Archivo mensual: mayo 2011

W

En el empeño de hacer de Barcelona un Benidorm sin viejos, Ricardo Bofill diseñó el hotel W, un rascacielos con forma de vela sobre el viejo rompeolas del puerto.

Así, la ciudad parece vigilada por una enorme W, que bien podría ser el emblema de un superhéroe, pero que es algo mucho mejor: un homenaje inconsciente y la manifestación real de un delirio literario.

En la primera parte de El día del Watusi, de Francisco Casavella, se narra la jornada en la que presuntamente asesinan al Watusi, un matón a sueldo de la mafia marsellesa y de los bajos fondos de Barcelona a quien toman como chivo expiatorio en un lío de hampones de Montjuïc el 15 de agosto de 1971. El Watusi (o alguien vestido como él) acaba flotando boca abajo en las aguas del puerto de Barcelona. Así comienza la novela.

En la segunda parte, Fernando Atienza, protagonista de la trama y testigo accidental e incómodo del follón del día del Watusi, se obsesiona con ello y se dedica a suplantar la identidad del delincuente muerto, a hacer creer a los quinquis que sigue vivo. El Watusi -o lo que el Watusi representaba- marcaba su territorio pintando grandes W en los muros de la ciudad vieja y de la Barceloneta, para alertar a las bandas rivales y alejar a molestos imprudentes. Atienza empieza a pintar W al azar por los muros de Barcelona. Y pronto le surgen imitadores. Al final, toda la ciudad se llena de W que nadie sabe qué significan, pero que obsesionan a todo el mundo y traspasan los límites de Barcelona. Se ven W por toda Cataluña y también por Madrid. Partidos políticos, grupos de música, diseñadores, publicistas y demás gremios adoptan la W como símbolo. Al final, esa W acaba convertida en las dos gaviotas del logo del Partido Popular.

Que uno de los símbolos de la nueva Barcelona, que tanto detestaba Casavella, sea un rascacielos con una gran W sólo puede interpretarse como una confirmación de la literatura casavellista. El narrador de Pueblo Seco tenía razón y la realidad encaja en su acelerado y vitriólico discurso.

Por desgracia. Porque nos iría mejor a todos si Casavella no tuviera razón. En general, seríamos todos más felices si las buenas novelas estuvieran siempre equivocadas.

Pero ahí está esa mole sobre el rompeolas, dando la razón como solo los tontos saben darla. Y seguramente sin que ninguno de sus promotores y responsables haya reparado en la ironía. Para ello tendrían que haber leído El día del Watusi, y no creo que ninguno esté dispuesto a invertir tantas horas en una actividad no lucrativa.

LA CIUDAD IMPOSIBLE

Paseo por una playa que perdió su nombre y lo acaba de recuperar, como atestiguan unos paneles y muy pronto lo harán unos monolitos.

Las olimpiadas se llevaron los últimos restos del chabolismo barcelonés. De las barracas. Lo que hoy es la Villa Olímpica era la playa del Somorrostro, y lo que hoy es el Fórum era el Campo de la Bota. En la primera nació Carmen Amaya y fue el escenario de Los Tarantos (y si no saben nada de flamenco y esta peli no les suena, devuelvan ahora mismo su pasaporte). El segundo fue el lugar escogido por el franquismo para fusilar a 1.700 personas entre 1939 y 1952. En el mismo sitio en el que este finde se celebrará el Primavera Sound.

Tras las olimpiadas, rematada la Villa Olímpica y remozada la playa con sus espigones y sus terrazas de diseño, el nombre de Somorrostro fue eliminado del nomenclator municipal como parte de esa operación retórica que acabó convirtiendo a Peret en un artista posmoderno. Pero unos pocos vecinos -reubicados en pisos de VPO en Badalona y por ahí- no reblaron y exigieron que se reconociese su pasado: que las generaciones venideras supieran que esa playa no siempre fue una juerga y no siempre hubo en ella mojitos ni chill out. Que allí se pasó hambre, que allí murieron en sucesivos golpes de mar los peones de las fábricas de Poblenou. Que aquello era Dickens en pleno desbarre lacrimógeno y que no todos los que nacieron en el Mediterráneo lo hicieron como Serrat, recitando a Machado y con un ajuar Adlib.

La protesta la lideró una mujer condenada por su nombre a ser guerrillera antinapoleónica: Julia Aceituna. Se creó una comisión ciudadana para la memoria de los núcleos de barracas y ahora se empiezan a señalizar y a recordar.

Hoy he visto las fotos de lo que fue la playa de Somorrostro en los años 50 y es imposible reconocer un solo grano de arena en la estampa de hoy, con sus torres de hoteles, sus esculturas piscineras, sus terrazas de todo a millón y sus francesas en topless (benditas francesas en topless, poniendo en entredicho a Newton con sus tetas ingrávidas).

Y he leído las reflexiones de Francisco Casavella, hijo de Pueblo Seco, en las faldas del también chabolista Montjüic, ante las obras de finales de los 80 que preparaban las olimpiadas del 92 (en la sensacional, salvaje, inabarcable y nunca suficientemente loada El día del Watusi):

[Las obras respondían a] la imperiosa necesidad de cubrir de argamasa y escombros, de hormigón y mentiras, los sedimentos adolescentes de una ciudad, su hedor de años, el material de derribo que formaba el idioma imposible mal enterrado, por el centro y por las afueras, sin que nadie percibiera que la locura provinciana era el único bien de la provincia, que se estaban quedando con lo peor, con la finalidad de las cosas; el tiempo sólo transcurre para demostrar que somos eficientes. Vallas, colinas de cascotes, martillos neumáticos. Ya no había lugar para lo irracional, lo irracional se extinguía; se acababan los juegos sin fin, tensos, en ciudades olvidadas del mundo con el único pretexto de que alguien pusiera en evidencia que la normalidad era un camelo.

Propuesta para una tesis doctoral: comparar la literatura de Casavella con la obra de Ivá y vincularlas como la crónica imposible de una ciudad que puede que nunca existiera.

Yo sólo sé que esta tarde, feliz por la marcha de los acontecimientos con mi hijo, me he sentado en el espigón de Somorrostro y he dejado que me diera el sol hasta que Montjüic se ha convertido en una silueta negra. Y sólo he lamentado dos cosas: rechazar la “servesa fría, coul bier, uan iuro” que me ha ofrecido un pakistaní con una mochila y estar allí solo amando esa ciudad imposible de colinas y barracas fantasma, sin poder compartir ese amor con Cris y con mi hijo.

Pronto podré, y lo contaré. Seré como Julia Aceituna y no dejaré que los brillos de los rascacielos borren para siempre los días en los que todo era una putada.

INHIBICIONES

Dado que parece que hoy sólo se puede hablar de elecciones y a mí sólo se me ocurren chistes malos e inconveniencias al respecto, y dado que escribir de otro tema sonaría irrelevante al solemne respetable, me inhibo hasta el miércoles, confiando en que para entonces la resaca electoral haya pasado de verdad y podamos hablar al fin de cosas serias. Disculpen la inactividad.

RUMORES DE ORQUESTA

Sigo los acontecimientos como si pasaran en Marte. Encerrado en un hospital, ajeno a todo y con grandes dificultades para empatizar con muchas de las cuestiones y situaciones planteadas. Así que mis palabras son las de un ser extraño y forzadamente ajeno a todo lo que parece importar.

También me ha sorprendido este asunto del 15-M leyendo una biografía de Friedrich Engels que acaba de salir, y refrescando con ella mis viejas lecturas marxistas -sí, amigos, soy un depravado, mientras vosotros os iniciábais en el porno, yo leía El Capital-. Así que me siento como en el tango titulado Los cosos de al lao, que dice:

De pronto se escuchan rumores de orquesta,
es que están de fiesta los cosos de al lao.
Ha vuelto la piba que un día se fuera
cuando no tenía quince primaveras.
Hoy tiene un purrete y lo han bautizao,
por eso es que cantan los cosos de al lao.

Oigo rumores de orquesta y me cuentan de qué va la fiesta que han montado los cosos de al lao, pero no participo en ella. Opino desde la distancia.

Desde un punto de vista marxista -qué bien empiezo, sólo me faltan las coderas en la chaqueta de pana-, una revolución no es un barullo callejero. La revolución es la destrucción de la superestructura estatal para sustituirla por otra que se adecue al modo de producción. Que esta destrucción implique violencia necesariamente o no es un debate que ha dividido a esa especie extinguida, otrora tan numerosa, de los marxistas. Pero lo que todos tenían claro era que la revolución se producía cuando la clase dominante que controlaba el Estado ya no era representativa del modo de producción y se había convertido en un lastre, en una adiposidad que convenía extirpar para que el Estado sirviera a los intereses de la clase que controlaba realmente los medios de producción, pero cuya propiedad le era enajenada.

Marxistas o no, esto es más o menos lo que política e históricamente se entiende por revolución.

Otra autoridad no marxista, pero mucho más cansina y plastuzona si cabe, la de la Real Academia Española, define revolución en primera acepción (y quedándose muy ancha después de redactarla) como “acción y efecto de revolver o revolverse”. Y en segunda acepción, por estirarse un poco, como “cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación”.

Como lector de Marx que fui, soy de los que piensan que la concepción puramente marxista de una revolución no implica la violencia, aunque suele abocarse a ella. Pero la violencia es un mal menor, no un requisito. Para la RAE, en cambio, la violencia es prescriptiva. Sin violencia, no hay revolución. Supongo que por ese apego a la bronca tienen a Pérez-Reverte en sus filas. ¿Quiénes son los subversivos peligrosos, los marxistas o los académicos de la RAE?

Juegos semánticos al margen, parece claro que el trending topic #spanishrevolution no encaja en ninguna de las concepciones tradicionales de “revolución”. Mucha gente en la calle, por mucha bulla que arme y muchas portadas de The Washington Post que acapare, no es una revolución.

Utilizando la misma operación lógica se puede decir que un enfado no es por sí mismo una postura política, y que un deseo no es un programa ni una reivindicación. Estar harto de los políticos no supone nada más allá de la propia hartura, y pedir un cambio genérico del “sistema”, sea lo que sea eso, no articula un movimiento.

Para posibilitar un cambio político, tiene que haber unas reivindicaciones claras y concretas, un interlocutor que pueda satisfacer o negar esas demandas -y cuyo cuello pueda ser reclamado como prenda- y unos plazos en los que se puedan llevar a cabo. Ni siquiera durante la Revolución Rusa se pedía el todo: se reclamaban cosas concretas, aunque fueran burras. Ejemplo: “¡Todo el poder para los soviets!”. No era una consigna abstracta: manifestaba la reclamación de que la Duma y el gobierno ruso renunciaran a sus poderes y competencias mediante decreto y las traspasasen al consejo de los soviets. Y lo podían hacer de buena gana o con una bayoneta en el costillar.

¿Qué se pide en estos días de mayo? De todo y nada. De entre la empanada de cosas que se escuchan apenas asoma algo que pueda sonar a consigna plausible. Parece que hay una petición de reforma de la ley electoral, pero no termina de concretarse en qué términos. Y estos no pueden ser muy complicados. Aunque los cambios que puede provocar una revolución son radicales, complejos e irreversibles, las peticiones que la desatan son claras, simples, directas y concernientes a un aspecto concretísimo del descontento. Por eso ruedan cabezas, porque se tiene claro qué cabezas se quieren hacer rodar.

En estas manifestaciones se mezcla la Ley Sinde con el derecho a la vivienda digna con los sueldos de los diputados y con el impuesto de sucesiones. Un guirigay en el que es imposible aclararse y que terminará por disolver la protesta, que necesita un grito común y directo para aglutinarse.

Por eso triunfan las revoluciones: porque los revolucionarios se unen contra algo tangible que es factible derribar. No se alzan contra un sistema ni contra un estado de cosas, sino contra personajes e instituciones concretas que pueden derrumbarse por el empuje de la masa. El sistema y el Estado se rompen después como consecuencia incontrolada una vez desemcadenada la revolución.

Entiendo y comparto el cabreo y el hartazgo por un sistema político teatral, falso, dominado por camarillas, corrupto y rehén de los bancos. Pero el cabreo, por sí solo, no es nada. O no conduce a nada, más bien.

Mientras la cosa no se aclare, a mí todo me seguirá sonando a rumores de orquesta, y supondré que están de fiesta los cosos de al lao.

SI NO QUIERES SER COMO ELLOS

¿En qué momento consiguieron convertirlos en el ejemplo a seguir, en buenos chicos, en el yerno que toda suegra en potencia anda buscando? No siempre ha sido así. Antes se les quería porque jugaban bien o porque hacían cosas chulas en el campo. Y en el repertorio de cosas chulas se incluía la vileza, la picardía y ciertas dosis (por lo general, amplias) de violencia. Eran tíos que escupían, que metían el codo entre las costillas ajenas, que rompían tibias clavando los tacos de sus botas, que fingían penaltis, que metían goles con la mano y que tocaban los huevos al contrario, literalmente.

Molaban. A veces, molaban hasta el paroxismo. Pero no eran modelo de conducta y nadie se lo exigía. Su ignorancia, su chulería neonazi, su desconocimiento absoluto de las habilidades sociales, su consumo desaforado de drogas, sus juergas, sus pasotes, todo, absolutamente todo lo que trascendía de ellos quedaba perdonado o no era tenido en cuenta. Mientras jugaran bien. Se les quería para que dieran espectáculo, no para que dieran ejemplo.

En consecuencia, quienes aspiraban a convertirse en Maradona eran la hez de cada generación. Los que podían encontrar en el fútbol una salida a la delincuencia juvenil en la que frisaban a diario. Los matones, los quinquis, los chulos del barrio y del cole, los que expiaban en la clase de gimnasia toda la vergüenza pasada en la de matemáticas y en sus frustrados y escasos intentos de conjugar el pretérito imperfecto de indicativo.

¿En qué momento se truncó este orden natural de las cosas? ¿Cuándo empezaron los futbolistas a ser como los del Barça? ¿Cuándo empezaron a ser solidarios, a sonreír con todos los dientes, a ser capaces de decir dos frases sin utilizar las palabras puta o cabrón en ellas, a no beber, a salir con chicas simpáticas que tampoco bebían, a cantar en discos para recaudar ayuda para Haití, a parecer presentables y dignos de integrarse en cualquier contexto social? ¿Cuándo surgieron estos Iniesta, Casillas, Xavi, Sergio Ramos y demás gente de “la Roja”? ¿Cuándo aprendieron a decir por favor y gracias y a posar con tanta donosura ante la cámara? ¿Qué fue de los farloperos, de los quinquis, de los tipos con carne de presidio?

¿Cuándo empezó el fútbol a provocar buenos sentimientos?

Yo vivía mejor antes, cuando las cosas tenían un orden natural, cuando se sabía que las estrellas del fútbol se reclutaban entre el lumpenproletariado, cuando sabíamos que su espíritu marrullero estaba a la altura del de sus hinchas más bestias. Porque, si los futbolistas son el ejemplo a seguir, ¿de qué nos sirvió a los demás aguantar a los chulos del patio de colegio? ¿Dónde queda hoy nuestra superioridad moral, qué pasó con los capones que nos tragamos conscientes de que éramos mejores que ellos? Si ahora resulta que esos zurullos cuyo único talento consistía en patear balones son el ejemplo a seguir, ¿qué coño éramos nosotros? ¿En qué lugar nos quedamos los que nos escaqueamos de gimnasia y sacábamos dieces en literatura y nos construimos después y muy lejos del barrio una discreta carrerita intelectual?

Sólo nos queda erigirnos en antiejemplo, ocupar el vacío que han dejado los Maradonas del mundo al convertirse en Messi. Sólo nos queda escupir, drogarnos como si no hubiera un mañana y desligar por completo nuestra excelencia estética o artística, si es que la poseemos, de nuestra moral y de nuestra vida. Escribir los libros más bellos en medio de la vida más abyecta, ser los matones del parnasillo, robarle el dinero del almuerzo a los escritores consagrados y pegar capones a los novatos.

Que cambien el lema de “si no quieres ser como ellos, lee”, por “si no quieres ser como ellos, juega al fútbol”.

Cabrones, cómo nos habéis jodido.

MIL NOVECIENTOS SETENTA Y NUEVE

Escribo el año 1979 en letra para dejar claro que fui uno de los últimos españoles que cursó el Bachillerato Unificado Polivalente y el Curso de Orientación Universitaria (conocidos como bupicou, todo junto). Soy un producto anterior a la Logse, lo que me convierte en uno de los últimos españoles capaces de ganar un quesito amarillo en el Trivial, de situar Portugal en un mapa mudo de la península y de escribir numerales tanto ordinales como cardinales. Después de mí, vino la Logse. Después de mí, vino la nada (me repito para que los de la Logse puedan seguir el hilo).

1979 -ahora sí, con número- es el año en que nací. En un sarao en el que coincidimos, Carlos Castán reparó en la solapa de uno de mis libros, que empezaba con el convencional y obligado “Sergio del Molino (Madrid, 1979)”, y me dijo: “Ja, ahora es muy molón poner el año de nacimiento. Ya llegarás a mi edad y lo quitarás”. Y es cierto, hay muchos escritores que obvian ese dato cuando peinan canas o ya no peinan ninguna. Yo le respondí -y no me creyó- que pienso mantenerlo siempre, pues el lugar y la fecha de nacimiento de un autor me parecen una información básica que no se debería hurtar al lector o al potencial lector. A mí, al menos, me gusta saber la edad y el origen de los escritores que leo, no me parecen detalles menores.

Fin del excursus (para la gente de la Logse: fin de la digresión, es decir, de esa parrafada que no tiene que ver con el hilo fundamental del texto. No os preocupéis si no entendéis todo al principio, es normal que os maree ver tanta letra junta. Respirad hondo y tuitead un rato antes de seguir, os sentará bien).

1979 es el título de la exposición que acabo de ver en el Palau de la Virreina de Barcelona. Un monumento en instantes radicales es su feo subtítulo.

Como un esquizofrénico embobado porque siente que los semáforos hablan de él, me he metido en la Virreina creyendo que la fiesta era en mi honor. Qué detalle: una antológica de mi año. Y ni siquiera es un aniversario redondo ni está cerca mi cumple.

Me desengañé al poco de entrar: la cosa iba del año 1979 en serio. Los comisarios de la expo consideran -y argumentan- que esa fecha marca un punto de inflexión en la historia de Occidente, y que por eso se aproximan a ella desde una perspectiva oblicua y artistera. No se trata de exponer recortes de periódicos ni de recordarnos el careto de Margaret Thatcher. Tampoco hacen mención alguna a mi milagroso nacimiento en el hospital de La Paz de Madrid (los tíos no aportan ni un documento al respecto, y mira que mi madre podría haberles servido cosas: desde mi pulserita identificativa hasta la mantita con la que me arroparon). Partiendo de fotos, de pelis y de libros producidos en 1979, intentan dar una forma visual y fragmentaria a ese año. Al año en el que empezaron a demolerse las certezas del siglo XX y se insinuaron las grietas e incertidumbres del XXI. La postmodernidad, amigos, mucho antes de que Fernández Mallo la descubriera y la vistiera de puta.

Desigual e interesante. Me ha llamado la atención que, en asuntos nacionales, centrados prácticamente en las calles de Barcelona y su ruina postindustrial (un Poblenou lleno de fábricas cerradas o a punto de cerrar que nada sabía del Primavera Sound ni del Fórum, un Barrio Chino ruinoso y poblado por chirleros que nada sabían de cafés chill out y un puerto donde los estibadores estibaban, decían tacos y se emborrachaban como sólo sabe emborracharse un estibador), la exposición elude la tentación de tirar de hemeroteca. El relato es sutil y marginal, muy logrado, con una selección muy cuidada de piezas y de artistas. Pero, al final, hay unas salas dedicadas a asuntos internacionales (que si el ayatolá Jomeini, que si los sandinistas de Nicaragua, que si los milicos argentinos, que si Mugabe…), y en ellas sí que recurren al tópico, al documento periodístico, al relato manido, a lo que todos sabemos ya o a lo que han querido enseñarnos. Su intento por construir una versión alternativa y poliédrica de la historia se cae a pedazos en esas salas, y es una pena.

Ya fuera, camino del piso, decido ambientar la marcha con una obra musical de 1979 no mencionada en la expo: el London Calling, de The Clash. Y allí me tropiezo con mi entrañable y risible Spanish Bombs, que quiere ser una especie de homenaje solemne a los republicanos españoles del 36, pero que sólo produce vergüencica.

Tras las referencias al “black car of the Gardia Civil” (sic), a “Fredrico Lorca (sic), dead and gone” y a unas bombas españolas que estallan “in the Costa Rica” (sic), llega el glorioso estribillo:

Spanish bombs, yo te quiera y finito,
yo te cuerda, oh, ma corazón.

Y, que yo sepa, Joe Strummer no fue escolarizado bajo la Logse.

En cualquier caso, tiene mucho mérito hacer una expo de 1979 sin la colaboración de Miguel Ríos, que estará rabiando por que no le hayan llamado para interpretar Qué noche la de aquel año.

UNA DE BORRACHOS (GALESES)

La realidad me obliga a escribir de periodismos y tontadas politiqueras, pero lo que a mí me gusta de verdad es escribir de cosas de escribir. Soy como una pluma Parker que escribe sobre plumas Parker.

Así que allá voy. No quiero malacostumbrarles hablando de cosas que pueden ser de interés general, prefiero volver a mi interés particular.

Lumen reedita en España Los viejos demonios, novela crepuscular del crepuscular Kingsley Amis. Una delicia etílica, prodigio en construcción -y destrucción- de personajes y uno de los libros donde más se bebe que yo haya leído.

Si en vez de beber, los personajes follaran, la novela rebasaría los límites de lo pornográfico y se situaría siete pueblos más allá de mi venerado marquis.

Pero no follan (o Kingsley Amis se abstiene de enseñárnoslo) porque los personajes son viejos y decrépitos. Esta es una novela sobre la aberrante putada de envejecer y la aberrante putada de tener amigos. Dos putadas que sólo se pueden sobrellevar bebiendo. Y mucho.

Amis Senior (no me lo confundan con Amis Jr., por favor) escribe 300 y pico páginas en las que apenas pasa nada, más que una sucesión de borracheras que parecen una sola y gigantesca. Los personajes, todos ellos abrazados a la cuneta de la vida, parlotean y parlotean en salones con mueble-bar y pubs y restaurantes donde apenas comen y en picnics donde apenas comen y en cualquier sitio donde puedan servirles un vaso (varios) de lo que sea. Son galeses, y la acción -por llamarla de alguna forma- transcurre en una ciudad de Gales del Sur y en parajes inventados de la zona. La excusa que desencadena la trama -también por llamarla de alguna forma- es el regreso a la patria chica de Alun Weaver, un escritor galés de mucho éxito en televisión que ha vivido una existosa carrera en Londres y quiere reencontrarse con sus nunca olvidadas -y bien explotadas, a decir de muchos- raíces galesas.

El regreso de Alun descoloca a la pandilla de borrachos. Resulta que Alun, con su blanca cabellera, es muy aficionado a cepillarse a las mujeres de todos sus amigos. Unos lo saben, pero están demasiado borrachos como para plantear objeciones, y otros viven en una feliz y beoda ignorancia. En realidad, todos han yacido con todas, en esos intercambios de fluidos a los que son tan aficionados las pandillas de amigos vetustas que han compartido toda una vida de endogamia. El roce, ya se sabe.

Amis aprovecha este armazón para construir con paciencia una obra cáustica, llena de cabronísimo humor inglés (o galés, qué sé yo), en la que, como anciano curtido, parodia todo lo pariodable: la estupidez folclórico-nacionalista británica (“Donde antes sólo se leía Taxi, ahora ponía Taxi/Tacsi, en deferencia a los galeses que desconocían la letra equis”, cito de memoria), los prejuicios facciosos de la generación de británicos crecida en la posguerra (adoran a Reagan -la novela es de 1986-, les pone cachondos Thatcher y no entienden ni toleran la homosexualidad del hermano de uno de la pandilla), el fariseísmo cultureta (impagable la escena en la que se inaugura un busto a Bridan, el bardo galés que, para vergüenza de los nacionalistas, no hablaba galés, por lo que escribió su obra en inglés, circunstancia que obliga a decir a Alun en el homenaje que seguro que Bridan entendía el idioma galés aunque no lo conociera. En el pub, su amigo le hace ver lo estúpido de su discurso) o la banalización del turismo y el pintoresquismo.

Pero, sobre todo, habla de la vejez y sus achaques. Los personajes, amén de estar siempre borrachos o con resacas espantosas, son peleles que apenas pueden cagar solos. Uno de ellos, gordísimo, incapaz de controlar su gula -siempre lleva manchas de pastelitos en la corbata-, ya casi no puede ni ponerse los calzoncillos porque los rompe con las uñas de sus pies. Uñas que no puede cortarse porque no llega a ellas.

Y así todo el rato.

Atontados por el alcohol, los años, la obesidad y las enfermedades, se mueven como paquidermos y descubren que la amistad a la que algunos se consagraron no merece ni una ginebra con tónica baja en calorías. Al final, entienden que todo es una rutina, un pour parler, un esperar lo inesperable mientras se esquivan los cuchillos que te lanzan por la espalda quienes brindan contigo en el pub.

Como decía Luis Ciges en Amanece, que no es poco: “A ver si este va a ser un pueblo de hijos de puta”. Pues eso, a ver si este va a ser un mundo de hijos de puta. Hijos de puta borrachos y viejos incapaces de pasar un día sobrios ni de ponerse unos calzoncillos sin romperlos.

Muy buena. Algo parada a ratos, puede que le sobren entre 50 y 100 páginas de diálogos de paja, pero muy divertida y desoladora en ocasiones.

PREGUNTAS Y BOICOTS: ¿ESTO ES PERIODISMO?

Dos pequeñas seudopolémicas del mundillo periodístico: el movimiento-debate surgido en Twitter #sinpreguntasnohaycobertura y el so called boicot del Partido Popular a El Periódico de Aragón en plena campaña electoral.

La primera ha derivado hasta en un manifiesto, y la segunda, en un desordenado y torpe pastoreo que mezcla churras con merinas. O churras con meninas, que dirían en Telecinco y en no pocas facultades de periodismo.

Lo de #sinpreguntasnohaycobertura ya es conocido por la parroquia: Antón Losada, de profesión tertuliano de los que salen de casa con el micrófono ya cosido a la corbata -porque si están poniéndose y quitándose micros no les da tiempo de acudir a todas sus tertulias-, decidió promover un movimiento de protesta periodístico: que no se dé noticia de las ruedas de prensa en las que el político convocante no admita preguntas.

Pues muy bien. Pero, ¿por qué ahora? ¿Es que Losada se acaba de enterar de esa práctica que lleva unos cuantos años y que al principio parecía privativa de la izquierda abertzale, pero que ya utilizan todas las formaciones políticas?

Por partes: dar cobertura o no a un acto no depende de los plumillas. Como dice Eduard Navarro en su blog, y cuya opinión al respecto suscribo: “Es un privilegio de caciques y no de indios”. Es decir, que tendrá que ser el director o el responsable al cargo quien decida si se habla de una determinada cosa o no. A ver qué plumilla tiene la capacidad o la suficiente masa testicular o las arraigadas tendencias suicidas necesarias para decidir por su cuenta y riesgo que no va a escribir una crónica de un acto en el que no le han dejado preguntar.

Por otro lado, reducir la compleja y densa crisis profesional que vive hoy el periodismo a una anécdota es de un nivel parvulario. Al final, no hay una voluntad de modificar el plúmbeo y vacuo intercambio de frasecitas entre políticos en el que se ha convertido buena parte de lo que antes se llamaba información. Cuando el género del reportaje prácticamente ha desaparecido de los medios, cuando los contenidos no estrictamente políticos han quedado relegados a un cuarto o quinto plano, cuando los mejores cronistas y entrevistadores han pasado a la reserva o han sido marginados a páginas de desván, cuando los periódicos se han convertido en clones grises, aburridos y cada vez peor escritos, no parece que la posibilidad de hacerle una o dos preguntas a Dolores de Cospedal vaya a mejorar ni un poco la situación.

Lo del veto del PP a El Periódico de Aragón tiene que ver con todo este panorama. La misma indignación periodística que se ha manifestado con #sinpreguntasnohaycobertura se ha volcado en el apoyo a la sucursal del Grupo Zeta en Aragón, en lo que algunos han llamado incluso una “agresión” o un acto de “censura antidemocrática”.

Echen el freno, madalenos, que las cosas son más sencillas.

El PP ha retirado su publicidad y ha decidido no atender a los periodistas de El Periódico ni acudir a sus saraos -ni, se supone, invitar a gente de El Periódico a los saraos del PP-. Es evidente que algo de lo que ha publicado el diario les ha mosqueado mucho, o es una bronca de despachos de cuyos términos nunca tendremos constancia. Tanto da. El caso es que el PP, como cualquier otra persona jurídica o incluso física, está en su derecho de anunciarse donde le dé la gana, y de cogerle el teléfono o de colgarle a quien quiera, y de invitar a sus saraos o denegar la invitación a quien guste, y de declinar las invitaciones que desee declinar.

Como El Periódico de Aragón decide -o habría de decidir- sus contenidos sin presiones externas, y no sólo elige quién sale o no en sus páginas, sino si lo saca guapo o feo, si lo promueve como un prócer o lo denigra como a un maleante. Con unos límites legales -que también se puede saltar si apechuga con las consecuencias-, pero que nada tienen que ver con la cortesía y ni siquiera con la moral o la deontología profesional (que sería deseable que así fuera es otro tema).

Cuestión distinta sería si fuera una administración pública la que se comportara como el PP. En ese caso sí que estaríamos ante un acoso a la prensa y ante un ataque a la libertad de expresión. Pero lo que ahora sucede es una disputa entre dos organizaciones privadas y libres.

¿De verdad me están diciendo que no poder entrevistar a Luisa Fernanda Rudi vulnera la libertad de expresión? Yo creo, poniéndome estupendo, que es una oportunidad perfecta para llenar ese presunto hueco con contenidos más interesantes. ¿Tan importante y decisivo es lo que va a decir Rudi? Si todos sabemos que es un teatrillo, que ni siquiera ella misma se cree sus palabras, que es un discurso acartonado y previsible. ¿No tiene el periodismo ningún recurso para torear o para sortear ese aro por el que los políticos quieren hacerlo pasar todo y ofrecer otra cosa, verdadera información? Si un partido cierra el grifo, ¿se acabó lo que se daba? ¿Tan poquita cosa es un diario que no soporta que le cuelguen el teléfono en un gabinete de prensa?

En resumen, que no estaría mal que los debates se expresaran en sus justos términos y no se tomara por asuntos de libertad de expresión lo que no son más que reclamaciones gremiales en un caso y conflictos institucionales en otro.

Son preguntas que le hago al aire claro y azul de esta mañana barcelonesa, tan perfecta y grata que no merece seguir siendo enmierdada por miserias tan menores.

MAGDALENAS A PUÑADOS

Supongo que habrá una explicación psicológica o similar para ese fenómeno por el cual, en los momentos críticos de nuestra vida, nos ponemos hasta arriba de magdalenas de Proust, como una adolescente americana se pondría hasta arriba de helado Ben & Jerry después de que su novio le pusiera los cuernos. Hay una pulsión por volver al vientre, por volver a visitar los lugares donde intuiste ser feliz o, más bien, donde no era concebible el dolor de ahora.

Yo no muerdo la magdalena: me zampo bolsas enteras y las mojo en un café con leche proustiano, de puchero, de cuando no había cafeteras Nespresso y la leche no se apellidaba “entera” porque no había otra. A ratos, sólo a ratos, cuando la soledad y la holganza lo permiten, intento rememorar lo que fui, y la epifanía no siempre se forma.

Escucho a Leño y a Barricada mientras pateo Barcelona. Me compro libros que leí a mis 15 años, como el Don Juan de Torrente-Ballester, donde encontré una verdad que me ha acompañado siempre: el ángel le dice a Don Juan que cada cual es la música que escuchó en su juventud, y que algunos tienen suerte y crecen con coros celestiales -como el ángel que habla-, y que otros, como el prota, se tienen que conformar con boleros y cancioncillas de tercera. Y no hay educación que cambie eso. Por mucho que uno se intente cultivar después, por mucho que se refine y se reinvente, esa música le acompañará siempre.

Creo que Flaubert venía a decir algo parecido en La educación sentimental.

Yo soy Leño y Barricada. Y aunque ya apenas los escuche y mi iPod esté lleno de tipos con tupé de Los Ángeles y de virtuosos del folk rock de la América profunda, vuelvo a ellos cuando quiero tener algo sólido en lo que reconocerme.

Así que camino por Barcelona y escucho música antibarcelonesa. Como un infiltrado: camino entre los modernos del barrio de Gracia sin que ellos sospechen que lo que suena en mis oídos tiene aliento de litrona y garrulez proletaria satisfecha.

Y también pienso en Celso Castro, un escritor del que hace tiempo que quería hablar aquí. Un escritor con dos obras en prosa sensacionales, ambas en Libros del Silencio y primera y segunda parte de una trilogía, tituladas El afinador de habitacones y Astillas. Debería escribir el afinador de habitaciones y astillas, pues Celso Castro es minusculista, no usa las mayúsculas y maneja los signos de puntuación con un sentido puramente estético, sin atenerse a norma o costumbre alguna.

Pero lo importante de su literatura, y la razón por la que me viene a la cabeza, es que son historias de adolescencia, de formación. Es decir, historias de descerebrados, en el sentido de que su protagonista tiene el cerebro a medio hacer y lo maltrata con drogas, como todo adolescente que no pertenezca a las Juventudes Socialistas. Es un relato en primera persona de la vida cotidiana de un chaval de 17 años de La Coruña. Un chaval que vive en la casa de su abuela con el fantasma de su madre suicida y empeñado en mezclar sus primeros escarceos sexuales con un alcoholismo desatado, una creciente afición por las anfetaminas y una soledad a la que intenta poner coto a base de poemas que anota en un cuaderno que él llama escombrera.

En uno de los talleres literarios que imparto llevé unos pasajes de el afinador de habitaciones con la ilusión de que los talleristas lo disfrutasen como yo. Y no les moló nada. Lo percibieron embolicado y extraño. Aunque luego alguno me confesó que había sacado el libro de la biblioteca (Marx nos libre de comprar libros) y le había gustado mucho. Supongo que a Celso Castro hay que degustarlo en soledad.

Yo no tenía afición por las anfetas y mi letraheridismo se ha expresado siempre en prosa, pero, en líneas generales, me identifico bastante con ese chaval coruñés que convive con fantasmas.

Y quién no.

Es fácil identificarse con la literatura de Celso Castro porque está escrita con las entrañas, con un estilo depuradísimo que destila verdad, que se aproxima de forma intangible a la oralidad más beoda y delirante.

Los leí en el hospital, como todo lo que leo últimamente, y pensaba en ese yo que ya no es más yo, pero que es capaz de sostener todavía a este yo que apenas se mantiene, especialmente si enchufa una de Barricada o de Leño.

Lo de Celso Castro, me temo, también es zamparse magdalenas proustianas a puñados. Magdalenas con forma de anfeta y coñac, pero magdalenas al fin.

PD.- Las cosas marchan bien: mi hijo Pablo ya tiene en su cuerpo su nueva médula. Ahora sólo nos queda esperar que injerte y que empiece a trabajar. Cruzar los dedos por que funcione y, en el ínterin, no surjan complicaciones. Son semanas chungas las que nos quedan por delante, pero mientras tenga mi música, creo que podré sobrellevarlas.