Archivo mensual: febrero 2012

BREVÍSIMA AGENDA DE MARZO

Hay bastantes más cosillas, pero esto es un avance de la brasa que voy a dar en varios sitios este mes que está a punto de empezar. Aprovecho para disculpar mi ausencia el pasado viernes 24 de febrero en el sarao #lared140, donde estaba previsto que moderase una mesa redonda sobre el libro digital. Cuestiones personales de fuerza muy mayor me lo impidieron. Seguro que la cosa salió mucho mejor sin mí.

Este sábado, 3 de marzo, participaré en Madrid en el Encuentro de Blogs Literarios. Están todas las superestrellas del firmamento blogosférico literario y editorial y yo, que no llego ni a asteroide. Chatarrilla espacial, si acaso. Lo pasaremos bien, de cualquier forma. Soy ponente en uno de los paneles, pero estaré por ahí todo el tiempo, incordiando. Me comentan que el aforo es limitado (y la entrada, libre), así que si a alguien le interesa especialmente algún tema o ponente, que espabile y pille sitio pronto. Se celebrará en el Medialab Prado, muy cerquita del Caixafórum. Por la tarde, a las 19.30, algunos de los autores participantes firmaremos libros en la librería malasañera (en la calle Espíritu Santo, metros Noviciado o Tribunal). Yo me parapetaré tras ejemplares de El restaurante favorito de Nina Hagen y de No habrá más enemigo, que ya ha salido del horno y esta semana empieza a circular por las peores y más lastimosas librerías del país.

Este es el programa de festejos, pero yo aviso que de este importante cónclave de sabios sólo me interesan las copas de después y la cena que dicen que nos vamos a meter entre pecho y espalda.

PROGRAMA ENCUENTRO BLOGS LITERARIOS 2012

Madrid, 3 de marzo, en MediaLab Prado

11h 00   Apertura – 15 min
Gonzalo Garrido. Escritor. Blog Literatura basura. 5 min
Belén Bermejo. Editora de Espasa Ficción. Blog La amena biblioteca de Redfield Hall. 10 min

11h 15   A qué llamamos blogs literarios-Panel – 60 min
Paloma Bravo. Escritora. Blog La novia de papá. 5 min
David Pérez Vega. Escritor. Blog Desde la ciudad sin cines. 5 min
Pilar Adón. Escritora. Blog Leo en el océano. 5 min
Jordi Corominas. Escritor. Blog Jordi Corominas. 5 min
Julián Rodríguez. Escritor. Editor de Periférica. Blog de Julián Rodríguez 5 min
Ainize Salaberri y Jenn Díaz. Escritoras. Editoras revista Granite&Rainbow.10 min
Modera: Daniel Arjona. Periodista de El Cultural.25 min

12h 15    Qué aportan y cómo influyen en la narrativa actual-Entrevista a 4 – 45 min
Alberto Olmos. Escritor. Blogs Lector Mal-herido y Hikikomori.
Javier Avilés. Escritor. Blog El lamento de Portnoy.
Constantino Bértolo. Escritor. Editor Caballo de Troya.
Pregunta: Luis Magrinyà. Escritor. Editor de Alba.

13h 00   Break – 15 min

13h 15   ¿Puede convertirse en un género literario?-Panel – 60 min
Enrique Redel. Editor de Impedimenta. 5 min.
Gregori Dolz. Editor de Alrevés. 5 min.
Juan Aparicio Belmonte. Escritor. 5 min.
Sergio del Molino. Escritor. Blog de Sergio del Molino. 5 min.
José Antonio Valverde. Librero. 5 min.
Modera: José A. Muñoz. Director de Revista de Letras. 35 min.

14h 15    ¿Tiene sentido editarlos en libro? ¿Cómo se comercializan los blogs?-Panel – 45 min
Eduardo Laporte. Escritor. Blog El náuGrafo digital.5 min
Imma Turbau. Escritora. 5 min
Emi Lope. Editora Plaza & Janés. 5 min
Amalia López. Editora Sinerrata. 5 min
Jorge Degeneffe. Jefe de compras del departamento de librería de Hipercor. 5 min
Javier López. Librero La Independiente. 5 min
Modera: Ana Tagarro, Subdirectora de XL Semanal. 15 min

15h  00   Finalización

19h  30   Vino en La Independiente y firma de libros de los autores participantes en el Encuentro

El 9 de marzo, viernes, estaré en Huesca en una doble (o triple) presentación en la ya muy castiza librería Anónima. En principio, el sarao iba a ser para presentar allí El restaurante favorito de Nina Hagen, pero aprovechando que ya circula No habrá más enemigo, haremos un preestreno oscense del libro allá (o segundo preestreno, después de la firma de Madrid). También estará Javier Romero presentando El día en que Bunbury fue Elvis y Eva Amaral hizo los coros, libro más breve que su título. Dicen que habrá música en directo, pero, de nuevo, yo iré sólo por la comida.

El 15 de marzo, jueves, estaré con Manolo Vilas en la librería Cálamo de Zaragoza presentando la última novela de Marta Sanz, Un buen detective no se casa jamás (Anagrama).

Y por último, el 29 de marzo, la traca buena. Por la tarde (creo que a las 20.00, pero no estoy seguro), en la Fnac de Zaragoza, presentación oficial y etílica de No habrá más enemigo. Oficiará de maestro de ceremonias mi admirado Miguel Serrano.

Se están cerrando presentaciones de la novela en Madrid y Barcelona, aunque serán ya para abril.

Hay más cosas en marzo y más allá, pero esto es lo principal.

Sólo un último anuncio fuera de este programa de festejos: el 10 de mayo inauguraremos la exposición La pequeña Alemania de Zaragoza, en el Centro de Historias. La estamos terminando de diseñar y de montar, pero pinta muy bien.

Está basada en mi libro Soldados en el jardín de la paz y su diseño y forma es obra de Beatriz Lucea, con quien hábilmente me he asociado en esta aventurilla. Yo sólo he saqueado un par de desvanes y he escrito cuatro textos, pero ella se está currando lo fundamental.

NUESTRO DREYFUS

Varias veces ha salido el tema de Garzón en conversaciones informales y en corrillos de saraos, y varias veces se ha apelado a mi condición de periodista —que vaya usted a saber qué condición es esa, a estas alturas del cuento— para requerir una opinión informada al respecto. Si yo fuera abogado o juez o tan siquiera estudiante de Derecho en la facultad de CCC, lo entendería, pero me sorprende que la profesión con la que nominalmente trafico me habilite para sentar cátedra sobre un asunto del que, la verdad, no tengo ni puta idea.

Así lo digo: ni he leído la sentencia —ni la entendería aunque la leyese—, ni sé nada o casi nada sobre leyes de enjuiciamiento o límites a la instrucción judicial o qué circunstancias indican la existencia de una prevaricación. Sin embargo, me sorprende tropezar cada día con tanta gente cuyos conocimientos del mundo jurídico son incluso más pobres que los míos, pero que tienen una opinión firme y tajante sobre el particular que no se cortan en vocear en cualquier tribuna que se les pone a tiro. En particular, me sorprende la convicción que una parte no despreciable de la izquierda realmente existente tiene de que todo responde a un complot franquista o neofranquista.

Ojalá tuviera yo las cosas tan claras. Ojalá entendiera el mundo con la misma claridad que lo entienden ellos, con la identificación inmediata de los blancos y los negros y con las claves que explican todos los procesos.

Comparto mi pasmo con José María Ridao —que suele escribir con sensatez y solvencia, me identifico bastante con él—, que hace unos días publicó en El País un artículo en el que reclamaba una explicación, que alguien con los conocimientos y la capacidad de divulgación necesarias (que, sin duda, los hay en el gremio de leguleyos) nos dijera si de verdad doce magistrados del Tribunal Supremo han forzado la ley hasta hacerla coincidir con los objetivos de su complot y si de verdad el ordenamiento jurídico español es tan endeble que permite que los jueces puedan ajustar cuentas en términos mafiosos. O si, por el contrario, la sentencia condenatoria tiene un fundamento jurídico, si de verdad Garzón la cagó en la instrucción de las causas que se enjuician, al margen de los motivos justos o injustos que le llevaran a cagarla.

Yo, sinceramente, no lo sé, no tengo elementos de juicio. Es decir, que, como la mayoría de los opinadores sobre el particular, sólo tengo prejuicios. Morfológicamente: lo anterior al juicio.

Creo que no somos pocos quienes nos resistimos a creer que doce magistrados se atrevan a motivar una sentencia injusta y sin base legal. Cualquiera que haya visto dos o tres pelis de espías o que haya leído a Lenin sabe que lo fundamental en un complot es reducir al mínimo indispensable el número de gente involucrada en él. Cuantos más conspiradores estén en el ajo, más débil es la trama y más fácil es que alguno flaquee y se vaya de la lengua. O que se eche atrás. La información tiene que manejarse entre muy poquitas manos y circular muy levemente. Controlar una conspiración de doce personas es casi imposible, pero manejarla sobre doce jueces es delirante. Que ninguno disienta, que los doce acepten comprometer su prestigio, su carrera y su buen nombre sin que haya una fisura, unos hombros encogidos o una negativa no se lo cree nadie. Hitchcock no aprobaría un guión que contuviera esa premisa.

También me irrita el argumento que se ha dado de que la grabación de conversaciones entre abogados e imputados en las cárceles es una práctica común entre los jueces que no se castiga. ¿Y qué? ¿Que sea común e impune significa que es legal? ¿Que todos cometan una infracción me da venia a cometerla a mí? Siempre que tal cosa sea una práctica ilegal, que no lo sé. Pero, si lo es, la impunidad de los demás no debería eximir de su cumplimiento a otros.

Otro argumento muy repetido es que la fiscalía no quiso presentar acusación (o lo que sea que hace una fiscalía) y que, aun así, el juez admitió las querellas y siguió con el proceso. De nuevo, no entiendo nada. Supongo que la fiscalía y el juez que instruye las causas suelen ir al alimón. Pero, por lo visto, no es un requisito legal que lo hagan. La fiscalía puede pensar una cosa y el juez, otra distinta a partir de los mismos indicios. De verdad que no me parece un argumento de peso para concluir que los magistrados se han conchabado. Hace falta algo más para llegar a esa conclusión.

Mis prejuicios, tan injustificados como cualquier arrebato apasionado progarzón, me dicen que, efectivamente, a Garzón le tenía ganas mucha gente de la derecha, que lo de los crímenes franquistas no sentó nada bien y que querían aprovechar para arruinar su carrera. De hecho, creo que a Garzón le tenía ganas mucha gente con poder y capacidad de hacer daño. No creo que un juez tan expuesto como él y con un narcisismo tan aparentemente acusado gane muchos amigos año tras año. Antes al contrario.

Pero mis prejuicios me dicen también que sus enemigos, sean quienes sean, de dentro o de fuera de la judicatura, no han pinchado hueso. Han encontrado buena carne para morder. Parece que han hallado suficientes irregularidades y pasotes en su trabajo como para empapelarlo. Sinceramente, me resisto a pensar que, si las instrucciones de Garzón hubieran sido impecables, doce magistrados del Supremo habrían encontrado argumentos jurídicos para motivar una sentencia condenatoria. Quiero creer que el proceso abierto contra él, celebrado a puerta abierta y con cámaras de televisión, ha cumplido todas las garantías jurídicas que ofrece el ordenamiento del Estado de derecho español. Llámenme ingenuo.

Y puedo ser un ingenuo, no digo que no, pero yo entiendo las suspicacias cuando están sustentadas en argumentos, hechos y sospechas fundadas en pruebas. Y, de momento, no he visto nada de eso. Sólo vocerío y un punto de demagogia. Sí que puedo opinar una cosa: si Garzón ha prevaricado, no importan la justeza de sus razones ni la altura de sus ideales ni de los nuestros. Y si a otros jueces con delitos más graves se les aplican penas más leves, será cuestión de pedir cuentas por esos jueces. Si a mí me multan por saltarme un semáforo y otros veinte se lo han saltado antes que yo ante la mirada abúlica del guardia, lo justo es pedirle al guardia que multe también a los otros veinte, no que me condone la multa a mí.

Hasta el momento, lo único que he visto es un intento torpe de convertir a Garzón es una especie de Dreyfus, en una víctima de la furia de Leviatán. Pero creo que Zola lo tendría difícil para escribir aquí un Yo acuso, porque ni el personaje ni las circunstancias se adaptan. Especialmente, porque Garzón ha sido demasiadas veces Leviatán, y su muerte debería interpretarse en clave de suicidio.

En definitiva, que alguien que conozca el tema y tenga capacidad de explicarlo nos lo explique, por favor.

POP SIN IRONÍAS

Dos recados traen las páginas culturales de la prensa de hoy. En las de El País, Diego A. Manrique entrevista al ideólogo del grupo Lambchop, Kurt Wagner, y le coloca el siguiente titular: «Dentro del mundillo alternativo hay un molesto exceso de ironía». No me diga más. Sin embargo, sí, dígame más, señor Wagner (cualquiera tutea a alguien que se queja de exceso de ironía y que tiene un apellido tan operístico y nacionalsocialístico). Sigo leyendo y, en el segundo párrafo, me encuentro: «El disco le sirvió para exorcizar la depresión generada por el suicidio de su amigo Vic Chesnutt».

Ok, de acuerdo, recibido. Nada de ironías. Tema sucidio, colega muerto, mal rollo. Se imponen la seriedad y el luto. Pero el titular parece referirse a una reflexión general sobre la música, no a una actitud concreta ante un determinado tema. Y encuentro el contexto del que se ha sacado. Dice al final del cuarto párrafo: «La peste de Nashville es la insinceridad, la rutina. Al otro extremo, en el mundillo alternativo o como lo quieras llamar, hay un molesto exceso de ironía».

Y ya. No hay contrapregunta. Me quedo como estaba. Yo quería saber algo más sobre ese exceso, su percepción y el porqué de su molestia, pero sólo entiendo que aquí se está abogando por algo serio, sin tontadas. Ya está bien de tanto modernillo tomándoselo todo a guasa. Siéntate con la espalda recta, tira el chicle y sal a la pizarra a copiar cien veces «No seré tan molestamente irónico».

En el cada vez más catalanizado suplemento Culturas de La Vanguardia —y aburrido, molaban mucho más cuando ignoraban toda la Cataluña que no cupiera en el centro de Barcelona— dedican un par de páginas a Manel. O al efecto Manel, que debe de ser la fuerza opuesta y complementaria del efecto Axe. El titular es expresivo y prospectivo: «Y después de Manel, ¿qué?». Y un punto ofensivo, no me negarán. Si yo fuera de Manel respondería: «¿Cómo que después de nosotros? Si nosotros estamos en el durante. Nos están enterrando vivos». En el primer párrafo se les califica de «discretos muchachos». Discreción e ironía no suelen combinar bien, así que sospecho que ubicamos a Manel y a todo su efecto en el terreno de lo serio. De lo auténtico, si gustan mejor.

Tras el primer ladillo, el autor del reportaje ejecuta un ensayo de comprensión del fenómeno musical y dice, completamente lanzado: «Un reconocimiento que en el caso de Manel no ha sido ajeno a esa combinación feliz de pop urbano y cierto gusto a folk rural, de modernidad y placer de música artesanal. De cantautor ahora ya sin etiquetas. De historias que podrían haberse escapado de una antología de cuentos de Quim Monzó o servir para un anuncio de Cerveza Damn realizado por Isabel Coixet. Un nuevo diccionario costumbrista que atraviesa buena parte de los textos de la nueva ola y deudor tanto del sabor de barrio serratiano como de la escritura galáctica de Sisa, transversal, atractivo y seductor para públicos diversos».

En otras palabras: un muermazo. Auténtico, sí, pero como para ponerse a bailar. Y lo digo yo, que no he bailado en mi fucking vida (los tíos grandes como yo ni siquiera podemos bailar en clave irónica, ni como chiste hacemos gracia).

Recapitulando. Recado número uno: un exquisito y polifacético músico dice que está hasta los eggs del molesto exceso de ironía. Recado número dos: Manel ha plantado una semillita que va a fructificar. Lo que viene, por tanto, es aún más auténtico. O menos, pero con pretensiones de más. Han trasladado la masía al centro de Barcelona como hace años los de la americana llevaron el rancho al East Village de Nueva York. Pongámonos serios, señores. Serios e intensos. Como un anuncio de Cerveza Damn dirigido por Isabel Coixet.

Ese es el futuro inmediato del pop: un anuncio de cerveza Damn dirigido por Isabel Coixet. No teníamos bastante con los del hip hop pijo y buenrollero de Delafé. ¿O esos anunciaban cerveza San Miguel? Pues no, nada de San Miguel, ahora toca Estrella Damn. Sin chistes y sin saltitos y sin tutús, por favor. Con hálitos serratianos y cantautóricos. Con neocostumbrismo. Con ropa tendida y primeros planos de chicas lánguidas. Todo muy auténtico, todo muy intenso. Todo muy muy. Pero sin ironías, sin chistes de pedos. Sin pedos, incluso. Esos se los queda Carmen Machi. La Cerveza Damn no produce gases molestos y cómicos. Es suave, es intensa, es sencilla.

Somos elegantes. Somos discretos. Somos serios, aunque desenfadados y casual.

Somos, efectivamente, un coñazo.

En fin.

Sólo un apunte marginal: la ironía no es un atributo adherido al pop, es su núcleo, su identidad misma. Sin ironía, no hay pop. Muchos de ustedes han pasado por la expo de Warhol que han montado en mi pueblo. Atiendan a la ironía que allí se ve. Quítenle la ironía al pop y no nos quedará nada. Si acaso, un anuncio de Cervezas Damn (dirigido por Isabel Coixet).

Sin ironía ninguna, termino este post colgando otra foto de Juana Acosta. No viene a cuento, pero es que la que puse en el anterior artículo ha atraído muchas nuevas visitas, y creo que ninguna de ellas estaba interesada en mi prosa serratiana y coixetesca. Así que le doy al público lo que el público pide. Gócenla, criaturillas masturbatorias. No se aprecia bien porque el plano está cortado, pero el éxtasis de esta buena mujer en esta imagen se debe a la audición del último disco de Manel.

CREMATORIO

Hace unos días estuve en Barcelona haciendo bisnes. Tenía la jornada muy apretada, con muchas citas, pero entre la penúltima y la última me quedó un inesperado hueco de un par de horas que decidí llenar hozando en una de mis librerías favoritas del mundo mundial, La Central, de la calle Mallorca (creo que sale citada en casi todas las novelas de Vila-Matas). Y allí, además de comprarme más libros de Bernhard —me ha dado fuerte; después del post que escribí sobre mi ignorancia de la obra de este austriaco, fui cooptado por un grupo de escritores bernhardianos. Uno de ellos incluso me ha prestado libros suyos y se han ofrecido a guiarme en los misterios de su maestro. Qué miedo, tíos, soy un converso tardío—, me dejé tentar por el acogedor y opiáceo veneno del marketing. Allí, al alcance de mi compulsiva mano, estaba Crematorio, la novela de Rafael Chirbes cuya serie había empezado a ver en La Sexta. Con gran placer, por cierto. Unos días antes, hablando de la serie con esos mismos bernhardianos, me dijeron que la novela estaba mucho mejor, me la loaron tanto y tan bien, que me sentí moralmente justificado: no es el marketing ni la tele ni la faja promocional con el careto de Pepe Sancho los que me tientan, me dije. Es el consejo de unos amigos.

Con cualquier cosa nos apañamos para sentirnos lectores en vez de vulgares e incautos clientes. A mí me sirvió. Y cuando la dependienta cogió mi Visa con asco y conmiseración, transparentando sus pensamientos —ya, pensaba, coges los Bernhard para disimular, como los que compraban el periódico para meter dentro las revistas porno, o como los que compran Frenadol además de condones de sabores—, me sentí inmune a sus reproches. Esta novela es buena, me lo han dicho unos bernhardianos, no me juzgue, buena mujer. Esto no tiene nada que ver con la tele. Yo soy un intelectual con barba, ¿qué se ha creído usted?

El caso es que, efectivamente, no ha debido de tener mucho que ver la tele en las ventas de la novela. Al abrirla, me fijé en que había comprado una segunda edición, fechada en 2008. La primera es de 2007. Desde entonces, nada. En la web de Anagrama vi que se había sacado en bolsillo, pero en rústica no se ha reeditado. ¿Cómo es posible que esté sin agotar una edición de 2008 de una novela de la que se ha hecho una serie de la tele? O las cosas están mucho peor de lo que me pensaba o Herralde le está dando gato por liebre a Chirbes —porque, aunque fechado en 2008, el libro no tiene pinta de llevar cuatro años en un almacén, está como recién salido de imprenta—. O las dos cosas.

Salí de La Central y me fui a la calle Aribau, donde había quedado casi una hora después. Me habían citado en una coctelería demodé y pijísima llamada Dry Martini, donde yo era el único individuo sin corbata y con ropa comprada en H&M. Mundano, sin mostrarme intimidado, me senté a esperar a mi acaudalada cita, pedí un dry martini —me encantan, pero apenas los sirven en ningún sitio, había que aprovechar— y saqué Crematorio para matar la media hora larga que me quedaba de espera.

Y, entonces, me vi atrapado en un bucle: en las páginas de Crematorio se movían y tomaban whisky personajes idénticos a los que me rodeaban en el bar. Gesticulaban igual y decían las mismas cosas. Esas carcajadas rudas y adineradas, esa prepotencia trajeada, ese abotargamiento sin complejos, esa forma de echarse los lingotazos escoceses al coleto de trago y sin torcer el gesto. Crematorio va de empresarios corruptos y de mafiosos, y yo estaba rodeado de sus pares, reprochándoles su condición con mi lectura silenciosa.

Nadie se dio cuenta, pero leer aquello en aquel bar es lo más transgresor y punki que he hecho nunca. Ni una vomitona ni un exabrupto anarquista hubieran sido mejores. Ni siquiera pedirle un calimocho al estirado mozo (porque me lo hubiera puesto, y con el mejor vino de sus bodegas; mientras lo abonara…).

Al menos, eso creía entonces, pero por la noche, en el hotel, mucho más entregado a la lectura y un poco bastante borracho por los cuatro dry martinis por cabeza que se empeñó en financiar mi amigo, descubrí que era mentira, que Crematorio no va de la corrupción en España. El marketing de la serie dice: «Una serie sobre la corrupción en España». Y es parcialmente cierto. Pero la novela, que difiere bastante de la serie en no pocos aspectos, no va de eso. Si así fuera, sería una obra circunstancial, oportunista y olvidable. Crematorio no habla de permutas de terrenos ni de blanqueo de capitales, como El Padrino tampoco va de la mafia ni Hamlet va de la monarquía danesa. Sólo un simple puede pensar eso. Crematorio es una novela sobre la vejez, la hipocresía, la muerte y la familia. Las corruptelas y podredumbres valencianas son sólo un decorado, poco más que un leitmotiv. Si la novela respondiera a su marketing, sólo podría ser leída y comprendida por un español lector habitual de prensa que sea adulto en la primera década del siglo XXI. Sin embargo, Crematorio es universal. Un ugandés del siglo XXIV que no sepa nada de Valencia, de l’Albufera ni de paellas mixtas puede entender cada letra. O puede hacer suya cada letra, sacar su propia interpretación del texto. Porque en la Uganda del siglo XXIV también habrá viejos, hipócritas, muertos y familias. Y eso es lo que diferencia la literatura del marketing.

Mientras los temas sean universales, no importa que la acción sea abrumadoramente local y esté llena de referencias indescifrables para un forano. La universalidad se logra en la textura y en la fidelidad al tema. Hay muchos autores empeñados en lograr un sucedáneo de universalidad convirtiendo sus libros en aeropuertos internacionales, despiojando sus textos de referencias temporales y geográficas, dejando a sus personajes flotar en un limbo ahistórico y ageográfico (perdón por los palabros). Creen así que se venderán mejor en la Feria de Frankfurt y que los muy ricos editores alemanes pagarán un buen adelanto. Y luego no se explican por qué esos editores alemanes compran novelas exasperadamente localistas, incluso provincianas, con tantos datos y tantas concreciones y tanto color paisajístico.

Es decir, tan localistas como el Quijote, o como Guerra y paz, o tan provincianas como cualquier novela de Faulkner o de García Márquez.

Crematorio es una novela de voces y texturas, donde se cruzan varios narradores muy bien engastados, en una escritura macho, viril, sin ningún resabio lírico. Casi podría decirse que es una novela hecha con los cojones. Y, sin embargo, tan ingrávida y sutil como un poema. Los personajes, atascados o varados a la sombra del titánico Rubén Bertomeu, expresan su imposibilidad de asumir un fatum que no terminan de comprender. El único posibilista, el único que sabe adaptarse a las circunstancias de la vida es, paradójicamente, el único que ha diseñado su propio fatum y ha condicionado el de todos los demás: el constructor corrupto Bertomeu, el arquitecto que se hizo dueño de toda la comarca de Misent. Los demás, que tan libres se proclamaban, han acabado bajo su yugo, comiendo de su mano, odiándole y necesitándole a partes iguales.

La corrupción y la vejez atraen a la belleza joven. Juana Acosta, en la serie.

Dice Bertomeu hacia el final:

Pero eso es lo normal, el proceso normal de maduración. Darle una patada en el culo a Peter Pan. La juventud —lo cuentan las novelas de Dostoievski— encuentra sentido en lo trágico, en lo violento, en un destructivo globo que estalla y cubre de basura cuanto hay bajo él, porque eso, un montón de basura, es en lo que se convierte el cadáver despedazado de lo más hermoso.

Lo dicen las novelas de Dostoievski, pero mucho mejor las de Turguenev, a quien veo más afín a Chirbes, puestos a buscar parentescos rusos.

El sueño de la razón no produce monstruos, como creía el ingenuo de Goya. Es la razón misma la que, asumiéndose implacable, nos convierte en monstruos y, al mundo que nos rodea, en monstruoso. Goya, al fin y al cabo, era un ilustrado, alguien que creía en el progreso. Chirbes, y nosotros con él, sabemos que el progreso sólo produce hormigón, atascos de tráfico y familias que sólo fingen llevarse bien en Nochebuena.

Un novelón, sí señor. A ver si lo reeditan, que merece venderse y leerse mucho.

DECONSTRUCCIÓN X

Parodia sobre parodia. Esa es la marca de la so-called postmodernidad que nos ha tocado vivir. Me gusta decir, con los ya viejunos Def con Dos, que la culpa de todo la tiene Yoko Ono, pero esta vez hay que señalar a un gabacho: Jacques Derrida. Él fue quien se inventó el término deconstrucción. En realidad, se lo copió a Heidegger (ya saben que los franceses no hacen más que copiar a los alemanes: hasta el chucrut les han robado. Una vez discutí varias horas con un francés que defiende que el chucrut es alsaciano y, por tanto, francesísimo, y que los alemanes no tienen ningún derecho a reclamarlo), pero llevándolo al límite de su potencia significativa, atiborrándolo semánticamente hasta que reventó.

La deconstrucción, el mantra del postestructuralismo, se ha tomado como coartada intelectual para demasiadas parodias. Lo que muchos cachondos y chistosos llevan décadas haciendo no es más que deconstruir los géneros, destriparlos para ponerlos en evidencia y dejar a la vista su inanidad —y, a la vez, y paradójicamente, proclamar su grandeza—. Como esos gays estetas (tan deconstruidos ellos, por otra parte) capaces de calificar de divina y horrorosa una misma canción, película o camisa de lentejuelas en la misma frase.

Deconstruir es un ejercicio intelectualmente muy agradecido, que requiere poco esfuerzo mental y cosecha grandes aplausos. Los deconstructores burdos son el alma de cualquier fiesta y se parecen a esos monologuistas que evidencian el absurdo de la vida cotidiana con solo enunciarlo. Sin embargo, deconstruir con sutileza es más complicado. Y utilizar la deconstrucción como herramienta para construir un relato que vaya más allá de la deconstrucción misma es un trabajo digno de genios. Cualquiera sabe desarmar los resortes de un género literario manido y cualquier chistoso puede armar un par de bromas ingeniosas con ellos. Pero no todo el mundo sabe ir más allá y adentrarse en otras sintaxis y semánticas que parten de los códigos viejos, obsoletos y destripados. Es la diferencia entre escribir el Quijote y hacer un monólogo del Club de la Comedia sobre novelas de caballerías.

Ahora que todo el mundo ve y alaba las series de la tele parece difícil recordar que hubo un tiempo en que nadie escribía ensayos filosóficos sobre ellas y que nadie que aspirase a una mínima solvencia intelectual defendía ese producto menor, hijo bastardo, deforme y baboso del cine —esa sí, pasión de almas refinadas que se podía gozar sin culpa—. Por eso, los grandes títulos anteriores a la legitimación literaria de las series han quedado desatendidos, sin premios Nobel que les ladren. Sin embargo, hay una que, a mi juicio, supo dar el salto de la deconstrucción a la construcción, erigiéndose en obra seminal. Una serie que, desde las más obvias y trilladas convenciones de género, supo desguazarlas primero para abrir una brecha después y desbrozar el camino para otros que no están dispuestos a reconocerle su talante pionero.

Esta serie se llamaba Expediente X.

La evolución de las aventuras de Mulder y Scully es magistral. Expediente X empezó siendo una propuesta del montón, incluso bastante mala, tirando a pésima. Una mezcla de género policial con terror y con una ambientación de road-movie. Agatha Christie reescrita por Stephen King y unos cuantos plagios de Ridley Scott en el tono y unas cuantas referencias apagadas al universo de Dashiell Hammet (Mulder es un héroe típico de novela negra). Lo tenía todo para ser un divertimento de usar y tirar, con unos hilos argumentales de lo más endebles y unos personajes de escaso recorrido dramático. Las dos primeras temporadas, y en especial la primera, son basura de sobremesa no mucho mejor que Amar en tiempos revueltos. Con una producción más digna y unos actores más resultones, pero detritus de subgénero, perfectamente olvidable. Y lo que es peor: inane, sin un componente kitsch o trash lo bastante acentuado como para despertar interés en los decodificadores aberrantes. Esto era porque estaba pensada para todos los públicos. Por tanto, los aspectos más disparatados del aparataje sobrenatural —que podían atraer a un sector del público marginal y onanista, aunque muy rentable— estaban muy moderados.

En consecuencia, era un coñazo que, en el mejor de los casos, se dejaba ver.

Sin embargo, a partir de la tercera temporada, la cosa cambió. Ayudó mucho la enorme química de los dos actores protagonistas, que destilaba un morbo salvaje y permitía a los guionistas jugar con dobles intenciones y con unas muy agradecidas y lubricantes (para la trama) tensiones sexuales no resueltas. Pero lo fundamental fue el afinado sentido de la ironía de los creadores, que trabajaron bien sus intuiciones y supieron moldear algo sugerente. Sabían que tenían una historia fascinante entre manos y que disponían de los elementos dramáticos y narrativos necesarios para construir algo grande. Sólo tenían que atreverse y seguir su instinto.

Nunca vimos así a Scully, pero así nos la imaginábamos siempre.

Por suerte, lo siguieron. A partir de esa temporada, Expediente X se convierte en otra cosa. Los episodios empiezan a explotar el imaginario tanto de la ciencia-ficción y del terror como de los conspiranoicos y de los locos por los misterios siderales y fantasmagóricos. Se ríen de ellos. Cada trama se llena de elementos humorísticos cada vez más evidentes y agresivos, hasta el punto de que, pasadas las temporadas, uno ya no sabe si alguien se está tomando en serio a los ovnis o a los chupacabras. ¿Esto no iba de misterios y así? ¿Esto no iba dirigido a los que graban psicofonías y ven espectros de fantasmas victorianos asomados en cada ventana de cada foto que sacan? Pues no. Esto es otra cosa. O se ha ido convirtiendo en otra cosa.

Los misterios que se proponen son cada vez más audaces y delirantes. Algunos parecen cuentos de Cortázar, y otros pueden incluirse en el repertorio de lo real maravilloso. Ayuda mucho la atmósfera escogida: Expediente X es una serie de escenarios marginales. A veces, de no man’s land. Pueblos perdidos en mitad de la llanura, casetas polvorientas aisladas junto a una carretera comarcal, gasolineras y moteles, sobre todo, moteles. Expediente X es una serie de moteles y de sheriffs de pueblo. Nunca se presenta un misterio urbano, nunca hay nada que investigar en el centro de Nueva York o de Chicago. El terror, nos dicen, está ahí fuera, en el campo, entre los paletos. De hecho, el terror es el campo: la barbarie está allí, donde la ciudad no llega. Es una vuelta de tuerca al mito argentino de civilización o barbarie, que en Estados Unidos se expresó en la doctrina político-mística del destino manifiesto. Mulder y Scully son civilizadores, las fronteras de la razón y de la gente bien vestida ante la barbarie que crece en el agro salvaje y sin escolarizar.

Al poetizar y politizar el paisaje, los guionistas podían jugar con otro mito, listo para ser deconstruido: la imagen que los americanos tienen de sí mismos. Se retrata una América arruinada y apolillada, absolutamente vencida. Recurriendo al imaginario rural y de carretera, tan explotado por los escritores sureños (Faulkner, Dorothy Parker) y por los beat (hay mucho Kerouac en Expediente X), levantan una poderosa metáfora de la decadencia del imperio. Deconstruyen un tópico para abrir una nueva posibilidad de significados. La América que recorren Mulder y Scully es una nación de palurdos enloquecidos por terrores abominables que ellos mismos han creado desde su propia putrefacción.

Pero lo importante es la evolución de las tramas de los episodios. Cuando ya han ridiculizado todo el repertorio clásico de misterios ufológicos, fantasmagóricos, criptozoológicos, vampirescos y licántropos, se inventan unos de nuevo cuño, inspirados, como he escrito más arriba, en lo real maravilloso. Esto alcanza su cénit en la temporada sexta, cuyo segundo episodio se titula Drive, y es uno de los más extraños y hermosos.

El misterio de ese capítulo consiste en un hombre que no puede dejar de conducir hacia el oeste. Su familia ha sido afectada por algo (¿un virus, un algo alienígena? No se sabe) que provoca unos dolores de cabeza horribles que sólo se alivian cuando viajan hacia el oeste a gran velocidad. Si se detienen, el dolor se vuelve insoportable, hasta que la cabeza estalla. Ya ha muerto su mujer, y él intenta salvarse conduciendo a toda tralla. Secuestra a Mulder para que conduzca por él. Hasta que se le acaba el país y tiene que parar ante el océano.

Mulder conduce hacia el oeste para que a su secuestrador no le estalle la cabeza.

¿No es hermoso? Si Borges hubiera escrito algo así, ahora se estudiaría en todas las universidades. Pero, claro, es una puta serie de ovnis. Si los prejuicios dejaran ver la historia con la nitidez adecuada, a un espectador avisado no le costaría intuir aquí una alegoría de la mitología estadounidense, de ese mito fundacional construido hacia el oeste (to the West, to the West, que cantaban los colonos), con una obsesión tan ruda y molesta como ese dolor de cabeza. Una nación empeñada en ir cada vez más deprisa hacia una meta desconocida, sin conciencia de sus propios límites, víctima de su propia ambición.

En esa misma temporada hay un episodio doble titulado Dreamland en el que las conciencias o cerebros de Mulder y de un hombre de negro del Área 51 (los temibles men in black, no tan temibles después de Will Smith) se intercambian por no se sabe qué extraña grieta en el continuo espacio-tiempo (tienen el buen gusto de no explicarlo). El hombre de negro es un burócrata gris, cincuentón y entrado en carnes casado con una mujer a la que odia y con una hija insoportable. Viven en una casa enorme cuya hipoteca le asfixia y el banco no deja de achucharles. Y, de repente, este desgraciado al borde del colapso nervioso se encuentra metido en el cuerpo y en la vida de Mulder. Y le mola mogollón. De pronto, es joven, resultón, soltero y con un apartamento superguay de renta asequible. Así que lucha por quedarse en ese cuerpo nuevo, mientras Mulder sufre la mierda de vida del hombre de negro. La ironía, el humor, la vuelta de tuerca a todos los tópicos de los conspiranoicos (eso de presentar a los terribles hombres de negro como burócratas aburridos y plastas sin ningún misterio es genial) y la habilidad para manejar el ritmo de la historia hacen que estos dos episodios sean magistrales. Una cumbre en la escalada autoparódica y paródica de la serie. La mejor deconstrucción.

Unos capítulos después hay uno que se titula The Rain King, que funciona directamente como un cuento. Mulder y Scully investigan un pueblo donde suceden los fenómenos meteorológicos más raros de Estados Unidos. El tiempo es mucho más que inestable: en un mismo día nieva, sufren huracanes y olas de calor tropical. Al final, resulta que el hombre del tiempo de la televisión local está enamorado de una chica que está casada con un tipo muy turbio y ridículo, y es la frustración por ese amor no correspondido la que provoca todos esos desajustes. Así que Mulder ejerce de casamentero.

¿No es maravilloso? La mezcla de ternura, humor y absurdo está muy bien planteada en estos episodios, que para mí son el culmen de la obra.

Con esto, Expediente X descubrió una forma de superar las barreras de los géneros y de plantear la sutileza como estrategia de seducción hacia el espectador. Fue muy pedagógico: enseñó al televidente medio, consumidor de esparto prefabricado, que no era necesario explicarlo todo, que hay universos de significados no explícitos que una buena historia puede invitar a explorar y que verlo todo es no ver nada en realidad. Con su audacia, permitió a otras series abrir camino y trasladar unas cortesías y unas formas de acercarse al espectador absolutamente inéditas en la tele. Expediente X nos trató como a adultos, y puede que fuera una de las primeras veces que la tele nos trataba como a tales. Partió de la deconstrucción para inaugurar una nueva forma de mirar desde el mainstream. Experimentó en carne viva, y todavía no se lo ha agradecido nadie.

LA RISA Y LA REVOLUCIÓN

La realidad tiene su agenda, pero yo sigo a lo mío. Qué gusto da pasarse la actualidad y sus pequeños apocalipsis por el forro.

Escribía hace unos posts sobre parodias y sobre el espíritu cachondo del último libro de Manuel Vilas. Esta novela —por usarla como enganche de esta reflexión, si es que mis letrillas pueden considerarse tal— lleva una faja promocional con una frase de Javier Calvo en la que afirma: «Manuel Vilas es probablemente el escritor más peligroso que hay ahora mismo en España». Es un extracto de un artículo que Calvo escribió sobre Vilas en la revista Quimera. No he leído el texto, pero entiendo que en esa frase hay una evidente intención cómica, aunque seguramente la conexión entre parodia o sátira con peligrosidad tenga bastante de serio.

Es muy habitual que relacionemos la acidez y el humor corrosivo con un espíritu revolucionario. Lo iconoclasta como expresión previa de la destrucción real de las instituciones que amparan el canon oficial. Es sugerente verlo así, pero me parece una perspectiva simplona e infantil. Sólo una institución muy débil y que se sienta poco legitimada percibe a los deslenguados y a las manifestaciones satíricas como amenazas. Por norma general, un discurso cultural iconoclasta rara vez influye en la política, la economía o la sociedad misma. Aunque me refiero sólo a esa forma iconoclasta llamada parodia.

En estos comienzos del siglo XX, la parodia y la sátira han dejado de ser formas marginales para componer el discurso de vanguardia de la cultura. Y, no pocas veces, el dominante. En la literatura quizá sea el campo donde menos se note, pero es evidente en la música popular, en el arte contemporáneo y en todo lo audiovisual. A veces, da la impresión de que todo es una broma enorme y no quedan sitios para hablar en serio. ¿Significa esto que asistimos al fin del mundo tal y como lo hemos conocido, como cantaba REM? En parte, sí. Pero tengo la intuición de que la parodia, lejos de ser la punta de lanza de ese cambio, es la manifestación del hastío por el mundo viejo. Es decir, es un síntoma de agotamiento, no una renovación del lenguaje.

La cultura de masas del siglo XX ha parcelado todas las expresiones artísticas en géneros, como parte de su estrategia de comercialización. Los géneros permiten definir un target o público objetivo, acotan un sector de mercado y facilitan la creación de canales de distribución y venta. Siguen cumpliendo su función, especialmente en la música popular, pero también en la literatura. Hay libros para señoras premenopáusicas —todo un filón editorial: son un público agradecido que consume mucho—, músicas para negros ancianos —blues—, para negros jóvenes —hip hop—, para blancos jóvenes que aspiran a sentirse como negros jóvenes —hip hop sin pistolas tamizado por la MTV—, literatura para funcionarios públicos de rango y edad medios —novela negra—, literatura para adolescentes narcisistas y presuicidas —vampiros y esas cosas— e incluso literatura para gente que no entiende ni quiere entender la literatura —Stieg Larsson—. Hay géneros cuyo nombre viene dado por su target (el college rock americano, por ejemplo, o una tendencia horrorosa de los años ochenta que se conocía por las siglas AOR: Adult Oriented Rock. Es decir, rock para papás  blancos de clase media que ya no van a las discotecas pero no renuncian a seguir escuchando música mientras beben unas birras en el sofá de su casa. Por lo demás, un target muy suculento y rentable, menos consumista que el de las mujeres premenopáusicas, pero interesante en términos de mercado).

Es evidente que la cultura de masas estratifica sus etiquetas en función de grupos de edad, sexo, nivel de ingresos y de estudios e incluso con criterios raciales. Y pocos productos se libran del etiquetado. Cuando algo se resiste a ser clasificado, la industria lo califica de transversal y, generalmente, tiene problemas para comercializarlo, ya que no sabe a quién dirigirlo. Es entre estos outsiders donde los esnobs buscamos el arte auténtico. La mayoría de las ocasiones, sin encontrarlo. Pero es cierto que la honestidad creativa es más fácil de hallar fuera del mainstream, y a veces nos conformamos con eso, con la verdad de una voz que suena limpia y sin afeites.

La cuestión es que, durante el siglo XX, la industria cultural ha exprimido de tal forma el potencial comercial de los géneros que los ha reducido a un estereotipo o una caricatura. Porque, aunque los géneros resulten útiles para la industria, en su origen, todos ellos responden a una necesidad estética, a la expresión de un dolor real y compartido. Por eso conectan con un público, porque dicen cosas que son verdad o que se perciben como verdades. La novela negra de Dashiell Hammet daba en el clavo, atizaba unas llagas reales y manifestaba unos dilemas morales y políticos comprensibles para cualquier lector contemporáneo. El primer hip hop canalizaba el rencor y la rabia de unos chavales negros que seguían atrapados en el gueto y que no podían creerse el candor de los discursos de liberación que se tragaron sus padres. Hasta la novela romántica —la que arrancó en el siglo XIX— transmitía una honda y amarga verdad para las mujeres que vivían atadas a la pata de sus mesas camilla, prisioneras en las paredes de sus miserables casas.

Sin embargo, la explotación comercial y sistemática de estas intuiciones verdaderas las acaba despojando de todo sentido. Y ahí es donde entra en juego la parodia. Llega un momento en que los resortes del género, de puro manoseados, sólo son posibles como parodia de sí mismos. Nadie medianamente inteligente puede tomarse en serio los géneros hoy en día. Se les ve la tramoya, sus mecanismos son burdos, todo el mundo conoce el truco. De la misma forma que Cervantes entendió que la proliferación de novelas de caballerías era estúpida, y que había que recurrir al humor para revelar a lo bestia su impostura, en este comienzo del siglo XXI son muchos quienes sienten la necesidad de expresar el agotamiento de la cultura de masas y sus géneros mediante su parodia. Salvaje y sin sutilezas.

Sucede en la música pop y, con bastante menos intensidad, en la literatura. Pero donde resulta más evidente es en la televisión. El epítome de todo esto, quien mejor ha entendido y explotado nuestro Zeitgeist es Seth MacFarlane, el ideólogo de Padre de familia. Esta serie está basada en ridiculizar todas las expresiones de la cultura popular del siglo XX. Incuso cuando las homenajea, las destruye. Con ello expresa un agotamiento brutal y totalizador.

La parodia es nuestro último recurso, pero no supone ningún peligro para el status quo de nada. Sus efectos se parecen más a los que tiene abrir las ventanas de una habitación cargada de humo y de humanidad. Nos refresca, nos limpia, nos higieniza. Pero no es la antesala de ninguna revuelta. Más bien, es una desinfección necesaria para renovar los discursos y los lenguajes. Que sus cañones apunten contra las instituciones realmente existentes es sólo una artimaña. ¿De quién nos vamos a reír si no es de esos próceres barbados que tanta importancia se dan a sí mismos? Pero los próceres pueden dormir tranquilos —de hecho, duermen tranquilos—, porque la cosa no va con ellos, sino con la cultura misma. Es un fenómeno metacultural. Y sí, la cultura puede cambiar de arriba abajo, mudar completamente de piel, sin que la sociedad ni el FMI se resientan o se enteren. Cada cosa va por su acera y apenas se rozan.

Sólo las instituciones que se sienten frágiles responden a las burlas que de ellas se hacen. Pienso en la monarquía española, tan susceptible, siempre tan dispuesta a dejar que la Fiscalía del Estado actúe contra quienes se ríen de ella. Para cualquier espectador atento, esto sólo puede revelar conciencia de su propia inestabilidad y serias dudas sobre cómo perciben su propia legitimidad. Sin embargo, en Estados Unidos se generan las parodias más corrosivas y brutales, con más éxito de público y mayor calado en la población, y su expresión no se reprime. Está claro el porqué: no hace falta, sus instituciones no se sienten amenazadas ni concernidas, se saben lo bastante fuertes y arraigadas en el país como para que cuatro chistes les hagan algún daño. Es más, se unen a las risas, las celebran entre pintas de cerveza.

¿La parodia es peligrosa? No, la parodia, fundamentalmente, es divertida. Y lo divertido rara vez es peligroso. Lo divertido tiende a unir y a relajar las tensiones antes que a exacerbarlas. No entender esto es no comprender la función social de la risa y no saber por qué las familias estallan en carcajadas en los velatorios. Por lo general, los revolucionarios son gente muy seria sin pizca de humor, tipos chungos, violentos y disciplinados. ¿Se imaginan a Lenin contando un chiste? ¿O al Che en pleno monólogo de stand-up comedy? Los revolucionarios son santos laicos, seres ejemplares ajenos a las pasiones humanas, incluida la risa.

Sin embargo, Marx y Engels sí que eran unos cachondos. Cualquier lector de Marx se familiariza en seguida con su estilo satírico y mordaz. Pero ellos no fueron revolucionarios, sino intelectuales de salón. Ellos no organizaron grupos armados, eran tipos de biblioteca, puro y brandy. Y, por lo que cuentan todos los testimonios, bastante divertidos y juerguistas. Ninguno de sus discípulos ha heredado eso.

DOBLADO AL ARGENTINO

El otro día les enseñé la portada de mi nueva novela. Hoy les enseño toda la cubierta. En argot de diseñador anglosajonizado esto se llama un layout. Es decir: portada, lomo, contraportada y solapas. En jerga editorial, todos los textos que se imprimen aquí (fundamentalmente, el perfil biográfico de la primera y la sinopsis, las citas y las medallas de la contra) se llaman paratextos. Y ciertamente tienen algo de paramilitar, de carácter ofensivo y chulo. Hay otro paratexto que irá en una banda aparte. Ese ya lo verán en las librerías.

Pinchen en la imagen para ampliarla.

Una noticia sobre esta novela que ya estoy autorizado a dar afecta a los amigos de Argentina, pues se va a editar simultáneamente allí y en España. Lo distribuirá en todo el país Ross Fundación Editorial, unos veteranos libreros-editores de la ciudad de Rosario que, entre otros muchos autores, han publicado a mi querido y malogrado Roberto Fontanarrosa. La novela estará en la próxima Feria del Libro de Buenos Aires, a finales de abril.

Iré dosificando el autobombo, pero hay más cositas que anunciaré progresivamente.

PD.- No lo he dicho, pero muchos ya lo saben o lo han adivinado: la portada es una ilustración de Óscar Sanmartín hecha ex profeso y directamente inspirada en una lectura del libro que me ha sorprendido por lo apasionada. Como autor que soy, les confieso que le va perfecta, condensa y proyecta todo lo que mi libro pretende ser. Me gusta gustar a Sanmartín, y espero que a él le guste que me guste él. Aunque no es momento de que empecemos a chuparnos las pollas, que dirían en la peli aquella.

CUBITO, MAÑANA

Disculpen el empanamiento y la atrofia mentales. El sarao que se anuncia en el anterior post es para mañana jueves, día 9. Pueden ir hoy a la librería, pero no estaremos nosotros.

CUBITO, ESTA TARDE

No es frecuente verme husmear por los territorios de los libros infantiles, pero a lo de esta tarde no podía negarme por nada. Hoy, a las 20.00, en El Pequeño Teatro de los Libros (Silvestre Pérez, 21, Zaragoza), presento esta maravilla de la maravillosa Agnes Daroca:

Son varias las razones que me hacen sentirme muy honrado por presentar a Cubito. Una es que lo vi gestarse cuando ni siquiera era un embrión, apenas un garabato. Pero la fundamental está en los agradecimientos del final, donde hay una línea que dice: «Pablo, que se fue demasiado rápido a buscar estrellas».

Vengan esta tarde a la librería de Carolina y Ciro. Será bonito. Lo pasaremos bien. Y no se vayan de vacío: regalen Cubito a sus hijos y sobrinos. Les va a molar.

COMING SOON…

TYPICAL SPANISH

No sé por qué se empeñan en llamar novelas a los libros de Manuel Vilas que no son poesía. De hecho, ni siquiera sé por qué se empeñan en llamarlos libros, cuando son simples parcelas de una obra en marcha. Hay autores que escriben libros y hay autores que escriben obras. En estos, los libros no son más que accidentes o males menores. De alguna forma hay que dosificar el magma. De alguna forma hay que envasar el producto para su comercialización. Pero no conviene engañarse: todos los libros (narrativos) de Vilas son uno. Lo importante de un libro de Vilas no es el libro en sí, sino Vilas mismo. Así, España, Aire nuestro y Los inmortales son manifestaciones concretas (corpóreas, más bien) de un único espíritu. De ahí que algunos críticos digan que se repite más que el ajo, que es más de lo mismo y que tal y que cual.

Pues claro que es más de lo mismo, ¿qué se esperaban? Es Manuel Vilas, ¿aún no se han enterado de qué va la vaina? ¿Necesitan leer tres libros para darse cuenta del truco?

Sin embargo, aunque los libros son accidentes y, por así decir, incordios prescindibles, unos son más iguales que otros. Y este de Los inmortales, para mi gusto, es la concreción más lograda hasta la fecha del espíritu vilesco. Es el que está mejor escrito, el más divertido y el más radical. Y lo dice alguien que le ha costado entrar en el juego, justo es reconocerlo.

Como en Aire nuestro, Los inmortales es una colección de relatos engarzados con un hilo común. Si en el anterior era la tele, en este es la inmortalidad. Se supone que esta novela es un manuscrito que encuentran en el año 22011.

¿Cómo? ¿Un manuscrito? ¿Como el manuscrito hallado en Zaragoza? No. Más bien como el Quijote de Cide Hamete. Porque la cosa va de cervantismos. Sí, cervantismos, como lo leen. Agárrense, que vienen curvas.

Uno de los protas recurrentes es SA, apócope de Saavedra, que a su vez es el segundo apellido de Cervantes. Es uno de los inmortales. Otros son Picasso, Van Gogh o Juan Pablo II. Ah, y Manuel Vilas, claro está. Todos ellos protagonizan disparates delirantes y grotescos en los que no falta el mal gusto y lo soez. Y por el mal gusto y lo soez me ha ganado. Por ahí vamos bien. Yo siempre apoyo la semántica del caca, culo, pedo, pis.

Mi historia favorita es la titulada Las señoritas de Aviñón, una barbaridad digna de Seth MacFarlane. Podría ser un episodio de Padre de familia. Es incluso más bestia. Allí se lee que «la obesidad es el futuro». Un futuro promisorio, una nueva Jerusalén.

Lo que no entiendo es la obsesión postmoderna con la que se etiqueta (él mismo se autoetiqueta) la literatura de Vilas. A mí me suena más a marketing editorial que a razonamiento teórico fundamentado. Vilas en general, y este libro muy en particular, me parece profundamente español. Español en el sentido de que emerge de una tradición muy clara. Vilas no rompe la baraja, sino que juega con cartas heredadas. No sé si esto le supondrá algún problema. Para moverse por el mundo como enfant terrible es mucho mejor ser tildado de transgresor, pero creo que, ahora mismo, hay pocos escritores más ligados a la tradición literaria española que Vilas.

Él mismo parece insinuarlo constantemente. Para empezar, con el juego de espejos deformantes que hace con el Quijote, incardinando su humor y su sentido paródico en la novela cervantina. Pero hay marcas más explícitas. For example:

Se acuerda de la mala suerte que significaba para un escritor español haber nacido en España, de lo bueno que hubiera sido para un escritor español nacer en Estados Unidos; no obstante, todo siempre puede empeorar, y peor sería haber nacido en Nairobi o en Bolivia. Se acuerda de que entonces llegó a pensar que lo mejor que le podía acontecer a un escritor español era pasar, de manera camuflada, por un escritor estadounidense.

Esto no es sólo una coña sobre el fariseísmo del mundillo literario español y sobre el paleto afán cosmopolita que anima a muchos autores, sino que es también una forma de reivindicarse partícipe de un espíritu nacional (toma ya cursivas chuscas). Nuestra tradición no es triste. Nuestra tradición no es la contemplación ensimismada de la lluvia sobre los cristales. Eso es propio de gabachos. Los españoles nos reímos. A carcajada limpia. Y decimos mucho polla. Y, a veces, la enseñamos. Eso parece decirnos Vilas al ejercer de escritor español.

Desde luego, esta postmodernidad no puede interpretarse como ruptura, sino como regeneración. Autores como Vilas (y como Antonio Orejudo, y como Rafael Reig, con quienes le veo mucho más emparentado que con los otrora llamados nocillescos) son rupturistas en el sentido de que rompen con una forma de hacer novela pomposa y artificial, pero son continuistas porque lo que proponen es una vuelta a las raíces, al Arcipreste de Hita y al Quijote. Aunque, a decir verdad, esas raíces nunca se han podrido, siempre ha habido alguien, en todas las generaciones, pendiente de regarlas.

Y luego está la parodia. Todo es parodia en Los inmortales. Sí, es evidente, pero me parece ocioso diseccionar los mecanismos de la parodia: su análisis anula por completo los efectos. Los chistes no se explican, es de muy mala educación hacer eso. Sin embargo, y tomando este pie forzado, me gustaría hacer una reflexión sobre la función de la parodia en la cultura popular de este comienzo de siglo XXI. Será otro día, que hoy se me ha acabado el duro y se me corta la llamada.

FLATOS ACADÉMICOS

Como parece que Amazon se va a comer crudas a todas las editoriales del orbe (ver aquí para creer), resulta imposible hablar con un editor de cualquier otra cosa que no sea el inminente Apocalipsis. Pero como yo tengo una novela a punto de publicarse, me preocupan otras cosas. Que son las cosas que, en circunstancias normales, concernían a los editores.

La corrección de los textos, por ejemplo.

Cuando la correctora de la editorial me pasó las pruebas, confirmé que había hecho un trabajo soberbio (ya lo había comprobado cuando preparó la versión definitiva del manuscrito antes de volcarlo en la maqueta), pero constaté también que no había aceptado varios de mis empeños ortotipográficos. El principal, mi empecinamiento en que las palabras inglesas aparezcan en redonda, y no en cursiva, como dicta la norma de la Real Academia Española.

«Es que lo dice la RAE» es el equivalente editorial del «rebota, rebota y en tu culo explota». Es la sentencia zanjadiscusiones: se invoca al altísimo, a la RAE nada menos. ¿Y quiénes somos nosotros para zaherir la voluntad del Innombrable?

Yo, que soy ateo lingüístico, solicité negociar. Ni para ellos, ni para mí. Acepto que la editorial asuma las normas de la RAE para la edición de sus libros y quiera mantener una coherencia ortotipográfica en todos sus títulos. De hecho, así lo he firmado. Pero pido indultos. Hay palabras que no pueden ir en cursiva porque la cursiva subraya su extrañeza y saca al lector del relato. Son como coches que circulan en dirección contraria con las largas puestas. Te puedes cruzar con uno muy de vez en cuando y acordarte de sus padres, pero si te están deslumbrando constantemente, al final te sales de la carretera. Con las cursivas, lo mismo: una o dos diseminadas por ahí son soportables, pero encontrártelas en cada página repele al filólogo más purista.

Mis argumentos convencieron y logré el indulto para whisky (ya anteriormente había evitado el horrible güisqui, que no hay quien se lo beba ni quien se lo lea) y para otras expresiones, como rock, pero los editores insistieron en conservar las cursivas de las palabras inglesas más raras y menos reiteradas.

Bien, vale, acepto barco. Quid pro quo, celebrémoslo con un whisky sin cursivas y con un hielito para mí. Sólo uno (lo digo porque el purista de Mario de los Santos se los toma sin, machote que es él).

Hasta ahí, todo normal. Una discusión civilizada sobre usos lingüísticos dentro de una relación de lo más normal entre autor y editores, defendiendo cada uno su trabajo. Pero, una vez alcanzado el acuerdo, seguimos platicando sobre estas cosas y sobre el papel de la RAE en este embrollo. Y mi editor aludió a la responsabilidad de los escritores para con el idioma, que no deberíamos usar tantos palabros en inglés y que deberíamos buscar sus equivalentes castellanos. En vez de crooner, por ejemplo, cantante melódico.

Pero es que un crooner no es un cantante melódico. Un crooner es un crooner.

Yo disiento radicalmente. No creo que el escritor tenga responsablidad ninguna para con el idioma. No es ni su guardián ni su divulgador. El idioma es simplemente un material y una herramienta de trabajo. Es más, reniego de cualquier responsabilidad social del escritor, lingüística o de ningún tipo. Su actitud para con su lengua puede ser conservadora o destructiva, admirativa o despreciativa, arcaizante o extranjerizante. Pero siempre tendrá una motivación individual, no tiene por qué ampararse en un fin superior a la propia escritura. Porque la escritura (y el arte en general) no ha de justificar su propia actividad.

Otra cosa son los periódicos y otras escrituras públicas de carácter utilitario. Esas sí que se deben a otros objetivos. Pero la literatura pertenece a otro ámbito, autorreferencial y estanco. La literatura no tiene que dar ejemplo, ni ser didáctica, ni servir para nada. La literatura sólo tiene que ser literatura. Y sólo siendo literatura conseguirá interesarnos a quienes vivimos apasionados por ella.

En un empeño a mi juicio delirante por preservar la pureza de la lengua (una lengua que nace y crece gracias al contacto con otras lenguas; si no, aún hablaríamos en latín), la RAE ha emprendido una campaña para incorporar fonéticamente muchas voces y siglas inglesas que utilizamos frecuentemente. Ya hemos visto escritos los horribles parquin y márquetin, y los pasables (quizá por costumbre) cedé y deuvedé. Es ridículo, porque la grafía original de esas palabras es sabida por todo el mundo, y su castellanización suena mostrenca y brutal.

¿Qué problema hay por incorporar palabras del inglés? Llevamos siglos y siglos calcando términos de las lenguas dominantes. Hasta los animales de bellota medievales asimilaron un montón de palabros del por entonces mucho más culto, expresivo e imperial árabe. De haber existido la RAE entonces no tendríamos azafrán, alacena u ojalá. Las cursivas y las castellanizaciones de la grafía no hacen más que retardar y acartonar un proceso de asimilación natural.

Lo que me lleva a confesar que no estoy de acuerdo con el tradicional matrimonio que se da en España, por influencia francesa (la RAE no es más que el más pedorro de los galicismos), entre lengua y literatura. Que filólogos y escritores compartan una misma institución y un mismo hueco en el mundo académico es un despropósito. Los arquitectos también trabajan con fuerzas físicas y materiales, pero no se sientan al lado de los físicos, y los pintores trabajan con compuestos químicos, pero no tienen cátedras en sus facultades.

Un escritor, por razón de su oficio, puede tener un conocimiento lingüístico muy superior al de un hablante medio, pero sus destrezas y talentos no le convierten en un experto en la materia. También un ingeniero de caminos aplica principios de unas ciencias a cuya academia no pertenece: entender las leyes que permiten construir un puente y construirlo según esas leyes no te convierte en físico. De la misma forma que entender las sutilezas idiomáticas y construir una obra literaria basada en ellas (en rasgos dialectales y sociolectales, por ejemplo) no te convierte en lingüista ni te capacita para participar en la redacción de un diccionario. ¿Qué tiene que ver estudiar las variedades dialectales de las Antillas menores con escribir Alatriste? ¿O ser una eminencia en lexicografía con componer versos alla maniera de Eliot?

Por suerte, conforme los estudios lingüísticos han avanzado y se han especializado, desde la gramática generativa a las más modernas escuelas, la brecha entre ambos mundos se ha hecho mucho más evidente, pero sigue sin serlo del todo para el común de los mortales.

La diferencia entre el ingeniero y el escritor es que, si el primero no aplica bien las leyes de la física, el puente se caerá, mientras que si el escritor se merienda las normas de la RAE… ¡no pasa absolutamente nada! Bueno, quizás algún viejo académico sufra de acidez estomacal, pero la tragedia no pasará de ahí.

Lo único importante de una transgresión es que sea consciente y buscada. Sólo así es una transgresión. Si no, es pura ignorancia. Me pasó hace poco cuando me pidieron ser jurado de un concurso de relatos. Dudé si defender un texto que me había provocado sentimientos encontrados. Dije: si la confusión es intencionada, se trata de un recurso genial, el cuento es brillante; pero, si no, es una cagada gordísima. Sospechaba más lo segundo, pero era tan grosero que no podía ser involuntario. Quiero decir, que yo acepto la voluntad del escritor siempre que esa voluntad no sea expresión de una incapacidad.

Y todo lo demás es vanidad.