Archivo mensual: febrero 2011

PEDAGOGOS A GOGÓ

Añado una nueva desgracia a mi vida: el descubrimiento de Clan TV por  parte de mi hijo. En casa no le hace caso a los dibujos, más allá de unas leves catas en el minimalista mundo de Pocoyó, pero en el hospital los estímulos no abundan y el aburrimiento florece con más profusión que las arrugas en la cara de Belén Esteban, así que nos tenemos que tragar muchas horas de programación infantil. Aunque él no la mire —que no la mira—, pero no tolera que se apague la tele.

Horror.

En vez de terminar de volverme loco, he decidido disfrutar de los que pueda, y he descubierto que el mundo del entretenimiento infantil está lleno de nazis, de curas y —lo más preocupante— de pedagogos.

De la pedagogía líbranos, oh, Monstruo de Amstetten, yo te imploro.

Hay una convicción muy extendida entre los adultos que asegura que toda actividad infantil ha de estar orientada siempre y necesariamente hacia el aprendizaje. Si se lee un cuento, el cuento tiene que enseñar a recoger la mesa después de cenar. Si se juega a un juego de mesa, éste debe enseñar los elementos de la tabla periódica o cómo tratar educadamente a las tías segundas con papada. Si se da un paseo, hay que aprovechar la charla padre-hijo para repasar los verbos irregulares en inglés. Y, por supuesto, si se ve la tele, hay que aprender a lavarse las manos, a acostarse pronto, a mirar a ambos lados antes de cruzar la calle y a no obligar a los hermanos menores a comer los mocos que previamente se han extraído de las narices, por muy nutritivos y ricos en proteínas que sean.

La infancia no admite tiempos muertos, todo es pedagógico, el aprendizaje es una tarea full-time. Todavía no ha colonizado el sueño, pero ya inventarán la forma de aprovechar las horas de descanso para no descansar de la labor educativa.

Sin embargo, los adultos estamos exentos de la pedagogía. Cuando nos divertimos, no buscamos discotecas didácticas. Cuando vamos al cine, no aprovechamos para repasar inglés y para aprender que hay que tomar cinco piezas de fruta al día (¿o eran veinte?). Cuando ligamos y nos metemos en la cama con otro congénere, no aprovechamos para afianzar nuestros conocimientos teóricos de anatomía humana que dimos en ciencias naturales (aunque a más de uno le vendría bien para mejorar su caché sexual).

Es decir, que los adultos hacemos muchas cosas simplemente porque nos divierten, y su único valor es la diversión que experimentamos con ellas. Incluso aunque seamos conscientes de que esa diversión no es inocua y que puede provocarnos daños. Pero a los niños les privamos de ese placer. O, lo que es peor: se lo ofrecemos a condición de que sea útil, de que les reporte un bien para el futuro, de que aprovechen el tiempo.

La utilidad, cuántos crímenes se han cometido en su nombre.

Comparo dos series de dibujos que emiten en Clan TV. Una se titula Lazy Town, y la otra, George de la Jungla.

Lazy Town transcurre en el pueblo del mismo nombre, traducido como Villa Pereza. Para no caer en la holganza y la gordura, sus niños tienen que moverse y hacer muchísimo deporte y muchísimos bailes. Porque la pereza es el mayor pecado. Comandados por Sportacus (espero que el guionista que lo inventó esté siendo torturado a base de ingestas masivas de grasas trans) y jaleados por Stephanie (una irritante mocosa con peluca rosa aspirante a niña prodigio y que tiene muchas papeletas para desarrollar una adicción a los barbitúricos y para actuar en despedidas de soltero gays dentro de unos años), los niños hacen mucho deporte y bailan mucho. Y como necesitan energía para mantener su vigoréxica actividad, Sportacus les provee de sportchuches: plátanos, manzanas y lechugas que los niños tragan como si fueran anfetaminas. El sueño húmedo de los agricultores de Almería, que parecen haber financiado la serie junto con la federación de empresarios de gimnasios y clubes deportivos.

Por supuesto, hay un malo en Lazy Town. Un tipo de mentón prominente cuyo nombre no he retenido, pero cuya misión es hacer engordar a los niños regalándoles hamburguesas y helados e incitándoles a que se amodorren en el sofá viendo la tele (¿viendo Lazy Town, quizá, oh paradoja de las paradojas?). Sportacus y Stephanie, con coreografías de aerobic y canciones supermegachulas, siempre frustran los planes del malvado y mantienen sana y marchosa —y, en lo que a Stephanie se refiere, con una inflamación inguinal inexplicable y a la que Sportacus no da respuesta— a la población de su villa.

¿Queda claro el mensaje, gordito de mierda? Espabila o revienta. Hoy te lo decimos con canciones, mañana te lo diremos en el campamento militar.

A los judíos también empezaron advirtiéndoles con series musicales, y como no hicieron caso, hubo que internarlos por su bien.

Veamos ahora George de la Jungla. George vive en la jungla con su amigo gorila y las chicas Úrsula y Magnolia. El gorila es un tipo sensato y reposado, casi un intelectual. Úrsula y Magnolia son dos pánfilas de aquí te espero, y George es un individuo mentalmente perturbado e hiperactivo que se obsesiona con las chorradas más extravagantes y que enreda a todos en unos líos de los que les tienen que rescatar otros. Cada episodio es disparatado, cruel, ácido y hasta violento (al estilo Warner o Hanna Barbera). George no come fruta ni pretende que nadie la coma (en todo caso, y analizando el diámetro de sus pupilas, parece que ingiere otro tipo de sustancias). George no se preocupa por el bienestar de nadie, no intenta hacer de su mundo un lugar mejor y no adivinaría ni por asomo el significado de la palabra moraleja. Al final de cada episodio, todo vuelve a la normalidad por exigencias dramáticas y de continuidad de la serie, pero George nunca aprende nada de sus disparates, y todos sabemos que el siguiente que cometerá será peor que el anterior.

Los autores de George de la Jungla no quieren que los niños coman mejor, se sienten correctamente o aprendan a decir por favor. Los autores de George de la Jungla sólo quieren que los niños se diviertan, y para ello, han confiado en el casi siempre eficaz recurso de la transgresión: si George es divertido es porque hace todo lo que generalmente nos prohíben o, simplemente, no se puede hacer por imposibilidad física (parece difícil volar con las alas gigantes de una garrapata imperial adherida al cráneo, como hace en un episodio). George mola porque es un gamberro y un zurullo descerebrado. George mola porque no pontifica y no pretende erigirse en modelo de conducta.

En definitiva, George mola porque no trata a los niños como imbéciles.

Porque —oh, sorpresa— los niños no son imbéciles. A diferencia de muchos adultos, saben distinguir perfectamente una ficción paródica de las circunstancias del mundo real. Saben reírse con una situación absurda porque la identifican como absurda y no ejecutable en la vida cotidiana.

George de la Jungla (y Bob Esponja, y otros ejemplos) respeta la necesidad de los niños de divertirse sin aprender, de perder el tiempo, de gozar por el puro placer de gozar, sin dar razones ni rellenar autoevaluaciones ni llevar la cuenta de cuántas buenas acciones se han hecho hoy.

Todo el entretenimiento infantil está sometido a un escrutinio ridículo: que no sea demasiado violento ni demasiado tal ni demasiado cual. Como si jugar a matar equivaliera a matar de verdad. O como si jugar a los médicos equivaliera a ejercer la medicina de verdad. Los niños entienden perfectamente las fronteras de la ficción y el juego, y cuando juegan, les gusta jugar, no que les den la monserga. ¿De verdad hay tantos niños traumatizados por diversiones inapropiadas o no supervisadas por pedagogos acreditados? Personalmente, me parece mucho más peligroso para mi hijo el contacto con los comentarios biliosos de un taxista que la saga completa de Saw y un maratón de snuff-movies.

Dicho todo lo cual, pongan Lazy Town: reeduquen a sus hijos de una manera que haría sentirse orgulloso a Mao Tsé Tung.

CONSEJOS VENDO

The Station Agent es una peli pequeñita que he visto varias veces. Uno de sus personajes es una madre que ha perdido a su hijo y, tras su muerte, ha dejado a su marido y se ha refugiado en un pueblo perdido donde nada le recuerda su antigua vida. En una secuencia le confiesa al protagonista la verdadera razón de su huida: “Estaba harta de que todo el mundo me mirara y pensara: ‘Pobre, su hijo ha muerto”.

El consuelo es un arte que muy pocos dominan, y en unas manos torpes puede ser demoledor para el presuntamente consolado. Muchos consoladores sólo consiguen hundirte más con ánimos falsos o infantiles, aunque los peores son los que creen saber cómo te sientes, los que presumen de empáticos.

Norma fundamental y básica para todo aquel que cree caber en cualquier piel: nadie tiene ni puta idea de cómo nos sentimos. Y no tiene por qué saberlo, a no ser que haya pasado por una situación igual, así que no es preciso fingir nada.

Estoy hablando de los círculos concéntricos exteriores de las relaciones humanas, no del entorno directo, no de la gente que te quiere en primera línea, la familia y los amigos. Esos sí que saben ayudarte porque, con intensidades y calidades distintas, comparten sinceramente tu dolor. A menudo sin saberlo y desde la frustración de no poder ayudar. Cuántas veces me han pedido disculpas amigos míos por llorar cuando ellos creen que deberían ofrecerme una entereza de la que no disponen. No sé cómo explicarles que sus lágrimas me halagan, que me hacen sentirme muy querido, que con ellas hacen suya mi desgracia, y no pueden darme nada mejor.

Pero en el magma social exterior florecen todo tipo de inconveniencias (un inciso: florecen inconveniencias, pero no sólo ni fundamentalmente, son muchas más las muestras de cariño y calor que recibimos; simplemente, las espinas pinchan más de lo que confortan las caricias), y la principal de ellas es aquella que interpreta todos nuestros actos en clave de duelo. Si decimos algo que les parece una tontería o una barbaridad, es que estamos trastornados. Si emitimos un juicio que no gusta, es que estamos trastornados. Si hacemos una broma que no cae bien, es que estamos trastornados. Si nos tomamos una copa, es que estamos trastornados, y si no nos la tomamos, también. Si leemos un libro triste, es que estamos trastornados. Si leemos un libro cómico, es que estamos trastornados. Si se nos olvida apagar la luz, es que estamos trastornados. Si se nos escapa un pedo, es que estamos trastornados. Si escribimos secuencias repetitivas, es que estamos trastornados. Ya se sabe: mucho trabajo y no jugar hacen de Jack un aburrido. Nada que no solucione un buen cóctel de barbitúricos.

Pues sí, estamos trastornados, pero no todo lo que hacemos o decimos se explica por eso. Seguimos vivos (todos), estamos cuerdos y somos dueños sensatos de nuestras palabras y de nuestros actos, y no eludimos las responsabilidades que conllevan.

Por mi carácter, he expuesto muchas cosas que otros hubieran preferido callar. Incluso he expuesto muchas cosas que otros hubieran preferido no leer. No sé muy bien las razones que me han impulsado a hacerlo, aunque tienen que ver con lo que significa para mí este espacio y lo que me ha permitido crecer y explorar muchos aspectos de mí en el pasado. Aquí encuentro un desagüe a la medida de mis necesidades, aquí me siento libre y aquí puedo dar forma tangible al horror. Pero eso no otorga derechos al que lee a juzgar mi trastorno y a manifestarme su juicio no solicitado. Sé que es un riesgo que corro al exponerme públicamente, pero que asuma los riesgos no quiere decir que esté dispuesto a tolerarlos.

Toda esta diatriba incomprensible viene a propósito de un comentario al post anterior que considera que la supuesta brutalidad de mis textos se debe a la enfermedad que padece mi hijo. Expone que mi opinión literaria sobre las columnas de Rosa Montero, que llevo casi veinte años detestando con creciente asombro, tiene que ver con lo que estoy pasando.

¿Es mucho pedir que los torpes se abstengan de remitirme sus torpezas? Que las comenten en sus casas, no en la mía. Siempre he sido partidario de que las críticas se hagan a la espalda. Si creen que estoy enajenado y que el cerebro se me derrite como una fondue, están en su derecho de pensarlo y de comentárselo a sus colegas, pero a mí no me lo digan. En este terreno, no quiero opiniones no solicitadas, por muy envueltas en buena voluntad y cariño que vengan.

El personaje de The Station Agent huyó porque necesitaba ser de nuevo ella, y no la-madre-que-perdió-a-su-hijo. Porque con tanta compasión de fulanos metomentodo ni siquiera encontraba un hueco para expresar su pena. Hay una secuencia de la película en la que finalmente estalla y manifiesta todo su dolor, ese dolor que los que la compadecían no le dejaban sacar. Sólo entonces empieza a recomponer su personalidad, sólo entonces vuelve a ser ella.

¿A nosotros nos van a dejar ser nosotros o tendremos que ceñirnos a nuestro papel de locos?

Insisto en que el cariño y el calor bien entendidos y eficaces dominan ampliamente, pero a mí me duelen especialmente las torpezas y algunas que otras maldades y mezquindades, que también las ha habido. Por eso hablo de ellas.

Un sólo ejemplo y ya me detengo.

Hace unas semanas recibí un email de una familiar lejanísima que empezaba diciendo: “No me conoces y yo sólo te he visto dos veces cuando eras muy pequeño”. Bien, empezamos bien, pensé. Otro familiar le había dado mi contacto. Resulta que estaba montando un árbol genealógico para regalárselo a no sé qué abuela que cumple 100 años y me pedía que le mandara fotos en primer plano de mí, de mi chica y de mi hijo. Era muy escueto y muy directo. Comenté con Cris lo inoportuno que me parecía que nos molestaran con estas cosas en nuestra situación, y pensé en responderle con acritud e insolencia. Cris me contuvo: “Seguramente no sepa lo de Pablo, rehúsa amablemente explicando lo que pasa y ya está”. Yo repuse: “Lo tiene que saber, quien le ha dado mi contacto se lo ha tenido que decir sin duda ninguna”. “A lo mejor hablaron hace meses, antes de que pasara nada, y te escribe ahora”.

Total, que decidí ser amable y le respondí que lamentablemente mi hijo tiene cáncer y que en las circunstancias actuales no le iba a hacer una foto actualizada de primer plano para un póster de una gente que no conozco. En la respuesta, me dijo: “Ya sabía lo de tu hijo”. Ajá —satisfacción y regodeo de mi parte, esa sensación triunfal que se siente en pareja al tener razón, que en mi caso ocurre muy poquitas veces—, luego, si lo sabía, ¿por qué me escribió ese mail en el que no hacía mención del tema?

Por hijaputez, claro. Porque le importaba más su póster de powerpoint que molestar a una familia que no está para gaitas. Y si cuela, cuela. Me arrepentí de mi amabilidad.

De verdad que no es tan difícil tratarnos. Basta con saber que no somos niños, ni idiotas, ni locos. Que sólo mordemos en defensa propia. Sabemos que esto es largo y que es difícil mantener el apoyo tanto tiempo. No consiste en dar un abrazo y hasta luego, esto es durísimo y agotador, una prueba de resistencia llevada al límite, también para los amigos. Pero, sorprendentemente, hay quien sabe estar muy bien, y no tendremos días en nuestras vidas para agradecerlo. Y también sorprendentemente, hay quien sólo sabe cagarla.

Y dicho todo esto, que quede claro que mis opiniones y bromas sobre cualquier cuestión no relacionada con esto no responden a mi presunta enajenación. Se pueden refutar y maldecir, podrán parecerles respetables o monstruosas, pero no me vengan con condescendencias de baratillo, que todos somos adultos y sabemos lo que decimos.

DECONSTRUCTING ROSA

Cuando me enteré de que andaba suelto por internet un asesino de cachorritos, pensé inmediatamente en dos personas: en Bigas Luna y en Rosa Montero.

Pensamiento número uno: esto ya lo vimos en Caniche, con mucho más arte.

Pensamiento número dos: verás qué poco tarda Rosa Montero en escribir una columna sobre el particular.

Pensado y hecho. Creo que Rosa Montero redactó la columna antes incluso de que se produjera el canicidio (lo que la convierte inmediatamente en sospechosa: investigue, brigada canina, investigue). No todos los días le regalan a Miss Montero un argumento columnístico tan apropiado, que viene como collar al perro.

La columna se titula Reacciona, y por su interés, voy a proceder a deconstruirla —como los personajes de Bigas Luna deconstruyeron a aquel caniche—. Ruego a mis alumnos de los talleres literarios que no sigan leyendo si no tienen al día los pagos de su matrícula.

Empieza Doña Rosa:

Un repugnante imbécil que dice ser de Badajoz colgó en su blog hace una semana, bajo seudónimo, un vídeo atroz de 11 minutos con las salvajes torturas infligidas hasta la muerte a dos cachorrillos de perro (al parecer era un resumen de 11 horas de tormento).

“Dice ser”, “al parecer”… Demasiadas suposiciones. Just the facts, Rosa, que parece mentira que llevemos tantos años en esto. “Repugnante imbécil” suena fuerte, pero inadecuado: la repugnancia y la imbecilidad no son propiedades que se relacionen y, por tanto, no se potencian la una a la otra. Por el tono, creo que Rosa quería escribir “hijo de puta”, pero la niña del Sagrado Corazón que habita en ella le condujo a este extraño insulto descafeinado equiparable a un recórcholis. Por último: “cachorro” ya denota pequeñez, sobra el diminutivo “cachorrillo”.

Sigamos (son sólo fragmentos, no la copio entera):

La policía dice tener pruebas de que las imágenes se han subido a Internet desde fuera de España. Pero yo pienso que es un compatriota: es muy fácil camuflar el rastro cibernético, y aún más fácil enviar las imágenes a un compinche en el extranjero para disimular su procedencia.

“Pero yo pienso que es un compatriota”. ¿Y no hay compatriotas fuera de España que pueden subir imágenes a internet desde el extranjero? Incluso puede haber gente de Badajoz que viva fuera de España (es raro, ya que es notorio el apego que los de Badajoz sienten por su ciudad, casi tanto como por el picadillo de perro, pero alguno habrá). ¿No ha visto Extremeños por el mundo (brigada canina: revisen los programas de Extremeños por el mundo, el asesino puede estar en ellos. Es más, el asesino podría estar también entre el reparto de la sensacional película Los extremeños se tocan. No hay que descartar nada)?

Brigada canina, siga tomando notas. Dice Doña Rosa: “Es muy fácil camuflar el rastro cibernético”. Ajá, ¿a que no habían caído en ello? Elemental, puesto que no son escritores de éxito y no entienden de rastros cibernéticos. “Y aún más fácil enviar las imágenes a un compinche”. ¿Un compinche? ¡Voto a bríos! ¿En qué año estamos? Sé que, según la portada de El País, con declaraciones impactantes de Tejero, estamos en 1981, pero los últimos estudios filológicos indican que el vocablo compinche está en desuso desde que Carlos V decidió retirarse a Yuste y promulgó un decreto prohibiendo su escritura.

Sagaz, Miss Montero, muy sagaz. Rastros cibernéticos, compinches… Mmm, esto empieza a encajar. Veamos adónde nos llevan sus audaces deducciones:

Noticias como esta rompen el corazón, manchan el mundo. No hay ningún atractivo demoníaco, ninguna oscura épica en provocar un sufrimiento tan fácil y tan obvio; el Mal, en realidad, es justamente esto: un cretino siendo absolutamente cruel con unas criaturas absolutamente indefensas. Exijo que una atrocidad así se convierta en algo inadmisible. Que lo detengan. Que lo metan en la cárcel, que se tomen medidas para que no vuelva a suceder. No solo por principios, por civilidad, por compasión, sino también para defendernos de ese tarado: alguien capaz de hacer algo así, ¿qué no hará a los niños, a los viejos?

A mí sí que se me rompe el corazón por la válvula sintáctica. El sufrimiento será “fácil y obvio”, pero esta prosa es “demoníaca” (aunque sin atractivo) y “oscura”. “Exijo que una atrocidad así se convierta en algo inadmisible”. La atrocidad se está cometiendo contra Antonio de Nebrija, cuyos huesos crujen y se retuercen tanto como las frases apasionadas de Rosa Montero. “Exijo que se convierta” lo dicen los magos. “Que lo metan en la cárcel”. Lo que usted diga, Miss Montero, exigiremos que el ordenamiento jurídico se convierta en algo al servicio de su moral de ursulina.

“Alguien capaz de hacer algo así, ¿qué no hará a los niños, a los viejos?”. O a las autoras de best seller con columna en la contra de El País, no se descarte como víctima tan fácilmente (a menos que asuma incluirse en una de las dos categorías enumeradas, y todos sabemos que en la primera no entra por poquitos años). Es un razonamiento impecable. Como dijo Thomas de Quincey:

“Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no se sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento”.

Sigue la columna:

España arrastra una indecente tradición de crueldad contra los animales y actualmente el sadismo se cultiva en el mundo entero con películas morbosas de extremada violencia que los jóvenes tragan con delectación. Si crees que todo esto no te afecta y que la agonía de esos cachorritos no hace que tu vida sea más miserable y más peligrosa, te equivocas. Reacciona, protesta.

“Películas morbosas de extremada violencia que los jóvenes tragan con delectación”. Creo que el uso figurativo del verbo tragar referido a una película ha de emplearse de forma reflexiva (los jóvenes se tragan), pero, ¿a quién le importa el lenguaje cuando la vida de miles de cachorros o cachorrillos está en peligro? Se referirá a películas como Caniche, de Bigas Luna. En cualquier caso, no son películas lo que los jóvenes tragan con delectación.

Tiemblo ante el alegato final: “Si crees que todo esto no te afecta… te equivocas”. Lástima que se le termine el espacio de la columna y no le quepan los contundentes argumentos que refuten mi equivocación. Con decir que estoy equivocado, no pruebas mi error. Y no, no creo que la agonía de esos cachorros (de nuevo, sobra el diminutivo) haga que mi vida sea más miserable ni mucho menos más peligrosa.

¿Sabes qué hace que mi vida sea más miserable y más peligrosa? Los taxistas, las señoras con paraguas y los padres de la Constitución. Los asesinos de cachorros no me afectan, ni siquiera cuando los veo en las pelis de Bigas Luna.

PS off topic.- El secreto mejor guardado del 23-F lo he descubierto yo: Carrillo y Gutierrez Mellado no se quedaron en su escaño por valentía, sino por artrosis. En décimas de segundo, valoraron que el dolor que sentirían agachándose iba a ser muy superior al de recibir un balazo, y rumiaron: “Me pegarán un tiro, pero la espalda no me crujirá”. Luego vino el malentendido de los héroes, ellos quisieron aclararlo, pero el CESID no les dejó. Lo de Suárez no fue artrosis: es que le preocupaban más las puñaladas que volaban desde los escaños de su grupo parlamentario.

TEJERO, VUELVE

Que sí, que tu padre pasó mucho miedo el 23-F. Y el mío, y el de aquel. Y no sé quien quemó su carnet del PCE, y no sé cuantitos se enfrentó valerosamente a un grupo de Fuerza Nueva que cantaba el Cara al sol, y Fulano estaba haciendo la mili y le tocó salir a patrullar, y Mengano se reunió con su grupo de la CNT y se pasaron la noche imprimiendo cuartillas en una multicopista, y Zutano hizo las maletas y llenó el depósito de gasolina y luego se arrepintió porque estaban a fin de mes y se había fundido en combustible lo que le quedaba para comer esa semana, y Zutanete tembló por la frágil y recién nacida democracia, tan débil ella.

Joder, ¿es que en España no había fachas? ¿Es que nadie recuerda el 23-F como un día esperanzado de retorno a los valores que inspiraron el Alzamiento, coño? ¿Es que nadie se puso a cantar, como hacían los Requetés, “vamos a matar más rojos que flores tienen abril y mayo”? Los que hoy hacen Intereconomía, ¿dónde estaban el 23-F? A ver si va a resultar cierto que todo el mundo estaba preocupadísimo por la joven y frágil democracia.

El relato que se ha construido sobre ese día es estomagante. Estoy convencido de que el 90% de los recuerdos evocados son más falsos que la farsa monea, porque hay una ley física que establece que todo recuerdo evocado más de veinte veces se convierte inmediatamente en una mentira que engrandece al mentiroso. El indiferente se vuelve comprometido; el ex jefe provincial del Movimiento deviene democráta de centroizquierda, y el cobarde que una vez hojeó El manifiesto comunista por error (le habían dicho que era un libro muy guarro, como El último tango en París), intrépido militante del PCE.

Y van 30 años dando vueltas al asunto más resobado de este país. El enigma con menos misterios que la historia ha conocido. Me lo dijo un so called experto en el tema mientras preparaba un —oh, sí, yo también, Bruto, hijo mío— un especial aniversario para Heraldo: “Del 23-F se sabe absolutamente todo, no queda un papel por expurgar ni un testimonio por exprimir”.

¿Qué tenemos que hacer para pasar página al fin? ¿Qué hay que hacer para que se detenga esta matraca anual, que este año viene con película incluida?

La respuesta es clara: otro 23-F. Una mancha de mora, con otra se quita. Que monten otro golpe de Estado, sólo así dejaremos de hablar de ese golpe de Estado.

Piénsenlo: todo son ventajas. Acabaremos igual de hartos del nuevo golpe que del viejo, pero durante unos diez años será novedoso. Se irán destapando poco a poco sus entresijos, se irán traicionando unos a otros sus responsables y será muy gracioso ver cómo el anciano rey esta vez es incapaz de terminar su discurso televisado y se duerme a la mitad porque a partir de las ocho ya sólo está para sopitas y una siesta.

Es más, propongo que se monten golpes de Estado cíclicos, para que nunca se agote su efecto revigorizante. En cuanto el relato de uno de ellos empiece a oler, que el instituto armado organice otro, con tricornios si hace falta, pero que no decaiga nunca la fiesta. Cualquiera que organice cenas en su casa se preocupa por que la conversación sea amena, y en cuanto parece que se enquista en un punto, la renueva o hace algo imprevisto para desviar la atención. Pues con el golpismo, exactamente igual.

Tejero, explícale a los jóvenes cómo se hace. Imparte seminarios, explica cómo se pone los abanderados un macho con los cojones bien puestos (lo amarillo delante y lo marrón detrás, no se vayan a equivocar y les vaya a oler lo de delante a lo de atrás y lo de atrás a lo de delante), enseña a zarandear a ministros. Los militares han perdido práctica, necesitan volver a entrenarse en el arte de amedrentar a la nación.

Y luego recordaremos lo demócratas y buenos tíos que fuimos, y cómo quemamos los carnets de la biblioteca pública y del club de pilates, y cómo borramos nuestro perfil de Facebook o lo retocamos para hacerlo afín a las previsibles nuevas autoridades, y cómo tuiteamos a favor de la Consti, y cómo Àngels Barceló apenas confundió los nombres de los golpistas durante la retransmisión de la toma de rehenes y hacia la mitad del programa empezó a comprender qué era el Congreso de los Diputados y para qué servía, y cómo las tiendas de chinos evitaron el desabastecimiento, y cómo Bisbal compuso una canción protesta titulada Los pechitos no se rinden —aunque posteriormente se descubrió que también había compuesto otra que no llegó a grabar titulada Tiranía, tiranía, más te quiero cada día, para el caso de que el golpe triunfase—.

Además, y esto no es cuestión menor, Felipe necesita su 23-F. A su padre le ha venido muy bien para ir tirando, pero su hijo necesita demostrar que nos quiere aunque seamos feos. A ver si le montan algo para que pueda vestirse de general y sacar pecho democrático.

Todo son ventajas. Tejero, vuelve e imparte tu sabiduría, que ya nos va tocando otro golpe.

QUÉ GUIÓN PARA BERLANGA

En un vistazo rápido, veo que ABC es el único medio nacional que ha recogido la noticia de que la aerolínea Pyrenair ha dejado de operar en el aeropuerto de Huesca. Me sorprende, porque se puede hacer mucha sangre. Qué guión podría haber aprovechado Berlanga aquí.

Recapitulo para no aragoneses y para aragoneses desmemoriados.

Hace cuatro años Aena inauguró un moderno aeropuerto en lo que hasta entonces era un modesto aeródromo de aficionados en el paraje de Monflorite, en las cercanías de Huesca. Se le llamó Aeropuerto Huesca-Pirineos, y a la obligada pregunta de para qué cojones querían los oscenses (45.000 habitantes la capital; apenas 200.000 la provincia) un aeropuerto, la propaganda institucional autonómica respondió que para qué iba a ser: ¡para traer esquiadores! Al parecer, había cientos de miles de ejecutivos riquísimos que estaban deseando terminar su consejo de administración de los viernes en Madrid, Londres o Tokio y subirse a un avión rumbo a Huesca con los esquíes sin facturar, como equipaje de mano, para no perder tiempo y tirarse por la pista según bajaban del avión. Se hablaba incluso de servicios VIP de helicópteros que recogerían a estos estresados hombres de corbata y los subirían a lo alto de Cerler o Candanchú desde la misma pista del aeropuerto.

Veréis cómo esto se convierte en Suiza en dos patás. Id montando los restaurantes de lujo e id a Ucrania a buscar unos cuantos autobuses de putas buenas y caras, que en dos inviernos está esto lleno de ricachones soltando billetes de 500 a los aparcahelicópteros.

Se creó una compañía de nombre inequívoco: Pyrenair, que empezó volando desde Londres y todo, y poco a poco fue achicando su lista de destinos. Era vox populi que muchos de sus aviones volaban vacíos o con uno o dos pasajeros, pero no sé cómo lograron evitar que trascendiera el fiasco, y temporada tras temporada se facilitaban unas cifras falsas y prometían crecer no sé cuánto por ciento con respecto al invierno anterior (¿cuánto es el tanto por ciento de cero?).

Hasta que la situación se hizo insostenible, los proveedores exigieron el pago de sus facturas y Pyrenair tuvo que admitir que no tenía liquidez, que en su caja registradora no había ni telarañas porque las habían empeñado. Ahora ha anunciado el cese de su actividad en Huesca.

¿Qué significa esto? Que, ahora mismo, los oscenses tienen un hermoso y novísimo aeropuerto en el que no despega ni aterriza ningún avión y en el que no opera ninguna compañía.

Es precioso, eso sí, y la señora de la limpieza está encantada de poder pasar la mopa sin tener que apartar maletas o pedir a los corrillos de pasajeros que levanten los pies. Además, esto ofrece un nuevo escenario a los cazadores de psicofonías, que disponen de otro edificio para pasar la noche con sus grabadoras. Siempre hay gente que sale beneficiada con estas noticias.

¿Cuánto ha costado a los aragoneses y a los españoles —la obra y su gestión son competencias del Ministerio de Fomento— el capricho aeronáutico de un par de prebostes?

Si el Estado de Derecho fuera tal, ahora mismo se abriría una comisión de investigación en las Cortes de Aragón para determinar quién impulsó y llevó a cabo este despropósito y exigiría las oportunas responsabilidades políticas. Si el Estado de Derecho fuera tal, los culpables de esta situación deberían quedar inhabilitados para ejercer cargos públicos. Si el Estado de Derecho fuera tal, existirían los mecanismos democráticos y parlamentarios adecuados para frenar estas cacicadas.

En muchos aspectos, el Estado de las Autonomías me parece cada vez más un potenciador de neocaciquismos. Su debilidad institucional, que proviene de ser un federalismo a medias y sin definir, favorece la emergencia de reyezuelos, que la mayoría de las veces no logran reunir los votos suficientes para gobernar, ni tan siquiera para ser una oposición creíble, pero sí  lo bastante numerosos como para otorgar mayorías a los partidos grandes. El caciquismo se hace fuerte en ellos. Nunca ganan unas elecciones, pero siempre gobiernan y fuerzan proyectos insensatos en nombre de un desarrollismo caduco e indefendible. Se creen déspotas ilustrados, y en nombre de su tierra, la reparten entre sus amiguetes.

Nadie se tragó el cuento de los esquiadores millonarios que iban a convertir el Alto Aragón en la nueva Suiza, pero se les dejó hacer. Nadie les paró los pies. Unos por interés, porque son deudores de sus favores, y otros, por desidia o por incapacidad.

En Aragón, el inventario de cacicadas está dejando ya demasiados costurones en el mapa. Sólo repaso unos pocos que me vienen a la mente, con una breve contextualización para foranos y desmemoriados:

  • El balneario de Panticosa, un conjunto patrimonial público de valor histórico incalculable, propiedad del Ayuntamiento de Zaragoza, destrozado por una constructora que presentó suspensión de pagos después de montar un complejo de lujo (en lo que eran unas termas sociales) firmado por Norman Foster.
  • El circuito de Alcañiz, con edificios del mismo Foster, que está por ver qué va a pasar con él, pero pinta como otro capricho de faraones de bolsillo.
  • El teatro Fleta de Zaragoza: un espléndido auditorio de estilo racionalista que ha sido completamente destrozado y, tras 12 años de obras y cientos de millones de euros gastados en varios proyectos fantásticos e irrealizables, sigue cerrado y sangrando el presupuesto autonómico. Sólo el escándalo del Fleta debería haber hecho caer algún gobierno.
  • Con dolor lo diré: lo que fue la Expo de Zaragoza, va para tres años y los edificios siguen muertos de risa, superando las profecías de los más agoreros.
  • El aeropuerto de Caudé, en Teruel. Sí, señores, Teruel no existe, pero tiene aeropuerto. Está acabado, pero no se puede inaugurar porque no hay compañías interesadas en operar en él (¿a alguien le extraña?).

La lista es estrambótica y da mucha vergüenza ajena. A sus responsables, en cambio, no parece causarles la menor incomodidad. Ahí seguimos, inaugurando aeropuertos fantasma y hormigonando valles pirenaicos.

Qué guión para Berlanga.

PIRATAS

Para desengrasar de cosas egipcias, un post completamente off topic (soy consciente de que la frase que acabo de escribir es la pesadilla de un filólogo de la Fundéu, ya que ni me molesto en poner cursivas a la barbarie extranjera).

Aunque leí de niño (y de mayor) La isla del tesoro, y sé de calaveras y huesos cruzados, de ho, ho, ho, la botella de ron y de la posada del Almirante Benbow, confieso que no tengo nada claro qué es un pirata.

Intento ponerme en la piel de Robert Louis Stevenson y no sé quién le parecería más digno del calificativo piratil: si las bandas armadas que asaltan barcos pesqueros frente a las costas de Somalia, o los pescadores que se aprovechan de la ausencia de un Estado para esquilmar los recursos pesqueros de un país sin someterse a regulación administrativa alguna.

Tampoco termino de aclararme sobre la piratería cultureta. ¿Quién es el pirata? ¿El que se hace gratis con un producto que casi se le mete solo en el ordenador o la industria que durante años y años ha amasado fortunas a costa de explotar y exprimir el talento ajeno? ¿Quién se aprovecha del trabajo de los artistas? ¿El que lo consume —gratis, pero con interés, y a veces poniéndole subtítulos y garantizando una difusión que no tiene por los cauces comerciales habituales— o el que lo malpaga y lo desvirtúa, mutila o trivializa en nombre del marketing? ¿No es un pirata el que somete a un creador/artista/músico/loquesea a un contrato desigual que le priva de buena parte de los beneficios de su trabajo?

Esa misma industria cultural —no toda, claro, pero en esto al final pagan justos por pecadores— que ahora lloriquea y pide que enchironen a todos los adictos al emule es la misma que lleva décadas obligando a quienes les suministran la materia prima a vender su trabajo por debajo del precio de coste y a asumir unas cláusulas absolutamente indecentes. Es la misma que no se ha cortado en falsear cifras de ventas (que nunca se facilitan y que, a diferencia de lo que ocurre con otros sectores regulados, como la prensa, no están controladas por un organismo independiente como podría ser la OJD) y en racanear sus liquidaciones. ¿Saben cuántos editores “se olvidan” de pagar a sus autores? ¿Saben cuántas discográficas se han apropiado de todos los derechos de unos músicos y se han dedicado a reeditar sus discos sin pagarles nunca un euro? ¿Saben cuántos editores aseguran a sus autores haber vendido menos ejemplares de los que han liquidado?

Es más, ¿saben cuántas editoriales practican la autoedición encubierta —hablo del terreno literario, que es el que controlo, ya perdonarán la especialización—? ¿Cuántos estafadores viven de publicar a pobres diablos sin talento ni posibilidad alguna de llegar a un público literario, a quienes obligan a comprar la mitad de la tirada y les prometen la gloria del parnaso? ¿Cuántas editoriales publican premios literarios de instituciones, cobran el importe de la tirada pero luego nunca tiran nada? Un amigo mío, sin ir más lejos, ganó un premio bastante bien dotado que incluía la edición en un sello hoy ya conocido por todo el mundillo por sus prácticas bucaneras. El editor le entregó una cajita con 20 ejemplares al autor y le dijo que el libro ya estaba lanzado, pero sus amigos intentaban comprarlo y no lo tenían en ninguna librería ni había forma humana de conseguirlo: no constaba en ningún distribuidor. Mosqueado, mi amigo llamaba al editor, quien le daba largas, hasta que se cansó y lo dio por perdido. Está convencido de que el editor sólo imprimió esa cajita de 20 ejemplares para que él los viera, después cobró la pasta para la tirada y se fue una semana a Cancún o a algún sitio asín.

Por eso surgió la profesión de agente o de representante. Porque las empresas culturales actuaban como timadores y eran muy oscurantistas con su gestión.

Yo no me siento estafado, que quede esto claro, lo que expongo es sólo ilustrativo. Los dos primeros contratos de edición que firmé tenían dos o tres páginas y unas cláusulas muy generales en las que se estipulaba que la editorial me comunicaría cuántos ejemplares se habían vendido cada año y procedería a liquidarme mi tanto por ciento. Bien. Sin embargo, el tercer contrato que firmé lo hice a través de mi agente literaria, y lo redactó ella. Esta vez, el documento tenía unas 15 páginas y no era nada general. No sólo se detallaba la forma en la que cobraría mi parte de las ventas, sino que obligaba a la editorial a facilitarme todos los datos referentes a ellas: mi agente se reservaba el derecho de inspeccionar los albaranes y justificantes del distribuidor; de comprobar in situ, en los almacenes, que los ejemplares que quedan en stock son los que la editorial dice tener, y de consultar cada liquidación de cada librería para saber cuántos ejemplares se han vendido en cada establecimiento. También incluye cláusulas que obligan al editor a presentar las facturas del impresor, para comprobar que se han tirado los ejemplares que se acordó tirar, y que, efectivamente, se han distribuido. Esto no es casual: se trata de evitar por todos los medios que el editor me asegure que he vendido 1.000 cuando a lo mejor he vendido 10.000 o tres millones. Y si lo tienen tan detallado es porque esos deslices editoriales estarán mucho más generalizados de lo que nos creemos.

Cuando uno trata con caballeros no precisa de tantas garantías: los contratos de 15 páginas sólo se firman entre granujas. Entre piratas. Para prevenir la puñalada que prevés que te van a dar en cuanto bajes la guardia un segundo. Ya se sabe que los piratas prefieren matarte y quedarse con todo antes que repartir el botín como acordaron al principio. Ir con un representante es como acudir a una cita con padrinos o con guardaespaldas: presupones que no tratas con gente de fiar y buscas protección.

Y los editores aceptan el juego, aceptan que desconfíes de ellos, luego, implícitamente, aceptan su condición pirata. O mafiosa, como gusten. Puede que todos seamos honrados y nos portemos bien, pero, por si acaso, estas son mis pistolas.

Por eso es tan interesante un proyecto como el de Hernán Casciari en Orsai. A mí me preocupa mucho más la piratería de la industria cultural que la que pretende destruirla. La primera me puede joder mucho y es una amenaza real. La segunda, ojalá la sufra. De verdad, ojalá me tenga que preocupar algún día por que mis libros se descargan gratis a mansalva, porque eso significará que mis libros le interesan a mucha gente y tendré una posición más que holgada en el mundillo juntaletril. Si algún día tengo las mismas preocupaciones que Muñoz Molina o que Vargas Llosa significará que soy como ellos y que me invitarán a cocido madrileño todos los jueves en el Ritz. Ojalá tenga yo alguna vez las preocupaciones de Muñoz Molina si eso significa que dirijo el Instituto Cervantes de Nueva York y dos doctorandas italianas y una letona tetona (las tres complacientes y dispuestas a cualquier cosa por la literatura) preparan sus tesis doctorales sobre unos pedetes en forma de novela que me tiré en el año catapún.

Qué quieren que les diga: en ese caso, piratas a mí.

¿UNA OBRA MENOR?

Axioma número uno (irrefutable): Tolstoi es Dios. Y esta vez sí que lo escribo con mayúscula. Crea usted o no en un ente o energía omnipotente y creadora del cosmos, tiene que creer en la divinidad de León Tolstoi (Lev Tolstoi para los traductores modernos).

Sobre este punto no admito discusión ninguna. Nabokov tampoco la admitía —véase su Curso de literatura rusa—, así que no veo razón para ser más papista que Nabokov (porque si Tolstoi es Dios, el padre de Humbert Humbert es su sumo pontífice en la Tierra).

Axioma número dos (refutable, por lo que sólo es un axioma en apariencia): Hadjí Murat es una obra menor del (Dios) Tolstoi.

¿Acaso los dioses tienen obras menores? Podría parecer que la hormiga es menos que un funcionario de la Agencia Tributaria con cuatro trienios en sus lomos, pero si analizamos el lugar que cada cual ocupa en sus hábitats, será fácil admirar la grandeza de la hormiga frente a la habilidad del segundo con los sudokus.

Acostumbrados a medir las cosas al peso, decimos que Anna Karénina y Guerra y paz son obras mayores y Hadjí Murat, una obra menor. Las 1.500 apretadas páginas de cada una de las primeras y las escasas y aireadas 170 de la tercera nos llevan a pensar eso. Prueba definitiva de que los críticos establecen el canon literario sin abrir los libros, tan sólo pesándolos: si es gordo, es una obra mayor, y si es fino, menor. Es un sistema idéntico al que se utiliza para clasificar las heces.

Bueno, al grano, que me despisto. Muy brevemente: Tolstoi empezó a escribir esta bellísima novela —que para algunos no pasará de un cuento largo— en 1904 y la espichó sin publicarla. Una primera versión censurada apareció en 1912, dos años después de la trágica muerte del pobre y atormentado León. La definitiva, la director’s cut, apareció en 1917, año de la revolución, y en ella se entienden las causas de la censura anterior: una de las cosas que viene a decir Tolstoi en Hadjí Murat es que los rusos zaristas eran unos hijos de la grandísima puta, y eso, en un país dominado por rusos zaristas, no se podía decir alegremente.

Hadjí Murat fue un personaje real, un caudillo checheno de mediados del siglo XIX que hostigó a los invasores rusos y les puso en serios aprietos. Hadjí no es un nombre, sino un título, una distinción de respeto que se otorgaba en el Cáucaso a quienes habían peregrinado a La Meca. Tolstoi se inspiró en su historia para contarnos un western, un hermoso western crepuscular en el que condensa sugerentes ideas sobre la lealtad, la amistad, el poder, la tiranía y la libertad, sin mencionar nunca la lealtad, la amistad, el poder, la tiranía ni la libertad.

Digo que es un western. En este librito se puede sustituir a Chechenia por Texas, a Hadjí Murat por Billy The Kid, al zar Nicolás I por el malvado gobernador Lancaster, al príncipe Voronstov por el sheriff McBride, a Shamil por Toro Sentado y a los chechenos por indios, y la novela funcionaría exactamente igual de bien. De hecho, me extraña que no se haya hecho el experimento, porque habría sido algo muy propio de Bertolt Brecht, que admiraba por igual la épica rusa y la épica del Far West (si se ha hecho y lo desconozco, mil disculpas).

También podría reescribirse en clave shakespeariena, pero, ¿qué es el western si no un Shakespeare americanizado?

Como todos los héroes de tragedia, Hadjí Murat tiene un final triste. Como todos los héroes, Hadjí Murat vive condenado por su fatum, y su grandeza no está en luchar contra él, sino en asumirlo con valentía y honor.

En Hadjí Murat está concentrado el mejor Tolstoi, el más doloroso, el más consciente de la impostura del mundo en el que vivía.

Ya lo he dicho y lo repito: Tolstoi es Dios. Se dirá que ya nadie escribe como Tolstoi, pero es que cuando Tolstoi, tampoco nadie escribía como Tolstoi. Bueno, sí, dirán: Dostoievsky y esos rusos amigotes y barbudos. Pues no: siendo grandes, ninguno lo fue tanto como Tolstoi. Nabokov lo dijo, no yo.

SOLEDADES

La literatura está llena de solitarios y de soledades porque la literatura no es social. Tanto su escritura como su lectura son inconcebibles sin el aislamiento del mundo, aunque sea un  aislamiento relativo y permeable. Por eso, buena parte de la literatura —especialmente de la poesía— habla de la soledad y de su insoportable persistencia. La mayoría de las veces, estos lamentos de solitarios no pasan de simples lloriqueos de sociópatas y de misántropos sin talento para convertir su frustración en algo diferente a uno de esos graznidos de amargado que tanto abundan en las cloacas de las oficinas. Avinagrados mediocres y ególatras que creen que la vida les debe algo y que no se cortan en hacérnoslo saber.

Pero cuando la soledad genuina se transforma en literatura de verdad, cuando renuncia a expresarse en forma de resentimiento y se explora con honestidad y con palabras escogidas, no simplemente arrojadas sobre el papel, entonces, queridos, rozamos algo grande. Al menos, algo grande para los que creemos que la literatura es importante. Una de esas cosas importantes de la vida. Y no somos tantos los que creemos eso.

Es la clase de grandeza que he rozado al leer La soledad dejó de ser perfecta, un libro minúsculo (119 páginas) de una editorial apenas insinuada () que surge del capricho de unos libreros de Malasaña (Librería La Clandestina, en la calle La Palma, vía que he zigzagueado un millón de veces en otras tantas intoxicaciones etílicas).

Su autor se llama Alberto de Frutos y —las cartas boca arriba— es amiguete. Compartimos paseos y cinefilias en un Madrid ya prácticamente irreconocible y del que apenas quedan los rótulos de las calles. Ahora es redactor-jefe de una revista de amplia circulación.

[Rumores entre el público, señoras que se levantan airadas: acabáramos, así que va a pelotear a un amiguito. Estos escritores siempre igual, palmeándose el lomo y palpándose los genitales, como macacos en celo. Yo me marcho, que para peloteos con muchos adjetivos ya tengo bastante con las columnas de Juan Cruz.]

Bueno, piensen lo que quieran. Yo aclaro esto en mi descargo. Pero mi madre me enseñó que si no tienes algo bueno que decir, es mejor callarse, y yo sólo aplico ese consejo para los amigos y para los que me ingresan pasta en la cuenta corriente a cambio de mis servicios (para todo lo demás, cuando no tengo algo bueno que decir, perfiero graznarlo, que si se queda dentro, produce gases).

Me estoy liando para decir algo tan simple como que el libro de mi amigo me ha gustado.

[Una señora airada que no se ha ido porque no tiene nada que hacer fuera: sí, claro, por favor, no empiecen a chuparse las pollas todavía.]

Más quisiera usted, señora, pero estas no son horas de porno gay.

Lo cierto es que, de primeras, el título no me gustó: La soledad dejó de ser perfecta. Me sonaba a autoayuda. O lo que es peor: a verso de Cernuda. Pero tras la lectura he comprendido su pertinencia y hasta qué punto condensa el espíritu de todos los relatos que contiene el volumen. Es una frase de un relato, pero eso no importa.

El orden de los cuentos sugiere una trayectoria vital: empiezan hablando de un niño y su madre, de amores primerizos y epifanías iniciáticas, y siguen narrando la emancipación de los padres, los amores secundarios y definitivos, los matrimonios o sucedáneos, las rutinas de la madurez, las ilusiones juveniles vistas desde la cuarentena y, finalmente, la muerte en forma de rayo de luna nunca encontrado.

Los cuentos son desiguales. Hay un par que son brillantes y que me recuerdan un poco a Auster y a cierta tradición americana. Son piezas sin artificio —o con un artificio mínimo e inocente— en las que lo que importa es el tono y la narración, no la peripecia ni la audacia de la trama. Son piezas íntimas, casi todas en primera persona, y es en su sencillez —aparente sencillez: una de las cosas que más me han gustado y sorprendido ha sido la untuosidad que Alberto le da al castellano, sin miedo a usar un léxico rico, antiguo y poderoso que parece brotar del páramo de la meseta y no del asfalto de Madrid— donde emerge la epifanía, esa empatía que nos lleva a reconocernos en las páginas y las palabras ajenas.

Donde brota la literatura.

Para mí, un libro está bien cuajado cuando entiendo lo que dice, cuando atisbo cierta verdad en sus páginas. Y en La soledad dejó de ser perfecta hay mucho conocimiento vital. Su autor sabe de qué va la vida.

Y no debería sorprenderme, pero me sorprende, qué le voy a hacer.

Me han gustado mucho los relatos que abren y que cierran el libro: La nariz y Sinatra. El último es casi una reescritura del rayo de luna de Bécquer: su narrador escuchó en la radio un tema de Sinatra a los 17 años (guiño a It Was A Very Good Year, una canción que debería ser obligatoria en la educación sentimental de todo el mundo). No se quedó con el título y se dispuso a buscarlo por todas partes sin éxito. Compró toda la discografía del crooner, se convirtió en uno de los mayores coleccionistas de Sinatra en el mundo, pero no encontró el tema que tanto le emocionó. Al principio, recorría las tiendas de discos y les explicaba a los dependientes cómo era. Les decía:

“Hay un momento en que la voz de Frank Sinatra se disuelve en una lágrima. Sí, eso es, mientras está cantando le cae una lágrima, estoy seguro, y, vencido por la emoción… se calla, se calla un instante, pero su lágrima sigue cantando; y suena… suena como la cuerda de un violín sobre su mejilla”.

Esto es puro Boris Vian.

Podría seguir, pero no sé si es necesario. Al final, me asusta que alguien de mi edad, alguien con quien he compartido paseos y películas por un Madrid que ya casi no se reconoce, entienda tanto de soledades y de eso que llaman madurar.

LA CAGADA DEL EBOOK

Estos días he hablado con varios sabios y gente metida en el ajo sobre el tema del libro electrónico y la conclusión fundamental es que las editoriales españolas no han sabido escarmentar en cabeza ajena —la de las discográficas— y la están cagando como si se estuvieran zampando veinte yogures de Activia al día.

Un ejemplo a voleo. El último tochete de Manuel Vicent, Aguirre, el magnífico, en Alfaguara. En formato papel en librerías cuesta 18,50 euros. En formato ebook, 12,99. Ahorro: 5,51 euros. No llega al 30% de rebaja. Una racanería si se tiene en cuenta que el abaratamiento de costes de producción, transporte, almacenaje y comerciales triplica sobradamente ese 30%. Cualquier lector que vea esos precios concluye acertadamente que Alfaguara está cuestionando sus capacidades cognitivas más básicas. Un trilero con un naipe y tres vasitos del revés conseguiría el mismo efecto.

Aunque siempre hay pichones que tragan, claro.

Voy a exponer algunas cositas sobre el mercado librero que el común de los lectores no sabe y no tiene por qué saber, ya que bastante tiene con sus problemas, pero sabiendo esto entenderán mejor las dimensiones de esta cagada editorial.

Cuando usted compra un libro y pasa por caja, su dinero se suele repartir más o menos así:

Un 4% para el Estado en forma de IVA.

Descontada esa cantidad, el total restante queda así:

Entre un 25% y un 30% para el vendedor-librero.

Entre un 20% y un 35% para el distribuidor.

En torno a un 30% (si libreros y distribuidores se lo permiten) para el editor.

Un 10% para el autor (aunque un 8% también es muy frecuente en editoriales a las que no llegó el decreto de abolición de la esclavitud; los superventas como Pérez-Reverte o Almudena Grandes pueden negociar al alza hasta un 12% o un 13%, pero esto es muy raro).

En todo este proceso, el editor es el único que arriesga la pasta (distribuidores y libreros trabajan con depósitos: lo que no venden, lo devuelven sin más, ellos se limitan a ofrecer su infraestructura) y el autor es el único que pone el trabajo, quien hace posible todo el tinglado con su obra.

El libro digital permitía revisar este sistema, beneficiando tanto a los lectores como al autor, el eslabón más débil de la cadena. Lo que muchos escritores y no pocos editores independientes esperaban era un escenario en el que los ebooks se vendieran muy por debajo (más de un 60% más baratos) del PVP de la edición impresa. Entre 3 y 5 euros de media. Descontado el IVA (que, en los ebook creo que se mantiene en el 18%, algo inexplicable: ¿cómo puede un mismo producto tener la consideración de bien protegido y bien de lujo a la vez, en función de la accidentalidad de su presentación?), y al no haber intermediarios a los que abonar comisiones, el autor y la editorial podían repartirse el dinero al 50%. Ambos saldrían ganando enormemente, ya que la inversión económica del editor es mínima y recupera un porcentaje mucho mayor sin arriesgar nada. Por su parte, el autor vería duplicado su margen.

En lugar de eso, las editoriales han mantenido la estructura de reparto de ganancias… ¡en lo que al autor se refiere! El firmante de la obra sigue cobrando su rácano 10% en formato digital, y el editor se queda con el 90% restante. Insisto: en el libro tradicional, el editor asume muchos riesgos y busca un equilibrio en la estructura de costes y en el establecimiento del precio para limitar esos riesgos al máximo, pero en internet la inversión es insignificante. ¿Son comparables un servidor web, un dominio y una pasarela de pago con una estructura de distribución nacional y una capacidad de almacenaje de grandes volúmenes?

Por no hablar del tema de la piratería: unos precios asequibles con catálogos online bien nutridos y servidores fiables cpn descargas rápidas serían muy atractivos para una parte considerable del público, que no necesitaría recurrir al e-mule.

Pero los grandes grupos han impuesto una ley del terror con unos precios desproporcionados e imposibles de justificar (sin tinta ni papel ni furgoneta de reparto ni sueldo de librero que pagar) que invitan a correr en desbandada al e-mule. No sé quién toma estas decisiones ni por qué, pero es evidente que son nefastas y ya han demostrado sus consecuencias desastrosas en otros ámbitos de la industria cultural.

Los pequeños han preferido inhibirse. Son muy poquitos los editores indies que se arriesgan a meterse en este berenjenal, pues tienen mucho más que perder que los escasos eurillos que pudieran ganar. De momento, se escudan en el carácter fetichista de sus productos, y tienen razón, pero esa coartada no les va a servir siempre, y veremos qué pasará cuando se vean obligados a bailar al ritmo de los precios disparatados que imponen Prisa y Planeta.

Todavía están a tiempo de rectificar, pero cuanto más conozco este mundillo, menos claro tengo que haya alguien en él con el poder y la voz lo bastante firme como para proclamar que el emperador va desnudo.

PEDIGERIÁTRICO

El otro día, el periódico menguante El País nos sorprendió con un impactante e innovador reportaje en el que nos desvelaban (agárrense) que los abuelos cuidan a los nietos mientras los padres trabajan. Nos decían también, que, aunque algunos abuelos están encantados, otro creen que su progenie gasta un morro paquidérmico y que preferiría ver a sus adorados nietos sólo los domingos y fiestas de guardar.

¿Que no les parece un demoledor documento periodístico? Eso es porque no han ahondado en tan apasionante materia. Yo he googleado un poco y he encontrado la fuente primigenia de ese reportaje: una investigación de varias universidades que revela hasta qué punto los abuelos se han convertido en los nuevos padres. Los niños pasan demasiado tiempo con sus abuelos, y esto les está pasando factura, les está creando un lastre social y cognitivo cuyas consecuencias empiezan a notarse, como se aprecia en el estudio.

Los investigadores han analizado el habla de 3.000 niños de entre 6 y 12 años de siete comunidades autónomas distintas (dos de ellas, con lengua cooficial; al menos tres con una pujante industria de turismo rural, y dos que compiten por albergar un cementerio de residuos nucleares). En su fase preliminar, detectaron un grupo de expresiones que no se producen entre los niños de Burkina Faso, donde los niños no pasan tiempo con sus abuelos porque la esperanza de vida del país es de 32,1 años.

Entre los niños sobreexpuestos a la presencia abuelil es común escuchar frases como estas:

—Cambia al VHF, que va a empezar el parte.

—Apaga la luz, que no somos de hidroeléctricas.

—Este fin de semana iremos a ver a la Nina Morgan.

—El practicante me ha puesto una indición.

—Gregorio Pérez y Caracable, esos sí que eran buenos actores.

—Cierra la puerta, que se escapa el gato.

—Esa chica es muy mona, pero tiene la cabeza a pájaros.

—Se tardaba 15 horas en ir de Zaragoza a Calatayud en coche de línea, y yo iba y volvía cuatro veces al día.

—Un Bitter Kas y un crocante, por favor.

—El aceite lo comprábamos de estraperlo, pero nos hacían precio.

—Mucho ordenador, mucho ordenador, pero el día que se rompa no sabrás hacer un emplomao como dios manda.

—Con dos perras gordas y una chica, helado, baile y cine, y aún nos sobraba para el tranvía de vuelta.

El estudio no se conforma con el análisis lingüístico, sino que abarca más campos de la experiencia escolar, y ha determinado que la influencia de los abuelos es mucho más profunda y preocupante de lo que se intuía en un primer y somero análisis. Así, varios profesores han referido que sus alumnos insisten en la existencia de entidades administrativas ficticias como Castilla La Nueva, las Vascongadas, Prusia o Logroño, y preguntan por “milagros de la técnica” (textual) como el autogiro, la Singer último modelo o los días azules. Entre sus nuevos juguetes, causan furor las llamadas gafas de ver y la muy codiciada cartilla de la pensión, y en los recreos, parques y casas se ha detectado que la petanca, el julepe y el cinquillo están sustituyendo a la Wii y la XBox como eje principal del ocio infantil. Esto último preocupa mucho en las sedes de Sony y Microsoft, que ya han creado equipos de trabajo para desarrollar versiones electrónicas de esos juegos.

“La situación aún no es grave —relata uno de los responsables del estudio—, pero si no actuamos pronto, no descartamos que empiecen a detectarse brotes de reuma infantil y que la menopausia llegue a producirse antes de la primera menstruación. De hecho, algunos jefes de estudio ya han desarticulado en sus centros escolares incipientes redes de tráfico de recetas de pensionista en las que, al parecer, estaba involucrada la hija de cuatro años de un farmacéutico”.

Agüita.