena Ser Aragón, el pasado 1 de abril (se puede escuchar aquí, es la última media hora del podcast).

Esta es la prueba número dos:

siempre me arrepentiré de no pararte cuando te vi paseando pos Sagasta para decirte lo mucho qué me gusto El Restaurante.

pero claro esa misantropía de la que tanto alardeas, cualquiera te dice nada jajajaj….y firmadito por ti.

, hace unos días, en conversación mantenida en Twitter.

Y, finalmente, prueba número tres:

Después de leer la primera novela del escritor Sergio del Molino (…) se hace un poco complejo mirarle a la cara. Da la impresión, terrible impresión, de que cualquier cosa que se le diga va a resultar vana. Luego resulta que no: el mozo no se come a nadie. Pero asusta.

Pablo Ferrer, reportaje sobre mi novelita y mi personita en el Mondosonoro de abril, pegado aquí debajo.

Señoría, podría aportar algunas pruebas y testimonios más, pero las considero redundantes. A la vista de estos documentos, se puede concluir que existen estas creencias generalizadas:

a) Las personas educadas practican coitos educados. El sexo salvaje es propio de quienes no son educados (prueba uno).

b) Sergio del Molino alardea (mucho) de misantropía. Por tanto, sus libros no proyectan la imagen de una persona educada, sino de alguien que tiene por costumbre escupir a quienes le abordan por la calle (prueba dos).

c) Cualquier cosa que se le diga a Sergio del Molino va a resultar vana (prueba tres).

Pues vaya imbécil, el tal Sergio del Molino. En el mejor de los casos, es un pervertido reprimido bajo una máscara de simpatía y buenos modales, y en el peor, un ogro que odia a todo el mundo, está lleno de mezquindad y reza por que llegue una guerra nuclear.

Y que conste que estos documentos surgen del cariño y como muestras de tal los tomo, no son agresiones a mi persona, no me he vuelto loco. Simplemente, quiero apoyarme en estos ejemplos precisamente porque están enunciados por personas que aprecian mi trabajo (y yo los acojo con gratitud, que quede subrayado).

Estas pruebas me han hecho pensar, pero me gustaría que el jurado las valorase como la validación del prejuicio social que representan. Es decir, que las aporto no para que me juzguen a mí, sino para que interpreten cómo funcionan los arquetipos y hasta qué punto nos impiden disfrutar de una mirada razonable y franca sobre el mundo y los personajes que lo sufren.

Me remontaré bastante en el tiempo, a la época en la que sólo era o intentaba ser periodista, aunque acababa de ganar un premio literario y empezaba a balbucear cosas letraheridas fuera de las páginas del periódico (y de los cajones de mi escritorio). En aquellos primeros y atolondrados pasos por el mundillo cultureta, me ofrecieron presentar una novela de Hernán Migoya. Era su primera aparición literaria desde el escándalo de Todas putas (como recordarán, en 2003, la directora del Instituto de la Mujer fue machacada porque, antes de acceder al cargo, había publicado este librito de cuentos considerado misógino, en un delirio gritón en el que se mezclaron política, literatura, puritanismo hipócrita y una profunda estupidez). Aceptar la invitación me costó el acoso cansino e irritante de una compañera, que aprovechó que yo había escrito algún cuento con cierto aire pornográfico para insultarme constantemente y tildarme de machista y fascista y no sé cuántas cosas más terminadas en -ista. Era como algunos trolls de internet, persistente y aburrida, y me llegó a molestar mucho. Por suerte para ella, como bien sabe Miguel Mena, soy muy educado y no me gusta discutir idioteces ni gastar esfuerzos retóricos en ladrar contra un muro.

Por supuesto, esta chica ni había leído a Migoya ni sabía mucho más del asunto que lo que se había bramado en la tele: Migoya, machista, violador, capullo. Y yo, por alusiones, también. Desde entonces, cada vez que salía una polla o un coño con estas letras en un texto mío, esta chica me señalaba con el dedo y me llamaba ‘migoyo’. Es decir: violador, machista, falócrata, aprendiz de Hitler.

Como mi estilo tiende a lo directo, exploro un humor que a veces es cáustico, me gusta la literatura pornográfica y suelo expresar mis opiniones con vehemencia cuando escribo, estoy más que acostumbrado a que se me tome por un monstruo que alardea de misantropía (sic). El estilo dibuja al personaje. Algún crítico incluso ha abogado en sus reseñas por darme dos hostias porque al leerme me pintaba como un matón fascista o un petimetre provocador. Incluso instaba a los lectores a dármelas si lo creían necesario. Confieso que esas cosas me cabrean muchísimo, no hay nada que deteste más que un perdonavidas grosero.

No hay contradicción entre mi persona y mi literatura. No soy un Doctor Jeckyll que se transforma en Mister Hyde cuando se pone a teclear. No pongo por escrito lo que no me atrevo a decir en una conversación. Mi literatura soy yo, y en lo que algunos lectores identifican como salvajismos no hay más que un deseo por alcanzar cierta verdad estética, por parir páginas honestas. Y eso, señores, es ser educado. Yo tengo buenos modales en la conversación y en mis libros. Trato a mis lectores con el mismo respeto con el que trato a mis interlocutores.

Alberto Olmos (quien, además de ser un chico más educado incluso que yo, presentará mi libro en Madrid la semana que viene, junto a mi amigo Alberto de Frutos; será una presentación de Albertos) sostiene que un estilo literario cursi suele delatar a un hijo de puta. No es una norma que se cumpla siempre, pero somos muchos quienes hemos aprendido a desconfiar de los cursis. Alguien cursi y exaltado está construyendo una imagen sublime e inmaculada de sí mismo, quiere ser tomado por alguien puro, por alguien santo. La cursilería es el camino de la santidad. Por tanto, lo cursi sólo puede ser una piel de cordero. Yo he conocido a unos cuantos autores rematadamente cursis y delicados que han demostrado ser unos nazis implacables, tipos a quienes no les tiembla la mano a la hora de apuñalar a su amigo o de vender a su madre.

Todos los fascistas procuran rodearse de una corte de poetastros y bardos cursis. Nerón era un cursi. Hitler era un cursi. Franco, cineasta en Raza, era un cursi.

Fíate de los cursis.

En cambio, he conocido a unos cuantos autores considerados broncos, o cuyo estilo se vende como agresivo y afilado, y casi todos son tipos de lo más amigable, con los que da gusto beber y charlar.

Otra prueba: los escritores cursis suelen estar muy apegados al poder. De hecho, el poder es un catalizador de cursilería. Los no cursis tienden a ir por libre.

Aquella misma compañera que me afeaba mis compadreos con Migoya, tenía el verbo exaltado y cursi por lo general, y demostró con el tiempo que tampoco era de fiar, que su mano temblaba mucho menos que su pluma a la hora de guardar cadáveres en el armario.

Once again: fíate de los cursis y de los defensores de la moral y de las buenas costumbres.

Lo cursi es una falta de respeto al lector, es una forma de insulto tanto más grave cuanto que está pensada para que el insultado no se dé por aludido. Es esquinera y ladina. Yo, como lector y como persona, me siento mucho más respetado por un Henry Miller violento y pornográfico que por un Manuel Rivas bucólico y soñador. Tanto para leerlo como para tomarme unas cañas, prefiero mil veces a Miller.

Así que no se sorprendan por encontrarme tan educado y formal en las distancias cortas: en mi literatura también soy educado y trato con el debido respeto a mi lector. Por eso no le vendo humo, por eso intento darle literatura, no palabras en conserva. Que lo consiga o no es otra cuestión, pero al menos lo intento, nadie podrá acusarme de lo contrario.

SERIES PUBLIRRETRO

Cuando vi, hace muy poco, el primer capítulo de Boardwalk Empire, pensé: ya está, se acabaron las series, otra cosa que nos han roto. Han sido diez años muy buenos, pero toca despedirse. Hemos perdido la inocencia, han llegado los sordos de siempre a jodernos el concierto. Es cuestión de tiempo que todas esas series que tanto nos han hecho disfrutar, que tanto han rejuvenecido la apolillada narrativa audiovisual (el propio término, narrativa audiovisual, apesta a polilla y a estantería de profesor estructuralista con agorafobia), se vayan agostando hasta reducirse a un cliché, a un producto estandarizado y previsible sin ningún resabio de su fuerza y frescura originales. Habrá que irse a otro sitio.

Boardwalk Empire es el primer toque de trompeta y, aunque todavía quedan muchas series que nos calman el mono y nos dan marcha (ya casi escribo como Leticia Sabater, si es que esa moza escribe), tenemos que empezar a observar hacia qué playas están emigrando los narradores que nos molan, para ir comprando un billete y tener un buen sitio cuando empiece la juerga. Es decir, para poder ser los primeros en decir: lo mejor de la nueva narrativa audiovisual (sic) ya no está en las series, si no en [whatever].

Sólo he visto un capítulo de una serie que tiene tres temporadas, así que soy un sátiro, un canalla, un truhán y un vividor que no tiene argumentos para sustentar sus desprecios. Así es. De hecho, me han instado a aguantar, que la cosa mejora, que es de maduración lenta, que patatín, que patatán. Puede que me esté perdiendo algo sublime, pero asumo el riesgo: no voy a ver treinta capítulos con la esperanza de que, a fuerza de insistir, explote la epifanía. Con el primero me vale, gracias. Yo no tuve que acostarme cincuenta veces con mi chica para decidir si me gustaba o no. Lo supe antes incluso de acostarme la primera vez, y si los de Boardwalk Empire son incapaces de seducirme al first touch, que se piren a ligar con otro más feo y más borracho. Conmigo, lo tienen claro, por mucho que me insistan en que estoy despreciando a mi media langosta.

Porque aclaremos una cosa: detrás de esta serie de nombre impronunciable para un hispano corrientito se esconden (más bien, se exhiben) Martin Scorsese y Terence Winter. Al primero ya le conocen todos, y el segundo fue uno de los papás de Los Soprano. Es decir, dos tipos a quienes se les supone cierta pericia. Dos so called genios. Dos putos amos del cotarro. Dos individuos cuyas palabras son celebradas y veneradas por millones de auxiliares administrativos y camareros que ahorran para la matrícula de la escuela de Cristina Rota. Cuando usted dice buenos días, simplemente está diciendo buenos días, pero cuando Scorsese dice buenos días, al menos diez doctorandos diseccionan morfológica, sintáctica y estilísticamente ese buenos días, no vaya a estar escondido el secreto de su genialidad entre el buenos y el días y se nos escape sin aprehenderlo y nunca lleguemos a entender la magnificencia del sintagma.

Es decir: ojito con estos dos. Y eso apuntaba la promo de la serie: ojito con estos dos, que esto no la ha hecho cualquiera.

Por tanto, si la serie la hubieran firmado dos tipos que dan los buenos días sin que a nadie le importe que los den, estaría mejor dispuesto para concederle una segunda o una tercera oportunidad. Pero con estos, ni hablar. Si no son capaces de atraparme en los primeros diez minutos, que se olviden de mí. Y si no, que no sean tan geniales.

Boardwalk Empire (leáse, el primer capítulo de Boardwalk Empire) es una serie Publirretro. ¿Conocen el fenómeno Publirretro? Es una empresa de mi pueblo que se dedica a decorar tabernas irlandesas y tascas así como antiguas. Cogen un bar normal y corriente, incluso majo, y lo transforman en un sitio vintage lleno de anuncios de los años veinte con niños meando en un orinal, carteles viejunos de Coca-cola, mapas de Irlanda del siglo XIX, retratos de señores antiguos con mucha barba que parecen el abuelo del dueño y fundador del local (pero que en realidad son variaciones de Friedrich Engels), un montón de trastos viejos como de época (que si una máquina de coser Singer, que si una prensadora de gamusinos, que si una guillotina francesa…) y unos recortes de periódico con señoras con miriñaque y tal. Un suelo de madera envejecida y unas mesas y sillas de ídem con barniz tosco, y listo. Por supuesto, toda esa quincallería es falsa, está fabricada ex profeso y hasta el óxido y la decoloración son artificiales. Pero como la gente quería tener muchas tabernas irlandesas y muchas tabernas de los años veinte, Publirretro tuvo mucho éxito y se hinchó a decorar sitios. Ahora ha remitido un poco la fiebre, pero hubo un tiempo en que todos los sitios eran Publirretro, incluso los bares recién abiertos en edificios recién construidos en barrios recién urbanizados en ciudades que ni siquiera existían en los años veinte. Todo era años veinte hace pocos años.

Pues eso es Boardwalk Empire, un trabajo de Publirretro. Dijeron: vamos a hacer una serie de época, y la vamos a hacer con mucha pasta, porque tenemos a dos grandísimos genios detrás que todo lo hacen genial, así que no os cortéis, queremos mogollón de vestiditos de esos de los años veinte, y mucho atrezo de los años veinte, méteme bien de anuncios antiguos, y muchos decorados muy grandes, que se vea que nos hemos dejado el parné, vamos a recrear hasta el aire que respiraban.

Una vez que tuvieron un montón de quincallería de época, había que rellenar la serie con algún contenido. Pues qué sé yo, dijeron los genios: algo de época. ¿Qué pasaba en los años veinte?

—La prohibición —dijo Billy, un prometedor becario recién llegado de la Universidad Agraria de Arkansas y cuya gorra de John Deere todo el mundo celebraba como una deliciosa ironía.

Eso es, Billy, la prohibición, apunta, apunta. ¿Qué más?

—¡Al Capone! —anunció Wynona, otra flamante becaria con un Máster en Postsituacionismo Postescénico por la Universidad de Michigan.

Espléndido, Wynona, veo que no sólo eres bella y esbelta, apuntó un políticamente incorrecto Scorsese, sino que también aportas ideas geniales. Ya tenemos prohibición y Al Capone. Cáspitas, esta serie se escribe sola. ¿Algo más típico de los años veinte?

—¡Enfelmedades venéleas! —rugió Ling Wo Sei, brillantísimo talento coreano que había abandonado su carrera como neurofisiólogo en el MIT para centrarse en su sueño de servir cafés del Starbucks a Martin Scorsese.

Espléndido, Ling Wo Sei, pero se dice venéreas. Venga, tráenos unos cafés a todos para celebrar tu portentoso ingenio. Prohibición, Al Capone, venéreas… No sé, creo que nos falta algo para ganar un Globo de Oro. Bueno, uno seguro que nos lo dan, por lo de Publirretro, pero para ganar dos Globos de Oro a lo mejor necesitamos algo más de época. ¿Qué es algo muy típico de los años veinte que se nos está escapando?

—¿Violencia machista? —sugirió con un susurro y divino y dulce acento Graciela Gonsálvez de Amorebieta Vizcaína y Ayahuasca, primera en su promoción en la Universidad de Cochabamba y becada con una Fulbright para estudiar los cambios de peinado de Leonardo di Caprio en la filmografía de Scorsese.

Premio para la linda Graciela de ojos negros y ardor latino, murmuró Marty imitando el acento de Río Grande. Además, así tenemos una conexión con una lacra actual. Subraya lo de lacra, que siempre queda bien en las notas de prensa. Bueno, pues creo que con estos magníficos elementos tiramos diez o quince temporadas. En el primer capítulo habrá que meterlo todo para impactar al espectador, su buena dosis de Al Capone, de venéreas o de algo equivalente, un tipo zurrando a su torda (perdón, no quise decirlo así, o tal vez sí) y la prohibición. Se me ocurre que podría empezar con el prota dando un discurso en favor de la prohibición y que, al salir de la sala, saque una petaca de la chaqueta y le pegue un buen trago. Es sólo una idea, no hace falta que sea tan obvio. No sé, trabajadlo un poco, que yo me voy a descansar mi genio.

Y así se paren las grandes series. Así se forjan las grandes historias. Y, sobre todo, así se acaba la época de las grandes series: cuando Scorsese metió sus sucias manos en ellas. Con lo bien que estábamos sin sufrir a ningún genio.

NINGÚN NIÑO SUFRIÓ

Durante la escritura de este post, ningún animal sufrió daños ni maltrato. Salvo la vaca cuyas tripas he devorado en forma de callos deliciosamente especiados a la madrileña. Ay, los callos, esa maravilla gastronómica que compartimos los países de este rincón de Europa. Hay callos en España, pero también son muy devorados en Francia (trippes à la basque, son los más populares), en Portugal (las tripas a moda do Porto, el plato estrella de Oporto, que se come con judías) y en Italia (trippa alla fiorentina, los más parecidos a la versión madrileña del asunto). Disculpen, me he ido por los cerros tripeiros, me he perdido en la flora instestinal de los herbívoros. Yo quería hablar de otras cosas.

La advertencia que encabezaba este post se refiere a Luck, la serie que iba a protagonizar Dustin Hoffman en HBO y que se ha cancelado después de que tres caballos murieran durante el rodaje de uno de los episodios.

Hace falta ser bruto para matar a tres caballos en un rodaje, pero a mí me escama tanto escrúpulo con el maltrato animal en el cine y en la televisión y que no se tengan en cuenta otros maltratos incluso más graves. Además, no me creo nada que los animales no sufran: el recurrente aviso de que ningún animal etcétera, etcétera es una confesión implícita de culpabilidad. Como cuando una novela o una película advierte de que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Y una mierda. Cuando nos dicen eso, ya sabemos que cualquier parecido con la realidad está deliberadamente calculado.

Pero nos curamos en salud. Y los lectores-espectadores aceptamos barco.

Sin embargo, dice mucho de nuestra gazmoñería e hipocresía repugnantes que no hayamos obligado a los realizadores a incluir un aviso en sus producciones que diga: «En el transcurso de este rodaje, ningún niño fue maltratado». Porque no paramos de ver a niños maltratados en series, anuncios y películas. Y nos da igual.

No entiendo qué oscuro y avaricioso mecanismo lleva a unos padres a ofrecer a sus bebés de pocos meses para rodar una escena. Y mucho menos, cuando el guión de la escena estipula que el niño ha de llorar. Porque un bebé o un niño de pocos años no interpreta: su llanto es siempre real. Si vemos sus lágrimas es porque está jodido de verdad. Y a mí no me cabe en la cabeza que nos llevemos las manos a la ídem porque salga un perrillo corriendo en una peli y exijamos todas las garantías de que ese perrillo no ha sido azuzado ni importunado en modo alguno para su actuación ante la cámara, pero nos parezca estupendo que unos padres comercien con el llanto de su retoño.

Llámenme pazguato, pero a mí me escandaliza mucho. Yo les quitaría la custodia, pues es evidente que no respetan lo suficiente a su hijo.

Observen este anuncio, por ejemplo:

¿Ustedes dónde creen que aprendió a interpretar este bebé? ¿En la escuela de Cristina Rota o en el Actor’s Studio? ¿Qué técnicas emplea para dotar de verosimilitud dramática su llanto? ¿Será un actor del método? ¿Cómo lo hace?

No lo piensen más, que se lo digo yo: basta con tener unos padres lo bastante cabrones como para hacerle sufrir en un plató y cobrar por sus lágrimas. Pero no se preocupen, que ningún polluelo de avestruz sufrió durante el rodaje del anuncio. Sólo lo hizo un niño. Y, ¿a quién cojones le importa un niño?

A ustedes, desde luego, no. Y a sus padres, menos.

PONER CARA DE IDIOTA

España hace huelga y yo sufro en silencio mi resaca. El miércoles fue un día genial del que me resulta imposible hacer la crónica, aunque me gustaría intentarlo.

Presentábamos No habrá más enemigo en la Fnac de Zaragoza, la primera de las presentaciones majors (en abril tocan Madrid y Barcelona, entre otras ciudades). Jugaba en casa, pero siempre ronda un comecome que presagia el fracaso: demasiada gente que excusa su asistencia, miedo a hablar ante una sala vacía. Miguel Serrano y yo llegamos un poco tarde porque habíamos quedado para entonarnos en una terraza cercana, y el camarero, en lugar de un Jim Beam con hielo mondo y lirondo, decidió vaciar media botella en mi vaso, obligándome a beber un cuádruple bourbon. Quería lubricar el garganchón, no llegar a la Fnac a gatas. Así que, cuando entramos, ya estaba todo el público sentadito. Muy formal y silencioso, en perfecto orden y respeto, como si esperara que les diera la comunión o les repartiera unos exámenes y les dijera: “No les den la vuelta hasta que yo les diga y contesten con boli azul o negro”.

Foto: Pedro Zapater.

Intimidaba el silencio, pero nos sentamos sin que se nos notara la turbación y, tras una presentación de Ángel Gracia, baranda de la Fnac y, sin embargo, amigo, empezamos a rajar. Miguel y yo habíamos acordado plantear el acto como una conversación sobre la novela y sobre literatura. La verdad es que me impresionó mucho ver cómo sacaba del interior del libro unas chuletas llenas hasta los márgenes de notas de letra apretada y aplicada, para asegurarse de que no se saltaba ningún punto. Me va a pillar, pensé, sabe de mi novela mucho más que yo, la ha pensado con más aplicación y talento que yo, a ver qué digo.

Y, efectivamente, sabía de mi novela muchísimo más que yo y descubrió claves que yo mismo sólo había intuido, como el papel que desempeñan los jugadores y el juego y su carga simbólica. Ahí aproveché para meterme un poco con mi amado Cortázar y con sus tutores franceses de Robbe-Grillet y el grupo Ou.Li.Po. La gente que entiende la vida como un juego, vine a decir, tiene una capacidad de empatía muy limitada, utilizan el juego para no enfrentarse a la vida real, con sus afectos y sus miserias.

Dios, qué cosa de autoayuda me está quedando, pensé, pero estaba lanzado y no podía parar. Hablamos de muchas cosas, pero fundamentalmente de pornografía, que es un tema que gusta mucho en general, y al final solté un pequeño rollete sobre Tolstoi y el final de Guerra y paz, con el pobre Bejuzov caminando entre las calles de un Moscú en llamas y lleno de cadáveres amontonados, buscando a su amigo Bolkonsky, a quien cree muerto. Muerto por nada, muerto por esa forma de estupidez de masas llamada patriotismo, muerto por imbécil. Y elogié la perplejidad de Bejuzov por las calles del Moscú arrasado por los franceses, y dije que la perplejidad y la cara de idiota son las únicas formas inteligentes de moverse por la vida, que sólo los imbéciles y los gilipollas caminan seguros y fanfarrones, identificando a los malos y a los buenos y llevando en el bolsillo de la americana una teoría siempre bien fundamentada sobre las jerarquías y los resortes que hacen girar el mundo.

Y una mierda. No sabéis nada: detrás de cada corbata y de cada sonrisa sarcástica y de cada mirada paternalista sólo hay un cerebro incapaz de pensar algo más complicado que un dos más dos son cuatro.

Esa es la grandeza de Guerra y paz, que va de la amistad de dos hombres antagónicos que se influyen el uno en el otro: Bejuzov es muy inteligente, y por eso actúa como un panoli y todos se ríen de él. Bolkonsky, en cambio, es un tonto ridículo, de buen corazón, pero más simple que una ameba aplastada, y por eso es objeto de admiración y deseo y tiene que sacudirse el éxito social como un Justin Bieber cualquiera. A lo largo de la novela, sin embargo, Bejuzov se va volviendo un poco más tonto, y Bolkonsky, entre batalla y batalla y entre epifanía y epifanía, se va volviendo un poco más listo. Como el Quijote que se vuelve más Sancho y el Sancho que se vuelve más Quijote.

Pero la actitud sensata es la del Bejuzov inteligente, la mirada alelada, la incomprensión más absoluta de esa vida imposible de comprender. Y animé a leer la novela con la misma cara de idiota de Bejuzov. Si lees el libro a lo Bolkonsky, con las verdades del editorial de El País por delante, no vas a entender una mierda. Ni de mi libro ni de ningún otro, salvo quizá los de la sección de autoayuda y los de Pérez-Reverte.

En el turno de preguntas, alguien me interrogó sobre la perspectiva de género en mi novela. Confieso que no comprendí la pregunta, pero no quería parecer ni un poco grosero, así que contesté algo que supongo que no satisfizo en absoluto la curiosidad del lector. Mis disculpas.

Luego vinieron los vinos, los abrazos y las risas. Me encantó saludar a un montón de gente (me voy a dejar a muchos más de la mitad), pero me dio mucho gusto encontrarme con Juan Domínguez Lasierra, viejo maestro de varias generaciones de periodistas (entre ellas, la mía); con los chicos de la tele, Pablo Carreras, Natalia Chicón, Javier Romero y otros más; los hermanos Ortiz Albero, el poeta Miguel Ángel y el comiquero Álvaro (que este año publicará Cenizas, una genial novela gráfica, en la prestigiosísima editorial Astiberri); a Isabel Cebrián (que me gritó desde la platea porque estaba espoileando la novela); a Juan Antonio Gordón, que exuda felicidad (o la finge con grandísima verosimilitud); a los incombustibles amigos del Heraldo, Mapi Rodríguez, Paula Figols, Pedro Zapater (que escribió una crónica que puedes leer pinchando aquí) o Pablo Ferrer (a quien vi entre el público pero luego no encontré, se me escurrió); a Manolo Vilas, que gozó con el vino que se sirvió, porque era de su tierra, y María Ángeles Naval; a Óscar Sipán, que llegó por las justas; al crítico de teatro (y, sin embargo, amiguísimo) Joaquín Melguizo y su mujer Zoya —que se comprometieron a invitarnos uno de estos días a comer un gulasch como el que sale en la novela—; a la ilustradora Agnes Daroca; a la tweetstar , y a unos cuantos más cuyas caras vi pero luego no encontré en los corrillos, y a otros muchos que me olvido en esta injusta y cortísima enumeración.

Los inrockuptibles nos fuimos a las cercanas Bodegas Almau. Era lo suyo: las Almau son un escenario recurrente de la novela, y allí empezamos a maltratar de verdad el hígado. Cuando estábamos en ello, se presentó el gran Pepe Cerdá, que había tenido que ausentarse de la presentación y, con su torrente habitual, habló de París, de pintura y de muchos amigos presentes y ausentes. Cerdá es la carne que inspira uno de los personajes del libro, el de Herzen, circunstancia que le había ocultado deliberadamente hasta ayer (aunque es un secreto que se le desvela a cualquiera que lea la novela). Por supuesto, a todos les faltó tiempo para decírselo. «¡No jodas que salgo ahí!», bramó encantado. Por supuesto que sí. Un personaje medio fugaz pero muy importante. Miguel Serrano y yo somos muy fans de las pinturas de Cerdá, de ese toque inquietante de sus paisajes postindustriales, de esa luz inverosímil que muchos han asociado a Hopper, y me gustó que dijera que las describo bien en la novela, que las ha reconocido.

Cerdá es grande.

Cenamos en la plaza de Santa Cruz, otro de los escenarios de la novela, en una especie de tournée sideral por los escondrijos del libro —y allí se engancharon mis queridérrimos Santiago Paniagua y Ana Usieto, mis brother-and-sister-in-arms—, y acabamos bebiéndonos el agua de los tiestos en una cercana boîte.

Acabé con cara de idiota buscando la luz verde de algún taxi, mientras los piquetes nocturnos se reunían en las esquinas del centro de la ciudad, bien entrada la madrugada. Me miré en el retrovisor del taxi para asegurarme de que tenía una buena cara de lelo, que el taxista tuviera la certeza de que podía cobrarme de más o darme un rodeo porque mi cara traslucía idiotez y perplejidad en dosis cercanas a la muerte cerebral. Porque así me sentía: completamente idiota y exhausto, postorgásmico y agradecido. Casi feliz. Casi humano.

Gracias por la juerga, amigos. Este idiota andaba necesitado de algo así.

ESTA TARDE, EN ZARAGOZA…

Huelga decir que están todos invitados.

Para abrir boca, esta página correspondiente al Mondosonoro de abril.

COMO UN CHINO QUE VA A CASA

Creo que no es cierto que los hombres queramos, como Ulises, regresar a nuestro hogar. No todos estamos tan locos para querer algo así. En una carta maravillosa, Franz Kafka dijo acerca de su estado de ánimo en el momento de escribir esa misiva (de amor, la envió a Felice Bauer): «Me siento como un chino que va a casa». No dijo que volviera a casa, sino que iba. Es una frase que me recuerda a Bob Dylan al comienzo de No Direction Home: «Salí para encontrar el hogar que había dejado hacía tiempo, y no podía recordar exactamente en dónde estaba, pero se hallaba en el camino. Y al encontrar lo que me encontré en el camino todo era tal como lo había imaginado. En realidad, no tenía ninguna ambición, no creo que tuviera ambición para nada. Nací muy lejos de donde se supone que debo estar, y por lo tanto voy de camino a mi hogar».

Enrique Vila-Matas, Aire de Dylan, página 309.

Me fascina la manera que tiene Vila-Matas de cachondearse de todo y, con su ironía —fina, anglosajona, sin ningún pegote de grosería latina—, decir siempre las cosas más serias. Su Aire de Dylan es una carcajada y una parodia, pero también es una novela trágica sobre la identidad y sobre la herencia que nuestros padres nos imponen. Una novela del desencanto de la senectud y, a la vez, una Künstlerroman. Un relato sobre la lucha generacional y, a la vez, una burla que ridiculiza toda la cultura y la literatura contemporáneas.

No voy a destripar ni diseccionar la novela. Prefiero hablar de algo más personal, de ese aire de Dylan que impregna tantos y tantos libros. Incluido el mío, incluida esa novelita titulada No habrá más enemigo que (alerta de autopromo) se presentará en Zaragoza el próximo miércoles. Es decir, que prefiero hablar de mis cosas, aunque sean a propósito del libro de Vila-Matas.

Bob Dylan es un estereotipo. Es un recurso gastado, un artista de artistas, una referencia caduca y naftalinosa. Dylan es influyente porque ha sabido convertirse en un aire que contamina buena parte de la cultura occidental. Especialmente, la literaria. Un artista no es influyente porque influya en el público, sino porque lo hace en otros creadores. Sólo así, su aire persiste, pegajoso e insoslayable.

Bob Dylan es el epítome de la lucha generacional. Un judío que se cambia de nombre y adopta el de un poeta borracho y violento, que se inventa un personaje para huir de su hogar. Dylan es un tipo que siempre está huyendo de casa, que siempre está renegando de sus padres, que siempre se está oponiendo a ellos. Por eso se inventa un nuevo personaje cada cierto tiempo, por eso hay tantos Dylan. Dylan es la huida constante, el empeño ridículo y vano de construirnos una identidad propia que no le deba nada al padre, a ese cabrón castrador que nos imaginó como una versión mejorada de sí mismo.

Vilnius Lancastre, el protagonista de Aire de Dylan, se parece al Dylan joven y odia a su recientemente difunto padre. Odia todo lo que fue y todo lo que hizo, y se esfuerza por convertirse en su antagonista. Pero, cuando su padre muere, éste empieza a infiltrarse en sus pensamientos y en sus sueños. Su fantasma se adueña del hijo hasta el punto de ir convirtiéndolo poco a poco en él, en un juego lleno de referencias a Hamlet (en realidad, es una parodia de Hamlet). Con esa tensión, Vila-Matas se burla —y admira al mismo tiempo— de nuestro empeño dylaniano, de nuestra obcecación por salir a la carretera, no direction home.

Para muchos escritores (pienso, por ejemplo, en mi querido Rodrigo Fresán, sin irme muy lejos), Dylan es la libertad hipster, la anarquía creativa, la búsqueda del genio a través de la introspección y el individualismo. Sin embargo, para mí, la figura de Bob Dylan es, esencialmente, un icono de ruptura generacional, de afirmación del hijo frente al padre. Y en ese sentido aparece en mi novela. Vila-Matas convierte este aire de Dylan en el leitmotiv central de su libro, empezando por el título, y va muchísimo más lejos que mis leves apuntes y citas, que no dejan de ser más que una música de fondo. Pero el sentido de su figura es el mismo que yo manejo.

En No habrá más enemigo, Dylan suena en la radio de dos coches. Pincho tres canciones suyas en mi novela. Las tres, de la misma época, del Dylan de los 70, que es el Dylan que más me interesa, el más nihilista y solipsista: Oh Sister, Gotta Serve Somebody y Knokin’ On Heaven’s Door.

Oh Sister es una especie de cántico de San Juan de la Cruz, con ambigüedad incestuosa. Si se interpreta en su sentido literal, habla de dos hermanos que desafian la figura del padre de la forma más brutal posible: follando entre ellos. Gotta Serve Somebody es una carcajada descreída sobre la ingenuidad de quienes creen que podrán ser libres algún día y no rendirán cuentas a ninguna autoridad. Knockin’ On Heaven’s Door pertenece a la banda sonora de Pat Garrett and Billy The Kid y es un canto fúnebre. Esta última, en mi novela, contrapesa la escena de un funeral: pretende subrayar la austeridad de un dolor real expresado con elegancia y contención frente a la hiperbólica escenificación de un ritual fúnebre pueblerino.

Siempre recurro a Dylan cuando quiero representar la naturalidad y la honestidad frente a la impostura barroca del mundo. Es paradójico que alguien tan complicado y que ha vestido tantas pieles, tantos disfraces y ha querido ser tantas personas distintas me evoque anhelos de autenticidad (si no le tuviera tanto miedo a esa palabra, diría de pureza), pero creo que Dylan, ese Dylan estereotipado y resobado, es la síntesis dialéctica de la contradicción entre realidad y deseo: Dylan es consciente de que nunca encontrará su identidad huyendo del hogar y negando al padre, pero la conciencia de esa imposibilidad no le impide que su vida sea un intento constante de huida.

Puede que Dylan esté muerto y se haya convertido en un lugar común, pero, como alegoría, sigue siendo pertinente. De hecho, no tiene otro sentido que el alegórico. Dylan hace tiempo que sólo es su aire, el que sopla en libros como este de Vila-Matas.

Aire de Dylan me ha divertido mucho, pero también me ha emocionado. Y no sé si esto se debe a la habilidad narrativa de Vila-Matas o a que me estoy volviendo gilipollas perdido. O a ambas razones.

YO TAMBIÉN QUIERO SER ALEMÁN

Ayer participé en una mesa redonda sobre comunicación y cultura dentro de las jornadas organizadas por + Cultura Aragón, y ahora (en realidad, aunque lo publico por la mañana, escribo esto de madrugada, completamente desvelado después de un día extremadamente agotador y algo deprimente) me apetece repensar algunas de las cosas que dije y escuché.

Básicamente, planteé algo así como que nos parecíamos a la orquesta del Titanic, fingiendo que todo fluye con normalidad e ignoramos que el barco se hunde y que pronto moriremos todos. Me refería tanto a los medios de comunicación como a la industria cultural. ¿Qué sentido tiene hablar de unos y de otros y de sus respectivas funciones y relaciones cuando su existencia es meramente formal, cuando ya nada importa, cuando hace tiempo que la vía de agua se hizo imposible de achicar? Pero la metáfora (o el símil, más bien) no era acertada, porque ahora intuyo que la actitud de la orquesta del Titanic es la sensata, que lo ridículo es correr y gritar y lanzarse al agua helada a chapotear con un flotador.

Hace muchos años, fui a visitar a un pariente que agonizaba en una planta de oncología de un hospital de Madrid. Era la época en la que todavía se podía fumar en los hospitales (al menos, en las escaleras y en los sitios marginales) y yo, por entonces, fumaba. Más o menos, porque nunca he sido un fumador de verdad. El caso es que me salí a echar un pitillo a la escalera y, mientras estaba allí, un señor mayor con bata me pidió un cigarro. No me lo pensé: se lo ofrecí encantado y le di fuego. Pero, nada más encendérselo, el hombre rompió a toser. Lo de romper fue literal: aquel señor se troceaba y se deshacía con una tos cavernosa que daba miedo. Temí que fuera a caer escalera abajo entre convulsiones y ni siquiera supe reaccionar. Me quedé mirándole como un imbécil. Cuando pasó el ataque de tos, el hombre se enderezó, se aclaró la garganta y chupó una larguísima y placentera calada mientras me daba la espalda y se asomaba a la ventana.

En aquel momento me sentí un desgraciado. El hombre del batín había salido de una puerta con un rótulo enorme en el que se leía: ONCOLOGÍA. Y yo le había dado un cigarro. Con dos cojones. ¿Por qué no le daba una pistola cargada, que al menos no le provocaría tos? Sin embargo, hoy estoy convencido de que hice bien, de que debería haberle regalado el paquete de tabaco entero. Al fin y al cabo, de aquel cigarrillo no se iba a morir. Ni de los siguientes. Cuando todo está perdido, ¿para qué andarnos con miramientos? Si estamos en primavera y sabemos que nunca llegaremos a enterarnos de qué se llevará en la temporada otoño-invierno porque para entonces nos habremos convertido en compost, fumémonos todos los cartones que nos apetezcan.

Si no hay remedio, sirvan otra ronda. Y luego otra. Y si nos tienen que quitar algo, que siempre sea lo bailao. Hollywood, que es el gran compilador de la filosofía epicúrea, lo dejó claro en Casablanca: el mundo se acaba y nosotros nos enamoramos. ¿Es que se puede hacer otra cosa mientras se acaba el mundo? Que sigan tocando, que corra el tabaco.

Por eso no está mal debatir sobre estos temas. Hablemos del sexo de los ángeles, convirtámonos en teólogos de dioses muertos, finjamos que tiene arreglo lo que jamás lo tuvo. Es como bailar un vals, una forma digna y valiente de hacer mutis. ¿Encontraremos una salvación? Seguramente, no, pero en el empeño nos lo pasaremos bien y pondremos a parir a los hijos de puta que nos han llevado a esto y celebraremos que ahora somos los dueños de nuestros destinos, aunque no importe que esos destinos tengan el mismo vuelo que un pañuelo con mocos arrojado al suelo.

Nunca antes se consumió tanta información y tantos productos culturales. Y nunca antes los medios de comunicación y las industrias culturales importaron tan poco. Subrayemos la paradoja, encojámonos de hombros y confiemos en que algún día alguien encuentre la manera de que quienes escriben, declaman, pintan, cantan y dan noticias puedan vivir de su curro. No que se hagan ricos, ni siquiera que aspiren a tener un apartamento en Salou. Con unos ingresos moderadamente dignos, la mayoría se conformaría. No somos buitres, no estamos en esto por la pasta (y si alguno lo está, es rematadamente gilipollas y se ha equivocado de sitio).

En el turno de preguntas hubo una chica (cuyo nombre no recuerdo, lo siento) que planteó algo que sonaba nuevo pero que en realidad es lo de siempre. Dijo que ella sabe muchísimo de fútbol a su pesar, aunque no le gusta, pero como los medios están dando la matraca con el fútbol a todas horas, no le queda más remedio que saber quién es Messi, Mourinho y la madre que los parió a todos, que dicen que se quedó anchísima. Sin embargo, como los medios no hablan de casi nada que huela a cultura, ¿no será ese el problema, que la población no puede llegar a enterarse de que existe un mundo maravilloso de gente creativa y molona capaz de abrir las mentes como si fueran abrelatas lisérgicos?

Yo le pregunté a la chica del público si ella tenía algún problema para enterarse de la vida y milagros de los autores, actores, musicólogos o figurinistas que le interesaran, si le suponía algún inconveniente que no salieran en el Telediario y tuviera que buscarlos por internet. Y me dijo que no, pero que el problema no era ella (siempre sale el viejo Sartre: el infierno son los demás), que se trataba de que la cultura saliera de su gueto y de sus canales endogámicos, y preguntaba si sería posible que unas pequeñas empresas, al margen de los grandes medios, ampliasen esos círculos.

En ese momento, se armó cierto revuelo y perdí el uso de la palabra, la cosa se fue por otros derroteros y me quedé con las ganas de llegar al sitio donde quería ir a parar con mi absurda interpelación, así que lo suelto aquí. En el empeño por demonizar a los medios de comunicación y a la turbia gentuza que hemos trabajado en ellos —y trabajamos, que yo sigo cobrando de algunos—, es habitual otorgarles un poder que nunca han tenido. Se argumenta que Telecinco y Belén Esteban embrutecen a la gente sin caer en la cuenta de que la gente suele venir embrutecida de su casa. El enfoque es justamente el contrario: Belén Esteban es un síntoma de la enfermedad y no su causa.

Es absurdo pedirle a los medios de comunicación que corrijan un problema estructural y básico que tiene que ver con la educación y con la socialización. Aunque Telecinco se convirtiera en la versión pedante del Canal Arte y, en vez de Sálvame, le diera por emitir a todas horas pelis de Kieslowski, óperas postexperimentales norcoreanas y discursos de Foucault sin subtítulos, eso no repercutiría en una ampliación de públicos. Nada de eso nos haría más cultos. Simplemente, le quitaríamos a un montón de gente su tema de conversación en la peluquería. Hay que aclarar si fue antes el huevo o la gallina, y lo que muchas veces de forma despectiva se llama alta cultura (y también muchísimas formas de la cultura popular) precisa de un público formado con un gusto educado. Y el gusto no se forma en dos días, no surge de la nada. Para que haya una masa crítica de personas capaces de gozar con ciertas manifestaciones hace falta un sistema educativo muy diferente al que tenemos y unos mecanismos de socialización completamente distintos. El problema no es la comunicación: es mucho más básico y dramático.

¿Nos da envidia que en Alemania se emitan programas de literatura en prime time con grandes audiencias y que eso repercuta en un mercado del libro poderoso? ¿Se nos cae la baba al ver la exquisitez de la producción de programas de la BBC, sus complejas e inteligentísimas ficciones, su refinamiento y su rigor? ¿Se nos hace el culo pepsicola cuando vamos una ciudad como Aarhus, en Dinamarca, apenas un poblachón del tamaño de Pamplona, que organiza un festival de grupos emergentes en el que se vuelca toda la población, con un exitazo de público que ningún festival de similares características al sur de los Pirineos podría soñar ni puesto hasta las trancas de metanfetamina y Vicks Vaporubs?

Pues claro que  sí, nos morimos de la envidia y nos sentimos paletos. Y entonces volvemos a España y montamos programas de libros como los alemanes, algún entusiasta intenta hacer algo a lo BBC en alguna tele y otros se dedican a programar festivales superchulos y ambiciosos. Y, cuando lo hacemos, resulta que nadie nos hace ni puto caso. No hay nadie al otro lado. ¿Cómo es posible, si estas cosas lo petan en el Benelux? ¿Por qué en España sólo interesa a mi madre y a esa chica rara y pálida que se sentaba al final de la clase y tenía cicatrices chungas en las muñecas?

Y le echamos la culpa a Telecinco y a Belén Esteban, pero ellos no tienen la culpa. La culpa es nuestra por empezar la casa por el tejado. Para tener esos programas de libros, esos festivales y esas BBC, hacen falta varias generaciones de inversión en un sistema educativo, hacen falta universidades de verdad, y no caricaturas como las que tenemos en España, hace falta una gran masa crítica de población empleada en cuadros medios y en sectores productivos que no tengan que ver con la construcción de apartamentos en Torrevieja. Para ser alemanes no basta con parecer alemanes. Hay que estudiar mucho para ser alemán.

Disculpen el exabrupto clasista (o no, es meramente descriptivo), pero España sigue siendo fundamentalmente un país de camareros, albañiles y peluqueras donde una grandísima parte de la población apenas tiene unos estudios secundarios y donde muchos de los que han pasado por la universidad han obtenido un título sin abrir uno solo de los libros de la biblioteca a la que acudían a deglutir unas fotocopias llenas de abreviaturas. ¿Quieren saber por qué no funciona el periodismo cultural? ¿Quieren saber por qué el único periodismo que funciona es el del Carrusel Deportivo? Echen un vistazo a sus vecinos y encontrarán la respuesta. O comparen la Universidad de Cambridge con la Complutense. Por ejemplo.

Yo también quiero ser alemán, pero me parece que lo conseguiré mucho antes yéndome a Alemania que intentando convertir mi país en Alemania.

DANDO LA BRASA

Mañana, miércoles, a las 10 de la madrugada, estaré en el Centro de Historias de Zaragoza, donde se celebran las primeras Jornadas Aragón, Comunidad Cultural, que organiza el colectivo +Cultura, que ha tenido la gentileza (o la terrible equivocación) de invitarme a participar. Las jornadas empiezan hoy, la entrada es gratuita (previa inscripción), pero mi número actúa mañana. Podéis consultar el programa pinchando aquí. Este es el plan previsto en mi sesión:

10:00- 13:00 CUARTA SESIÓN
Cultura y comunicación.  ¿Pueden los medios contribuir a un mejor conocimiento de las prácticas culturales y al mantenimiento y la ampliación de públicos con información de calidad?

Ponentes:

  • Ignacio Bazarra, Cultura Agencia EFE. Madrid
  • Carmen Ruiz, Directora de informativos radio y televisión CARTV, poeta
  • Sergio del Molino, periodista y escritor
  • Melania Bentué, periodista, conocedora de la experiencia informativa 2.0
  • Cristina Fallarás, escritora, periodista, editora a través de Internet
  • Chuse Fernández  Cotenax, coordinador TEA FM, Taller de Radio Creativa
  • Mercedes García Ucelay, periodista especializada en economía y empresa

Presentador y Moderador: Miguel Angel Yusta. Asociación Aragonesa de Escritores.
Relatores:  Iguacel Elhombre. Presidente de PROCURA. Profesionales de la Cultura en Aragón,  Stéphanie Tirloy,  miembro de +Cultura y Alfonso Plou,  Escritor y dramaturgo

Me encanta, porque soy el que lleva el rótulo más anodino y generalista, y me parece estupendo. En realidad, me hubiera encantado que me presentaran como Sergio del Molino, científico y santo. O: Sergio del Molino, épico comensal de El Boñar de León, donde, en una ocasión, a punto estuvo de terminar uno de sus pantagruélicos cocidos. Pero no coló ninguna de las dos.

Somos tres hombres y tres mujeres, una mesa paritaria. Yo intentaré no ser muy brasas y participar en el debate, que lo que mola de estas cosas es que los ponentes discutan y se peguen. Somos todos muy educados, y a esas horas estaremos sobrios, pero aún así confío en que haya algo de tensión. Espero, en cualquier caso, que lo pasemos bien. Hablaré en serio, lo prometo. Muy en serio, pero con amenidad.

ENEMIGO, BY GUILLERMO BUSUTIL

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Esto salió este sábado en La Opinión de Málaga. La considero una de las mejores y más hondas lecturas que se han hecho de mi novela. Por si a alguien le importa (que no creo).

ENEMIGO, BY ANTÓN CASTRO

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Sobre ¡Despidan a esos desgraciados!, de Jack Green (Alpha Decay)

Fusilo grosso modo el prólogo de José Luis Amores: en 1955, un joven y desconocido escritor de 32 años llamado William Gaddis publicó su primera novela, The Recognitions (Los reconocimientos, en español, idioma en el que apareció en 1987 y en el que vuelve a reeditarse este año en una nueva y mejorada traducción gentileza de la editorial Sextopiso). La novela tenía unas mil páginas y se vendía al desorbitadísimo precio de 7,50 dólares en una edición primorosa de la primorosísima casa Harcourt, Brace & Company. Todas estas circunstancias (a saber: a) juventud e intrascendencia pública del autor; b) desmedida y rusa extensión, y c) envidia cochina por que un Don Nadie recibiese los mimos de una exquisita casa editora que negaba el saludo a muchos Don Alguien) condujeron a un menosprecio, cuando no directamente desprecio, de la crítica literaria. Los reconocimientos motivó 55 reseñas en periódicos y revistas estadounidenses el año de su publicación. Sólo dos hablaron del libro en términos positivos. El resto (53 de 55) lo despachó como fatuo, incomprensible, megalómano, ridículo, bisoño, naíf, etc., etc., etc.

En 1962, siete años después del vapuleo (que provocó que ni siquiera los familiares cercanos del autor comprasen la novela), un tal Jack Green, admirador entusiasta de la obra, que considera una de las mejores novelas escritas en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX, se propuso desmontar el ninguneo y los ataques que recibieron el libro, a su parecer no sólo injustos, sino claramente incompetentes. Analizó las 55 reseñas y encontró en ellas errores de planteamiento, de análisis y de juicio tan graves que concluyó que la mayoría de los críticos ni siquiera se habían molestado en leerse el libro del que estaban escribiendo.

Jack Green detectó errores en la enumeración de los personajes, en la identificación de los temas, en el resumen de las tramas e, incluso, en la reproducción de pasajes del libro, que estaban mal transcritos. Parecía que estaban hablando de una novela distinta, atribuían al autor intenciones que no se justificaban en el texto y tomaban en serio escenas que tenían una función claramente humorística. Los más finos acusaban a Gaddis de ser un reaccionario que preconizaba la vuelta a una religiosidad cristiana primitiva, cuando planteaba justamente una crítica al fanatismo religioso. Muchos se limitaron a fusilar la contraportada de la novela, sin molestarse demasiado en cambiar las palabras.

Jack Green (seudónimo), cabreado, decidió escribir y costear la publicacion de unos fanzines, que tituló newspaper, en los que desmontó la impostura de estos críticos y demostró que Los reconocimientos había sido víctima de unos reseñistas ineptos que no sabían hacer el trabajo por el que supuestamente le pagaban: les habían puesto una obra maestra delante de los ojos y habían sido incapaces de verla. Lo cierto es que, hoy, Los reconocimientos sí que goza de mucho ídem. La crítica que en su día escupió sobre ella, veinte años después empezó a reivindicarla como una pieza fundamental de la narrativa estadounidense. En los resúmenes de los mejores libros del siglo XX, casi todos los diarios y revistas literarios la han incluido en lugares altos de las tablas, su lectura es obligatoria en la mayoría de las universidades americanas y existe un consenso que la coloca a la altura de escritores como James Joyce o Thomas Mann.

De hecho, el panfleto de Jack Green sacudió las redacciones de muchos periódicos y revistas. Algunos de los críticos denunciados fueron, efectivamente, despedidos, y la crítica literaria hizo un ejercicio de autocrítica. Este librito no pasó desapercibido ni predicó en el desierto. Por eso es interesante leerlo hoy. Y porque, pese a todo, muchos de los estereotipos que se identifican en él siguen lastrando la manera de hacer crítica. Al menos, en España y en sus suplementos y revistas mainstream. Hoy también puede pasar: hoy también puede aparecer una obra maestra que los críticos despachen con dos adjetivos semiocurrentes.

El hallazgo más audaz e inquietante de Green es el de los clichés de la crítica. Analizando las 55 reseñas se dio cuenta de que, por lo general, la crítica abordaba los libros atendiendo a una serie de clichés o prejuicios que se anteponían siempre a la lectura del libro en cuestión. De hecho, no era necesario leer el libro para reseñarlo: una obra voluminosa, escrita por un autor novel y joven y editada por un sello de prestigio acumula tantos clichés que impiden una valoración honesta de lo que realmente está escrito.

Es decir: una novela de un autor joven ha de ser por fuerza inmadura. Si es larga y de trama compleja, además, es pretenciosa. Hay que bajarle los humos al chaval, que sin duda se cree Proust o algo peor. Si maneja y cruza muchas referencias culturales, añade información superflua con el único objetivo de quedar por encima del lector y demostrarle su sapiencia (erudición fatua). Valoraciones así las encontramos constantemente, pero son simples prejuicios de portera envidiosa: ¿quién nos dice que un joven escritor primerizo no puede ser, efectivamente, tan grande como Proust? ¿Quién dice que no pueda escribir una novela madura, sólida y original? ¿Quién dice que las referencias culturales no sean esenciales para la construcción del libro?

Lo mejor es que también hay clichés si el autor escribe una obra breve y desnuda de erudición. En ese caso, el jovenzano se ha limitado a hacer un ejercicio de estilo, quizá bienintencionado, pero insuficiente.

En general, los críticos vilipendiados por Green escenificaron el mito de Procusto: ante una obra que no encajaba en su estrechísima visión de la literatura, la mutilaron hasta hacerla encajar en sus prejuicios, sin molestarse en juzgarla como merecía, dedicándole la atención que reclamaba. Green está convencido de que hubieran hecho exactamente lo mismo con el Ullises de Joyce o con alguna de las grandes novelas de Thomas Mann. Incluso llega a sugerir (y no le falta razón) que los mismos argumentos que emplean para cargarse Los reconocimientos servirían para despachar Guerra y paz como un pomposo e insufrible libro fallido.

Poniéndonos estructuralistas (qué coñazo, ponerse estructuralista), el problema es, sin embargo, sistémico. Resulta obvio que los clichés de la crítica cumplen una función en cualquier época: preservar el canon dominante. Cualquier obra que no encaje en él o que aspire a transgredirlo, encontrará a la crítica coetánea de frente, absolutamente incapacitada para valorar positivamente su audacia o su transgresión. Si no fuera así, no habría poéticas ni discursos dominantes ni modas ni tendencias ni capillas. La literatura, aún hoy, sigue siendo una cuestión de militancia. El gusto es ideológico.

Como lector, se me suele tachar de ecléctico. Soy un lector raro, sin gustos monolíticos. Disfruto de autores con poéticas opuestas, casi nunca tomo partido. Eso me convierte en un lector melifluo, oportunista, de poco fiar. Porque concibo la literatura como una pasión sin ideología. Porque me emociona el hecho de encontrar la voz honesta del autor en las páginas, sin importarme su escuela o en qué partido literario milita.

Claro que tengo un gusto que procuro educar y que me predispone mejor hacia unas narraciones que otras. Claro que prefiero a unos escritores sobre otros. Claro que prefiero la garra de un norteamericano a un seudoexperimentalista francés, claro que prefiero un chuletón a un suave lecho de hidrógeno líquido, pero mis gustos no son anteojeras ni carnets de afiliado y no me impiden gozar de un autor ajeno por completo a ellos o dejarme sorprender por algo nuevo. Me considero lo bastante refinado para reconocer la buena literatura incluso en aquellos territorios que me repelen.

Quiero creer que mi actitud me habría permitido reconocer la grandeza de Los reconocimientos. Pero, quién sabe. A veces, ni eso es una garantía.