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METAMAUS

Yo soy muy fan de empresas inhumanas y despiadadas, como Amazon.com. No me importa que esclavicen a sus trabajadores, que hundan a su competencia con prácticas casi ilegales o directamente mafiosas, que provoquen guerras civiles en países africanos y que usen lágrimas de niños en la manufactura de sus artículos. No les reprocharé nada siempre y cuando cubran mis caprichos. Y Amazon.com los cubre: en dos días me sirve en mi casita, a coste cero, un libro publicado la semana anterior en Nueva York. Si para eso tienen que ser malvados y sanguinarios y causar la extinción de cuatro especies de anfibios y dos idiomas minoritarios, pues que lo hagan. Ande yo caliente.

Hoy he recibido esta pequeña maravilla, y estoy encantado:

Explicaría lo que es, pero como ya lo hice ayer en mi homilía dominical de Heraldo de Aragón, me limitaré a pegarla aquí para que entiendan mi placer. Les dejo con mi versión heraldiana.

(Nota al margen: no pensaba colgarlo, por aquello de que me gusta diferenciar los artículos que hago para la prensa de los que escribo aquí, quiero que cada uno tenga su espacio y su tiempo, pero el gran Óscar Senar ha tuiteado algo al respecto de esta pieza y me he animado).

Un gran clásico moderno

 Justo antes de ponerme a escribir este artículo he comprado en Amazon ‘Metamaus: A Look Inside a Modern Classic, Maus’, que acaba de salir en Estados Unidos. Contraviniendo toda la cultura ‘low-cost’ que impera en internet y que también me enseñaron mis padres, hasta he pagado un poco más para que me lo manden antes a casa, confiando en tenerlo ya en mis manos cuando este texto salga publicado. No escatimo en mis pasiones, ni siquiera miro sus precios.

Y eso que este extraño y lujoso libro va en contra de una de mis creencias más firmes en torno al arte y la literatura: que al autor no le conviene explicarse demasiado, porque se supone que todo lo que quería decir lo ha dicho en su obra. De hecho, tenía un amigo poeta que rechazaba ser entrevistado o mantener encuentros con sus lectores porque aseguraba que lo que quería decir ya lo había dicho en sus versos y que no sabía decirlo de otra forma, que esa expresión no podía traducirse, resumirse o transmitirse en otras palabras. ‘Metamaus’ hace justamente lo contrario: ahondar en las entrañas creativas de la que creo que es una de las obras más influyentes de la cultura popular occidental de mi generación y de la que la precede: ‘Maus’.

¿Y qué diantres es ‘Maus’ y por qué debería importarme?, se preguntarán algunos de ustedes. Pues ‘Maus’ es un cómic. De hecho, es el cómic contemporáneo por antonomasia, el que consagró el concepto de ‘novela gráfica’ para adultos y consiguió que el arte de las viñetas dejara de ser considerado una subcultura analfabeta para integrarse en el reino del arte de verdad, con todas sus consecuencias. Firmado por Art Spiegelman y publicado por primera vez en 1973, fue el primer cómic que ganó un premio Pulitzer y ha marcado a todos los autores serios del género desde entonces. El libro que sale ahora es un estudio que relata su proceso de creación, sus claves y cómo cambió la vida de su atormentado y complejo padre.

‘Maus’ es autobiográfico. En él, Spiegelman, hijo de víctimas judías del Holocausto, se propone contar la vida de su padre y de su familia desde que los alemanes invaden Polonia hasta que termina la guerra y emigran a Estados Unidos. Pero el cómic empieza en el presente, con el propio Spiegelman visitando a su padre en su casita de Queens, en Nueva York, para que le cuente sus recuerdos. Sin embargo, conforme avanza el libro, los recuerdos del Holocausto pierden importancia y Spiegelman se centra en la dura y adusta relación que mantiene con su padre, incapacitado para el cariño. Durante casi trescientas páginas, intenta comprender por qué su padre es una persona tan distante y enrocada y el libro entero acaba siendo una indagación en las heridas que una educación ruda y falta de amor pueden dejar en un hijo. La lectura acaba siendo desoladora porque Spiegelman no encuentra respuesta a ninguna de sus preguntas, pero en el camino construye un relato descarnado y desesperado sobre padres e hijos.

La descripción de ‘Maus’ como ‘clásico moderno’ es plenamente acertada. No sé qué obligan a leer ahora a los chavales en los institutos, pero quizá si incluyeran libros como este tendríamos más y mejores lectores adultos. Se me ocurren pocas lecturas más apropiadas para un adolescente que empieza a definirse por oposición a sus padres y que puede encontrar muchos puntos de anclaje en estas viñetas. Es solo una sugerencia, por si quieren descargar los currículos escolares de espadones y de calderonadas y llenarlos con relatos que comuniquen sentimientos vivos y actuales.

REBOTA, REBOTA Y EN TU CULO EXPLOTA

Qué tranquilo me he quedado después del anuncio de que la OTAN va a poner en marcha un escudo antimisiles para los miembros europeos de la organización, y que España, con la base de Rota, va a participar a tutiplén.

Menos mal que se ha llegado a un acuerdo, porque en mi barrio estábamos hartitos de recibir ataques con misiles. Mi peluquero ya no encuentra compañía que le asegure el local, de tantos Tomahawk que han impactado contra su escaparate en el último año, y los servicios de limpieza municipales están asqueados de tener que rascar la acera para quitar los restos humanos cada vez que cae una lluvia de misiles inteligentes y convierten en tortilla a los abuelos que toman el sol en la plaza. El único comerciante que está contento con la situación es el dueño de la ortopedia, que se ha puesto las botas de vender piernas y sillas de ruedas para los muchos mutilados del barrio.

Es de agradecer que la OTAN atienda al fin una demanda básica de los ciudadanos europeos. No podía ser que todos los días nos bombardeasen con misiles y nadie diseñara un escudo en condiciones. Era una vergüenza que tuviéramos que fabricárnoslos nosotros mismos con contrachapado. Y en invierno, pase, pero caminar en verano con la plancha de metal sobre la cabeza cual doméstico escudo antimisiles era bastante latoso.

Además, según dice Zapatero, esto del escudo antimisiles también va a dar mucho trabajo y va a dejar muchas perras en Cádiz y alrededores. Que un montón de empresas se van a forrar contratando con los americanos, que son buenos pagadores y no racanean con la propina, y una caterva de mendrugos que no ha terminado la efepé va a encontrar un curro como los de antes de la crisis, para que vuelva a hipotecarse por triplicado y a comprarse un Audi, que hay que ayudar también a los de Audi, pobrecicos míos.

Lo que no ha contado Zapatero —se le habrá olvidado o no lo sabrá, porque digo yo que los periodistas, tan incisivos ellos, no habrán dejado de preguntárselo— es cuánto va a costar exactamente la cosa antimisiles esa. Porque no nos gustaría que le desequilibrara el balance y le aumentara el déficit, ahora que ha reformado la Consti para no rebasarlo. Aunque a lo mejor sólo está mal rebasarlo si es para comprar camas nuevas de hospital y construir colegios, pero si el dinero se gasta en los imprescindibles y muy beneficiosos escudos antimisiles, hay bula.

Por lo que sabemos, en Estados Unidos renunciaron hace unos años a montar un escudo parecido porque era muy pero que muy caro. Unos 20.000 millones de dólares o así, una cantidad que en España serviría para financiar dos veces la deuda del sector sanitario, y aún sobrarían unos eurillos para reformar un par de quirófanos viejunos y pagar las nóminas de unos cuantos doctores y enfermeros.

Pero no hagamos demagogia barata, no les agüemos la fiesta en vísperas del 12 de octubre. No vaya a ser que desfilen cabizbajos y sintiéndose derrochadores, cuando todos estamos encantados de financiar este sublime ejército que tan bien nos protege de nuestros procelosos enemigos y que también sabe rescatar gatitos que se quedan atrapados en los árboles y apagar fuegos forestales. ¿Para qué queremos médicos si nadie nos va a hacer daño, si los militares nos protegen contra todo mal? Necesitaríamos médicos si los misiles siguieran cayendo impunemente sobre nuestras calles, pero con ese escudo tan maravilloso ya no sufriremos más heridas de misil y no tendremos por qué visitar nunca más la consulta de un doctor. Más militares y menos matasanos, sí señor.

Qué tranquilo voy a dormir esta noche sabiendo que los misiles que apuntan a mi barrio van a rebotar en el escudo. Chinchaos, bárbaros enemigos de Occidente: rebota, rebota y en tu culo explota.

A ver cuándo construyen también un escudo antialienígenas, antichupacabras y antiCarmenMachi y ya nos protegen de todos nuestros insoportables terrores.

PD.- Que dice mi vecino que también quiere un escudo antimoros. Es muy majo, mi vecino.

PD2.- Que por lo visto sí que se sabe cuánto cuesta el escudo antimisiles: 100.000 millones de euros. A pagar entre todos los europeos, claro. No sé cuánto le tocará a España, pero seguro que es más que el coste de un menú del día.

MIL NOVECIENTOS SETENTA Y NUEVE

Escribo el año 1979 en letra para dejar claro que fui uno de los últimos españoles que cursó el Bachillerato Unificado Polivalente y el Curso de Orientación Universitaria (conocidos como bupicou, todo junto). Soy un producto anterior a la Logse, lo que me convierte en uno de los últimos españoles capaces de ganar un quesito amarillo en el Trivial, de situar Portugal en un mapa mudo de la península y de escribir numerales tanto ordinales como cardinales. Después de mí, vino la Logse. Después de mí, vino la nada (me repito para que los de la Logse puedan seguir el hilo).

1979 -ahora sí, con número- es el año en que nací. En un sarao en el que coincidimos, Carlos Castán reparó en la solapa de uno de mis libros, que empezaba con el convencional y obligado “Sergio del Molino (Madrid, 1979)”, y me dijo: “Ja, ahora es muy molón poner el año de nacimiento. Ya llegarás a mi edad y lo quitarás”. Y es cierto, hay muchos escritores que obvian ese dato cuando peinan canas o ya no peinan ninguna. Yo le respondí -y no me creyó- que pienso mantenerlo siempre, pues el lugar y la fecha de nacimiento de un autor me parecen una información básica que no se debería hurtar al lector o al potencial lector. A mí, al menos, me gusta saber la edad y el origen de los escritores que leo, no me parecen detalles menores.

Fin del excursus (para la gente de la Logse: fin de la digresión, es decir, de esa parrafada que no tiene que ver con el hilo fundamental del texto. No os preocupéis si no entendéis todo al principio, es normal que os maree ver tanta letra junta. Respirad hondo y tuitead un rato antes de seguir, os sentará bien).

1979 es el título de la exposición que acabo de ver en el Palau de la Virreina de Barcelona. Un monumento en instantes radicales es su feo subtítulo.

Como un esquizofrénico embobado porque siente que los semáforos hablan de él, me he metido en la Virreina creyendo que la fiesta era en mi honor. Qué detalle: una antológica de mi año. Y ni siquiera es un aniversario redondo ni está cerca mi cumple.

Me desengañé al poco de entrar: la cosa iba del año 1979 en serio. Los comisarios de la expo consideran -y argumentan- que esa fecha marca un punto de inflexión en la historia de Occidente, y que por eso se aproximan a ella desde una perspectiva oblicua y artistera. No se trata de exponer recortes de periódicos ni de recordarnos el careto de Margaret Thatcher. Tampoco hacen mención alguna a mi milagroso nacimiento en el hospital de La Paz de Madrid (los tíos no aportan ni un documento al respecto, y mira que mi madre podría haberles servido cosas: desde mi pulserita identificativa hasta la mantita con la que me arroparon). Partiendo de fotos, de pelis y de libros producidos en 1979, intentan dar una forma visual y fragmentaria a ese año. Al año en el que empezaron a demolerse las certezas del siglo XX y se insinuaron las grietas e incertidumbres del XXI. La postmodernidad, amigos, mucho antes de que Fernández Mallo la descubriera y la vistiera de puta.

Desigual e interesante. Me ha llamado la atención que, en asuntos nacionales, centrados prácticamente en las calles de Barcelona y su ruina postindustrial (un Poblenou lleno de fábricas cerradas o a punto de cerrar que nada sabía del Primavera Sound ni del Fórum, un Barrio Chino ruinoso y poblado por chirleros que nada sabían de cafés chill out y un puerto donde los estibadores estibaban, decían tacos y se emborrachaban como sólo sabe emborracharse un estibador), la exposición elude la tentación de tirar de hemeroteca. El relato es sutil y marginal, muy logrado, con una selección muy cuidada de piezas y de artistas. Pero, al final, hay unas salas dedicadas a asuntos internacionales (que si el ayatolá Jomeini, que si los sandinistas de Nicaragua, que si los milicos argentinos, que si Mugabe…), y en ellas sí que recurren al tópico, al documento periodístico, al relato manido, a lo que todos sabemos ya o a lo que han querido enseñarnos. Su intento por construir una versión alternativa y poliédrica de la historia se cae a pedazos en esas salas, y es una pena.

Ya fuera, camino del piso, decido ambientar la marcha con una obra musical de 1979 no mencionada en la expo: el London Calling, de The Clash. Y allí me tropiezo con mi entrañable y risible Spanish Bombs, que quiere ser una especie de homenaje solemne a los republicanos españoles del 36, pero que sólo produce vergüencica.

Tras las referencias al “black car of the Gardia Civil” (sic), a “Fredrico Lorca (sic), dead and gone” y a unas bombas españolas que estallan “in the Costa Rica” (sic), llega el glorioso estribillo:

Spanish bombs, yo te quiera y finito,
yo te cuerda, oh, ma corazón.

Y, que yo sepa, Joe Strummer no fue escolarizado bajo la Logse.

En cualquier caso, tiene mucho mérito hacer una expo de 1979 sin la colaboración de Miguel Ríos, que estará rabiando por que no le hayan llamado para interpretar Qué noche la de aquel año.

NOTAS DE EXCUSADO

Esto lo escribí hace unos días en Francia, pero no lo pude colgar. Lo hago ahora.

Una tarde lluviosa en Niza. Se impone la retirada, buscar el resguardo aletargado del hotel. Después de un tiempo absolutamente desconectados de la actualidad, me pertrecho de periódicos y, mientras Pablo duerme, me sumerjo en la pulcritud y sencillez de las páginas de Le Monde (qué grandísimo periódico, señores, qué envidia). En Le Monde des Livres, el suplemento literario, tropiezo con un artículo de Jean Birnbaum titulado Une détresse inexcusable. Me parece tan brillante en su exposición, tan sintético y tan desoladoramente certero, que voy a perder unos minutos mal traduciéndolo al castellano para que ustedes puedan compartir algo de mi asco y de mi pasmo. Ahí va (los entrecomillados con faltas de ortografía y de sintaxis en francés están adaptados a faltas de ortografía y de sintaxis más o menos equivalentes en castellano, se hace lo que se puede):

Nuestra época tiene la pasión del documento “bruto”. Tiende a creer que para asir el mundo “real” son preferibles las anécdotas vacuas y las citas soltadas tal cual, a las investigaciones eruditas. De ahí la proliferación de publicaciones que husmean en los archivos o de testimonios sin acompañamiento de un elemental aparato crítico. Incluso se reivindica esta actitud: en este libro, dicen los autores, no hemos teorizado, eso se lo dejamos a los “especialistas”. Pero llega el caso en el que esa postura se vuelve contra su autor.

Vean el breve volumen publicado bajo el título Mots d’excuse (Notas de excusa). Antiguo docente, Patrice Romain propone una selección de los correos que los padres de sus alumnos le han enviado en el transcurso de dos decenios de enseñanza. Después de mucho tiempo, el profesor de escuela había cogido la costumbre de exhibir estas pequeñas notas en la sala de los profesores para hacer reír a sus colegas. Un día, tuvo la idea de publicarlas, con su sintaxis y ortografía originales. Después de su aparición, el 26 de agosto, el librito ha encontrado un fuerte eco. Periódicos y radios citan jugosos extractos y su autor ha sido invitado al Telediario de France 2. Interrogado por Le Monde, confía: “Este libro ha sido escrito con mucha ternura, he elegido los textos más pintorescos, es un guiño destinado a hacer sonreír”. Pero en la lectura no hay nada que produzca realmente regocijo. Página tras página, estas notas voladas, estas palabras íntimas que no estaban destinadas a ser publicadas hacen aflorar la vida frágil, la violencia de lo cotidiano. ¿Quieren reírse? “Señor director, disculpe a Sophie V. por su ausencia no he podido presentarme con ella porque su padre me ha encerrado y no puedo salir”. ¿Una buena carcajada? “Aura que es el ramadan, ¿ba ha dejarnos tranquilos con sus istorias de vurlarse de brahim? Espero que sí. Grassias por su respeto”. ¿Aún no se han reído? “Como nos han echado de la seguridad social, no he podido llevar a Cyril al médico. Espero que me disculpe por su diarrea”.

Como prueba de esa “ternura”, Patrice Romain confiesa que, progresivamente, él mismo ha cambiado su forma de ver estas notas de excusa: “Es verdad, en la relectura, es menos divertido, uno se dice: “Esto refleja la miseria de nuestra sociedad. Es un poco duro, pero es una fotografía”. Cierto. Pero toda la perversión viene justamente del hecho de que ninguna fotografía es neutra, y estas se presentan sin leyenda. En su desorden aparente, las “notas de excusa” dejan entrever una sociedad de orden, un universo donde cualquier reto a las reglas se sanciona con la exclusión de los más débiles, los que son “inexcusables”. Para entenderlo, habría hecho falta inscribir estas escrituras precarias en su contexto cultural y social. “La restitución fascinada no es suficiente”, remarcó la historiadora Ariette Fargue en su magnífico ensayo Le Goût de l’archive. Decididamente, el documento bruto no es más “objetivo” ni más “verdadero”. Simplemente, es “brutal”.

Se podría ir un poco más allá, saliendo del terreno especulativo-historiográfico y entrando en el terreno puramente social, que es lo que pide esta historia.

Vaya por delante mi inmenso aprecio por la docencia. Soy de los que piensan que la gente que se dedica al dificilísimo y durísimo oficio de enseñar debería de gozar del mayor prestigio social posible. Pocos profesionales me parecen más admirables que aquellos que se dedican a echar un cable en el descubrimiento del mundo de un chaval. Es una tarea para la que me siento completamente incapacitado y para la que creo que hacen falta grandes dosis de entusiasmo, talento, sacrificio y paciencia.

Ahora bien.

En España y en la mayoría de los países occidentales, el proceso de selección del profesorado y su situación laboral provoca que el entusiasmo, el talento, el sacrificio y la paciencia inherentes a esa vocación dependan única y exclusivamente de la voluntad del profesional. La vocación no es una exigencia del sistema ni existen medios para seleccionar a aquellos que de verdad quieren aceptar ese reto y esforzarse por él. El sistema de oposiciones y de plazas funcionariales es antes un reclamo para titulados superiores sin posibilidad o ganas de buscarse la vida en el mercado laboral y que ansían un trabajo cómodo y sin sobresaltos donde cobijarse del frío.

Y la docencia no es un trabajo cómodo ni falto de sobresaltos. La docencia es una profesión jodida que no todos están capacitados para aguantar. Entre un grupo vocacional, que existe, es notablemente capaz y se hace notar -yo he tenido la suerte de haber disfrutado de unos pocos de estos ejemplares, y creo que su actuación ha sido bastante decisiva en el desarrollo de mi personalidad- se confunde una caterva infinita de tipos mediocres, asustadizos, vagos y amedrentados ante un grupo de chavales que les rebasan por completo y ante los que no saben qué hacer.

Muchos culpan de sus desgracias a esa juventud imposible. Cada cierto tiempo se suceden los reportajes que hablan de profesores acosados, de baja por depresión, humillados, derrotados hasta en el último rincón de su dignidad. Y, por supuesto, la culpa es de una sociedad permisiva, de unos padres hiperprotectores y de unos monstruos malcriados enganchados a Tuenti y aficionados a apalear vagabundos en cajeros automáticos.

Cuando se habla del fracaso del sistema educativo rara vez se habla de estos profesionales abúlicos e incapaces que añoran la vara de abedul y el cuarto oscuro porque el terror es el único recurso pedagógico al alcance de sus capacidades. Tipos pasotas, que sólo transmiten desgana y que manifiestan un continuo desprecio por sus alumnos.

Tipos como Patrice Romain, para quienes las desgracias de sus alumnos no son más que material de chanza en la sala de profesores.

Cuando se habla del fracaso de la educación rara vez se habla del fracaso de estos profesores, incapaces de articular un método pedagógico, colocados en el centro escolar como parte del mobiliario, renuentes a cualquier cambio que les obligue a trabajar un poco, inaccesibles a las necesidades de sus alumnos, completamente ajenos a las exigencias de su profesión.

La docencia es una profesión dura que no envidio. Yo preferiría trabajar en una mina en el norte de Chile que enfrentarme cada mañana a un grupo de impúberes. Y por eso, es una profesión que sólo debería admitir entre sus miembros a los más capaces, a esos superhombres con la fortaleza mental y emocional lo bastante poderosa como para bregar con esas situaciones. Tipos imaginativos, audaces y que no crean que el respeto es algo que se presuponga, sino que hay que ganarse. Como la reputación y como la confianza. Son cosas que no se miden en un concurso-oposición.

Y claro que existen esos profesionales a los que nadie recompensa, que probablemente deban contentarse con sortear las zancadillas que les ponga el búnker inmovilista, el que lleva la cuenta de los trienios y se escandaliza de que los chicos jueguen a atropellar viejitas en la Play.

No tengo una solución que ofrecer. No sé cómo habría que articular el sistema para que esto fuera así, pero no estaría mal que el debate se plantease alguna vez en este sentido.