Archivo mensual: junio 2011

MIENTRAS HAYA CREYENTES

“Soy un embustero, pero no un falsario”
Enric Marco, en un reportaje publicado este domingo en El País

El caso de Enric Marco no ha sido suficientemente explotado, por eso es fácil volver sobre él, como hacía El País este domingo. El impostor, el tipo que se hizo pasar por superviviente de Mauthausen y abochornó a tanta gente, empezando por el so called movimiento de recuperación de la memoria histórica. Y no se ha explotado ni se ha hecho toda la sangre que podría hacerse porque a nadie le gusta reconocer que ha sido engañado. Todos los que se emocionaron con los relatos de Enric Marco, y entre los emocionados figuraban hasta ministros y presidentes del gobierno, eluden expresar su indignación porque equivaldría a reconocer su credulidad y su condición de pichones.

La reflexión ha quedado reducida a los petits comités de los historiadores. El ruido mediático de su momento no fue tal, y en cualquier caso fue exculpatorio para con los oídos que durante años habían escuchado complacidos las mentiras de este —sí— falsario.

Al fin y al cabo se trataba de un pobre viejo buscando un cariño y una atención que probablemente le habían sido negadas toda su vida. No era un infiltrado, sólo un loco con ansias de protagonismo.

La historia da para inspirar una novela —¿a qué estamos esperando?—: la identidad, la proyección de esa identidad hacia los demás, la política como liturgia y la historia como guión de esa liturgia. La literatura de Francisco Casavella habla de eso: la trilogía de El día del Watusi es una historia de falsarios, farsantes y de construcciones interesadas de las farsas. Todo se sustenta en imposturas interesadas que sirven a alguien para justificar su dominio o su mera existencia en el mundo. Héroes míticos cuya mitología se construye a posteriori con leyendas urbanas y evangelios más o menos autorizados.

Las víctimas se convirtieron en héroes en algún momento de la historia reciente. Alguien decidió que era rentable y conveniente que así fuera. Hasta hace bien poco, hasta tiempos que cualquiera de nosotros puede recordar sin esfuerzo, las víctimas eran seres dignos de conmiseración y de piedad. A lo máximo que podían aspirar era a nuestra pena, pero en ningún caso podían atribuirse una autoridad moral ni mucho menos un ascendente político o social.

Cuando Primo Levi regresó a Turín después de pasar por Auschwitz y de vagabundear por media Europa como un apestado —porque eso es lo que era: alguien que podía considerarse afortunado por seguir vivo y que no podía exigir ni reclamar ningún otro privilegio ni trato especial en un continente que todavía humeaba y tenía a los muertos sin enterrar—, empezó a escribir sus recuerdos de superviviente.  Los terminó en 1946 y se los publicaron en 1947 bajo el título Se questo é un uomo. Si esto es un hombre. Se tiraron 2.000 ejemplares. Más de veinte años después, la mayoría seguían almacenados en la editorial, sin vender.

Hasta mediados de los 60, a Primo Levi no le conoció nadie. Fue entonces cuando su obra se reeditó y fue traducida a todos los idiomas de Europa (incluido el alemán), convirtiéndose en el testimonio fundamental de las víctimas del Holocausto. Tuvieron que pasar dos décadas para que las palabras de Levi interesaran a la gente, tuvo que crecer una nueva generación que no había vivido la guerra de sus padres para que el relato de las víctimas del nazismo encontrara un eco social y humano, desligado del debate político.

Si Levi acabó suicidándose o su muerte fue un accidente es lo de menos y puede que nunca lleguemos a saberlo. Pero lo que está fuera de toda duda es que jamás disfrutó de su papel de víctima ni del de presunto portavoz de los supervivientes. De hecho, tuvo palabras muy duras para consigo mismo y estaba convencido de que los que habían sobrevivido a los campos de exterminio no merecían el calificativo de víctimas, que las víctimas no podían hablar porque estaban muertas y que si ellos se habían salvado era porque eran moralmente inferiores a los muertos. Levi estaba convencido de que un prisionero sólo podía salir vivo del Lager si era mezquino, y que una buena persona no duraba ni un día en el campo de exterminio. Sólo rebajándote y convirtiéndote en un hijo de puta podías salir de allí por tu propio pie. Y él mismo no se corta en presentarse como una persona despreciable en algunos momentos del libro, y relata cómo maniobró para librarse de los trabajos forzados (que sufrían otros en su lugar) o cómo hacía para que las palizas del Kapo se las llevaran otros huesos que no fueran los suyos. Si esto es un hombre no es una idealización exculpatoria. De hecho, es muy distinto a otros testimonios de supervivientes, y quizá por eso, todavía hoy, sigue siendo una lectura incómoda: en su simpleza y desnudez vemos mucho de lo que somos y no queremos saber que somos. Primo Levi nos cuenta en qué pueden convertirse nuestras relaciones de poder —en el trabajo, en nuestra familia— si un sistema totalitario las condiciona.

Poco a poco, desde los años 60 hasta hoy, y a pesar del presunto suicidio de Primo Levi, las víctimas se han ido convirtiendo en referentes morales y, por tanto, en personas de prestigio. Al convertir su estigma en insignia, allanaron el camino para que los Enric Marco del mundo les parasitaran. La farsa de Marco no dice mucho del farsante, sino de las víctimas, de cómo la sociedad las ha convertido en heroínas y, al hacerlo, las ha encajado en un molde mitológico, estereotipándolas en un relato que complace y emociona a todo buen burgués.

Porque, al fin y al cabo, fingir lo que no se es no supone gran cosa. Francisco Umbral (un gran fingidor) dio muchas pistas de sí mismo en un ensayo literario que escribió sobre Valle-Inclán titulado Los botines blancos de piqué. Si bien era pobre en materia literaria e incluso biográfica, era rico en especulaciones, y la principal, el eje de todo el libro, era que Valle-Inclán se construyó su propia cabeza, que toda su obra —su Opera Omnia— era un dandismo llevado al paroxismo, que todo en Valle-Inclán era una sofisticada mentira. Pero, como era una mentira que no escondía ninguna verdad, acabó convirtiéndose en la única verdad. Valle-Inclán sólo era la máscara de Valle-Inclán: era un personaje inventado, pero tras él no había persona alguna.

Una vez discutí con un amigo escritor sobre este tema. Él defendía que el tan polémico carlismo de Valle-Inclán era una postura política sincera, que en absoluto era esa impostura estética que muchos han querido ver. Era carlista de verdad, le molaban los fueros y los reyes viejunos. La historia oficial dice que su carlismo era más una boutade para escandalizar a las señoritas de los salones que otra cosa. Yo le respondía a mi amigo: ¿y qué más da? ¿Boutade o militancia sincera, esnobismo o fanatismo? ¿Qué cambia las cosas? ¿De verdad se distingue tanto una pasión estética de una supuesta verdad moral?

Yo creo que no. Tanto si creía en el regreso de Don Carlos como si era una provocación, se trataba de algo que Valle-Inclán consideraba parte imprescindible de su personaje, algo que todos debíamos saber y que se esforzaba por comunicar. Lo que cuenta es la máscara, el personaje. La persona sólo es un soporte sin alma.

Todo es fingimiento, todos tenemos una cabeza por construir, todos intentamos encajar en alguno de los moldes que la sociedad nos ofrece. Y para ello no nos queda más remedio que adecuar nuestros relatos a las exigencias de ese molde. Algunos, como Enric Marco, han descubierto que un buen talento narrativo basta para triunfar en cualquier molde, mientras al otro lado haya gente dispuesta a creer. Y de creyentes está lleno el mundo.

DANS QUELQUES INSTANTS…

Este blog y su autor se están tomando un leve respiro. Si nada lo impide, cuando la configuración neuronal de quien esto escribe vuelva a tener forma humana —acontecimiento que, según los cálculos matemáticos más fiables, se producirá a lo largo de este fin de semana—, este rinconcito volverá a tener artículos servidos con la regularidad acostumbrada. Molesten las disculpas.

RECONOCIMIENTO

*** Este texto es mi aportación al libro-cd Canto a la libertad. Un himno para un pueblo, editado por el Rolde de Estudios Aragoneses. Es parte de la iniciativa legislativa popular para reclamar que el Canto a la libertad de José Antonio Labordeta sea reconocido oficialmente como himno de Aragón. Tuve el honor de ser uno de los escritores invitados para participar en el proyecto. El libro-cd está a la venta desde el 9 de junio.

Yo no sé de místicas nacionales ni de destinos manifiestos. Yo no sé de épicas ni
de pueblos dignos ni de solares machacados. Yo no sé de tiranías ni de libertades. Tampoco de himnos. Pero sí que he aprendido un poquito de la condición humana, y desde esa ínfima experiencia íntima quiero reclamar que el Canto a la libertad ponga música al Aragón oficial e institucional.

Esa canción, para mí, tiene carne: la de un hombre que se instaló en Madrid poco después de terminada la guerra civil. Un hombre que trabajó toda su vida en lo que al principio era un prometedor negocio de paños y acabó siendo El Corte Inglés. Un hombre que echó raíces en Madrid, que se hizo más gato que los gatos, que tuvo tres hijos en lo más castizo de la capital, que habló achulapado sin rastro alguno de su habla natal y que vivió en un barrio cuyas calles y sitios se nombraban en todas las zarzuelas.

Un hombre nacido aragonés que quiso mantener vivos los lazos con su tierra natal, pero no encontraba asideros para agarrarse: la exacerbación pilarista, la apropiación nacionalcatólica del folclore, la banalización de toda su cultura natal por parte de un sistema político brutal y sanguinario eran barreras insalvables para él. Ese hombre no reconocía su Aragón entre tanto baturrismo y tanto calzón prieto. Su Aragón estaba hecho de gitanos en el Gancho y de piraguas en Helios, de cervezas en Los Espumosos y de paseos por el Parque Grande.

Fue en los setenta, ya muy viejo, cuando ese hombre se reencontró con una parte de Aragón que le era propia y reconocible: la que escuchó en los discos de Labordeta y de La Bullonera, la que hablaba de un mundo familiar. Perdido para él, pero invocado con fuerza en la garganta recia de un tal José Antonio, cuya voz hacía sonar por las tardes en su piso de gato del barrio de Embajadores de Madrid. Ese hombre era mi abuelo. Y si él pudo reconocer en el Canto a la libertad el lugar del que un día se marchó, todos los aragoneses, incluso los aragoneses de adopción como yo —que soy un aragonés de ida y vuelta—, podemos reconocernos en sus estrofas.

MIL VECES MENOS QUE MIL PALABRAS

Hace tiempo que me convencí de que hay pocas formas más eficaces de mentir que con la verdad de una fotografía. A lo largo del siglo XX, pero especialmente a partir de los años 30, cuando se inaugura el reporterismo moderno -cuando las nuevas cámaras portátiles, las Leica, permiten al fotógrafo salir del estudio y captar escenas espontáneas in situ-, se fue creando el mito de que la fotografía es capaz de transmitir una realidad vedada a los relatos construidos con palabras. Si estos requieren un narrador y una estructura, la fotografía ofrece la verdad desnuda, sin manipulaciones: lo que impresionó el negativo era lo que sucedía en ese momento y en ese lugar.

Los primeros que no se tragaron eso fueron los propios fotógrafos, que aprovecharon el prestigio de esa inmediatez virginal para vender como instantes puros lo que no eran más que construcciones estéticas al gusto del consumidor. Desde los años 30 hasta hoy, la corriente dominante de la fotografía periodística tal y como la han practicado sus más reputados profesionales ha consistido en detectar el sentido de las vetas de los prejuicios del discurso dominante para serrar a favor de ellas. ¿Es casualidad que  los grandes hitos del fotoperiodismo tiendan a confirmar lo que pensamos sobre lo fotografiado? La imagen casi siempre refuerza, y rara vez refuta, el discurso construido con anterioridad a ella.

Robert Capa y Agustí Centelles, pioneros del reporterismo gráfico, lo sabían muy bien. Por eso hacían posar a sus modelos. Muchas de sus tomas espontáneas están escenificadas.

Centelles vivió los primeros tiros de la guerra en Barcelona. Cogió su Leica, una de las pocas que había en España por aquel entonces, y se pateó la ciudad de arriba abajo tomando algunas de las estampas más célebres de todo el conflicto. Entre ellas, la del guardia de asalto apostado en la esquina de las calles Diputación y Lauria, en el Ensanche:

Es bien sabido que el guardia no combatía de verdad, sino que posaba siguiendo las indicaciones de Centelles, que aprovechó las cualidades estéticas de la esquina y del sol de julio que sobre ella caía. La refriega ya había terminado cuando Centelles sacó su Leica.

Lo mismo pasó con esta otra, mucho más famosa y tomada en la misma calle Diputación:

Es otro posado. De hecho, es un recorte de un posado. La foto original es esta:

En el momento del disparo (fotográfico) se le coló este espontáneo que quería chupar cámara, y Centelles lo recortó en la copia que entregó a Newsweek y que salió finalmente publicada en Estados Unidos.

Centelles estaba allí en el momento de la batalla. Las balas le pasaron al lado, vio los combates, vio los muertos caer y sintió la mugre de la guerra en las calles de Barcelona. Pero lo que retrató en estas imágenes sucedió cuando los fusiles habían callado y no había peligro. Él mismo lo confesó muchas veces, pero no hacía falta que lo aclarara: resulta evidente que esas fotografías hubieran sido imposibles de hacer en pleno tiroteo, pues el fotógrafo está colocado en la línea de fuego. O mejor dicho: las habría podido disparar, pero habrían sido las últimas de su carrera.

No todo son posados ni construcciones a posteriori. Hay millones de fotos espontáneas que retratan momentos únicos y condensan mucho dramatismo. Las más de las veces, sin que su autor lo pretenda, por pura casualidad, como en la famosa estampa de Cerro Muriano de Capa. Pero la sospechosa cantidad de fotos ‘montadas’ para complacer cierta mirada, y la sospechosa cantidad de veces que esas fotos montadas han encontrado hueco en las portadas de la prensa llevan a pensar que lo que transmite el fotoperiodismo, muchas veces, no es más que una mentira complaciente con la verdad que dice sostener el que redacta el titular. Nos gustan y nos emocionan porque transmiten la imagen que creemos tener de la realidad. Esa barricada de carne de caballo muerta, esos guardias enclenques con camisa y tirantes y esos fusiles ya viejunos para esa época transmiten la imagen justa de brutalidad, miseria y heroísmo que el público norteamericano tenía (creía tener) de lo que estaba sucediendo en España. Por eso Centelles cortó al espontáneo trajeado de la pistolita, porque le rompía el cliché. En la guerra de España, entérense, no hay lugar para señoritos con pinta de gángster. Esta es una guerra del pueblo, obligado a parapetarse tras sus propias monturas destripadas. Por eso se elimina lo que descuadra, lo que no encaja en ese lecho de Procusto. Centelles conocía a su público y sabía darle lo que quería.

Y, en general, los grandes reporteros gráficos saben darle a su público lo que quiere, aunque para ello hayan tenido que indicar poses, buscar luces de ocaso y, ya en nuestros tiempos, ejecutar sutiles correcciones con Photoshop para intensificar el efecto dramático. Ya sabemos que un cielo rojo africano es más africano con un poquito más de rojo, y que un malvado es más malvado con un poco más de contraste.

En 2003 hubo un gran debate en torno a una foto del premio Pulitzer Javier Bauluz tomada en la playa de Tarifa en 2000.

Un inmigrante muerto al fondo y una pareja en primer plano disfrutando de un apacible día de playa, ajenos a la tragedia. El drama de la inmigración y el egoísmo frívolo de Occidente ante la muerte cercana.

Arcadi Espada acusó a Bauluz de falsear la foto, de manipular el encuadre y la profundidad de campo para fingir que el inmigrante estaba más cerca de lo que estaba, ya que lo más probable era que no pudiera ser visto por la pareja. Tras un enconado debate en el que intervino hasta Saramago (a favor de Bauluz), el Consejo de Información de Cataluña dictaminó que la foto “refleja la tragedia de la inmigración de una manera verídica y ajena a cualquier tipo de manipulación”. También consideró que Espada había infringido varios artículos del código deontológico periodístico catalán.

Supongo que Arcadi Espada se fumó un puro con los artículos.

La cuestión, para mí, va más allá de si la fotografía está “montada” o sutilmente alterada para dar a entender algo que quizá no pasó (si la pareja era capaz de pasar un tranquilo día de playa a la vista del cadáver o si estaban tranquilos porque ignoraban su existencia). La cuestión está en la frase del Consejo de Información de Cataluña donde dice que la imagen “refleja la tragedia de la inmigración”. Ni siquiera usan el verbo ‘ilustrar’, mucho más apropiado. Hace tiempo que la fotografía dejó de ser mero acompañamiento del discurso para ser su sustancia, por eso no ilustra, sino que refleja.

A mi modo de ver, la imagen de Bauluz no explica ni refleja nada. Simplemente, confirma una determinada visión de las cosas construida con anterioridad a la foto. El fotógrafo va a la playa de Tarifa buscando una realidad que conoce de antemano, y factura  su trabajo para confirmar lo que ya piensan o lo que ya creen saber quienes van a ver la imagen. No vale más que mil palabras, no vale ni una palabra: es centrípeta, no se proyecta hacia afuera, no facilita la comprensión del fenómeno ni da herramientas para profundizar en él. Simplemente, confirma un cliché. Que esa confirmación respete o no la deontología periodística es completamente irrelevante porque el problema está más allá de los usos y costumbres, es una cuestión ontológica que afecta a la fotografía como testimonio válido de la realidad.

Un último icono. En los años 30, Dorothea Lange recibió el encargo gubernamental de fotografiar los campamentos de refugiados del éxodo del Dust Bowl, los campesinos de Oklahoma (despectivamente, los okies) arruinados que huyeron a California e inspiraron la novela Las uvas de la ira. Una de las fotos que tomó se convirtió en símbolo de pobreza, marginación y desesperación. La tituló Migrant Mother y representaba a una okie con su prole.

Lange confesó más tarde que no sabía ni el nombre ni la historia de esa mujer. Que sólo le preguntó su edad, 32 años, y que le contó que se alimentaba de verduras que cogían en los huertos y de pajarillos que cazaban los niños. Sin embargo, en su cuaderno de campo oficial, Lange no recogió ninguno de estos datos.

Pasaron los años y la madre migrante se convirtió en una de las fotos más reproducidas y comentadas.

En 1979, Emmett Corrigan, un reportero del periódico local de Modesto, en California, localizó a la mujer de la foto en la caravana del trailer park del pueblo en la que vivía con sus hijas. Se acercó y las retrató de nuevo:

Corrigan no se limitó a tirar la foto, sino que entrevistó a su protagonista, y se descubrió que la hasta entonces conocida como migrant mother se llamaba Florence Owens Thompson. Además, desmintió los pocos datos que Dorothea Lange había dado de ella, pero sin llamarla mentirosa, arguyendo que probablemente confundió su historia con la de otra inmigrante. Pero sí que insistió en dos cosas: que Lange no se había molestado en anotar ni su nombre, y en que había posado para ella después de que la famosa reportera le prometiera que la foto tenía un fin puramente administrativo y que no iba a ser publicada en ningún medio.

La foto apareció poco después de ser hecha en la portada del San Francisco News y se asoció a varios reportajes de John Steinbeck. Florence, que en 1979 vivía con sus hijas no muy lejos de donde Dorothea Lange la retrató en 1936, afirmó sentirse molesta e incómoda, que nunca quiso convertirse en icono de la miseria, y que si hubiera podido elegir, no lo habría consentido. Pero ella, un ama de casa residente en un recinto de caravanas, no sabía a quién recurrir para manifestar su protesta, ni cómo expresarla.

Una última reflexión: es curioso que la práctica dudosa o, cuando menos, sospechosa de manipulación, se produzca aquí en una profesional de talla mundial y la corroboren prestigiosos medios internacionales, y que tenga que ser un modesto gacetillero de provincias quien, con un trabajo paciente de reporterismo canónico, acabe desvelando la verdad que los figurones falsearon.

A veces, mirar no es una cuestión de enfoque o de encuadre, sino de distancia.

CALLEJEROS

Aquí está Pablo con su madre, callejeros en una terraza infame de la Rambla de Cataluña.

La gente nos mira al pasar. “Mira, un niño calvo”, se siente que dicen, pero a nosotros nos importa poco o nada. Calvo, sí, pero fuera del hospital, libre, riéndose de toda la mierda que, parece que ahora sí, vamos a empezar a dejar atrás.

Es difícil. Rectifico: es imposible expresar ahora mismo lo que sentimos. El sentimiento de extrañeza, la emoción de la normalidad, la sensación de que vivimos algo así como el esbozo de un final feliz. Y los finales felices son narrativamente penosos, pero vitalmente necesarios.

Ya escribiré en otro momento, o no. De momento, me contento con dar públicamente las gracias (gracias infinitas, irreductibles a un medio de expresión humano) a la Unidad de Trasplante Hematopoyético del Hospital Materno-Infantil de Vall d’Hebron, y en especial a las doctoras Teresa Olivé e Izaskun Elorza, que han comandado este complejísimo proceso y lo han dirigido al mejor de los puertos soñados hasta la fecha. Y, además, con cariño y amor, pese a que su juramento hipocrático no les obligaba.

Junto a mí tengo las 9 páginas del informe de alta. Nueve folios llenos de jerga médica y de datos que, desgraciadamente, he aprendido a entender en estos meses. Pero de todas las páginas me quedo con esta frase: “Dado el buen estado general del paciente, que se encuentra recuperado hematológicamente, sin EICH activa y con aceptable tolerancia enteral, se da el alta en el día de la fecha”.

No hay obra literaria que me haya emocionado tanto como esas tres líneas.

Estamos en la calle. Los tres. Eso es lo único que importa.

LOS GUAPOS TAMBIÉN PIENSAN

Como parece que ahora volvemos a ser revolucionarios otra vez, estaría bien pertrecharse de alguna buena lectura. Tiren ahora mismo el cuaderno de caligrafía Rubio con forma de panfleto incendiario del tal Hessel, y también la coda que han hecho en España con el título de Reacciona.

(Nota al margen: los tres adalides de Reacciona son José Luis Sampedro, Federico Mayor Zaragoza y Baltasar Garzón. Es decir, un banquero nonagenario, un alto diplomático y un superjuez que enchirona a gente. Y esa camarilla quiere que yo reaccione. ¿A qué? ¿A sus dietas, a sus discursos, a sus honorarios, a las sopitas y lechitas con miel que toman antes de dormir? Nota al margen de la nota al margen: los imperativos me repelen mucho. Pocas cosas me irritan más que que me interpelen en ese modo verbal, y encima, tuteándome. Un poco de educación, señores, que son ustedes muy mayores y ocupan cargos de muy alta responsabilidad en despachos que no conocen la palabra Ikea, ni que fueran acampados en la Puerta del Sol o algo así.)

Una buena lectura para entretener el tedio del desempleado es la biografía que acaba de publicar Anagrama en su mínima y poco divulgada colección Biblioteca de la Memoria (la de las tapas verde caqui): El gentleman comunista. La vida revolucionaria de Friedrich Engels, del joven y atractivísimo historiador inglés (37 añitos, casi un párvulo en su campo) Tristram Hunt.

Este es Tristram Hunt:

Un inglés guapo es más raro que un lince sin atropellar, y es evidente que un niño bien -estudió en Cambridge y remató faena en USA- guapito de cara no necesita demostrar nada en esta vida. Blanco, inglés y bello: su vida resuelta antes de nacer. Por eso tiene mucho más mérito que se haya dejado los ojos, los codos y parte de su corteza cerebral en escribir un libro tan ambicioso, completo y profundo como esta biografía de Engels. Porque, por definición, una biografía de Engels es trabajo para feos. Los guapos están en la discoteca, no en la biblioteca, donde las posibilidades de ligarse a una hermosa y muy desinhibida drogadicta son escasas tirando a nulas.

Lo mismo le pasaba a Engels, y quizá por eso tiene empatía por el personaje. Como de Engels se suele saber bien poco, salvo que es el apellido que va detrás de Marx y de la conjunción copulativa y -como en Ortega y Gasset-, no son muchos los que conocen su faceta de bon vivant y de guaperas oficial. Era un alemanón fuertote y muy apuesto, que gustaba de cepillarse a mujeres de toda clase y condición, incluyendo las que estaban casadas con sus amigos -no con Marx, esa barrera no se sobrepasó-. Y, a pesar de ser un tipo rico, divertido, juerguista y ligón a más no poder, fue uno de los pensadores más brillantes del siglo XIX, dejó escrito un puñado de libros que no han perdido brillo y contribuyó a dar forma manejable y comprensible a ese barullo filosófico alemán que él mismo bautizó como marxismo.

El propio Hunt no se explica cómo Engels encontraba tiempo para escribir unos libros tan densos y audaces entre tanto vino de Borgoña, tanto marido cornudo y tantas cacerías por las afueras de Manchester. Y entre tanto curro en la empresa familiar y entre tanto atender las necesidades más pedestres de su amigote Marx, completamente incapacitado para cualquier tarea de la vida cotidiana y ahogado siempre en deudas y en pequeñas banalidades que no sabía resolver por sí mismo.

Más allá de eso, lo bueno del libro de Hunt -una de las muchas cosas buenas de este muy buen libro- es que perfila al fin una imagen justa y ajustada de Friedrich Engels. Quizá ustedes no lo sepan o no les haya importado nunca, pero Engels es uno de los problemas fundamentales del debate en y sobre el marxismo. Una teoría muy extendida le hace responsable de la vulgarización de la filosofía de Marx en unos esquemas tan simplistas que la desvirtúan por completo. Quienes esto afirman, sostienen que Lenin y la primera generación de comunistas no fueron en verdad marxistas, sino engelsistas, y encontraron en las recetas pueriles de Engels la excusa idónea para su acción política. De ahí a responsabilizar a Mr. Friedrich del Gulag y de las matanzas de los Jemeres Rojos media un pasito insignificante.

Otros, en cambio, desde el marxismo-leninismo, le han hecho responsable del cisma que dividió en 1915 y 1916 (en las conferencias suizas que dinamitaron la Segunda Internacional) a socialistas y comunistas. Para estos, Engels fue un blandurrio que dio argumentos a los revisionistas para que renunciaran a la lucha violenta revolucionaria, alejándose de los principios del maestro Marx.

Para Hunt, ni unos ni otros tienen razón. Ambos utilizan sesgada y torticeramente los libros de Engels para hacerles decir lo que no dicen y para responsabilizarle de hechos de los que no podía ser responsable, pues llevaba muchos años muerto cuando estos sucedieron. Además, la supuesta “mala interpretación” que Engels hace de Marx al divulgar su pensamiento es falsa, ya que Hunt demuestra muy claramente que esa divulgación se hizo bajo la tutela de Marx, y que este nunca puso un solo pero a lo que Engels decía que él decía. Este párrafo es claro y tajante:

¿Fue Engels responsable de los terribles actos realizados en nombre del marxismo-leninismo? Aun en nuestros días, cuando tan de moda están las disculpas históricas, la respuesta tiene que ser no. En ningún sentido inteligible pueden Engels o Marx ser culpables de los crímenes cometidos varias generaciones más tarde por los actores históricos, aun cuando las líneas de actuación se ofrecieran en honor de ambos. Así como no se puede culpar a Adam Smith por las desigualdades del libre mercado occidental, ni a Martín Lutero por el carácter del evangelismo protestante moderno, ni a Mahoma por las atrocidades de Osama bin Laden, los millones de almas que el estalinismo liquidó no fueron a la tumba por culpa de los dos filósofos que trabajaron en Londres en el siglo XIX.

Y sigue diciendo que esto no es así sólo “por el simple anacronismo de la acusación”, sino que hay razones de fondo, éticas y teleológicas, que avalan esta tesis. Así las resume:

Pese a la fácil caricatura que hacen los anticomunistas y los apólogos de Marx, Engels nunca fue el arquitecto corto de miras y mecanicista del materialismo dialéctico que exaltó la ideología soviética del siglo XX. Entre el “engelsismo” y el estalinismo, entre una visión abierta, crítica y humana del socialismo científico y un socialismo científico desprovisto de cualquier precepto ético hay un enorme abismo filosófico (…). La lógica cerrada del Curso breve de Stalin habría sido un anatema para el Engels eternamente curioso: detrás de su porte militar, el General [apodo cariñoso con el que se le conocía en casa de los Marx] se interesaba por las ideas desafiantes, por las nuevas tendencias y a menudo por repensar sus propias posturas.

Y, destacando aspectos del Engels hombre, que no se aprecian en sus escritos pero sí florecen al estudiar su vida, concluye:

Ni igualador ni estadista, este gran amante de la buena vida, defensor apasionado de la individualidad, creyente entusiasta en la literatura, el arte y la música como foros abiertos, nunca, y a pesar de todas las afirmaciones estalinistas que reclamaban su paternidad, podría haber dicho que sí al comunismo soviético del siglo XX.

La propuesta político-intelectual última de esta biografía, más allá de sus méritos y contribuciones académicas, es la invitación a repensar una figura injustamente contaminada y manchada con sangres que no contribuyó a hacer manar. Algunos de sus escritos siguen siendo excelentes descripciones críticas de cómo funciona el capitalismo, sin la jerga economicista de Marx, contado como un reportero, a pie de obra. Fue un tipo sagaz que supo ver cosas que siguen estando ahí, y su obra puede ser un buen punto de partida para pensar la sociedad en la que vivimos ahora.

Yo descubrí a Engels hace mucho, en un libro que debería estar en la biblioteca de cualquier periodista: La situación de la clase obrera en Inglaterra. Es un reportaje audaz y brutal de la vida cotidiana de Manchester en los años 40 del siglo XIX escrito desde la calle y aplicando todo el bagaje filosófico y humanístico aprendido en Berlín.

Pero advierto: es un libro mucho más difícil de leer que Indignaos o Reacciona. Y mucho menos complaciente. Y mucho más adulto (esto último es fácil). Y es duro porque es honesto. Por eso no usa el modo imperativo en el título, porque interpela a la inteligencia del lector, no a los grupies de las primeras filas de un concierto.