Sigo los acontecimientos como si pasaran en Marte. Encerrado en un hospital, ajeno a todo y con grandes dificultades para empatizar con muchas de las cuestiones y situaciones planteadas. Así que mis palabras son las de un ser extraño y forzadamente ajeno a todo lo que parece importar.
También me ha sorprendido este asunto del 15-M leyendo una biografía de Friedrich Engels que acaba de salir, y refrescando con ella mis viejas lecturas marxistas -sí, amigos, soy un depravado, mientras vosotros os iniciábais en el porno, yo leía El Capital-. Así que me siento como en el tango titulado Los cosos de al lao, que dice:
De pronto se escuchan rumores de orquesta,
es que están de fiesta los cosos de al lao.
Ha vuelto la piba que un día se fuera
cuando no tenía quince primaveras.
Hoy tiene un purrete y lo han bautizao,
por eso es que cantan los cosos de al lao.
Oigo rumores de orquesta y me cuentan de qué va la fiesta que han montado los cosos de al lao, pero no participo en ella. Opino desde la distancia.
Desde un punto de vista marxista -qué bien empiezo, sólo me faltan las coderas en la chaqueta de pana-, una revolución no es un barullo callejero. La revolución es la destrucción de la superestructura estatal para sustituirla por otra que se adecue al modo de producción. Que esta destrucción implique violencia necesariamente o no es un debate que ha dividido a esa especie extinguida, otrora tan numerosa, de los marxistas. Pero lo que todos tenían claro era que la revolución se producía cuando la clase dominante que controlaba el Estado ya no era representativa del modo de producción y se había convertido en un lastre, en una adiposidad que convenía extirpar para que el Estado sirviera a los intereses de la clase que controlaba realmente los medios de producción, pero cuya propiedad le era enajenada.
Marxistas o no, esto es más o menos lo que política e históricamente se entiende por revolución.
Otra autoridad no marxista, pero mucho más cansina y plastuzona si cabe, la de la Real Academia Española, define revolución en primera acepción (y quedándose muy ancha después de redactarla) como “acción y efecto de revolver o revolverse”. Y en segunda acepción, por estirarse un poco, como “cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación”.
Como lector de Marx que fui, soy de los que piensan que la concepción puramente marxista de una revolución no implica la violencia, aunque suele abocarse a ella. Pero la violencia es un mal menor, no un requisito. Para la RAE, en cambio, la violencia es prescriptiva. Sin violencia, no hay revolución. Supongo que por ese apego a la bronca tienen a Pérez-Reverte en sus filas. ¿Quiénes son los subversivos peligrosos, los marxistas o los académicos de la RAE?
Juegos semánticos al margen, parece claro que el trending topic #spanishrevolution no encaja en ninguna de las concepciones tradicionales de “revolución”. Mucha gente en la calle, por mucha bulla que arme y muchas portadas de The Washington Post que acapare, no es una revolución.
Utilizando la misma operación lógica se puede decir que un enfado no es por sí mismo una postura política, y que un deseo no es un programa ni una reivindicación. Estar harto de los políticos no supone nada más allá de la propia hartura, y pedir un cambio genérico del “sistema”, sea lo que sea eso, no articula un movimiento.
Para posibilitar un cambio político, tiene que haber unas reivindicaciones claras y concretas, un interlocutor que pueda satisfacer o negar esas demandas -y cuyo cuello pueda ser reclamado como prenda- y unos plazos en los que se puedan llevar a cabo. Ni siquiera durante la Revolución Rusa se pedía el todo: se reclamaban cosas concretas, aunque fueran burras. Ejemplo: “¡Todo el poder para los soviets!”. No era una consigna abstracta: manifestaba la reclamación de que la Duma y el gobierno ruso renunciaran a sus poderes y competencias mediante decreto y las traspasasen al consejo de los soviets. Y lo podían hacer de buena gana o con una bayoneta en el costillar.
¿Qué se pide en estos días de mayo? De todo y nada. De entre la empanada de cosas que se escuchan apenas asoma algo que pueda sonar a consigna plausible. Parece que hay una petición de reforma de la ley electoral, pero no termina de concretarse en qué términos. Y estos no pueden ser muy complicados. Aunque los cambios que puede provocar una revolución son radicales, complejos e irreversibles, las peticiones que la desatan son claras, simples, directas y concernientes a un aspecto concretísimo del descontento. Por eso ruedan cabezas, porque se tiene claro qué cabezas se quieren hacer rodar.
En estas manifestaciones se mezcla la Ley Sinde con el derecho a la vivienda digna con los sueldos de los diputados y con el impuesto de sucesiones. Un guirigay en el que es imposible aclararse y que terminará por disolver la protesta, que necesita un grito común y directo para aglutinarse.
Por eso triunfan las revoluciones: porque los revolucionarios se unen contra algo tangible que es factible derribar. No se alzan contra un sistema ni contra un estado de cosas, sino contra personajes e instituciones concretas que pueden derrumbarse por el empuje de la masa. El sistema y el Estado se rompen después como consecuencia incontrolada una vez desemcadenada la revolución.
Entiendo y comparto el cabreo y el hartazgo por un sistema político teatral, falso, dominado por camarillas, corrupto y rehén de los bancos. Pero el cabreo, por sí solo, no es nada. O no conduce a nada, más bien.
Mientras la cosa no se aclare, a mí todo me seguirá sonando a rumores de orquesta, y supondré que están de fiesta los cosos de al lao.
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