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CORREOS

Entro en Correos, y los chicos que que van delante de mí están enviando un paquete a Shanghai.

Yo llevo uno para Buenos Aires.

Para que luego digan que somos un muermo provinciano sin interés por el mundo exterior.

Por cierto, facturar el paquetito -muy liviano, de verdad- al otro lado del charco y del ecuador por correo ordinario me cuesta 10 euracos. Por un poco más, casi se lo llevo en persona.

Hace un tiempo me dio por vender algunos vinilos por e-Bay, y un japonés me compró tres o cuatro de Obús. Eran espantosos, pero hoy me arrepiento un poco de haberlos vendido. Me hacían gracia. En cualquier caso, los despaché en un timo en toda regla: a mí me costaron 500 pesetas o así en su día, y el pobre japonés pagó casi cien euros por cada uno.

Me sentí un poco mala persona, pero el chico estaba tan entusiasmado con tener los vinilos de Obús que me callé como una meretriz diplomada de Ho Chi Minh City. En Correos, el funcionario me dijo que con esas señas lo más normal sería que devolviesen el paquete. Yo recé una plegaria a San Bakunin por que no ocurriera, pues ya me había fundido la pasta del japonés en vicios varios y me sería muy doloroso restituirla.

El japonés me escribió casi todos los días interesándose por sus discos -en inglés, claro; de español, ni papa- hasta que, unos 20 días después, le llegaron al fin y terminó nuestra monocorde relación epistolar.

Ese día me quité del eBay. Ahora, por correo sólo mando regalos, no vendo nada.

BUÑUELESQUE

Puede ser que al convertirme en padre haya perdido la capacidad de apreciar las sutilezas. A lo mejor ahora todo lo veo en trazo grueso, como corresponde a un viejo burgués preocupado por el bienestar de su cachorro.

No lo descarto.

Pero creo que, en este caso, el problema no es mío.

Nos metimos a ver la exposición sobre los 80 años de Un perro andaluz que se puede ver estos días en la Lonja de Zaragoza.

Un plan buñuelesco.

Vaya por delante que -oh, pecado, pecado- Buñuel nunca ha sido referente mío. Será por edad, será por ignorancia, pero, aun reconociendo su genio, nunca he sentido gran cosa por su cine. Por tanto, no negaré cierta indiferencia ante algunos materiales que a otros le provocarán una gran emoción, tambores de Calanda incluidos.

El caso es que no entendí nada de la exposición. No entendí qué me querían contar, qué pertinencia tenían los objetos y documentos expuestos, de qué iba el asunto. Las cartelas no se leían por falta de perspectiva, las vitrinas estaban montadas a piñón, formando pasillos estrechísimos, y mi miopía me impedía leer el 90% de los documentos.

Mi impresión es que habían acumulado unos cuantos zarrios —algunos directamente relacionados con Buñuel y su mundo; otros, incomprensibles, como un cartel de El silencio de los corderos— sin ningún criterio ni discurso. Si por lo menos hubiera habido un criterio surrealista, la cosa tendría sentido, pero incluso el surrealismo tiene unas normas.

En una de las vitrinas había expuesto un libro de mi ilustre vecino de página dominical Agustín Sánchez Vidal, probablemente uno de los mayores expertos buñuelistas del mundo. Pero era un ejemplar prestado de una biblioteca, con la pegatina de la signatura en el lomo, ni se habían molestado en coger un libro sin usar. En otra vitrina había unas fotocopias a color.

En fin, sin comentarios: un poco cutre. Por decir algo bonito.

Por lo menos, se podía ver Un perro andaluz. Y un par de documentales sobre la peli y sobre Buñuel. Estupendo, pero para eso no hacía falta una exposición en el espacio más noble de la ciudad: con un ciclo en la Filmoteca se solucionaba. Y con mucha más elegancia.

Mi hijo Pablo, en cambio, disfrutó un montón de la exposición. Le llevé en brazos todo el tiempo y miró con mucha curiosidad cada objeto. Cuando llegamos a casa, le contó todo lo que había visto a su amigo, el Señor Elefante:

El Señor Elefante no salió muy convencido. Le dijo: “Pablo, creo que la exposición era un poco cutre. Desde luego, era cutre para la Lonja, que se supone que es un sitio para cosas curradas y mimadas”.

Pero Pablo se empeñó en defender la expo. Le habló de las vitrinas, de las luces y del ojo que se rasga con una cuchilla. De hecho, amenazó al Señor Elefante con hacer eso con su ojo si no le daba la razón, pero el Señor Elefante tiene mucho carácter y no rebló ni por esas. Dijo: “Me da igual, mis ojos son de felpa”.

Aunque no me lo ha dicho, creo que lo que más le moló a Pablo fue verse reflejado en las vitrinas.

A mí, si quieres que te diga la verdad, también fue lo que más me gustó.

Porque al menos Pablo es novedoso e inesperado. Es fresco. Buñuel, ya me perdonarán, huele un poco. Creo que no se le hace ningún favor con el machaque institucional al que se le somete.

Cuando participé en un par de reuniones sobre la candidatura de Zaragoza a Capital Cultural Europea, una de las cosas que nos dijeron fue: “La candidatura tiene tres pilares innegociables: Goya, Buñuel y el mudéjar”.

Santiago y cierra España.

Eso es imaginación. Así se ganan las maratones, con más de lo mismo, con la misma receta cansina, con los mismos tópicos autocomplacientes que llevan fermentando en esta tierra décadas y décadas.

Y el Señor Elefante le pregunta a Pablo: “¿Qué les habrá hecho Buñuel para que abusen de él de esta manera?”

Y Pablo respondió: “Ahí me has pillao, tengo que pensar más sobre eso”.

COCHES APARCADOS

Exposición de coches de ocasión en Santa Cruz, California.

Vivo en una calle pequeña y poco transitada del centro de la ciudad. Una calle con aceras amputadas. Una de esas calles en las que la autoridad local ha logrado deshacerse de la molesta presencia humana y, haciendo realidad un febril sueño compartido por munícipes y fabricantes de vehículos a motor, se convirtió hace años en un parking para oficinistas y periféricos visitantes de bajo-un-momento-al-centro-a-hacer-un-recado-y-vuelvo.

Cuando regreso a casa a las diez de la noche -una de mis horas más normales de volver a casa-, mientras camino de lado por una acera anoréxica que es la deshonra de las aceras, me encuentro a mucha gente metida en coches aparcados. A oscuras. Con el abrigo puesto y, a veces, hasta guantes.

Algunos trajinan con sus móviles o con sus sifones.

Algunos leen periódicos atrasados.

Algunos trastean con lo que parecen papeles de trabajo.

Pero los más no hacen nada. Sólo están. Recostados en el asiento del conductor, mirando la nada o con los ojos cerrados, quizá durmiendo o intentando dormir.

¿Qué hacen en sus coches? ¿Por qué no arrancan y se marchan al periférico y alienígena barrio del que proceden? ¿Por qué no están colapsando las rondas de circunvalación de la ciudad o buscando las luces del peaje de una autopista?

Han terminado su jornada laboral y hacen tiempo para no llegar a casa. Sospecho -o mejor, imagino, que es más divertido- que no les aguarda nada bueno en ella. Quizá confían en que sus parejas se harten de esperarlos y se vayan a la cama. O en que se acuesten esos críos preguntones a los que no quieren ver.

Quizá ese rato de soledad en el coche, aparcado en una calle poco transitada del centro de la ciudad, casi a oscuras, con el sonido de la radio muy bajito de fondo, es el único momento de paz de su día.

Dicen que el placer no es más que la ausencia del dolor, así que la felicidad ha de ser la ausencia de desgracias. Ese momento estará libre de ambas cosas: ni tareas denigrantes de un trabajo odiado ni discusiones cansinas con una pareja a la que nunca quisieron. Sólo ellos, sentados en su coche, en paz.

Yo les animaría a que arrancaran y echaran a correr muy lejos, fuera del alcance de todo lo que les empuja a esconderse en ese limbo. Pero quién soy yo para decirles eso. ¿Con qué autoridad les podría dar consejos yo, que vivo ajeno a sus angustias y me encamino al calor de mi casa, a la sonrisa de un hijo al que idolatro y al beso de una mujer a la que amo y que me ama y con la que deseo estar?

Si no siento la pulsión de pasar un tiempo muerto encerrado en mi coche, fuera del alcance del mundo, no puedo ayudarles.

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A partir de ahora, con vuestro permiso, iré colando fotitos de viajes de mi colección particular que vayan bien con el tema del que escriba. Si no indico lo contrario, yo soy siempre el autor de los disparos.

PIJOS DE LA MAGDALENA

Mi querida Isabel Cebrián ha escrito un reportaje titulado La Magdalena, expediente X (se puede leer aquí), sobre el presente y los probables e inciertos futuros de ese barrio zaragozano. Para quienes no lo conozcan, es un entramado castizo dominado por la torre mudéjar de la Magdalena, que le da nombre y sobrenombre (la veleta de la torre justifica el apelativo popular de la zona, bastante en desuso: el Gallo). A caballo entre lo marginal y lo pijo-fashion, y entre la modernidad y la solera, es uno de los rincones más interesantes y apetecibles de la ciudad, y quizá la única zona con posibilidades de catarsis artistera y de creación de ese tejido comercial y cultureta que Zaragoza lleva pidiendo -y sufriendo de forma embrionaria- tantos años.

Yo viví un año en la Magdalena, y me mudaría allí mañana mismo si encontráramos un sitio asequible y cómodo para Pablo.

Cuando vivía en el barrio, una vez me tocó entrevistar en un café a un viejo sindicalista barbudo y orondo. La conversación se relajó y empezamos a hablar de los jóvenes y su imposibilidad de agenciarse un piso (mantras sindicales, vaya), y yo debí de soltarle algunos de mis lamentos sobre la apestosa expansión periférica de las ciudades y la deshumanización y degradación de sus calles viejas y paseables. En estas, el tipo me preguntó, con suspicacia:

-Por ejemplo, ¿tú dónde vives?

-En la Magdalena.

El sindicalista barbudo le dio un sorbo a su caña de cerveza sin dejar de mirarme, sonriendo burlonamente con los ojos:

-Ya, un pijo de la Magdalena. Pero la gente normal no puede permitirse vivir como vives tú.

¿La gente normal?

Qué tío más imbécil. Estuve por largarme o por decirle cuatro cosas que habrían arruinado la entrevista anterior. Al fin y al cabo, yo sabía que ese sindicalista normal habitaba con holgura un chalet de dos plantas con bodega y pequeño jardín en un barrio de las afueras.

Un pijo de la Magdalena, tócate los ugetés y las comisiones, me fui refunfuñando para mí.

¿Para qué explicarle que por aquel entonces yo ganaba dos duros mal contados, que siempre andaba pelado y que compartía piso con una chica en una calleja oscura en un piso amueblado con préstamos y algunos muebles rescatados de las aceras? ¿Para qué explicarle que si invitaba a unos amigos a cenar no tenía sillas para todos y algunos se tenían que traer la suya? ¿Para qué explicarle que en mi piso te asabas de calor en verano y te congelabas en invierno y que no había posibilidad alguna de ponerle remedio sin dilapidar un dinero que no teníamos? ¿Para qué explicarle que para mí vivir en la Magdalena era una elección gozosa y consciente, casi una cuestión de militancia, y que el simple hecho de vivir en el barrio compensaba las mil y una putadas cotidianas?

Que tipos que viven a kilómetros del centro, que los findes colapsan sus calles con sus enormes cochazos -porque no saben salir a comprar el periódico sin sacar el auto- y que contribuyen con su modo de vida a la proliferación de megacentros comerciales, me miraran con suficiencia y desprecio, llamándome pijo -ellos, que por lo visto representan a la vanguardia proletaria-, me tocó mucho la moral.

Pero nada, por lo visto, vivir en el centro -por elección, gusto y posibilidad, claro está, como seguimos haciendo ahora, aunque algo alejados de la Magdalena-, en la ciudad viva, la que nos gusta patear y sentir, es de pijos ególatras. Lo solidario es agenciarse un adosado en la urbnanización A Por Uvas y montar barbacoas en el jardín los domingos.

Pues nada, que lo disfruten.

PS lúdico.- Mi día perfecto en la Magdalena y aledaños, se viva o no en el barrio: visita a una exposición en el Centro de Historia -que, pese a su nombre, es una especie de Centro de Cultura Contemporánea-, vermú con sifón y salmuera en Casa Paricio, comida (cus-cus, por supuesto) en el Al Kareni y té moruno con menta en Sherezade. Interludio para siesta o copa (en la terraza de la Urbana, si hace bueno). Por la tarde-noche, tapeo y cena en el Estudios, con sus patés, sus curados, sus quesos y sus vinos tanínicos y marrulleros. Si el estómago no está para esas alegrías, algo vegetariano en la Birosta. Por la noche, lo que salga: copa tranquila -en verano, en la terraza del parque Bruil- y remate, si el cuerpo y los ojos enrojecidos aguantan, en El Refugio del Crápula. No sé si el Linares sigue abierto: de ser así, probablemente sea el sitio más extraño y protolisérgico para terminar una velada, con esa vieja Jukebox de la que salen boleros y canciones de Nino Bravo. ¿Alguien se apunta a este plan? Pues apúrense, que yo empiezo a hacerme viejo para estos trotes.

GRAN VÍA (1)

Como los principales medios de comunicación segregan sus fluidos desde Madrid, y dado que los periodistas: a) son (somos) muy vagos y no les gusta irse muy lejos a buscar sus historias, y b) los medios están a dos velas por la caída de la publicidad y ya no pagan a los redactores ni un triste taxi, por lo que priman la cercanía y lo que esté a un par de manzanas, nos van a dar mucho la matraca con el centenario de la Gran Vía. Aunque sea un centenario más farso que la farsa monea -porque, pese a que efectivamente empezó a construirse en 1910, no se terminó hasta bien entrados los años 20- y aunque, para aquellas fechas, la mayoría de las ciudades españolas importantes ya tuvieran su “gran vía” o su equivalente más o menos logrado. Zaragoza incluida, que a pesar de que tiene una Gran Vía nominal en el callejero, el que realmente ejerce como tal es el Paseo de la Independencia.

Alfonso XIII inaugura las obras de la futura Gran Vía. Un ritual viejuno con instituciones medievales para dar paso al mundo moderno del siglo XX.

No me molestan mucho las mistificaciones. Al fin y al cabo, toda efeméride es interesada y pretende demostrar algo (y Gallardón y sus alardes olímpicos y cosmopolitas de corto vuelo seguro que tienen mucho que ver con este aniversario, llámenme suspicaz). Pero también puede servir como excusa para divagar sobre las cosas que nos importan o nos gustan. Como si necesitáramos excusas para eso, claro.

Para mí, la Gran Vía representa tanto el fracaso de una generación que quería transformar el mundo como el triunfo de quienes no se doblegan ante los planes frustrados y saben jugar y vivir con el paisaje que les ha sido legado. La Gran Vía está íntimamente ligada a lo que en los libros de texto se ha llamado la Generación del 27 o la Edad de Plata de la cultura española. La Gran Vía es república, es burguesía ilustrada, es americanismo, es Poeta en Nueva York y es Ortega y Gasset. Pero con lo bueno y con lo malo de todo ello: en la Gran Vía está también el cadáver del autor de Poeta en Nueva York -y no en un barranco andaluz-, pisoteado por sus verdugos, que paseaban trajeados y con la cartera llena cuando aquello se llamaba Avenida de José Antonio, y en la Gran Vía se consumió miserablemente, como el calor de un brasero, el genio otrora brillante y declamatario de los Ortega y compañía. Se apagó en el mismo sitio en el que  prendió su luz.

La Gran Vía es el proyecto haussmanniano definitivo de Madrid, en el que se emperró a lo bestia Alfonso XIII. Durante todo el siglo XIX, muchos urbanistas, arquitectos, munícipes megalómanos y reyes supuestamente alcoholizados soñaron con hacer de Madrid un París de grandes bulevares (el primer gran proyecto viene de los franceses, del reinado de José I). Paro Madrid siguió siendo una cloaca de callejas, con casas de vecinos baratas y apelotonadas entre conventillos y monasterios ruinosos donde nunca daba el sol y donde siempre olía a vinazo seco y a cocido. El Estado español fue tan débil y corrupto que no encontró los duros necesarios para sanear la capital -o prefirió repartirlos entre sus caciques-. Hubo proyectos aislados más o menos ambiciosos aquí y allá -la Ciudad Lineal de Arturo Soria, Argüelles, la Castellana y el barrio de Salamanca o la planificación urbana de la Plaza de Oriente y su entorno- que se quedaron en pequeños islotes sin continuidad en el resto de la ciudad.

Antonio López y su Gran Vía soñada y desierta.

Mientras tanto, el resto de ciudades europeas -y españolas: Barcelona, Sevilla, San Sebastián…- fueron haussmannizándose a lo largo del siglo XIX, siguiendo la moda de París, pero Madrid, pese a los nuevos ensanches que se erigían para la poderosa burguesía, se iba quedando chata, demodé. Para cuando -Alfonso XIII mediante- se encontró el parné para empezar el tan ansiado bulevar, la moda haussmanniana empezaba a estar anticuada. Y para cuando se terminó, ya con la República en ciernes, la Gran Vía se había quedado pequeña. Nació muerta, desfasada para una ciudad que crecía a otro ritmo y reclamaba otras soluciones para su plano caótico de poblachón manchego, torturado por el capricho de muchos reyes despóticos y apelotonado por el aluvión de los inmigrantes mesetarios que llegaban por goteo. En un par de décadas, cuando las calles se fueron colapsanado con los coches, la avenida se quedó ya completamente obsoleta.

Pero ahí se mantuvo, y aunque sólo cumplió a medias la función de saneamiento y de ordenación del tráfico que sus diseñadores le asignaron, ha acabado convertida en el corazón sentimental de Madrid, desplazando incluso -quién lo iba a decir- a la Puerta del Sol. La Gran Vía, contra lo que pensaron sus padres, creció en las aceras: han sido los peatones, y no los coches, los que le han dado cáracter y fuerza. Por eso vive hoy, no como vía rápida -está casi siempre embotellada-, sino como paseo-escaparate, como lugar de encuentro y cruce, como foro y ágora.

Y eso que para mí, y creo que para mucha más gente, la Gran Vía sólo existe entre la Red San Luis y la plaza de Callao. O entre la Telefónica y el Capitol, si lo prefieren. Lo demás son sobrantes y anexos, canales que te llevan hasta Alcalá o hasta la plaza de España, pero que no son realmente la Gran Vía.

Para mí, la Gran Vía era un río que había que vadear. Mis paseos iban de norte a sur y de sur a norte: de Chamberí (de la República Independiente de Chamberí, como proclamaban en un bar de Bravo Murillo, ¿te acuerdas, Dani?) a Lavapiés y Embajadores, y viceversa. Si acaso, podía hacer una parada en el desaparecido Madrid Rock para comprar un par de saldos, o en La Casa del Libro si andaba buscando algo concreto (pues para curiosear siempre he preferido otras librerías), pero la Gran Vía en sí no me ha seducido nunca. Siempre he preferido perderme por las callejas laterales, las que sobrevivieron a la piqueta modernizante y se conservan hasta hoy umbrías, hamponas, prostibularias y marginales (en mi cuento Calle Velarde, incluido en Malas influencias, los personajes cruzan y descruzan la Gran Vía varias veces en sus paseos, pero nunca la recorren: es, obviamente, un itinerario deliberado). Como la calle Desengaño, donde vivió José Martí -después de pasar por Zaragoza- y donde -no hay que descuidar lo chabacano- transcurre la acción de Aquí no hay quien viva. Ahora tengo a unos amigos que viven en uno de esos fósiles del callejero de Madrid. Se han mudado hace poco, y en cuanto Pablo me deje, me gustaría ver su casa.

Schweppes en Callao: un icono generacional -satánico y de Carabanchel- para los que tenemos entre 25 y 35 tacos.

Otro rato hablaré de la Gran Vía que sí que me seduce: la histórica, la que dibujó a lo grande los sueños de una generación que creía poder hacer realidad el viejo Deus ex machina del teatro clásico. La Gran Vía de los escritores, de los periodistas, de los guerrilleros urbanos, de los francotiradores, de los comisarios del pueblo, de los espías, de Ernest Hemingway y de los estraperlistas que invitaban a sus putas a champán donde Chicote. La Gran Vía que mola de verdad y que tan poco tiene que ver con la del H&M y el McDonald’s de ahora.